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Letras

versión impresa ISSN 0459-1283

Letras v.51 n.78 Caracas ene. 2009

 

Ednodio Quintero: Del microcuento a la novela en miniatura1

Carlos Pacheco

Universidad Simón Bolívar. Caracas, Venezuela. pacheco@usb.ve

Resumen

La obra de Ednodio Quintero despliega prácticamente toda la gama de las formas discursivas de la narrativa de ficción. En este artículo estudiamos sus formas breves: el microcuento, el minicuento, el cuento breve y extenso, mientras dejamos para ulteriores indagaciones formas más extensas como la novela corta y la novela plena. El acercamiento es a la vez panorámico, cronológico y comparativo. A partir de conocidas propuestas de teoría del cuento, se considera de preferencia los diversos y logrados equilibrios que se producen en las varias modalidades narrativas de la ficción breve quinteriana entre la extensión y la intensidad de los relatos. Se aprovecha para ello la circunstancia de que el autor ha realizado modificaciones para comprimir y con más frecuencia para expandir algunas de sus creaciones y ha publicado las nuevas versiones. El artículo analiza también la manera como se va construyendo y luego autorelativizandoun espacio narrativo rural andino característico que se hace consustancial a sus protagonistas y se manifiesta a través de su reiterado regreso, geográfico y/o imaginario a la comarca de la infancia.

Palabras clave: Ednodio Quintero (1947) teoría del cuento cuento venezolano

Ednodio Quintero: from the microshort story to the miniature novel

Abstract

The work of Ednodio Quintero displays virtually the complete range of discursive forms in narrative fiction. In this article we study its brief forms: the microshort story, the minishort story, the brief and the extended short story. We postpone more extended works, as the short novel and the novel, for future research. In turn, our approach is panoramic, chronological and comparative. With acknowledged proposals of the theory of the short story as a starting point, we consider the diverse balances between extension and intensity achieved in various narrative modalities of Quinterian brief fiction. We take advantage of the fact that the author has introduced some changes in order to compress, but mostly to expand some of his creations, and has published the new versions. This article also analyzes the way in which a narrative Andean rural space is built and then relativized. Such space becomes circumstantial to its protagonists, and manifests itself through a reiterated geographic and/or imaginary return to the childhood home region.

Key words: Ednodio Quintero (1947), theory of the short story, Venezuelan short store.

Ednodio Quintero: Du micro recit au roman en miniature

Résumé

L’oeuvre d’Ednodio Quintero compte pratiquement toute la gamme des formes discursives du récit fictionnel. Dans cet article, on étudie ses formes brèves : le micro récit, le mini récit, le récit bref et étendu en mettant à l’écart pour des recherches ultérieures des formes plus étendues telles que la nouvelle et le roman. Le rapprochement est en même temps panoramique, chronologique et comparatif. À partir de propositions théoriques connues du récit, on considère de préférence les équilibres divers et réussis se produisant dans plusieurs modalités du récit fictionnel bref « quinterienne » entre l’extension et l’intensité des récits. Pour ce faire, on profite des modifications que l’auteur a faites pour comprimer et très souvent pour étendre quelques unes de ses créations et pour publier les nouvelles versions. Dans cet article, on analyse aussi la manière dont on construit – et ensuite autorelativise – un espace narratif rural andin. Cet espace rural caractéristique devient une circonstance pour ses protagonistes se manifestant par le biais de son retour, géographique et/ou imaginaire à la région de l’enfance.

Mots clés: Ednodio Quintero (1947) / Théorie du récit / Récit vénézuélien.

Ednodio Quintero: dal micro racconto al romanzo in miniatura

Riassunto

L’opera di Ednodio Quintero apre tutta la gamma delle forme discorsive della narrativa della finzione. In quest’articolo studiamo le sue forme brevi: il micro racconto, il miniracconto, il racconto breve, il racconto ampio; mentre lasciamo per ulteriori ricerche le forme più estese come il romanzo corto e il romanzo pieno. L’approccio è allo stesso tempo panoramico, cronologico e comparativo. A partire da proposte conosciute della teoria del racconto, si considerano deferentemente, gli equilibri diversi e ben riusciti che si producono nelle diverse modalità narrative della finzione breve quinteriana tra l’estensione e l’intensità dei racconti. Si approfitta della circostanza che l’autore ha modificato, per comprimere e, con una maggior frequenza, per espandere, alcune delle sue creazioni e ha pubblicato le versioni nuove. L’articolo analizza anche la maniera come si costruisce e poi si auto relativizzauno spazio narrativo contadino delle Ande che si va consustanziando con i suoi protagonisti e si manifesta attraverso il suo reiterato ritorno, geografico e/o immaginario alla contea della sua infanzia.

Parole chiavi: Ednodio Quintero (1947). Teoria del racconto. Racconto venezuelano.

Ednodio Quintero: do microconto ao romance em miniatura

Resumo

A obra de Ednodio Quintero desdobra praticamente toda a gama das formas discursivas da narrativa de ficção. Neste artigo estudamos as suas formas breves: o microconto, o miniconto, o conto breve e extenso, enquanto que deixamos para indagações ulteriores formas mais extensas como o romance curto e o romance pleno. A aproximação é ao mesmo tempo panorâmica, cronológica e comparativa. A partir de propostas conhecidas da teoria do conto, considerase de preferência os diversos e bem sucedidos equilíbrios que se produzem nas várias modalidades narrativas da ficção breve quinteriana entre a extensão e a intensidade dos relatos. Aproveitase para isso a circunstância de que o autor tem realizado modificações para comprimir e, mais frequentemente, para expandir algumas das suas criações e tem publicado as novas versões. O artigo analisa também a forma como se vai construindo – e, em seguida, autorelativizando – um espaço narrativo rural característico dos Andes que se torna consubstancial aos seus protagonistas e que se manifesta através do seu reiterado regresso, geográfico e/ou imaginário, à região da infância.

Palavras chave: Ednodio Quintero (1947), teoria do conto, conto venezuelano

Recepción: 21-04-2008 Evaluación: 26-05-2008 Recepción de la versión definitiva: 17-04-2009

Cuando los mínimos y aquilatados relatos de La muerte viaja a caballo (1974), su opera prima, ganan en 1972 el premio de la revista mexicana El cuento ilustrado, mediante decisión de un jurado integrado nada menos que por Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés, director de la publicación, el narrador venezolano Ednodio Quintero era un desconocido hasta para los escritores y críticos de su propio país.2 Al año siguiente vuelve a sorprender, al triunfar en el influyente y reñido Concurso de Cuentos del diario El Nacional de Caracas con "El hermano siamés", un cuento aún breve, pero ya plenamente tal. Emerge así a la luz pública en sus inicios una trayectoria de escritura ficcional que se ha proyectado con extraordinaria consistencia y versatilidad, hasta alcanzar ya en el nuevo siglo un momento de plenitud, con un haber de trece obras originales de ficción, más tres antologías publicadas y tres en proceso de publicación, así como dos volúmenes de ensayos sobre la escritura ficcional, que asegura a su autor un lugar de relieve en el panorama de la actual narrativa hispanoamericana.3

