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Revista de Filosofía
versión impresa ISSN 0798-1171
RF v.24 n.53 Maracaibo ago. 2006
La abstracción científica y la posibilidad metafórica Bachelard y los fundamentos epistemológicos de la metáfora
Rafael Balza-García
Universidad Pedagógica Experimental Libertador / Circulo wittgensteineano. San Cristóbal / Maracaibo Venezuela
Resumen
A partir de las ideas bachelardianas de abstracción y racionalización científica y de la propuesta de Donald Davidson acerca del carácter literal de la metáfora, se trata de responder la pregunta: ¿bajo qué condiciones de posibilidad una imagen metafórica, dentro del pensamiento científico, funciona, más como un símil o una comparación, o como una estructura simbólica capaz de generar conocimiento y percepción? El interés del presente artículo es hacer notar las implicaciones epistemológicas de la metáfora en el pensamiento científico, y asimismo, su relación con el mundo del símbolo y no con el del signo.
Palabras clave: Metáfora, abstracción científica, símbolo, Bachelard, Davidson.
Scientific Abstraction and the Metaphoric Possibility Bachelard and the Epistemological Foundations of Metaphor
Abstract
Starting from the Bachelardian ideas of abstraction and scientific rationalization, and from the proposal of Donald Davidson about the literal character of the metaphor, it will be tried to answer the question: Under what conditions of possibility a metaphorical image, within scientific thought, can work more as a simile or a comparison or as a symbolic structure capable of generating knowledge and perception? The aim of this article is to call attention to the epistemological implications of metaphor in scientific thought, and also, to its relation with the world of symbol and not with that of the sign.
Key words: Metaphor, scientific abstraction, symbol, Bachelard, Davidson.
Recibido: 20-01-06 Aceptado: 12-07-06
«El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería ese nuestro caso?» yo conjeturo que es así. Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.»
Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones
PREGUNTA: ¿Qué era real en el universo?
RESPUESTA: El universo es el esfuerzo de un fantasma para convertirse en realidad.
Juan Luís Martínez, La Nueva Novela
I
Hemos querido comenzar este trabajo dedicado al pensamiento científico citando, irónicamente, las palabras de un poeta. Es paradójico como un lenguaje tan rico en imágenes y metáforas puede mostrar tan profundamente un problema epistemológico y científico que, aparentemente, sólo se presenta en un discurso racional-conceptual, esto es, en el problema acerca de la descripción real y objetiva de los fenómenos físicos.
Este problema, el cual podemos enmarcar específicamente dentro del pensamiento occidental, lo ha enfrentado el pensamiento científico mayormente a través de un discurso empírico y racional. Ahora bien, no es extraño señalar que el énfasis del pensamiento científico en lo racionalmente justificable y en lo empíricamente comprobable, así como, en su idea de construir un discurso objetivo y racional que describa los fenómenos físicos y humanos no es del todo neutral, pues si bien no es tan evidente, su énfasis en la exactitud y objetividad racional y empírica se produce, como dice Borges, a partir del encuentro con los mal llamados intersticios de la sinrazón. Ciertamente, la dinámica del pensamiento científico a lo largo de la historia no ha sido indiferente ante otras posibilidades de construcción epistémica. El hecho de su enfrentamiento con el discurso de la verdad revelada, el discurso mítico o el discurso poético genera en él una necesidad recurrente de fortalecer sus postulados y criterios de validación. Así, su relación, encuentro y desencuentro con otros discursos y epistemes le enseña que el progreso consiste en sucesivas aproximaciones a la verdad sin alcanzarla nunca1.
