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Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.24 n.54 Maracaibo mar. 2006

 

La familia, célula de la democracia antigua y moderna: De Aristóteles a Tocqueville

The Family, Nucleus of Ancient and Modern Democracy: From Aristotle to Tocqueville

Angel Muñoz García y Gabriel Andrade Universidad del Zulia Maracaibo - Venezuela

Resumen

Este artículo es un estudio comparativo de la manera en que Aristóteles y Alexis de Tocqueville conciben a la familia dentro del contexto de la democracia antigua y moderna, respectivamente. Se elabora un recorrido por la institución de la familia y el matrimonio en Grecia y Roma, y sus vinculaciones con las ideas políticas de esas civilizaciones. Igualmente, se contrasta el entendimiento antiguo de la democracia con el de Tocqueville, y se analiza la vinculación que éste estableció entre el hogar y la esfera pública en las democracias modernas.

Palabras clave: Aristóteles, Alexis de Tocqueville, democracia antigua, democracia moderna, familia.

Abstract

This article is a comparative study of the way Aristotle and Alexis de Tocqueville conceive the institution of the family within the context of ancient and modern democracy, respectively. A survey through the institution of family and marriage in Greece and Rome is made, and their links with the political ideas of those civilizations. In the same manner, the article contrasts the ancient understanding of democracy with Tocqueville’s, and it analyzes the link that Tocqueville established between the domestic home and the public sphere in modern democracies.

Key words: Aristotle, Alexis de Tocqueville, ancient democracy, modern democracy, family.

Recibido: 20-04-06 • Aceptado: 14-10-06

Aristóteles habla del reducto doméstico en los primeros capítulos de su Política, a propósito de la célula germinal de la polis. Quizá esté ahí el origen del dicho de que la familia es el germen de la sociedad. Trataremos de penetrar su punto de vista. El planteamiento que hace reflejando el ambiente griego es prácticamente aplicable al romano en su totalidad. Por eso haremos más alusión a éste que al griego; por más que dependamos de ambos, nuestro mundo está más cercano al latino que al griego.

Comienza diciendo que “toda polis es una cierta koinonía”, esto es, una asociación no ocasional, formada intencionalmente con el fin de conseguir un bien. No una asociación cualquiera, sino “la principal entre todas y que contiene todas las demás”1. Traduciendo polis por “ciudad”, entenderemos la expresión como un término colectivo que denota a los individuos que componen esa asociación. Aristóteles es muy claro: “si se pudieran unir los lugares de modo que los mismos muros abarcaran la ciudad de Megara y la de Corinto, no habría, a pesar de ello, una ciudad sola”2. No es pues, ciudad en sentido geográfico o territorial, sino ciudad como conjunto de ciudadanos. Es la diferencia en latín entre civitas (ciudad), equivalente del griego polis, y urbs (urbe) que designa las calles, plazas, edificios, el lugar geográfico donde se vive. Por eso distinguimos “civilización” de “urbanización”, “civismo” de “urbanismo”, “civilista” de “urbanista”. “Ciudad”, pues, en Aristóteles es un conjunto de individuos que comparten unos derechos y deberes. Esos individuos son precisamente los ciudadanos, los integrantes de la ciudad; no los habitantes de ella. Ser ciudadano de Roma o Grecia era privilegio de una minoría; no de todos los habitantes de la urbe. La civitas latina es el Imperio Romano, y sus ciudadanos, los cives, son los únicos con derechos, únicos miembros de la civitas y el Imperio; únicos “civiles” y con “civilización”.

Para estudiar la polis, Aristóteles según su costumbre, comienza por su elemento más simple, el que daría origen a ella3. La formación de esa célula inicial, en su opinión, está inserta en la misma naturaleza de las cosas, pues sostiene que para que se dé, son necesarias dos relaciones naturales, que constituyen la primera célula de la polis. Se refiere a la relación de una pareja humana procreadora, y a la relación entre quien por naturaleza manda y quien por naturaleza ejecuta lo mandado.

De la primera de ellas dice: “primero se ‘emparejan’ por necesidad los que no pueden ser el uno sin el otro; como la hembra y el macho en vistas a la generación (y esto no por decisión, sino que, como en los otros animales y plantas, hay tendencia natural de dejar tras sí otro semejante a ellos)”4. Se trata, pues, de una unión de dos emparejados5; unión que, por más que consciente, se debe a su tendencia físico-natural de dejar tras de sí un semejante, y no a una decisión. Obviamente, para tal fin “no pueden ser el uno sin el otro”; pero sin que podamos entenderlo como producto del flechazo de Cupido. Mero emparejamiento “como en los otros animales y plantas”. No utiliza las expresiones “esposa” y “esposo”, ni siquiera “mujer” y “hombre”. Sólo un despersonalizado género neutro: “lo femenino” o “lo hembra”, y “lo masculino”6; sin mucho lugar para familiaridades. Otros pasajes de la Política lo confirman: “en la relación entre lo macho y lo hembra, por naturaleza uno es superior y otro inferior; uno lo que manda y otro lo que obedece”, porque “lo varón es por naturaleza más apto para mandar que lo hembra”7.

Que esa capacidad de mandar, que dará origen a la primera célula de la polis, consista en la desigualdad de distribución de racionalidad lo sugiere la segunda relación-elemento de la misma, que es la que, para su supervivencia, hay entre “el que por naturaleza manda y el mandado”, porque “el capaz de prever mediante su razón es por naturaleza jefe y dueño natural; y el capaz de hacer esto mediante su cuerpo es súbdito y esclavo por naturaleza”. Que el ciudadano –único animal racional pleno iure- sea el único capaz por naturaleza de mandar está claro, “pues el esclavo no tiene en absoluto deliberativa, lo hembra la tiene, pero anulada; el niño la tiene, pero incompleta”8. Notemos la gradación de capacidad intelectual establecida por el Filósofo entre esclavo, mujer y niño. Aunque Aristóteles no hará esta inclusión del niño sino más adelante; de momento, no es elemento de la primera célula política. Pero al hablar de deliberativa, no se refiere a una como “parte” de la racionalidad, complementaria de otra no deliberativa pero sí ejecutiva de lo deliberado; como cuando decía que “el capaz de prever mediante su razón es por naturaleza jefe y dueño natural; y el capaz de hacer esto mediante su cuerpo es súbdito y esclavo por naturaleza”9. Tampoco se trata de la voluntad10. El término bouleutikós significa “el capaz de deliberar”, sí, pero no como capaz de razonar sobre algo, sino de hacerlo como miembro de una asamblea deliberante. Deliberar o celebrar consejo (bouleúo), actividad propia de la curia (bouleion), por quien detecta la dignidad de senador (bouleía). El texto, pues, habla de la capacidad que pudieran tener los esclavos, mujeres y niños en la dirección de la polis, en la actividad propia del ciudadano.

Esa primera célula -de la que por fin da su nombre, oikía- dice que está formada por las dos relaciones del ciudadano con la mujer y con el esclavo: “de estas dos relaciones procede primariamente la oikía”11. Así que “toda polis se compone de oikías” y “las partes primeras y simples de la oikía son el amo y el esclavo, el marido y la mujer, el padre y los hijos”12; en donde los términos que traducimos por “marido” y “mujer” –pósis y álochos- tanto pueden significar esposo y esposa como dueño y concubina. Son relaciones cuyo fundamento es, en definitiva, la ausencia de deliberativa; relaciones que se reducen, total o parcialmente, a la esclavitud. Dicho sin rodeos, “la oikía completa la forman esclavos y libres”13.

No nos engañe el que Aristóteles parezca establecer diferencia entre mujer y esclavo, por más que sea diferencia mínima y sutil, por no decir que sólo nominal: “por naturaleza difieren la hembra y el esclavo”14. Los griegos veían tan similares (si es que veían alguna diferencia entre ellos) a la hembra y al esclavo, que Aristóteles se cree obligado a diferenciarlos: “la naturaleza nada hace con mezquindad”15; no cae en el error y mezquindad de los cuchilleros de Delfos, que hacían “cuchillos que servían a la vez para varios empleos: matar la víctima, descuartizarla y cortarla en trozos”16. La naturaleza sí distingue hembras de esclavos, por más que su diferencia sea tan sutil como la que hay entre descuartizar y cortar.

Por establecer esa mínima diferencia, ningún ateniense acusaría a Aristóteles de feminista; y la diferencia le sirve para pretender que la autoridad del ciudadano sobre la madre de su heredero no es exactamente la despótica que ejerce sobre sus esclavos. Pero la sutileza viene ahora; Aristóteles sabe que es dialécticamente más efectiva, si sólo se deja sugerida. Leamos entre líneas: “entre los bárbaros, la hembra y el esclavo tienen el mismo puesto, y la razón de ello es que no tienen un elemento gobernante por naturaleza, sino que su koinonía resulta de esclava y esclavo”17. Es decir: ¿cuál es la razón de la diferencia entre la mujer griega y el esclavo? Aristóteles no da una diferencia probativa convincente. Se excusa de ello, dando sólo un argumento negativo: porque los griegos no son bárbaros. Pero, como “bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza”18, es lógico que entre éstos, todos a nivel de esclavos, hembra y esclavo estén en ese mismo nivel, y no habrá bárbaro que pueda estar a nivel superior al de la hembra (o al de los demás esclavos); por eso el “emparejamiento” bárbaro-hembra resulta emparejamiento esclava-esclavo. Cosa que -¡faltaría más!- no puede darse entre los griegos. Era inconcebible que uno de éstos se “emparejase” con una esclava. De hacerlo, resultarían los dos al mismo nivel; nivel distinto al de ciudadano, al que ella es imposible que pertenezca, pues su deliberativa está anulada y no alcanza el nivel de mando que tiene el ciudadano19. Sería un nivel de esclavo; algo inconcebible para un ciudadano de la polis. Se hacía necesario, pues, establecer una diferencia, por mínima y sutil que sea, entre esclavo y mujer. Pero no nos engañemos. Todos, incluso la mujer, están bajo el gobierno despótico del ciudadano; gobierno a capricho de éste, sin que tenga que dar explicaciones. En resumen, todos en el reducto doméstico están sometidos como esclavos, al ciudadano.

“De estas dos koinonías –continúa el texto- procede en primer lugar la oikía”20. Está claro: lo que sucede ahí está regido todo en base a relaciones despóticas del ciudadano con sus esclavos, entre los que figura su hembra, la madre del heredero. Para referirse a los componentes de esa oikía, se sirve de expresiones de prominentes griegos, que se refirieron a ellos como “compañeros de mesa”; algo así como “del mismo pesebre”21. Pero, entonces, ¿qué cosa es esa oikía, célula o comunidad primera de la polis22, a la que asépticamente hemos llamado hasta aquí “reducto doméstico”? Hay versiones que traducen el término casi exclusivamente por “familia”; las más recientes prefieren hacerlo como “casa”23.

