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Argos

versión impresa ISSN 0254-1637

Argos vol.32 no.63 Caracas dic. 2015

 

Entre la ruina y el prodigio: narrativas del desastre en la literatura sísmica chilena1

Eduardo Aguayo Rodríguez

Universidad de Concepción

eaguayo@ucsc.cl

Resumen: Este artículo examina la representación narrativa del terremoto en la ficción chilena. Se describen las fases y los hitos clave de esta tradición literaria, y se discute la posibilidad de efectuar una lectura comparativa a esta tradición a partir de dos tramas narrativas complementarias: la del terremoto como una ruina y la del terremoto como un prodigio.

Palabras clave: terremoto, desastre, narrativa chilena, ruina, prodigio.

Between Ruins and Wonders: Disaster Narratives in the Chilean Seismic Literature

Abstract: This article examines the narrative representation of the earthquake in chilean fiction. Phases and key milestones of this literary tradition are described. Finally, we propose that a comparative approach to this tradition is possible following two complementary stories: the earthquake as a ruin and the earthquake as a miracle.

Keywords: earthquake, disaster, Chilean fiction, ruin prodigy.

Entre ruines et merveilles: histoires de catastrophes dans la littérature sismique du Chili

Résumé: L’article examine la représentation narrative du tremblement de terre dans la littérature chilienne. Le texte décrit les étapes et les principaux jalons de cette tradition littéraire, et propose une lecture comparative basée sur deux cadre narratifs: l’histoire de la ruine et l’ histoire du miracle.

Mots-clés: tremblement de terre, catastrophe, littérature chilienne, ruine, prodige.

Introducción

La historia reciente de Chile nos recuerda, entre otras cosas, un hecho que tiene la fuerza persuasiva del dato científico y la sabiduría popular: somos uno de los países más sísmicos del mundo. La continua fricción entre la placa oceánica de Nazca y la placa Continental Sudamericana provoca “un seísmo destructor cada diez años, un promedio de diez temblores diarios y aproximadamente unos 3 mil 500 movimientos sísmicos anuales” (Carrasco, 2015, p. 44). La regularidad de estos fenómenos garantiza a quienes habitan este convulsivo territorio la oportunidad de experimentar, por lo menos una vez en la vida, un terremoto de grandes proporciones. El cataclismo de Valdivia de 1960 –de magnitud 9.5, la mayor registrada hasta el momento por la sismología moderna– y el reciente megaterremoto 8.8 de 2010, con epicentro en la región del Bío-Bío, que devastó gran parte del territorio centro-sur del país, son dos ejemplos significativos de estos hitos catastróficos que han ido construyendo una verdadera memoria sísmica a lo largo de nuestra historia. No debería extrañarno=s que Chile pueda ser considerado como una especie de “laboratorio natural” privilegiado para el estudio in situ de estos desastres, aunque la difusión de la sismología sea más bien escasa, ya que, lamentablemente, “los sismólogos en Chile se cuentan con los dedos de las manos” (Carrasco, 2015, p. 44). Lo que sí resulta extraño es constatar la escasa atención prestada al estudio de los procesos y los productos culturales que surgen o se relacionan con esta naturaleza sísmica, a pesar de que tal condición ha sido frecuentemente percibida como un elemento clave para interpretar las bases profundas de la (posible) identidad “nacional”, suposición que muchas veces ha llevado a consolidar lecturas críticas erradas.

En efecto, sabemos que intentar definir la identidad chilena –o de cualquier otra comunidad– como expresión de sus manifestaciones físicas más elementales, naturalizar el sentido que las sociedades otorgan a su pasado, su presente y su porvenir, invisibiliza muchas veces el rol constructivo del hacer humano, incluso en el caso de aquellos fenómenos que a primera vista se perciben como “naturales”. Un caso concreto de estos puntos ciegos reflexivos lo encontramos en las interpretaciones teluristas que postulan un “carácter chileno” originado por influencia de unas devastadoras fuerzas naturales que descargan su energía periódicamente en el inconsciente colectivo de los habitantes del país, moldeando y modelando su voluntad y su raciocinio. En esta línea, hasta hace apenas 35 años todavía se afirmaba en los círculos académicos que los terremotos en Chile tenían la virtud de “reafirmar la propia personalidad, de caracterizar –es decir, poner en caracteres– lo que ya se es” (Mellafe, 1980, p. 128). Este “ser nacional” autoafirmado sería frágil y fatal como su misma territorialidad, “delgada, quebradiza, inestable, como la cáscara de la conciencia” (Oyarzún, 1995, p. 471), y viciosamente concebido por la “correspondencia entre terremotos, miseria y vino” (p. 471).

