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Utopìa y Praxis Latinoamericana

versión impresa ISSN 1315-5216

Utopìa y Praxis Latinoamericana v.15 n.49 Maracaibo jun. 2010

 

Las “idas” y “regresos” del Estado

The Goings and Comes of the State 

Carlos M. Vilas

Universidad Nacional de Lanús, Asociación Americana de Juristas, Argentina.

RESUMEN 

América Latina fue un campo de experimentación del neoliberalismo durante más de tres décadas, y parte de la agenda política promovida conjuntamente por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Secretaría del Tesoro del gobierno de Estados Unidos, en lo que a partir de entonces recibió el nombre de “Consenso de Washington”, paradigma adoptado tanto por gobiernos autoritarios o decididamente dictatoriales, como por los considerados democráticos, y acompañado de la consigna del fin del estado.. La metáfora del estado que “va” o “viene” inhibe los cambios en los objetivos y estilos de acción estatal responden siempre a cambios en las relaciones de poder entre actores sociales y a la eficacia de las fuerzas.

Palabras clave: Neoliberalismo, Estado, Democracia, América Latina. 

ABSTRACT 

Latin America was a testing ground of neoliberalism over three decades, and part of the political agenda promoted jointly by the World Bank, International Monetary Fund and the Treasury of the United States government, as thereafter was called “Washington Consensus”, a paradigm adopted by governments strongly authoritarian or dictatorial also governments of democracy, and accompanied by the slogan of the end of the state. The metaphor of the state “going” or “come” can not allowed to see the changes in goals and styles of state action always respond to changes in power relations between social actors and the effectiveness of the political.

Key words: Neoliberalism, State, Democracy, Latin America.

Recibido: 21-02-2010 Aceptado: 29-04-2010

América Latina fue un campo de experimentación del neoliberalismo durante más de tres décadas. Comenzando en Chile tras la instauración de la dictadura militar de Augusto Pinochet y potenciado tras la crisis de los ochentas en Bolivia, en pocos años el neoliberalismo se convirtió en la agenda política promovida conjuntamente por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Secretaría del Tesoro del gobierno de Estados Unidos, en lo que a partir de entonces recibió el nombre de “Consenso de Washington”. La visión así institucionalizada se asentó en dos supuestos teóricos: la economía neoclásica como ciencia rectora de la organización política y social, y la globalización como fuerza arrolladora a partir de la cual analizar las diversas problemáticas y realidades nacionales. Con la notoria excepción de Cuba, esta visión se instaló, con mayor o menor intensidad y alcances, en los restantes países del hemisferio y en no pocos de África y Europa. La adopción del paradigma del “Consenso de Washington” tuvo lugar tanto por gobiernos autoritarios o decididamente dictatoriales, como por gobiernos convencionalmente considerados democráticos. 

Durante todo ese tiempo fuimos bombardeados con la consigna del fin del estado. El despliegue aparentemente imparable de la globalización financiera, apoyado en los nuevos sistemas de comunicación “en tiempo real”, instaló como verdad pretendidamente irrefutable la supremacía del mercado, símbolo y realización de la libertad individual. Por su propio imperio él habría de proporcionar bienestar a todas las sociedades cuyos gobiernos respetaran los fundamentos de una sana macroeconomía –entendida ésta en los términos de la teoría neoclásica–, desecharan “tentaciones demagógicas y populistas” y removieran sin hesitación los obstáculos políticos, ideológicos y de intereses creados a la libre iniciativa de los agentes económicos. Sobre todo, gobiernos que asumieran como verdad irrefutable que no había alternativas a la medicina neoliberal; el mal sabor de la misma (la precarización del empleo, el aumento de la tasa de desempleo, el crecimiento de la pobreza, la profundización de la desigualdad social...) rápidamente se olvidaría ante la percepción de los beneficios que el tratamiento reportaría. El correcto ejercicio de las funciones del gobierno contribuiría a que todo esto fuera posible de manera más rápida. “Achicar el estado para agrandar la Nación” fue la consigna de la época. 

