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Argos

versión impresa ISSN 0254-1637

Argos v.25 n.48 Caracas jun. 2008

 

Cocinas y cocineras o el alma de la casa: una aproximación fenomenológica

Marisela Hernández

Universidad Simón Bolívar mhernand@usb.ve

Resumen:

Este artículo parte de una intuición que murmura afinidades entre espacios y personas, entre objetos y quehaceres. Esa intuición la encontramos en fenomenólogos como Bachelard y en científicos sociales como Augé y Fernández-Christlieb. Aquí nos interesan esas afinidades mientras transcurren en las cocinas y son voceadas por sus cocineras. Nos detenemos brevemente en algunos recuerdos que reprueban, en otros que reivindican y en uno que acaricia la imagen de una mujer que- cocina. Finalmente se prefiguran algunas formas en las cuales las almas de las cocineras y sus cocinas se aderezan, guisan y decoran mutuamente. A esas formas les hemos escuchado e inventado significados y colocado nombres en parejas.

Palabras clave: fenomenología, espacio doméstico, cocinas, cocineras, investigación cualitativa.

Kitchens and cooks or the soul of the house: a phenomenological approach

Abstract:

This article departs from an intuition that whispers affinities between spaces and persons, objects and chores. Such intuition is found in phenomenologists such as Bachelard as well as in social scientists like Augé and Fernández-Chrislieb. Those affinities are interesting here insofar as they take place in kitchens, while are voiced by their cooks. We briefly refer to some memories that reprove, others that vindicate and one that cherishes theimage of a-woman-that-cooks. The article finally portrays some forms in which the souls of the cooks and their kitchens are mutually spiced, prepared and decorated. We have listened and given meaning to those forms, as well as named them in couples.

Keywords: phenomenology, domestic space, kitchens, cooks, qualitative research.

Cuisines et cuisinières ou l’âme de la maison : un approche phénoménologique

Résumé:

Cet article départ d’une intuition qui murmure affinités entre espaces et personnes, entre objets et tâches. Cette intuition est trouvée chez phénoménologues comme Bachelard et scientifiques sociaux comme Augé et Fernández-Christlieb. Ici nous sommes intéressés à ces affinités tandis elles se passent dans les cuisines et sont dites par ses cuisinières. On s’arrête brièvement dans quelques mémoires qui répriment, quelques autres qui revendiquent et une qui nourrit l’image de la femme-quicuisine. On portrait finalement quelques formes dans lesquelles les âmes des cuisinières et ses cuisines s’assaisonnent, préparent et décorent mutuellement. On a écouté ces formes, en a inventé signification et y a mise noms en couples.

Mots-clés: phénoménologie, espace domestique, cuisines, cuisinières, recherche qualitative.

Recibido: 08/02/07; aceptado: 15/07/07.

Introducción

Vamos a ocuparnos de un lugar y una persona que resultan centrales en los avatares de la comida y el comer, es decir, de la vida misma (como dicen las radionovelas): se trata de la cocina y la cocinera. Si el lector requiere de nomenclaturas, le adelantamos que se trata de una aproximación orientada por los encuentros entre la fenomenología (Bachelard, 1986) y la hermenéutica (Gadamer, 1977; Ricoeur, 2001), cuyas particularidades no entraremos a explicitar sino a practicar, no sin temores y torpezas.

La cocina, como todo espacio que se precie de ser lugar (Augé, 1996; Fernández-Ch., 2000) está habitada por objetos que significan y por significados que se objetivan, por gente que fabrica y respira atmósferas mientras pone en juego sus destrezas, sus sentidos y su sentir. Allí ocurre esa alquimia que transmuta los alimentos en comida, la naturaleza en cultura, la biología en afecto. Al fuego que la calienta se le llama hogar. La acción de cocinar involucra actividades concurrentes; de ello da cuenta la etimología, ya que cocinar viene del latín coquere, "que significa conjuntamente madurar un fruto, hacer la digestión y someter al fuego" (Suárez, 2003, p. 55). Otra simultaneidad ocurre en esa especie de Trinidad que es todo plato de comida donde la cocinera es quizás el Padre, el comensal el Hijo y la comida el Espíritu.

Cocina y cocinera se forjan mutua y continuamente: una adquiere el humor - y los humos - de la otra; resuenan también sus modos de presentarse o de aparecer; las épocas de plenitud y de abandono suelen ser las mismas para ambas. Se dice que "la casa (la cocina diríamos nosotros) es la persona misma, su forma y su esfuerzo más inmediato" (Michelet, citado por Bachelard, 1986, p. 135).

En manos de la cocinera, pues ha sido y sigue siendo una mujer quien usualmente asume ese papel en el hogar, se encuentra la acción cotidiana de proveer comida, es decir alimento+afecto, a sus moradores. La cocina ha sido sinónimo de espacio de feminidad en la medida en que femenino quiere decir privado, mundo de puertas adentro, particularmente para visiones del mundo pautadas por el cristianismo y la burguesía, donde domina una masculinidad que, en un ardid retórico, llama ama de casa a quien confina a la cocina. Esa ama o dueña confinada, a su vez, ha recluido cuando ha podido, a otra mujer, la cocinera de oficio, quien ya no es dueña y de quien se han dicho cosas poco halagadoras. La cocinera y la lavandera, sustantivos siempre feminizados y simultáneamente desvalorizados, ocupan los últimos lugares en la jerarquía de los oficios humanos, quizás acompañados por el barrendero y el recolector del aseo urbano.

