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EPISTEME
versión impresa ISSN 0798-4324
EPISTEME v.28 n.2 caracas dic. 2008
La idea de una voluntad legisladora universal como constitución de la objetividad
Luz Marina Barreto
Escuela de Filosofía Universidad Central de Venezuela Venezuela. luzmbarreto@gmail.com
Resumen:
Mi propósito es explicar la tercera fórmula del imperativo categórico kantiano, que reza que todo individuo racional debe juzgar como una voluntad legisladora universal, no simplemente como una pretensión de juzgar por otros, sino de forma particular como una exhortación a tomar en serio y a integrar en la argumentación los modos particulares de ver los hechos y presentarlos en la discusión. Sólo si tenemos la capacidad de reflexionar con autonomía sobre el decurso de nuestros procesos de pensamiento (y, por lo tanto, de distinguir lo que es irreductible a los entendimientos mutuos porque pertenece a nuestra propia experiencia privada de las creencias que como hablantes compartimos), es que podemos encontrar el camino para un verdadero entendimiento recíproco.
Palabras claves: imperativo categórico kantiano, discusión y entendimiento racional.
The idea of a universal legislative will as the constitution of objectivity
Abstract:
My aim is to explain the third formula of Kants Categorical Imperative, which holds that every rational being must judge as a universal legislative will, not simply as a pretention to judge for others, but particularly and above all as an exhortation to take seriously and integrate in the argumentation ones particular ways of seeing facts present them in the discussion. Only if we have the capacity to reflect with autonomy about our thought processes (and therefore, to distinguish what is irreducible to a mutual understanding because it belongs to our very personal experience of beliefs that we share as speakers), can we begin to find the way to a genuine consensus.
Keywords: Kants categorical imperative, rational discussion, rational understandings.
Ahora, con sesenta años de perspectiva, vemos mejor la lucidez de los hombres de paz. Aún dando por supuesta la victoria de Franco, a nadie convenía un triunfo absoluto, que dejaba las manos peligrosamente libres a los vencedores y, tal y como suele acontecer en semejantes casos, con tendencia a prevalecer los más duros de ellos. Si se hubiera logrado una paz negociada, o al menos una rendición bajo ciertas condiciones humanitarias controladas por alguna comisión internacional, ni la represión contra los vencidos hubiera sido tan pavorosa, ni por tanto la reconciliación hubiera sido tan difícil.1
Dejar expresarse a una persona o a una comunidad de personas para alcanzar entendimientos mutuos y, a la vez, intentar convencerlas de la verdad de la postura propia, implica tener fe en que sus propios procesos reflexivos conducirán a una comprensión de nuestro punto de vista y a los entendimientos o acuerdos mutuos que son el resultado de situaciones de intercambios de argumentos. Un argumento son todos los contenidos que se usan para defender la postura propia en tanto y en cuanto son fieles a un principio que es análogo al Imperativo Categórico, en el sentido de que expresan una aspiración a una validez que debería ser evidente a todo aquel que examina el argumento de forma desprejuiciada.
Por esta razón, el poder opresivo, la violencia, que se ejerce sobre otros seres humanos, y la negativa a escucharlos de forma desprejuiciada, indican una tremenda falta de fe. Falta de fe en que, discutiendo, conversando, argumentando, llegaremos a un acuerdo sobre puntos conflictivos que podrá ser bueno y satisfactorio para todos. La falta de fe en la razón como tribunal capaz de dirimir disputas sobre puntos de vistas o intereses divergentes es, en realidad, falta de fe en la persona. Pero esta falta de fe no se queda sólo en eso. Se convierte en afán opresor, en ímpetu para resolver las cosas de una buena vez y sólo de la manera rígida que uno imagina es la única legítima, en esfuerzo para evitar que las cosas tomen un cauce que las desvíen del status quo que uno cree el único correcto y aceptable.
La confianza en nuestra capacidad para alcanzar entendimientos satisfactorios, para todas las partes, involucra un profundo respeto por la persona y, por lo tanto, como forma del amor, se opone al poder opresor. El respeto se manifiesta como la disposición a no ceder en el esfuerzo por entendernos con las personas. Es lo opuesto al espíritu de la decadencia, que abandona la arena del diálogo, amargado. Se trata de aprender a respetar la complejidad de la mente humana y, por ende, de los delicados e intrincados procesos reflexivos que son en cada persona únicos y diferentes (autónomos) y que explican por qué es una ilusión esperar que la gente piense y esté totalmente de acuerdo con uno.