Aristóteles utiliza los términos oikós y oikía; ambos significan “casa”. No en el sentido de hogar, sino en el de construcción o lugar de habitación. Aceptan también la traducción de “familia”, sin que por ello la intención del autor quede desvirtuada. Con tal de que entendamos ambas traducciones en el sentido que tuvieron en la época clásica. Específicamente: no entendida “familia” como hoy, vinculada a la consanguinidad. Con “casa” y “familia” griegos y romanos se referían a la construcción donde el ciudadano guardaba sus posesiones muebles, entre las que estaban sus esclavos. Con el fin del nomadismo, los bienes muebles exigieron un bien inmueble y la delimitación de un territorio para conservar lo suyo, lo proprius, palabra que, además de “propio”, significa “más cerca”; porque, para protegerlos, se necesitaba estar bien cerca de esos bienes, encima de ellos: “la posesión es como poner el pie encima” diría el aforismo jurídico24. Es lo que se buscaba inicialmente con la casa: no tanto protegerse, sino proteger sus posesiones: ante todo las relacionadas con la producción agropecuaria, incluidos los esclavos. Para guarecerse, estaban las guaridas. Era el lugar, cuando mucho, en el que por guardarse en él los productos, se acudía a él a comer, como decían Carondas y Epiménides25.

Esa es la casa que hemos visto compuesta, bajo el dueño-déspota, por la hembra, hijos y esclavos. Lo mismo que designaba la palabra “familia” (conjunto de fámulos), un diminutivo de famul, derivado éste del osco famel, “esclavo”. De los esclavos tomó su nombre la familia, no de otro aspecto relacionado con parentescos o afectos. Designaba, por tanto, no precisamente los parientes del jefe de ella, sino más bien a los demás, a los que vivían en la casa bajo él, todos bajo el denominador común de esclavitud. Partiendo de la expresión griega domos, que también significa “construcción”, a la oikía los romanos la llamaron domus. Y el jefe de esa domus era el dominus, el casero, o más bien el que “domina” (“el que tiene dominio en la casa”26) o ejerce en ella su poder despótico, el dueño, el Don.

¿Quién era ese jefe de familia? Considerando que el padre era más causante de la domus que de los hijos (aspecto de algún modo secundario en Roma), tendremos que las palabras que lo designaban en griego y latín, paralelas y sinónimas, resultan elocuentes por sí solas. El paterfamilias, con su patri-monio, es el causante de la casa o familia; y si le llamamos oikodespótes, estamos refiriéndonos al que rige despóticamente la casa, esto es a los esclavos o familia. Si, pues, ambos términos son de hecho sinónimos, y lo son también oikía y familia, hemos de concluir que también lo son pater y despótes.

La paternidad, pues, no se relacionaba necesariamente con el afecto hacia la mujer o hijos, sino más bien con la potestas o dominio. Por supuesto sobre los esclavos, en forma de la amplia dominica potestas, dominio despótico y total. La manus o autoridad sobre la mujer, que permanecía toda su vida como en minoría de edad: “los antiguos romanos quisieron que las mujeres, aunque fueran adultas, estuvieran bajo tutela, a causa de su ligereza de espíritu”27. Así lo testifica Tito Livio: “nuestros mayores quisieron que las mujeres, sin tutor, no trataran ni siquiera los asuntos privados, y que estuvieran siempre bajo la potestad de los padres, de los hermanos, de los maridos”28. Y, sobre los hijos, la patria potestas: “También están bajo nuestra potestad nuestros hijos que hubiéremos procreado en justas nupcias; éste es un derecho propio de los romanos”29. Bajo el padre, todos en la casa resultan con el denominador común de esclavos, a los que puede vender, rescatar, ceder, castigar e incluso matar. Por algo los griegos lo llamaban también oikonómos, el ecónomo, el que daba las leyes en la casa. Por algo la primera clasificación de personas en Derecho “es ésta: que todos los hombres o son libres o esclavos”30. De los libres, hay otra división: “que unas son sui iuris (independientes), y otras alieni iuris (dependientes de alguien)”31. Y como entre los sui iuris la plebe no contaba, a la hora de la verdad, los únicos sui iuris y ciudadanos eran de hecho los patresfamilias.

Poco que ver, pues, con nuestro concepto actual de paternidad. Más que un padre de sus hijos, era aquél un paterfamilias, un jefe de su casa. Aun cuando no tuviera hijos: “se llama paterfamilias al que tiene dominio en la casa, y se le llama así con propiedad, aunque no tenga hijo, pues el término no designa sólo a la persona, sino su derecho”32 ¿Qué eran los hijos, entonces? No eran sus hijos; eran sólo sus liberi, sus libres; sus nacidos libres, a diferencia de los que, en la casa, nacían esclavos. Libres, en cuanto que, utilizando terminología aristotélica, eran libres en potencia: “los niños no son ciudadanos de la misma manera que los hombres, sino que éstos lo son absolutamente, y aquéllos bajo condición, pues son ciudadanos, pero incompletos”33. No siendo todavía sui iuris, estaban bajo la patria potestas, lo que suponía poder absoluto del padre sobre ellos, ya que ésta le concedía el derecho de abandonarlos, venderlos y hasta matarlos, si bien este último fue limitándose progresivamente34. Poca cabida hay para suponer que lo de hijo (filius) tenga que ver con amor (al modo de filo-sofía, filo-logía, fil-antropía…) Más bien tiene que ver con el verbo fello, “chupar”, “mamar”, como en “filiación” y “felación”, con lo que filius y femina harían referencia -activa o pasivamente- a la acción de mamar. E “hijo” indicaría sólo una vinculación o relación con la madre; el padre, seguiría considerándolo solamente liber, un libre. De hecho, el nombre de hijo se aplicaría igualmente a los esclavos y crías de animales.

Sin opinar sobre su grado de certeza, citaremos una teoría defendida por algunos, según la cual inicialmente no había conciencia de la responsabilidad masculina en la procreación, considerándola algo exclusivo de la mujer. Constataban que, en los demás mamíferos, un estro periódico en la hembra ocasionaba actividad sexual en la pareja, siguiéndose normalmente un embarazo. Cosa que no sucedía en los humanos, sin estro anual y sin que de su actividad sexual se siguiera siempre generación. Ello habría ocasionado la creencia de que el hombre no intervenía en ésta. Así, la actividad sexual humana se vinculó menos a esta procreación y más al disfrute sexual. Y la vinculación del hombre con su pareja e hijos quedaba reducida a la mínima expresión. Sólo con el paso del tiempo desaparecería esta creencia y llegaría la de que el hombre había de vincularse a una sola mujer y sentirse responsable de los hijos de ambos. No entramos a juzgar sobre la viabilidad de la teoría. Simplemente constatamos que la sociedad romana resultaría un residuo –al menos- de la práctica sostenida por la teoría35.

De hecho, en Roma importaba poco si el hijo era biológico o adoptado. Al nacer, lo colocaban ante el padre; si éste lo aceptaba por hijo, lo alzaba del suelo (sublatio); en caso contrario, si por sospecha de adulterino, o por defecto físico, porque su llegada desequilibraba el presupuesto u obligaba a rehacer el testamento -“un nuevo hijo rompe el testamento”, decía el aforismo -, se lo abandonaba o daba muerte. En Roma no se “tenían” hijos; se “tomaban”. La fuerza de la sangre no tenía mucho valor. Los hijos fueron frecuentemente adoptados: parientes o no, incluso libertos, en casos teniendo el adoptado más edad, con la idea de quedarse con su fortuna a su muerte. El sucesor del emperador Augusto fue Tiberio, su hijo adoptivo. “No sólo la naturaleza hace hijos de familia; también las adopciones”36. Lo que se buscaba en el hijo era asegurarse la ancianidad a cambio de una herencia. Sólo por esto buscarían otros hijos, previendo la falta del primogénito. El hijo, biológico o adoptado, quedaría bajo la tutela paterna hasta que formase su familia; y bajo la patria potestad hasta la muerte del padre.

¿Y la mujer? Poco le preocupaba al civis. Todo el interés “familiar” de éste era tener un heredero, importando poco de dónde proviniera. Sobre todo al principio, las mujeres fueron en Roma inexistentes jurídicos, consideradas menores, alieni iuris, de por vida. Más aún; antes de ir adquiriendo un puesto decoroso en la sociedad y en la familia, la situación de la mujer estaba unida a la esclavitud. Veámoslo.

Uno de los esfuerzos de Aristóteles por justificar la esclavitud apela a lo que inicialmente fue el origen de ésta: “lo conquistado en guerra se dice que es de los vencedores”37. Hasta considera la captura de esclavos como una cacería: “El arte de la guerra es un arte adquisitivo por naturaleza (el arte de la cacería es una de sus partes) y debe utilizarse contra los animales salvajes y contra aquellos hombres que, habiendo nacido para ser regidos, no quieren serlo, porque por naturaleza esta clase de guerra es justa”38. Roma incorporó esto al Derecho: el vencido dejaba de pertenecer a cualquier general o país, quedaba sin derecho alguno y se convertía en res nullius; y por tanto del vencedor: “lo que no es de nadie, se concede por la razón natural a quien lo ocupa”39. Lo usual era matar a los cautivos, excepto a los que se conservaban como esclavos: “es derecho de guerra que los vencedores traten como quieran a los vencidos”40. Resultó tan normal que hasta originó el nombre de los tales: “se les llama mancipia porque son tomados del enemigo por la fuerza (manu-capiuntur41; o, también, “siervo”, servus, en cuanto se con-serva o re-serva del botín de guerra: “los esclavos se llaman servi porque los generales suelen vender a los cautivos y, por esto, los con-servan sin matarlos”42. Así, la esclavitud resultaba un beneficio, en cuanto libraba de la muerte, por más que fuera una decisión no de humanidad, sino de economía. Por ello, la situación del esclavo se asimilaba a una muerte civil, y el esclavo era considerado nada43, reducido a la condición de simple instrumento de producción: “de entre los instrumentos, unos son inanimados y otros animados… las propiedades son instrumento para la vida… y el esclavo es una propiedad animada”44. Más explícitamente: “el esclavo es, en efecto, un instrumento animado”45; y “los llamados instrumentos son instrumentos de producción”46.

Con una salvedad: si los cautivos pudieran esperar salvarse de la muerte quedando esclavos, la suerte de las cautivas era única: la esclavitud, para ser dedicadas al sexo del vencedor o de quien las adquiriese. Si la prostitución es la profesión más antigua del mundo, lo es porque -al estar vinculada a ella- es tan antigua como la esclavitud. Los historiadores dan fe de esta suerte de las cautivas: “respecto de los demás prisioneros, decretaron con ira matar no solamente a ellos, sino también a todos los mitilenios, excepto las mujeres y los muchachos de catorce años abajo, que debían quedar esclavos”. Y, en otro lugar: “...de suerte que entre aquel día y la noche siguiente fueron todos muertos. Al otro día por la mañana llevaron sus cuerpos en carretas fuera de la ciudad, y todas sus mujeres que se hallaban con ellos dentro de la prisión fueron hechas siervas y esclavas”47. La Ilíada, por más que producto de la imaginación literaria, no puede sino reflejar situaciones que debieron ser reales. Pues bien, encontramos en ella repetidos fragmentos que confirman lo que decimos. La esposa de Meleagro, por ejemplo, instaba a éste “llorando y refiriéndole las desgracias que padecen los hombres, cuya ciudad sucumbe: Matan a los varones, le decía; el fuego destruye la ciudad, y son reducidos a la esclavitud los niños y las mujeres de estrecha cintura”. Agamenón, por su parte, rechaza liberar a Criseida, su botín de guerra, porque la prefiere a su esposa Clitemnestra; o arenga al combate con esta promesa: “destruiremos sus murallas y llevaremos a nuestras naves a sus mujeres e hijas como esclavas”48.