Las palabras de Borges y Martínez nos recuerdan así, un problema ampliamente analizado dentro de la epistemología, esto es, el problema acerca de la objetividad o no objetividad del discurso racional, conceptual, teórico y formal que construye el pensamiento científico para explicar y comprender el mundo físico y humano2. Un problema además, que nos lleva al siguiente tema del trabajo, a saber, la implicación del símbolo, la imagen y la metáfora en la validez objetiva del discurso científico. Ciertamente, referirnos hoy al problema epistémico de la objetividad de los conceptos y las teorías científicas es acercamos irremediablemente al tema de la relación entre ciencia, metáfora, signo, símbolo3 e imagen, pues como veremos más adelante, cuando por ejemplo, se analiza el propósito actual de la ciencia, que como nos señala Bachelard ya no es el de contestar a interrogantes epistemológicas sobre un espacio meramente fenomenológico sino, sobre un espacio ampliamente matemático-abstracto, se puede observar como los vínculos entre lo racional y lo imaginariamente irracional y simbólico aumentan. Al observar que actualmente la ciencia de la realidad ya no se conforma con el cómo fenomenológico, sino que busca el por qué matemático4, es decir, fundamentar sus presupuestos en un espacio ampliamente formal y figurativo, ello nos permite, en cierto modo, dar razón a la afirmación de que el pensamiento científico necesita actualmente más del espacio de la metáfora5 y del símbolo, es decir, de elementos irracionales, que del contenido y la justificación conceptual y empírica6.
Ahora bien, a partir de esta última idea bachelardiana, esto es, la de que la ciencia de la realidad actualmente ya no se conforma con el cómo fenomenológico, sino que examina el por qué matemático, nos planteamos una interrogante, a saber, ¿Qué provee, en un pensamiento que ha llegado en estos últimos siglos a tal grado de abstracción y separación del mundo, el valor epistémico y objetivo de sus metáforas, símbolos e imágenes? Cuando la ciencia actualmente explica todo en función de relaciones y estructuras lógico-matemáticas, ¿qué le da posibilidad referencial y validez epistémica a imágenes metafóricas como el átomo, el universo inflacionario, los agujeros negros, las cuerdas cósmicas, la curvatura espacio-tiempo, el cono de luz, la memoria genética, etc.? Y con esto, no me refiero a la pregunta sobre la ubicación física o el referente del significado simbólico y metafórico dentro del pensamiento científico, ni tampoco a si dicho significado explica o refleja exactamente la realidad sino a la posibilidad de su construcción epistemológica y objetiva dentro de la ciencia. Lo que queremos tratar de contestar es bajo qué condiciones de posibilidad una imagen metafórica funciona no sólo como un símil o un tropo sino, como una estructura capaz de ser racionalmente objetivable, en el sentido de ser fuente de conocimiento y de percepciones. En otras palabras, lo que queremos contestar, tomando como base las nuevas concepciones de la metáfora descritas anteriormente, es bajo qué condiciones de posibilidad una metáfora y un símbolo científico tienen una ganancia de sentido7
En tal orden de ideas, las anteriores interrogantes serán tratadas de responder a partir del estudio histórico que lleva a cabo Gastón Bachelard del pensamiento científico, y que nos ayuda a observar la incidencia de lo simbólico y lo metafórico en la actual actividad científica, y a partir del análisis que realiza Donald Davidson sobre la metáfora. Para ello, partamos en primera instancia de las ideas básicas de Bachelard que soportan este trabajo.
II
Gastón Bachelard8 es un teórico de la ciencia que en muchos casos puede parecernos muy sencillo y claro, como muy inaccesible y oscuro. Sus obras epistemológicas: La Formación del Espíritu Científico, Epistemología9 y La Filosofía del No10, son una muestra amena de complicadas, pero a la vez, simplificadas historias que hilan la larga trayectoria epistemológica y referencial del pensamiento científico. Su obra filosófica nos invita a descubrir los diferentes espacios históricos y contextos racionales en los que el pensamiento científico se alza sobre los peldaños de una ruptura y un obstáculo.
Bajo esta última idea, que forma parte de la intención de muchos de los trabajos epistemológicos de nuestra época11, Bachelard afirma que el pensamiento científico no se desarrolla por acumulación sino, contrariamente, por rupturas. El pensamiento científico construye diferentes modelos de interpretación y análisis de los fenómenos físicos, a través de los cuales, se producen dislocaciones históricas, pues cada nuevo modelo de interpretación se convierte en una estructura de reacción frente a modelos precedentes. De este modo, rodeado del espíritu crítico francés-postmoderno, Bachelard nos señala que la ciencia se desarrolla sobre un mecanismo de fisión, es decir, sobre un dispositivo que excluye aquellas percepciones que son imposibles de asimilar en el momento en que se trata de formar nuevos sistemas interpretativos del mundo. La ciencia no funda sus modelos epistémicos reformulando viejas visiones del mundo sino, generando un horizonte de nuevas unidades que resemantizan las viejas percepciones y formulaciones teóricas de la naturaleza. Pues la ciencia, en su empeño por generar sistemas formales de comprensión y descripción, requiere una ruptura con los hábitos mentales del pasado, a la vez que sus avances se producen venciendo resistencias y prejuicios de los conceptos e imágenes dominantes en la configuración epistemológica que ha de superarse12.