Por esta razón, también, el reconocimiento de la autonomía del otro va de la mano del reconocimiento de la propia autonomía. Uno debe ser también autónomo frente a la negativa de los demás a aceptar el punto de vista propio. Si uno es autónomo de esa manera, no lo abandonará cuando no acepte o no entienda la perspectiva de uno. Uno tendrá fe en que, pese a todo, la relación se mantendrá aunque no piensen exactamente igual.
Lo que acabo de escribir parece una exhortación bien intencionada, pero, en realidad, tiene una fundamentación epistemológica. Ningún proceso de persuasión racional conduce a una total coincidencia de los contenidos de conciencia, es decir, de la conciencia intencional, de dos o más hablantes. Por eso es que la matemática fue durante muchos siglos el modelo del verdadero conocimiento, dado que sólo los procesos de demostración matemática parecen producir consensos inmediatos sobre su validez. Para todos es evidente que 2 más 2 son cuatro o puede ser evidente que (-a).(-b)= a.b.
Sin embargo, es una ilusión pensar que esta unanimidad es el resultado del proceso discursivo de intercambio de argumentos. En realidad, lo que hay que unificar cuando uno trata de demostrar algo son las experiencias personales distintas. Sólo cuando el otro puede hacerse una idea de cuál es mi experiencia y comprenderla, es que puede encontrar mi argumento persuasivo. Lo que pasa con la matemática es que, por razones evolutivas, las experiencias que la sostienen ya se encuentran en nuestro cerebro como información disponible. Las intuiciones comunes, que derivan del desarrollo adaptativo del cerebro del homo sapiens al mundo físico, son el punto de partida de la argumentación y no, como suele suceder, uno de sus resultados.
Esta coincidencia afortunada de experiencias, estas intuiciones comunes, se da sólo en relación con procesos lógicos que involucran nuestra orientación y adaptación evolutiva al mundo físico. Pero hay otro tipo de experiencias que, por ser complejas y estrictamente individuales, debemos participar a los demás para que las comprendan. El consenso posible sobre ese tipo de experiencias debe ser construido. En la matemática, hay un trasfondo intuitivo en la demostración que, dado que compartimos funciones básicas del mismo cerebro que ha evolucionado en el mundo físico, está disponible para todo aquel que la sigue. Pero el otro tipo de experiencias, que pudieran servir de fundamento a toda una diversidad de argumentaciones, debe ser comunicado al otro para construir, en un proceso discursivo que puede ser difícil, el trasfondo intuitivo común que sostiene el consenso en torno a la evidencia.
En efecto, supongamos que quiero demostrar a un interlocutor que vive, digamos, en un lugar en donde no tiene acceso a documentación o a un zoológico, que en mi país existe un tipo de guacamaya que se encuentra en peligro de extinción. Si mi interlocutor no es especialista en zoología, como yo tampoco lo soy, nos costará ponernos de acuerdo respecto de a qué especie exactamente me estoy refiriendo. Más o menos podré describirla: el tamaño que tiene, los colores que exhibe (azul y amarillos muy vivos), y aún así es difícil que mi interlocutor pueda participar del todo de mi experiencia personal. Supongamos que ambos somos un poco más competentes en zoología. Tal vez pueda entonces realizar una descripción más detallada del animal en cuestión. Las descripciones científicas, en efecto, tienen el sentido de hacer partícipes a nuestros interlocutores del tipo de experiencia que alguien ha tenido. Al hacerlos partícipes construimos una experiencia común que, a su vez, servirá de fundamento a otras hipótesis, teorías y experiencias.
Ahora bien, supongamos que mi interlocutor es escéptico respecto de la veracidad de mi aserción: que en mi país existe ese tipo de guacamaya y que yo la he visto. No importan todos los esfuerzos que haga, mi interlocutor jamás podrá participar del todo del tipo de experiencia que yo he tenido. Si mi interlocutor no puede viajar a mi país a ver la guacamaya o yo no puedo llevarla al suyo, mi interlocutor no podrá participar nunca de la experiencia que yo digo haber tenido. Si le parece bien, lo único que le queda es confiar en mi palabra.
