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Letras

versión impresa ISSN 0459-1283

Letras v.50 n.76 Caracas jun. 2008

 

RESEÑA EL DESBARRANCADERO Alfaguara: Bogotá 2001; 194 páginas

Alí E. Rondón

Una cultura crece, se nutre en la oscura marcha a través del tiempo.  Así endurece sus raíces, consolida  sus tejidos y produce la savia de su destino.  Es imposible, sin embargo, la pretensión de echar por la boda el pasado e iniciar una vita nuova con un corazón ligero de recuerdos y esperanzas.  Es cierto que cada generación trae en sus alas una nueva visión, una nueva sensibilidad histórica, pero en la novela El desbarrancadero Fernando Vallejo no puede ocultar hasta donde lleva tatuados el cariño y la admiración hacia su padre y un odio viceral hacia su madre.  Para el narrador en primera persona el personaje de La Loca representa sólo un rótulo, una imitación, una vaga apariencia de progenitora y punto, pues no llega a consolidarse jamás como ser cálido, agradable, henchido de amor hacia el marido y hacia su abultada prole de veinte pequeños.  El contrapunto de esta encendida metáfora de odio, la intolerancia y la Muerte en tiempos de SIDA, conciliábulo de espectros y fantasmas que se agolpan en los delirios de Darío, hermano menor del protagonista, junto al correlato trágico de esa familia hecha trizas en una Colombia que se está cayendo a pedazos por tanta mezquindad, tanta dinamita, tanta guerrilla, tanto narcotráfico, tanta corrupción y tantos sicarios, nos empuja hacia un mundo terrible de infamias y pesadillas.  Cualquiera diría que se ha establecido una vez más la contienda que mueve al mundo, quién sabe si la misma que alguna vez alimentara los sueños alucinantes de Judas y Poe.

Recibido: 15-07-2003

Et  Madame la Mort?  Est-ce-qu’ elle etait partie? Con  treinta  mil  asesinados  al  año  en  es país vesánico, amén  de  los  que  se  despachan     el  infarto, la tuberculosis, la malaria, Pablo Escobar, la policía, los buses y los carros (con efusión o sin efusión de sangre), la pobrecita no se daba abasto.  Trabaje que trabaje que trabaje.  Y ese afán protagónico a lo Papa que le pica el culo día y noche y no la deja en paz…  En todo entierro tiene que estar.

¡Pero qué va, que se iba a haber ido!  Cuando subía la escalera con mi maleta se soltó a reír de mí la desgraciada.

--Dove sei, stronza?

¿Dónde estaba? Invisible como el Todopoderoso en todas partes estaba: girando como un electrón loco en el corazón del átomo.

--¡Jua, jua, jua! –se burlaba con una risa horrísona, que ni la cantaba Edipo Rey de mi difunto maestro de armonía Roberto Pineda el sordo.

--¿De qué te reís, estúpida?—le increpé--.

Lacaya de Dios!

Con eso tuvo, se calló.  Nadie desde que el mundo es mundo le había dicho verdad más amarga.  (pp. 145-146).

De hecho, la novela galardonada en la XII edición del  Premio Internacional “Rómulo Gallegos” (2003) es un grito espeluznante y sostenido que Vallejo le está lanzando al lector.  Un impacto difícil de olvidar porque deviene en testimonio irrefutable de una realidad donde lo que se ve y se juzga es precisamente lo inmoral de la sociedad donde se ha vivido.  Y ese cumplimiento de ser fiel a su tiempo hace del autor de La Virgen de los sicarios un intérprete excepcional.  Al igual que su paisano Fernando Botero, este antioqueño sabe lo que tiene que ser la pintura para el arte y se ha entregado rabiosamente a reproducir en las tonalidades de sus palabras aquello que revele lo verdaderamente importante del mundo que le rodea y sirva para hacer la historia de finales del siglo XX:  El malestar del hombre, la vergüenza, la infamia, el crimen, el asco y la nostalgia de una moral verdadera.

Quizás Fernando Vallejo y su novela merezcan una mayor glosa que estos apuntes de lector donde ni siquiera profundizamos en el desmoronamiento de los valores y la fraternidad que a veces, no siempre, late bajo la desdicha.  Quede entonces nuestra reseña de El desbarrancadero como una sencilla referencia de cómo son y cómo pueden ser las obras de arte nacidas con propósito de “do” de pecho.