Sin embargo, otra mirada nos lleva a considerar "la acción doméstica (como) lo que guarda activamente la casa (…) lo que la mantiene en la seguridad de ser" (Bachelard, 1986 p. 99); es decir "para que la casa sea amparo hay que conectarse con el trabajo incesante de lo femenino" (Palacios, 2000 p. 14). La casa que acoge y nutre cuerpos y almas, la que significa hogar, es indisociable de la cocina: de su calor, de sus trajines constantes, de las manos inquietas, de la sonrisa o el rezongo que mueve cucharones y cuchillos. Son faenas y fatigas femeninas, esta vez en el sentido de estar impregnadas por ciertas sensibilidades, destrezas y "fulgores de conciencia que se introducen en el gesto maquinal", una conciencia "que rejuvenece todo (…) que aumenta la dignidad humana de un objeto". Objeto que, a su vez, al humanizarse "calienta todo lo que toca" (Bachelard, 1986 p. 99,100). Sobre el particular o podemos dar fe desde una taza de café: "nos vuelve el alma al cuerpo" decimos al tomarla.

Vamos a entrar a algunas cocinas a mirar, oler, degustar, conversar y pensar, tanto las huellas de lo que allí ha ocurrido como lo que ahora sucede. Describiremos espacios, objetos, acciones, rostros y otras formas que iremos buscando y encontrando en nuestra tarea interpretativa (Gadamer, 1977; Ricoeur, 2001), esa que al tiempo que intenta dar cuenta de lo que tiene al frente en términos de sus detalles más interesantes (parafraseamos a Ricoeur, 2001), le pregunta ¿qué podrías significar? Y arriesga entonces respuestas tentativas o provisionales que algunos llaman sentidos.

Las cocinas y cocineras que han sido invitadas a estas páginas provienen tanto de ensayos y novelas como de la vida cotidiana: de visitas a cocinas y entrevistas a sus cocineras(os), con la excepción de Clara, Patricia, Luisa, Gisela, Julia y Gabriel, colegas y estudiantes que por correo electrónico respondieron a las preguntas: ¿Cómo te relacionas con la cocina de tu casa; qué significa para ti ese lugar; qué cosas te gustan o no te gustan de allí; qué haces en la cocina? Los textos literarios, históricos y antropológicos fueron seleccionados a partir de recomendaciones de especialistas en esas áreas y de largas búsquedas realizadas en bibliotecas y librerías. Las cocinas y sus cocineras (os) de carne y hueso fueron seleccionados con los criterios del muestreo teórico (Glaser y Strauss, 1967): en nuestro caso toda cocina y cocinera con la que nos fuimos topando y nos fue abriendo puertas, era incluida; al fin y al cabo en toda casa hay una cocina y alguien que cocina. No llevábamos otro criterio a priori. Resultaron siete díadas (cocina-cocinero): Laura, Margarita, Celina, Berta, Josefina, Alicia, Carlos; y una tríada: Antonio-Milagros. Las entrevistas a ellos realizadas adquirieron la modalidad de conversación y se guiaron por las mismas preguntas arriba señaladas. Los participantes revisaron las interpretaciones preliminares que elaboramos en torno a las notas de campo y entrevistas, a la vez que aportaron las suyas, por lo que las que aquí ofrecemos resultan ser una especie de síntesis entre las nuestras y las de ellas.

Comenzamos nuestro recorrido en tiempos pasados y nos acercamos poco a poco a los días que corren, visto que la perspectiva que hemos adoptado sugiere que las búsquedas de sentido se enriquecen al ubicarnos en los cruces entre biografía e historia, y en un presente que re-crea pasados (Gadamer, 1977).

Renegadas y reivindicadas

Desde una hacienda venezolana de finales del siglo XIX o quizás comienzos del XX, llegan estos recuerdos:

En la cocina, con medio saco viejo prendido en la cintura a guisa de delantal y un latón oxidado en la mano a guisa de soplador, siempre de mal humor, había Candelaria (...) Los años pasaban, los acontecimientos se sucedían y Candelaria continuaba impertérrita (...) transportando de la piedra de moler al colador de café, entre violencias y cacerolas, aquella alma suya eternamente furibunda (de la Parra, 1972, p. 539).

A esta figura malhumorada y rutinaria que ha pasado a formar parte del mobiliario doméstico, se le han endosado otros rasgos que siguen endureciéndola y hasta despreciándola, esta vez a partir de la valoración de la higiene. La limpieza de recintos y o objetos, manos y alimentos es exigida por un discurso médico que resulta central para una sociedad moderna como la que pretendimos ser. A propósito de las cocinas caraqueñas, dice el célebre doctor Razzetti en 1884:

(…) como las amas de casa no se ocupan de la cocina y la dejan entregada a la cocinera, generalmente las cocinas son desaseadas y algunas de ellas tienen los utensilios tan sucios, que cualquier persona un poco delicada (...) no puede menos que perder el apetito y sentarse a la mesa con mucha repugnancia (…) Estas comidas mal cocidas y peor condimentadas, tragadas (...) con repugnancia y sin gusto (llevan al comensal a) experimentar un malestar que lo pone de malísimo humor (...) (Razetti, citado por Lovera, 1998 p. 289-292, paréntesis nuestro).

Otro personaje decimonónico comenta:

…las cocinas están siempre llenas de basura y cáscaras (...) con charcos de agua sucia, colgadas de telaraña y hollín, amontonados y en desorden los platos con la comida del día anterior, los cubiertos (...) caídos por el suelo (...) Por regla general ninguna cocinera se asea las manos (...) Como todo lo cogen con las manos (...) impregnadas de ajo y cominos, comunican a los manjares un saborete de mano sucia que se percibe y choca desde el primer momento (Núñez de Cáceres, c. 1823, citado por Lovera, 1998 p. 286).