Pero hay más: supongamos que yo he visto esa guacamaya por primera vez en un día muy soleado, sobre el trasfondo del horizonte de los llanos. Y que pude tomar una fotografía del animal y mostrársela. En este caso, hay algunos aspectos de mi experiencia, su valor estético, su impacto emocional, que no podré transmitir a mi interlocutor sino sólo a través del testimonio indirecto. Si mi interlocutor ha tenido experiencias similares, con otro tipo de especies de animales, es posible que pueda entender lo que yo digo y sobre el fondo de esos aspectos de nuestras experiencias que compartimos, aunados aquellos que son muy personales y que no compartimos (nuestro estado de ánimo en aquel momento, el significado que tiene ese avistamiento para cada uno de nosotros, etc.) podremos, en efecto, construir afanosamente una experiencia común que servirá de trasfondo a nuestra discusión científica.
De esta manera, si bien es verdad que nuestra experiencia está cargada de teoría como decía Mary Hesse, no es menos cierto que nuestras teorías están cargadas de nuestras experiencias, las que son comunes y las que cada uno ha tenido en tanto que sujeto individual de experiencia.
Por lo tanto, ninguna teoría de la verdad está completa si no aceptamos que toda experiencia individual, aunque está embebida de las experiencias de los demás y de las teorías que colectivamente manejamos, tiene un fondo incomunicable. Lo interesante es que ese fondo incomunicable también forma parte de nuestras teorías científicas y constituye el aporte que cada persona humana, cada individuo, hace a su comunidad.
Esto es lo que se encuentra en el fondo de la célebre proposición 5.6 del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein: Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo. Si el lenguaje expresa las formas lógicas con las cuales nos representamos el mundo, de acuerdo con la proposición 5.6 no es posible ver la lógica que da sentido al mundo desde una perspectiva que se coloca fuera de ese mundo, es decir, que sale fuera del sujeto empírico cuyos usos lingüísticos expresan su experiencia personal del mundo. No podemos pensar en una perspectiva que mira nuestro mundo como desde afuera, como para poder justificar frente a un interlocutor, que no tiene la misma experiencia nuestra, la legitimidad de nuestras aserciones de forma absoluta:
5.61. Lo que no podemos pensar no podemos pensarlo. Tampoco, pues, podemos decir lo que no podemos pensar.
5.62. Esta observación da la clave para decidir acerca de la cuestión de cuánto haya de verdad en el solipsismo. En realidad, lo que el solipsismo significa es totalmente correcto; sólo que no puede decirse, sino mostrarse.
Antes, en la proposición 4.121. ha dicho:
La proposición no puede representar la forma lógica; se refleja en ella.
Lo que en el lenguaje se refleja, el lenguaje no puede representarlo.
Lo que en el lenguaje se expresa, nosotros no podemos expresarlo por el lenguaje.
La proposición muestra la forma lógica de la realidad.
La exhibe.
El lenguaje exhibe la forma lógica del mundo, pero como el mundo es el mundo en el que vivo, Yo soy mi mundo (5. 63): no hay un sujeto trascendental que yo pueda mostrar a mi interlocutor para explicarle cómo tiene sentido mi experiencia, porque eso sería poder salirme de ella, lo que Wittgenstein juzga imposible. En efecto:
5.632. El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo.
5.633. ¿Dónde en el mundo puede observarse un sujeto metafísico? Tú dices que aquí ocurre exactamente como con el ojo y el campo de visión; pero tú no ves realmente el ojo. Y nada en el campo de visión permite concluir que es visto por un ojo.
Esto sirve para descorazonar cualquier pretensión de fundamentación trascendental del conocimiento:
5.634. Esto está en conexión con el hecho de que ninguna parte de nuestra experiencia es a priori. Todo lo que nosotros vemos podría ser de otro modo. Todo lo que nosotros podemos describir podría también ser de otro modo. No hay ningún orden a priori de las cosas.
5.64. Vemos aquí cómo el solipsismo, llevado estrictamente, coincide con el puro realismo. El yo del solipsismo se reduce a un punto inextenso y queda la realidad coordinada en él.
