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Argos

versión impresa ISSN 0254-1637

Argos vol.30 no.58 Caracas jun. 2013

 

El rastro: un hacer alegórico de la historia. Una lectura del pensamiento de Walter Benjamin

Sandra Pinardi

Universidad Simón Bolívar

spinardi@usb.ve

Resumen A partir de la idea de Historia de Walter Benjamin, y de las diversas determinaciones que la caracterizan, este artículo intenta esbozar la idea de que la realidad, el mundo, incluidos nosotros en él, lejos de tener alguna contextura que le sea propia, es el producto de un conjunto de acontecimientos culturales, gracias a los que adquiere tanto su carácter ontológico como su diseño y delimitación concreta. Para ello, analizamos la conexión entre pensamiento –conocimiento- e historia propuesta por Benjamin, así como algunos de los mecanismos gracias a los que es capaz de hacer justicia a lo oprimido y excluido. Igualmente  proponemos que en esa concepción discontinua de la historia, elaborada como pensamiento práctico, el hombre deja de ser un “ser histórico” y se constituye en el operador de alguna minúscula redención del sujeto de la historia.

Palabras claves Benjamin, historia, pensamiento, alegoría, imagen verdadera, sujeto de la historia

The Trace: an Allegoric Making of History. A Reading of the Thought of Walter Benjamin. 

Abstract Based on Walter Benjamin’s idea of History and on the diverse determinations which characterize it, this article tries to sketch the idea that reality, the world, with us included in it, far from having its own contexture, is the product of a group of cultural happenings, due to which it acquires both its ontological character and its design and concrete delimitation. We analyze then the connection between thought – knowledge – and history proposed by Benjamin, as well as some of the mechanisms due to which it is capable of doing justice to the oppressed and excluded. We also propose that in that discontinuous conception of history, elaborated as practical thought, man is no longer an “historic being” and constitutes himself as the operator of some minuscule redemption of the subject of the history.

Key words Benjamin, history, thought, allegory, true image, subject of history

La trace: L’Allégorie faisant l’histoire. Une lecture de la pensée de Walter Benjamin

Résumé En partant de l’idée de l’histoire de Walter Benjamin, et des diverses déterminations qui la caractérisent, cet article tente de cerner l’idée que la réalité, le monde, y compris nous en elle, loin d’avoir une texture qui lui soit propre, est le produit d’une série d’événements culturels, grâce auxquels il acquiert à la fois son caractère ontologique et sa délimitation spécifique. Pour ce faire, nous analysons le lien entre la pensée –la connaissance– et l’histoire proposé par Benjamin, et les mécanismes par lesquels il est capable de faire justice à l’opprimé et à l’exclu. Nous proposons également que dans cette conception discontinue de l’histoire, développée comme une pensée pratique, l’homme cesse enfin d’être un «être historique» pour se constituer en opérateur d’un minuscule rachat du sujet de l’histoire.

Mots-clés Benjamin, histoire, pensée, allégorie, vraie image, sujet de l’histoire

 

 

Uno es presa del presente que le ha tocado vivir, por ello, en este artículo pretendo esbozar un modo de comprender o concebir lo real que se distancia significativamente tanto de la ontología y la fenomenología como de la epistemología; una comprensión que entiende la realidad culturalmente, como el producto de pensar, o un conocimiento que no “devela” ni representa, sino que opera y se inscribe como praxis histórica. Intentaremos esbozar la idea de que la realidad, el mundo, incluidos nosotros en él, lejos de tener alguna contextura que le sea propia, es el efecto de un conjunto de acontecimientos culturales, gracias a los que adquiere tanto algún carácter ontológico específico –algún modo de ser particular- como su diseño y delimitación concreta. Esta idea de una realidad que es siempre el efecto de un hacer histórico del pensamiento creo que tiene consecuencias importantes, por una parte, involucra el tránsito de lo ideal a lo concreto, de lo universal a lo particular, de lo necesario a lo contingente; por la otra, conduce a un desplazamiento en el que el hombre deja de ser un “ser histórico” para constituirse en el operador de alguna minúscula y permanente redención del sujeto de la historia. Antes de iniciar propiamente, quisiera afirmar que en una concepción de este tipo, el fundamento del pensar es necesariamente ético-político y que su proceder tiene que ser, siempre en alguna medida, estético, es decir, capaz de interpelar sus propios límites y ausencias, capaz de re-hacerse constantemente. Una comprensión, entonces, que más que explicación o exposición, es una suerte de llamada –de interpelación- a indagar, en sus tristezas y sus desfallecimientos, las formas-de-vida que somos, en las que estamos y desde las que siempre compartimos el mundo con otros.

Para esbozar esta concepción utilizaré a un pensador problemático, Walter Benjamin, quien reinterpretando el “materialismo dialéctico” y re-definiéndolo en los siguientes términos

Se dice que el método dialéctico consiste en hacer justicia cada vez a la situación histórica concreta y a su objeto. Pero eso no es suficiente. Porque es más un asunto de hacer justicia a la situación histórica concreta del interés con que se toma el objeto. Y esta situación está siempre tan constituida que el interés está él mismo preformado en el objeto, y sobre todo siente ese objeto concretarse en él mismo y elevarse por sobre su ser anterior hacia un ser-ahora más elevado (…) ¿En qué sentido el ser-ahora (que es algo distinto que el ser-ahora del ‘tiempo presente’, en tanto es un ser interrumpido e intermitente) ya significa, en sí mismo, una concentración más elevada (…)? Uno puede hablar de la creciente concentración (integración) de realidad, de tal modo que toda cosa pasada (en su tiempo) puede adquirir un grado mayor de actualidad que el que tenía en el momento de su existencia. Cómo se marca a sí misma una mayor actualidad está determinado por la imagen como y en la que es comprendida. Y esta penetración y actualización de los contextos anteriores coloca la verdad de toda acción presente a prueba. O más bien, sirve para encender los materiales explosivos que están latentes en todo lo que ha sido (…) Acercarse, en este sentido, a “lo ya sido” significa no tratarlo historiográficamente sino políticamente, con categorías políticas”1

propone una comprensión dinámica y productiva de la realidad, en la que ésta es histórica y se caracteriza, primero, por ser un producto del lenguaje y de su capacidad articuladora, y segundo, por acontecer como un campo siempre abierto, como potencialidad y no realización.   

