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Letras

versión impresa ISSN 0459-1283

Letras vol.54 no.87 Caracas dic. 2012

 

Los desheredados de la fortuna. Identidades y subalternidades en rastrojo (1944), de María Rosa Macedo

Mariana Libertad Suárez

marisuarez@usb.ve

Universidad Simón Bolivar

Resumen

Se propone una lectura de la novela Rastrojo (1944), de la escritora peruana María Rosa Macedo. Un texto sumamente interesante dadas las ambigüedades que definían la relación de la autora con el campo cultural de su momento. En el artículo, se exploran los procesos de recepción y producción de identidades, interacciones y subalternidades propuestos en esta novela, donde la racialización del mapa subjetivo permitirá replantear el pasado que produce y contiene las identidades fundamentales de la nación peruana. El trabajo comienza con una revisión de las nociones teóricas en torno a la subalternidad y la representación de Gayatri Chakravorti Spivak, posteriormente, se reflexiona en torno la recepción crítica de la obra de Macedo, para –a partir de ello-proponer una lectura crítica de la novela.

Palabras claves: Representación, novela de la tierra, María Rosa Macedo, racialización, identidad.

Disinherited of fortune: identities and subalternities in rastrojo (1944), of María Rosa Macedo

Abstract

A reading of the novel Rastrojo (1944), of the Peruvian writer María Rosa Macedo, is proposed. It is a very interesting text in terms of the ambiguities that defined the relationship of the author with the cultural field of her time. This paper explores the process of production and reception of identities and subalternities emerged in the novel, where the racialization of a subjective map allows a restating of the past that produces and contains the fundamental identities of the Peruvian nation.

Key words: Representation, novel of the Earth, María Rosa Macedo, racialization, identity.

Les deshérités de la fortune: identités et les subalternités dans rastrojo (1944), de María Rosa Macedo

Résumé

On propose une lecture du roman Rastrojo (1944) de l’écrivaine péruvienne María Rosa Macedo. Il s’agit d’un texte extrêmement intéressant étant donné les ambigüités qui définissaient la relation de l’auteure avec le domaine culturel de son époque. Dans l’article, on explore le processus de réception et production d’identités et de subalternités généré dans ce roman où la racialisation de la carte subjective permettra de repenser le passé produisant et contenant les identités fondamentales de la nation péruvienne.

Mots clés : Représentation, roman de la terre, María Rosa Macedo, racialisation, identité.

Gli sfortunati: le identità e le diversità in rastrojo (1944),di Maria Rosa Macedo

Riassunto

Qui si propone una lettura del romanzo Rastrojo (1944), della scrittrice peruviana María Rosa Macedo. È un testo molto interessante per le ambiguità che definiscono il rapporto tra l’autrice e l’ambito culturale del suo tempo. Nell’articolo si esplora il processo della accettazione e della produzione delle identità e delle diversità prodotto in questo romanzo, dove la costruzione razziale di una mappa soggettiva permetterà di prospettare uil pasato dello Stato peruviano.

Parole chiavi: Rappresentazione, romanzo regionale. Maria Rosa Macedo, costruzione razziale, identità.

Os deserdados da fortuna: identidades e subalternidades em rastrojo (1944), de María Rosa Macedo

Resumo

Propõe-se uma leitura do romance Rastrojo (1944), da escritora peruana María Rosa Macedo. Trata-se de um texto extremamente interessante graças às ambiguidades que definiam a relação entre a autora e o campo cultural de sua época. No artigo, é analisado o processo de recepção e produção de identidades e subalternidades gerado neste romance, no qual a racialização do mapa subjetivo permitirá analisar o passado que produz e contém as identidades fundamentais do Peru.

Palavras chave: representação, romance da terra, María Rosa Macedo, racialização, identidade.

Recepción: 14-01-2013, Evaluación: 28-05-2013, Recepción de la versión definitiva: 03-06-2013

La señorita se recostó pensativa, sobre el brazo del sillón donde se sentara. Estaba asombrada ¡María una mujer de vida amorosa bastante intensa! María con sus polleras hecha jirones, con sus trenzas enmarañadas y piojosas, su vientre abultado y las piernecitas chuecas… Luego, una gran piedad la invadió. Ella y todos, tanto los más hermosos especímenes humanos como los más monstruosos, eran nada más que juguetes del instinto que, a veces se sacia con poco. El instinto… el amor… Bien miserable que sería la Vida si no estuviera puesto el máximo placer al alcance de todos, aún de los desheredados de la fortuna, de la belleza y del talento…

(María Rosa Macedo, Rastrojo)

I. A manera de introducción:

En su texto "¿Puede hablar el sujeto subalterno?", Gayatri Chakravorti Spivak establece una clara diferencia entre: "representación en el sentido de ‘hablar por otro’ (como se da a nivel socio–político) y (…) re–presentación (como se utiliza en arte y filosofía).Dado que ‘teoría’ sería solamente también ‘acción’ el teórico no representaría (es decir, ‘no hablaría por’) grupos oprimidos" (Spivak, 1998, p. 181). En otras palabras, para esta pensadora, cuando el intelectual realiza la acción política e ideológica de nombrar a la subalternidad, de algún modo se está autodefiniendo como una identidad movible capaz de invadir los espacios marginales de la cultura para otorgar a quienes así lo necesiten, cierta luminosidad que les garantice existencia simbólica.

Precisamente aquí se origina una de las grandes paradojas señaladas por Spivak. Cuando el sujeto letrado decide designar y, en cierto sentido, encarnar la subalternidad, de muchas maneras está estableciendo dos universales. Por un lado, asume que una subjetividad sólo puede hablar o actuar –nunca hacer las dos cosas a la vez– y, por eso mismo, sólo es posible (re)conocer en el imaginario sujetos que tengan voz –en términos absolutos– o que carezcan de ella.