Si para completar este primer acercamiento a Quintero tuviéramos que bocetear en pocas líneas las marcas distintivas de su producción, tendríamos que coincidir con Julio Miranda (1993, 1998), Carlos Sandoval (2006) y Carmen Ruiz Barrionuevo (2008), sus críticos más perspicaces. En efecto, tendríamos que destacar una serie de elementos que persisten, como obsesiones, a pesar de las naturales variantes y fluctuaciones, en la mayoría de los relatos, produciendo un universo de historias, personajes, temáticas, topografías y tratamientos ficcionales de característica identidad. En primer lugar, el ámbito de la aldea de la infancia y la montaña andina, pero a menudo universalizada, sin concesiones a localismo alguno, donde el erotismo y la violencia están siempre enzarzados y donde incesto, parricidio y venganza a muerte encuentran su asiento natural, a la manera de Rulfo. En segundo término, el cultivo de lo onírico y de lo fantástico, para hacer posible que juegos de dobles, metamorfosis intrigantes e insólitos bestiarios, aparezcan y deambulen entre las tareas más cotidianas. En tercer lugar, el trabajado desarrollo de una prosa personalísima, virtuosa, de incomparable nitidez y eficacia en su trabajo de contar buenas historias, poseedora de un notable ritmo, a veces declamatorio y así ramosucreano. Finalmente, la intensidad sensorial y la inmediatez experiencial que transforman el acto de leer en práctica degustativa.

Todo ello nos atrae y nos cautiva para hacernos regresar, una y otra vez, a esa inconfundible comarca ficcional de Ednodio Quintero. En este artículo, sin embargo, queremos centrar la atención en otra de sus características, no menos importante que las anteriores: el cultivo gradual, minucioso y estudiado de los géneros narrativos. La obra de Quintero es en efecto recorrida longitudinalmente de punta a cabo por la indagación sistemática, el aprendizaje y el dominio graduales de los rasgos, dificultades y potencialidades propias de todos los tipos discursivos que ofrece la paleta del narrador de ficción contemporáneo.

Como sabiamente nos lo advirtiera Edgar Allan Poe en su seminal y canónica teoría del cuento, donde nos habla también del efecto único, potente y preconcebido como rasgo definitorio del género,4 la exacta relación proporcional entre intensidad y extensión, entre condensación y desarrollo, pareciera seguir siendo la primera de las "leyes naturales" de la narrativa ficcional y también la que funciona como principal, aunque no exclusivo, factor diferencial entre esas formas narrativas relativamente canónicas. De alguna manera, aunque el lector común no sea consciente de ello, es esa proporción la que de forma más inmediata y eficiente nos permite reconocer intuitivamente un texto narrativo como cuento, porque esta forma discursiva de impulso invariablemente centrípeto, valiéndose de muy variadas estrategias en la elección y especialmente en la elaboración ficcional de la historia narrada, siempre apuesta por la intensidad y la condensación, a expensas de la amplificación, la complejidad y el detalle, que encuentran su lugar apropiado en la novela, mientras la nouvelle, noveleta o novela corta ostenta su mejor realización cuando logra balancear de la manera más equilibrada aquellos dos impulsos.5

Y la versátil narrativa de Quintero, con toda la gama que ha venido desplegando, nos permite constatarlo de manera llamativamente nítida y puntual. La lectura secuencial de sus microcuentos, minicuentos, cuentos breves y extensos, nouvelles y novelas plenas nos muestra cómo allí se ha ido explorando la extraordinaria diversidad de posibilidades que ofrece esa gama de extensiones e intensidades, tanto para el narrador de ficción como para nosotros sus lectores. Así, al revisar cronológicamente la producción ednodiana podemos transitar desde el minicuento extremo o microcuento de apenas tres líneas hasta ficciones cada vez de mayor aliento, limítrofes algunas con la novela corta y conducentes, podría decirse, a ella y a la novela plena, que en su más reciente obra, Confesiones de un perro muerto (2006) supera las 400 páginas. Constatamos así cómo ese impulso centrípeto de máximo rigor y concisión, economía de medios y efecto contundente que eximios narradores como Poe, Quiroga o Cortázar han considerado como definitorio del cuento va cediendo gradualmente ante los imperativos de su hermana genérica la novela, tan cercana y tan distante a la vez en tanto tipo discursivo ficcional, la cual es también por supuesto objeto de extensiones y complejidades de diverso grado.6 Al concentrarnos en especial en este trabajo sobre sus narraciones breves; vale decir, en la órbita de lo que latu sensu puede ser el género cuento (dejando para otra ocasión un estudio más detenido de sus nouvelles y novelas plenas), encontramos también significativa la transición que se va produciendo con similar gradualidad del imaginario plenamente rural y tradicional al urbano y (post)moderno, aunque siempre, de alguna manera, se termina volviendo al origen, porque ese origen forma parte constitutiva de los personajes.

Microcuentos, minicuentos y cuentos breves

Este recorrido debe iniciarse entonces necesariamente por la lectura atenta y reiterada de los microcuentos o “cuentos cortísimos”, como los llama Quintero, que componen el mencionado volumen La muerte viaja a caballo (1974). La mayoría de ellos están compuestos por apenas tres o cuatro líneas, y tienen un promedio de 50 palabras. Aprovechemos esta brevedad extrema para citar algunos de ellos:

LA VACA

Mi abuelo tenía una vaca que se alimentaba de morocotas. Un día la vaca amaneció muerta a la orilla del río y los zamuros se la comieron. Mi abuelo buscó la escopeta y se pasó el resto de su vida cazando zamuros.

JINETE

En mi pueblo vivía un loco que montaba un caballo de palo. Una noche, por encima de los tejados alumbrados por la luna, pasó una bruja encaramada en una escoba. El loco la vio pasar, y sin pensarlo dos veces clavó las espuelas al caballo. Nunca más supimos del jinete.

MUÑECAS

Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía.

TV

Una niña vio en la TV el sacrificio de un bonzo. Entonces buscó su única muñeca, la bañó en gasolina y le dio fuego. Cuando llegaron los bomberos todo el barrio estaba en llamas.7

Verdaderos prodigios de brevedad, eficiencia y condensación donde el relato es reducido a la esencia del acto narrativo, estos microcuentos exhiben –como un esqueleto la osamenta– las tres instancias atribuidas tradicional y convencionalmente a toda narración: una situación inicial, un cambio o conflicto intermedio y una resolución, a menudo sorpresiva. Como en todo minicuento, el reto consiste en alcanzar el máximo efecto y originalidad con el mínimo de palabras, sólo que aquí se trabaja para llevar ese reto al extremo ínfimo. Y pareciera que la intensidad y la condición siempre pueden aumentar. Por eso, en los siete textos incluidos en la antología Cuarenta cuentos, el autor aún practica (respecto de los textos originales de 1974) pequeñas intervenciones en sus ya mínimos textos, con el fin de reducir aún más su exigua extensión, en un obsesivo empeño minimalista, encaminado a destilar el relato hasta su quintaesencia. Con estos mecanismos de orfebrería o relojería fina, cuyo funcionamiento narrativo sería afectado por cualquier coma indebida, Quintero se inscribe en la distinguida tradición hispanoamericana de minicuentistas, que fluye con similar impulso de Julio Torri a Alberto Barrera Tyzka, pasando por Borges y Cortázar, Monterroso y Armas Alfonzo, Arreola y Anderson Imbert, Denevi y Cabrera Infante.

