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Tiempo y Espacio

versión impresa ISSN 1315-9496

Tiempo y Espacio vol.25 no.63 Caracas jun. 2015

 

Por una ciencia histórica de todos y para todos. La pertinencia social del historiador en el siglo XXI*

For a historical science of all and for all. The social relevance of the historian in the 21st century

* El presente ensayo fue presentado originalmente como ponencia en el Congreso Nacional “América Latina en los Albores del Siglo XXI”, realizado en la ciudad de Valera (Estado Trujillo), los días 12 y 13 de junio de 2011, en el área temática Sentido y Proyección de la Historia.

Gilberto Quintero Lugo

Profesor Titular e investigador activo de la Escuela de Historia de la Universidad de Los Andes. Miembro fundador del Grupo de Investigación Sobre Historiografía de Venezuela (GIHV). Es candidato a Doctor en Historia por la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado, entre otros trabajos, artículos de su especialidad en publicaciones periódicas arbitradas e indizadas, así como los libros: El teniente Justicia Mayor en la Administración Colonial Venezolana. Aproximación a su estudio histórico jurídico (Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1996); La Crisis de la Democracia en Venezuela (1941-1993). Reflexiones históricas e historiográficas. Mérida (Venezuela), Universidad de Los Andes-Facultad de Humanidades y Educación-Escuela de Historia-Grupo de Investigación Sobre Historiografía de Venezuela-Consejo de Desarrollo Científico, Humanístico y Tecnológico, 2000. Correo electrónico: qgilbertoramn@yahoo.com.

Resumen: Siempre se ha creído que la pertinencia social de la Historia como disciplina de conocimiento y del oficio de historiar es la de servir de “conciencia crítica” de la humanidad: en particular con relación a la explicación y comprensión de los “problemas reales” que, desde siempre, han afectado a los hombres. No obstante ello, a finales del siglo XX, debido a la caída de los regímenes del llamado socialismo real y al cuestionamiento de los paradigmas básicos de la modernidad, la utilidad o pertinencia social de la Historia ha sido puesta en tela de juicio. Pero, a principios del siglo XXI, razones de orden fáctico, teórico y ético han revelado que la Historia y el oficio de historiador aún conservan su utilidad o pertinencia social. Del análisis de esas razones se ocupa esta ponencia, en función de demostrar la utilidad y necesidad de un conocimiento histórico que dé cuenta de los problemas reales de la humanidad aún en el siglo XXI, en plena era de la globalización.

Palabras clave: Historia, historiador, teoría social, postmodernidad, globalización.

Abstract: He has always believed that the social relevance of history as a discipline of knowledge and the craft of Historicizing is the serving of “critical consciousness” of humanity: in particular in relation to the explanation and understanding of the “real problems” which, historically, have aff ected men. However it, at the end of the 20th century, due to the fall of the regimes of the so-called real socialism and the questioning of the basic paradigms of modernity, utility or social relevance of history has been put into question. But, at the beginning of the 21st century, factual, theoretical and ethical reasons have revealed that the history and the offi ce of the historian, is still preserved its usefulness or social relevance. Th e analysis of these reasons this paper, deals with function to demonstrate the value and necessity of historical knowledge that realize the real problems of humanity even in the 21st century, in the era of globalization.

Key words: history, historian, social theory, postmodernism, globalization.

Recibido: 18/11/2014 Aprobado: 24/01/2015

Introducción

En el ámbito de la civilización occidental tradicionalmente se ha entendido que la función social del historiador y de la Historia como conocimiento de la condición humana es la de preservar, para la posteridad, la memoria colectiva de la especie como tal, independientemente de cómo se haya organizado socialmente. También se le ha exigido, especialmente a partir del siglo XVIII, que explique y haga comprensible racionalmente el devenir humano. Ello, a causa esencialmente de haberse reconocido el hombre como un ser esencialmente histórico: es decir, temporal; que tiende a considerar todo hecho como acontecimiento, a definir génesis mediante el traslado del dato actual a las etapas primigenias de su constitución, a buscar la inteligibilidad no sólo en lo que es, sino en el movimiento —cambio— por el cual ha llegado a ser lo que es ahora.