Se trata de una tensión que, sin duda, atraviesa una cantidad importante de Novelas de la tierra editadas en el continente, entre las que destaca Rastrojo (1944), de la escritora peruana María Rosa Macedo. Este texto resulta particularmente interesante dadas las ambigüedades que definían la relación de la autora con el campo cultural de su momento, pues si bien en las décadas de los cuarenta y cincuenta la intelectualidad peruana parecía reconocer la autoridad y destacar la escritura de esta iqueña, progresivamente, tanto su nombre como sus libros se fueron borrando de la historia de la literatura. Al respecto, también es importante recordar los planteamientos de Luz Marina Rivas en torno a la novela intrahistórica escrita por mujeres, particularmente cuando propone que:

la historia que hoy conocemos como historia oficial, parte de la profesionalización de la disciplina histórica esbozada en el siglo XIX por el alemán Leopold von Ranke, para quien lo histórico sólo se refería a los hechos políticos y militares, se hacía focalizando los acontecimientos "desde arriba", es decir, desde la perspectiva de gobernantes, políticos, líderes sociales y generales, desde los protagonistas de la historia que han producido los grandes cambios. Para von Ranke, las fuentes historiográficas son exclusivamente documentales y el historiador devela para sus lectores la verdad "objetivamente" (Burke: 1993). Partiendo de estas consideraciones se elaboran los manuales escolares y la historia oficial, la que el Estado considera la auténtica historia, incuestionable, sobre la cual se construye la comunidad imaginada que es la nación, como lo ha explicado Benedict Anderson (1993). Esta historia oficial se acompaña de tradiciones inventadas, concepto de Eric Hobsbawn (1992) que se refiere a los usos y costumbres sacralizados como naciones, aunque no sean del todo auténticos para todos los pobladores. Buena parte de la producción de novelas históricas latinoamericanas y del Caribe ha dialogado con este modelo de discurso historiográfico. Ha ficcionalizado figuras poderosas del mundo político y militar (Rivas, 2001, p. 105)

Esta propuesta permite explorar el proceso de recepción y producción de identidades y subalternidades generado en esta novela, donde la racialización del mapa subjetivo permitirá replantear el pasado que produce y contiene las identidades fundamentales de la nación peruana.

II. Macedo por otros:

En el prólogo de la antología crítica Cuentas. Narradoras peruanas del siglo XX (2000), Giovanna Minardi plantea que "hasta principios de la década de los 80, el panorama literario del Perú estaba plagado de varones", asimismo señala que "es sólo en los últimos años que la escritora peruana ha sabido enfrentarse al reto de un proceso creador más continuo y de menor éxito inmediato" (p. 13). Ciertamente, si se emplea la expresión "panorama literario" para definir sólo la sistematización de la literatura que se lleva a cabo desde la academia, la publicidad y la industria editorial, la primera afirmación de Minardi resultaría absolutamente incuestionable: la narrativa de autoras peruanas no se encuentra incluida en los programas de literatura de las universidades nacionales, ni en casi ningún manual escolar.

A pesar de ello, si se piensa la diferencia abismal que existe en Perú entre la percepción, construcción y representación de la mujer intelectual en las décadas del cuarenta y el cincuenta, y el trato posterior que sufrió esta subjetividad en la historia de la literatura peruana, las consideraciones de Minardi sobre la productividad de las escritoras llama a varias interrogantes. En principio, dentro su antología, la autora presenta un grupo de más de veinte novelistas y cuentistas –entre quienes se encuentran nombres tan trascendentes como los de Rosa Arciniega, Catalina Podestá, Carlota Carvallo, María Wiesse o Sara María Larrabure– cuya labor literaria fue altamente difundida y reconocida a mediados del siglo XX.

Paradójicamente, Minardi confiesa que su labor de antóloga se debe a que estas escritoras –si bien son mencionadas dentro de los ejercicios de sistematización cercanos a la publicación de sus obras– fueron desincorporadas de todo amago historiador de la narrativa peruana y, lo que resulta aún más llamativo, pasaron de tener un reconocimiento innegable dentro del campo cultural, a ser obviadas casi por completo. Salvo la honrosa excepción de Magda Portal, los textos de estas mujeres nunca fueron reeditados, hay pocas o ninguna mención de su producción en la prensa y –a diferencia de lo que ocurre con los escritores de la generación del cincuenta– no fueron objeto de homenajes, ni de reconocimientos.

Cabe entonces preguntarse si su omisión dentro del "panorama literario" obedece a la falta de continuidad en el proceso creativo de las narradoras peruanas o si es producto de la incompatibilidad de sus discursos con las demandas del canon. Si la exclusión posterior es consecuencia de un proceso natural de selección o si se debe a la incomodidad que generaban estos discursos elaborados a contracorriente dentro del campo intelectual. Un registro que proporciona pistas interesantes a este respecto, lo constituye el libro de Mario Castro Arenas: La novela peruana y la evolución social (1967), particularmente, el apartado dedicado a lo que este crítico denomina "El regionalismo". Ahí, el autor comienza señalando:

En rigor, los regionalistas no aportan ni elementos temáticos propios ni cualidades estilísticas de relieve. Refunden parte de la temática indigenista y también algo del rudimentario naturalismo decimonónico (…) Otra pudo haber sido la suerte del regionalismo de haber asimilado la incitación experimentalista de Joyce y la novela americana de entre guerras (…) A pesar de sus notorias limitaciones de orden estético, damos cuenta, por explicable celo bibliográfico, de los principales representantes del regionalismo de la década del cuarenta (Castro Arenas, 1967, p.p. 253– 254)

Asimismo, indica:

Un manojo de mujeres novelistas se reúne cronológicamente en la visión de un regionalismo de casas haciendas recalentadas por el sol, duros latifundistas que no llegan a la crueldad más por inconsistencia caracterológica que por otras causas, peones amodorrados por la sensual atmósfera costeña, la ignorancia y las supersticiones (…) María Rosa Macedo, que también ha cultivado la narración breve, ilumina en "Rastrojos" [sic] (1944) las pequeñas tragedias de la grey de indios, negros, mestizos, que conforman el campesinado de los latifundios costeños. Entre el drama de los campesinos que emigran a la capital, María Rosa Macedo destaca el ascenso en prestigio y afirmación social que aureola al hombre de provincia cuando retorna de la gran ciudad a su apartada comunidad. La señora Macedo ensaya la adecuación de un lenguaje que traduzca el habla oral de los campesinos costeños y serranos. Hay en "Rastrojos", de otro lado, capítulos que transcurren en Lima en el año 1933 en la época del conflicto bélico con Colombia y el asesinato de Sánchez Cerro. Pero se trata de meras referencias episódicas que no llegan a cuajar en el cuerpo narrativo de la novela (Castro Arenas, 1967, p. 264).