Decíamos que, en los orígenes, la casa era para que el paterfamilias guardara en ella los aperos de labranza, los productos de ésta y los rebaños, y entre éstos el rebaño de esclavos; bien entendido que hablamos del rebaño de esclavos y del de esclavas. El primero, compuesto de individuos instrumentos de producción, “fuertes para el necesario trabajo”49 que requiriese fuerza física; y el segundo, como instrumentos de reproducción y satisfacción sexual del amo. Las tres cuadras para satisfacer las necesidades internas y externas. Ante todo, las internas; para Aristóteles, la finalidad natural de cuanto hay en la casa es satisfacer las necesidades diarias del ciudadano: “la koinonía constituida por naturaleza para todos los días es la casa”50; cuanto hay en la casa; también la mujer, con una función fundamental centrada en actividad sexual. Si bien el amo podía tener a todas sus esclavas a su disposición (se las designaba como ancilla, palabra de la misma familia que anculo, que significa “ofrecer” y “presentar”) elegía -insistimos: en los orígenes- de entre ellas a la que concedería el rango de satisfacer su necesidad de un heredero, lo que le proporcionaría una vejez apacible. Con el tiempo, quedarían a su cargo otras actividades, como el tejer o ser la jefa de las esclavas, siempre como algo sobreañadido.

Las demás esclavas quedaban a nivel de concubinas, para las “necesidades sexuales corrientes”; para las “exquisiteces” no necesarias estaban, fuera de casa, las cortesanas. Demóstenes lo dice muy claramente: “Tenemos cortesanas para placer, concubinas que nos cuiden, esposas que nos den hijos”51. Definitivamente: la familia estuvo en los primeros tiempos de Grecia y Roma íntimamente vinculada a la esclavitud. Por más que esa primera situación variara, los romanos consideraron a la mujer alieni iuris, recordando que sus mayores “quisieron que las mujeres, aunque fueran adultas, estuvieran bajo tutela”. La razón era muy lógica: “por su ligereza de espíritu” (levitas, lo contrario de gravitas, gravedad): por su intelecto sin peso, por su deliberativa anulada52 que les ponía al nivel del esclavo53. Sólo con vistas al heredero se creó la categoría de esposa; aspecto que se iría atenuando más tarde, y todos los nacidos de cualquiera de las mujeres obtendrían el estatuto de hijos. Y si la primera familia romana pudo considerarse poligámica, pronto esto quedó prohibido; no sólo por Justiniano -“todo el mundo sabe que nadie puede tener dos esposas” - sino incluso dos siglos antes, al menos, de acuerdo con Gayo, cuando ya la institución matrimonial había quedado legalmente normada: “ni [una mujer] puede estar casada con dos, ni un mismo hombre puede tener dos esposas”54.

La mayoría de mujeres eran eliminadas tras su nacimiento. Otras muchas morían en el momento en que ellas mismas daban a luz. Esta escasez de productoras de herederos llevó a los romanos a un cierto uso colectivo de la mujer. Un divorcio temporal para la cesión de la esposa a un amigo o pariente (con el consiguiente divorcio posterior y devolución de la mujer a su primitivo dueño), facilitaba el tráfico de vientres. A pesar de todo, poco a poco la mujer pasará de instrumento a compañera. No tan fácilmente, a veces; Catón se quejaba de que se hubiera llegado a que las mujeres manifestaran por las calles pidiendo la abrogación de una ley de austeridad que limitaba los gastos de cosméticos, impuesta en ocasión de la segunda guerra púnica55. Las mujeres griegas, en Aristófanes, serían más radicales: tomarían por su cuenta el ágora, o se negarían a cualquier trato sexual con sus maridos56.

Vimos a Aristóteles considerar la casa como primera célula de la polis57. El matrimonio de los griegos tuvo por finalidad proporcionar soldados a la misma polis. También, lo que en Roma se llamó “familia” fue considerado una institución pública, más que privada, para procurar la descendencia masculina necesaria para mantener la continuidad del Imperio y del clan familiar. Por eso, en la sociedad romana, en la que tanto peso tenía el contrato, el matrimonio fue visto como otro contrato. Cuando lo había; pues no más de un tercio de las parejas se casaba. Más o menos amistoso, pero no más que un contrato, por encima de consideraciones de carácter afectivo, sexual, o cualquier otra que pudiera esperarse; pudieran darse éstas, pero ni eran requeridas, ni consideradas fin del matrimonio.

Se trataba de dar marco legal al nacimiento del heredero. Porque el fin de ese contrato no era sino un heredero. El Derecho concebía a la familia como un “grupo de personas formado o por derecho propio de ellos o por el común del parentesco. Por derecho propio llamamos familia a varias personas sometidas por naturaleza o por derecho a la potestad de una, como el paterfamilias...”58 De nuevo una familia sin referencia a consanguinidad, sin requerimientos de afecto, muy distinta a la de nuestros días. A primera vista, el Digesto parecía negarlo: “no es la unión lo que hace el matrimonio, sino la afección matrimonial”59. Pero era una afección matrimonial que no debe entenderse sino como la manifestación del consentimiento. Esto es: en el matrimonio habría un elemento objetivo -que sería la unión física- y otro subjetivo en los cónyuges, que no sería otro que la intención de vivir unidos en matrimonio; esta intención de unión permanente sería la mentada afección matrimonial. Esto, de acuerdo a los comentaristas60, y en base a otro pasaje del Derecho, en el que, acerca de una supuesta condición de haberse casado, aclara que ésta había de entenderse cumplida “tan pronto como quede casada la mujer, aunque todavía no se haya trasladado a la casa del marido, pues el matrimonio no lo hace la unión física, sino la de intenciones”; frase esta última posteriormente repetida en el texto jurídico61.

Sin negar el amor entre los esposos (en términos del Derecho “la unión física”) o entre padres e hijos, ese amor no constituía la esencia jurídica del matrimonio, sino las llamadas “intenciones”, es decir el carácter contractual. Este es encarecido al punto de exigirse no sólo a los contrayentes, sino incluso a aquellos de cuya potestad dependían62. A pesar del peso que en Roma tenía la pietas, el amor familiar. Eneas, cargando sus Penates tras la batalla de Troya63, pareciera estar siempre presente en la mente de Roma, pueblo estructurado en base a la gens, y con fuerte culto a los antepasados. Quizá el amor conyugal y paternal se suponía como un ineludible de la naturaleza; quizá, paradójicamente, esa veneración por los antepasados y querer serles fieles perpetuándolos en la gens, llevó al Derecho a ver en la mujer poco más que un vientre, y a los hijos como algo a cuidar en vistas a esa perpetuación.

Por otra parte, Roma concebía el matrimonio como de derecho natural, tanto como para que el matrimonio y su finalidad, la procreación de hijos, sirvieran a Ulpiano para ejemplificar dicho derecho natural:

“derecho natural es aquel que enseñó la naturaleza a todos los animales, pues este derecho no es privativo del género humano, sino que es común a todos los animales que nacen en la tierra y en el mar y también a las aves. De ahí se deduce la unión de macho y hembra que llamamos ‘matrimonio’, la procreación de hijos y su educación. Pues vemos que también los demás animales, incluso las fieras, conocen este derecho”64.

En tal sentido, el Derecho define al matrimonio como “la unión de un hombre y una mujer en comunidad total y en comunicación de derechos divinos y humanos”65, esto es en comunidad de bienes y de culto (a los lares); pero sin alusión a la afectividad en los esposos; en todo caso, esto era algo secundario. Tanto como para que estuvieran prohibidas las manifestaciones públicas de cariño entre los esposos: tenemos la referencia de que Catón “removió del Senado a Manilio, a quien se consideraba acreedor del consulado, porque besó de día a su esposa a la vista de su hija”66.

Una de las clases de contrato romano verbal era la sponsio, un negocio promisorio conformado por una pregunta o petición (interrogatio) y una respuesta o promesa (responsio). Respondere significa no sólo “responder”, sino también “prometer”, en el sentido del castellano “yo respondo por esto”, o el inglés sponsor, el que patrocina o sale responsable. Y un contrato de este tipo eran los esponsales (sponsalia, en plural, dos simultáneos), definidos como la “petición y promesa de futuras nupcias”67: dos contratos -dos peticiones y dos promesas- pues cada contratante solicitaba al otro por esposo y se comprometía a sí mismo por tal. Aunque, más bien, en la práctica, era la novia quien se comprometía al futuro esposo. El contrato resultaba decisorio para los contrayentes, por el cambio que suponía respecto a su papel en la civitas. Para el esposo, era el fin de su niñez; a partir de entonces entraba al número de los cives. Solicitaba a la esposa que aceptara ser su materfamilias, con lo que ella se hacía acreedora a los honores sociales de tal función. Algo que parecería aludir a la maternidad, finalidad primordial del matrimonio romano, no se adquiría al momento del parto, sino en el contrato de matrimonio. Pero no entraba al número de cives. El único civis con derechos era el paterfamilias. Este aportaba la casa con sus bienes: esa era su función como padre: ese era el patri-monio. Sería el dueño de la casa y de quienes vivieran en ella, con la obligación de mantenerla con su patrimonio, dirigirla y representarla políticamente, como único civis en ella, y de oficiar los ritos religiosos domésticos. A la función u oficio del esposo correspondía la de la esposa, que no era otra sino la función u oficio de madre, el matri-monio, para proporcionar un heredero al paterfamilias. Este y la materfamilias, a partir de ese momento, eran ya considerados “esposos”68, y no simplemente “prometidos”. El único problema (para el esposo; si lo había para la esposa, eso no contaba) era que estos esponsales eran preparados por los respectivos padres, sin que los prometidos tuvieran parte en la elección de su consorte.

La terminología usada en el casamiento indica que la autoridad estaba en el civis paterfamilias, y la mujer -por muy matrona y respetada- sólo podía dejarse gobernar. El Digesto, Título I, Libro XXIV, al tratar de los esponsales y referirse a la mujer que se casa, utiliza generalmente el verbo nubere que, de la misma raíz que “nubes”, tiene un significado primigenio de “cubrir” (recuérdese la ceremonia de velaciones de la Iglesia Católica en el matrimonio). Pero, sobre todo, un verbo que, como intransitivo, significa una acción que no recae sobre otro, sino que -a lo más- se realiza en perjuicio o beneficio de otro. Mientras que para indicar la acción del hombre que se casa utiliza uxorem ducere, “casarse”; propiamente, “conducir una esposa”, en alusión al hecho de llevarla a la propia casa, el día de la boda; y significando la superioridad del civis en su acción sobre la esposa: ducere es “conducir”, “guiar”, “señalar el camino”. Pero sobre todo porque se trata de un verbo transitivo, en referencia clara a que la acción significada por el verbo pasa a recaer sobre la esposa69. Pero volvamos a las nupcias.