No obstante las anteriores consideraciones, el conocimiento histórico, y su utilidad o pertinencia social, ha sido cuestionado en las últimas décadas del siglo XX y primeros años del XXI. Se trata de lo que se conoce como la “crisis del paradigma moderno de la Historiografía” (Historia a Debate, 2000, T. I, pp.153-254), ya que a finales de la década de 1970, primero en América y algo después en Europa, empezó a percibirse entre los intelectuales y las gentes corrientes una situación de pérdida de seguridad en las teorías y diagnósticos que habían guiado el desarrollo de la investigación social en los treinta años anteriores, conceptualizados estos últimos como los de máximo esplendor de las teorías sociales entonces en boga: materialismo histórico, estructuralismo, funcionalismo, y las tesis de la Escuela de los Anales en el campo específico de la Historiografía (Sharpe, J., 1996, pp.45-48: Aróstegui, J., 2001, pp.160-165).

Tal pérdida de seguridad se ha vinculado con el agotamiento generalizado de los paradigmas que durante esos años habían ejercido un influjo decisivo en la investigación de las ciencias sociales, ya que la intelectualidad occidental había apostado, para la resolución de los graves problemas que, desde siempre, habían afectado a la humanidad y al planeta como entorno natural, al supuesto poder explicativo de la teoría social: al seguimiento, en general, de los modos de operar las ciencias físico-matemáticas (el llamado método científico o hipotético-deductivo) en el estudio de las sociedades humanas; y la confianza en la aparente superioridad de los métodos empíricos. Giovanni Levi (1996, pp. 119-120), a propósito del surgimiento y desarrollo de los estudios de microhistoria, ha explicado la crisis de los paradigmas dominantes en la investigación histórica y social en general, en los siguientes términos:

Se dan en microhistoria ciertas características distintivas que nacen en el período de su aparición en la década de 1970 a partir de un debate político y cultural más general. No hay en ello nada especialmente raro, pues las décadas de los setenta y los ochenta fueron de manera universal años de crisis para la creencia optimista predominante según la cual el mundo se transformaría con rapidez y de forma radical de acuerdo con una orientación revolucionaria. En ese tiempo, muchas de las enseñanzas y metodologías que habían guiado anteriormente la mayor parte de los debates culturales, incluido el campo de la historiografía, demostraron ser más que inválidas, inadecuadas frente a las consecuencias impredecibles de los acontecimientos políticos y las realidades sociales —acontecimientos y realidades que estaban muy lejos de ajustarse a los modelos optimistas propuestos por los grandes sistemas marxistas o funcionalistas-. Todavía estamos viviendo plenamente las impresionantes fases iniciales de este proceso y los historiadores se han visto forzados a plantearse nuevas cuestiones acerca de de sus propias metodologías e interpretaciones. Ante todo ha quedado socavada la hipótesis del automatismo del cambio. Más en concreto: lo que se ha puesto en duda ha sido la idea del progreso constante a través de una serie uniforme y predecible de etapas en las que, según se pensaba, los agentes sociales se ordenaban de acuerdo con solidaridades y conflictos que, en cierto sentido, estaban dados y eran inevitables.

A lo indicado por Levi se agregaría el hecho de que el marasmo en la teoría y en las prácticas ha estado condicionado también por la aparición y el crecimiento de una nueva cultura intelectual, denominada convencionalmente postmodernismo, y por el despliegue de los llamados giro lingüístico en la Filosofía y giro cultural en el análisis de la sociedad desde diversos campos de la investigación social, ya que ha propiciado una nueva valoración –en sentido negativo- del discurso historiográfico y de la práctica propia del oficio de historiar. Lo que trajo como consecuencia, desde finales de la década de 1980, dos hechos puntuales: la vuelta a la narración pura y simple, al considerarla como la única y exclusiva forma adecuada del discurso histórico; y la creciente fragmentación de la investigación histórica. De tal suerte que los historiadores profesionales de hoy en día no aprecian que exista un método historiográfico en el que se reconozcan unas técnicas comunes mínimas, a tiempo que las historia sectoriales del tipo de la historia económica o de la historia social, o las historias temáticas tales como las que estudian el devenir de las ciencias, la educación, el arte, la religión y otras tienden cada vez más a escaparse del tronco sectorial común de la ciencia histórica y convertirse en ramas especializadas de las ciencias sociales a las que se refi ere específicamente su tema, lo que no hace sino reforzar aún más la propensión al gremialismo (Aróstegui, J., 2001, pp. 137-163; Levi, G., 1996, pp. 119-122; Appignanesi, L., 1991; Schechi, J.J., 1992; Kellner, D., 1991; Anderson, P., 1998; Seidman, S., 1994; Lyon, D., 2000; Jameson, F., 1989; Lyotard, J. F., 1984; Giddens, A., 1993; Habermas, J., 1991; Vattimo, G., 2000; Rorty, R., 1990; White, H., 1992; Ricouer, P., 2000; Fontana, J., pp. 285-328).