En Argentina esa consigna no era nueva; formaba parte de la ideología política de los sectores más retardatarios de la clase dominante desde medio siglo atrás, en cuanto interpretaba la integración social y política de las masas trabajadoras y la organización popular como producto exclusivo o principal de la demagogia política y de una abusiva intrusión del estado en las relaciones sociales y económicas. “Achicar el estado” implicaba, en esa ideología, desmantelar los instrumentos públicos de regulación y control, liquidar la mediación pública en las relaciones laborales, acotar el margen legítimo de movilización, organización y reivindicación social, y desmantelar las modalidades de articulación público-privado que habían hecho posible el avance por el camino del desarrollo industrial, de una notable integración social y de una proyección cultural hacia gran parte del hemisferio occidental. La recomendación de reducir el estado a una dimensión mínima acopló bien con esa ideología y la dotó de cierto tono moderno y cosmopolita. Esa ideología, justo es decirlo, iba a contrapelo de la experiencia histórica del siglo XIX, cuando esos mismos sectores alcanzaron prominencia política y social por su mejor articulación con las líneas más dinámicas de la expansión capitalista internacional y por su eficacia en el despliegue de los recursos coactivos y simbólicos del estado –que incluyeron, es sabido, la civilizatoria recomendación de “no ahorrar sangre de gauchos”. También se daba de cabeza con la red de regulaciones e intervenciones que los gobiernos oligárquicos de la década de 1930 desarrollaron para hacer frente al impacto de la crisis internacional y recuperar el ejercicio directo del poder político durante la que pasó a la historia argentina como “década infame”. 

A fines de la década de 1990 e inicios de la actual los efectos del mercado desregulado, es decir el libre desenvolvimiento de los grupos de mayor poder económico, estaban a la vista de quien quisiera verlos. Después de una reactivación inicial, una sucesión de crisis detonadas por el propio funcionamiento de los esquemas impuestos echaron más combustible al malestar social; masivas asonadas populares forzaron cambios anticipados de los gobiernos que con desigual eficacia pero consistente empeño impulsaron las recetas que condujeron al descalabro. 

Por encima de sus muchas diferencias los gobiernos que emergieron de esas crisis presentan dos aspectos en común: 1) todos ellos son resultado de procesos electorales democráticos que permitieron a las mayorías populares expresar libremente sus preferencias políticas y sociales y sobre todo su repudio a los experimentos neoliberales responsables del desastre; 2) todos ellos asumen que el estado está llamado a desempeñar un papel estratégico en la regulación del mercado, en la promoción del desarrollo y del bienestar social operando directa o indirectamente en sectores considerados clave para el logro de esos fines y una articulación más equilibrada en los escenarios internacionales. La política y el estado han dejado de ser vistos como obstáculos al progreso para volver a ser encarados como otras tantas herramientas que habrán de impulsar, en regímenes políticos democráticos, el diseño y ejecución de estrategias y políticas que se hacen cargo de las aspiraciones de las mayorías nacionales al bienestar y una participación más justa en los frutos de los esfuerzos comunes –una mejor compatibilidad entre acumulación y distribución. 

Se convirtió en uso frecuente referirse a estos cambios como “el regreso del estado”. El estado que se habría ido en los años ochentas y noventas del siglo recién pasado cediendo espacios al mercado, volvería ahora para asumir funciones y responsabilidades abandonadas. La expresión tiene valor gráfico pero es insatisfactoria por varias razones. 

“Mercado” y “Estado” son estructuras de poder generadas por la interacción de los actores sociales en función de sus respectivos objetivos e intereses y de los recursos que movilizan: producción e intercambio de mercancías y maximización de la ganancia económica en un caso, constitución de un orden político estable de cooperación y mando en el otro. La metáfora del estado que “va” o “viene” no permite ver que los cambios en los objetivos y estilos de acción estatal responden siempre en el fondo a cambios en las relaciones de poder entre actores sociales y a la eficacia de las fuerzas políticas que las expresan en los parlamentos, administraciones, tribunales, medios de comunicación, instituciones educativas y otros ámbitos y recursos de poder, presentan sus objetivos e intereses particulares como expresión de los intereses generales. 