Esta extensa cita sirve para comprender la complejidad de las reacciones del campo cultural peruano de mediados del siglo XX con la mujer letrada. En el comentario inicial que realiza Castro Arenas en torno a la estética del regionalismo, se evidencia que su manual está más orientado a normar que a describir. Este libro trasluce, además, una postura ideológica de rechazo frente a los proyectos nacionales diseñados desde ciertos sectores del pensamiento peruano hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX; al tiempo que exhibe un gesto de autofirmación en el espacio de autoridad, avalado por el "celo bibliográfico" que acompaña su escritura.

Desde este lugar de enunciación, el estudioso habla de "un manojo de mujeres novelistas". Expresión que en sentido etimológico recuerda la capacidad de éste y otros críticos para tomar con la mano –siendo benevolentes– o manipular –leyendo de una forma menos compasiva– a este conjunto de autoras. A la par, salen a relucir la angustia de la Academia frente a la insubordinación de esta escritura –que, como señaló Castro Arenas, no sigue a los maestros adecuados– y su inestabilidad frente a la existencia inminente –e imposible de omitir en un trabajo que se precie de riguroso– de esta alternativa discursiva.

Ahora bien, en el mismo texto, el autor expone sin censura los rasgos que le causan incomodidad frente a ese "manojo" de mujeres en general y frente María Rosa Macedo en particular. Reclama, por ejemplo, que los estereotipos sociales no sean reproducidos a cabalidad. Es decir, pareciera disgustarle que en la novela Rastrojo, el latifundista no sea presentado como un enemigo absoluto de la sociedad sino como parte de ella, que se le dé luminosidad a las creencias no cristianas que también forman parte de la vida espiritual del Perú –aunque en este caso se les denomine "supersticiones"– y, finalmente, que se refieran los otros saberes de los grupos sociales no occidentalizados y vinculados por Castro Arena a la "ignorancia".

De igual forma, dentro de la crítica se cuestiona el manejo de la historia propuesto por Macedo. Al respecto, es importante tener en cuenta que desde el momento mismo en que la autora rescata, en su recreación histórica, acciones ajenas a las grandes epopeyas, está privilegiando la existencia de ciertas subjetividades habitualmente omitidas de los relatos nacionales, tales como las mujeres económicamente independientes, los latifundistas más inconscientes que crueles, los peones sabios y capaces de penetrar el poder o los peruanos no cristianos, no mestizos y reacios al proyecto de modernización. Estos actos recuperados en Rastrojo sirven como soporte a una serie de cambios sociales y subjetivos que, desde una perspectiva más enraizada, pudieran mostrarse como abruptos y hasta inexplicables.

A partir de ello, se hace obvio que los juicios peyorativos de Castro Arenas se soportan en la angustia por perder su espacio de autoridad. Este texto evidencia que el multiculturalismo –descrito como deficiencia en la escritura de María Rosa Macedo– y la visión intrahistórica de Rastrojo, de ser tomados en cuenta, bien pudieran poner en tela de juicio la institución letrada del Perú. Por ello, diversos comentarios críticos en torno a esta novela develan un tono inquieto completamente explicable y hasta esperable.

Resulta pertinente señalar que la postura de Castro Arenas no se encuentra popularizada dentro de las aproximaciones a la obra de Macedo. De hecho, al menos en la recepción cercana a la publicación de su obra, son más los críticos que alaban la escritura de esta autora que quienes la cuestionan. Estuardo Núñez (1965), por ejemplo, en Literatura peruana del siglo XX (1900– 1965) inscribe la narrativa de María Rosa Macedo dentro un grupo de autores "menos ambiciosos [que] perfilaron un contorno y una localidad reducida y por eso mismo de pocas posibilidades para la acción" (Núñez, 1965, p. 132). Luego, asocia la producción discursiva de esta autora con la de algunos escritores consagrados pues, según Núñez, "Dentro de esta enumeración advertimos que el acierto es más frecuente en los ambientes de costa (trazados por Garrido, Magda Portal, María Rosa Macedo, y Puga) y en ellos se logran vigorosos personajes" (133).

O, lo que es lo mismo, este autor traza un doble movimiento de legitimación: por un lado adscribe de la autora a un movimiento cultural y, por el otro, refiere directamente la novedad de sus personajes. Incluso, en un momento determinado, Estuardo Núñez trasciende el gesto simple de equivalencia y sitúa a la autora en una situación favorable frente a sus contemporáneos, especialmente cuando afirma que:

En la costa de Ica, María Rosa Macedo (n. en Pisco, 1912) [sic] nos ofrece una versión regional original y fuerte, aparte de sus novelas, en los cuentos y relatos de Ranchos de caña (Lima, 1941) y Hombres de tierra adentro (Lima, 1948), libros que acusan más calidad literaria que Arenales que arden (Lima, 1957) de Gustavo Pineda Martínez (Núñez, 1965, p. 6).