Tras la boda, se formaba la comitiva para llevar a la novia a su nueva casa, hecho considerado como inicio del matrimonio70. Tanto, que la legislación consideraba válido el matrimonio celebrado en ausencia del marido, pues la mujer podía seguir siendo introducida en casa de éste; pero no en ausencia de la novia: “se acepta que la mujer pueda casarse con el ausente, por medio de cartas de éste o de su representante, siempre que sea conducida a la casa del marido; pero la que estuviere ausente…no puede casarse con su marido, pues debe realizarse con conducción a casa del marido, no a la de la esposa, como a domicilio matrimonial”71. De nuevo la supremacía del civis en el matrimonio. “¿Quién eres tú?”, preguntaba el novio, llegados a la casa; respondía la novia: “Donde tú seas Ticio, yo seré Ticia” (variando el nombre, de acuerdo al respectivo del esposo). Con ello, la esposa adquiría el nombre del esposo, se convertía en su sombra; el suyo propio ya no importaba. Ya en la casa, ambos pasaban bajo un yugo, símbolo del vínculo común, con-iugium, que uniría a los cón-yuges. La nueva materfamilias, recibía de su esposo el agua, las llaves y el fuego72. Todo el ambiente hogareño que se esperaba aportara se reducía al cuidado del fuego -hoguera y hogar- de los Lares. Por supuesto, los Lares del clan del dominus. Ya que la finalidad del contrato era dar hijos a Roma y al esposo, la defloración de la esposa seguía de inmediato. La boda no era sino una violación legal. Con ésta, la novia se convertía en respetable matrona, poco menos que un título nobiliario en alusión a su función de maternidad.

En los primeros tiempos, sólo los patricios tenían ius connubii o derecho a contraer matrimonio. En principio, era un matrimonio cum manu, en el que la esposa pasaba de la autoridad o manus del padre a la del esposo. Para ello, éste debía pedir al padre la manus o autoridad sobre la mujer. La forma más antigua y solemne de este matrimonio, y más propia de los patricios era la confarreatio, de carácter religioso e indisoluble73. Como parte de la ceremonia, los novios ante el altar doméstico, ofrendaban a Júpiter un pan de trigo (farreum), que compartían después (cum-farreatio); ello daba nombre a este tipo de matrimonio. La segunda modalidad de matrimonio cum manu era la coemptio, en la que el padre vendía simbólicamente su hija al novio -posiblemente al principio no fue sólo simbólica- con la fórmula “Quirites, por medio de esta moneda y la balanza, transfiero la propiedad”. El tercer tipo de matrimonio cum manu era el matrimonio per usum, que podríamos llamar “de hecho”; una “boda” sin ceremonia alguna, legitimada por el usus o cohabitación por un año. Tenía la ventaja de poder ir demorando los compromisos: “si alguna no quería entrar bajo la mano (autoridad) del marido de ese modo [por el uso], debía ausentarse tres noches seguidas anualmente y, así, interrumpir el uso ese año”74. En el siglo V a.C., la plebe consigue la posibilidad de matrimonio con los patricios, pero éstos imponen un matrimonio sine manu, es decir, sin que la esposa pasara a depender del esposo, continuando bajo la autoridad de su propio padre. No era sino un préstamo de la novia, por el que el esposo la tenía en usufructo. Es el tipo de matrimonio que quedó a partir del fin de la República75.

Desde los esponsales, el varón asumía su papel de civis, mientras la mujer sólo cambiaba las circunstancias de su tutelaje. La situación permanecerá durante todo el matrimonio hasta el momento en que, dado caso, acaeciere su disolución. Era el denominado genéricamente “divorcio”. Aunque el Derecho distinguía divorcio, de repudio: “El divorcio es entre marido y mujer, y el repudio es despedir a la mujer”76. Ya que sólo en los matrimonios sin manus tenían los dos esposos iguales derechos, sólo en ellos se justificaba legalmente el divorcio estricto, que se hacía por mutuo acuerdo de los cónyuges, y por motivos no imputables a ellos, como sería caer uno de ellos esclavo. Y no se consideraba divorcio mientras no hubiese una separación efectiva y definitiva: “No hay divorcio sino el verdadero, el que se hace con intención de separación perpetua. Así que lo que se hace o dice en un arrebato de cólera no tiene más valor que si, por la perseverancia, queda claro que fue una decisión; por tanto, si se envió el repudio en un arrebato, y la mujer vuelve en breve, no se entiende que haya habido divorcio”77. Siendo la mayoría de los matrimonios romanos cum manu, lo que más se dio fue el repudio, a voluntad de uno solo de los cónyuges -obviamente el varón, ya que la esposa quedaba bajo la potestad del esposo-, incluso sin causa que lo motivara.

Puesto que en los primeros tiempos de Roma consideraban al matrimonio algo permanente y el honor del civis paterfamilias quedaba malparado llegado el divorcio, éste no fue muy común en la práctica. Pero se dio. Cicerón habla de quien “de acuerdo con las XII Tablas, ordenó a su mujer tomar sus cosas, la repudió y expulsó”78. Sabemos el nombre del primer divorciado romano: “Hasta el año 150 de la fundación de Roma no hubo ningún repudio entre esposa y esposo. Sp. Carvilio fue el primero en repudiar a su esposa, por esterilidad. Aunque se le consideró movido por motivo tolerable, no faltaron sin embargo las críticas, pues se opinaba que no debía anteponerse el deseo de hijos a la fidelidad conyugal”79. Lo refiere también Aulio Gelio, si bien éste lo data en el año 523 de Roma. Aclara que se trata de Spurio Carvilio, denominado Ruga quien, a pesar de amar a su esposa, la repudió por ser fiel al compromiso de casarse para tener hijos80.

Eso fue sólo al principio. Al final de la República y en el bajo Imperio, la relajación trajo consigo que el divorcio -o, más propiamente, el repudio- fuera habitual. O más que habitual:

“¿Acaso alguna mujer se avergüenza todavía al ser repudiada, después de que algunas ilustres y nobles, cuentan sus años no por el número de los cónsules, sino por el de sus maridos, y se divorcian para casarse, y se casan para divorciarse? Esto se respetó mientras fue algo raro; pero como no había un acta sin divorcio, aprendieron a hacer lo que oían de continuo. ¿Acaso queda ya alguna vergüenza por el adulterio, habiendo llegado a que ninguna tenga marido sino para provocar al adúltero? El pudor provoca deshonra. ¿Qué mujer encontrarás tan miserable y despreciable que le baste un solo par de adúlteros entre quienes reparta las horas del día? Y no basta un día para todos; si no ha sido conducida en litera con uno, ha pasado la noche con otro. Es necia y anticuada la que no sabe que el matrimonio es un solo adulterio”81.

La facilidad era realmente extrema. A fin de cuentas, se trataba sólo de la mera rescisión de un contrato cuya celebración dependió mayormente del esposo. Ya lo decía el Derecho: “puede repudiar quien puede adquirir”82. Dependiendo sólo de la voluntad del esposo, sólo había dos requisitos, de los que sólo uno frenaría el deseo de separación: el esposo debía devolver la dote recibida: “al disolverse el matrimonio, debe restituirse la dote a la mujer”83. Esto no era precisamente una defensa de los intereses de la esposa, sino más bien de los de su padre. Como contraparte, la esposa perdía la tutela sobre los hijos, que eran del paterfamilias. Prevalencia, de nuevo, del civis sobre cualquier otro aspecto.

El segundo requisito manifiesta también la prevalencia del paterfamilias hasta límites rayanos en lo grotesco. Bastaba notificarlo a la esposa para que ésta tuviera que recoger sus pertenencias y salir de la casa: “para el repudio, esto es, para notificarlo, se utilizan estas palabras: ‘toma tus cosas’, o ‘maneja tú tus cosas’”. Esto, ya desde la Ley de las XII Tablas, que hemos visto citada por Cicerón: “según las XII Tablas, [para repudiar] a la mujer mandó que cogiera sus cosas, le quitó las llaves y la echó”84. O sea, “toma tus bártulos y lárgate”. Ni siquiera debía el esposo hacerlo personalmente; lo hacía un liberto. Unico requisito: la presencia de siete testigos romanos púberes: “ningún divorcio es válido si no se hace con siete testigos ciudadanos romanos púberes, además del liberto del que hace el divorcio”85. Sin formalidades o requisitos, innecesarios donde nunca se exigió afecto. Excelente ocasión para la sátira: “¿Por qué Sertorio arde en deseos de Bíbula? Si buscas la verdad, ama una cara, no a la esposa. Que le surjan tres arrugas y se le afloje el cutis reseco, que se le pongan negros los dientes y pequeños los ojos: ‘¡recoge tus trastos y vete!’ le dirá el liberto. ‘Ya nos resultas insoportable; te suenas las narices demasiado. Vete pronto y rápido. Ya viene otra nariz tersa’”86.

Decíamos que el repudio se daba hasta sin causa. Puntualicemos. Por extraño que parezca, el adulterio no ocasionó mucho divorcio en Roma. No había ocasión para ello, pues se castigaba con la muerte, precisamente a manos del padre de la adúltera: “se concede al padre el derecho de matar al que comete adulterio con su hija, y a ésta si está bajo su potestad”87. No a manos del esposo, para evitar que se dejara llevar por el acaloramiento: “se permite al padre, y no al marido, matar a la adúltera y a cualquiera que sea su cómplice debido a que la mayoría de las veces la piedad paterna es favorable a los hijos; mientras que debe frenarse el acaloramiento y arrebato de un marido que se precipita en sus decisiones”88. Aunque no entendemos cuál sería la diferencia para la adúltera, de ser muerta por la mano piadosa del padre, o la airada del esposo burlado. Sólo con ciertas cautelas podía éste hacerlo, según el Derecho89. Aunque Catón autorizaba a que los acaloramientos y arrebatos se anticiparan a la piedad paterna: “si sorprendieses a tu mujer en adulterio, podrías sin hacerle juicio matarla impunemente; pero ella, si tú cometieras cualquier adulterio, no osará mover un dedo; no hay derecho a ello”90. Que no extrañe esa rigurosidad romana: el adulterio exponía a introducir un hijo de otra gens en la del esposo. Esta sería la justificación para castigar el adulterio de la esposa. Si el del esposo era considerado adulterio, no lo era como infidelidad con su esposa o como ofensa a la cómplice de adulterio, sino como ofensa al esposo de ésta.