No cabe duda de que estas lecturas teluristas contribuyeron, en su momento, a concentrar cierta atención reflexiva sobre la dimensión humana de estos eventos cuyas manifestaciones más inmediatas suelen exceder, por mucho, la escala humana; sin embargo, nos parece que el enfoque telurista falló en reconocer la compleja red de símbolos, relatos y representaciones de todo tipo que se estructuran socialmente para significar o dar sentido al medio natural en que se habita, y que supera ampliamente el efecto lineal de las fuerzas físicas sobre el múltiple mundo de la cultura. Esto último ha tenido repercusiones especialmente negativas, si pensamos que tras la cortina que tiende esta “naturaleza abisal […] medio divina y devorante, contra la cual nada puede el hombre” (Lihn, 1997, p. 60), se ocultaron por largo tiempo las fuerzas políticas y sociales que se articulan para producir esos desastres. En este sentido, el telurismo olvidó o ignoró que los terremotos son, también, constructos humanos, fabricados por medios materiales y simbólicos; y sin embargo, las lecturas teluristas siguen manteniendo una vitalidad sorprendente, tal como se puede verificar, por ejemplo, en el ámbito de cierta crítica literaria reciente (Uribe, 2009; Rubilar, 2011).

El artículo que presentamos a continuación pretende aportar al estudio de los terremotos en tanto que signos, examinando la productividad narrativo-literaria asociada a sus manifestaciones desde una perspectiva histórico-cultural. Entendemos que nuestra aproximación es cultural por cuanto reconocemos que el relato literario es parte del arsenal de “recursos que han sido hechos, producidos, reformulados, ‘transformados’, como resultado de un trabajo social” y que resultan significativos en el ámbito de una comunidad (Kress, 2010, p. 14). En este sentido, nos parece que examinar el terremoto como relato puede facilitar el diálogo reflexivo entre los estudios propiamente literarios y las distintas disciplinas interesadas en los aspectos sociales y culturales de estos desastres, como la arquitectura, la historia, la psicología y los estudios mediales. Para ello, en las próximas páginas expondremos algunos antecedentes teóricos que fundamentan la posibilidad de establecer una “tradición sísmica” en la narrativa chilena, para luego describir esquemáticamente los hitos y las inflexiones más importantes de esta historia narrativa, y finalmente proponer algunas claves de lectura que nos permitan analizar comparativamente “relatos sísmicos” pertenecientes a géneros y épocas distantes.

Narrativa y desastre: antecedentes teóricos

La noción de acontecimiento histórico ha resultado ser un fundamento productivo para abordar el tema que planteamos desde una perspectiva cultural. Tal como propone Marco Kunz en el contexto de un dossier de artículos dedicados recientemente al estudio de la productividad cultural asociada a diversos sucesos históricos, podemos definir acontecimiento histórico como “un constructo a partir de un suceso o conjunto de sucesos al que una colectividad confiere un valor significativo” (2014, p. 121). El valor-signo del acontecimiento histórico se hace evidente, por ejemplo, en el uso social de ciertos hitos temporales como recursos para articular sentidos sobre el devenir histórico de un grupo o colectividad, nombrando, describiendo, explicando y eventualmente (des)cifrando dicha historia. De este modo, y tal como sucede en el caso de los individuos, las comunidades conforman su identidad construyendo/compartiendo una memoria, ya sea en el plano comunicativo, donde los sujetos se reconocen como participantes de un pasado todavía activo –los 80 años que permanece en vigencia la memoria comunicativa–, o en un plano mayor, acudiendo a una memoria cultural o de largo plazo, donde la historia profunda se conecta con el relato mítico y el recuerdo pasivo del archivo (Assman, A. 2008; Assman, J. 2008). En ambos casos, la imagen que cada comunidad construye sobre sí misma y sobre lo que define como su alteridad histórica se va formando en gran medida por los efectos materiales y simbólicos de su devenir, es decir, no solo los sucesos, sino que también sus representaciones.