Aunque años después de publicados, estos minicuentos han sido relegados por el autor andino en diversas declaraciones como fórmulas narrativas que una vez aprendidas carecen ya de originalidad e interés para él y merecen quedar en un discreto olvido, para dedicarse al otro reto que le ofrece la estructura novelística,8 ellos configuran sin embargo el inicio verdaderamente embrionario de toda su obra posterior y tienen para nosotros un mérito literario innegable. Y es que es a partir de esos relatos moleculares de compresión máxima, que esa obra va desenvolviéndose y experimentando sucesivos grados de desarrollo de la fábula, del número y sobre todo de la complejidad de los personajes, de los episodios, escenarios y temporalidades representados, de los diversos grados y modalidades de entrelazamiento de los mundos ficcionales y de los juegos de metaficcionalidad.

La experimentación no deja de practicarse. En los relatos incluidos bajo el acápite “Primeras historias” en un libro posterior titulado La línea de la vida (1988) se produjeron modificaciones mucho más notorias en la dirección inversa; es decir  amplificaciones, que resultan de gran utilidad al crítico para realizar un ejercicio comparativo de procedimientos y resultados narrativos. En efecto, sobre los mismos nudos accionales de varios de los minicuentos de La muerte viaja a caballo, se realiza allí una operación de reescritura para alcanzar versiones esta vez más extensas y elaboradas. De esta manera, se ensayan nuevas dimensiones en la escala de amplitud y complejidad de los relatos.

El autor es dueño y señor de sus textos, parece decirnos Ednodio, y puede condensarlos o expandirlos a voluntad, y también cambiarles el título, si así lo desea, en busca de nuevos resultados estéticos. Sin recato ni propósito de enmienda, se siente así libre de perpetrar lo que Augusto Roa Bastos (1983, 7-9) practicó y describió como una “poética de las variaciones”, recalcando con insistencia el vínculo de tales libertades con la variabilidad constitutiva de los relatos orales en las culturas rurales tradicionales, donde cada enunciación de una historia es a la vez igual y diferente, puesto que la historia perpetuada por la tradición oral y colectiva no cuenta con modelo fijo alguno al que pudiera ceñirse, literalmente, “al pie de la letra”.

Los dos libros mencionados, La muerte viaja a caballo y La línea de la vida, entre cuyas fechas de publicación median nada menos que 14 años, mantienen así una curiosa relación: contienen respectivamente, en su mayor parte, las versiones mínimas y desarrolladas de las mismas historias de fantasía, violencia e implacable destino, enclavadas en los páramos y aldeas de la alta montaña. Entre ellos media, pareciera, un trabajoso aprendizaje y una decisión dolorosa entre (al menos) dos maneras de responder a los impulsos siempre centrípetos e intensificadores del cuento. Por eso, podría decirse que el libro inicial y la sección “Primeras historias” de La línea de la vida servirían de marco para definir la etapa fundacional o “prehistórica” (así la llama Ruiz Barrionuevo) de la ficción ednodiana, que incluiría además los libros tempranos Volveré con mis perros (1975) y El agresor cotidiano (1978). En cuanto a su extensión y correlativa intensidad, esta etapa inicial incluye tres dimensiones –todas ellas “menores”– del relato: los ya descritos microcuentos (o cuentos “cortísimos”), los minicuentos propiamente dichos, con extensiones que no superan las dos páginas impresas, y los cuentos ya propiamente tales, aunque todavía siguen siendo relativamente breves.

Por varias razones, el cuento titulado “La muerte viaja a caballo” podría ser considerado como prototipo, como cuento emblemático, de este período más temprano de la narrativa ednodiana. En primer lugar, este relato es elegido como epónimo del primer libro y, ya en la versión más elaborada a la que acabamos de aludir, encabeza el volumen La línea de la vida. Pero además, en la antología Cuarenta cuentos es el primero de los seis minicuentos o relatos “intermedios”, cercanos ya a las 20 líneas, precediendo a los titulados “Gallo pinto”, “Un suicida”, “El manantial”, “Tatuaje” y “Cacería”, que constituyen la segunda de tres escalas arriba mencionadas. La atención que merece “La muerte viaja a caballo” se debe finalmente y sobre todo a la claridad con la que exhibe algunos rasgos distintivos de la cuentística de Quintero. Para comprender bien lo que vengo diciendo, es necesario citar completas ambas versiones:

El abuelo sintió que la muerte se aproximaba. Entonces se armó con su gastada escopeta, parapeteándose tras la ventana. Entre los alisos, por el pedregoso camino paralelo al río, surgió el jinete en un frenético galopar. Traería el polvo y la sed y el sudor y el hambre de una larga jornada. Cuando estuvo a tiro de escopeta, el abuelo apretó los dientes y disparó. El caballo se paró en seco. El jinete se llevó las manos al pecho, se dobló lentamente y cayó mordiendo el polvo, de espaldas al sol. Corrimos a recoger al caído. Mi tío, con la sucia punta de la bota volteo de un golpe el rostro del jinete, y en la tarde de verano, de frente al sol, brilló la destrozada cara del abuelo. MVC, 21.

Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.

A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.

La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo. LLV, 11

El primero de estos rasgos es el manejo de la sorpresa, la astuta preparación de un impredecible desenlace que se reserva escrupulosamente para el final, procedimiento que si bien es frecuente en la ficción breve, alcanza en la obra quinteriana una intensidad poco común. En “La muerte viaja a caballo” (como también, por ejemplo, en “El ahogado” (MVC), retitulado “Un suicida” (LLV); en “Hemorragia” (MVC), retitulado “El Manantial” (LLV) y aún más adelante en “Álbum familiar” (EAC) o en “Cacería” (CCR), es apenas la última palabra la que devela el dato escondido fundamental de la identidad del personaje.

En nuestro cuento emblemático, donde un escondido desdoblamiento señala ya como constante el tema de la muerte como ineludible destino, se revela en ese final la identidad de la víctima del disparo hecho por el abuelo con su fusil. Es un final del todo inesperado que, sin embargo, había sido veladamente anunciado en la tercera línea mediante una prolepsis bien lograda, pues sólo se la reconoce como tal en una segunda lectura, en el mejor estilo cortazariano de “Continuidad de los parques” (Cortázar 1964). Lo más interesante en muchos de estos cuentos iniciales es entonces el efecto retroactivo y relativizador de esa sorpresa final que dinamita, podría decirse, las hipótesis interpretativas que venían siendo construidas a través de la lectura. Lo inesperado desconcierta al lector, lo impacta y lo obliga a recorrer de nuevo el camino, en una relectura ya pre-iluminada por el desenlace, para descubrir con reduplicado goce de complicidad cómo es que el narrador logró engañarlo tan bien.

“El manantial” es también excelente ilustración de otros recursos comunes en esta ficción de los primeros libros, como son la eficiencia de descripciones muy concentradas, capaces con pocas palabras de dibujar una situación o un personaje sin que nada le falte para los propósitos específicos de la pieza en cuestión, la presencia muy frecuente de la muerte con su carácter dramático y trascendente, así como las ocurrencias fantásticas y la utilización impenitente de la hipérbole.

