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Gaceta Médica de Caracas
versión impresa ISSN 0367-4762
Gac Méd Caracas. v.117 n.1 Caracas mar. 2009
VARIOS
El amor en el ejercicio de la medicina
Dr. Miguel A. Römer*
* Profesor Asociado (Em) de la Cátedra de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela. Caracas-Venezuela.
Correspondencia: La Castellana, 4ª Transversal, Qta. Román, Caracas 1060. Tel/Fax: 262.0697 e-mail: maromer@cantv.net
Ningún bebedizo, infusión o tratamiento alguno administrado al enfermo, surtirá más efecto que el amor y la constancia del médico por su paciente.
Sir. Francis Thomas
Muy elástica es la palabra Amor: se la estira y se la encoge, como a un chicle. ¿No es acaso el amor, el lenguaje universal, de la creación la sustancia? En todas las religiones y creencias, y hasta en el tantra hindú, el amor juega un papel de primer orden.
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Otra cosa es la atracción entre los sexos, indispensable para la conservación de la especie. Nos referiremos a continuación al amor superior, al amor universal: Ama a tu prójimo como a ti mismo.
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Es cierto, y así lo he entendido, que en innumerables ocasiones, amor hemos brindado, sin plena conciencia tener de lo que es. Cuando a un paciente largas horas se le dedica, para su problema entender y ayudarlo a resolver, es amor lo que se le está brindando, siempre y cuando, de todo corazón haya sido realizado. Sin el amor, cuando se actúa sólo cumpliendo un deber, un deber, que la profesión, la moral, la ética o la religión imponen, el ejercicio profesional es diferente: el corazón está ausente.
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De amor hablar sólo se puede, cuando este ejercicio, del corazón proviene, cuando el tener conciencia de haber ayudado a alguien, es la recompensa. Es cuando se habla de vocación. Y cuando no se la tiene, sí, la medicina se la puede ejercer, pero sin amor, su ingrediente más sublime, a la enfermedad, más de una vez, no se la podrá vencer.
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Amor con cortesía no confundamos. El amor más allá de la cortesía va, y sólo es posible, cuando al enfermo, como una persona íntegra, con nombre y apellido es tratado, cuando tanto en su parte corporal como en la espiritual, en su psique nos adentramos. No es esto, lo que estamos viendo en los tiempos que corren. Estamos viendo una medicina cada vez más tecnificada, en la cual el enfermo, como ser humano único e irrepetible, en secciones y subsecciones fracturado, una entelequia a ser ha pasado.
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El médico internista, es el que ha quedado más cerca del médico hipocrático; para quien era indispensable, ocuparse del enfermo como un todo indisoluble, de un ser maravilloso, con un cuerpo, una mente y un corazón.
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El enfermo con una dolencia grave, o que él la considera así, temiendo morir, o asediado por dolores, busca desesperadamente al médico, para que lo salve, para que lo alivie. Representa esto para el médico, una inmensa responsabilidad. Que no es posible cumplir, sin un vínculo de amor de afecto. El único puente, para al paciente llevarle, la confianza y la esperanza que tanto necesita. Exceptuadas de lo expresado quedan, las emergencias, especialmente las quirúrgicas.
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Basta con observar, la cara del enfermo, cuando su médico entra al cuarto donde yace, dominado por su enfermedad. Con los ojos fijos en él, tratando de adivinar lo que piensa; atento a cada gesto, a la expresión de su cara. Y cuan bien se siente, cuando este, parece sólo tener tiempo para él (o ella), y mirándolo (a) directamente a sus ojos, se sienta a su lado; atentamente, sin prisa, la historia clínica revisa, indagando si las indicaciones fueron cumplidas, si los síntomas y signos de la enfermedad persisten, si han mejorado o han empeorado, realizando las anotaciones correspondientes, allí, a la cabecera del enfermo. Y luego cariñosamente le pone la mano sobre su brazo y con afecto, la situación le explica, transmitiéndole optimismo, confianza, esperanza. Este trato afectuoso obra milagros. Es lo que el enfermo realmente necesita, tanto más, si su enfermedad con grandes sufrimientos cursa, y sobre todo, si realmente grave es su situación, y su vida peligra.
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Crítica la relación médico-paciente se torna, cuando se trata de casos terminales, cuando engañar al enfermo sólo trae como consecuencia, que este pierda la confianza y el médico, por haber mentido mal se siente. Es en estos casos, cuando sólo el amor es capaz de tender un puente. Indispensable es sentarse a su lado, preguntarle detalladamente, que es lo que siente, oír con atención sus quejas, ofrecerle y explicarle, las medidas que se van a tomar para aliviarlo, y con una actitud enérgica y positiva, contarle, según el caso un chiste, o algo que hacia otro lado, pueda desviar sus pensamientos. Asegurándole estar pendiente de él, y la posibilidad contactarlo, cuando lo considere necesario, es reconfortante. Dentro de lo posible, lograr que al despedirse, en la cara del enfermo una sonrisa, quede dibujada. No hay regla alguna para esta actuación: basada en el amor, ella surgirá espontáneamente, de acuerdo al desarrollo de la entrevista.