Cuánto poder no reconocido tenían (y tienen) esas cocineras; sus acciones afectan directa e inmediatamente tanto al cuerpo como al espíritu de la gente; tanto sus papilas como su ánimo. Ahora bien, los críticos masculinos se calmaban un poco cuando el ama de casa entraba a la cocina, aunque fuese sólo para "ocuparse en preparar pastelerías y dulces" (Razzetti, citado por Lovera, 1998 p. 291). Los dulces, platos exquisitos que se colocan por encima de la ruda supervivencia diaria, fuera de la vista de cadáveres y tubérculos, se fabrican con manos suaves, blancas azúcares y aromáticas especias; justo lo que corresponde a una señora de casa.

Un siglo XX entrado en años y guiado por una ciencia médica más avanzada, deja de ofrecernos crónicas con quejas sobre bichos, malos olores, peores sazones y sus consecuencias sobre el humor y la moral de los comensales, limitándose a informar datos exactos (que no citamos aquí): cifras de calorías promedio, de talla-peso y de canastas alimentarias. Crónicas o cifras, todas apuntan a nuestros pesares culinarios y gastronómicos. La cúspide de ese mismo siglo XX invitó a la cocina al ama de casa citadina, no sin antes haberle asegurado un cómodo y aséptico mobiliario (una cocina americana), numerosos artefactos y recetas que prometían colocarla en alta estima familiar y social. Esta cocinera moderna tiene como heroína al ama de casa de clase media estadounidense: amante esposa, insigne madre, fiel cristiana e intachable ciudadana, encarnada por ejemplo en Julianne Moore en una vida (película) que curiosamente fue declarada Lejos del Paraíso.

En Venezuela también tuvimos una Perfecta ama de casa, encarnada esta vez en la famosa y longeva Ana Teresa Cifuentes y su programa de TV allá por la década de los sesenta, donde ella aparecía siempre sonreída, cocinando ricos platos (supuestamente) fáciles de preparar, en una amplia cocina impecablemente limpia y con la última tecnología del momento. En esa misma TV todavía llueven los comerciales que prometen cortar la grasa de hornos y hornillas, de sartenes y platos de la mano muy arregladita de una mujer. No se les ocurrió que podía ser también la mano de un hombre ni tampoco que lavar los enseres de la cocina y tener las manos recién salidas de la peluquería son cosas difíciles de armonizar.

Un ojo atento ha dicho que algunos recetarios proponen platos impracticables, pues representan una

…cocina de ensueño, como lo muestran (sus) fotografías (…) que sólo captan en sobrevuelo un objeto próximo e inaccesible a la vez, cuyo consumo bien podría realizarse sólo con la mirada (…) Se trata de una cocina mágica, sobre todo (para los lectores) de precarios ingresos (…); y desde su pretensión de "distinción", tienta y frustra con "adornos desenfrenados: hongos cincelados (…) motivos con limón trabajado, pastillas de plata, arabescos de frutas confitadas" (Barthes, 2000 pp. 131-133).

Trate de reproducir en casa el rojo cereza o las mil capitas de algunos postres o el impecable relleno del pollo, prometidos por los recetarios y por sus versiones actuales, los programas de TV, para que viva la imposibilidad.

En tiempos aún más recientes la cocina y la cocinera se han beneficiado de algunas reivindicaciones: los arquitectos tanto profesionales como aficionados, han derribado las paredes que la separaban del comedor y en general de otros espacios domésticos; algunas mujeres se auto-estiman dentro de la cocina y no sólo se sienten sometidas a ella, y algunos hombres han comenzado a valorar el acto de cocinar en casa. La moda por supuesto se ha hecho presente una vez más y por estos días es chic una cocina high-tech: acero inoxidable y mármol, tonos blancos, aparatos electrónicos.

De la reivindicación al cariño

Reivindicar la cocina y la cocinera pasa no sólo por decretar desde la razón y la funcionalidad tanto su valor como sus ventajas, sino también por un acercamiento cariñoso, o doloroso, pero en todo caso conmovido, a ese lugar hecho persona y esa persona convertida en lugar. Desde el recuerdo, es decir y respetando las etimologías, volviendo a pasar por el corazón, Clara escribe sobre María:

María entró a la cocina de mi casa materna casi todas las mañanas durante 45 años, a eso de las siete y media. Llevaba siempre una pañoleta... recuerdo una roja con punticos blancos, muy ajustada a su cabeza y enmarcando un rostro de facciones menudas y armoniosas sobre un fondo negro y luminoso. Era hermoso su rostro… Su ajuar quedaba completado por un vestido implacable e impecablemente planchado, cortado y cosido por ella. María entraba arrastrando sus alpargatas y toda ella desprendía un halo de pulcritud que rodeaba a una retahíla de quejas (me duele aquí o allá, no pude dormir) que daban paso rápidamente a una historia: "En mi pueblo había…", historia siempre detallada y reflexiva.

Con destreza y dedicación preparaba el desayuno de mi papá: humeantes hallaquitas de maíz moldeadas en perfecta simetría y aliñadas con trocitos de queso; atol de avena con canela, café con leche. Mientras él comía, en una casa ya silenciosa una vez que todos se habían ido a la escuela, ella se mantenía cercana y atenta, al o tiempo que armaba la maqueta del almuerzo. Allí y entonces, tenían lugar interesantes e interesadas conversaciones entre los dos: sobre las pifias del gobierno de turno, sobre saludes y enfermedades e incluso sobre la muerte. Una vez culminado el desayuno, al cual no quiso nunca sumarse a pesar de las constantes insistencias de mi papá, se disponía a "montar la sopa o las caraotas" en una olla que fue siempre la misma y que mantenía brillante en todo momento: con un trapito húmedo limpiaba constantemente el líquido que hervía y se derramaba. Sus bistecs son inolvidables y más aún sus ensaladas: los primeros eran sistemáticamente sobre-cocidos e impregnadísimos de comino… sabían horribles; y las ensaladas eran preparadas con cualquier vegetal… siempre conseguía pepinos, para nuestra desgracia; le ponía sal y aceite a sus mezclas unas dos horas antes del almuerzo y las metía en la nevera. Cuando ibas a comértela, estaba aguada y desabrida. La servía siempre en el mismo recipiente: una sopera de peltre blanca con flores anaranjadas y feas.