Ahora bien, este dispositivo de ruptura con el que funciona el pensamiento científico debe entenderse en la obra de Bachelard a partir del propio espacio de interpretación con que el autor aborda el pensamiento científico, a saber, el sujeto. Desde un enfoque psicológico, Bachelard establece que para analizar los mecanismos de fisión por los que la ciencia genera nuevos espacios de comprensión hay que observar los obstáculos que enfrenta históricamente el sujeto para llegar a sistematizar coherente, conceptual y formalmente, el conocimiento científico. Es analizando el aspecto psicológico del sujeto que se entiende, según Bachelard, que el progreso de la ciencia debe comprenderse a través de la noción de salto pues, Cuando se investigan las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, se llega muy pronto a la convicción de que hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos de obstáculos13. De este modo, un obstáculo no sería más que un impedimento o limitación de orden subjetivo-perceptivo, no meramente mental, que se presenta en ciertas condiciones históricas dentro del conocimiento científico para impedir la enunciación de un sistema formal de significado acerca del mundo. En otras palabras, un obstáculo es subjetivo porque se trata de una creencia, generalmente inconciente, que tiene el científico y le impide avanzar en su conocimiento, pues, son confusiones o prejuicios que se dan en el acto de conocer, generando inercia tendiente a perpetuar lo conocido y a cerrarse al nuevo conocimiento14. Aunque las limitaciones son de carácter subjetivo, hay que acotar que no es plenamente en el proceso psíquico-mental donde se presenta el obstáculo sino, en el proceso de síntesis perceptual. Parafraseando a Kant, el obstáculo se produce en el choque empírico a través del cual el sujeto ordena bajo un cierto sentido los fenómenos15.
Asimismo, el obstáculo no debe concebirse simplemente como un componente externo al sujeto, por ejemplo, los fenómenos físicos y su complejidad sino, como la actitud psicológica que asume el sujeto frente a los fenómenos físicos (o humanos). Es fundamentalmente el modo como el sujeto asume una condición perceptiva frente a los objetos que le rodean lo que establece el sistema de referencia y el espacio de posibilidad sobre el que se genera un tipo de conocimiento. Así, se debe entender que es en las circunstancias mismas del conocer donde se presentan las restricciones y las posibilidades para la configuración científica del mundo. Es en ese mismo espacio del conocer donde Bachelard justifica su noción de obstáculo, pues como él señala, es en el acto mismo del conocer, íntimamente, donde aparecen por una especie de necesidad funcional, los entorpecimientos y las confusiones es ahí donde discerniremos causas de inercia que llamaremos obstáculos epistemológicos16.
El obstáculo epistemológico forma parte del mecanismo cognitivo del pensar científico, a su vez que lo forma y le da movimiento. Éste determina el proceso científico de contradicción y superación, subjetivo y perceptual, de viejos ordenes epistemológicos. De aquí, que el sujeto en la zona del saber científico conoce siempre en contra de un conocimiento anterior, eliminando aquello que impide la racionalización del mundo.
Por otra parte, todo esto supone que a tal racionalización no corresponde la idea de un conocimiento que parta de cero para fundar y acrecentar sus bienes. Pues esto sólo puede surgir en culturas de simple yuxtaposición, en las que todo hecho conocido es inmediatamente una riqueza17. Por el contrario, en nuestra cultura la yuxtaposición de los hechos y del conocimiento es una noción que no puede formularse en términos reales, pues como nos dice el autor, cuando se presenta ante la cultura científica (el conocimiento), el espíritu jamás es joven. Hasta es muy viejo, pues tiene la edad de sus prejuicios. Por tanto, tener acceso a la ciencia es rejuvenecer espiritualmente, es aceptar una mutación brusca que ha de contradecir a un pasado18. Nuestra necesidad de actualización científica necesita revaluar sus saberes, necesita actualizar los resultados de sus mecanismos de comprensión e interpretación, así, la historia de la ciencia no tiene un origen definido sino, diferentes estratos de configuración19. Como vuelve a señalar Bachelard en efecto, las crisis del crecimiento del pensamiento implican una refundición total del sistema del saber. Entonces la cabeza bien hecha debe ser rehecha. Cambia de especie. Se opone a la especie precedente por una función decisiva20.