5.641. Hay, pues, ciertamente un sentido en el cual se puede hablar en filosofía del yo de un modo no psicológico. El yo entra en la filosofía por el hecho de que el mundo es mi mundo. El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo humano, ni tampoco el alma humana, de la cual trata la psicología, sino el sujeto metafísico, el límite no una parte del mundo.2
Esta peculiaridad del conocimiento limita lo que debemos entender por objetividad, dado que nuestra capacidad para fundamentar de forma absoluta o totalmente transparente una aserción queda truncada. En Wittgenstein, la forma lógica posee una trascendentalidad que es irreducible y no fundamentable: sólo es evidente para el individuo que tiene la experiencia.
Esto es otra forma de decir que ese sujeto metafísico no existe: es el mismo sujeto empírico.
Con esto Wittgenstein preserva la objetividad del conocimiento del mundo, pero al precio de una suerte de solipsismo o privacidad de nuestra experiencia del mundo. La objetividad absoluta (no, repito, la relativa, la que es construida por una teoría científica) está unida entonces sólo a la perspectiva de la primera persona: los límites del lenguaje son los límites no del mundo sino de mi mundo. De esta manera, la perspectiva de primera persona desde la cual se ve lo objetivo puede mostrarse, pero no tematizarse como objeto de una reflexión filosófica que ponga de relieve la legitimidad de esa perspectiva desde un punto de vista transpersonal o impersonal.
Esto es así porque la objetividad de la experiencia en Wittgenstein es construida, como sugiere Fernando Broncano:
sobre un mecanismo de deixis o nombres elementales que conectan los resultados causales con el sustrato semántico, las condiciones de verdad, de las oraciones. Las oraciones elementales funcionan como nombres propios o deícticos de experiencias elementales que, por su parte, se conectan directamente mediante relaciones causales con la realidad.3
La racionalidad de esa conexión causal es sólo evidente para quien la experimenta, es decir, sólo puede mostrarla de modo indirecto, pero no fundamentarla o legitimarla ante terceros de forma concluyente.
En efecto, supongamos que alguien dice que la muerte de un conocido le produjo una honda impresión. No hay manera de volver objetiva para un interlocutor todos los elementos implícitos en tal aserción. Desde luego, el hablante puede tematizar su experiencia de tal modo que esa aserción se vuelva plausible. Puede decir, por ejemplo, que conocía bien al difunto, que tiene una buena opinión de él, que llegó a apreciarlo profundamente, etc. Pero el detalle exacto de esa honda impresión causada por la muerte del amigo es incomunicable. Sólo puedo referirme a ella de forma indirecta, pero no porque se trate de contenidos emocionales o subjetivos, sino porque la evidencia de la impresión causada por un estado de cosas en el mundo en nosotros mismos sólo es absoluta para nosotros mismos: para los demás, dada la asimetría ontológica de los discursos oblicuos, es plausible o razonable. Se trata, en efecto, de una asimetría típica de los contextos indirectos que destruye la pretensión de fundamentación absoluta de la objetividad. Esta asimetría semántica fue descubierta ya por Frege: Cuando decimos Kepler postuló una curva cónica para las trayectorias planetarias podemos estar diciendo algo verdadero y algo falso simultáneamente: es verdadero que las trayectorias son curvas cónicas, pero es inadecuado decir que ése fue el contenido del pensamiento de Kepler.4 No podemos hacer absolutamente objetivo el contenido del pensamiento de Frege. Y Frege tampoco podía haberlo hecho.
La razón de esta peculiaridad de nuestro conocimiento tiene que ver con la complejidad sistémica de nuestro cerebro. El cerebro es el mayor sistema complejo conocido por el hombre. Organiza nuestra experiencia del mundo a través de la conexión de millones de sinapsis neuronales que se estructuran conforme a las experiencias singulares que hace la persona en un mundo al que sólo accede desde su perspectiva corporal. La posición que un individuo ocupa en un eje de coordenadas espacio-temporales, es tanto que es su posición personal, organiza su comprensión del mundo y su visión de él. Esto no significa que un individuo A y un individuo B no puedan hacer aprendizajes comunes (en un salón de clases que comparten, o en un mitin político), pero aquello que cada uno aprende por separado estará conformado por aspectos conscientes (que se pueden declarar en un lenguaje) y aspectos inconscientes e incomunicables: en efecto, tal vez A y B admiren al mismo político, pero las razones de su admiración diferirán sin duda en aspectos sutiles que dependerán de qué clase de personas son y cuáles han sido sus historias personales.