La comarca de Ednodio

Una característica más importante y perdurable aún, visible ya en las piezas narrativas mínimas, intermedias y breves que componen esta primera etapa, pero perdurable con interesantes transformaciones en toda la obra, es el emplazamiento rural que Quintero ha reconocido una y otra vez como el escenario natural y cultural nativo que lo moldeó como ser humano. En “La muerte viaja a caballo”, el ambiente rural de esta apartada y pequeña localidad campesina armoniza con la “silla de cuero de becerro” en la que aparece sentado el protagonista, con el galope frenético del enemigo que se acerca y con el desenlace sangriento y letal. Será también evidente en muchos otros de los relatos ednodianos, hasta en los más extensos recogidos en libros posteriores. Es lo que podríamos denominar, a lo largo de toda su trayectoria como narrador, “la comarca de Ednodio”, una comarca en principio factual, pero que ha sido habilidosamente ficcionalizada: el universo rural de la experiencia infantil y juvenil, que es revivido y transferido a muchos de sus personajes, en especial los personajes narradores. Mucho más que un mero setting narrativo instrumental, se trata de un “territorio imaginario” (Miranda 1993, 59), que una y otra vez el narrador reconoce como propio a través de sus criaturas, tal como puede apreciarse de manera nítida y tal vez insuperable en el capítulo titulado “El guerrero” que da inicio a su novela La danza del jaguar (1991):

Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Entre peñascos y farallones. En una casa de piso de tierra apisonada, paredes blanqueadas con cal, techo de niebla. Casa grande –patio enladrillado y solar con naranjales amargos y una higuera– situada en las orillas de una aldea de endemoniados, cuchilleros y pastores de cabras. / […] Yo amaba el río y me dejaba arrebatar por su corriente. En los remansos flotaba como una hoja seca, y sentía un vértigo próximo a la muerte cuando giraba al igual que un trompo zumbador en el remolino. / Crecí entre cabras, alisos y boyeros, yendo y viniendo por los senderos de los maizales, jinete en mi potro de cañabrava, durmiendo al sol y soñando con halcones. (LDJ, 11)

Sabemos que Quintero nació en un poblado del estado Trujillo llamado Las Mesitas. Sabemos que creció en los alrededores de la cercana ciudad de Boconó y que, desde que inició sus estudios universitarios en 1965, su vida ha estado vinculada principalmente a la vida universitaria y cultural de Mérida. De manera que naturalmente esa comarca ficcional encuentra en los Andes venezolanos su innegable referente geocultural: los páramos, pueblos y montañas altas de los estados Trujillo y Mérida. En ocasiones hasta encontramos menciones geográficas muy específicas como ocurre en la nouvelle La bailarina de Kachgar (1991) o en “El hermano siamés” (LLV) con la aldea natal enclavada como una Mesopotamia andina en la confluencia del río Burate y la quebrada La Coneja. Desde la atmósfera onírica y fantástica dominante en estos relatos que permiten al protagonista alzarse por los aires “como un ángel que se ha quedado dormido en un lecho de nubes” (LLV, 32), se describe minuciosamente el poblado, sus calles, el cementerio, la iglesia y los cañaverales. El mismo cuento, proyecta ese espacio de la infancia hacia horizontes míticos cuando el narrador, apoyado en la baranda del puente dice ver “sobre las verdes aguas del Burate, el desfile de las cuarenta naves negras de Odiseo”, así como sirenas, “asoleándose en las rocas, [que] peinan sus largas cabelleras, y de sus labios –que nada tienen de pez o de hipocampo– fluyen canciones agudas como un manojo de cuchillos, tristes como las despedidas.” (LLV, 31)

Las texturas de lo testimonial y memorialístico impregnan a menudo la voz de los protagonistas narradores. Con frecuencia se trata de primeras personas, diversos “yoes”, con tonos a veces solemnes e impostadamente arcaicos, cercanos a las criaturas de los narrativos poemas en prosa de José Antonio Ramos Sucre, que conducen con firmeza, desde el “Yo” inicial, las riendas del relato como si de viva voz contaran a un interlocutor presente o a la posteridad una parte crucial de la historia de su vida. Sin embargo, los frecuentes desplazamientos fantásticos, oníricos y más adelante metaficcionales deslastran definitivamente y desde un principio estos textos de cualquier propósito documentalista, cronístico, autobiográfico. Hay por supuesto un apoyo, y muy eficiente, en la experiencia vivida del autor, pero ese bagaje queda completamente transfigurado por la imaginación y la construcción ficcional.

A pesar de las referencias puntuales que pueda haber a lugares específicos de la geografía andina, es importante notar también cómo, a través de diversos recursos, se dota a esa comarca campesina de un carácter genérico, casi del todo descontextualizado. Se trata por supuesto, inevitablemente, del campo andino donde creció el escritor; pero se trata también y sobre todo de una comarca rural paradójicamente “globalizada” y hecha perenne, como congelada en el tiempo, mediante voluntarios y eficientes procesos de desdibujamiento, disimulo, ocultamiento o eliminación total de marcas locales específicas y mediante la escogencia de elementos de naturaleza y sociedad propios de múltiples posibles localizaciones en el tiempo y en el espacio. Es lo que ocurre en “La noche” o en “Jinetes”, ambos de La línea de la vida. Así, el lector queda libre de imaginar la acción narrada no sólo en los campos andinos sino también, por ejemplo, en una aldea medieval europea (“Caza”, EC) o en una campiña rusa intemporal (“En la taberna”, EC).

Es entonces el campo, la comarca rural inmemorial y genérica, por encima de diferencias geoculturales, e históricas. Esta búsqueda de lo que pudiera denominarse un universal campesino llegará pronto a ser relativizada por ese intelectual cosmopolita y muy moderno y omnívoro lector que es también Ednodio Quintero. En La bailarina de Kashgar, por ejemplo, la habitual narración en primera persona es desplazada lúdicamente a Emilia, su interlocutora y amada imposible, quien en un punto increpa al protagonista, poniendo en entredicho su pertenencia a una comarca rural idealizada y esencializada y su posterior regreso a ella desde la comodidad y realización profesional como cineasta y fotógrafo que ha encontrado en Noruega:

Pudiste haber ido a cualquier parte, pero te acordaste de estas montañas que no figuran en ningún mapa. Un lugar donde el sol quema de verdad. El sitio que tú llamas, con la boca llena de babas, “mi territorio ancestral”. ¿De qué te sirven esas historias fantasiosas de cometas y bailarinas? Marionetas en tu mente. Haz lo que te dé la gana, pero sácame de tu película. (LBK, 40)

Este rebajamiento de cualquier sensiblería localista y llega a su punto de máxima ironía en la también lúdica afiliación de algunas de sus piezas a lo que cierta cinematografía desde la primera mitad del siglo XX desarrolló como las “películas de vaqueros”, el western, pero en su versión caricaturesca a la italiana, en varios filmes de Sergio Leone, como Por un puñado de dólares (1964) o El bueno, el malo y el feo (1966), los más famosos spaghetti westerns. No en vano, la primera versión de “La muerte viaja a caballo” es subtitulada: “Cuento al estilo del Far West”.

Ganancias y pérdidas

Aunque todavía relativamente breve, “El jugador” es un cuento digno ya en plenitud de ese nombre. Es también una de las versiones desarrolladas sobre la base de uno de los microrrelatos de La muerte viaja a caballo. Es un caso especialmente interesante de “amplificación” del asunto narrado, por ser el más extremo: a partir de una mínima semilla narrativa de 42 palabras en “Apuesta”, en esa especie de “autoremake” que es este proceso, “El jugador” alcanza 1.160 palabras y cuatro páginas impresas en su reescritura de La línea de la vida. La notable elaboración literaria del texto resultante expresa muy bien la creciente complejidad y maestría del trabajo narrativo de Quintero. Varios críticos han visto con razón en estas amplificaciones una demostración del mayor aplomo y dominio del oficio adquiridos por el narrador trujillano gracias a la experiencia acumulada y a la continua revisión de sus propios textos.9 Creo sin embargo que en el proceso hay ganancias y también hay pérdidas o, mejor dicho que se trata de propósitos y productos que en definitiva no pueden compararse. Los méritos de estilo y la mayor riqueza de recursos simbólicos y compositivos de las versiones ampliadas no tienen por qué empañar los logros de las originales. Son productos artísticos tan difíciles de comparar con justicia como un óleo de formato promedio y una virtuosa miniatura. Pero concentremos nuestra atención en “El jugador”, para apreciar justamente los logros que una mayor amplitud hace posible.