El pensamiento como praxis histórica

Walter Benjamin propone que el pensar, en los “momentos de peligro” (y creo que este es uno), no puede realizarse como un ejercicio especulativo, sino que por el contrario, debe hacerse cargo de su dimensión práctica. Esta dimensión práctica, que es también siempre una operación crítica, le impone una labor –un deber- que está vinculada a la necesidad de modificar permanentemente tanto los lugares como los modos autorizados con los que el hombre intenta comprender-se comprendiendo el mundo, se inscribe activamente en la realidad, y persigue concretar sus esperanzas. Una dimensión práctica gracias a la que se modifica el telos del pensar, y se abandonan los problemas de la “verdad” para hacerse cargo de los de la justicia, convirtiendo el pensamiento en un medio para hacer justicia: un hacer justicia que, por otra parte, no es un destino sino una urgencia y una emergencia. En tanto que urgencia, la labor del pensar es responder a los reclamos y demandas que impone todo aquello que ha sido oprimido, olvidado, obliterado por los sistemas ideológicos consolidados. En tanto que emergencia, su labor es abrir catastróficamente estos sistemas y reconfigurar sus principios, sus modos de proceder y sus intenciones.

En el caso particular de Walter Benjamin, este requerimiento por transformar los lugares y los modos del pensar surge como una exigencia ineludible con la que lo interpela el devenir mismo de la cultura moderna, en la que las transformaciones técnicas e ideológicas, que se desarrollan de forma cada más incontrolable a partir de la segunda mitad del Siglo XIX, se imponen como una genuina revolución, figurando de modo inédito la experiencia de los hombres y estableciendo mecanismos ético-políticos nunca antes vistos. Una solicitud, entonces, que proviene de lo que Benjamin considera es un “momento de peligro”: un “estado de cosas” que demanda cambios urgentes en los modos de hacer y comprender, en los modos de entenderse en relación con los otros y consigo mismo. En este “momento de peligro”, en el que distintos modos de sacralidad (idealismos) parecen contener y determinar la realidad (desde los totalitarismos políticos hasta el espectáculo cultural), se hace necesario abandonar los ámbitos epistemológicos propios de la modernidad y entenderse con lo profano, es decir, hacer-se de la acción ético-política y su capacidad perturbadora.

Desde una perspectiva que podríamos calificar en algún sentido de romántica, Benjamin afirma que ese “momento de peligro” en el que habita la cultura moderna se expresa en el hecho de que el mundo está sumido en la catástrofe, no sólo a causa de la guerra, sino también debido a la experiencia anónima que él aprecia reina en las grandes ciudades, y se manifiesta como un mundo en el que la injusticia y la violencia van impregnando poco a poco los diversos ámbitos de existencia hasta convertirse en modos habituales de relación, y en el que la caducidad, la muerte y la transitoriedad propias de lo que “está siendo” –el gerundio del existir- han sido sustituidos por esquemas “eternizados” y fantasmagóricos que se prolongan en una suerte de permanencia inalterada2. Benjamin vislumbra que estos esquemas “eternizados” son justamente aquello contra lo que hay que luchar, ya que, por una parte, son el desenlace, la consumación y la conclusión de algunos sistemas modernos de comprensión del mundo y de constitución formal de la realidad en los que priva la exclusión, y por la otra, hacen al mundo un lugar in-habitable, convirtiendo al hombre en un superviviente que se encuentra exceptuado de su condición productora y, con ella, de la posibilidad de hacer-se de significaciones, de encontrar sentido.

Hacerse de la catástrofe del mundo y reconfigurarlo es la pretensión, para ello es necesario reinscribir para el pensar un uso en el mundo, convirtiéndolo en un actuar productivo, gracias al cual se abra espacio a lo divergente, a lo inédito, como él mismo diría: “a lo no sido aún de lo sido”. Este actuar productivo es justamente eso que llama historia, o praxis histórica, y no es sino un ejercicio crítico continuo, desde y en el que todo “llevar a cabo” (todo consumar, todo producir) es también un extinguir, un gastar, un agotar, así como la posibilidad de un gozo, de una pequeña “redención”. Hacer historia es reinscribir el uso del pensar, no es recuperar alguna de sus formas ya desaparecidas, menos aun es dedicarse a la “interpretación” de discursos y esquemas ya elaborados, sino que es, por el contrario, abrirlo a un nuevo modo de ejercerse, a una forma distinta de practicarse.

Sin embargo, para dar lugar a esas modificaciones se hace necesario ejecutar un conjunto de desplazamientos teóricos: abandonar la subjetividad e inscribirse en una suerte de sujeto-lenguaje (un sujeto des-subjetivado, común, político, histórico); renunciar a las “visiones de mundo” sistemáticas y clausuradas y recurrir a los fragmentos, a las citas; prescindir de la proposición y ejercer la inquietud y la pregunta; desatender el conocimiento formalizado y entregarse al despertar con el que nos interpela lo imprevisible. En este sentido, la labor que urge al pensar anida en la capacidad que tenga para comentar o glosar la propia realidad en la que se encuentra y acontece, detallarla y deslindarla, hacerse cargo de ella en sus fisuras y pérdidas, intentando más que entenderla hacerle justicia a todo lo que ha sido oprimido u obliterado en ella. A pesar de su “romanticismo” Benjamin es lúcido, por ello, para él la labor del pensar no es la de restituir, o la de restablecer modelos de la tradición o del pasado, en este sentido, no tiene como finalidad hacer habitable el mundo otra vez (restaurar algo ya sido) sino, por el contrario, lo que persigue es encontrar el modo de habitar significativamente lo in-habitable. Sin nostalgias o añoranzas, la labor consiste entonces en labrar para el presente un porvenir de sentido en lo “que hay”, haciendo estallar los significados esquemáticos pre-establecidos (ya instalados, ya diseñados), abriéndolos a la posibilidad de recuperar su condición “inaugural”3.

En efecto, para Benjamin la labor propia del pensar en el mundo contemporáneo tiene que ver con reconocer su condición menor, su provisionalidad y su incertidumbre, justamente porque a su parecer el gran error del pensamiento moderno, y de la tradición del pensamiento en general, ha sido su pretensión “teológica”, su tendencia ha convertir lo ideal en real, lo formal en necesario, desentendiéndose del índice de caducidad y transitoriedad (del sustrato histórico) que impregna la existencia: tanto en la experiencia del hombre como en el acontecer del mundo, tanto en el conocimiento o la producción, como en la comprensión y el decir mismo. Por ello, Benjamin propone que el pensar no es un interpretar sino un “hacer”,  un hacer “originariamente” histórico (en sí mismo situado, concreto y cambiante), que en su condición de comentario y glosa, acentúa y subraya la precariedad y brevedad tanto en el acaecer de lo que llamamos realidad, como en la experiencia personal de cada hombre.