Desde la perspectiva de sus relaciones con la sociedad el estado es el espacio institucional en el que se desenvuelve la lucha política de clases y otros grupos sociales. Solamente la articulación de los intereses particulares o sectoriales en ese espacio les dota de carácter imperativo –es decir la facultad de movilizar legítimamente los instrumentos de coerción– y de ser presentados como intereses del conjunto. El estado es también, por lo tanto, un instrumento de poder. Si algo pusieron en evidencia las reformas neoliberales del pasado reciente fue el activo involucramiento del estado por medio de reformas legislativas, decisiones administrativas, mandatos ejecutivos y sentencias judiciales que modificaron derechos de propiedad, transfirieron activos, sancionaron nuevas desigualdades, alteraron regímenes laborales, y otros efectos de similar magnitud y alcance. La “retirada” del estado consistió en un amplio intervencionismo en función de determinados intereses minoritarios y en beneficio de determinados actores –las fracciones más concentradas del capitalismo local– la creación de condiciones favorables para su más beneficiosa inserción en los nuevos escenarios globalizados, la apertura y desmantelamiento de los mercados nacionales y regionales y una gigantesca transferencia de recursos desde la producción hacia la especulación y los negocios financieros, desde los trabajadores y sectores medios hacia los sectores de ingresos más altos, desde los países hacia el exterior desarrollado. Esta no fue una peculiaridad de la experiencia latinoamericana: la “transición” de las economías de tipo soviético al capitalismo se desenvolvió de manera análoga.

Sin perjuicio de su instrumentalidad respecto del bloque de fuerzas dominantes, en determinadas circunstancias el estado puede actuar también con una cierta autonomía, definiendo objetivos y estrategias a los que esas fuerzas, incluso las de mayor poder económico, son estimuladas u obligadas a adecuarse. Esas situaciones tienden a generarse cuando el conflicto político entre las clases y otros grupos sociales alcanzan puntos de equilibrio o relaciones de empate que las propias fuerzas involucradas no están en condiciones de resolver en su respectivo beneficio, cuando nuevas modalidades de organización económica tratan de abrirse paso a través de las resistencias que les presentan los intereses de los grupos de poder establecidos –“cuando lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no acaba de morir”, según la expresión de Gramsci– o bien cuando hay que hacer frente a cambios profundos en las relaciones exteriores o los escenarios globales. Dadas ciertas condiciones –especialmente la previa existencia de un estado con capacidades efectivas de gestión y coacción, burocracias profesionalizadas y eficacia para proponer e imponer una ideología que pone el acento en la unidad nacional por encima de los conflictos internos– los márgenes de autonomía respecto de los conflictos de intereses entre los actores sociales se amplían considerablemente y el estado aparece conduciendo a la sociedad de la cual es, en último análisis, producto. Todas las experiencias exitosas de desarrollo industrial inducido en la periferia capitalista dan testimonio de la capacidad del estado para mantener una autonomía respecto de los intereses particulares o inmediatos de las fuerzas económicamente dominantes. 

Como corolario de esta variedad de situaciones el estado puede “regresar” o “irse” de diversas maneras, todas ellas referibles un último análisis a la fórmula de poder que resulte victoriosa o derrotada en los conflictos políticos, o al acuerdo a que en definitiva se llegue. Existen distintas formas de “volver” según sean los intereses y sectores que se promuevan. Por ejemplo, en enero 2002 el estado argentino “regresó” de la fiesta neoliberal a través de la pesificación asimétrica que salvó los platos rotos de los empresarios que no alcanzaron a sacar sus dólares del país antes del “corralito”; asentado en otra correlación de fuerzas y orientado hacia otros objetivos, el estado promovió a partir de 2003 la reactivación productiva, el crecimiento del empleo y mayores márgenes de autonomía en la toma de ciertas decisiones estratégicas. En Estados Unidos el estado “volvió” después de ocho años de irresponsable desregulación financiera para hacerse cargo del salvamento de los bancos, compañías de seguros y otros actores que se beneficiaron de esa desregulación y condujeron a la “crisis de las hipotecas tóxicas”; lo hizo con mayor diligencia y fondos más generosos que para rescatar a los millones de familias que perdieron sus casas o a los millones más que vieron evaporarse sus previsiones jubilatorias, o a la masa de nuevos desempleados. Por lo tanto la cuestión de fondo no es en sí misma la ampliación de las funciones estatales o el recurso a determinadas herramientas de gestión, sino los objetivos a los que responde y los intereses que promueve o margina. 