En la misma línea, Paul Ricoeur nos recuerda que incluso “antes de convertirse en objeto de conocimiento histórico el acontecimiento es objeto de relato” (2008, p. 312). Desde nuestra perspectiva literaria, podemos entender por relato una “construcción progresiva, por la mediación de un narrador, de un mundo de acción e interacción humanas, cuyo referente puede ser real o ficcional” (Pimentel, 2005, p. 10). Tal como explica la autora, las posibilidades de sentido de un relato se articulan en el cruzamiento de dos marcos referenciales: por una parte, el “universo de discurso” que constituye el mundo intratextual y relativamente autónomo de la ficción, diegéticamente “poblado de seres y objetos inscritos en un espacio y un tiempo cuantificables” y animado “por acontecimientos interrelacionados que lo orientan y le dan su identidad al proponerlo como una ‘historia’” (Pimentel, 2005, pp. 10-11); por la otra, el mundo extratextual, histórico, del acontecer material de una comunidad determinada en el tiempo y en el espacio, incluyendo en este acontecer el devenir de sus discursos. En este sentido, como nos recuerda Piglia, el mundo social es asimilado literariamente como “una trama de relatos, un conjunto de historias y de ficciones que circulan entre la gente” (2001, p. 35) y que refractan las voces hegemónicas y las tensiones y resistencias que recorren su estructura.

Ahora bien, ¿qué significa narrar el desastre? Sobre este punto, y retomando en cierta medida la preocupación de Walter Benjamin acerca de la imposibilidad de dar sentido y forma –de narrar en suma– el abrumador horror que el siglo XX estrenó sobre la humanidad a partir de la primera guerra mundial, Maurice Blanchot se interroga acerca de la posibilidad de pensar y decir el desastre, en tanto que experiencia “enteramente pasiv[a], sustraíd[a] a cualquier visión, a cualquier conocimiento” (1987, p. 11). El desastre es, desde esta concepción, una negatividad inabordable por su magnitud: excesivo en su manifestación, el potencial de afección de la catástrofe como acontecimiento tendería a lo infinito, por cuanto “nada le basta al desastre” (p. 10), al contrario, “el desastre lo arruina todo” (p. 9), nada lo agota y todo cabe en su posibilidad. Pero esto no significa, siguiendo al mismo Blanchot, que el desastre sea absoluto: “la nada en lugar de todo es demasiado y demasiado poco” (p. 10). En el “borde” del desastre siempre será posible situar un “nosotros”, sujeto del/ al desastre, que se asoma a la intensidad inhumana del cataclismo como sobreviviente-testigo del fin del tiempo, del fin de la vida, de lo innombrable, construyendo, desde esa frágil perspectiva, un conocimiento “no del desastre, sino como desastre y por desastre” (p. 11).

Podemos conectar esta reflexión con la relación entre experiencia, narración y testimonio propuesta por Beatriz Sarlo, y que explica en los siguientes términos: “llamamos experiencia a lo que puede ser puesto en relato, algo vivido que no sólo se padece sino que se transmite. Existe experiencia cuando la víctima se convierte en testigo” (2013, p. 28). La noción de testigo instaura la posibilidad de pensar y decir el desastre, es decir, de transformar la experiencia de la catástrofe en testimonio por medio de la narración, tal como se hace evidente en el caso de los desastres naturales, fenómenos concretos determinados por condiciones históricas y sociales que funcionan como “una especie de hilo conductor a lo largo del cual es posible ir tejiendo diversas historias que, de una u otra manera, se relacionan con él” (García, 1996, p. 8). Estas historias son sólo hasta cierto punto individuales, ya que se articulan en una red más amplia de narrativas sociales que en último término emergen para dar cuenta de qué ocurrió, cómo ocurrió y sobre todo por qué ocurrió.