Es necesario aclarar ¿qué significa para Benjamin que el pensamiento  sea un hacer –una praxis- “histórica”? La respuesta no es simple, primero, implica que el pensamiento debe hacerse cargo de su condición profana, existencial, por una parte, reconocer y admitir que está continuamente alterándose, variando, re-haciéndose y, por la otra, admitir que su “permanencia” sólo se realiza en términos de sobre-vivencia, como lenguaje y alegoría, es decir, adquiriendo una suerte de vida segunda, transformándose en escritura, en rastro (vestigio, huella o señal). Segundo, involucra que el pensar efectivamente se haga cargo de su dimensión ético-política y trascienda su condición subjetiva (inmanente y epistemológica), convirtiéndose en un lugar de producción de subjetividades desde el que el hombre (cada uno) tome para sí la tarea “emancipadora” de dar cuerpo a la promesa, a la esperanza, de justicia. Tercero, un pensar que no se dé como ejercicio de dominio y constitución objetivante, sino como la recuperación continua de esas conexiones, dependencias, deberes y deudas que vinculan a cada hombre con la “humanidad toda”, apropiándose de su existencia no como una posesión sino en la admisión de una labor, de un quehacer que irremediablemente lo obliga y lo supera. Cuarto, un pensar que opere haciendo justicia a lo vencido, lo truncado, lo oprimido, haciendo posible que las ideas prestablecidas se desfiguren, se reconstruyan y se abran a ser otras.

El pensar es una praxis histórica cuando hace justicia, cuando, dirá Benjamin, no opera como un ejercicio reproductivo o representativo, sino que pone en crisis lo dado en la escucha de los reclamos (las llamadas, las solicitudes) de algo Otro exterior o excluido. Una escucha que da lugar al advenimiento inesperado de “eso que aún no ha sido” nombrado, pensado o producido4. En este sentido, se actúa históricamente, se produce la realidad, en el momento en el que se invierte, se trastoca, se interrumpe la presencia (y el presente). Esta interrupción, esta inversión, no es otra cosa que la aparición de una palabra o un nombre que pueda decir eso que es exterior y excluido. En efecto, el pensar entendido como praxis histórica no sólo excede lo subjetivo y formal, sino que opera transitivamente, en modos des-subjetivados en los que el sujeto se desplaza y se trasciende a sí en el encuentro de un requerimiento ubicado en la frontera de sus propiedades y significados, de sus conocimientos ya instituidos, que lo obliga a modificar la mirada y la comprensión, a desplazar la dirección de sus recorridos y la finalidad misma de su empresa.

Por ello, en el capítulo “N” del Libro de los pasajes Benjamin propone que el pensamiento, para poder incidir en el mundo, para hacerse cargo de su tarea, requiere desviar su “polo magnético”5. Esta variación del “polo magnético” del pensar se cristaliza, en el pensamiento de Benjamin, en la constitución de una concepción discontinua y mesiánica de la historia (una revolución copernicana de la percepción histórica, dirá él), que se enfrenta por igual al “historicismo” y a todas las concepciones progresistas (a la tradición y a la cultura moderna), y en la que la verdadera praxis histórica se juega como despertar y potencia de hacer justicia.

 

Sobre la concepción mesiánica y discontinua de la historia

La revolución copernicana de la percepción histórica es como sigue. Antes se pensaba que un punto fijo se había encontrado en “lo sido”, y uno veía el presente ocupado en concentrar tentativamente las fuerzas de conocimiento en este terreno. Ahora la relación debe ser dada vueltas, y lo que ha sido debe convertirse en la inversión dialéctica –el destello de la conciencia del despertar. La política adquiere primacía sobre la historia. Los hechos se convierten en algo que ahora por primera vez nos sucede, por primera vez nos golpea; (…) Hay un conocimiento aun-no-consciente de lo que ha sido: su advenimiento tiene la estructura del despertar6.

En términos generales, la concepción mesiánica de la historia que Benjamin elabora se funda en la idea de que el movimiento de la historia escapa a lo puramente fáctico y mecánico (a la causalidad, por ejemplo), ya que está regido por una promesa o una esperanza de redención. Esta promesa o esperanza de redención no funciona, en su idea de historia, como la construcción de una realización definitiva, la conquista de una plenitud o el cumplimiento de un destino, por el contrario, la promesa rige desde la imposibilidad misma de su cumplimiento y lo que impone para el pensar es un ejercicio constante de suspensión y alteración de las determinaciones impuestas por aquello que ha vencido, que se ha asentado y consolidado. Por ello, esta concepción mesiánica no supone el fin de la historia ni el logro de un camino particular, tampoco una salvación, un trascender, en la que la existencia y sus fisuras sean superadas o abandonadas. En el Fragmento teológico-político Benjamin diferencia claramente entre lo que denomina lo “profano” que comprende la existencia fundamentalmente en su dimensión ético-política, y lo “mesiánico” que tiene que ver con el “reino de Dios” o lo teológico y permanente, y afirma que “…nada de lo profano puede pretender relacionarse de por sí con lo mesiánico. Por eso el Reino de Dios no es el thelos de la dynamis histórica; no puede ser puesto como meta.”7 En este sentido, lo teológico es ideal y trascendente mientras que lo profano es mundano, por ello en lo teológico ejercen su dominio los significados –idealidades e idealizaciones- y en lo profano lo que se realizan son significaciones provisionales correspondientes al tiempo y las condiciones concretas de experiencia de cada hombre. Significaciones que ocurren en ese ámbito transitorio que es la vida misma, que escapa a las ideas y a los conceptos, que se escurre de los esfuerzos objetivantes, y acontece como el hacer, la labor, la “fiesta” (feliz o trágica) de la experiencia cotidiana. Lo profano es, entonces, lo que no tiene presencia y no es una presencia: sin representación objetiva, existe siempre fuera del sujeto cerrado (la inmanencia moderna) y del lenguaje referencial o proposicional.

Es necesario preguntarse, entonces, cuál es la contextura de esta concepción mesiánica de la historia, si como bien dice el propio Benjamin no es el “reino de Dios” el thelos de su movimiento, y si, como afirma también, existe entre esos dos reinos (lo teológico y lo profano) una extrañeza y una oposición irreductibles. Benjamin aclara que lo profano no puede encontrarse con lo mesiánico (no puede redimirse plenamente, es decir, dejar de ser lo que es), porque entre ambos la relación es antagónica, es decir, están regidos por fuerzas que poseen direcciones y trayectorias opuestas: mientras que lo mesiánico se realiza como intensidad, lo profano se realiza como caducidad y transformación, movimiento. En este sentido, la concepción mesiánica de la historia que propone, y que es el ejercicio mismo de la praxis histórica, no apunta a una superación de lo profano (lo ético-político), sino a una intensificación –concentración- de su propia “esencia”, de sus fuerzas y potencias: de su dynamis8. Lo teológico e ideal funciona entonces como una suerte de límite (en el sentido matemático del término) al que tiende lo profano, una exterioridad radical y siempre inaccesible con respecto de la que se encuentra diferido, pero que le proporciona sentido en tanto que lo obliga a intensificar su propio ritmo: esa transitoriedad que se expresa en el hombre, a la vez, como actividad productora infatigable y como reconocimiento de su propia caducidad, de la brevedad del tiempo (de su tiempo).