Además del gesto de comparar la narrativa de una mujer ilustrada con la de un escritor, que ya devela rasgos interesantes sobre el papel que jugaba Macedo en el imaginario peruano de los cuarenta, hay un elemento fundamental dentro de este comentario que llama a la reflexión. La única novela que logra editar esta escritora es Rastrojo, en el año 1944, y Estuardo Núñez habla de "sus novelas" en plural. Esto, sobre todo si se piensa en que Núñez y Macedo fueron parte de un mismo colectivo literario llamado ínsula, permite inferir que el crítico conocía algunos textos inéditos de esta autora y que el discurso que ella estaba construyendo circulaba entre la intelectualidad regente en el Perú para la época. Igualmente, Augusto Tamayo Vargas, en el segundo tomo de su Literatura peruana (1965) reflexiona acerca de la solidez de Macedo dentro de la máquina cultural cuando afirma que:

En la novela femenina se suceden los nombres de Pilar Laña, sencilla y descriptiva en Más allá de la Trocha y En el Valle de Huanchar; Catalina Cassinelli, también interesada en su país y sus caracteres; y María Rosa Macedo que después de obtener el logrado éxito de sus plásticos cuentos Ranchos de caña, publicó Rastrojo, que fuera elegida por el Jurado Nacional para representar al Perú en el Segundo Concurso Literario Latinoamericano. María Rosa Macedo es una sobria figura de escritora neo–realista (Tamayo Vargas, 1965, p. 1095).

Aquí, el autor establece no sólo la consistencia de la escritura de Macedo, como lo había hecho Estuardo Núñez, sino que además, emplea la autoridad de otras instituciones, como el Jurado Nacional, para refrendar su gesto legitimador. Por ello –tomando como base estos juicios y considerando que ninguno de los textos de María Rosa Macedo forma parte, en la actualidad, de los programas de literatura latinoamericana de las universidades del continente–, se podría afirmar que esta autora sufrió uno de los movimientos de expulsión más abruptos del campo cultural peruano. Aunque, quienes reseñen su obra nunca dejen de admitir la luminosidad que obtuvo la misma en el momento de su publicación. Según admite Giovanna Minardi (2000) en su antología de cuentistas peruanas, la escritura de Macedo tuvo gran difusión en la década de los cincuenta:

Luego de haber hecho estudios en Bellas Artes, se casó con Camino Brent y mantuvo gran relación con Sabogal y los indigenistas. Ello explica su inclinación a la literatura realista llegando a ser la figura femenina más destacada dentro del regionalismo peruano. Practica un realismo directo, de recursos decimonónicos; su estilo suele ser claro, sin complejidad técnica y ensaya la adecuación de un lenguaje que traduzca el habla oral de los campesinos. Le interesa pintar con calor humano personajes y escenas de las haciendas y poblados de la costa peruana. Además, en sus mejores relatos la trama narra un amor sofocado y espinoso (Minardi, 2000, p. 22).

En este fragmento la antóloga establece algunos elementos adicionales que refrendan la admisión de Macedo, en tanto mujer intelectual, en el imaginario peruano. Por un lado, Minardi la asocia con Camino Brent y Sabogal, dos autoridades del campo cultural de mediados del siglo, y si bien se jerarquiza las relaciones entre ellos, pues no se sugiere que la autora haya influido en sus pares masculinos sino que se asume como única posibilidad que ella haya aprendido de los hombres, este intercambio sirve para legitimarla. De igual forma, la inscribe en el "regionalismo peruano" uno de los movimientos literarios fundados y aceptados por la Academia como tal, para –finalmente– establecer que las pequeñas variaciones que presenta su obra con respecto al canon, hacen de su narrativa una "mejor" expresión.

A esto se suma que dentro del breve apartado que se dedica María Rosa Macedo en Cuentas. Narradoras peruanas del siglo XX (2000), se refiere una "entrevista" que le realizó a esta autora Mario Vargas Llosa quien, para el año 1955, era un periodista de diecinueve años de edad. El texto en cuestión se reprodujo en el suplemento dominical del diario El Comercio, en una sección titulada "Narradores peruanos". Este simple hecho denota varios puntos de consideración para comprender el papel que jugó María Rosa Macedo en el campo cultural de su país.

En primer lugar, esta autora está siendo inscrita, a la par de los hombres ilustrados, en la categoría de "narradora", lo que le otorgaba –más aún en ese momento de la nación peruana– la facultad de organizar la nación. A partir de entonces se establece que la voz de esta autora no va dirigida únicamente a las otras mujeres o a los niños, de hecho, la referencia se incluye dentro de un periódico de circulación nacional cuyo público objetivo son los varones adultos. Finalmente, si bien el texto lo redacta un periodista joven, su existencia constituye un gesto altamente legitimador, dado que en esa columna se incluyeron entrevistas dirigidas a escritores que, pocos años después, se erigirían como representantes del canon de la literatura peruana: Francisco Vegas Seminario, Luis Alayza y Paz-Soldán, Arturo Burga Freitas, Enrique Congrains y Porfirio Meneses, representan un pequeño ejemplo de ello (Rodríguez Rea, 1996).

III. Rastrojo: la nación al alcance de todos

Esta novela de María Rosa Macedo tiene una estructura si se quiere convencional. Está dividida en tres partes: "Bajo el sol de la quebrada", "Y fue pasando la vida" y "Caminos de nostalgia". En el primer apartado, el relato gira alrededor de la adolescencia y los primeros años de adultez de Martina "una chica muy desarrollada y precoz" (p. 7). En el segundo, pasan al centro del discurso los hijos de la protagonista y sus interacciones con el pueblo hasta que, finalmente, en "Caminos de nostalgia" se habla de Pedro, el menor de los descendientes, su viaje a la ciudad y su "vuelta" al campo tras varios años de peregrinaje. Uno de los primeros elementos a considerar en "Bajo el sol de la quebrada" son los residuos testimoniales que acompañan el estilo narrativo de esta autora. Sin duda, la distancia analítica con que son relatados los primeros hechos, el gesto de contextualizar el nacimiento de Martina a los pocos años del fin de la esclavitud en el Perú y la inclusión de un glosario que "traduzca" a ojos de los lectores algunos diálogos e intercambios afectivos referidos, funcionan como una suerte de plataforma confidencial para la autora.