En razón de las anteriores consideraciones, hoy en día algunos teóricos de la postmodernidad sostienen la inutilidad del conocimiento histórico y desconfían de que pueda tener algún valor o influjo de carácter social. Especialmente por que los cultores del giro lingüístico han pretendido demostrar el carácter ficcional del discurso histórico y, por consiguiente, inadecuado para servir de base a la planeación del futuro y, menos, a la transformación radical de los órdenes sociales considerados como injustos. A tiempo que el giro cultural, al centrar la mirada de los historiadores en las llamadas mentalidades, imaginarios o representaciones sociales, paradójicamente los alejó del estudio de los problemas reales de la humanidad, los cuales se ubican precisamente en la esfera de la sociedad, la economía y la política; a tiempo que convertía a los historiadores en una suerte de “secta de iluminados” al pasar estos a emplear un lenguaje tan enrevesado, que el discurso histórico pasó a ser un constructo más propio de “iniciados” que del común de la gente. Por ello, no es nada casual que muchos vean al historiador y su ofi cio como una especie de práctica esotérica que nada tiene que ver con los problemas que día a día debe enfrentar. No obstante, aunque pudiera ser verdad que el relato histórico tenga mucho de ficción, que el estudio de las mentalidades no aporte de inmediato nada útil a la resolución de los problemas humanos y que los historiadores estemos más o menos apartados de las necesidades y expectativas reales e inmediatas del común de los mortales, acontecimientos recientes han demostrado que la Historia y sus oficiantes aún conservan su pertinencia social. De ello tratamos a continuación.

1. El fin de la historia y el escenario mundial: ¿es pertinente socialmente aún el conocimiento histórico?

El caso planteado concretamente es que en las tres décadas inmediatamente subsiguientes al término de la Segunda Guerra Mundial la historiografía del llamado mundo occidental estuvo dominada por corrientes de pensamiento que aunque estuvieron políticamente enfrentadas, compartían la creencia básica en la existencia de un curso único y progresivo que marcaba el ascenso del hombre, como especie, a lo largo del tiempo. Pero, desde finales de la década de 1970 se empezó a notar que la esperanza del progreso y la equidad plena para toda la humanidad no se realizaba, pues, en lugar del crecimiento universal esperado se producían nuevas crisis de diversa naturaleza en los países tenidos como desarrollados y relativamente opulentos, al mismo tiempo que se incrementaba la distancia que los separaba de los ostensiblemente pobres. El resultado de ello fue una progresiva desilusión en diversos sectores intelectuales al comprobarse que las viejas teorías socio-políticas carecían de fundamento. Desde entonces, el la Historia cayó en descrédito. La razón principal de ello ha sido el hecho de que las “profecías” que se habían formulado sobre la base de la concepción lineal del progreso sencillamente fallaron. Como bien ha explicado John Kenneth Mc Donald:“Uno de los mayores peligros de sacar lecciones de la historia es que estas lecciones resultan ilusorias, o enteramente equivocadas, cuando se aplican en unas nuevas circunstancias diferentes” (Collather, N., 1999, p.6). Esta opinión es de muy especial interés, pues procede de alguien que habla, no desde la teorización filosófica de los académicos universitarios, sino desde la vasta experiencia de una institución dedicada desde siempre a tratar de alterar el curso del devenir humano como es la Central Intelligence of America (CIA). Eugenio Montale (1987, p.49) lo ha expresado también, pero en términos académicos: “Que el futuro haya de ser, ineluctablemente, mejor que el pasado y el presente es una opinión que ha atravesado indemne la ilustración, el positivismo, el historicismo idealista y el marxismo(…). La historia no lo demuestra.