Lo mesiánico de la historia es, por tanto, una promesa de intensificación de lo profano mismo: la promesa de que todo se transforme, pero también la esperanza de que nada quede sumido en el olvido, se dé como perdido e irrecuperable en el mundo. Una intensificación en la que, paradójicamente, nada se establezca ni como permanencia ni como olvido, nada se extravíe o se desvanezca en y para el tiempo (la existencia y la historia).

Por otra parte, en esta concepción mesiánica lo que la praxis persigue es, como decíamos, la intensificación de las fuerzas determinantes de la existencia: su precariedad y su transformación, en un movimiento constante, por ello, la redención, la promesa o la esperanza, no tienen que ver con un desprendimiento de la existencia sino con la posibilidad de restaurarla, en cada momento, en la variedad, multiplicidad y decadencia de sus múltiples instantes y detalles. Pero es una promesa y, por ello, más que designar una finalidad (un objetivo) anuncia el compromiso, el acuerdo, de hacer lo posible –de establecer las condiciones- para que lo prometido suceda. La redención –lo mesiánico- se refiere, entonces, a una praxis en la que todo sentido es dado por un compromiso y una responsabilidad: la de hacerse cargo de lo “no sido aun” de lo ya sido.

El hacer mesiánico, es decir, la intensificación de lo profano, lo que hace es intentar concretar alguna felicidad en lo profano mismo. Una felicidad que es la esperanza de que la praxis histórica sea capaz de transformar permanentemente la realidad, inscribiéndola en un movimiento perpetuo. La felicidad –entendida como cualquier pequeña caducidad realizada- es aquello gracias a lo cual el límite, lo teológico, siempre impresentable e inaccesible, se hace presencia e inscripción en lo profano mismo; y es también el momento en el que todo lo terreno decae, a saber, se transforma en sobre-vivencia, se hace lenguaje (en un sentido no referencial e instrumental del término), se hace alegoría, rastro y resto. Por ello, entre pensar y praxis histórica no existe distinción ni distancia, porque la felicidad en tanto que promesa de redención de lo profano, sólo puede realizarse como lenguaje, como la potencia más genuina del decir. En otras palabras, lo profano se intensifica cuando los acontecimientos y fenómenos se hacen escritura, cuando son-en-el-lenguaje, porque solo así podrán hacerse “citables”, sobre-vivir a la autoridad de su presencia, y reinscribirse en la transitoriedad del mundo siendo otro de sí, transponiéndose, y en tal sentido apareciendo como potencias de por-venir. Por ello, cuando explica su idea de redención nos dice: “…solo a la humanidad redimida se le ha vuelto citable su pasado en cada uno de sus momentos”9. Podemos decir, por tanto, que la concepción mesiánica de la historia sólo puede darse en una experiencia con y por el lenguaje: una experiencia que esté determinada por la comunicabilidad, por la constante convocatoria del “decir-se de lo otro”           

Como decíamos, la intensificación del orden profano (ético-político) sólo acontece en la forma de lenguaje, más específicamente, acontece en el momento de la escritura y no del habla, en algo que Benjamin denomina una “imagen verdadera” o una “imagen dialéctica”. Una “imagen verdadera” no es un artificio de representación, ni tampoco es el cumplimiento u objetivación de intenciones y requerimientos subjetivos, por el contrario, es una suerte de presencia no presente, una presencia póstuma que, como rastro, está cifrada inadvertidamente en las significaciones que se han realizado, que han “vencido”, justamente como aquello que éstas han oprimido o truncado. Benjamin describe la “imagen verdadera” de la siguiente manera:

…las cosas (…) alienadas son ahuecadas y acarrean consigo, como cifras, significaciones. De ellas se apodera la subjetividad en la medida en que deposita en ellas intenciones de deseo y de miedo. Por (el hecho de) que las cosas fenecidas se instituyan en imágenes de las intenciones subjetivas, se presentan como no pretéritas y eternas. Las imágenes dialécticas son constelaciones entre unas cosas alienadas y una significación que entra (en ellas), deteniéndose en el instante de la indiferencia de muerte y significación10.

En efecto, es una constelación en la que se produce la post-vivencia de lo comprendido. Una “imagen verdadera” es el anuncio de una comparecencia, no es nunca una referencia o una representación, sino el modo segundo –póstumo, alegórico- en el que se hace presente lo que no puede estar presente. En tanto que cita no permite, ni da lugar, a la contemplación sino a una suerte de “mirar pensativo”: un mirar que indaga, busca, compone, reintegra. La mirada se realiza como pensamiento ante lo truncado, lo irresuelto, lo incompleto, porque allí debe proceder rehaciendo los vínculos, estableciendo las conexiones, elaborando las contigüidades que no están presentes y no son evidentes. La “imagen verdadera” es propiamente un momento de inflexión, un quiebre de la continuidad y la permanencia tanto de los significados como de las representaciones, de las estructuras de interpretación establecidas y autorizadas, porque implica un reconocimiento que rehúye las similitudes y se dedica a explorar las diferencias, lo que aparece disconforme, y por ello mismo requiere que lo epistemológico se contamine del ethos de la vida, que lo ideal se contagie de transitoriedad, que el conocimiento se realice como crónica y glosa.

Dado que lo profano está determinado por la caducidad, Benjamin propone una comprensión discontinua tanto del devenir histórico como de la temporalidad misma, en la que éstos no proceden constituyendo unidades secuenciales ni “extáticas”, sino unidades catastróficas, es decir, unidades en las que cada ahora o cada proposición es un estallido, una dislocación, gracias a la que un nuevo ordenamiento, por mínimo que éste sea, se instala, acontece, recomponiendo como “ahora” los trozos arruinados de lo ya sido. Un devenir y una temporalidad que no están regidos por la causalidad o la continuidad, sino por potencias interruptivas, en los que la significación ocurre en las rupturas, las crisis, los cambios violentos de dirección; en este sentido, el progreso no es un concretarse indetenible de lo mismo, sino muy por el contrario el sobrevenir de unos instantes “iluminadores” que desgarran la continuidad y re-hacen el curso de los acontecimientos, transformando lo mismo en algo otro. El sentido de la praxis histórica, entonces, se revela en la capacidad del pensar para establecer rupturas, fisuras y quiebres, para dar lugar a lo impredecible, a lo no anticipado, y permitir que lo incumplido, lo pendiente, se haga presente. En este sentido, la discontinuidad se presenta como el mecanismo práctico del deber de hacer justicia a lo que es excluido porque se ha quedado sin expresión, sin medio de comunicabilidad, es entonces un mecanismo que opera –alegóricamente- devolviendo la palabra.