Es posible afirmar, incluso, que desde las primeras líneas de la novela, María Rosa Macedo anuncia su actuación como una mujer letrada, mientras admite que la narrativa como práctica le permitirá comprender, relatar y ser parte de un proyecto ético en apariencia distante a su posición dentro del campo cultural. Esto toma particular relevancia al momento en que se hacen guiños hacia los sucesos históricos sobre los que se ha fundamentado por décadas la identidad cultural de la nación. Al hablar de la Guerra del Pacífico, por ejemplo, la voz narrativa afirma:

Escondidos entre las retamas, las cañas bravas y los sauces, vieron los patriotas cómo se levantaban las columnas de humo y rutilaban las llamas que deshacían sus casas. Dos días estuvieron al amparo de la maleza comiendo yerbas y camarones crudos, luego, viendo que los enemigos habían seguido a la sierra, volvieron al pueblo a reconstruir sus viviendas (…) El pueblo fue resurgiendo lentamente y ahora se extendió por el lado del río y trepó la falda de los cerros con sus casitas blancas en que atisbaban las ventanas de reja. Los porteros de Cruz Chica lo rodearon con un engaste. Martina fue creciendo al pie de su madre y la reemplazaba en muchas cosas. Aprendió a curar con aplicaciones de yerbas y conjuros, hacía dulces y contaba cuentos aprendidos también de su madre y que venían desde la vieja abuela Saturna. Eran leyendas terroríficas y "sucedidos" de los galpones (Macedo, 1944, p. 12).

Evidentemente, no se trata de un texto periodístico, sino de una reflexión personal que –pese a su individualidad– no desdice del todo el tono historiográfico del discurso. La subjetividad que enuncia se vale de la subjetividad enunciada para construir un momento histórico fundamental en la edificación nacional; no obstante, el devenir no desemboca, como hubiera ocurrido en la escritura de la Historia convencional, en la formulación de "un nuevo hombre peruano", sino en la supervivencia de una subjetividad femenina, casi analfabeta, que no se identifica ni con el contingente blanco, ni con el mestizo, ni con el indígena. Martina, "la zambita", ajena por completo a la modernización y a la racionalización que sufría Lima a comienzos del novecientos, se apega al saber de la oralidad, de la tradición y de la fabulación.

Al punto que, al momento de reconstruir una guerra –desencadenante épico por antonomasia–, la autora de esta novela privilegia la existencia de un personaje marginado e incluye su imagen y su voz en un espacio donde pareciera no tener cabida. Con la elección construcción y revisión de la protagonista de su obra, Macedo se posiciona ideológicamente ante la Historia como disciplina científica, por ello, no es extraño ver que a partir de entonces, la cotidianidad será más significativa que los grandes sucesos del país.

Una arista importante para comprender este hecho es la relación de amor/odio que establece Martina con el espacio urbano. Un vínculo que si bien torna el pensamiento de la protagonista en autodenigratorio –pues ella desea para sus hijos un progresivo blanqueamiento o, lo que es lo mismo, el acceso a una vida menos forzada– una vez que la cotidianidad de los personajes se ha "modernizado", Martina y otros tantos habitantes de Vitoy comienzan a despreciarlos.

Un acontecimiento que da clara cuenta de ello es protagonizado por Octavio, el segundo de sus hijos. Al comienzo del primer apartado "Bajo el sol de la quebrada", se narra cómo este personaje masculino ha decidido "dir a Pisco con el ingeniero", pues quiere "ser mecánico" (p. 43) e, inmediatamente, desaparece de la historia hasta el segundo apartado de la novela, cuando está ejecutando su deseo. Entonces, el personaje es aludido por última vez y, nuevamente, es clasificado según su tipología étnica:

Para fiestas Patrias, llegó de Pisco Octavio. Venía manejando un auto del ingeniero y lo acompañaba una mujer, una injerta de ojos burlones. El zambito estaba muy elegante, con los dedos llenos de sortijas, corbata de seda y reloj con cadena.

– ¡Qué bien tas!... –dijo la madre y lo miró; un poco extrañada de ese hijo que tan poco se le parecía ahora. Olvidaba que, precisamente, eso quiso hacer ella de todos y que Octavio, trabajador e inteligente, era muy querido en la ciudad y adelantaba en su oficio. La gente decía que pronto tendría taller propio.

Presentó a su esposa.

Aquí tienen a Yolanda. Mira mujer, estas son mis hermanas. Déntrenla para que se quite el sombrero.

La muchacha miró por todo el cuarto con cierto desprecio ¡Era tan pobre esa casa de quincha y barro! (Macedo, 1944, p. 67)

Asimismo, se relata:

Al día siguiente se fue Octavio con su mujer y Martina lo vio partir sin pena. Ya no le parecía suyo este hijo acaparado por una extraña que se consideraba superior a ellos.

- Gracias a Dios que se jué – murmuró Isabel y Carmela sonrió un poco. A ninguna de las dos había gustado la cuñada.

- ¿Y él? – preguntó Nicanor – Te fijates la prosa… hasta reló y too cuanto hay… Juan se quedó callado. La verdad que Octavio también le parecía otro, con su corbata tiesa y tanta sortija; pero era bueno y cariñoso

- No hables así de tu hermano – dijo Martina saliendo de la habitación.

- ¿Mi mamá se ha enojau?– preguntó Pedrito.