Ella se molestaba ante nuestras quejas que terminaban siempre en risas colectivas, incluidas las de ella; y salía triunfante cuando se defendía con lo bueno que le quedaba el arroz blanco o el asado negro. Sabíamos que el almuerzo estaba casi listo cuando llegaba el aroma de las tajadas, momento en el cual llegábamos a la cocina a robárselas todas, las crudas y las fritas; allí surgía otra de las contiendas diarias, pues intentaba quitarnos de allí, con tan poca convicción que pasaba a cortar otros plátanos después del saqueo que habíamos hecho -somos cuatro hermanos. Siempre terminaba complaciéndonos mientras nos regañaba… esos regaños eran cariño disfrazado.

A diferencia de Candelaria, a quien se recuerda con un afecto que se presiente sólo entre líneas, María ha quedado segura y dulcemente ubicada en la memoria, desde donde adereza y guisa con historias, risas, quejas y solidaridades.

Frígidas y sensuales

Volviendo al presente, a las cocinas hiper-modernas, nos percatamos que lucen pálidas y metálicas, maximalistas en tecnología y minimalistas en adornos y que se sienten glaciales e instrumentales. Su versión germinal, aquella que se inicia con el siglo XX, ha sido descrita en términos como los siguientes:

se parece más a un cuarto de baño o a una sala de curas: blanca, fría, fea, aunque a veces reluciente y de una limpieza agresiva (…) Allí los alimentos son debidamente transformados en masticables y asimilables (…) porque es bueno para la salud (Watts, citado por Chatelet, 1985 p. 28).

En esa cocina ya no hay alacenas, donde los utensilios y los alimentos podían entreverse por las rejillas sugiriendo sus siluetas, colores y aromas; hay en cambio gabinetes herméticos que bloquean la mirada y que son iguales a los de los hospitales: lisos y asépticos. Las cocinas eléctricas han pretendido sustituir a las de gas (por no hablar de la leña y el kerosén) y se han ganado el calificativo de "abstractas", pues al faltar el fuego carecen de "pruebas tangibles de cocción" (Chatelet, 1985 p. 35). Una abstracción aún mayor se encuentra en el "matemático microondas" (Suárez, 2003 p. 242). A ella se le contrapone una cocina

reino del cobre, de la madera y del cristal, rigurosamente vedado a la materia plastificada una de las más feas que existen y donde el colador más sencillo, el cazo más humilde, colgados de la pared al alcance de la mano, sean hermosos por sí mismos (…) un lugar donde todas las actividades cocinar, comer, beber, hablar, cantar o escuchar música tengan cabida (…)

"Lugar cálido, oloroso y misterioso" (Chatelet, 1985 p. 29-30) que probablemente seduce así:

Siempre que entro a una cocina me siento rodeado de una sensualidad latente, de una tensión entre las cosas rebosantes de afinidades íntimas (...) Para estos amores y sorpresas la cocina ofrece escarceos preliminares como frotar, aceitar, amasar, pellizcar (...) así se llega al sugerente "a fuego lento", al encanto perverso de "vuelta y vuelta" o a la decidida pasión de los verbos "arrebatar" y el frenético "arder" (Vegas, 1999, p. 1).

Pero, hablando crudamente ¿quién se responsabiliza por llevar adelante las tareas requeridas por esas maravillosas cocinas? Todos aquellos que las disfrutan ¿también cortan los alimentos - y se cortan los dedos - respiran aceite quemado, lavan ollas y platos, remueven grasas y ahumados, barren el piso?

Arte-factos y utensilios queridos

La cocina puede ser considerada la entraña de la casa: asiento del sentir y entusiasmo para la acción; lugar donde los afectos y los quehaceres van entrañablemente unidos (y vale la redundancia); unión que garantiza y condimenta la vida y que resulta indispensable para la transformación del alimento en comida, es decir en nutriente para el cuerpo y el espíritu de las personas y las familias. Quizá por ello Patricia confiesa: "no me provoca cocinar en una casa que no siento mía" y Luisa "siempre (ha) pensado que las mejores reuniones y conversaciones se danen la cocina".

Un espacio se vuelve lugar cuando las personas se detienen en él, le prestan atención a sus detalles y a su totalidad, cuando se dan cuenta que allí hay colores y texturas, presencias y ausencias; y hasta "un olor ínfimo (o un breve sabor) puede determinar un verdadero clima" (Bachelard, 1986 p. 211, paréntesis nuestro): un ligero olor a cebolla sofrita promete que algo rico vendrá; el aroma de la hierbabuena trae a la abuela y un leve contacto con una galleta de guayaba remite a ánimos de juventud.

Una cocina puede ser un espacio de tránsito para preparar y comer cualquier cosa casi inadvertidamente, para salir del paso y ocuparse de otros asuntos más importantes - en la lógica instrumental que ya es cotidiana en nuestros días: trabajar, comprar, contestar el teléfono. Pero también puede significar sabores y aromas, ya sean tibios o solitarios, pero sabores y aromas al fin y al cabo; cuando un lugar significa, se repara en sus objetos y en sus habitantes, aunque sean habituales. Dice Bachelard (1986, p. 100) que los "objetos mimados ascienden a un nivel de realidad más elevado que los objetos indiferentes". Cuántas historias guarda la vieja olla en su cuenca, en sus abolladuras y ahumados, en su terco balanceo.