La discontinuidad, como mecanismo de la historia, es posible porque involucra una noción de temporalidad (de tiempo real, vivido) en la que cada “presente” no es sino un punto de inflexión en el que lo sido se inscribe de modo siempre distinto, se reordenan produciendo significaciones inéditas, nunca antes delineadas. En cada ahora se re-inicia el tiempo todo, porque se trastoca su sentido, su orientación y su figura. En este sentido, el ahora es radicalmente un lugar de pro-ducción, por ello la actualidad actúa, por una parte, desde el reclamo y la exhortación que proviene de los modos no realizados en lo ya sido, y por la otra, como el quiebre de todo porvenir anticipado en la recuperación de lo truncado, de lo oprimido o suprimido de lo ya sido. Solo hay propiamente praxis histórica cuando el acontecimiento nunca sucedido llena el ahora, y en tanto se da según lo anulado en el pasado, como su no haber sido aun, transforma el ahora en un instante de estallido, que se instala en la temporalidad como una presencia instantánea. Benjamin, apunta:

En esta estructura reconoce el signo de una interrupción mesiánica del acontecer o, dicho de otra suerte, de una chance revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido. La aprehende para hacer saltar a una determinada época del decurso homogéneo de la historia; así (también) hace saltar a una determinada vida de la época, así, a una determinada obra de la obra de (toda) una vida. El resultado de su proceder consiste en que en la obra (determinada) está (a la vez) conservada y suprimida la obra de (toda) una vida, en la obra de (toda) una vida la época, y en la época el entero curso de la historia11.

Por otra parte, el presente puede ser “ahora”, actualidad que actúa, únicamente en el momento en que sobreviene una imagen verdadera.

Se hace necesario, en este punto, indagar con mayor precisión acerca de qué concibe Benjamin como una “imagen verdadera” o una “imagen dialéctica”. En algunos apuntes compara estas imágenes con las fotografías, más con las “placas fotosensibles” (los negativos) que recuperan la luz, que con las copias que figuran esa recuperación a la manera de una “representación”. Esta comparación, que puede parecer simplemente un recurso retórico, da pie para hacer algunos comentarios que nos permiten comprender de qué forma la imagen verdadera es recurso privilegiado de la praxis histórica.

Entendidas como emblemas de la imagen verdadera, las placas fotosensibles tienen las siguientes particularidades: primero, en ellas se imprime, se “escribe” podríamos decir, de modo inverso, invisible y como pura potencialidad, el registro de algo ya sido. En este sentido, la placa fotosensible es lo radicalmente otro de la imagen-representación, de la imagen-objeto, de aquello que se constituye de acuerdo con las formas y operaciones espontáneas de la subjetividad. Las placas fotosensibles (los negativos) no son una figuración sino una impresión desde la que la figuración (la imagen-objeto) puede ser revelada (siempre además de distintas formas). En ellas lo dado –lo ya sido, lo fotografiado- se inscribe, se graba, se marca como potencia de figuración y ausencia de figura, nunca como presencia. En efecto, la placa fotosensible es una suerte de lugar en el que la figura se encuentra oculta, velada, encubierta (como un secreto). Segundo, la fotografía, justamente, porque es el producto de un registro mecánico produce unas imágenes que no son “artificios” intelectuales ni subjetivos, es decir, que no se presentan conformadas de acuerdo a los órdenes, jerarquías, imperativos formales o semánticos propias de la subjetividad o de la construcción perceptiva humana, no se presentan como imágenes intencionales; por ello, por lo que la fotografía es, un registro, recoge aquello mismo que estaba allí, tanto lo visible –lo que el fotógrafo ordenó perceptivamente- como lo invisible –aquello en lo que el fotógrafo no se fijó, aquello que a su mirada aparecía como mero “entorno”-. En virtud de esa suerte de indiferencia formal y semántica la fotografía registra una situación y hace posible que se manifiesten todos y cada uno de sus detalles, haciendo visible aquello que para la percepción inmediata pasa por “invisible”, aparece entonces aquello que en la experiencia, fenoménicamente, estaba “ausente”. Podemos decir, entonces, que en la placa fotosensible, lo sido “está, a la vez, conservado y suprimido” en su plenitud, contenido pero no presente.

La “imagen verdadera” opera como una suerte de placa fotosensible del lenguaje en la que trozos, fragmentos, elementos, lugares de lo ya sido se graban y se imprimen como potencia de significación y de sentido, más allá de cualquier determinación subjetiva y de todo conocimiento estructurado. Es un modo del lenguaje propio del mundo moderno, específicamente en su momento tecnológico, por ello, el pensar que se realiza como praxis histórica es, en sentido estricto, una potencia propia de este mundo in-habitable. En este sentido, hay que advertir que la “imagen verdadera” es contraria al recuerdo o la narración, tanto porque pertenece a un momento específico del mundo (el regido por la tecnología y la virtualidad) como porque en ella lo que se manifiesta es justamente lo sido que no pudo ser, lo sido nunca presente, lo sido que aun resta pendiente. Mientras que en el recuerdo o la narración (propias del mundo pre-moderno) lo que se actualiza es aquello que logra realmente adquirir figura, que logra constituirse, en las formas tecnológicas regidas por el “registro” lo que se da es una potencia. En esta diferencia entre “imagen verdadera” y narración se anuncian dos elementos que son fundamentales para comprender lo que la praxis histórica implica, por una parte, la “imagen verdadera” es un producto ligado a una cierta dimensión “estética” del saber; por la otra, lo que ella propicia al pensamiento es justamente el conversión de la opresión en potencia de significación y sentido.

En efecto, gracias a la “imagen verdadera”, un “ya sido” oprimido puede figurarse y revelarse (hacerse conocimiento) en un presente, pero de un modo particular, es decir, nunca presentándose, sino más bien aludiéndolo y dislocándolo, desarticulándolo y destinándolo a su transformación. Esa figuración es posible porque entre lo sido y la actualidad activa se produce una constelación de legibilidad, es decir, un encuentro de mutuo reconocimiento, una conexión, por ello mismo, esta imagen no es objetivable, no se da como representación: tiene siempre la contextura inasible e inapropiable del relámpago, de esa iluminación inesperada que quiebra el orden de lo visible y atemoriza. En ella no se recupera el pasado o lo sido sino que se expone, se manifiesta, la posibilidad de su redención, de hacer presente aquello que en eso sido nunca fue.