Lo cierto es que los historiadores profesionales reaccionaron mal ante este desencanto. En lugar de examinar críticamente su modo de operar para descubrir dónde habían fallado, se limitaron a desplegar una reflexión y nuevas vías de investigación que terminaron por arrinconar las antiguas interpretaciones, hasta el punto de casi declararlas falsas y, prácticamente, decidieron que el conocimiento del pasado era socialmente inútil, por no decir que imposible. Se llegó así a la llamada crisis de la Historiografía, incluyendo dentro de esta crisis la desconfianza en el poder interpretativo de las diversas perspectivas teóricas que la informaban, en razón del supuesto o real agotamiento de los paradigmas que durante las décadas que van de 1950 a 1980 habían ejercido un gran influjo académico: el materialismo histórico, el funcionalismo, el estructuralismo y las propuestas teóricas de la Escuela de los Annales. A lo cual se agregó la vuelta a la narración y la aparición de ciertas obras que cuestionaban la eficacia de la teoría social como orientadora del quehacer político, a saber: El fi n de la historia y el último hombre (1992), de Francis Fukuyama, ciudadano estadounidense de origen japonés, nacido y educado en los Estados Unidos y titulado en una universidad de ese mismo país, el que muchos seguramente conocen ya que fue muy promovido mediáticamente, hasta el punto de convertir a su autor en un campeón del neoconservadurismo y promotor del pensamiento único al postular la permanencia eterna e inmutable del orden capitalista y neoliberal; y El choque de Civilizaciones (1996), de Samuel Huntington, think tank del Instituto John M. Olin de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard, que reduce el devenir humano a la permanente confrontación ideológica y cultural entre el mundo occidental y el resto del planeta. Y con respecto a la vuelta a la narración, con la misma no habría mayor problema si sus cultores no estuvieran convencidos de estimarla como la única forma posible del discurso histórico y por el hecho de que en la mayoría de los textos de Historia escritos bajo esta modalidad: “...las habilidades para la comunicación y la brillantez son lo que cuentan en la nueva cultura, mientras el nivel de lo que se comunica está dejando de importar (…) se puede construir con espuma, pero la experiencia enseña que muy poco o nada de esto subsiste” (Israel, J., 1999, p. 17).

No obstante las observaciones de Israel, todavía hay quienes presentan argumentos en apoyo del uso de la narración como forma básica del discurso histórico, pero a condición de que se fundamente en una adecuada base de erudición. La narración, dice Maurice Keen (2000, p.12):

Nos permite recuperar fuerzas que un enfoque temático tiende, de manera inevitable y artificial, a oscurecer, pero que operan continuamente, al mismo tiempo que el funcionamiento, o el mal funcionamiento, de los sistemas sociales, económicos y políticos, y que interactúan con la historia de éstos: fuerzas del azar, de coincidencia, de carisma o de maldad individuales. Si la olvidamos, corremos el riesgo de olvidar cómo y por qué es tan fácil que guerras generales y holocaustos sorprendan a sociedades que parecen bien asentadas en el camino del progreso.

No obstante la pertinente observación de Keen, no cabe duda de que para obtener una adecuada comprensión del devenir humano, además de considerar los acontecimientos concretos y las intenciones de los actores socio-históricos concretos, hay que tomar en cuenta las estructuras: es decir, el contexto socio-económico, geográfico-ambiental, ideológico y cultural en general en que ocurren los acontecimientos y se desenvuelven los actores sociohistóricos. Y ello no tiene, necesariamente, que ser contradictorio u opuesto a la narración de los hechos. Bien claro lo ha dicho Pierre Vilar (citado por Fontana, 2001, p. 244) cuando apunta:

Si yo no creyese a la ciencia histórica capaz de explicación y de evocación ante la desgracia humana y la grandeza humana (teniendo, como perspectiva, la gran esperanza de aliviar una y ayudar a la otra), no pasaría mi vida en medio de cifras y legajos. Ahora bien, si fuésemos en búsqueda del hombre con vagos sentimientos de bondad y una intención de literatura, añadiríamos a la inutilidad pretensiones antipáticas. No es una ciencia fría lo que queremos, pero es una ciencia.

Por consiguiente, no es casual que Vilar formulara su concepto de Historia Total que procuró plasmar en su vasta producción historiográfica . Este concepto, de una unión global de la historia, de una historia total, tiene su base en el conocimiento de la economía, aunque no se limita a ella. De acuerdo con el programa de investigación que formuló por primera vez en 1960 en su obra Crecimiento Económico y Análisis Histórico (1974), y que desarrollaría posteriormente en otros trabajo teóricos (1980, 1982 y 1997), la Historia Global o Total la define en términos de la relación que existe entre unos “hechos de masas” (demografía, economía, manifestaciones colectivas de pensamientos y creencias), unos “hechos institucionales” (derecho, constituciones políticas, gobierno, administración pública, fuerzas y prácticas políticas, relaciones internacionales) y los “acontecimientos históricos” puntuales en los que intervienen los individuos y el azar. Como se ve, es un esquema tripartito como el que Fernand Braudel (1979) formuló en su momento en función del tiempo, solo que Vilar lo presenta como un programa de articulación social.