Los alimentos (algo neutral, biológico) se transforman en comida (familiar, particular) gracias a los mimos de la cocinera: ella los escoge, acarrea, acaricia y riñe mientras los lava y los corta; los contempla mientras se cuecen y los espera con paciencia e inquietud hasta "abrir la olla o el horno (…) segura de encontrar la maravilla buscada" (Chatelet, 1985 s p. 35). La cocina está llena de verbos lentos: macerar, remojar, ablandar, guisar, hornear; aunque a veces se impacienta y procede a freír, recalentar o dar "vuelta y vuelta". Y la cocinera está inmersa en un sinfín de sensaciones mientras "soba" la carne, hunde sus manos en la masa, aspira la canela, escucha trepidar la croqueta en el aceite, prueba la sal del cocido y un largo etcétera que equivale a esa acción llamada cocinar.

Las palabras perol, trasto, coroto y cachivache quizás se inventaron en cocinas donde los objetos se volvían anónimos y hasta despreciables. Sin embargo algunos presienten significados más amigables cuando dicen que el perol parece ser "una sola palabra en la que cupieran todas las cosas" (Rosenblat, 1975, p. 168). El afecto que se prodiga a los enseres de la cocina parece indisoluble de su utilidad, por lo que se convierten en arte-factos indispensables para que la preparación quede a la altura de lo esperado por la cocinera. No es extraño entonces que las preferencias vayan a posarse rápidamente sobre ollas y calderos, recipientes básicos de la alquimia que allí discurre:

La olla es de vientre redondo y generoso. Tiene dos asas torneadas semejantes a caderas por donde la sujetamos para llevarla o sacarla de calentamientos. Ya en el fuego, la olla se convierte en útero paciente de gestaciones deliciosas. El pudor exige una tapa que cada tanto descubrimos apara asomarnos y oler con placer sus misterios. Esta intimidad agradece una serena lentitud. (El sartén en cambio) tiene más aristas que curvas, y es de hierro más recio. Por su natural inclinación a lo breve y lo pasajero, sus misiones suelen ser rápidas y ardientes. Le gusta más quemar con agitaciones de alegre infierno que contener a llama lenta; esto explica su fondo plano y de poca profundidad (Vegas, 1999, p. 2, paréntesis nuestro).

Laura tiene su "propio caldero", o su propia olla como diría Vegas, donde pone a cocinar dilatadamente sus asados o sus salsas de pasta. Ella señala: "cuando viajo me llevo mi caldero. Se pueden quedar las hijas pero el caldero no. Ese es el que me da el sabor que yo quiero. Es de hierro, muy viejo… con mi mamá estuvo años (…) para mí es más concentrado el sabor en el hierro… el teflón me parece frío… nunca me gustó la olla de presión".

Otros apegos ocurren así: "Tengo una ollita que es chiquitica… me encanta… cuando necesito tomar té, lo hago allí… es de aluminio. La compré yo… hace tiempo. Tengo también un caldero pequeño donde hago el arroz y me fascina. No se me pega; queda doradito" (dice Julia). Y Alicia aprecia de esta manera a una olla mágica: "quiero mucho a una olla que estaba en la granja de mi suegro… allí hago las caraotas porque huele mucho a leña (…) Es como una cosa de otro mundo. Juro que estoy cocinando en leña".

También la nevera, especie de vientre helado, pasa a ser un objeto entrañable cuando se le considera por ejemplo "la mascota de mi abuela (…) la llena de potes con sobras y nunca se las come" (Gabriel). Para algunos es sinónimo de alegría cuando está llena, y de aburrimiento o desesperación cuando está vacía. Sus contenidos dan señales de lo que sucede en casa; señales que Antonio busca deliberadamente: "Cuando voy a alguna casa y tengo la oportunidad, me gusta abrir la nevera para ver qué hay… no sé, eso como que me da una puerta abierta a conocer más a la gente de la casa". Un ejemplo de ello es "la nevera de un amigo (de Juan) que vive sólo: tiene cerveza, ketchup, mayonesa, mostaza, masa de arepa de cuatro meses y una cebolla con matica". En la nevera también puede estar alguien querido: "está mi mamá… que es quien la llena; siempre está ordenada, igual que ella" (Gisela).

Otras personas construyen relaciones casi exclusivamente funcionales con los objetos que "simplemente se necesitan" (Margarita); son relaciones más frías "la licuadora es importantísima… la uso a diario" (Milagros); aunque a veces se cuelan ciertas tibiezas: "hay utensilios que te gustan más que los demás; en mi caso, todo lo que sea cuchillos y tijeras afilados, que corten bien… a mí me gusta un cuchillo en particular… de acero puro… era de mi mamá" (Cristina).

Resonancias entre seres, enseres y quehaceres

En páginas anteriores se ha sugerido la unidad que configuran espacio y persona, particularmente cocina y cocinera: las almas de ambas se forjan mutuamente, resultando casi una sola. En la cocina se moldean cuerpos y espíritus. A su vez ese lugar es fabricado por las manos, deseos, posibilidades y limitaciones que él ha alimentado; allí se respiran formas de vivir, aspiraciones, logros y sueños. "Yo soy el espacio donde estoy", al decir de Arnaud (citado por Bachelard, 1986 p. 172). Entrando a una cocina, prestándole atención a detalles y atmósferas que nos acogen (o repelen), podemos intuir ciertas características de las personas que la habitan y la construyen ya que "toda gran imagen simple es reveladora de un estado de alma" (Bachelard, 1986 p. 104). Pasemos a algunos de esos lugares-personas que aquí se llaman cocinas.