Pues el índice histórico de las imágenes no sólo dice que pertenecen a un tiempo determinado, dice sobre todo que vienen a ser legibles en una época determinada. Y este advenir “a la legibilidad” es un determinado punto crítico del movimiento en su interior. Cada presente está determinado por las imágenes que son sincrónicas con él, cada ahora es el ahora de una determinada cognoscibilidad. En él la verdad está cargada de tiempo a reventar. (…) No es así que lo pasado arroje luz sobre lo presente o lo presente sobre lo pasado, sino que es imagen aquello en lo cual lo sido comparece con el ahora, a la manera del relámpago, en una constelación. En otras palabras: (la) imagen es la dialéctica en suspenso. Pues mientras la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la de lo sido con el ahora es dialéctica: no de naturaleza temporal, sino imaginal12.

La “imagen verdadera”, genuina, es una dialéctica en suspenso, en la que nada se concreta, mucho menos se supera.

El rastro: la praxis alegórica

Si la “imagen verdadera” es una impronta, una inscripción, es también en esa misma medida una escritura: pertenece al modo póstumo del lenguaje, en el que la palabra se hace sobre-vivencia y existencia segunda13, y se incorpora al mundo como potencia de significación y no como significado. No cualquier escritura sino una escritura histórica, es decir, una escritura que recupera lo truncado, lo olvidado, y que, en esa misma medida, se presenta como alegoría.

La noción de alegoría de Benjamin es compleja; en su libro El origen del drama barroco alemán, nos dice:

Este es el corazón de la manera alegórica de mirar del barroco, una explicación secular de la historia como la pasión del mundo; su importancia reside únicamente en las estaciones de su declinación. Mientras más grande la significación, mayor la sujeción a la muerte, porque la muerte cava más profundamente la mellada línea que demarca la naturaleza física y la significación14.

La alegoría nos coloca ante una comprensión mundana y agónica del mundo (la caducidad y la transitoriedad de lo profano), en la que la experiencia inmediata es sustituida por los modos de su sobre-vivencia, en la que la significación es siempre un evento póstumo, vinculado a la muerte de lo natural y a su sobre-vivencia en el lenguaje, en el pensar –en la cultura, la sobre-naturaleza-, ya que sólo en ellos se da, para Benjamin, el “sufrimiento del mundo” como ese “dato”, ese acontecimiento, que marca y determina su hacerse, su movimiento.

En El origen del drama barroco alemán, Benjamin delimita su noción de alegoría por dos vías, primero, contraponiéndola a la idea de símbolo, y después, adentrándose en el modo particular en que la alegoría re-presenta lo ya sido –el mundo- y se da a la lectura, a la comprensión. La primera vía: tanto el símbolo como la alegoría son modos imaginales –no conceptuales- gracias a los que las ideas se dan al conocimiento. El símbolo es el modo de expresión de lo teológico, la alegoría, por el contrario, es el modo de significación de lo profano. Mientras que el símbolo es una suerte de encarnación de la idea en la que ésta se presenta en una imagen que manifiesta íntegramente su “ser”, la alegoría es el registro de una significación –siempre provisional- en el mundo, entendida como un momento del “ser”, en el que éste se hace visible, legible, en circunstancias determinadas. En el símbolo la idea se expresa en su totalidad y de modo instantáneo (a la manera de una intuición), por el contrario, en la alegoría una significación –un aspecto, un modo- se exhibe dialécticamente mostrando la distancia –el hiato- que lo separa del “ser” mismo que traduce. En efecto, en la representación simbólica, debido a su condición teológica, la caducidad de la existencia, de la naturaleza (phisys), se manifiesta como una victoria, se hace idealidad y permanencia, se da más allá del devenir como realización, cumplimiento y transfiguración, en ella el mundo manifiesta su elevación (su espiritualidad), hace patente su rostro redimido, y el hombre se revela en su libertad. Por el contrario, en la representación alegórica la caducidad de existencia, de la naturaleza (phisys), evidencia su agonía, en ella el mundo muestra su fugacidad y su decaimiento, la historia hace patente su semblante moribundo, y el hombre exhibe sus sujeciones. Por ello es la alegoría, dice Benjamin, la representación que le concierne propiamente a la praxis histórica y a lo profano, ya que en ella se despierta una pregunta esencial, a saber, aquella pregunta enigmática que indaga acerca de la naturaleza misma de la existencia humana y de la historicidad de cada individuo y de la humanidad toda. En este sentido, la alegoría representa el hacerse mismo del espacio de la historia, ya que lo que hace presente, lo que convoca, es la difícil y siempre irresuelta conexión entre el hombre y el mundo, entre naturaleza y cultura, en la forma de un significado fallido, ruinoso, fragmentario.

La alegoría mira la existencia, como también el arte, bajo el signo de la fragmentación y la ruina.15 La experiencia de la alegoría, que se adhiere a las ruinas, es propiamente la experiencia de la transitoriedad eterna16.

La segunda vía: en tanto que representación imaginal, la alegoría es en sí misma paradójica, ya que es, a la vez, “convención y expresión; y los dos son inherentemente contradictorios”17. Al ser una convención, la alegoría es un signo, es decir, es una grafía en la que se traduce de modo simple, frío, codificado y evidente lo sido, lo ya existente; una grafía que pretende funcionar además como registro y cifra, como lugar en el que se alude lo no sido aun, lo truncado y oprimido. Por el contrario, en tanto que expresión, la alegoría es un dispositivo que obliga a una lectura irruptiva, que asalta y desvía lo ya dicho, que desarma y desarticula lo presentado. Esta lectura irruptiva a que obliga la alegoría tiene su origen, a decir de Benjamin, en el modo mismo de su presencia, en la forma cómo aparece: En efecto, primero, en la alegoría, al igual que en la escritura sagrada o en los jeroglíficos (propias del ámbito simbólico), la palabra tiende hacia lo visual, es decir, se presenta como un “complejo único e inalterable” en el que materialidad y significación conforman una sólida unidad, sólo que en el caso de la alegoría este complejo se realiza en y desde el orden de lo profano, y se manifiesta como un “paisaje primordial petrificado”, dice Benjamin, en el que aquello que en el ámbito de lo sagrado es plenitud y totalidad orgánica aparece como rastro, como ruina, y se convierte, entonces, en un fragmento amorfo. En este sentido afirma: “En los terrenos de la intuición alegórica la imagen es un fragmento, una ruina (…) La falsa apariencia de totalidad se extingue”18 y lo que queda es eso que resta: reliquias, escombros, desechos, excedentes, rastros dispersos que requieren de un trabajo de reconfiguración y reinscripción. Segundo, las alegorías son las ruinas del pensamiento, y en ellas la idea desciende a lo profano, se muestra como existencia segunda. Lo ya sido sólo puede, para Benjamin, hacerse presente para lo profano como ruina, no en la figura atemporal y permanente de lo espiritual, de lo simbólico, sino en el resto que sobre-vive a su decadencia, la idea existe en lo profano como alegoría, no en la figura plena de un símbolo sino en las formas fallidas y menores en las que significaciones provisionales se encarnan y se dan constantemente a labores de comprensión. Tercero, al ser una ruina del pensamiento, la alegoría se da como una escena construida en la que los restos se instalan desordenadamente, sin exhibir ningún ordenamiento lógico y sin vincularse entre ellos de forma unitaria; una escena compleja compuesta por múltiples elementos contiguos, simultáneos.