Sobre este último punto, es importante destacar que el estudio de los desastres naturales desde este acercamiento histórico-social ha permitido poner en evidencia el carácter socialmente construido de eventos percibidos, en principio, como meramente “naturales”. Los efectos destructivos de inundaciones, terremotos y otros desastres pueden ser interpretados, desde esta óptica, como “el resultado de la confluencia entre un fenómeno natural peligroso y una sociedad o un contexto vulnerable” (García, 1996, p. 7) debido a factores históricos determinados que cristalizan en una “desigual distribución del riesgo” (Anderson, 2011, p. 122). En este sentido, más que desestabilizar negativamente el orden social, político y económico que organiza la vida de las comunidades afectadas por la ocurrencia de estos eventos, los desastres naturales pueden considerarse como la manifestación de condiciones críticas preexistentes que prepararon el camino para la catástrofe, condiciones que habían permanecido ocultas, en gran medida, gracias a los mecanismos de control material y simbólico desplegados por un orden político-social hasta ese momento hegemónico. En tal escenario, la actividad narrativa sobre y desde el desastre se intensifica a nivel individual, como mecanismo de subjetivación para resolver las experiencias traumáticas, pero también a nivel colectivo, en la medida en que la circulación social de estos discursos resulta estratégica en la batalla por “sostener plataformas políticas específicas o desafiar el orden social y político establecido” (Anderson, 2011, p. 213), como demuestra Schultheiss (2014a; 2014b) en su esclarecedora lectura sobre la utilización narrativa de los sucesos relacionados con el terremoto de México de 1985 por parte de intelectuales y activistas sociales críticos a la gestión del gobernante Partido Revolucionario Institucional.

Finalmente, es importante constatar que, siguiendo a Anderson, lo que entendemos comúnmente por literatura –en términos muy simplificadores, los objetos textuales que reconocemos como literarios según un canon de referencia institucionalizado más o menos compartido– participa activamente de esta dinámica social, por lo menos en tres formas significativas:

1) a través de una relación interpretativa, que se verifica en la producción de textos donde el escritor teoriza sobre el acontecimiento desde su rol de intelectual, marcando por lo tanto una posición ideológicamente activa sobre su realidad histórica, como ocurre preferentemente en el ensayo y la crónica.

2) por medio de una relación canonizadora, que implica la incorporación del desastre, por la vía de su representación narrativa, a un sistema de representaciones y creencias cultural y colectivamente validado, que Anderson identifica con los “imaginarios nacionales”, y que permite proyectar en el tiempo el valor simbólico de un acontecimiento histórico específico para su posterior utilización.

3) mediante la relación poética que establece la producción literaria con el desastre, relación que sólo se examina parcialmente en el estudio de Anderson, y que parece vincularse, desde un punto de vista histórico, con ciertos desastres naturales cuya recurrencia cíclica facilita “la formación de una tradición de narrativas del desastre que engendra su propia estética” (Anderson, 2011, p. 33).

En vista de estos antecedentes, en las próximas líneas nos interesa examinar las fronteras y los hitos que definirían una posible tradición sísmica de la narrativa literaria chilena, así como algunos usos poéticos y políticos del terremoto en el marco de esta tradición narrativa, a partir de la revisión crítica disponible (Manns, 1972; Rubilar, 2011; Zerán, 2011) y de una investigación exploratoria complementaria.