Hasta con cierto regodeo en la descripción de los detalles, en este cuento se despliega la historia del jugador pueblerino cuya suerte pasa drásticamente a la medianoche de la inconcebible fortuna en el azar del juego a la bancarrota total, la existencia de una tierna amada que lo espera desnuda en la calidez del lecho y su encuentro terrible con un enemigo malo que quiere llevarlo a arriesgar algo mucho más valioso que el dinero. El resultado de esa apuesta sólo se conoce en la línea final. La fábula o anécdota extendida es narrada ahora con el apoyo de poderosos recursos narrativos: la familiaridad del relato literario con el relato cinematográfico (párrafos como escenas, perspectivas como tomas de variable amplitud, flashbacks, alusión diagonal a los westerns…); el manejo del dato escondido, pero secretamente anticipado en discretas prolepsis; la perfecta ubicación de una elipsis antes del párrafo final que permite el advenimiento súbito del desenlace, casi en la última palabra, en un clímax de ribetes macabros, donde se concentra el contundente impacto en el lector.

Por todo ello, este cuento es un inmejorable cauce narrativo para la observación de algunos de los impulsos más característicos de la cuentística ednodiana. Justamente es “El jugador” uno de los cuentos donde más tempranamente se revela el peculiar erotismo de Quintero, con su contraste entre los más tiernos e irresistibles deleites (aquí sólo una incumplida promesa) y la violencia más extrema. En sucesivos relatos, como por ejemplo “35 mm.” (EAC), “La venganza” (LLV), “El hermano siamés” (LLV), “El otro tigre” (EC) y ya con una violencia hipérbólica en “La puerta” (CCR), encontraremos variantes de esta imagen a menudo yaciente de la muchacha dispuesta para el amado. Pero es aquí, en “El jugador” donde aparece por vez primera, de manera que podría considerarse paradigmática, la joven y hermosa amante campesina, desnuda y dormida, perfecto objeto de deseo masculino, en un contexto campestre, nocturno, silencioso y acogedor, también apetecible:

Allá en la cabaña de paredes encaladas, detrás de las colinas pardas, envuelta en mantas de algodón y cobijas de lana, lo aguarda una muchacha olorosa a flores de espino, laureles y niebla. Piedra preciosa de las montañas, manantial de pura miel. Desnuda y abrazada al cuerpo invisible del amante, flota en las aguas de un sueño profundo y sosegado. Hacia aquel remanso se encamina […]” (LLV, 22)

Contrastante con este idílico lugar de encuentro al que se dirige el protagonista, es la inclusión de uno de los elementos más impactantes de la cultura andina venezolana, la figura siempre acechante del demonio, que viene justamente a interponerse y a frustrar ese encuentro. A diferencia del brevísimo “Apuesta”, donde naturalmente se tiene que aludir a Satanás de manera directa e inmediata, en “El jugador” la presencia del demonio es demorada por un juego de alusiones cada vez más explícitas e inequívocas: Primero, el “enemigo poderoso” es presentido por el caballo del protagonista (LLV, 22). Luego “el enemigo se hace visible […] surge nítido y altanero en la noche renegrida”. Hasta que “aquel ser de las tinieblas” le da frente del todo y le habla, para proponerle, “el muy ladino”, una apuesta final y terrible donde no arriesga dinero, ni siquiera su montura, pues según dice su adversario con inocultable ironía: “¿Para qué demonios querría yo un caballo?” (LLV, 22-23). En efecto, el objeto apostado es otro, que el lector sin duda descubrirá con mayor placer en la lectura del cuento. La amenaza de Satanás, con su multiforme apariencia y su variadísima gama de acercamientos es uno de los elementos más frecuentes y poderosos del imaginario venezolano, del andino en particular, presente en el discurso moralizador del catecismo y también en el ocurrente hervidero de historias a la vez pícaras y atemorizantes de la tradición oral popular. (Strauss 2004) Esta figura terrible y también atractiva, que los niños andinos incorporan desde muy temprano a su mundo imaginario, reaparecerá en otros relatos ednodianos posteriores, entre los que debe destacarse “El combate” (EC) o “Carpe noctem” (LLV).

Del campo a la ciudad

El recorrido que hemos venido haciendo por varios de los cuentos de Quintero nos ha ido mostrando diversas transformaciones en esa trayectoria desde los textos más breves y (aparentemente) más sencillos hasta los más extensos y complejos. Uno de los cambios observables allí es el paso de los escenarios exclusiva o predominantemente rurales en los relatos más antiguos a la aparición y la mayor frecuencia luego de contextos y problemáticas urbanos. No es infrecuente en este sentido la representación de la entrada propiamente dicha a la ciudad y de la fuerte impresión causada por lo diferente de la atmósfera, el ritmo y los personajes citadinos. Esta transformación no significa el abandono de la comarca rural, a la que siempre se vuelve, ni tampoco la renuncia a ese conjunto de obsesiones del yo narrador, donde aquella comarca de la infancia sigue siempre presente, como puede apreciarse por ejemplo en cuentos ya de considerable extensión como “El corazón ajeno” (ECA), o en la nouvelle La bailarina de Kachgar.

“Un caballo amarillo” (VCP / CCR) resulta de especial interés en este sentido, no sólo porque es el primero que registra ese tránsito, cuando el protagonista se sueña en una ciudad, sino porque en una forma que dramatiza muy adecuadamente el conflicto rural / urbano, ese protagonista es un caballo amarillo, con una visión francamente negativa del espacio urbano, que se siente allí “reducido a la infeliz condición de bípedo pensante” (CCR, 63) y que no tarda en sufrir todas las miserias, agresiones, incomodidades e hipocresías que abundan en la ciudad y hasta en la vida familiar urbana. Se trata, mutatis mutandis, de una renovada enunciación del tradicional motivo literario llamado “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, según el codificado título de una obra de Fray Antonio de Guevara de 1539, en la que se denuesta de los caprichos, intrigas y necedades de los pretenciosos centros donde se concentra el poder, el saber y el dinero, mientras se encomia la sencillez y la libertad de la vida campesina y natural. Ese mismo motivo adquirirá en 1985 una nueva representación narrativa valiéndose de otro humanizado animal en “El cocodrilo rojo”, uno de los cuentos más logrados de Eduardo Liendo (1994: 13-15).

Como es característico en muchos de los relatos de Quintero, una situación onírica actúa aquí como catalizadora del relato: Dentro del sueño, la imaginación del equino protagonista vuela con entera libertad y el desenlace viene marcado por el acto de despertar. En este caso, naturalmente, el protagonista narrador concluye por regresar al campo, a su libertad: “Entonces me despierto y libre ya de pesadillas, me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas” (CCR, 64).