El neurólogo alemán Wolf Singer, quien ha sido durante algunos años Director del Instituto Max Planck para Investigación del Cerebro, ha desarrollado estas ideas con un modelo filosófico de la mente en el que nuestras cogniciones y nuestras motivaciones para la acción son en gran parte de índole inconsciente. Estas cogniciones y motivaciones serían el producto de las predisposiciones genéticas de un individuo, su educación, sus capacidades congénitas, el tipo de relación particular que el individuo ha establecido con su entorno físico y familiar y otros aspectos que conforman el tipo de respaldo cognitivo y emocional con el que una persona se vincula con su medio ambiente. No hay dos personas iguales porque, incluso si son gemelos univitelinos monocigóticos, sus interacciones con el mundo que los rodea siempre son diferentes, de manera que sus predisposiciones genéticas se desarrollarán o no (o se inhibirán o no) conforme a los tipos de estímulos a los que se ven confrontados. De este modo, un niño que, sin saberlo, tiene un talento especial para la música, puede descubrirlo en el encuentro azaroso con un instrumento musical, en ausencia de una educación musical respaldada por el estímulo familiar. En este caso, Singer sugiere que no es posible establecer qué tiene más peso en el desarrollo de ese talento, si su predisposición genética o su educación formal, dado que lo más probable, y a lo que apunta la evidencia empírica disponible, es a sugerir que ambos factores, naturaleza y cultura, interactúan de modos creativos para configurar el tipo de persona que uno es.
En el modelo de Singer, estos factores, es decir, todas estas tendencias, predisposiciones, educación recibida y encuentros azarosos, se organizan en constelaciones de sinapsis neuronales que estructuran funcionalmente en el cerebro la información recibida de modo que esté disponible. Por ejemplo, un niño que empieza su aprendizaje musical, al cabo de un tiempo, y si ha estudiado con disciplina, podrá ejecutar su instrumento con más o menos maestría. Esto es porque el tipo de competencias cognitivas y motoras requeridas (por ejemplo, la capacidad de vincular rápidamente una nota musical con una cuerda o una tecla de su instrumento, lo que requiere una coordinación adecuada de la información visual recibida y los centros motores que ordenan a los dedos moverse en una u otra dirección) quedan ancladas en el cerebro en la forma de sinapsis neuronales, que hacen caminos de neuronas que permiten al sujeto procesar la información rápidamente y cuando es necesario, siempre y cuando, por supuesto, el ejercicio continuo haya contribuido a su consolidación.
De acuerdo con el modelo filosófico de Singer, que desarrolla para explicar sus propios hallazgos como neurólogo, estas constelaciones neuronales o sinapsis crean tendencias en el cerebro que él llama atractores (Atrakttoren). Un niño que crece ejecutando un instrumento musical y en contacto con la música tendrá un talento arraigado para el canto afinado, de manera que si como actor le tocase interpretar, por ejemplo, a un personaje que canta desafinado, tal vez no podría llegar a hacerlo (lo que, precisamente, le ocurrió al actor y cantante escocés Ewan MacGregor, quien, por estar dotado con el inusual talento de poseer una capacidad para reproducir perfectamente las notas musicales, u oído perfecto, no pudo una vez seguir las instrucciones de un director que le pedía que cantase desafinado. Alguien que posee lo que se suele llamar perfect pitch, u oído perfecto, un talento natural con el que se nace, justamente no puede cantar desafinado).
Estos atractores también crean tendencias para la acción, de forma que una persona que está habituada a beber alcohol en exceso (una tendencia para la cual se nace ya predispuesto pero que se desarrolla con el consumo habitual de licor, lo que explica por qué dos personas distintas expuestas durante un tiempo determinado al consumo frecuente de alcohol desarrollarán capacidades distintas para resistir o desarrollar el alcoholismo crónico) sentirá una suerte de ansiedad particular a beber de más, una atracción por la bebida que, de acuerdo con Singer, se expresa en el cerebro como alivio una vez que se ha satisfecho. De ahí el nombre de atractores que les da Singer.