Hablar sin más de un “regreso del estado” también es engañoso porque favorece la imagen de una especie de marcha hacia atrás después de una década o más de supuesta ausencia, algo así como la pretensión de regresar al pasado inmediatamente anterior a la entronización del neoliberalismo, en el ejercicio de una pendularidad permanente producto de los cambiantes humores de la sociedad. Las cosas no son así, por supuesto; el estado que hoy despliega intervenciones directas, regulaciones y reorientaciones de los procesos de acumulación y distribución de excedentes no es el estado desarrollista o populista de la segunda mitad del siglo veinte, por más que algunas de sus modalidades de gestión, y sobre todo algunos de los objetivos de sus estrategias y políticas guarden ciertas similitudes con los de aquel capitalismo más equilibrado y distributivo que fue decisivo en la democratización y la industrialización de un buen número de sociedades latinoamericanas. 

Ante todo, porque el cambio de orientación, el recurso a nuevos instrumentos de gestión, la reasignación de competencias y funciones, la redefinición de las “fronteras” entre lo público y lo privado, tienen lugar a partir de muchas de las profundas transformaciones introducidas en la década neoliberal, asunto éste que explica la retención de recursos o cuotas de poder por parte de quienes se beneficiaron de lo que se hizo o se dejó de hacer en aquella década; un ejemplo gráfico de esta continuidad en el cambio es la política tributaria que todavía mantiene un fuerte sesgo regresivo en la mayoría de los escenarios institucionales “post-neoliberalismo”. En consecuencia referirse a estos procesos como “post-neoliberales” o que se desarrollan “después del neoliberalismo” no alude a una cuestión simplemente cronológica sino a la configuración efectiva de los escenarios políticos y a la identidad de sus principales actores. Muchos de éstos, especialmente los que hoy aparecen como más poderosos económicamente, con mejores recursos para influir en la opinión pública a través de los medios de comunicación masiva y con mayor capacidad de enfrentar y obstaculizar los procesos de reformas simplemente operando a través de los mecanismos institucionales y de facto cuyo control mantienen (formación de precios, control monopólico u oligopólico de determinadas actividades o sectores, influencia en el sentido común de determinados sectores de la población, gravitación fáctica o ideológica en algunos aparatos de estado...) se constituyeron en el marco y como resultado de la aplicación de las políticas neoliberales. Más aún: la estructura financiera internacional diseñada en los años duros del neoliberalismo sigue prácticamente intacta y acota los márgenes de acción autónoma de los proyectos de reforma. Su capacidad de recomposición aún después de severas crisis ha quedado probada, una vez más, en nuestros días. 