- Capaz… (Macedo, 1944, p.p. 70–71)

Un desplazamiento significativo se asoma al contrastar la mirada de la voz narrativa con la de los personajes. Evidentemente, desde la perspectiva del sujeto letrado, Octavio continúa siendo el "zambito", sólo que se ha blanqueado –como siempre lo deseó su madre– y ahora tiene acceso a los bienes que definen la modernidad. Si bien esta voz reconoce que desde un baremo occidental el muchacho ha "progresado", cuestiona –aunque levemente– los deseos de Martina de suplantar su identidad. Ella intentó que sus hijos estudiaran, hizo esfuerzos por tener un hijo blanco y deseó que su descendencia se pareciera a los de la patrona; sin embargo, inscribe en el lugar de la alteridad al único de sus hijos que, al menos parcialmente, consigue realizar estos deseos. Así pues, para Martina, el mejor espacio para sostener su identidad está precisamente ahí, al margen de los cambios que llegan al pueblo por medio de la carretera, de hecho, cualquier cosa que la aleje de la tierra le producirá esa suerte de desconcierto.

Otro ejemplo interesante se inscribe en el personaje Isabel, una hija de Martina "muy oscura [pues] había dado un salto hasta sus abuelos esclavos" (p. 49). Este personaje es descrito –además– como una mujer "coqueta y voluntariosa, que sólo pensaba en peinarse las trenzas apretadas y echarse polvos" (p. 49). Pese al tono esencialista que parece subyacer a esta descripción, surgen varios rasgos que permiten imaginar a Isabel como una negra atípica dentro de la literatura peruana.

Por un lado, la voz narrativa reconoce su belleza, al margen del atractivo sexual que parecía ser el único atributo físico permitido, en el imaginario nacional de esos años, para las afroperuanas. Eso hace que el cabo Julio Pazos, quien "representaba la ley en ese rincón arisco y escondido de la quebrada" (p. 49) la elija como esposa –y no como amante ardiente– en detrimento del resto de las muchachas del pueblo que también lo pretendían. Finalmente, su boda se ciñe a los patrones cristianos que demandaban las clases altas peruanas por esos años.

En una primera lectura, este personaje pareciera elegido –al igual que Octavio– para integrarse al crecimiento urbano de una manera menos traumática que sus hermanos. Isabel se casa, trabaja y crece en la misma medida en que la racionalidad y el progreso material llegan al pueblo; sin embargo, hay un punto de quiebre dentro de la anécdota que, nuevamente, invita a una lectura sobre la racialización de la historia. Tras algún tiempo de matrimonio, Isabel y Julio se enteran de la llegada de un maestro que se encargará de la formación de los habitantes del pueblo. El educador, letrado y blanqueado, llega en compañía de una hija de nombre Carmen, "hermosa desde pequeña, sensible y romántica" (p. 50). Esta mujer entra en contacto con Julio, el esposo de Isabel y luego:

Julio se paró, ella se levantó entonces de la silla y un segundo estuvieron muy cerca, sintiendo correr la sangre más caliente y más ligera hasta que él la tomó en brazos y la estrechó con fuerza. Carmen sentía los labios amados en besos rápidos que le acariciaban el pelo, los ojos y el cuello, hasta que en un movimiento que hizo tropezó con su boca (…) La chica se sentía morir en una dicha que no soñara nunca. Era un placer intenso punzante, algo dulce y a la vez doliente como una herida fresca bañada en miel. Apretando su cuerpo contra el de Julio, en un abrazo casi salvaje, con esos labios voraces sobre sus labios…

La muerte, sí ¡La muerte antes que perder tanta felicidad! (Macedo, 1944, p. 62)

El tono altamente erótico y sensual que se le imprime a la descripción de esta escena contrasta con la mirada formal y conservadora con la que se representa la relación entre Julio e Isabel. Curiosamente, no es la mujer negra quien seduce y acaba con el matrimonio de la blanca, sino que es la víctima de una sensualidad incontenible –por parte de una muchacha de ciudad, hija, además, de uno de los estandartes del desarrollo– encargada de seducir a su marido. Julio, por su lado, igualmente inscrito dentro de la lógica estatal modernizante, huye y abandona a su familia motivado por la misma irracionalidad, mientras que Isabel, en un gesto cíclico que recordaba la actitud de Martina en las primeras páginas de la novela, vuelve a su casa materna.

Este episodio, que va acompañado del fallecimiento del hijo mayor de Martina como consecuencia del paludismo, contribuye a la criminalización del crecimiento urbano. Refuerza que la carretera, la escuela, los hombres blancos y las mudanzas fuera del pueblo, convierten a los nativos de Vitoy en personajes inestables e indefensos o, lo que es lo mismo, en potenciales víctimas del progreso.

La tensión que circunda la racialización de la historia peruana continúa presente en el tercer apartado de la novela, aunque con nuevos matices. En "Y fue pasando la vida", se asoma un intento claro de conciliar las modificaciones indetenibles que redibujaban el centro de la sociedad peruana y la resistencia a desaparecer que experimentaban los habitantes de los márgenes de la ciudad. La primera de las escenas es por demás elocuente. Se trata de una conversación de Martina con su "patrona", donde la protagonista expone que:

[sus ñetos] quieren salir de Negritos este año y mi han rogau pa’ que le pida a usté que sea madrina de la banda de Julito y de camisolí de Jesús. Yo ya les he dicho q’ era mucha molestia, pero ellas dale que te dale. Hoy mi aparejaron la burra y casi en peso me subieron encima.

¡Qué graciosos! Seré madrina de ellos con mucho gusto. Usté arregle con una costurera y compre lo que necesite. Aquí tiene.

La señorita sacó un billete y Martina agradeció con su habitual manera, un poco altiva, otro, sometida (Macedo, 1944, p. 83)

Se torna muy interesante el juego de apropiaciones que denota este diálogo y que, de una manera poco común en la literatura peruana de los cuarenta, libera –al menos parcialmente– de tensión la representación étnica de los personajes. Es evidente que, a lo largo de la novela, Martina y los otros miembros de su familia han sido clasificados desde el poder y, por extensión, desde su propia mirada como sujetos étnicamente conflictivos. Pedrito, Octavio, Isabel e, inclusive, Carmela, la menor de las hijas –a quien, según la voz narrativa, Martina criaba como blanca y, por tanto, "Las mujeres le tenían envidia y los hombres codiciaban" (p. 78)– han generado incomodidad dentro del pueblo por su capacidad de movilizarse racialmente y desdecir con sus rearticulaciones constantes la naturalidad de las funciones sociales.