En definitiva, para Vilar, como para todo historiador que provenga de la tradición historiográfica progresista, los métodos de investigación y el discurso histórico se definen por su capacidad para explicar los problemas reales de los hombres, de ayer y de hoy, y de ayudar con esto a resolverlos. No los hace válidos la coloración política sino su poder explicativo y su eficacia práctica. Ahora bien, en los tiempos que corre, a esta definición de orden teórico y ético como justificación y fundamento de la pertinencia social del oficio del historiador, se añadiría la influencia de un conjunto de procesos históricos contemporáneos que, por sus efectos y trascendencia en la marcha de la humanidad, han contribuido a hacer indispensable una vez más el conocimiento histórico como vía para comprenderlos y explicarlos en toda su magnitud. En primer término, la creación de una especie de espacio universal, conformado por un conjunto de empresas claramente capitalistas concentradas en determinadas áreas geográficas y niveles del planeta, originarias o procedentes de las sociedades “más desarrolladas”, y cuyas tendencias globalizadoras se manifiestan en una escala formada por las diferencias de ritmo histórico y de realizaciones civilizatorias entre las diversas sociedades que integran hoy la humanidad. De tal suerte que: “Bajo esta certeza de modernidad globalizadora permanece en constante estado de pre erupción el magma formado por la acumulación de determinantes históricos…” (Carrera Damas, G, 2000, p.11).

En segundo término, la ruptura del equilibrio que habían establecido los bloques de poder constituidos después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial ha dejado libre el escenario para que proliferen por doquier conflictos de profunda y esencial historicidad, a los que en las décadas de la llamada “guerra fría” los intereses internacionales no le prestaron la debida atención, y respecto de los cuales las que fueron hasta no hace mucho poderosas determinaciones ideológicas, ni siquiera los mencionan o evocan. Por el contrario, para justificar tanto su irrupción como el intervencionismo político-militar a que han dado lugar se apela a pretextos fundados en otras consideraciones como las fronteras históricas no reconocidas o robadas, las diferencias étnicas o socio-culturales de carácter ancestral, los fundamentalismos religiosos, el indefinido terrorismo y ciertos justificativos de carácter míticohistórico, cuyas raíces penetran a veces en un pasado que supera el milenio. De allí que sea posible sostener que: “Una de las consecuencias del complejo, y para algunos altamente desconcertante, nuevo orden mundial, es el ver cómo en la práctica política, social y aún económica, se realiza la afirmación de Benedetto Croce de que toda historia es contemporánea en el sentido de que ella penetra, como totalidad esencial, las determinaciones humanas” (Carrera Damas, G., 2000, p. 11)

De modo que los conflictos actualmente existentes en el Medio Oriente, Asia Central y en otras regiones del planeta (Luttwork, E., 2000; Dieterich, H., 2005) requieren de un exhautivo análisis histórico para hacerlos inteligibles en su origen y devenir. Ni se diga, yéndonos al pasado más remoto, del caso de las sociedades aborígenes u originarias de América, África y Oceanía y sus luchas por el reconocimiento de su identidad y sus derechos ancestrales.

En tercer lugar, y fijando la mirada en otra escala, la de los reordenamientos político-territoriales y constitucionales al interior de un Estado, esas profundas raíces históricas guardadas en el inconsciente colectivo, han estimulado el reiterado reclamo de reivindicaciones regionales, étnicas y socio-culturales que parecían haberse disipado bajo la acción de la racionalidad centralizadora y uniformadora. Tal es el caso, por ejemplo, de los cambios socio-políticos ocurridos recientemente en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Por esto, el no reconocer la historicidad de las rivalidades y eventuales conflictos así generados, pueden inducir a suponer como viables soluciones simplistas, extraídas de la racionalidad ordenadora o del simple sentido común, como ha quedado demostrado en el caso de los movimientos autonómicos en Italia, España y otros lugares de Europa occidental y oriental, o en la caracterización de los movimientos antiglobalizadores, ecologistas, indigenistas y de otra naturaleza en la propia Europa, los Estados Unidos, América Latina y otros lugares del planeta (Harnecker, M., 2002). En consecuencia, se ha llegado a una situación que parece paradójica:

…simultáneamente con la necesidad y la urgencia de encauzar la acción de las fuerzas globalizadoras, claramente perceptible sobre todo en los terrenos de la tecnología y la economía, está planteada la conveniencia de lograr una adecuación informada de tal acción globalizadora con otros factores sociales que se mueven, a diferente ritmo, en la dimensión especial constituida por el tiempo histórico, es decir una dimensión en la cual la convencional disección entre pasado, presente y futuro es substituida por un haz de tendencias que atraviesan, con desigual vigor y persistencia, las tres etapas convencionales (Carrera Damas, G., 2000, p. 13).

Precisamente, la percepción de este juego dialéctico y su comprensión e interpretación es el cometido primordial del sentido histórico. Porque en él confluyen dos poderosos componentes que lo hacen el instrumento más idóneo para examinar la relación entre globalización y procesos socio-históricos más específicos, todos los cuales siguen diferente ritmo histórico. “Los dos poderosos componentes son el ejercicio del espíritu crítico y la integración del conocimiento, sistematizado, obtenido a partir del procesamiento crítico de la información” (Carrera Damas, G., 2000, p. 13). El ejercicio del espíritu crítico consiste en la permanente y vigilante aplicación de preceptos, normas y criterios metodológicos extraídos precisamente de la experiencia acumulada en la producción de conocimiento histórico. Por su parte, la integración del conocimiento obtenido a partir del procesamiento crítico de la información, es la consecuencia lógica de la observancia estricta de las normas técnicas y metodológicas que rigen la elaboración crítica, acopio, ordenación e interpretación de los datos. Lo cual involucra también tomar muy en cuenta los referentes socio-culturales, específicos y generales, movilizados en la interpretación de la información requerida para la formación técnica de los datos.

2. A modo de conclusión: por una historia de todos y para todos. La tarea por cumplir

Sin embargo, cabe señalar que no siempre el espíritu crítico y la formación técnica de los datos que informa la producción del conocimiento histórico visibilizan enfáticamente la utilidad o pertinencia social de la Historia. En efecto, para muchas personas la palabra “historia” evoca los años escolares cuando tenían que aprenderse memorísticamente la lista, tan larga como incomprensible, de reyes, o el relato de conflictos políticos, guerras y batallas cuyos protagonistas no representaban otra cosa que estereotipos de valentía, maldad, intriga, astucia y heroísmo según los casos, y cuya significación histórica en la larga marcha de la humanidad no pasaba de allí. De este modo, la persona salía de la escuela a menudo con la idea de que la Historia no es más que un enojoso ejercicio memorístico, una simple acumulación de datos que no nos sirve para nada y, por consiguiente, no tiene por qué importarnos. De allí que no sea extraño que en los ambientes escolares y familiares se suela ver a la Historia como una aburrida asignatura que hay que cursar y aprobar por obligación. Aunque a veces, eventualmente, el joven cree saber que la Historia es algo más que un mero aprendizaje memorístico de fechas, nombres y detalles o una simple compilación de “cuentos” o “novelas” apta para la distracción, pudiendo llegar a preguntarse seriamente: ¿para qué sirve la Historia realmente?

Nada más legítimo que esa interrogante, pues durante mucho tiempo se vio a la Historia como el simple relato, sin más, de los hechos humanos pasados. Sólo progresivamente se llegó a comprender que esos hechos se refi eren a la vida del hombre en sociedad y que los mismos no son productos del azar o la casualidad sino de múltiples determinaciones o condicionamientos. Y esta es la base para interrogarse de verdad acerca del pasado. A partir de aquí la Historia puede ser concebida ciertamente como una memoria colectiva. Pero ello no excluye el peligro de las desviaciones o desfiguraciones, como lo prueba el hecho de que tradicionalmente las élites han confundido el relato de su particular devenir con el propio de las colectividades sobre las que han ejercido su hegemonía. Pero, como bien ha señalado Manuel Tuñón de Lara:

La memoria individual de cada hombre es un resultado de su experiencia vivida día tras día, es, también, una selección de ella, sin la cual nadie podría afrontar los trabajos ni establecer relaciones o señalar, en suma, los problemas de su existencia. Pero la memoria histórica tardó tiempo en ser la memoria colectiva de todo un pueblo; sólo cuando llegó a serlo, cuando el pasado no es la simple acumulación de recuerdos sino el conocimiento de los hechos en sus conexiones, en su devenir, es cuando puede decirse, en puridad, que se ha recuperado el pasado para mejor conquistar el porvenir (Tunón de Lara, M., 1981, p. 5).