Hemos dicho que estas tendencias o atractores son en parte conscientes y en parte inconscientes. De hecho, al parecer, la mayoría de nuestras tendencias a la cognición y a la acción tienen un origen en el cerebro del que no somos o podemos ser enteramente conscientes. Esto es así porque el cerebro es como una orquesta sin director, como afirma Singer, de forma que sus distintos sistemas de procesamiento de la información no están bajo el control o centralizados por un yo consciente. Si no fuera así, no pudiéramos salir corriendo a la vista de un animal peligroso, a la vez que mantenemos todos los sistemas físicos gobernados por los centros nerviosos vegetativos en perfecto funcionamiento. Por alguna razón, toda la información que procesamos no está todo el tiempo disponible para la mirada consciente, lo cual no significa que esa información no influya de forma importante en nuestra conducta. Un niño que, a causa de un incidente desafortunado en su infancia, desarrolla una fobia inusual a las alturas o a los perros, no podrá superarla con la sola ayuda de la información consciente de la que dispone (como, por ejemplo, que la azotea a la que debe subir está debidamente asegurada o que un determinado perro es inofensivo), de manera que el procesamiento inusual de información que produjo la fobia no estará disponible para él de forma que pueda modificarlo a voluntad.
Pero lo que es válido para las fobias, también se observa en otros de nuestros estilos de procesamiento de la información, como lo hemos comprobado todos aquellos que hemos debido luchar contra prejuicios o preconceptos no reflexionados, tales como que los delincuentes tienen un determinado aspecto, los buenos vinos una textura específica y los nacionales de un determinado país una única idiosincrasia. La mayoría de estos prejuicios derivan de información procesada de forma no racional y que queda anclada en el cerebro como información inconsciente, aunque no por esto deja de influir en nuestros modos de relacionarnos con la realidad. Finalmente, la capacidad de un individuo para la acción y la cognición consciente, que le permitirá reflexionar críticamente en relación con sus estilos de procesamiento de información inconscientes, variará de una persona a otra: una persona muy prejuiciada contrastará con alguien con una mente más flexible. Y esta flexibilidad también es, a su vez, una predisposición que tiene un múltiple origen.
¿En qué consiste, pues, una pretensión de que alguna forma de conocimiento es objetiva? La objetividad de nuestro conocimiento no descansa en la suposición de que algo tiene que ser evidente para todos porque es evidente para uno. Eso sería generalizar de forma arbitraria mi experiencia subjetiva, de modo que colonice e invada la experiencia subjetiva de los demás. La pretensión de objetividad consiste en darnos cuenta de los esfuerzos que cada uno de nosotros debe hacer para que nuestra experiencia personal sea compartida por otros. El conocimiento objetivo se construye en la relación comunicativa con otros y en un resultado de la aspiración a que nuestro conocimiento sea racional, es decir, también evidente para los demás.
Por otro lado, el conocimiento que descansa en nuestras experiencias tampoco es evidente para el sujeto de conocimiento empírico, ni mucho menos. La pretensión a la objetividad del conocimiento es también un desafío para quien tiene una conjetura, de cualquier tipo, y tiene que hacerla plausible para sí mismo, un movimiento de la racionalidad individual que requiere reconstruir un diálogo argumentativo con otros individuos, bien sean los pares que uno ve todos los días o una comunidad científica virtual, a la que se tiene acceso a través de publicaciones científicas, universidades y congresos científicos. Aquello que se conoce, que se sabe, que se ve, que se presume, no es claro para uno mismo en la medida en que no sea claro también para un posible interlocutor en un diálogo racional.
Pero lo mismo sucede si inventamos una nueva receta de cocina. Ella no estará completamente clara para uno mismo si uno no puede concebirla de modo que otros también puedan hacerla, probarla y encontrarla sabrosa como uno la encuentra sabrosa. Un buen plato de comida que es el resultado de un accidente que después no podemos reproducir (digamos porque confundimos un ingrediente o no nos dimos cuenta que lo omitimos o agregamos de más) no se conoce bien, no es el resultado de una experiencia objetivable. A lo sumo, los demás tendrán que creernos cuando intentemos convencerlos de lo bien que nos quedó, si es que no llegan a probarla con nosotros, en donde sólo será objetiva de un modo muy limitado.
Objetivo es aquel conocimiento del que sabemos que sólo en parte podemos compartir. Que siempre debemos reiterar, que debemos construir en constante intercambio y relación con los demás. No darnos cuenta de esto implica presumir que nuestras experiencias subjetivas necesariamente tienen que ser las de los demás. Es la hiperinflación de nuestra experiencia subjetiva. Cuando esto sucede, nos encontramos con el fenómeno de las relaciones de poder.