Ciertamente, pareciera a lo largo del primer apartado que ellos han asumido para sí una concepción física y actitudinal que les permitirá adoptar como propia una identidad; no obstante, esta imagen llega al extremo de lo caricaturesco cuando la decencia de los esclavos decide "salir de Negritos". Esta exteriorización de una máscara racial que, además, los identificará en una fiesta carnavalesca, con principio y fin claro, desestructura –una vez más– las representaciones étnicas más habituales. En Rastrojo, los negros usan como disfraz la negritud en tanto construcción ideológica formulada desde el poder. Un semblante que, además, los patrones financian para ellos y para la diversión de todos los ahí presentes.

La puesta en escena que se lleva a cabo en la fiesta les permite a "los zambitos" manejar ese proceso de heterodesignación cuya finalidad principal era confrontarlos con su visión de ellos mismos y, así, reforzar la línea ideológica que los separaba de los espacios de poder. Pero dado que la negritud se satura por medio de la sobrerrepresentación, la condición de minoridad se vacía por completo de contenido y pasa a ser, sencillamente, un espacio de negociación con los patronos.

De igual manera, otras prácticas asociadas a la celebración de la Pascua, como la misa, el rezo del Rosario o las confesiones, quedan también reducidas a puestas en escena. Tal como ocurría con los antepasados esclavos, los habitantes de Vitoy ensayan y protagonizan los ritos, pero nunca se muestran convencidos del mito. Con lo cual, se produce un nuevo pliegue en las anclas de identidad más cotidianamente representadas en la literatura peruana de los cuarenta. Si bien es cierto que dentro de buena parte de la novela, ser blanco equivale a vivir cómodamente y, por tanto, se convierte en un modelo deseable, al momento de "hacer cosas de blancos", es decir, al momento de conmemorar los diversos ritos cristianos, negros, cholos y zambos eligen homenajear a los esclavos.

Sobre esta plataforma, no es difícil comprender que el texto acabe con un apartado que lleva por título "Caminos de nostalgia", dado que tras la caída de los grandes mitos heredados del Perú decimonónico –como la conciliación a partir del mestizaje, la urbanización como mejoría en las formas de vida o las equivalencias entre los pares mínimos campo/ciudad = barbarie/ civilización– que habían soportado hasta entonces el imaginario nacional, queda sólo una añoranza de las anclas de identidad. De igual manera, es fácil comprender que el protagonista de este último apartado de Rastrojo sea Pedrito, y que precisamente él, uno de los personajes más ladinos y nomádicos de la historia, esté encargado de ver cara a cara la ciudad modernizada y reflexionar a partir de la misma.

Uno de los primeros elementos dignos de mención en este apartado es el desplazamiento étnico que sufre el personaje. Al llegar a la ciudad, el último hijo de Martina, descendiente de un extranjero e históricamente denominado El Gringo, es percibido en la capital como un "zambito". Pese a ello, la voz narrativa no deja de destacar que Clarita, la hija de un sastre y de una difunta profesora "pronto comenzó a interesarse en él" puesto que "Era hermoso aquel muchacho de ojos verdes y aire lejano" (p. 156).

La imposibilidad de definir étnicamente a Pedrito lo convierte, a diferencia de lo que ocurre con Cirilo, su compañero de viaje, en un inmigrante inofensivo a los ojos de los citadinos. Por ello, sobre el Gringo se inscribe una tensión que dará paso a la multiculturalidad, mientras que la subjetividad del cholito será apropiada por la vida urbana y absorbida hasta conseguir su rearticulación. Basta con contrastar las imágenes de la llegada a la ciudad, propuestas en este apartado. Por una parte, al hablar del hijo de Martina la voz narrativa propone:

Sólo el Gringo, estudioso e inteligente, adelantaba cada vez más y se iba dando cuenta de muchas cosas. Comprendió que allá en el pueblo, la vida no pasaba igual que aquí. En partes era mejor, más tranquila, rodeados de una naturaleza casi agreste, pero por otro lado, les faltaba ambición y conocimiento. No tenían médico en el hospital, todavía la gente se atendía con yerba santa, llantén, toñuz y cola de caballo. Todo lo creían tifus o daño y hasta con pulmonía se bañaban en la acequia. No conocían el cinema ni la luz eléctrica… Necesitaban quien los ayudara en la conquista de todos estos bienes. Quien, salido del mismo medio, les abriera los ojos a sus derechos (Macedo, 1944, p. 160)

En cambio, al referir al cholito Cirilo, sugiere:

Era un muchacho de Vitoy (…) que había caído conscripto junto con Pedro y por casualidad habían ido al mismo cuartel.

Los dos que ya eran amigos, se unieron más al hacer la vida en común. Cirilo, más alegre y vividor que el Gringo, se adaptó en un momento al ritmo de vida del cuartel y le tomó gusto a ser soldado. Muy orgulloso de su uniforme, se paseaba por las calles de Lima del brazo de alguna muchachita que conociera en el cine de barrio que frecuentaba (Macedo, 1944, p. 156)

Macedo muestra dos posibles soluciones a la mayoría de los conflictos entre el poder y la subalternidad que han estructurado la obra. Por una parte, sugiere que la dominación de la capital sobre el campo puede ser un proceso sencillo aunque –pese a su carácter inocuo y casi imperceptible– con capacidad de trasplantar las anclas identitarias – reflejadas en la vestimenta, los hábitos de consumo o en las relaciones intergenéricas– a un nuevo lugar donde la tradición permanezca silenciada.