Demás está decir que, muy comprensiblemente por lo que se lleva dicho, la animalización de los personajes es un proceso que con diversos matices es sumamente común en este corpus, donde con perros, caballos, cerdos, gallos, halcones, ratas, venados y otros animales va nutriéndose el ya frondoso bestiario ednodiano. Con sus diversos grados de humanización, es ésta una nueva muestra del predominio y la persistencia del imaginario rural, incluso en contextos completamente urbanos y contemporáneos. El proceso de acercamiento e inserción en lo urbano continuará, con similares signos de extrañeza o amenidad por parte del protagonista, en ulteriores cuentos. En “Costumbres” (EAC), por ejemplo, la marca de esa separación o diferencia del que llega del campo está dada por la desnudez alternante del protagonista o de los seres urbanos. En “Los dioses” (LLV) y “Cabeza de cabra” (CCR), donde ya Mérida, la urbe andina de Venezuela por antonomasia, se reconoce perfectamente, mediante diversos indicios geoculturales; una Mérida ya plenamente moderna, donde campean aún sin embargo la superchería y la violencia de otros tiempos.

Aparece entonces otra traslación en la secuencialidad de estos relatos: la que nos conduce de la comarca campesina y tradicional, asentada principalmente en los campos andinos, a contextos cada vez más urbanos, modernos y cosmopolitas. Es una traslación que acompaña, de manera verdaderamente notable, el movimiento de la narrativa breve quinteriana desde los formatos narrativos ínfimos hasta los más desarrollados, aunque siempre con la ya dicha salvedad de que la aldea nativa, las brumas y cumbres de las montañas tutelares de la infancia, con todos los elementos de un imaginario cultural que las acompañan, aunque puedan entrar en estados de latencia, nunca quedan realmente atrás. En esa mirada narrativa, podría decirse, pervive un asombro de niño campesino, aunque el personaje de su relato viaje en jet.

La novela en miniatura

Esa situación es exactamente la que se produce en el cuento “El corazón ajeno” (ECA), incluido en el volumen homónimo publicado en 2000, que requiere ahora nuestra atención, ya para concluir, como un paso de gran relevancia en este recorrido ednodiano de lo más breve y conciso a lo más extenso y complejo. Esta pieza es una excelente muestra de los cuentos de mayor extensión en nuestro corpus y sin duda el más importante y logrado entre ellos. “El corazón ajeno” sintoniza perfectamente y prepara el instrumento narrativo para sus obras en géneros que –sin ninguna valoración cualitativa– podríamos llamar “mayores”, a los que esperamos poder atender en un ulterior estudio: sus nouvelles La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994) y El cielo de Ichtab (1995); y sus novelas plenas La danza del jaguar (1991), Lección de física (2000), Mariana y los comanches (2004) y Confesiones de un perro muerto (2006).

“El corazón ajeno” es un viaje de regreso a los orígenes; viaje inverso al de muchos de los cuentos que hemos venido comentando: el que lleva de la ciudad (en este caso una ciudad europea) al campo venezolano (en este caso no andino sino llanero). El relato es también una nueva puesta en escena del sempiterno conflicto entre Eros y Tánatos, el amor y la muerte; conflicto modulado también aquí por la intermediación de lo onírico y de la (re)construcción imaginaria del pasado. La acción se inicia en Berlín, donde un técnico de un laboratorio especializado en cultivos in vitro recibe un fax con la noticia de la muerte de su madre, su tío y su prima Águeda en un accidente vial ocurrido en los llanos venezolanos, de donde es originario. Después de varios períodos de trabajo en México y los Estados Unidos, aquel técnico (que alguna vez abrigó el sueño de ser escritor) se ha radicado en Alemania y se ha casado con Helga, una germana, de quien dice: “le llevo 20 años y ella a mí 35 quilos, formamos una pareja ideal”. (108). La noticia de la desaparición de Águeda interfiere con el duelo por la muerte de su propia madre, con quien mantenía relaciones difíciles, creándole una perturbación que remueve todas sus certezas y atiza el conflicto narrativo. Regresa de inmediato a Barinas, donde vive su familia y tanto él como los lectores resultamos sorprendidos al saber que Águeda lo está esperando en el aeropuerto. Durante el entierro de la madre su atención se mantiene centrada en su prima, a quien siente a su lado y encuentra esquiva. Antes de volver a Berlín, se retira desolado a la hacienda del tío Antonio, donde pasó momentos imborrables de su infancia y juventud, en especial, los compartidos con Águeda, su invariable objeto de deseo desde que era niña, con quien compartió allí –adultos ya ambos– un encuentro pasional tan breve como intenso que ya no olvidará jamás.

Sin embargo, aunque el apresurado regreso para el entierro de los familiares enmarca el desarrollo de la acción, tras ese estrato narrativo más visible, lo que el cuento se esmera en narrar, de una manera muy atrevida y muy libre por cierto, es lo que ocurre en la afiebrada imaginación del protagonista, en situaciones nunca del todo claras entre lo onírico, lo recordado y lo vivido: “Lo mejor de mi vida y quizá lo peor, sucede en mi mente” (118), dice el narrador, en una frase que podría tomarse como enunciación maestra que rige toda la ficción ednodiana. Ya en la segunda página del cuento lo había puesto de esta manera: “La cabeza me zumba como si un diminuto helicóptero se empeñara en revolotear dentro de la caja de mi cráneo, una nube densa y opaca se ha instalado en el lugar donde, dicen, residen los órganos del entendimiento y la razón. No entiendo nada.” (102). Pues bien: el lector puede imaginarse a sí mismo, al leer este cuento, como quien viaja en ese helicóptero en miniatura y contempla desde allí ese complejo, cambiante y confuso paisaje mental que va convirtiéndose también en relato, mediante la escritura que lleva a cabo –ahora sí– el frustrado escritor protagonista.

En realidad este extenso cuento, se inicia con otro viaje, el que trae al protagonista de urgencia desde Berlín vía Ámsterdam y Maiquetía, hasta Barinas y a una finca cercana. Un despliegue de elementos como bandas de rock, frases en inglés y elementos tecnológicos modernos, desde los tamagotchis con que juega un robusto muchachón danés (“bebé gigantesco de unos doce años”, 105) que absorbe su atención, hasta el mismo boeing 747 que los transporta, ubica lo narrado en un contexto de inequívoca y cosmopolita modernidad: “la era del punk”, nos dice el protagonista, “Un sueño cool de ese autista que se hacía llamar Andy Warhol” (105). Lo más moderno de este cuento, sin embargo, es la ambigüedad y mutabilidad del estatuto de la narración el cual –sin advertencia alguna para el lector– salta repentinamente desde el habitual discurso monologante a formas de diálogo imaginario consigo mismo, con algún anónimo interlocutor (que es el lector mismo) o con aquel preadolescente danés, bautizado por él como “Hans”, personaje de un relato con abundantes referencias metanarrativas, como puede apreciarse en el siguiente fragmento:

¿Y tú, Hans, hablas con tus tamagotchis? Imagino que sí, les cuentas tus desvelos, compartes con ellos –o con ellas, no me digas que no has sentido curiosidad por averiguar algo más fuera del programa– tus proyectos de bebé del primer mundo, cebado como un cerdo, rozagante y feliz. Tu viaje en canoa por el Orinoco, con una larga e increíble estancia entre los yanomamis. Tus tareas de buzo al servicio de la filial danesa de Green Peace, en alta mar. Cuidado con esos corales verde moco, ojo avizor, pueden estar contaminados con DDT. ¿Por qué me estoy metiendo en tu vida futura? Te equivocas, chamín. No soy astrólogo ni discípulo de Nostradamus. Apenas si me asomo a ese horizonte cargado de partículas radiactivas y presagios funestos del próximo milenio […] No, muchacho, no lo tomes a mal. Sólo intento establecer contacto, como un marciano extraviado en el metro de Tokio. (107)