Otras infidelidades -reales o consideradas tales por los cives- fueron causa de repudio. Un tal Sulpicio Galo “despidió a la esposa porque comprobó que había estado fuera de casa con la cabeza descubierta”91 (la esposa era la nupta, la cubierta con velo para su esposo; por ello, caminar con la cabeza descubierta se interpretaba como menosprecio del matrimonio o del esposo). Otras veces era el simple conversar con alguien no bien visto socialmente. Antistio Vetus repudió a su esposa “porque la vio secreteando en público con una liberta infame”92. El asunto fue tan exagerado que las sátiras se ocuparan de ello: “por Cástor, las desgraciadas mujeres viven bajo una ley dura y mucho peor que los hombres. Pues si un hombre hace suya ocultamente a una prostituta, si llega a saberlo su esposa, el esposo resulta impune; pero si una mujer salió a escondidas de la casa, es motivo para el hombre, y es expulsada del matrimonio”93. Tampoco es extraño -dada la finalidad del matrimonio romano de procrear un heredero- que el aborto o la esterilidad fueran consideradas también causas de repudio.

Otras causas eran ya de carácter mágico-religioso, como la prohibición, en las mujeres, de beber vino. Ellas lo hacían sólo en las Bacanales, en honor al dios del vino. Además, el temetum o vino puro estaba vinculado a prácticas sacrificiales, de las que la mujer estaba excluida. “Las mujeres de Roma y del Lacio debían ser toda su vida abstemias, es decir, debían abstenerse del uso del vino llamado temetum en la antigua lengua. El beso que daban a sus parientes servía de prueba: si habían bebido vino, el olor las delataba y recibían reconvenciones. Podían beber aguapié, vino de pasas, hipocrás y otros líquidos dulces”94. Por esa prohibición violada más de uno mató a su mujer: “mató a golpes de fusta a su esposa, porque había bebido vino, hecho por el que ni se le acusó ni se le reprendió”95.

Tristes ironías de la vida, que la inventora de la democracia lo hiciera para el disfrute de unos pocos elegidos para ser animales políticos, y que la sistematizadora del Derecho, lo hiciera para privilegiar a sus ciudadanos, apoyando así una brutal desigualdad de los seres humanos.

* * *

Si Aristóteles es el autor más emblemático de la conciencia política griega, y la democracia antigua se fundamentó en los principios sociales y políticos por él expuestos, incluyendo a la inevitable esclavitud, el francés del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, pasa por ser uno de los más grandes teóricos de la democracia moderna, y uno de los autores más emblemáticos de la conciencia política moderna, en la cual la libertad y la igualdad universal han reemplazado a la selectividad que Aristóteles, y los griegos y romanos en general, reservaban a la conformación de la polis.

Tocqueville desarrolló su carrera política y teórica durante la primera mitad del siglo XIX, época en que el ‘liberalismo’ empezaba a echar raíces en el mundo occidental. Como Aristóteles, fue un hombre que se supo codear con la aristocracia. Pero, a diferencia de Aristóteles, Tocqueville sufrió las calamidades de ser parte de un orden aristocrático que se estaba derrumbando, y al cual resultaba estéril, por no decir peligroso, aferrarse: sus parientes fueron perseguidos por los revolucionarios franceses, y el mismo Tocqueville vivió en un período de transición del Ancien Regime hacia lo que él esperaba fuese una nueva época de prosperidad democrática. A diferencia de Aristóteles, Tocqueville estaba dispuesto a renunciar a sus antiguos privilegios aristocráticos en pro de una sociedad igualitaria. O, en el peor de los casos, Tocqueville comprendió muy bien que la aristocracia de la cual él formaba parte no podía sobrevivir, por lo que supo ajustar su vida a un orden acorde al impacto que la Revolución Francesa habría dejado sobre el continente europeo.

Ocasionalmente, Aristóteles se fundamenta en viajeros como Herodoto para enriquecer con ejemplos de otras latitudes las complejas teorías políticas y sociales que arma con sus argumentos. Es de esperarse que Tocqueville, que escribió unos veintitrés siglos después de Aristóteles, tuviese a la mano información etnográfica mucho más variada que la recopilada por el estarigita, a fin de sustentar acordemente su teoría política. Efectivamente, la obra de Tocqueville está nutrida de muchos ejemplos provenientes de otras sociedades, lo que lo convierte en antecesor de la disciplina antropológica, pero, a diferencia de Aristóteles, el mismo Tocqueville decidió observar de primera fuente las instituciones de países lejanos, a fin de juzgar por sí mismo la forma de organización política de otras sociedades.

La intención de Tocqueville era muy sencilla: ante los evidentes fracasos de la Revolución Francesa, ¿era posible que alguna otra sociedad, sin necesidad de emplear el terror revolucionario, estuviese lo suficientemente cerca de la libertad, la igualdad y la fraternidad? Para responder a esta inquietud, se embarcó hacia los Estados Unidos de Norteamérica, país sobre el cual escribió su obra maestra, La democracia en América96. Igual que la polis griega, América era una sociedad esclavista, a pesar de que esta institución ya estaba en franca decadencia, pues apenas algunas décadas después de la visita de Tocqueville, la esclavitud fue finalmente abolida en los Estados Unidos. Pero, tras una estadía de unos nueve meses, Tocqueville descubrió que, aún con esclavos, la democracia americana era muy diferente de la democracia griega.

Mientras para Aristóteles la democracia es un sistema político en el cual “los pobres no querrán gobernar al no ganar nada, sino más bien dedicarse a sus asuntos privados"97, para Tocqueville, la democracia, en su vertiente moderna, es mucho más que un sistema político. Se trata más bien de una disposición del ser humano hacia la igualdad en un sentido universal. Allí donde Aristóteles y el pensamiento político griego en general conciben un sistema democrático conformado por ciudadanos, Tocqueville descubría en los americanos del siglo XIX un sistema político donde, al menos a nivel ideológico, todos los habitantes forman parte de la democracia, pues, al final de cuenta, existe la conciencia y, de forma más tenue, la práctica, según la cual todos los hombres son iguales. En palabras de Tocqueville, “a medida que estudiaba la sociedad americana veía cada vez con más intensidad, en la igualdad de condiciones, el hecho generador del que parecía emanar cada hecho particular, y lo encontraba sin cesar ante mí, como un punto central al que iban a parar todas mis observaciones”98.

Las razones por las cuales la conciencia igualitaria aparece en Occidente permanecen muy obscuras, y Tocqueville rara vez las explora con profundidad. Ha quedado de parte de historiadores y sociólogos de inspiración tocquevilleana, indagar sobre este misterioso proceso de progresión hacia las ideas igualitarias entre los hombres. Quizás el aspecto más importante a destacar sea la aparición del cristianismo como forma madura del monoteísmo, emblemático en la frase paulina: “Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál. 3: 28), frase que, por lo demás, el politeísta y esclavista Aristóteles difícilmente hubiese pronunciado. Allí donde lo sagrado suele estar constituido por marcadas nociones jerárquicas, el cristianismo, junto a sus religiones monoteístas hermanas, el judaísmo y el Islam, acusan un marcado igualitarismo. El propio Tocqueville reconoció el monoteísmo como la religión del hombre democrático:

“hombres semejantes e iguales conciben fácilmente la noción de un Dios único, imponiendo a cada uno de ellos las mismas reglas y concediéndoles la felicidad futura al mismo precio. La idea de la unidad del género humano les conduce, sin cesar, a la idea de la unidad del Creador, mientras que, por el contrario, los hombres muy separados los unos de los otros, y muy desemejantes, llegan rápidamente a tener tantas divinidades como pueblos, castas, clases y familias hay, y a trazar mil caminos particulares para ir al cielo”99.

En todo caso, si la aparición del cristianismo es efectivamente un momento importante hacia la progresión de la conciencia igualitaria, es tan sólo parcial, pues, la democracia, en su plena vertiente moderna, apareció unos dieciocho siglos después del nacimiento de Cristo.

Tocqueville siempre consideró a Montesquieu como un importante antecesor intelectual, y bien conocida es la valoración que el filósofo del siglo XVIII le concedía al comercio y el dinero en la consecución del espíritu humano. No ha de sorprender, entonces, que Tocqueville aprecie en el comercio otra importante fuente del igualitarismo moderno: “la influencia del dinero empieza a dejarse sentir en los asuntos de Estado. El negocio es una nueva fuente que se abre ante el poder, y los financieros se convierten en un poder político que se desprecia y se adula… En el siglo XI, la nobleza era de un precio inestimable, se compra en el XIII; el primer establecimiento tiene lugar en 1270, y la igualdad se introduce por fin en el gobierno por la misma aristocracia”100.

Si bien Tocqueville reconocía que la noción de democracia es tan antigua como la propia reflexión filosófica de los griegos, estimaba que las instituciones que él observaba entre los americanos constituían algo nunca visto por la humanidad; a saber, que la noción de igualdad entre los hombres abarcara todos los rincones de la vida de los individuos. La lista de instituciones americanas impregnadas de igualitarismo reseñadas por Tocqueville es demasiado extensa como para ser reseñada en este breve espacio, pues van desde el sistema de jurado hasta el estilo literario empleado por los escritores. Basta mencionar que el argumento central de Tocqueville es que, en la medida en que una sociedad, como la americana, aprehende en su sistema social una conciencia igualitaria, el resto de las instituciones rápidamente se contagia del igualitarismo, y ese conjunto de instituciones igualitarias conforman el sistema democrático moderno. Cuando todos se consideran iguales, inevitablemente se consideran y se hacen libres, pues difícilmente se concede la potestad a un déspota para que ejerza una tiranía sobre los demás: nadie es lo suficientemente superior como para despojar de libertad a los demás. Así, Tocqueville consideraba que, para el momento en que él escribía, los americanos estaban mucho más cerca que los franceses a la liberté y la egalité proclamada por los revolucionarios de 1789.

Pero, valga advertir que, según el entendimiento de Tocqueville, la democracia moderna tiene muchas dificultades para conseguir el tercer gran principio revolucionario; la fraternité. El fue el primero en emplear el término ‘individualismo’, tan ineptamente empleado por demagogos socialistas en generaciones posteriores. Según Tocqueville, el individualismo es uno de los rasgos más acentuados de las sociedades democráticas. En la medida en que todos los hombres son iguales, es cada quien de manera individual, y no un grupo determinado al que pertenece, lo que marca la pauta para las oportunidades y modos de vida. De la misma manera, en la medida en que los hombres son libres, cada uno mantiene su autonomía respecto del otro, confinándose cada uno a un espacio individual.

De esa manera, Tocqueville considera que el individualismo es un fenómeno bastante moderno, y de ninguna manera merece el tono peyorativo que frecuentemente se le asimila, pues es menester distinguir entre individualismo y egoísmo. En palabras de Tocqueville, “el individualismo es una expresión reciente, que una idea nueva ha hecho nacer. Nuestros padres no conocían más que el egoísmo. El egoísmo es un amor apasionado y exagerado de uno mismo, que conduce al hombre a no referirse a nada más que a sí mismo, y a preferirse a todo. El individualismo es un sentimiento reflexivo y apacible, que dispone a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes, y a situarse al margen, con su familia y sus amigos; de manera que, tras haberse creado así una pequeña sociedad para su uso, abandona con gusto la gran sociedad a sí misma”101.

Así pues, la democracia propicia que los hombres se aíslen los unos de los otros, impidiendo el desarrollo de una conciencia fraternal. En esto, Tocqueville vio un latente peligro de las sociedades democráticas, pues, en la medida en que los individuos se aíslan, dejan de participar en la vida política, amenazando el mismo concepto de polis, y abriendo paso a que un tirano, el cual por lo general contará con el aval de las mayorías, imponga su dominio sobre la sociedad entera, al no encontrar resistencia ni participación política por parte de unos individuos retraídos.