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Para el médico mantener esta actitud de amor por su profesión, se requieren condiciones muy especiales, condiciones con las cuales se nace. En el más amplio sentido de la palabra, un apostolado es, de la medicina el ejercicio. Cuando otros intereses a los del enfermo, en el ejercicio profesional afloran, ya de médico es difícil hablar.
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En la antigüedad, la medicina se aprendía al lado del maestro. Él escogía sus discípulos, y se cuidaba de seleccionarlos muy rigurosamente. Hoy en día los criterios de selección, eventualmente dejan mucho que desear. No siempre se investiga, si una verdadera vocación existe.
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En la masificación de la medicina, el amor no tiene cabida, y con harta frecuencia, al enfermo en una cosa, en un objeto lo convierte; hasta su nombre y apellido pierde. Y del tiempo no se dispone, para las mínimas expectativas espirituales del enfermo, cubrir; no quedándole a este otra alternativa, que en una trágica e inhumana soledad hundirse.
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Cada vez más la medicina, que originariamente era fundamentalmente un arte, se ha convertido en una actividad altamente técnica, en una actividad empresarial. Y es cuando el amor del médico se desvía, para centrarse preferiblemente, sobre le técnica que domina. Cada vez más precarias, han de ser, las condiciones humanísticas de la medicina moderna.
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Enormes han sido los avances de la profesión, extraordinarios los éxitos, que hoy en día alcanzar son posibles, pero, proporcional ha sido, el descenso en su nivel humanístico. La posibilidad de entablar un lazo afectivo, con cada uno de los pacientes, especialmente con los que más lo necesitan, imposible es hoy en día: no hay tiempo para ello. Y de allí nacen en gran parte, errores en el diagnóstico y en el consiguiente tratamiento; a veces con resultados fatales.
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La falta de una relación médico-paciente satisfactoria, es la que ha impulsado el auge de los psiquiatras; que cuando no dominan la medicina interna, también fallan, catalogando de psicosomáticas, a enfermedades orgánicas importantes. Ya el médico de cabecera no existe. De un especialista a otro el paciente es referido, sin encontrar quien sin escatimar esfuerzos, con afecto se interese por él, hasta que su problema haya sido resuelto.
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De tiempo no se dispone, para a la enfermedad quitarle la máscara, para reconocerla, para llegar a un diagnóstico. Impersonalmente, sólo a través de exámenes complementarios, hasta los más complejos y costosos, se trata a la dolencia diagnosticar. Fatal error, que hasta la vida, al enfermo le puede costar. Poniendo a la medicina a un nivel de costos, que sólo muy pocos pueden sufragar.
El 4 de marzo de 1965, acudió a consulta, referida por una colega, una joven paciente, de 34 años, a causa de dolores precordiales muy intensos, que se irradiaban, hacia el cuello y el brazo izquierdo, dificultándole la respiración; persistían hasta por media hora, y se repetían varias veces al día. Habían comenzado unos 8 meses antes, el 19 de julio de 1964. Los electrocardiogramas no mostraban alteraciones.
Ante la persistencia de estas manifestaciones, 3 meses después de haber comenzado su enfermedad, en octubre, viajó a Estados Unidos, donde fue examinada en un hospital de renombre internacional
Comenzando por una coronariografía, le realizaron adicionalmente, toda una serie de exámenes, llegando a la conclusión, de que su sangre tenía tendencia a la coagulación, y de que se trataba de dolores anginosos típicos, de mal pronóstico. Para anular la tendencia arriba mencionada, le indicaron inyecciones de heparina cada 12 horas, con la esperanza, de que eventualmente su dolencia mejorara; lo cual no ocurrió.
Un examen integral, realizado con motivo de la consulta, sólo reveló múltiples equimosis en abdomen y muslos a causa de las inyecciones de heparina, la ausencia del pulso radial derecho, con disminución de la fuerza del brazo correspondiente, a consecuencia del cateterismo cardíaco.
Pero llamaba la atención la exactitud, cada vez que se refería a la fecha, cuando comenzó su enfermedad.
Ante la pregunta directa: ¿qué sucedió el 19 de julio? contestó: Ese día cumplía años y con nosotros vive un hermano de mi esposo, de 13 años de edad, ¡que no lo aguanto!.
La recomendación fue la de suspender las inyecciones de heparina, y de verse con un psiquiatra. Mediante la psicoterapia, anotando además el día y la hora en que aparecían los dolores, y su eventual coincidencia con alteraciones en el campo emocional, dieron excelentes resultados: los dolores fueron disminuyendo en frecuencia y duración, a medida que se iba convenciendo, de que guardaban relación con sus estados de ánimo. Terminaron desapareciendo. Esa paciente, hoy, 40 años más tarde, vive en buenas condiciones de salud, de acuerdo a su edad 76 años.
Arte y ciencia es la medicina. Un equilibrio, una armonía entre las dos es indispensable que exista. El arte no es cuantificable, se aprende ejerciéndolo, y para llegar a dominarlo algún día, si es que esto fuese posible, el amor es imprescindible. Sin amor, una relación médico-paciente efectiva es imposible.