A partir de allí y hasta el final del relato, la imaginación se sale de todo cauce y comienzan a fluir una tras otra las historias de un “inagotable repertorio” a petición de un público que está presente también dentro de la mente del narrador protagonista, quien al narrar se dirige a él (y también a nosotros los lectores) de manera dialogada, como quien da instrucciones para la preparación de una receta de cocina: “Visualicen un paisaje feraz, agreste, hostil. Agreguen ventarrones helados, granizo, arbustos rastreros armados de aguijones […] Y sobre aquel escenario que se puede armar y desarmar a voluntad, dos jinetes (ya se sabe, mi madre y yo) bogando entre la niebla […]” (109). Pero además, las páginas de ese relato que se va escribiendo (o declamando) delante del lector pueden pasarse a placer para ingresar a episodios pseudoautobiográficos completamente diferentes que se contaminan como es natural del habla particular de otros y muy diferentes contextos. En uno de ellos, vinculado con la ciudad de México, nuestro narrador se encuentra sentado en un congestionado vagón de la línea verde del metro rumbo a la UNAM. (110-111). En otro, nos cuenta la truculenta historia de la sustitución del corazón del señor obispo de Barinas, destinado a convertirse en reliquia, por el de un venado, episodio que, por cierto, nos entrega uno de los varios sentidos del título del cuento.

Al final, la acción se ubica en las cercanías de Barinas, en la hacienda del tío Antonio. Desde una hamaca al aire libre y en un entresueño favorecedor de ambigüedades y fantasías, nuestro personaje recuenta lo ocurrido a su llegada,  durante el sepelio de su madre y en los días posteriores, hasta su final regreso a Berlín. El relato continúa así balanceándose entre la lucidez y la demencia, lo real y lo imaginario, lo presente y lo recordado, los personajes vivos y muertos, lo “posible” y lo fantástico, en diversas instancias de la ficción, dentro de la cual hay nuevos estratos de ficción, a la manera de las matrioshkas rusas, hasta la revelación apenas esbozada en la página final, a través de “un detalle que antes se me había escapado” (131), en el que hay suficiente base para interpretar toda la historia de otra manera y optar así por un final abierto.

Alguna vez escuché decir a Ednodio que “El corazón ajeno” es una “novela en miniatura”. Esto es completamente cierto. Y sería importante entender por qué; entender cómo consigue su innegable talante novelístico. Para tratarse de un cuento, puede decirse que es ya relativamente extenso, con sus buenas 30 páginas impresas; pero la extensión aquí, si bien no es irrelevante, es lo de menos, ya que mediante ingeniosas estrategias se concentra en esas páginas una altísima tensión narrativa, con su consiguiente potencia semántica. Posee un tono de lenguaje mucho más distendido, más abierto, más lúdico y por cierto más desenfadado e irreverente que el de todos los cuentos anteriores. Su anécdota, recorrida por más de una línea de intriga, es decididamente proliferante, rizomática, y en ese sentido más propia de una novela hecha y derecha. Encontramos allí una dinámica de vericuetos narrativos, digresiones y ramificaciones inesperadas, juegos metaficcionales y ambigüedades osadas que impiden establecer con claridad el estatuto de la narración, sin cesar oscilante entre realidad y ficción (dentro de la ficción), entre lo soñado o recordado y lo realmente vivido. Se vale además de una compleja modalidad de narración, ya descrita, donde el narrador protagonista dialoga o más bien finge o imagina dialogar consigo mismo o con un interlocutor imaginario que en muchos casos es el obeso adolescente compañero de viaje.

Pero tal vez la razón de mayor peso para atribuir a “El corazón ajeno” un impulso novelístico, a pesar de su discreta extensión y de ser tratado editorialmente como cuento, es el hecho muy significativo de que, a lo largo de sus páginas, se va desplegando la formulación concisa de una exigente poética con resonancias de varios connotados teóricos del cuento, de Edgar Poe a Ricardo Piglia, un ars narrativa que resulta encarnado magistralmente por la propia narración que la contiene y que es imprescindible citar in extenso:

[…] un relato es algo más que una sucesión de frases azarosas, tal vez coherentes, referidas a un tema escogido de un menú más bien limitado. Un relato es una carrera contra el tiempo, donde cuenta, por encima de cualquier malabarismo de salón, la velocidad. […] un relato, cuando se propone como tal, va siempre acompañado –al igual que el pájaro y su sombra– de una segunda intención. Las más de las veces desconocida para el autor. […] Un relato soporta hasta cierto punto digresiones y distracciones. Hasta cierto punto, ¿oíste bien? Un relato exige velocidad. Y continuidad, aun cuando esté roto en pedazos. Un relato que se respete debe contener en sí mismo, a la manera de un kamikase de papel, el germen de su destrucción. […] Como en las matrioshkas, esas matrioshkas rusas que van encajando hasta que todas quedan ocultas por la mayor, un relato encierra siempre, bajo la fachada atractiva de su argumento otras historias, de las cuales algunas veces ni siquiera el narrador principal es consciente. […] un relato no se acaba cuando se calla el relator, continúa girando como una peonza, en el vacío o en algún lugar de la mente. Un relato, como una hoja que se desprende del árbol del conocimiento –¡qué presumido, señor! –, tiene un haz y un envés. (108-109, 110, 118, 125-126, 130).

Con “El corazón ajeno” y otros cuentos de similar extensión, complejidad y osadía narrativa, se cumple entonces plenamente aquel periplo que se iniciara en la quintaesencial simplicidad de “La vaca”, “Jinete”, “Muñecas”, “TV” y otros microcuentos de La muerte viaja a caballo. Es un proceso de incremento gradual, ponderado y sabio de la extensión, el número de los elementos y la complejidad del tramado y las estrategias de narración que va paralelo al viaje desde el lar nativo, con su imaginario oral tradicional, hasta la máxima exposición al mundo globalizado y posmoderno. Solo que ese desplazamiento hacia delante (como en el vuelo trasatlántico del protagonista de “El corazón ajeno”) es también siempre un regreso al origen, a los temas y las obsesiones persistentes del muchacho de los campos andinos. Son las recurrencias de la lanzadera en el telar, que aparentan recorrer el mismo camino de ida y vuelta una y otra vez, cuando, bien miradas, están trazando una red de múltiples diseños, de signos en movimiento que establecen relaciones ostensibles o más secretas con otros signos. Julio Miranda (1998, 57-58) lo dice tan bien que vale la pena cederle la palabra: “Narrativa de ecos, de reflejos, de circularidades múltiples […] narrativa de crecimiento vegetal, orgánico, recorrida por una misma sabia, siempre enriquecida […] un sistema de palabras clave, de imágenes, de metáforas que vuelven una y otra vez […] la cíclica reasunción de temas, situaciones, personajes, hasta de cuentos completos.” Ése es el viaje, aún inconcluso, siempre recurrente y siempre diferente de la narrativa de Ednodio Quintero explorando hasta lo más recóndito los múltiples funcionamientos de la ficción.