Antes de proseguir, no podemos pasar por alto el tema de la esclavitud, pues, como hemos mencionado en la sección anterior, constituyó una institución central en la conformación tanto de la oikía como de la polis griega, y queda por examinar el papel que ha desempeñado en la formación de la familia y la democracia moderna. A diferencia de Aristóteles, Tocqueville no le dedicó demasiada atención. Si bien el país sobre el cual escribió su obra maestra, América, era una sociedad esclavista, a Tocqueville le interesaban particularmente los problemas de su natal Francia, la cual, si bien había estado involucrada en el tráfico de esclavos en sus colonias, la metrópolis no llegó a ser una sociedad esclavista. Más aún, en la época en que Tocqueville escribía, la esclavitud en las potencias occidentales ya estaba en decadencia, de forma tal que, es posible asegurar que, al menos de forma implícita, Tocqueville previó su colapso, por lo cual no le dedicó demasiada atención.

No obstante, en el caso de los Estados Unidos, la esclavitud debió haber resultado lo suficientemente obvia a Tocqueville como para advertir una terrible incongruencia entre los valores universales de libertad e igualdad, y una institución que reduce a un considerable sector de la población a una muerte civil. No en vano, en La democracia en América Tocqueville advierte que la esclavitud norteamericana no puede persistir por mucho tiempo. Como hemos señalado en la sección anterior, la esclavitud no sólo coexistía con la democracia antigua, sino que, en buena medida, era una de sus instituciones más importantes. En la democracia moderna, no obstante, la esclavitud no puede persistir, porque, a diferencia de la democracia antigua, la moderna eleva la igualdad y la libertad a un nivel universal. Así como la democracia antigua tuvo amplia responsabilidad en la continuidad de la deplorable esclavitud, la democracia moderna es la principal responsable del abolicionismo. Después de todo, los ingleses, el primer pueblo en asumir plenamente la democracia moderna, fueron también los encargados de difundir las ideas abolicionistas por el mundo.

Así, apreciamos cuán aparte están Aristóteles y Tocqueville: el uno es emblemático de una filosofía política antigua, en la cual sólo se reconocen como ciudadanos unos selectos individuos y abiertamente se avala la esclavitud; el otro es emblemático de una visión del mundo moderno, en la que cada hombre es igual a sus semejantes, y en función de esta igualdad, libre respecto de los demás. No obstante, Tocqueville no deja de presentar un importante punto de encuentro con Aristóteles.

Ya hemos visto cómo el estagirita explícitamente formulaba una definición de la oikía como la célula de la polis. Desde Aristóteles, los historiadores y sociólogos han visto en la familia un microcosmos de la sociedad, de forma tal que, como hemos intentado demostrar en la sección anterior, la vida interna de la oikía refleja la vida social y política de la ciudad. En este aspecto, diferimos de la eminente Hanna Arendt, quien concebía una abrupta ruptura entre las relaciones domésticas y la vida pública; según la autora en cuestión, el ciudadano griego era un déspota en el hogar, pues su autoridad y superioridad era infinita, mientras que en la esfera pública su poder y autoridad estaba limitado por una participación igualitaria con los otros ciudadanos de la polis102. Así, Arendt no veía la oikía como un microcosmos de la polis, pues los consideraba dos planos muy diferentes. Arendt no parece tener en consideración que, si la oikía griega era un espacio particularmente abierto al despotismo, es porque, precisamente, la polis también lo es. Si bien el ciudadano griego se encontraba con sus iguales en el ágora, el poder y la autoridad doméstica seguían siendo empleados fuera de la oikía, pues los ciudadanos que conformaban la polis eran una pequeña minoría de la población.

A diferencia de Arendt, Tocqueville es uno de los continuadores de la noción aristotélica según la cual la familia es el mirocosmos de la sociedad. El argumento de Tocqueville, entonces, sería muy sencillo: si la naturaleza de la democracia antigua permitía el despotismo dentro de la familia, la naturaleza de la democracia moderna habrá transformado profundamente las relaciones domésticas. A estas transformaciones Tocqueville dedicó un breve, pero influyente capítulo (Tomo II, sección 3.8) de su La democracia en América, titulado “La influencia de la democracia en la familia”103.

Tocqueville empieza por señalar que en las sociedades democráticas, “la distancia que antiguamente separaban a los padres de los hijos se ha acortado”. Ya hemos referido cómo la conformación de la polis y, por extensión, la oikía griega confinaba a un segundo plano las relaciones sentimentales entre los miembros del hogar, especialmente entre esposos y padres e hijos. El pater romano, en tanto sui iuris ejercía un poder abrumador sobre aquellos que estuviesen bajo su potestas. En una sociedad en la cual crece la conciencia igualitaria, ya no es posible concebir una relación doméstica fundamentada en tan aguda desigualdad. La democracia moderna concede una serie de derechos a los hijos, de forma tal que éstos ya no están bajo el estricto poder despótico del padre.

No debemos pensar que en Grecia, y particularmente en Roma, los alieni iuris eran individuos enteramente resignados al poderío del pater. Ser un alieni iuris tenía evidentes ventajas, pues aseguraba la recepción de una herencia, y permitía que, en un futuro, la obediencia rendida se convertiría en autoridad ejercida sobre los nuevos alieni iuris. Pero, a pesar de estas ventajas, no faltaron en Roma voces que protestaban y resentían la despótica relación entre padres e hijos. Si bien el deber religioso de la pietas había sido instituido desde antaño, la muerte de los padres era ampliamente celebrada con cierto resentimiento, pues en palabras del historiador Paul Veyne, “la muerte del padre significaba que sus hijos podrían disfrutar la herencia. También significaba el final de un tipo de esclavitud”104. Tan esperada era la muerte de los padres, que muchas veces se anticipaba, generando un alarmante número de parricidios en la sociedad romana. De nuevo, Veyne comenta: “bajo estas circunstancias, la obsesión con el parricidio- un crimen relativamente común- no es sorprendente. Las razones para cometer tan horrible acto son muy comprensibles, y no necesitan ninguna explicación freudiana”105. Así, el romano vivía en una constante tensión entre ser un alieni iuris y desear su emancipación. En Roma, por supuesto, el parricidio no era la única manera de liberarse de la potestas y convertirse en un sui iuris. También se podía recurrir a la emancipatio, procedimiento legal por el que quedaba abolida la relación entre el pater y sus filius. Pero, la emancipatio era drástica: incluía la total exclusión de la herencia, y no se hacía sin recelo y resentimiento, y dependía de la voluntad del pater para llevarla a cabo.

Esto, por supuesto, no es exclusivo de Grecia y Roma. El mundo moderno también conoce las dificultades de la adolescencia, en la cual, los jóvenes se debaten entre ser niños bajo la autoridad de sus padres, y ser adultos con autoridad propia. Pero, según Tocqueville, la emancipación del joven en la sociedad democrática moderna no es un momento particularmente traumático al estilo de la emancipatio romana. A diferencia del pater romano, “el padre [en la sociedad democrática moderna] prevé los límites de su autoridad desde un inicio, y cuando llega el momento, renuncia a ella sin conflicto; el hijo anticipa el exacto momento en que será su propio amo, y entra a su libertad sin precipitación ni esfuerzo, como una posesión que es propia y que nadie le puede quitar”106.

Así, el hombre de la sociedad democrática moderna se desprende de su familia sin mayores traumatismos, y esto contribuye al individualismo que Tocqueville siempre reservó para las sociedades democráticas: llegado el momento, el individuo será autónomo, y no podrá ser coaccionado por el poder de sus padres. Más aún, esta emancipación está pautada por un mutuo acuerdo, sin necesidad de recurrir a la acción violenta del parricidio o a los extremos de la emancipatio romana. En palabras de Tocqueville, “sería un error suponer que [la emancipación] ha sido precedida por un conflicto doméstico en el cual, el hijo ha obtenido la libertad que su padre le ha rehusado por medio de una suerte de violencia moral”107. La emancipación del hijo se da, como suele ocurrir en casi todas las esferas de las democracias modernas, por mutuo consenso.

De esa manera, en la sociedad democrática moderna, el padre deja de ser el déspota de la oikía griega y la familia romana. Pues, en la medida en que la ciudadanía se extiende a un nivel universal en la polis, los derechos de padres e hijos en la oikía se van acercando. Las instituciones de la democracia moderna ya no sólo reconocerán exclusivamente al padre, sino a todos los que conforman el hogar. En la democracia antigua, sólo el padre era reconocido en la polis, y éste representaba a los demás miembros de su hogar. En la moderna, esta representación paternal ha sido suprimida por una participación directa de los hijos en lo asuntos de la polis: en tanto los hijos gozan de plenos derechos, no necesitan que los padres los representen, estando a la par de sus padres en la participación política.

El individualismo de las democracias modernas promueve otro tipo de transformación familiar que, si bien Tocqueville no estudió, no podemos pasar por alto. Ya hemos mencionado que, en la medida en que los hombres se consideran libres e iguales, se hacen cada vez más autónomos y separados los unos de los otros. Esta separación individualista conduce a la fragmentación de los grandes grupos de parentesco que son característicos de la organización social pre-moderna. Puesto que el individuo es cada vez más autónomo, se vincula menos con su grupo de procedencia, y reduce a un mínimo de extensión las relaciones con sus parientes. De esa manera, los grandes clanes y linajes van desapareciendo en la sociedad democrática moderna, abriendo paso al predominio de la familia nuclear que, si bien muchos antropólogos han señalado su universalidad, sólo en la sociedad democrática moderna desplaza enteramente a las otras formas de organización social.

La desaparición de los clanes y linajes a favor del predominio exclusivo de la familia nuclear, característico de la democracia moderna, es un proceso históricamente muy complejo, pero no podemos dejar de atribuírselo a dos grandes momentos de la historia occidental108. En primer lugar, los pueblos germánicos invasores del debilitado imperio romano contribuyeron a este proceso. Ya Tácito había descrito el gusto por la autonomía en estos pueblos, cosechadores de un espíritu de libertad frente al despotismo imperial romano109. Pero, aunado a eso, los germanos aportaron un sistema de organización social llamado ‘bilateral’ por los antropólogos: mientras que los romanos seguían la agnatio, a saber, la descendencia y vinculación familiar exclusivamente por la línea paterna, los germanos lo hacían tanto por la línea paterna como por la materna. Esta bilateralidad impedía la conformación de grandes linajes, pues sólo los hermanos de padre y madre formarían parte de un mismo linaje, aunado al hecho de que, multiplicando el número de parientes con quien relacionarse, se hace difícil mantener fidelidad por un grupo de parentesco en particular. El otro momento en la historia de la familia occidental que contribuyó a esta importante transformación fue la serie de reformas que la Iglesia adelantó, las cuales favorecían la fragmentación de grandes grupos de parentesco. Entre ellas destacan la prohibición de matrimonio entre parientes cercanos y la poliginia, así como la exigencia del Matrimonium facit consensus (impidiendo alianzas conyugales que fortalecieran linajes).