Gustosas y selectivas

Laura parece haber forjado una relación gustosa con su cocina y con su familia; se ve a sí misma como una cocinera dedicada y contenta: "con las hijas, siempre me ha gustado mucho verlas comer: ´Ay qué rico está esto, mami´(…) Para mí ha sido realmente un placer… También cocinar para él (su marido)". Los olores de la cocina, que pasan a ser los mismos de su cuerpo, no aparentan incomodarla: "no reparo en las manos olorosas a ajo y a cebolla o en el pelo impregnado de aceite… Uno sabe a lo que huele". Su agrado por la cocina es de larga data: "Mamaíta me ponía, a los 8 o 9 años (…) a cocinar (…) ella siempre fue una gran cocinera. Y con su confianza, empezó a gustarme más". La cocina materna despide gratos olores en su memoria: "Era linda (…). Esas casas viejas que eran de tapia y había que moldear un espacio para poner la leña y arriba una parrilla que papá le puso… nunca más comí unas hallacas… con ese aroma, el aroma de la leña, las hojas así medio quemadas".

Hoy día su cocina parece estar hecha a su imagen y semejanza; luce sencilla, cómoda y generosa, con una gran nevera llena de comida, ollas impecables en acción y una amplia superficie para trabajar en los gajes del oficio. Ese espacio es visible desde buena parte de la casa y acoge a mucha gente: "mis hijas, mis nietos… mi vida".

El placer de Laura depende de "la gente para la que vas a cocinar"; a veces se volvía "un compromiso… una ladilla si no son amigos, no es tu familia… si no te caían bien". Por largo tiempo y "hasta hace poco, me resigné", pero "eso cambió; ahora si no quiero cocinar, no cocino". Se liberó de cocinar por deber; cocina sólo por gusto; esa emancipación culinaria ha ido de la mano de su liberación personal: "yo me crié con eso de que el hombre dice y tú callas y obedeces. Pero yo cambié… no fue fácil pero fue positivo". Ella dedica más tiempo ahora a sus cremas, sus vitaminas y hormonas, a sus salidas de casa; cuidados que su cuerpo retorna ofreciendo una piel suave, una silueta esbelta y una voz melódica que habla de los deleites de cocinar-para-su-familia.

Contradictorias y cansadas

Por su parte, Margarita confiesa una relación contradictoria tanto con su familia como con su cocina: "lo hago con un gran cariño porque se trata de mis hijos y mis nietos, pero a veces me rebelo porque… cónchale, toda la semana en una cocina durante 43 años" - los tiene contados. Uno de sus "sueños es no cocinar nunca más… que me digan, la mesa está servida". Su familia y su cocina son fuente de placeres y de "contrariedades y problemas": "me gusta cocinar un plato de mi agrado… cuando invito a alguien a comer me esmero… pero a veces me siento tan cansada que lo que hago es arepas en el ´tostiarepa´ (…) El ambiente de mi cocina no me gusta, es muy oscura y muy calurosa". Allí no hay objetos queridos, con la excepción de "un juego de potes que tienen un gran valor sentimental (dentro de ellos no se guarda nada)… para mí todas las ollas son iguales".

Años atrás el ambiente era de luna de miel: "No me desagradaba cocinar al principio (…) como toda recién casada tenía grandes ilusiones. Cuando las cosas se pusieron difíciles tuve que ir a trabajar y cocinaba en la noche… Y de ahí para acá surge el cansancio de los años, de la rutina". El rostro de Margarita luce agotado, como su ánimo y su cocina: se queja de su sobrepeso pero come indiscriminadamente cantidades y calidades; no cuida su vestir y su cocina clama por una mano de pintura, un grifo sin goteo, una nevera sin óxido y un reloj que marque la hora.

Frías y liberadas

Celina, también con hijos y nietos, mantiene su cocina inactiva "desde que mi hijo menor, se casó y se fue de la casa y al poco tiempo se fue la señora que cocinó y planchó durante muchísimos años". La cocina parece haber cambiado de uso, pues la estufa quedó disminuida en tamaño y en actividad ante dos muebles antiguos impecablemente restaurados: un escritorio y una mesa de reunión, y ante la profusión de plantas y adornos. "Casi nunca como en mi casa. Nunca me ha gustado cocinar y ahora menos, para mí sola. Prefiero comer por aquí cerca en algún restaurante de comida casera o donde mis amigos que me invitan a cada rato". Haberse "desprendido de la cocina como obligación diaria" significa haber "alcanzado mi independencia".

Esa independencia va sin embargo, en el caso de Celina, en paralelo con una especie de privación alimentaria: al tiempo que casi nunca se enciende la estufa, la nevera y la despensa albergan pocas y nada atractivas cosas para comer. Ella confiesa "a veces paso hambre" y estamos seguros que no se trata de razones económicas. En ese desdén por ocuparse de transformar el alimento en comida, se presiente una especie de negación por una dimensión central de la vida: sus sostenes biológicos y afectivos: ni alimento ni comida hay en su casa. Casa que a pesar del costoso mobiliario y la minuciosa decoración que la caracterizan, recibe con frialdad al visitante, como si fuera un museo. Y esa frialdad es la misma que encera el rostro de Celina. Nada en ellas parece moverse ni tener calor, es decir, vivir.

Enfermas y (des)graciadas

La cocina de Berta "está en manos de la doméstica, nosotras no tenemos tiempo de cocinar porque trabajamos y cuidamos a mamá". Esa cocina quedó detenida en el tiempo en que esa mamá la dejó antes de perder su conciencia: nada ha sido renovado a pesar de su deterioro y ha adquirido fisonomía de hospital, como la casa en general: objetos sólo necesarios, asepsia anónima. No hay toques de gracia, de mano que cuide, que alegre el lugar. El color que predomina es el gris: está en las sillas, las paredes y el aire.