De este modo, nociones como revolución, entendida desde el acto mismo del conocer y desde la idea bachelardiana de obstáculo epistemológico, se entenderían, utilizando conceptos de Merleau-Ponty, como redefiniciones subjetivas de un determinado campo perceptual al que se ha ordenado, de cierta manera, una serie de nociones y definiciones. Pues, a través de las revoluciones, el hombre se convierte en una especie mutante o, para expresarlo aún mejor, en una especie que necesita mutar, que sufre si no cambia21. En este sentido, podemos decir que no es la ciencia en abstracto la que sufre cambios, sino el sujeto y el campo perceptual correspondiente que la avala y le permite que exista. Es el sujeto y su condición perceptual quien se enfrenta con obstáculos epistemológicos y quien se atreve a lograr alcanzar una razón formal del mundo.
III
Ahora bien, el modelo Psicológico bachelardiano, entendido como un estudio histórico de los diferentes campos perceptuales por el que sujeto ha ordenado, científicamente, la diversidad fenoménica, establece que el pensamiento científico tiende más a construcciones figuradas y formales que ha construcciones con significado objetivo y empírico. La ciencia se ha empeñado en construir, más que discursos objetivos y físicamente reales, configuraciones formales y metafóricas. Como señala el autor, el pensamiento científico a lo largo de la historia ha sido arrastrado hacia construcciones más metafóricas que reales, hacia espacios de configuración de los que el espacio sensible, en definitiva, no es sino un mísero ejemplo22.
La dinámica del pensamiento científico se ha proyectado hacia una zona de abstracción y figuración, pues dentro del pensamiento científico se considera a la abstracción y a la ley general como patrón regulador de la diversidad fenoménica. La realidad formal y lógica coordina los principios epistémicos con los cuales se reconoce el orden de las cosas. Esta realidad despeja y aligera al espíritu, lo dinamiza. Por tanto, es la importancia en la formalización científica y en la búsqueda interna de coherencias conceptuales y lógicas lo que ha instalado frente al sujeto, y en el espacio mismo del conocer, los diferentes obstáculos epistemológicos y las diferentes rupturas hermenéuticas por las cuales se ha llegado a enfatizar en lo metafórico. Ciertamente, como consideramos nos muestra Bachelard, las diferentes rupturas o niveles de comprensión que ha constituido el pensamiento científico a lo largo de la historia han dado como resultado que se genere una importancia de la metáfora en la explicación científica. Estos niveles o estados por los que ha transitado el pensamiento científico, y que veremos a continuación, han desembocado en una primacía por la forma y la figuración metafórica. De este modo tenemos:
a) El estado concreto: es el nivel donde se glorifica la naturaleza, la realidad del fenómeno y la diversidad de las cosas. En este espacio es donde se da el primer obstáculo, a saber, la experiencia misma. Pues ella, considerada como espacio físico, atenta contra una total formalización ya que en la formación de un espíritu científico, el primer obstáculo es la experiencia básica23. Pues ésta consiste en aferrarse a lo singular o anecdótico de los fenómenos, sin captar lo esencial y ejercer una critica sobre los datos brutos de los sentidos24. Por ejemplo, conceptos como masa (concepto clave para la mecánica newtoniana y relativista), en un primer instante de investigación científica, fue apreciado bajo su primera forma, esto es, un significado que se entiende bajo una valoración cuantitativa y tosca y como glotona de la realidad. Por lo que, esta primera noción de masa es un concepto-obstáculo. Este concepto bloquea el conocimiento, no lo resume25.
b) El estado concreto-abstracto: es el horizonte donde el espíritu científico tiende a relacionar lo natural con lo formal -geométrico-aritmético-. Es el estado donde lo matemático depende aún de la veracidad objetiva-natural. Este nivel tiende a buscar más lo racional que lo empírico, aunque esto último siga formando parte indispensable del significado de los axiomas científicos.