La sociedad griega, y muy especialmente la romana, establecieron una fuerte vinculación entre la organización familiar y la religión. Si bien las tesis del célebre historiador Fustel de Coulanges han resultado un poco especulativas, no deja de tener razón cuando advierte la importancia que el culto a los antepasados tuvo entre los griegos y romanos, y su influencia sobre la forma de organizar las relaciones domésticas110. La gens, grupo agnaticio romano, mantuvo una muy importante significación entre los romanos, tanto como principio de organización social como unidad a partir de la cual se organizaba la religión que rendía culto a los antepasados.

En la sociedad democrática moderna, el culto a los antepasados ha desaparecido. De nuevo, el monoteísmo, y el cristianismo en particular, ha tenido una participación importante en este aspecto: no sólo la trascendencia del monoteísmo eventualmente impidió el culto a algo que no fuese la divinidad absoluta, sino que también el cristianismo abiertamente defendió una noción religiosa universalista en la que el individuo va al encuentro de la divinidad sin necesidad de mediación del grupo de parentesco, al cual más bien se enfrentaba, como lo atestiguan diversos pasajes del Nuevo Testamento111.

El declive del culto a los antepasados es un aspecto importante de la democracia moderna, pues, en la medida en que los padres ya no son objetos de adoración de los hijos, su autoridad se ve limitada. Por emplear de nuevo la terminología aristotélica, en Roma, el pater era un dios en potencia, por lo cual no se hace muy difícil comprender el inmenso poder que lograba ejercer sobre sus devotos en potencia, a saber, sus hijos. En la sociedad democrática moderna, el padre deja de ser un dios en potencia, por lo que ya no es obedecido con el mismo ahínco como en las democracias antiguas.

Inevitablemente, la desaparición del culto a los antepasados rompe parcialmente los vínculos con el pasado. En este aspecto, Tocqueville compara la sociedad democrática moderna con las otras de esta manera:

“cuando los hombres viven del recuerdo del pasado en vez del presente, y cuando se preocupan más por considerar a sus ancestros que pensar por sí mismos, el padre es el vínculo natural y necesario entre el pasado y el presente, el nexo a través del cual los extremos de esa cadena se conectan. En las aristocracias, entonces, el padre no sólo es el jefe civil de la familia, sino también el órgano de sus tradiciones, el expositor de sus costumbres, el árbitro de sus modales. Se le escucha con deferencia, se le habla con respeto, y el amor que se siente por él siempre se ve eclipsado por el temor. Cuando la condición de una sociedad se vuelve democrática y los hombres adoptan como principio general que es bueno y legítimo juzgar por sí mismo las cosas, usando las creencias de antaño no como un principio, sino simplemente como un medio de información, el poder que ejerce las opiniones del padre sobre sus hijos disminuye, así como su poder legal”112.

Así, en las democracias modernas los hijos ya no se ven coaccionados por una tradición ancestral que los obliga a obedecer mandatos despóticos; todo lo contrario, cuentan con la suficiente libertad como para llevar a cabo sus vidas sin la consulta de la tradición.

Las implicaciones de la mayor igualdad entre padres e hijos no son sólo políticas y sociales, según Tocqueville, sino también sentimentales. En la sección anterior hemos mencionado cómo la conformación familiar de la democracia antigua dejaba poco espacio para el sentimiento entre esposos, padres e hijos. Si lo había, y no pretendemos negar que lo hubo, era secundario a las obligaciones sociales entre los miembros de la familia, y opacado por las frías relaciones entre ellos. Si, como hemos dicho, los padres eran unos dioses en potencia, éstos generaban en los hijos la emoción religiosa característica de la religión romana: el numen, a saber, una extraña combinación de fascinación y, muy especialmente, temor.

En la medida en que los padres dejan de ser dioses potenciales, la emoción que generen sobre los hijos dejará de ser numinosa. Y, es ésa precisamente la conclusión a la que llega Tocqueville: en las democracias modernas, los hijos se vinculan con los padres, no por el temor, sino por un sincero amor filial y fraternal: “la relación de padre e hijo se vuelve más afectiva, se habla menos de reglas y autoridad, se incrementa la confianza y la ternura, y pareciera que el lazo natural se fortalece a medida que el vínculo social se debilita”. Al no haber una autoridad coercitiva, la familia de la democracia moderna permite un mayor espacio para el desarrollo de los sentimientos entre sus miembros.

Si bien los historiadores de la familia no han seguido demasiado de cerca los análisis de Tocqueville, una influyente escuela de historiadores de las mentalidades ha documentado un repentino incremento en los sentimientos y la afectividad entre parientes y familiares alrededor del siglo XVIII, aproximadamente la misma época en que la democracia moderna echa raíces. Historiadores como Lawrence Stone113, Edward Shorter114 y, por encima de todos, Philippe Aries115, han propuesto un modelo de historia de la familia de Occidente, según el cual, a partir del S. XVIII se evidencia mayor afecto entre los esposos, un dramático incremento en el amor y cuidado hacia los hijos, así como relaciones familiares más tiernas y menos impregnadas de obligaciones legales. Los autores en cuestión atribuyen más a la demografía que a la democracia este curioso proceso: en la medida en que los índices de mortalidad descendían y la longevidad se prolongaba, los individuos estaban más dispuestos a entregarse a relaciones afectivas con sus seres más próximos, pues el riesgo de luto frente a la pérdida de un ser querido era menor. Sea por razones democráticas o demográficas, el hecho es que el auge de la democracia moderna coincide cronológicamente con la ‘revolución de los sentimientos’, y se hace muy difícil concebir una sociedad democrática en sentido moderno, sin un núcleo familiar en el cual exista un mínimo de relaciones afectivas, muy por encima de las débiles emociones de la oikía griega.

El matrimonio, institución complementaria de la familia, también ha sufrido grandes transformaciones en la transición de una concepción antigua de la democracia hacia sus vertientes modernas. A las descripciones del matrimonio romano que hemos señalado en la sección anterior, ahora oponemos un matrimonio propio de las sociedades democráticas modernas, en el cual se antepone el amor y la libre elección conyugal por encima de cualquier otro valor. La progresión desde el matrimonio a conveniencia hasta el matrimonio por libre elección es larga y compleja en la historia de Occidente, pero pueden destacarse dos grandes momentos históricos que perfilaron nuestro sistema matrimonial moderno116: la exaltación del amor cortés por parte de los troubadours del siglo XIII generó un sentimiento de rebeldía contra el matrimonio a conveniencia y sin amor. Del mismo modo, la Iglesia logró apoderarse de la jurisdicción conyugal a partir de la Edad Media, promoviendo un modelo de matrimonio monógamo, exogámico y fundamentado en la libre elección conyugal y el amor.

Esto, por supuesto, fue una progresión muy lenta. Pues, si bien ya para la época renacentista la monogamia y la exogamia quedaron firmemente instituidas en Occidente, el matrimonio a conveniencia aún persistía, incluso en la época en que Tocqueville escribía. Y, precisamente, para Tocqueville, la libre elección conyugal es una institución medular de la democracia. El mismo Tocqueville era un aristócrata casado con una dama inglesa de menor jerarquía social, contra lo cual encontró cierta resistencia entre los círculos sociales en los que se desenvolvía. Si la democracia es un sistema social y político en el cual la igualdad de los hombres abarca todas las esferas e instituciones sociales, entonces el rígido matrimonio a conveniencia que impide el matrimonio entre individuos de diferentes castas y clases sociales termina por desaparecer. No en vano, Tocqueville escribía lo siguiente en El antiguo régimen y la revolución, otra de sus obras más importantes: “si queréis saber si la casta, las ideas, los hábitos, las barreras creadas por la casta en un pueblo han sido definitivamente destruidas, fijad la atención en los matrimonios. Sólo en ellos encontraréis el rasgo decisivo que os falta”117. La exogamia de clase y casta es uno de los mejores indicadores de que estamos en presencia de una democracia moderna.

De esa manera, Tocqueville aprecia en la familia y el matrimonio de las democracias modernas una progresión hacia el amor y la ternura, y una supresión del temor y el cálculo interesado. No obstante, no podemos concluir sin detenernos a considerar hasta qué punto la imagen tierna y amorosa de la familia de la democracia moderna, tal como es representada por Tocqueville, es una realidad. No podemos negar que, como bien lo han señalado Aries y Stone, ha habido un crecimiento en el sentimiento entre los miembros de la familia moderna. Pero, no podemos pasar por alto un fenómeno al cual el mismo Tocqueville le dedicó extensa atención: la retaliación.

Al menos si se comparaba con la experiencia inglesa y americana, Tocqueville consideraba a la Revolución Francesa un fracaso, pues, lejos de haber concluido la opresión del Antiguo Régimen, la prolongó, sólo que con partidos invertidos. Tocqueville es uno de los grandes profetas de los desastres revolucionarios: lejos de liberar, las revoluciones invierten el orden de la opresión. Tocqueville nunca se detuvo a considerar hasta qué punto la inversión de la opresión también ocurre en el plano de las relaciones domésticas, pero bien podemos considerar que, no ha de sorprender que, así como los jacobinos impusieron un régimen de terror contra los antiguos opresores, los hijos de la familia moderna inviertan la opresión contra los padres.

Sería una exageración aseverar que, en las democracias modernas, los hijos ejercen el poder despótico que el pater romano ejercía sobre sus hijos. Pero, no es una exageración asegurar que, en la democracia moderna, los hijos, una vez liberados, fácilmente pueden llegar a abandonar a sus padres, ejerciendo un maltrato hacia ellos nunca antes conocido por la humanidad. El ancianato es una institución relativamente moderna, pues, en el mundo antiguo, era virtualmente innecesaria: era sencillamente impensable que los padres y ancianos fuesen abandonados por los hijos; ya en la sección anterior hemos visto cómo era el pater el que tenía el derecho de exponer a su hijo recién nacido.

En un mundo en el cual la movilidad social aparece de forma repentina, los individuos están dispuestos a lo que sea por escalar, aún si eso supone el abandono y maltrato de los padres. Tocqueville dedicó extensos análisis a demostrar cómo la democracia moderna instituyó esa oportunidad de movilidad social, quebrando las barreras aristocráticas del Antiguo Régimen. Pero, fue Honoré de Balzac, un contemporáneo de Tocqueville, con el cual se permiten muchas comparaciones, quien mejor representó el nuevo poder despótico en la familia de la sociedad democrática moderna: Papá Goriot narra la historia de unas vanidosas mujeres que escandalosamente maltratan y abandonan a su amoroso padre, pues la preocupación por la movilidad social eclipsa cualquier sentimiento de piedad filial. Puede argüirse que este tema no es novedoso en absoluto, pues ya Shakespeare había representado una tragedia similar en el Rey Lear. Pero, a diferencia de Shakespeare, Balzac narró su tragedia en el marco de una naciente sociedad democrática, y con tenebroso profetismo, advirtió que la igualdad y la libertad entre los hombres pueden conducir a una vejez abandonada y a una opresión filial.