Berta anda un poco como su cocina: se viste con lo estrictamente necesario, cualquier pantalón y blusa sirven mientras sean holgados y de un solo y apagado color. Su rostro lleva grandes ojeras y mucho mal humor.

Pobres y primorosas

La cocina de Josefina, ubicada en una pequeña casa en una zona que aún conserva rasgos rurales, se muestra muy equipada: nevera y cocina que se ven como nuevas, artefactos auxiliares diversos como una licuadora, una olla para hacer arroz y una cafetera. Tiene gabinetes cubiertos por cortinas de cuadritos al mejor estilo country recomendado por algunas revistas. Pero la nevera está desconectada "para que no consuma luz… ya no tengo para pagar tanto"; y los auxiliares "tampoco se usan porque también los tendría que enchufar". Es entonces una cocina que funciona en parte y a ratos; parece un lugar de utilería que espera una varita mágica para ponerse en movimiento aunque mantiene una gracia que armoniza con esa que ilumina la cara y el vestido de Josefina y también los modestos trabajos de costura a los que se dedica, buscando tiempos mejores.

Abiertas y de todos

La casa de Milagros y Antonio es pequeña, rústica, con grandes ventanales que aprovechan las amplias vistas de naturaleza que la rodean. La cocina fue "diseñada entre los dos" y no tiene paredes "precisamente para que mientras laves los platos estés viendo las montañas". La apertura de la cocina se aplica también a los cocineros: "en el desayuno cada quien se hace lo que quiere", flexibilidad que llega hasta la vajilla, los cubiertos y las sillas: "no hay vajilla. A veces tratamos de que al servir sean del mismo color los platos, pero las tazas son todas distintas… los tenedores son todos distintos… puedes elegir el que más te guste… también puedes elegir la cuchara, igual que los puestos... te sientas donde más te guste".

El espacio parece funcionar democráticamente también para la decisión de lo que se comerá en el almuerzo; dice una de las hijas: "a mitad de mañana mi mamá pregunta qué es lo que va almorzar cada quien. Ella dice qué es lo que hay. Se hace un debate";"un debate profundo", añade Antonio. Y tanto papá como mamá e hijas y hasta "el que llegue, puede cocinar para todos". Esta cocina-familia acoge de tal manera que Milagros prefiere "si estoy en la calle, llegar aquí y comer rico, completo".

Tradicionales y hospitalarias

Alicia es invitada largamente a estas páginas en virtud de su elocuente conversa, la cual inicia diciendo: "Soy más cocinera que comelona (…) Siempre me he considerado maestra y cocinera"; identidades que enuncia y practica de manera entusiasta, con sonrisas por doquier, a pesar de estar lidiando con los difíciles días de una mudanza reciente. Su ser-una con la cocina, la comida y el afecto por los otros, es mostrado y demostrado con sus platos y sus historias, sus ollas y su recetario; con las puertas literalmente abiertas de su casa; con la cálida invitación que nos hace para almorzar y hasta para dormir allí. Es justo decir que el capuchino que nos preparó, por no hablar de lo demás, era perfecto en sus proporciones de café, crema, temperatura y azúcar.

Sus relatos y su cocinar están referidos fluida y constantemente a los recuerdos, a la gente y las situaciones que vuelven a pasarle por el corazón y que han contribuido a su gusto por la tradición.

Recuerdo cuando era chiquita; jugaba mucho en la cocina… y me gustaba jugar a cocinar: hacía comida con las latas del café ese Imperial; les picaba manguitos del patio. Me encantaba cuando Miguel mi hermano hacía casitas con guacales; me encantaba cuando les hacía la cocina. Jugaba en un bol de acero pero liviano, le echaba jabón y lo batía, jugaba que era suspiro.

Yo andaba mucho con las señoras que trabajaban en la cocina de la hacienda de mi abuela. Y me gustaba mucho ayudarlas a desgranar las caraotas (…) Me gustaba ver a mi abuela hacer los quesos de mano, el dulce de leche (…) María, una señora que llegó a cocinar casa de mi mamá, fue de las personas que más tuvo influencia. Ella me permitía hacer cosas… que si una tortica… y me enseñaba (…).

Yo no soy muy de cocina moderna (…) soy más de cocina tradicional". Mantener la tradición es considerado por ella un gesto "cívico más que religioso". Su afán por mantener las comidas que significan gente y sentimientos, ha cristalizado en un recetario que completó y distribuyó hace cinco años y "donde siempre están mis hermanos y mis cuñados (…) me traen muchos recuerdos las recetas de gente, y les pongo su nombre: mi suegra y mi sobrina en la torta de tajadas con queso, mi amigo chino en una receta de arroz, la mamá de una amiga (…) y la torta divina que me comí en su casa". Los afectos del presente hacen que ese tiempo pasado se actualice "al compás del año", año que va dando pautas según festividades tanto colectivas como familiares:

En febrero, en Carnaval, viene mi familia y siempre hago, a ellos les gusta las caraotas en leña, con migas (…) En Semana Santa empiezo a cocinar el viernes de Concilio, hago arroz con leche que le gusta mucho a los hermanos de mi hijo (…) que son como mis hijos (…) Y buñuelos de yuca por supuesto… al estilo de Lara, con queso y anís (…) En las vacaciones de agosto hago la torta de jojoto. Es época de jojoto. Hago cachapas, polenta. En septiembre es el cumpleaños de Luis (su esposo). Creo que en cada cumpleaños le he hecho una torta distinta (…) Después viene el día de los Muertos y entonces trato de hacer la comida mexicana (…) Ya el primero de diciembre están las hallacas hechas… con una ilusión muy especial, porque (…) es muy sabroso (…) Y en enero quedan los restos de Navidad; en enero cumple años mi hijo y yo le hago todos los pasapalos. A él le gusta que yo los haga todos.