La alegoría exige una lectura irruptiva justamente porque los restos escenificados sólo se ensamblan entre sí y adquieren sentido gracias a una lectura, un pensar, que produzca, que elabore, en cada caso, los vínculos, las conexiones, los recorridos, los caminos; una lectura, un pensar, que recomponga, que restaure una significación inaugural. En este sentido, la alegoría es una re-presentación potencial, que está a la espera de un desciframiento ya que no puede encontrar la plenitud del significado en ella misma. Por ello, en la escritura alegórica, afirma Benjamin, “se quiebra el lenguaje hasta adquirir un significado transformado e intensificado en sus fragmentos.” La escritura alegórica es un lenguaje de rastros pero es, en la misma medida, lo que resta del lenguaje –del significado- en su encarnación, en su hacerse existencia: lo que sobre-vive a la muerte, lo que persiste fragmentario y truncado para que algo sea en él nuevamente recogido.

Del ser histórico al ser de la historia

La praxis histórica –el hacerse mismo de la realidad- está vinculado, en el mundo moderno y técnico, con un abrirse del hombre a la condición profana de su existencia, es decir, con un modo de comprensión en el que los significados y esquemas “eternizados” cedan su lugar a una significación provisional, transitoria, que sólo puede ocurrir como entrega a la labor de hacer justicia. En este sentido, la praxis histórica es una constante intensificación de la transitoriedad y la caducidad, en la que la recuperación de los restos de aquello sido que ha sido suprimido u oprimido, es una apertura al porvenir, a aquello que aún resta por hacer. Un conocimiento que, al instaurarse como acción ético-política, se teje entre fragmentos dispersos y olvidados, y que acontece cuando el hombre depone sus certezas y su auto-referencialidad y se dirige hacia algo otro: lo oprimido, lo que solicita reivindicación. En definitiva, cuando la justicia se ubica por sobre la libertad, y el hombre se hace y se comprende primero en su tarea, después en sus aspiraciones.

Desde la perspectiva de este hacer justicia, todo pensar es un ejercicio transitivo en el que lo enmudecido encuentra palabras para nombrarse y donarse como posibilidad de significación. Por ello, en la praxis histórica el sujeto excede la subjetividad y se encarna en la “colectividad oprimida y agonizante”, en los vencidos. La significación, entonces, no es propiedad ni constitución de un “ser histórico” sino que es el legado, siempre póstumo, del ser de la historia. ¿Cómo comprender este tránsito: de un “ser histórico” a un ser de la historia? Podemos decir que tiene que ver eso que al inicio denominamos el sujeto-lenguaje, o el sujeto-discurso, un sujeto fundamentalmente intersubjetivo, que excede cualquier individualidad marcándola desde el entre-todos –o el con-los-otros- que es su único sustrato. En algún sentido, el “sujeto de la historia” es el encuentra con una “experiencia de la pasividad” en cada sujeto concreto, a saber, una experiencia en la que el sujeto se depone, abandona su intencionalidad, en su encuentro con los Otros y con lo sido, con la “humanidad”, para darse a la escucha de la tarea que le ha sido asignada. La experiencia de la pasividad es aquella en la que la acción humana –su actividad- responde a una afección producida por eso Otro que lo asalta.

El ser de la historia es un entre-todos –tiene una consistencia política- en tanto que es aquello mismo que se hace –y se deshace- en la historia, a la vez, como su productor y su dominio, como su sujeto y su cuerpo, como su mandatario y su víctima. Un ser de la historia que no es anónimo ni es pura concreción espiritual, sino que es siempre cada hombre capaz de desenmascarar las sombras y las fisuras del presente, gracias a la alianza secreta que establece con las deudas pendientes de las generaciones y las víctimas pasadas, o excluidas. 

Frente al ser de la historia, la tarea de cada sujeto (el hacer justicia mismo) es hacerse de significaciones en y para lo profano, dar lugar a que la redención de lo truncado pueda acontecer en la existencia, como momento, como transformación del presente. Para el hombre, para cada hombre, se realiza allí una “experiencia” que tiene la forma de una pasión que se vuelve acción de comunicar, y que da lugar, como escritura, a nuevos sentidos capaces de incidir efectivamente sobre la realidad, haciendo estallar la continuidad de “lo mismo”.

Volviendo al inicio, decíamos que el pensar, tiene una dimensión práctica irreductible que está vinculada a la necesidad de modificar tanto los lugares como los modos tradicionales y autorizados con los que el hombre ha intentado comprender-se comprendiendo el mundo, igualmente decíamos que la labor que urge al pensar anida en la capacidad que tenga para comentar, glosar, la propia realidad en la que se encuentra y acontece, detallarla y deslindarla, hacerse cargo de ella en sus fisuras y pérdidas. En el comentario, en la glosa, el pensar deja de hacerse a la manera de un sistema de deducciones conceptuales y se convierte en una reconfiguración de las significaciones en el mundo, deja los espacios de la idealidad y la contemplación para darse como acción, como labor transformadora, interrumpiendo las lógicas consolidadas. Se convierte, por tanto, en un pensar que no se hace desde mediaciones y representaciones sino que las usa, se las apropia y las profana, adentrándose en el tejido de la existencia, en sus diversos lugares, y en las conexiones que lo conforman.

Transitar del ser histórico al ser de la historia implica, como decíamos, hacer justicia a ese nuevo “sujeto” que, para Benjamin, son aquellos que han sido vencidos y oprimidos de múltiples formas por la cultura, por el conocimiento, por los sistemas de dominio, por las estructuras ideológicas establecidas. Este sujeto de la historia nunca está dado, por el contrario, acontece y se constituye en la praxis histórica misma, operando simultáneamente como el que lo genera -lo anima- y el que lo custodia. Sin embargo, este sujeto de la historia no es, como podría pensarse, una figura exclusivamente intelectual, sino que es una figura del compromiso y la solidaridad, en la que el comprenderse –el tomar consciencia de sí- es para cada hombre un hacerse cargo de las deudas y de su tarea irrenunciable para con el mundo, para con el pasado, para con los otros. Se hace presente, entonces, en cada sujeto que no se resigna a limitar lo real a lo dado, ni a entender su presente desde la “eterna ‘imagen’ del pasado” que los discursos vencedores le imponen, un sujeto que se impone la tarea de insertar una transformación crítica en su situación, en el estado de cosas que le toca vivir. En cada sujeto que se sumerge en el subsuelo del presente, en los sedimentos sobre los que se erige, para recuperar las necesidades y carencias que aun requieren ser otras de sí. Porque esa transformación crítica que es la labor propia del sujeto de la historia debe ser comprendida como un dar lugar a lo que aun no se ha realizado de lo sido, a lo no sido todavía, ese pasado que enriquece el presente y lo despierta a esos significados que al interior de sí mismo se habían convertido en olvido, se habían abandonado. Dar lugar, en el presente a lo otro de sí, a una nueva actualidad, a una inédita conformación. El sujeto de la historia es aquel que se hace de la remembranza, que puede despertar ante la constelación de lo pasado y lo presente, que recupera lo vencido del olvido y, en lo profano, lo redime como aquello aun no sido, como sobre-vivencia.