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Notas

1 ARISTOTELES: Política, L. I., c. 1, 1252a, 1-5. (En adelante las citas de la Política se darán con la paginación de Bekker).

2 1280b 13-15.

3 1252a 16-25.

4 1252a 26-30.

5 Syndyazesthai, de syn dyo: de dos en dos.

6 Thely y arren.

7 1254b 13s. y 1259b 2 respectivamente.

8 1252a 30-34 y 1260a 12-14.

9 1252a 31-34.

10 Así traduce Simón Abril Los ocho libros de República, del filósofo Aristóteles, traducidos originalmente de lengua griega en castellana por Pedro Simón Abril, natural de Alcaraz... y declarados por él mismo con unos comentarios, En Çaragoça, impresos en casa de Lorenço y Diego de Robles hermanos, 1584.- Reedición: Aristóteles: Política, Folio, Barcelona, 2002.

11 1252b 10.

12 1253b 2-3 y 6-7.

13 1253b 4.

14 1252b 1.

15 1252b 2s.

16 Según ATENEO DE NAUCRATIS: Deipnosofistas, 173c.

17 1252b 5-7.

18 1252b 9.

19 Cfr. 1260a 12-14; 1254b 13s; 1259b 2.

20 1252b 10.

21 1252b 14s. Aristóteles menciona específicamente al legislador de Catania (s. VI a.C.) Carondas; y al que sería el último de los Siete Sabios de Grecia, Epiménides de Festos.

22 “Toda ciudad se compone de casas”: 1253b 2-3.

23 P. ej., ARISTÓTELES: Política, ed. bilingüe de J. Marías y M. Araújo, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1951; Madrid, 2005, sólo en una ocasión (en 1252b 11) utiliza el término “casa”.

24 “Possessio est quasi pedis positio”.

25 1252b 14s.

26 Digestum, 50.16.195.2

27 Ley XII Tablas, V, 1.

28 Tito Livio: Ab Urbe condita, XXXIV, 2

29 Digestum, 1.6.3.

30 Id., 1.5.3.

31 Id., 1.6.1pr.

32 Id., 50.16.195.2.

32 Id., 50.16.195.2.

33 1278a 4ss.

34 Respectivamente los llamados ius exponendi, ius vendendi y ius vitae et necis.

35 El célebre etnólogo Bronislaw Malinowski constató este caso entre los tobriandeses del Pacífico Sur: no conocían la relación coito-parto. Describió extensamente cómo los niños tobriandeses no veían a sus padres como padres, sino simplemente como compañeros de la madre; aún así, existía un gran apego entre ellos. (Cfr. MALINOWSKI, Bronislaw: Sex and Represion in Sauvage Society, Routledge, New York, 2001).

36 Digestum, 1.7.1.pr.

37 1255a 7.

38 1256b 23-26.

39 Digestum, 41.1.3. De ahí el aforismo jurídico: “quae ab hostibus capiuntur, statim capientium fiunt”

40 CESAR: De Bello Gallico I, 16

41 Digestum, 1.5.4.3.

42 Id.,1.5.4.2 y 50.16.239.1.

43 “La esclavitud se asimila a la muerte”: ID., 35.1.59.2.- “Equiparamos la esclavitud a la muerte”: ID., 50.17.209.- “Por derecho civil, los siervos son nada”: ID., 50.17.32.

44 1253b 28-32. Cfr. 1254a 1s.

45 ARISTOTELES: Et. Nic., L. VIII, c. 11, 1161b, 3.

46 1254a 1.

47 Tucidides: Pelopon., L. III, c. 5 y L. IV, c. 6, respectivamente.

48 HOMERO: Ilíada, IX, 529-606; I, 106; y IV, 234, respectivamente.

49 1254b 27–30.

50 1252b 13.

51Demostenes: Contra Neera, 122, ed. de López Eire, A., y Colubi Falcó, J., Demóstenes: Discursos políticos y privados, Madrid, 2000.

52 1260a 12-14.

53 “Los antiguos quisieron que las mujeres, aunque fueran adultas, estuvieran bajo tutela, a causa de su ligereza de espíritu”: Ley XII Tablas, V, 1.

54 CJ, 5.5.2; GAYO: Institutionum Comentarii, 1.63.

55 “Nuestros mayores quisieron que las mujeres no pudieran realizar ningún asunto, ni siquiera privado, sin la intervención de un tutor, sino que quedara en mano de los padres, hermanos o esposos. Pero nosotros, si place a los dioses, toleramos ya que se ocupen hasta de la República, y casi intervengan en el foro, asambleas y comicios. ¿Qué otra cosa hacen si no ahora, en las calles y plazas, que apoyar la propuesta de los tribunos de la plebe, quienes opinan que debe anularse la ley? Aflojad las riendas a esta débil naturaleza e indomeñable animal y esperad a que ellas mismas pongan freno a sus licencias...”: TITO LIVIO, Ab urbe condita, XXXIV, 2.

56 ARISTOFANES: La Asamblea de las Mujeres y Lisístrata, respectivamente.

57 “Toda ciudad se compone de casas”: 1253b 2-3.

58 Digestum, 50.16.195.2.

59 Id., 24.1.32.13.

60 Castro Saenz, A.: “Consentimiento y consorcio en el matrimonio romano y en el canónico: un estudio comparativo”, en Revista de estudios histórico-jurídicos, n. 23, 2001, pp. 75-112; ORESTANO, R.: La struttura giuridica del matrimonio romano dal diritto classico al diritto giustinianeo, Milan, 1951.

61 Digestum, 35, 1, 15; el otro lugar es ID., 50, 17, 30.

62 “No puede haber matrimonio si no hay consentimiento de todos: es decir, de los contrayentes y de aquellas personas bajo cuya potestad están”: ID., 23.2.2.

63 VIRGILIO: Aeneida, I, 378.

64 Digestum, 1.1.1.3; cfr. JUSTINIANO: Institutiones, 1.2 pr.

65 Digestum, 23.2.1; cfr. ID., Institutiones, 1.9.1.

66 PLUTARCO: Vidas paralelas, Marco Catón, XVII, 7.

67 Digestum, 23.1.1; “llamados así de prometer por ‘esponsiones’, pues los antiguos acostumbraron a estipular y prometerse esponsionarse sus futuras esposas”: ID., 23.1.2.

68 Digestum, 23.1.3.

69 Estos dos sentidos del casarse en latín, para la esposa y el esposo están perfectamente expresados por Marcial: “Nubere vis Prisco: non miror, Paula; sapisti. / Ducere te non vult Priscus: et ille sapit”: “quieres casarte con Prisco; no me extraña, Paula, no eres tonta. Prisco no quiere casarse contigo; tampoco él es tonto”: MARCIAL, Epigrammata, IX, X.

70 Cfr. Digestum, 24.1.66.

71 Id., 23.2.5.

72 “el día de la boda, antes de pasar a la casa de su marido y de ser recibida en el agua y en el fuego…”: Digestum, 24.1.66.1.

73 “Antiguamente se accedía a la potestad marital de tres modos: por uso, por el pan y por la compra”: GAYO, Instit., I, 110.

74 Ley XII Tablas, VI, 5. Era la llamada usurpatio trinoctii o interrupción de tres noches

75 Cfr. VEYNE, P.: “The Roman Empire”, en ARIÈS, Ph. y DUBY, G. (eds.): A History of Private Life, vol. I, From Pagan Rome to Byzantium, Londres, 1987, pp. 5-234. (Historia de la vida privada, Madrid, Taurus, 1987-1989).

76 Digestum, 50.16.101.1.

77 Id., 24.2.3; cfr. ID., 50.17.48.

78 CICERON: Philippicae, II, XXVIII.

79 Valerio Maximo: Memorabilia, II, 1, 4.

80 AULO GELIO: Noches Aticas, IV, III, 2.

81 SENECA: De Beneficiis, III, 16, 2-3.

82 Digestum, 29.2.18.

83 Id., 24.3.2pr.

84 Id., 24.2.2.1; Ley XII Tablas, IV, 3.

85 Digestum,24.2.9.

86 JUVENAL: Sátiras, VI, 142-148.

87 Digestum, 48.5.21.

88 Id., 48.5.23.4.

89 Cfr. ID., 48.5.25; ID., 48.5.39.8.

90 AULIO GELIO: Noches Áticas, X, XXIII, 5.

91 Valerio Maximo: Memorabilia,VI, 3, 10.

92 Id., Memorabilia, VI, 3, 11.

93 Cfr. Plauto: Mercator, Acto IV, escena 6, vv. 817-822.

94 Aulo Gelio: Noches Áticas, X, XXIII, 1-2.

95 VALERIO MAXIMO: Memorabilia, VI, 3, 9.

96 TOCQUEVILLE, Alexis de: La democracia en América. Guadarrama, Madrid, 1969. Versión abreviada.

97 ARISTÓTELES: Política, 1309a 4-6.

98 Ob. cit., p. 27.

99 Ob. cit., p. 240.

100 Ob. cit., p. 29.

101 Ob. cit., p. 259.

102 ARENDT, Hanna: The Human Condition. New York: Anchor. 1959.

103 Para las citas de este capítulo utilizamos la versión electrónica De la democratie en Amerique. En la página web: http://classiques.uqac.ca/classiques/De_tocqueville_alexis/democratie_2/

democratie_tome2.html. Última consulta: 1-04-06.

104 VEYNE, P.: Ob. cit., p 29.

105 Ídem.

106 TOCQUEVILLE, Alexis de: De la democratie en Amerique. Tomo II. Sección 3.8.

107 Idem.

108 GOODY, Jack:. The development of the family and marriage in Europe. Cambridge University Press, Cambridge, 1983.

109 TÁCITO: “Germania”. En: Obras completas. El Ateneo, Buenos Aires, 1952, pp. 725-752.

110 FUSTEL DE COULANGES, Numa: The Ancient City. Anchor, New York, 1959.

111 En varios pasajes de los evangelios, Jesús demuestra cierto antagonismo hacia las relaciones tradicionales de parentesco. A sus hermanos les niega tal condición (Mateo 12: 49; Marcos 3: 34, cfr. Lucas 8: 21), exige fidelidad por encima de la rendida a los parientes (Mateo 10: 37 cfr. Lucas 14: 26), niega la institución del matrimonio en el venidero Reino (Mateo 22: 23-30, Marcos 12: 18-24 y Lucas 20: 27-35), exige abandono de deberes filiales a quienes lo siguen (Lucas 9: 60), entre otros.

112 TOCQUEVILLE, Alexis de: De la democratie en Amerique. Tomo II. Sección 3.8

113 STONE, Lawrence: The Family, Sex and Marriage in England. 1500-1800. Harper & Row, New York, 1977.

114 SHORTER, Edward: The Making of the Modern Family. Basic Books, New York, 1977.

115 ARIES, Phillipe: Centuries of Childhood. Vintage Groups, New York, 1962.

116 DUBY, Georges: Medieval Marriage. Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1978.

117 TOCQUEVILLE, Alexis de: El antiguo régimen y la revolución. Alianza, Madrid, 1994, p. 114.