El terremoto de Chile: hitos orientadores de una tradición narrativa

A pesar de que el mito mapuche del diluvio, que narra el enfrentamiento cósmico entre las serpientes Caicai-Vilu y Tenten, correspondería sin duda al sustrato simbólico más antiguo de la memoria sísmica chilena, son las distintas relaciones y actas que registraron las consecuencias políticas y sociales de los desastres sísmicos durante el orden colonial las que parecen tener una mayor presencia narrativa a lo largo de nuestra literatura. Paradigmáticos de este momento inaugural son los relatos asociados al que podemos considerar el primer hito de la historia sísmica chilena, el terremoto del 13 de mayo de 1647, conocido popularmente como Terremoto del señor de mayo. Sobre este acontecimiento histórico y sus consecuencias, recordemos brevemente que la catástrofe destruyó gran parte de los asentamientos coloniales comprendidos entre la región de Choapa y el río Maule, dejando como saldo inmediato más de mil personas fallecidas en Santiago, es decir, el 25% de su población; estos primeros efectos se vieron intensificados por el crudo invierno que siguió al terremoto, la escasez de alimentos y otros recursos materiales necesarios para asegurar la subsistencia de la población afectada y el azote de las epidemias que diezmaron en los años posteriores (Valenzuela, 2007). Los impactos culturales de este evento fueron inmediatos e incluso se han proyectado hasta el presente: no solo se modificaron sustancialmente los materiales y las técnicas que hasta ese momento se empleaban en la edificación, sino que surgieron creencias y prácticas religiosas que han mantenido su vigencia hasta el día de hoy (Riquelme, 1905; Baradit, 2015). El suceso fue, además, detalladamente registrado y puesto en discurso por las actas del cabildo de Santiago, y sobre todo por la Relación del terremoto que asoló la ciudad de Santiago de Chile, escrita por el padre Gaspar Villarroel ese mismo año, texto que codifica la experiencia del desastre a través de dos tramas narrativas fundamentales y de larga pervivencia, como veremos luego. La particular visión religiosa del mundo que organiza esta y otras relaciones determinó el imaginario apocalíptico que caracteriza a los relatos sísmicos de esta etapa, y que se fue moderando –ya que nunca fue totalmente reemplazado– por lecturas progresivamente racionalistas desde mediados del siglo XVIII, en sintonía con lo ocurrido en Europa a partir del terremoto de Lisboa de 1755 (Gomez de Vidaurre, 1889 [1766]).

Las lecturas religiosas del terremoto dieron paso a las lecturas históricas del desastre a partir del siglo XIX, fundamentalmente gracias a la prosa periodística y a la incipiente historiografía de filiación liberal. Historificar el desastre implicó incorporar y profundizar las perspectivas humanas en el entramado de su narración: el terremoto se transforma, por ejemplo, en parte de una historia emotiva, como sucede con Vicente Pérez Rosales en sus Recuerdos del pasado, publicado por entrega a partir de 1882, o se adapta a los intereses públicos de una audiencia interesada en sus efectos materiales o económicos, en la forma del relato informativo o noticioso, como ocurre con los informes periodísticos de Valentín Letelier durante el terremoto de Copiapó de 1877 (Letelier, 1877a; 1877b). Muy importante resulta durante esta etapa la recuperación del legado colonial realizado por los literatos liberales en su proyecto por definir la historia de la incipiente república (Vicuña Mackenna, 1869; Amunátegui, 1882), supeditando la interpretación de estos hitos a la acción política contingente, en su lucha por enfrentar la influencia del clero y los grupos conservadores dominantes (López, 2011). Lo que reconocemos como literatura de ficción, sin embargo, no parece participar mayormente de esta etapa de diversificación discursiva, y salvo un pequeño relato tradicional, “Don Lorenzo de Moraga, el emplazado”, de Hernán del Solar (1979 [1874]), la realidad del terremoto está sustraída del mundo narrado por la novela chilena decimonónica, que solo parece tener lugar para simulacros de terremoto, como el provocado por Timoleón, Solama y Manríquez en El ideal de un calavera, de Blest Gana (1999 [1863]).