Luego, la Historia no es el simple relato de hechos humanos ni ningún pasatiempo. Tampoco algún tipo de relato literario. Es lo que de ella decía Marc Bloch: “La ciencia de los hombres en el tiempo” (Bloch, M., 1979, p.26). Es decir, indagación científica y explicación racional del dinamismo de las sociedades humanas. A partir de estas definiciones se comprende bien para qué sirve en realidad la Historia y, por consiguiente, su necesidad y pertinencia en los tiempos actuales de globalización y en el futuro próximo que ya se vislumbra. Porque la comprensión del pasado es el entendimiento crítico del presente que nos lleva hacia el porvenir. Este postulado en el caso de nuestra América y de Venezuela en particular es dramático, pues, se trata de sociedades cuya producción historiográfica durante mucho tiempo se ha dirigido más a justificar situaciones políticas específicas y proyectos socio-políticos de élites que a la comprensión de su trayectoria como pueblos o sociedades. Ello es así en la medida en que para efecto de la construcción de una historiografía con criterios científicos no se debe separar el conocimiento producido de los criterios que rigieron su producción. Mas aún cuando en el caso particular de la sociedad venezolana, que es prácticamente el mismo de las restantes de América Latina: “el criterio científico básico es la finalidad social del conocimiento formado y esta finalidad es la transformación de la sociedad venezolana en el sentido de hacerla más idónea para encarar los problemas históricos que se le plantean” (Carrera Damas, G., 1985, T. I, p. 45).

Hoy es evidente que si un pueblo no ha comprendido su pasado y no sabe cómo y por qué ha llegado a ser lo que es, ese pueblo no podrá prever con seguridad el porvenir. Luego, la Historia es necesaria, a pesar de no ser “inocente”. Por esto mismo los pueblos se ven a veces obligados a recuperar su memoria colectiva que le había sido arrebatada, ocultada o falsificada. Esta no es ninguna afirmación banal, porque cuando se pretende aprisionar a todo un pueblo o nación lo primero que se hace es falsificarle o arrebatarle la imprescindible experiencia que constituye su Historia. Por esto la Historia, en su pasión por comprender, es vital para una colectividad que quiera ser libre en su destino. De donde se puede deducir con propiedad que la función y pertinencia social de la Historia, y por consiguiente del historiador, es la de ser la conciencia crítica de la sociedad en que se desenvuelve. Y esto a pesar de no ser el oficio de historiar una actividad “inocente” o “aséptica”, ya que la disciplina historiográfica ha sido usada y abusada de diversos modos por las élites hegemónicas y los intelectuales orgánicos en todos los tiempos. Tales usos y abusos han tenido como presupuesto las falacias que se esconden tras la concepción historiográfica de un modelo único de evolución humana: esto es, el que nace de la idea filosófica de que todo se produce mecánicamente, en un ascenso ininterrumpido que lleva a la humanidad desde las cavernas prehistóricas hasta el incierto paraíso de la postmodernidad. Frente a esta concepción del devenir humano, que excluye como aberrante o utópico todo lo que no encaja en la mitología del progreso, diversos historiadores progresistas han recordado la existencia de enormes fuerzas olvidadas por la producción historiográfica más reciente, y que una historia concebida como no lineal puede recuperar para la comprensión del cambio en el marco de la evolución humana. En consecuencia, si el historiador ha de ser la conciencia crítica de la sociedad donde vive, debe esforzarse por construir una historiografía nueva que dé cuenta, a la vez, de todas las voces y no sólo de las provenientes de los sectores hegemónicos para, como bien ha escrito Fontana:

…recuperar unos fundamentos teóricos y metodológicos sólidos, que hagan posible que nuestro trabajo pueda volver a ponernos en contacto con los problemas reales de los hombres y mujeres de nuestro mundo (…) que nos han de llevar, de paso, a reemprender el proyecto, hasta hoy no realizado, de construir una historia de todos, capaz de combatir con las armas de la razón los prejuicios y la irracionalidad que dominan en nuestras sociedades. Una historia que nos devuelva la voluntad de planear y construir el futuro, ahora que sabemos que es necesario participar activamente en la tarea, porque no está determinado y depende de nosotros (Fontana, J., 2001, p. 16).