Notas

1 Por encargo de Monte Ávila Editores y con el título de “La comarca de Ednodio”, preparé y entregué en 2006, un prólogo para la compilación Cuarenta cuentos, de Ednodio Quintero. Basado en aquel texto aún inédito, el presente artículo fue realizado durante el primer trimestre de 2008, mientras fui investigador y profesor invitado para participar en el Seminario de Narrativa Hispanoamericana que dirige el profesor Armando Romero en la Universidad de Cincinnati, gracias al patrocinio de la Fundación Charles Phelps Taft.

2 Así lo hace notar Carlos Sandoval en el excelente prólogo de una de las antologías de Quintero titulada Los mejores relatos. Visiones de Kachgar (Sandoval en Quintero 2006, 6-7).

3 Estos múltiples libros de Quintero se recogen en la Bibliografía directa y se aludirá a ellos mediante las iniciales señaladas en la misma bibliografía, seguidas por el número de página, cuando sea el caso. Una de las antologías aún en proceso será publicada a fin de año por la editorial Candaya de Barcelona, España. La otra, realizada en la Universidad de Lyon, bajo la dirección de Philippe Dessommes Florez, recoge la traducción al francés de la mayoría de los cuentos y está aún en espera de un editor.

4 Véase sobre todo “Hawthorne y la teoría del efecto en el cuento”, su famosa reseña de Twice-Told Tales (1837) de Nathaniel Hawthorne, en la traducción de Julio Cortázar, incluido en Pacheco y Barrera (compiladores) 1997, 295-309.

5 Así lo consideran muchos de los teóricos antiguos y modernos de la nouvelle, tal como puede apreciarse en el enjundioso estudio de José Cardona López (2003).

6 Así lo señala Julio Miranda: “Ednodio Quintero resumiría por sí solo la evolución de gran parte de la nueva narrativa, desde los minicuentos publicados en El Nacional en 1970, recogidos con muchos otros en La muerte viaja a caballo (1974), aumentando la cantidad de páginas de cada texto en sus posteriores libros de relatos y culminando con obras tan espléndidas como la novela corta La bailarina de Kachgar (1991) y la novela La danza del jaguar (1991)”. (1998, 24).

7 Citamos de las versiones ofrecidas por el autor para la antología Cuarenta cuentos, en las cuales hay algunas variantes respecto de las versiones originales de las de La muerte viaja a caballo.

8 A principio de los noventa, Ednodio aprecia sus microcuentos iniciales como “un conjunto de cuentos breves, tal vez demasiado breves, y en los cuales la ejecución no estaba al nivel de las ideas”. (Quintero en Miranda 1993, 7.

9 Citando ella misma a Miranda (1993), Ruiz Barrionuevo (2008) aprecia por ejemplo que “…del despojamiento inicial” se pasa a un estilo más consolidado, a una escritura que abunda en el deleite “de sus propios giros, en la densidad de sus imágenes líricas, en su espesa textura onírica”, lo que hacía imposible el esquematismo reduccionista del comienzo, e implica que sus personajes ganen en dimensión y en vida interior.”

Referencias directas

1. 1974: La muerte viaja a caballo. Mérida, Ediciones La Draga y el Dragón. Minicuentos MVC

2. 1975: Volveré con mis perros. Caracas, Monte Ávila Editores. Cuentos VCP

3. 1978: El agresor cotidiano. Caracas, Fundarte. Cuentos EAC

4. 1988: La línea de la vida. Caracas, Fundarte. Cuentos LLV

5. 1991: La bailarina de Kachgar. Mérida, Solar. Reeditado en 1995 (en El cielo de Ichtab) y en 2004 Mérida, Ediciones del Vicerrectorado Académico ULA). Nouvelle. LBK

6. 1991: La danza del jaguar. Caracas, Monte Ávila Editores. Novela LDJ

7. 1993: Cabeza de cabra y otros relatos. Caracas, Monte Ávila Editores. Prólogo de Julio Miranda. Antología. CCR

8. 1994: El rey de las ratas. Caracas, Editorial Planeta Venezolana. Nouvelle.

9. 1995: El cielo de Ichtab. Caracas, Editorial Planeta Venezolana. Nouvelle.

10. 1995: El Combate. Caracas, Monte Ávila Editores. Cuentos. EC

11. 1999: El corazón ajeno. México, Juan Pablos Editor. Ediciones Sin Nombre. 2º ed.: Caracas, Grijalbo. Cuentos. ECA

12. 2000: Lección de física Trilce Ediciones, México. Novela.

13. 2004 Mariana y los comanches. Barcelona. Candaya. Novela.

14. 2006 Confesiones de un perro muerto. Caracas, Random House Mondadori. Novela.

15. 2006 Los mejores relatos. Visiones de Kachgar. Caracas, bid & co. Antología.

16 .2008 Cuarenta cuentos. Caracas, Monte Ávila Editores. Prólogo de Carlos Pacheco. Antología. En prensa.

17. 2008 Setenta Cuentos. Barcelona Candaya. Prólogo de Carmen Ruiz Barrionuevo. Antología. En preparación.

18. 2008. Le Combat et autres nouvelles. Prólogo de Carmen Ruiz Barrionuevo. Antología. Traducción realizada en la Universidad de Lyon, bajo la dirección de Philippe Dessommes Florez. Inédito.

Referencia indirecta

1. Cardona López, J. (2003): Técnica y práctica de la nouvelle. Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.        [ Links ]

2. Cortázar, J. (1964). Final del juego. Buenos Aires, Sudamericana.        [ Links ]

3. Miranda, J. (1993). “El paraíso perdido”. Introducción a la antología Cabeza de Cabra y otros relatos. Caracas, Monte Ávila Editores.        [ Links ]

4. Miranda, J. (1998). El gesto de narrar. Caracas, Monte Ávila Editores.        [ Links ]

5. Liendo, E. (1994). El cocodrilo rojo / Mascarada. Caracas, Monte Ávila Editores. 1ª ed. 1985.        [ Links ]

6. Pacheco, C. y V., Rojo. (1993): "El minicuento: hacia la definición de un tipo discursivo". Tierra Nueva. Caracas. III, 6. Julio: 29-39.        [ Links ]

7. Pacheco, C. y L., Barrera Linares (1997). Del cuento y sus alrededores. Caracas, Monte Ávila Editores.        [ Links ]

8. Quintero, E. (1997). Visiones de un narrador. Maracaibo, Universidad del Zulia.        [ Links ]

9. Quintero, E. (1997). De narrativa y narradores, Maracaibo, Universidad del Zulia.        [ Links ]

10. Roa Bastos, A. (1983). “Nota del autor” Hijo de hombre (segunda versión). Asunción El Lector. La primera versión fue publicada por primera vez en 1960.        [ Links ]

11. Ruiz Barrionuevo, C. (2008): Los relatos de Ednodio Quintero: el edificio de la ficción. Prólogo para Le Combat et autres nouvelles. Una versión adaptada se incluirá en Setenta Cuentos. Barcelona Candaya. En preparación.        [ Links ]

12. Sandoval, C. (2006). “Arte de orfebrería”. Prólogo a Los mejores relatos. Visiones de Kachgar, de Ednodio Quintero. Caracas, bid & co: 5-14.        [ Links ]

13. Strauss, R. K. (2004): El diablo en Venezuela. Caracas, Fundación Bigott.        [ Links ]