Cocinar es un placer: "al cocinar siento lo mismo que siento cuando estoy en la oficina y le resuelvo la vida a alguien (…) La cara de satisfacción de mi hijo cuando se come las panquecas que yo le hago que quedan como unas esponjitas (…) Es una cosa así como una mera satisfacción, de una gente contenta comiendo lo que yo le hago (…) De mi casa no sale nadie sin comer (…) Igual de sabroso e igual de abundante para todo el mundo". Y en un guiño de maestra y cocinera, nos confía: "Lo mejor que hay para quitar el sabor a huevo al dulce de leche es un ron cubano que se llama Mulata". De-Alicia-en-su- cocina emana hospitalidad, esa facultad de hacer sentir bien al Otro, de responsabilizarse por su felicidad (Brillat Savarin, 1999).

Ella califica sus platos de "simples y espontáneos" insistiendo por ejemplo en que "no soy repostera de adornar pero sí hago el dulce (…)", o en que "haya siempre un mantelito, limpio aunque sea viejito; por razones de higiene más que por apariencia". De esa sencillez espontánea y notablemente higiénica también dan cuenta otras formas que adopta su afecto: los espacios y objetos de su casa en general y su cocina en particular, sus ademanes y su vestir. Alicia opta deliberadamente por mostrar cariño más que por "filosofar" sobre él; en el prólogo de su recetario le escribe así a su hermano: "de pronto por mi boca no han salido muchas palabras de amor (…), pero sí le he dicho muchos ´te quiero´ con los frijoles charros que preparo y que le encantan (…)".

Racionales e instrumentales

A Carlos se le conoce en familia como "el cocinero científico… porque mezcla cualquier cosa con cualquier cosa que tenga en la nevera o en el congelador. No importa cuánto tiempo lleven allí y si la mezcla sabe bien o no". Comentario que él confirma diciendo "claro, lo que importa es que la gente se alimente y no tanto el sabor de lo que come… uno debería aprovechar todo lo que tiene en la casa, no botar nada y congelarlo para después volverlo a usar... Eso sí, nada de carbohidratos refinados, que si pasta, que si torta. No; un chocolate negro es suficiente". Su comida es como su hablar: fría, despojada de deleite; guiada por explicaciones dietéticas y razones prácticas: "no veo por qué hay que pasar tanto tiempo en la cocina… tú llegas y ras ras, mezclas lo que tienes a mano, lo único es que sea balanceado en proteínas, grasas y carbohidratos complejos, y ya está".

Su figura corporal delgada y erguida, igual que la de su esposa, para quien cocina "porque ella trabaja todo el tiempo", da fe de que hace lo que prescribe. Pudimos probar sus productos durante una invitación que nos hizo: una tortilla con grandes trozos de brócoli y camarones, ya fría; una ensalada de lechugas mustias con excesivo queso azul y mucho vino tinto "porque es mejor antioxidante que el blanco". La mesa, que no era propiamente una mesa sino una superficie de formica que separa y une la cocina con la sala, fue puesta y retirada con rapidez y sin mayores detalles por su esposa, quien de inmediato lavó los platos. Durante la comida, sentados en pequeñas e incómodas banquetas sin espaldar, se habló de los valores nutritivos de diversos tipos de comida y se condenaron de nuevo los disfrutes, con saña especial contra los postres.

Nos vamos

Señalamos al inicio que nos dejaríamos llevar por una intuición que propone que las almas de las cocinas y sus cocineras se forjan mutuamente. Pues bien, hemos ofrecido bosquejos de algunas de las quizá numerosas y seguramente ricas formas que ese forjar adopta o en las que se materializa; de ese convivir del que obviamente participan otros, pero del que ellas dos son protagonistas.

A los lectores necesitados de nomenclaturas, diremos que se ha tratado de una tentativa de aproximarnos, con el apoyo de la fenomenología, a los significados de un asunto de central importancia en la vida de la gente, intentando poner en práctica una sensibilidad reflexiva que está reñida con definiciones a priori, afanes de medición y prohibiciones de sentir.

Las cocineras han sido desvalorizadas y/o reivindicadas al tiempo que lo ha sido la mujer en general. El ama de casa moderna es invitada a la o cocina por un despliegue de higiene, recetas y tecnología en un intento por hacerle fácil la tarea, por no contradecir demasiado las propuestas de liberación femenina. Por estos días cocinar y comer bien, platos saludables y bonitos, está de moda; por lo tanto el cocinar se ha transformado en una acción apreciada por la estética y la nutrición; ese aprecio ha llegado hasta la cocinera, cuyas manos, imaginación e ingenio se reconocen detrás de ollas y platos.

Nos dedicamos a entrar a algunas cocinas a mirar y conversar con sus habitantes: seres, quehaceres y enseres; a oler y saborear lo que ellos elaboran juntos, y como resultado prefiguramos varias maneras en las cuales las almas de la cocinera y su cocina, de las cocinas y sus cocineras, resuenan. Estas resonancias conforman distintos espacios con sus correspondientes tonalidades afectivas, marcados ya sea por el gusto y la selectividad, el cansancio y la contradicción, la ausencia de cocinera y la frialdad de la cocina, la enfermedad y la asepsia, la apertura y la flexibilidad, la pobreza y la gracia, la tradición y el cariño y finalmente, la razón instrumental. A esos seres, quehaceres y enseres les estamos muy agradecidas por habernos permitido entrar y por habernos confiado algunos de sus secretos.

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