Por ejemplo, continuando con el concepto de masa, este se entiende ahora dentro de un cuerpo de generalidades y ya no, solamente como elemento primitivo de una experiencia inmediata y directa. Como señala Bachelard, con Newton la masa se definirá como el cociente entre la fuerza y la aceleración. Fuerza, aceleración y masa se establecen correlativamente en una relación claramente racional, puesto que tal relación esta perfectamente analizada a través de las leyes racionales que rigen la aritmética26. El concepto de masa, tan transparentemente empírico y realista en su primera forma, es absorbido racionalmente cuando se traslada, con la mecánica clásica, de su aspecto estático a su aspecto dinámico pues, antes de Newton, se estudiaba a la masa en su ser, como cantidad de materia. Después de Newton, se la estudia en un devenir de los fenómenos como coeficiente de devenir27. Ahora bien, a pesar de esto, esta vinculación intermedia entre lo racional y lo empírico, que lleva a una excesiva generalización, se muestra como un obstáculo para que la forma abstracta encuentre su realización completa, pues las variables que describen lo general ensombrecen las variables esenciales, y las generalizaciones apresuradas muchas veces conducen a equívocos28.
c) El estado abstracto: es el momento donde el espíritu se despeja totalmente de la realidad física y tiende a desarrollar un conjunto de conocimientos científicos fundados en las relaciones internas de los conceptos abstractos. La razón, en este campo de representaciones, es una actividad autónoma que tiende a completarse29. Aquí, lo más cercano a una objetividad, es el conjunto relacional de pautas racionales dispuestas en la coherencia formal de la teoría. El sentido epistémico y referencial de un concepto se estipula primero en el orden de la forma y, posteriormente, en el orden de lo fáctico. Parafraseando a Foucault30, diríamos que en este espacio de comprensión, la representación es, en cuanto es representación de sí misma.
En esta organización racional-abstracta del mundo, característica de la ciencia contemporánea, es necesario preparar el dominio de definición antes de definir, exactamente de igual manera que en la práctica de laboratorio hay que preparar el fenómeno para producirlo31. Primero se ordena la coherencia abstracta de los conceptos y, posteriormente, se le asigna un contenido. De este modo, conceptos como el de masa se presenta primero en su definición y construcción racional que en su configuración objetiva. La noción de masa se abre a un análisis interno del propio concepto, pues se observa que la noción de masa posee una estructura funcional interna debido a que hasta entonces todas las funciones de la noción de masa eran de alguna manera externas, puesto que sólo se las encontraba en composición con otras nociones simples32. A partir de aquí por ejemplo, la noción de átomo, parte fundamental en la comprensión contemporánea del concepto de masa, puede, por tanto, ser objeto de análisis puesto que por primera vez una imagen tan abstracta puede llegar a descomponerse. El átomo, entendido como imagen o concepto, es definido en el interior de un conjunto de magnitudes que son, ellas mismas, sólo nociones funcionales que dan coherencia a la teoría, como en el caso de las nociones de propagación, fuerza, carga, órbita, momentos magnéticos, spin, etc.
El concepto de masa, antes de ser definido dentro de un significado objetivo, es manejado dentro de una relación de categorías. Por ejemplo, el término propagación, clave para entender la dinámica atómica, es entendido primero en un espacio de configuración de vectores y, posteriormente, en un espacio de definición que refiere a un objeto que se propaga. Como dice el autor es la manera de propagarse la que definirá después aquello que se propaga33. Lo que se intenta es constituir un conjunto de estructuras formales y lógicas que muestren que las realidades cuánticas no son un sinsentido metafísico imposible de definir sino, un sinsentido epistémico capaz de ser racionalizado y explicado. Lo que se quiere presentar con un excedente de formas y metáforas es que la noción de átomo no es un concepto trascendental, sino un concepto real que es definido por un conjunto de magnitudes utilizadas para proporcionar coherencia epistémica al mundo que se trata de ordenar científicamente.