Kant explica esto con claridad en el contexto de su fundamentación de la ética. Veíamos anteriormente que el Imperativo Categórico en su segunda formulación postula que los seres racionales son fines en sí mismos. Y veíamos por qué: porque en ellos descansa el valor último de todo aquello que valoramos, en el sentido de que, sin individuos racionales que encuentran algunas cosas valiosas y otras no, no habría nada que sería considerado valioso. Y agrega: si todo fuera condicionado, y por tanto contingente, no podría encontrarse ningún principio práctico supremo para la razón. Es decir, no podríamos encontrar principios confiables en los que apoyar nuestra reflexión práctica, todo daría igual, por decirlo así.
Pero Kant sugiere que el hecho de que los seres racionales son fines en sí mismos implica que ellos son fines objetivos. ¿Por qué los llama así? El apelativo objetivo indica que el valor supremo de los individuos racionales como fuentes de la valoración debería ser evidente para todo el mundo. Que son los únicos fines que deberían serlo también para los demás.
El fundamento de ese principio es la idea de que toda naturaleza racional existe como fin en sí misma, como dice Kant en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres5. Lo interesante es que el punto de partida de esta idea es que, en Kant, el individuo racional se representa subjetivamente su existencia como un fin en sí mismo, es decir, como el fundamento de todos sus fines particulares. Pero lo notable es que para Kant es evidente que quien es capaz de representarse de forma subjetiva su condición de fin en sí mismo, puede suponer la misma representación en los demás. Es decir, supone que lo que es válido para sí mismo es también válido para los demás. De este modo, esta representación subjetiva puede pasar a ser un principio objetivo de la razón práctica. Se trata de una condición existencial que todos podemos suponer que compartimos igualmente con los demás y, por lo tanto, lo percibido de forma subjetiva puede pasar a ser una concepción objetiva de la naturaleza racional humana.
Kant postula que las decisiones que distintos individuos toman son, en algún sentido, inconmensurables unas con otras. Que es obvio que cada quien tenderá a valorar su realidad y a establecer sus prioridades de un modo personal y privado. Por lo tanto, si se busca algún principio supremo para la acción, este no debería ser de carácter sustantivo, es decir, no debería imponer sobre otros mi concepción particular y privada de la vida buena.
Sucede aquí lo mismo que con nuestra experiencia de la realidad. Dado que nuestras valoraciones se encuentran vinculadas tanto con el uso práctico como teórico de la razón, y ya que expresan estilos de percibir y relacionarnos con la realidad, la subjetividad de nuestros estilos propios de valorar debería ser, parece sugerir Kant, algo obvio para todo el mundo. La subjetividad que caracteriza nuestra reflexión racional no debería impedirnos, sino, antes por el contrario, conminarnos a darnos cuenta de que a otros les pasa igual. Para Kant, esa subjetividad es evidente, en primer lugar, para el sujeto que la experimenta. Por eso, ella produce un principio objetivo para la reflexión: la conciencia de las limitaciones de nuestro juicio individual. La subjetividad de nuestra existencia racional no es una limitante a la hora de relacionarnos de manera comprensiva y justa con los demás. Al contrario: precisamente porque somos capaces de darnos cuenta de esa subjetividad es que podemos acceder a un punto de vista que ve nuestra propia experiencia y valoraciones con objetividad. Ambos puntos de vista son recíprocos, lo que plantea el problema interesante de por qué para alguien no llegan nunca a ser evidentes las limitaciones que impone a su perspectiva personal la subjetividad del mismo, a la vez que su imposibilidad de darse cuenta de cómo su punto de vista subjetivo obnubila una mirada que hace justicia a las perspectivas de los demás, y por lo tanto, a la necesidad de trascender la subjetividad de su punto de vista hacia una perspectiva objetiva.