Notas

1     Benjamin 1982, K2, 3.

2     Algunos ejemplos del diagnóstico hecho por Benjamin. En el ensayo Experiencia y pobreza (1971a, p. 215), nos dice: “...la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual tal vez no es tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas sino más pobres en cuanto a experiencias comunicables. Y lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.”; igualmente en El narrador (1981, pp. 112 y 119), advierte: “…la cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío. Basta echar una mirada a un periódico para, corroborar que ha alcanzado una nueva baja, que tanto la imagen del mundo exterior como la del ético, sufrieron, de la noche a la mañana, transformaciones que jamás se hubieran considerado posibles. Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aun no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. (…) jamás las experiencias resultantes de la refutación de mentiras fundamentales, significaron un castigo tan severo como el infligido a la estratégica por la guerra de trincheras, a la económica por la inflación, a la corporal por la batalla material, a la ética por los detentadores del poder. Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en el que nada había quedado incambiado a excepción de las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerzas de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano”. Y “Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los hombres añorasen una experiencia nueva. No; añoran liberare de las experiencias, añoran un mundo entorno en el que puedan hacer que su pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan clara, tan limpiamente que salga de ella algo decoroso. No siempre son ignorantes o inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo han “devorado” todo, “la cultura” y “el hombre”, y están sobresaturados y cansados. (…) Al cansancio le sigue el sueño, y no es raro por tanto que el ensueño indemnice de la tristeza y el cansancio del día y muestre realizada esa existencia enteramente simple, pero enteramente grandiosa para la que faltan fuerzas en la vigilia”.

3     Giorgio Agamben (2009, pp. 15-16) expone magistralmente esta labor del pensamiento que propone Benjamin, cuando nos dice: “Una obra crítica o filosófica, que no tenga en cierto modo una relación esencial con la creación, está condenada a girar en el vacío, así mismo una obra de arte o de poesía, no contenga en sí una enseñanza crítica, está destinada al olvido. Pero hoy, separados en dos sujetos diversos, las dos buscan desesperadamente un punto de encuentro, un umbral de indiferencia en el que recobrar la unidad perdida. (…) Y si, en un último análisis, a pesar de sus diferencias de rango, fundaran sus raíces en un terreno o en un lugar común, ¿en qué consiste su unidad? Puede ser que el solo hecho de reconducirlas a una raíz común sea pensar la obra de la salvación como parte del poder de crear que permanece inserto en el ángel y puede, por tanto, volverse sobre sí mismo. Y como la potencia anticipa el acto y lo excede, así mismo la obra de la redención precede aquella de la creación; y, aun más, la redención no es sino una potencia de crear permanentemente pendiente que se vuelve sobre sí, se “salva”. ¿Pero qué significa aquí “salvar”? Puede ser que algo no se anule, en la creación, que no esté en última instancia destinado a perderse. No sólo la parte que en cada instante se ha perdido y olvidado, el gasto cotidiano del pequeño gesto, de la minúscula sensación, de aquello que atraviesa la mente en un relámpago, de la quebrada palabra desperdiciada que excede por mucho tiempo la piedad de la memoria y el archivo de la redención…”.

4     “¿Acaso no hay en las voces a las que prestamos oídos un eco de otras, enmudecidas ahora? ¿Acaso las mujeres que cortejamos no tienen hermanas que jamás pudieron conocer? Si es así, entonces existe un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Entonces hemos sido esperados en la tierra. Entonces nos ha sido dada, tal como a cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado reclama derecho. No es fácil atender a esta reclamación.” (Benjamin 2009).

5     “Comparar los intentos de los otros con la empresa de la navegación, en que los barcos son desviados por el polo norte magnético. Este polo magnético: hallarlo. Aquello que para los otros son desviaciones, para mí son los datos que determinan mi curso. –Sobre las diferenciales del tiempo, que para los otros perturban los “grandes lineamientos” de la investigación, erijo yo mis cálculos.” (Benjamin 1982, N1.2)

6     Benjamin 1982, K1, 2,

7     Benjamin, 2009, p. 141.

8     “Pues en la felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está destinado hallar el ocaso. –Entre tanto, la intensidad mesiánica inmediata del corazón, del hombre individual interior, transita, desde luego, a través de la infelicidad, en el sentido del sufrir. A la restitutio in integrum religioso-espiritual, que introduce en la inmortalidad, corresponde una mundana, que conduce a la eternidad de un ocaso, y el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca, caduca en su totalidad, en su totalidad espacial, pero caduca también en su totalidad temporal; el ritmo de la naturaleza mesiánica es la felicidad, pues mesiánica es la naturaleza en virtud de su eterna y total caducidad” (Benjamin 2009, pp. 141-42).

9     Benjamin 2009, Tesis sobre filosofía de la historia III.

10   Benjamin 1982, N5, 2.

11   Benjamin 2009, Tesis sobre filosofía de la historia XVII.

12   Benjamin 1982, N3, 1.

13   La palabra, el nombre, es siempre una vida póstuma, una segunda forma de existencia, en la que algo permanece siendo en una textura distinta a la pura facticidad.

14   Benjamin 1990, p. 129.

15   Benjamin 1982, J56a, 6.

16   Benjamin 1982, J67, 4.

17   Benjamin 1990, p. 125.

18   Benjamin 1990, p. 138.

 

Referencias

 

1.Agamben, G. (2009). Nuditá. Roma: Nottetempo.         [ Links ]

2.Benjamin, W. (1971a). Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Caracas: Monte Avila Editores.         [ Links ]

3.(1971b). Iluminaciones I. Madrid: Taurus.         [ Links ]

4.(1981). Iluminaciones IV. Madrid: Taurus.         [ Links ]

5.(1982). Das Passagen – Werk. Suhrkamp Verlag.         [ Links ]

6.(1989). Discursos Interrumpidos. Madrid: Taurus.         [ Links ]

7.(1990). El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus.         [ Links ]

8.(1992). Sprache und Geschichte: Philosophische Essays. Reclam Ditzingen.         [ Links ]

9.(2009). La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago: Arcis y Lom Ediciones.         [ Links ]