Pro ello, volver la espalda a la Historia en estos momentos es una actitud suicida. Lo queramos o no, la Historia está presente en nuestro alrededor y es una de las fuentes más efi caces de convicción, de formación de opinión en asuntos relativos a la dinámica y el destino de las sociedades. Las legitimaciones de orden histórico están tras una gran parte de los conflictos políticos actuales y no sólo de los que se libran entre países, pueblos y etnias, sino de los que se producen en el interior mismo de las sociedades actuales. Consecuencialmente, no podemos despreocuparnos de la función social de la Historia, porque lo que nos estamos jugando es demasiado trascendental. Y si bien es verdad que los viejos métodos nos han fallado y que la confusión ecléctica que ha venido ha reemplazarlos nos sirve de poco, la respuesta de la disciplina y de sus cultores no puede ser la de abandonar el “campo de batalla”. Por el contrario, la respuesta debe ser la de contribuir al necesario esfuerzo colectivo de reconstruir una práctica que nos permita aproximaciones de nuevo, eficazmente, a los problemas reales de nuestras sociedades y de nuestro tiempo. En la medida en que el historiador es quien conoce mejor el mapa de la evolución de los grupos humanos, está en mejores condiciones de descubrir la mentira que marcan los signos indicadores de una dirección supuestamente única y quien puede, también, descubrir el rastro de los otros posibles caminos que conduzcan a destinos diferentes y tal vez mejores. Es quien, más que nadie, está en condiciones de asumir la tarea de denunciar los engaños y reavivar las esperanzas de “volver a empezar el mundo de nuevo”. Porque, se quiera o no, consciente o inconscientemente, el historiador trabaja siempre en el presente y para el presente. Hablamos de engaño porque la Historia en malas manos (lo que ha ocurrido desafortunadamente en más de una ocasión) puede convertirse en una temible arma de destrucción masiva. Lo ha sido frecuentemente en las manos de aquellos que la han usado como elemento de creación de una conciencia de aceptación acrítica o emocional del orden establecido o para promocional los programas más aberrantes pues, como bien ha escrito Linda Colley: “En este siglo, en especial millones de hombres y mujeres han muerto a causa de que ellos, u otros, han creído fabricaciones sobre el pasado con los cuales los han alimentado políticos, periodistas, fanáticos y también malos historiadores” (Colley, L., 1991, p. 5)

Lamentablemente no se puede decir que lo señalado por Colley sea exclusivamente cosa del pasado. De hecho, al día de hoy el conocimiento histórico, por regla general, está presente en la base misma de los prejuicios que se usan para justificar las más diversas formas de opresión y de exterminio, trátese del pretexto de superioridades raciales o civilizatorias, o de ideologías laicas o religiosas. Ello es lo que se ha manifestado específicamente en algunos conflictos de principios del siglo XXI tales como las matanzas étnicas en Ruanda, los conflictos en la antigua Yugoslavia, la política de los talibanes en Afganistán, las invasiones a Irak y Afganistán por parte de los Estados Unidos y ciertos países europeos, el fundamentalismo islámico, entre otros. Concientes de la trascendencia que pueden tener estas visiones del pasado que nutren las memorias colectivas es absurdo pretender abandonar la reflexión sobre los múltiples usos de la Historia en nombre de una imposible como presuntuosa neutralidad (académica o postmoderna) que, por lo demás, no sirve para impedir que los poderes establecidos sigan haciendo uso adoctrinador de ella. Por esta razón, dadas las confusas circunstancias y dificultades del tiempo actual, a los historiadores nos corresponde combatir, con argumentos válidamente construidos, los prejuicios derivados tanto de las interpretaciones interesadas del pasado como de las “profecías” paralizadoras de los intelectuales orgánicos partidarios de la globalización sin más. De este modo, los historiadores pueden contribuir a la clarificación de la encrucijada en que actualmente se encuentran las ciencias sociales en el mundo, y particularmente en América Latina y el Caribe, y mostrar con la mayor nitidez posible los diversos caminos que se pudieran abrir en el futuro, y dentro de los cuales los pueblos que integran la humanidad pueden escoger las alternativas que puedan orientarlos hacia la realización efectiva del ideal de una sociedad en que haya la mayor igualdad posible dentro de la mayor libertad. Y ello justifica la vigencia social del conocimiento histórico en el siglo XXI.

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