Es a partir del siglo XX que la presencia de lo sísmico comienza a ocupar un lugar de progresiva importancia en el mundo narrado por la novela y el cuento chilenos, canonizando literariamente el tema y los procedimientos narrativos en un proceso que oscila entre la naturalización y la desnaturalización de las representaciones. Sin intentar un análisis detallado de este proceso, señalemos que es posible encontrar, para el primer caso, el predominio de narrativas en clave telurista, para las cuales el terremoto y la sismicidad en general constituyen signos de una naturaleza nacional donde territorio geográfico y paisaje humano se corresponden casi sin contradicciones. Es el caso de El roto (1920), de Joaquín Edwards Bello, donde la sismicidad se normaliza y se hace doméstica: “la tierra se sacudía como pasa a menudo en el verano [y a] cada nuevo temblor, las mujeres se persignaban en idéntica forma sin mayor emoción” (Edwards, 2006 [1920], p. 135); o de Alsino (1920), de Pedro Prado, uno de los escasos ejemplos donde el terremoto se verifica en una espacio extra-urbano donde la perspectiva del testigo humano es asimilada por una naturaleza personificada: “La tierra osciló temblando […] los montes, antes quietos, danzaron en desorden, como barcos anclados en bahía insegura.[…] Como si los remecieran manos ávidas de traer a tierra los frutos inalcanzables, los bosques eran sacudidos por el temblor con ímpetu continuado” (1956 [1920], p. 110). En el otro extremo, encontramos textos en los cuales el recurso a la sismicidad aparece subordinado a una elaboración simbólica del mundo, como sucede con El hombre que había olvidado (1968), de Carlos Droguett, donde las referencias al terremoto de 1906 apuntan a significar una alegoría de la creación verbal:

Los terremotos en nuestro país van jalonando los siglos matando gente con la limpieza de una industria, matando gente, pero dejando a Chile vivo, cada vez más vivo y despierto. Histérico como es, atormentado y callado, esencialmente nocturno, este artista es nuestro cronista, el gran novelista chileno (Sicard, 1983, p. 172).

El terremoto histórico que significó el golpe de estado de 1973 y la posterior dictadura militar constituye sin duda un factor que marca un punto de inflexión en esta tradición narrativa. A partir de este momento, el terremoto se transforma en un símbolo recurrente para significar la fractura irreparable de una colectividad violentada y la crisis existencial de las subjetividades que testimonian este desastre, independiente de las posiciones ideológicas con las que eventualmente puedan identificarse los autores de estas narrativas: No pasó nada, de Antonio Skarmeta (1996); Yo, yegua (2004), de Francisco Casas; Las películas de mi vida (2003), de Alberto Fuguet; Formas de volver a casa (2011), de Alejandro Zambra, o Ruido (2012), de Álvaro Bisama, serían ejemplos de estos usos. Esta (con)figuración, sin embargo, no resulta en absoluto hegemónica, como cabría esperar de un mercado editorial diversificado, conformándose un corpus narrativo amplio y heterogéneo, que abarca desde la prosa experimental de circulación restringida con El asombro (2013), de Juan Mihovilovich, hasta la novela histórica tradicional, con El inquisidor (2012) de Gustavo Frías, pasando por la literatura masiva ligada a proyectos de difusión cultural –“La amenaza suspendida sobre todo chileno” (2011) de Iván Barreto, “Comparaciones telúricas” (2012) de Paula Poblete, “Miedo”(2013) de Claudio Rodríguez, y “Ciudad sísmica” (2014) de Diego Ruiz– y por otras escrituras semi-profesionales ligadas al periodismo –Epicentro (2001), de Eugenio Rodríguez, o Namazu (2014) de Rodrigo Ramos, esta última una de las pocas narraciones que sitúa su acción en el norte del país– o incluso al autoconocimiento y el desarrollo personal, como ocurre con Antes del miedo (2012), de Maite Sasia.

El anterior panorama, lejos de ser exhaustivo, nos parece que permite describir los hitos orientadores de lo que constituiría una tradición narrativa sísmica en la literatura chilena del último siglo. A partir de lo descrito, puede afirmarse que la realidad sísmica del territorio nacional fue asimilada narrativamente por una serie de textos que integran, en mayor o menor medida, referencias a la sismicidad en general o a los terremotos en concreto, sean estos históricos o imaginarios, y que estos usos narrativos evidencian, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, una importante elaboración crítica a la par que creativa, especialmente evidente en aquellas narrativas generadas en el contexto chileno de post-dictadura. En las páginas que siguen, nos centraremos en proponer algunas claves de lectura que faciliten el diálogo entre textos y escrituras de tan heterogénea tradición.