La persistencia de estos y otros aspectos del esquema neoliberal ha sido interpretada a veces como una prueba de la falta de voluntad o de interés de los nuevos líderes y gobiernos en llevar a cabo las reformas que preconizan sus discursos radicales y que prometieron en sus campañas electorales, o de las limitaciones o ambigüedades de sus propuestas de transformaciones; pero también puede entenderse como una evidencia de las enormes dificultades políticas y no sólo técnicas que es necesario enfrentar para avanzar los cambios anunciados. Tampoco puede ser visto como un simple retorno al pasado porque la “sociedad civil” de organizaciones sociales y populares que hoy reclama un desempeño estatal más activo es mucho más exigente que la de hace treinta o cuarenta años. La de los tiempos presentes es una sociedad que sabe más y aspira a más, entre otras razones por las experiencias que recogió durante aquel periodo en sus resistencias y reclamos contra las reformas regresivas del neoliberalismo. Una sociedad civil que exige, y ha conseguido, participación en el diseño y ejecución de muchas políticas públicas que dan expresión a una nueva generación de derechos a partir de la concientización de viejas y nuevas necesidades. Una sociedad que considera a la gestión estatal un espacio de acción y responsabilidad pública y ya no más el ámbito exclusivo y excluyente de funcionarios y tecnócratas en interlocución preferente con los actores del poder económico. Una sociedad civil que no sólo reclama más presencia del estado sino una presencia de mejor calidad: tanto por las políticas que diseña y ejecuta como en lo que refiere al funcionamiento de las instituciones y al desempeño de la gestión pública.

Es también una sociedad a la búsqueda de expresiones política propias, porque las crisis económicas implicaron las de muchos partidos políticos de base social amplia que, por diversas razones o excusas, contribuyeron a la ejecución de los programas neoliberales aportándole gobernabilidad. La pérdida de legitimidad de los sistemas representativos o por lo menos de sus principales actores deterioró no sólo su capacidad de agregación y organización de demandas sino también la eficacia de sus funciones de mediación respecto del estado. La fragmentación social y la dispersión de las voluntades políticas tienen como correlato el direccionamiento inmediato de las demandas o las presiones hacia el estado y en particular hacia sus órganos de ejecución, a partir de la fuerza que deriva de los recursos que controlan –cuya distribución sigue caracterizada por profundas desigualdades. La crisis o el retroceso de los sistemas de representación política amplían el terreno para el despliegue de los poderes fácticos y refuerzan el papel del estado como dispensador de premios y castigos, más que como orientador de la dinámica del conjunto. 

La experiencia latinoamericana, como la de otras regiones del mundo, enseña que el estado ha desempeñado a lo largo del siglo veinte un papel exitoso en la promoción del desarrollo económico, la integración social y el progreso científico-técnico y cultural de sus sociedades y en la expansión y fortalecimiento de la democracia y la emancipación nacional. La reducción de la tasa de mortalidad infantil y materna por parto, la extensión de la esperanza de vida, la eliminación de enfermedades endémicas, la ampliación exponencial de la matrícula escolar, el acceso masivo a medios de comunicación y otros aspectos normalmente asociados a mejoras en la calidad de vida están directamente asociados a las políticas públicas y a las estrategias de desarrollo ejecutadas por los estados. Pero la experiencia histórica también ofrece ejemplos de notables fracasos en esos empeños, casos espectaculares de corrupción, subordinación a intereses extraños, descalabros económicos, responsabilidad inexcusable en el empobrecimiento y la degradación de sus pueblos. El estado fue un instrumento de las transformaciones democráticas y también de dictaduras ominosas, de procesos exitosos de desarrollo tanto como de preservación del atraso y el subdesarrollo. Por lo tanto destacar el mayor protagonismo del estado en los procesos de transformación social y política en curso no debería implicar santificar al estado per se como antes se hizo con el mercado. Los estados no son buenos ni malos: son necesarios. La bondad o perversidad de su desempeño depende de un conjunto amplio de factores, entre los que destacan los objetivos hacia los que orienta sus regulaciones e intervenciones, la representatividad social de esos objetivos, la eficacia de los órganos administrativos y de gobierno para alcanzarlos, la efectividad con que desempeña sus cometidos, los intereses particulares de quienes ocupan las posiciones de decisión política y también de quienes se encargan de la gestión administrativa, la capacidad para preservar autonomía y adaptarse creativamente a los escenarios externos. 