Paralelamente, la autora propone que estas disputas sociales, culturales y raciales, pueden inscribirse en un solo cuerpo y, como consecuencia de ello, hallar una solución multicultural. Pedrito –en tanto recipiente de todas las dicotomías– será capaz de construir vías de conciliación. Su pensamiento comenzará a jerarquizar y a redefinir espacios de poder desde el momento mismo en que el campo se confina a un espacio de la memoria inaccesible desde el presente.. Pese a ello, la voz narrativa nunca deslegitima las formas de saber que dominan en Vitoy.

Por el contrario, en este apartado, las profecías –basadas en conocimientos irracionales– en torno a la guerra, a Pedrito y al pueblo se cumplen cabalmente. Al tiempo que las imágenes de él como "gringo" siguen circulando en el espacio. Por eso no deja de ser verosímil que las "mejoras" propuestas por Pedro estén más asociadas a actividades específicas que a formas instituidas de organización social, es decir, para Macedo no se trata de sustituir un imaginario por otro, sino de incorporar de la manera menos violenta posible, prácticas sociales que permitan la subsistencia de algunas subjetividades –como la curandera, el adivino o el cura del pueblo– indispensables dentro del intercambio simbólico de Vitoy.

Ahora bien, esta búsqueda no se exhibe como un proceso sencillo ni idílico dentro de la obra. Pedro sigue presentando problemas con y desde el poder, atravesado por las dificultades de la racialización del país. Las divergencias culturales del campo y la ciudad siguen siendo una dificultad para la toma de decisiones y ello hace imposible la construcción del equilibrio. La ideología del mestizaje –al postularse sobre un único cuerpo– lejos de traer paz, convierte el territorio en un espacio conflictivo, donde la idea de nación se pone en entredicho, con lo cual, el escenario bélico toma unas dimensiones que lo inscriben entre lo grotesco y lo absurdo.

Resulta particularmente interesante la incapacidad de Pedro –leído desde la capital como un zambito del campo y desde el campo como el Gringo que vive en la ciudad– para comprender los límites de su país. Las nociones de heroicidad y frontera carecen de todo sentido desde la perspectiva de este personaje y, por tanto, se presentan tan borrosas como el concepto mismo de Patria para este soldado. De igual forma, las causas campesinas y obreras defendidas por los estudiantes universitarios y repelidas por el ejército se cargan de nuevas connotaciones. Casi al final de la novela, cuando se narra la manifestación que llevan a cabo los estudiantes de San Marcos y un grupo de obreros, empleando "palabras hermosas y vibrantes [que] se extendían por la plaza y encontraban eco en todos los oyentes" (p. 177), es la primera vez que se involucra al protagonista en una escena de guerra:

Al ver que las columnas compactas seguían avanzando, el teniente dio la orden de disparar y una lluvia de balas cayó sobre las primeras filas.

Se abatieron varios cuerpos. Estudiantes cegados por la luz brillante del ideal, mentes enfiebrecidas, rostros hermosos, casi infantiles, de bruces sobre el empedrado.

El Gringo miraba con una nube roja delante de los ojos. Oyó los disparos, se vio él mismo disparando una y otra vez, hasta que la calle quedó desierta y la manifestación desecha (Macedo, 1944, p. 179)

Pese a su condición de mujer intelectual, María Rosa Macedo no parece condenar del todo la actuación del soldado. Por el contrario, Pedro se constituye como una víctima más de un enfrentamiento completamente ininteligible para él. En la novela se establece que desde su posición periférica, este personaje ha podido condensar buena parte de las contradicciones que conllevó la fundación de la nación peruana y su entrada al siglo XX. Con lo cual, la confrontación con un sector de sí mismo –en este caso el letrado– y la distancia que hay entre las necesidades de los campesinos y sus representantes políticos, más que evaluada, es descrita sin más.

Podría decirse entonces que la novela Rastrojo constituye una reactivación de "alternativas de ser" que bien pudieran llevarse a la práctica, es pues una obra que si bien no consigue darle voz a los desplazados de la "Historia nacional peruana" sí logra, en diversos momentos de la historia y desde una posición autoral ambigua y negociable, incluir la perspectiva de determinados colectivos en espacios sociales, económicos y culturales que parecían intocables.

Con esta escritura, María Rosa Macedo logra contaminarse y contaminar su discurso para, de esa manera, sacar a la luz las otras formas de ver que subyacen en una misma nación o, partiendo de las nociones de Spivak, si bien no logra "hablar por" ciertas subjetividades, de algún modo consigue "hablar con" ellas y, así, desestabilizar los estereotipos que circundaban el canon literario en el Perú de los cuarenta.

Referencias:

1. Castro Arenas, M. (1967?). La novela peruana y la evolución social. Lima: José Godard Editor.        [ Links ]

2. Macedo, M. R. (1944). Rastrojo. Lima: Guillermo Lenta.        [ Links ]

3. Minardi, G. (2000) (Edit.). Cuentas. Narradoras peruanas del siglo XX. Lima: Ediciones Flora Tristán – Santo Oficio.        [ Links ]

4. Núñez, E. (1965). La literatura peruana del siglo XX. México DF: Editorial Pormaca S.A.        [ Links ]

5. Rivas, Luz Marina. (2001). La novela intrahistórica y el Caribe hispánico en la ficción femenina. Estudios. Revista de investigaciones literarias y culturales, (18), 103-124.        [ Links ]

6. Rodríguez Rea, M. A. (1996). Tras las huellas de un crítico: Mario Vargas Llosa 1954 – 1959. Lima: Fondo editorial Pontificia Universidad Católica del Perú.        [ Links ]

7. Spivak, G. C. (1998). ¿Puede hablar el sujeto subalterno?. Obis tertius, (6), 174-232.        [ Links ]

8. Tamayo Vargas, A. (1965). Literatura peruana. Lima: José Godard Editor.        [ Links ]