Entre la ruina y el prodigio: las tramas narrativas del desastre

Volvamos a examinar el acontecimiento histórico que constituye el “terremoto madre” (Merino, 2010) de la memoria sísmica nacional: el terremoto de mayo de 1647. Más que volver sobre su historia, nos interesa ahora volver sobre la particular configuración narrativa de uno de sus relatos más conocidos, la Relación del obispo Villarroel. Al respecto, destaquemos las dos tramas narrativas que a nuestro juicio codifican el sentido del desastre sísmico en direcciones complementarias: el desastre como ruina y el desastre como prodigio.

No cabe duda que la ruina que trae el terremoto se conecta, en principio, con la pérdida, con la destrucción y con la muerte, siempre más cerca de quienes más lejos se encuentran de los centros irradiadores de poder. Como hemos visto anteriormente, se narra la ruina para dejar un testimonio de la catástrofe, para rehabilitar la memoria de sus víctimas, para evitar que caiga el olvido sobre sus culpables; sin embargo, el relato de la ruina también puede resultar funcional al poder que opera tras el desastre. En el caso del relato de 1647, es evidente que para el narrador la mayor ruina consistió en la desintegración material del orden político-religioso que articula la entera sociedad colonial: el terremoto ha transformado la conventual Santiago en una civitis diaboli, la capital de un Reyno que está “a las puertas del infierno” (Villarroel, 1863, p. 4); en este contexto, reconstruir significa recuperar, volver a establecer un orden en crisis, ya que no volver a hacer, renovar, la estructura social. En efecto, el inventario que Villarroel hace sobre la ruina de la capital de Reyno destaca sobre todo lo que hasta ese momento servía para el adecuado orden social, como por ejemplo los instrumentos eclesiásticos: “Derribó el órgano el temblor, arrancando de cuajo su tribuna, i tiene sobre sí tanto de las ruinas, que habiéndose pasado casi un mes, no se ha descubierto una flauta. Valdría tres mil ducados, porque era el mejor del pueblo” (1863, p. 2).

Al mismo tiempo, el relato de la ruina permite validar la posición narrativa desde la cual se sitúa en tanto que sobreviviente de una prueba de fe: “Yo juzgo, señor excelentísimo, –dice el obispo– que la espada se movió contra los muertos, i está durando el azote, para los que quedamos vivos: porque son increíbles nuestros trabajos” (Villarroel, 1863, p. 4). De esta forma, capturado por la voz del poder, el relato de la ruina se despliega para validar la rearticulación de un orden por medio de su manifestación pública y espectacular. Al igual que ocurrió no hace mucho con el rescate de los 33 mineros atrapados por el derrumbe de la Mina San José, el poder escenifica los trabajos emprendidos por sus agentes –en este caso, los sacerdotes de la Iglesia Católica– para funcionar como un dispositivo de cohesión social: “Vióse una cosa harto memorable –comenta el obispo–: que callaba a ratos yo para dejarlos jemir, i callaban todos en haciéndoles con la mano una señal, enfrenándose tanto el pueblo en tamaña turbación i conflicto con solo una señal de su pastor” (p. 6). Esta validación discursiva se complementa con la legitimación violenta del orden sobre el cuerpo social fracturado, que, en el caso del relato que nos ocupa, se justifica explícitamente como una medida para que “los enemigos domésticos –es decir, los negros y los indios– no pescasen en río turbio” (p. 5). De esta forma, el ahorcamiento de un negro que cometió el crimen de autodenominarse “hijo del Rey” se transforma, visto en perspectiva, en una imagen intemporal que anticipa las frecuentes demostraciones de “fuerza salvaje” que los grupos hegemónicos exigirán sobre los excluidos, casi como un rito expiatorio, a lo largo de la historia no solo de Chile, sino que de todas nuestras comunidades nacionales (pos)coloniales (Baradit, 2015, p. 22).

Sin embargo, como ya hemos visto, el relato de la ruina nunca es absoluto, y la misma relación de Villarroel se encarga de demostrar esta tesis, al incluir en su relato una serie de prodigios, es decir, de sucesos milagrosos, sobrenaturales, inexplicables, que escapan al orden de la ruina, y que abren, de este modo, la posibilidad de un sentido divergente:

Díjose, que poco antes [del terremoto] parió una india tres niños, i que el uno de ellos predijo el fracaso. Que a un mayordomo le habló con rigor un crucifijo. […] Que una india vio un globo de fuego, que entrando por la audiencia, salió por las casas del cabildo, i que comenzó a temblar, habiéndose desvanecido (1863, p. 6).