Las resonancias contemporáneas de procesos pretéritos, sobre todo la búsqueda de una más adecuada compatibilización entre crecimiento y distribución, entre rentabilidad económica y bienestar social, entre capacidades de decisión autónoma y articulaciones regionales y globales, la explicitación del conflicto de intereses entre clases y otros grupos sociales, han conducido a veces a ver en los regímenes políticos surgidos de las crisis neoliberales reediciones actualizadas de los viejos populismos del siglo veinte. En particular esas interpretaciones destacan la conflictiva relación de esos regímenes con las instituciones y la práctica de la democracia representativa, el decisionismo de sus gobiernos y especialmente la personalización del poder político en la figura de un líder que ejerce el poder con relativa independencia de los formatos institucionales. En algunos casos esta remisión a procesos y configuraciones pretéritas obedece simplemente a la modorra intelectual o al formalismo de los enfoques de los observadores; en otros, a la desconfianza e incluso temor que siempre suscitan las irrupciones populares y la trasgresión de las convenciones en quienes viven esas irrupciones como desafíos a sus propias posiciones de poder material o simbólico; en otros más, como parte de un discurso político dirigido a desprestigiar más que las (extra)limitaciones o chapucerías que se advierten en estas experiencias sino lo que ellas implican de progreso social y de más amplia democratización. 

Ciertamente, experiencias como el socialismo bolivariano de Venezuela, las transformaciones impulsadas por el gobierno del MAS en Bolivia o el del presidente Rafael Correa en Ecuador –para mencionar sólo los más notorios casos de un supuestamente resucitado populismo radical– o los gobiernos kirchneristas en Argentina, presentan una especie de relación de parentesco con los regímenes nacional-populares (como en su momento los denominó Gino Germani) de la segunda mitad del siglo veinte: el papel estratégico asignado al estado, el estímulo a la articulación entre democracia representativa y democracia participativa, los esfuerzos por compatibilizar acumulación y distribución y la caracterización de ésta como un ingrediente de la acumulación, la disputa del poder político a los grupos dominantes tradicionales.... Puede afirmarse incluso que muchos de los temas de fondo presentes en las luchas de nuestros días –el poder, la democracia, el bienestar, el desarrollo, la soberanía nacional– guardan una continuidad sustantiva con los que recorren y alimentan la historia política y social de nuestras naciones. Pero no es menos cierto que los actores y los escenarios son otros, como también son otros los términos en que se plantean los problemas, las condiciones en que se desenvuelven y los respectivos enmarcamientos regionales e internacionales. Diluir los elementos de diferenciación en las memorias o subsistencias de procesos o imaginarios pretéritos conduce, al revés de la socorrida metáfora, a que el bosque nos impida ver los árboles, normalmente con efectos desastrosos. Es innegable que por encima de la extraordinaria y a menudo confusa y eventualmente desprolija (de acuerdo a los términos convencionales de los manuales de instrucción cívica) variedad de acciones, formatos y discursos, destaca la explicitación de las aspiraciones emancipatorias de los pueblos, y éste es sin dudas el principal puente de vinculación entre unas y otras experiencias. Pero es una explicitación que al mismo tiempo pone de manifiesto las transformaciones experimentadas en las últimas décadas por lo que genéricamente se denomina campo popular (en sus identidades, orientaciones, identificaciones, modalidades de organización y de acción colectiva) tanto como las metamorfosis de las minorías dominantes, a partir de los escenarios sociales y políticos conformados en ese mismo lapso por los cambios impulsados por las reformas neoliberales y las resistencias a ellas. Lo mismo que otras veces, la continuidad de la historia se desenvuelve a través de cortes y rupturas. 

Como otras veces también, ese desenvolvimiento contempla situaciones y coyunturas de notable conflictividad derivada de la magnitud de los intereses y objetivos en pugna. Esa misma conflictividad sugiere el carácter aún provisorio de muchos de los escenarios emergentes de las crisis recientes y de las recomposiciones inmediatas; también destaca la búsqueda aún en curso de fórmulas de equilibro a partir de una redefinición relativamente estable e institucionalizada de las relaciones de poder. De ahí la prudencia con que deben formularse los juicios sobre el desarrollo ulterior de los procesos en marcha y la pertinencia de la vieja máxima gramsciana que aconseja conjugar “el optimismo de la voluntad” con “el pesimismo de la razón”.