Pero en donde Kant revela, con más claridad, en qué consiste realmente la objetividad del principio de la razón práctica que exige el respeto de cada persona como fin en sí mismo, es en su concepción de lo que esta objetividad significa. Para Kant, la objetividad de esta concepción de la humanidad como fin en sí misma no se deriva de la experiencia (sensible) porque ninguna experiencia llega a determinar tanto6. Por lo tanto es una objetividad que se presume, porque uno experimenta en uno mismo algo que puede presumir también que sucede a los demás, a saber, que uno es el fundamento del valor de los fines que uno mismo se da y que, por lo tanto, no puedo fundamentar o limitar o poner en cuestión el valor de los fines que otros valoran. Lo que presumimos que sucede a los demás es, pues, que uno no alcanza a comprender del todo por qué valoramos ciertas cosas y otras no. Si es así ¿Cómo podemos juzgar los valores de los demás?
De esta idea, Kant deriva la tercera formulación del Imperativo Categórico. En efecto, esta presunción limita la universalidad de nuestros fines subjetivos, pero afirma la universalidad del principio que hace a todo individuo humano un fin objetivo. Pero si esto es así, entonces todo individuo necesita formular los principios racionales que guían su acción, de forma que resulten razonables para todo el mundo. Por esta razón, en su tercera formulación, el Imperativo Categórico dice que cada voluntad humana debe ser, a la vez que la expresión de lo que uno se ha determinado a hacer, una voluntad legisladora universal.7
Esto quiere decir que la conciencia de la subjetividad de mis propias valoraciones y de mi sistema de motivos de acción (mi voluntad) me obliga a formular mis deseos de forma que sean comprendidos por aquellos que no comparten mis puntos de vista. A mi modo de ver, esta es la manera correcta de entender esta tercera formulación del Imperativo Categórico en Kant. No se trata de que un individuo no va a hacer nunca nada cuya validez universal no sea evidente para él. Que los individuos que se conducen conforme al principio kantiano del Imperativo Categórico son unas personas rígidas que sólo llevan a cabo lo que es universalmente válido. Esta manera un poco gruesa de ver lo que quiere decir Kant es la forma como usualmente tiende a entenderse este principio.
Lo que esta formulación significa es, más bien, que si yo me pregunto qué es lo mejor que puedo hacer en una circunstancia dada, sólo me puedo responder esta pregunta si fundamento mi acción tomando en cuenta las posibles objeciones de los demás y su punto de vista. En esto consiste la idea de concebir la propia voluntad como una voluntad legisladora universal. Una acción buena, de acuerdo con este principio, es aquella cuyas razones pueden justificar ante uno mismo y ante los demás (lo que es lo mismo) por qué uno hace las cosas que hace. Incluso si expresa un punto de vista muy personal (como cuando alguien contrae matrimonio con una persona que los padres no aprecian), este principio vuelve plausible nuestra tendencia a explicar de modo razonable nuestras decisiones.
Esto significa, pues, que la conciencia de nuestra propia subjetividad lleva implícito un principio en el que el reconocimiento de la objetividad de los otros actores sociales que uno encuentra en la vida implica una tendencia nuestra a creer explicar por qué tomamos las decisiones que tomamos, es decir, una tendencia nuestra a construir con otros una realidad objetiva.
Por esta razón, la subjetividad de la experiencia personal, que, como hemos visto, fundamenta de forma evidente para nosotros nuestras creencias, no constituye la última palabra. Esta experiencia personal, en realidad, es el punto de partida en la empresa de construcción de un mundo común y este mundo común se construye, así sugiere Kant, sólo si explicamos ante nosotros mismos y los demás por qué creemos las cosas que creemos y hacemos las cosas que hacemos.
Referencias Bibliográficas
1. Broncano, F. Saber en condiciones. Epistemología para escépticos y materialistas. Madrid, Machado Libros. 2003, p. 115. [ Links ]
2. Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Alianza Universidad, 2006. [ Links ]
3. Raguer, H., Aita Patxi. Prisionero con los gudaris, Barcelona, Ed. Claret, 2006, pp. 199-200. [ Links ]
4. Kant, I. Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Ed. Santillana, 1996, BA 65-66. [ Links ]
Notas
1. Raguer, H., Aita Patxi. Prisionero con los gudaris, Barcelona, Ed. Claret, 2006, pp. 199-200.
2. Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Alianza Universidad, 2006.
3. Broncano, F., Saber en condiciones. Epistemología para escépticos y materialistas, Madrid, Machado Libros, 2003, p. 115.
4. Ibid., p. 116.
5. Kant, I. Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Ed. Santillana, 1996, BA 65-66.
6. Ibid., p. 53.
7. Ibidem.