Visto en contraste, el relato de la ruina parece oponerse al del prodigio como la realidad se opone a lo que “solo” se imagina, es decir, a aquello que no es verdadero; sin embargo, una lectura más atenta revela que el relato del prodigio, antes que negar lo “real”, ilumina de manera cifrada otros aspectos menos evidentes de esa misma realidad. En este sentido, el prodigio permite incorporar en un lugar visible las voces marginadas, no oficiales, de la historia, voces que a su vez instalan versiones problemáticas, sin duda peligrosas, para las interpretaciones hegemónicas del desastre. Se comprende, en ese sentido, que el obispo intente desactivar el potencial subversivo de estos relatos, en la medida en que, aclara, “los más [de estos prodigios son] mentidos, los otros, imajinados” (p. 6). Aun así, el prodigio termina por “colarse” por entre las grietas de la ruina, como se percibe en las mismas palabras del obispo, cuando reconoce que “el terremoto es un prodigio, i cada vida un milagro” (p. 6, el destacado es nuestro), mensaje igualitario que se filtra por los intersticios utópicos, ya que no irreales, del prodigio, y que constituye un testimonio impensado, hasta ese momento inimaginable, para un orden basado en la dominación.

Extrapolando esta lectura, ruina y prodigio serían, desde nuestra perspectiva, dos polos narrativos fundamentales que configuran los distintos relatos sociales del desastre sísmico. Testimoniar la ruina resulta crucial para determinar víctimas y victimarios, pero transformada en voz hegemónica, amenaza con conducir el relato hacia su clausura, en el recuento estéril de la muerte; imaginar el prodigio, por otra parte, puede movilizar el discurso hacia los bordes del falso testimonio, del montaje o del complot, y sin embargo, señala la posibilidad de abrir el relato a las potencias de la vida y lo por venir. De esta forma, y sin postular la superioridad de una opción sobre la otra, ambos polos de la catástrofe cifrarían una actitud y una verdad sobre su orden histórico y social.

Consideraciones finales

Como hemos visto, la narrativa literaria chilena ofrece un abundante corpus de relatos vinculados directa o indirectamente con las catástrofes sísmicas, muchos de los cuales probablemente responderán a las tramas narrativas examinadas en las páginas anteriores. Creemos en efecto, que las ruinas y los prodigios atraviesan esta tradición literaria, pero su campo de acción se extiende para abarcar otras voces de la amplia red que constituye la trama discursiva de la sociedad, comunicando géneros discursivos y épocas distantes entre sí. De esta forma, pensamos que transitar por el relato de nuestros desastres ofrece la posibilidad de acceder, más que al recuento de una historia natural, a la memoria de los miedos y las esperanzas, los dolores y las alegrías, los conflictos y los acuerdos que hemos vivido e imaginado como comunidad.

Ya en 1972, Patricio Manns se dio a la tarea de escribir, por encargo del gobierno de la Unidad, un pequeño libro que tuvo como objetivo “‘convencer’ a nuestro pueblo de la verdadera bondad de los terremotos” (p. 6). Se apelaba, de esta forma, a fortalecer el conocimiento de la ineludible naturaleza sísmica de nuestra geografía, contribuyendo a extender la cultura sísmica entre la población. “Naturalmente –continúa Manns– hubo que escribir dos libros: el primero es el ‘malo de la película’: cuenta los muertos y las ruinas; cuenta los pavores y los espantos, cuenta ‘la sangre’. El segundo, en cambio, es luminoso, y relata, completando el feliz título del ‘maestro Nicomedes’, la esperanza” (1972, p. 6). Resta ahora considerar los alcances y limitaciones de esta propuesta de lectura, pero eso es materia de otro trabajo.

Notas

1 Las reflexiones contenidas en este artículo se derivan de lecturas surgidas en el contexto de la investigación CONICYT/FONDECYT Postdoctoral N°3140170. Agradezco a Michel Schultheiss por sus valiosos aportes.

Referencias

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