A partir de aquí podemos observar como la experiencia y los textos científicos de nuestra época están desligados parcialmente de los fenómenos físicos básicos. Puesto que, cuando en la actualidad se lee un texto de ciencia, si es entendible este no refiere al mundo y la vida sino a formulas y relaciones, a teorías de conjuntos y categorías. Por el contrario, si abrimos un libro de siglos pasados, como nos advierte Bachelard, nos damos cuenta que en él la relación texto-lector es más íntima y más dialéctica. No existían relaciones de poder, pues los textos no llevaban la conversación, sino que la hacía surgir con el lector:
Abrid un libro científico del siglo XVIII, advertiréis que está arraigada la vida diaria. El autor conversa con su lector como un conferencista de salón. Acopla los intereses y los temores naturales. ¿Se trata, de por ejemplo, de encontrar la causa del trueno?, se hablará al lector del temor del trueno, se tratará de mostrarle que este temor es vano, se sentirá la necesidad de repetirle la vieja observación: Cuando estalla el trueno, el peligro ha pasado, pues sólo el rayo mata34.
Parafraseando a Gadamer, podríamos decir que en la ciencia contemporánea ya no hay una interpretación del texto, pues el texto científico plantea sus propios criterios e impone sus propias respuestas y preguntas. Así como también, la ciencia impone una constitución formal y metafórica de la realidad, plagada de mundos imaginarios.
IV
Hasta aquí, la interesante descripción y exposición bachelardiana de la historia de la ciencia35. Descripción que nos lleva hacia la interrogante presentada al comienzo de este trabajo, a saber, ¿cómo puede un pensamiento, que ha llegado hasta las esferas mismas de la razón y la forma a través de la superación de obstáculos epistemológicos, dar condición de posibilidad epistémica y referencial a sus conceptos y postulados teóricos? o, parafraseando a Eduardo Nicol, ¿Cómo puede garantizarse el valor epistemológico, objetivo y descriptivo de una ciencia si el conjunto de sus conceptos son de carácter simbólico y metafórico?, y además, ¿Cómo lograrlo si no está garantizada univoca, objetiva y apodícticamente evidenciada la existencia de su objeto propio36? Más aún ¿cómo pueden aprovecharse para la teoría los resultados obtenidos experimentalmente, y a la vez atribuir a esa teoría un valor «puramente simbólico37?»38.
Pues bien, plantear estas interrogantes es, de algún modo, presentar un problema que sigue vigente en la reflexión epistemológica, a saber, como vimos al comienzo del trabajo, el problema acerca de la referencia real y objetiva de los conceptos, metáforas y símbolos científicos. Nicol, refiriéndose por ejemplo a la física, dice que a veces es la imposibilidad de resolver (...) este problema ontológico (ni siquiera negativamente)... lo que mejor confirma la actualidad del problema39.
Ahora bien, presentada así la cuestión queda por distinguir un último punto que nos dará claridad en esta problemática, a saber, el punto acerca de la diferencia entre signo y símbolo y su implicación en la construcción de la metáfora como recurso epistemologico en el pensamiento científico. Partiendo de los criterios con los que definimos y diferenciamos en la tercera cita al comienzo del trabajo entre signo y símbolo, si un signo, en términos medievales, es aquello que supone, es decir, esta en lugar de otra cosa diferente de sí, parece claro entonces, tomando en consideración que la ciencia esta construida conceptualmente, que los conceptos científicos, en tanto que signos lingüísticos, deben hacer siempre referencia a algo, sea un fenómeno, una relación, etc. Los conceptos de la ciencia, en tanto estructuras de carácter formal, conceptual y sígnico, se deben reconocer como estructuras que dicen algo y que representan algo, más no, como en el caso del símbolo, como estructuras que se refieren a sí mismas.
Con este presupuesto se puede entender, en parte, por ejemplo, por qué para corrientes como el positivismo y el neopositivismo se hace tan importante justificar de qué modo el concepto científico dice algo y cómo habla de los fenómenos. Pues, como nos dice nuevamente E. Nicol, es el percatarse, más o menos oscuramente, de que los conceptos de la ciencia tienen un significado ontológico, lo que permite que sus postulados no ofrezcan contradicción:
Si algunos aspiran actualmente a eliminar este significado (ontológico), y a constituir a la teoría como un mero sistema simbólico de representaciones funcionales, dicha eliminación pretendida no deja de ofrecer caracteres críticos; los cuales se denuncian en esa especie de nostalgia del ser que invade al físico cuando comprueba que él mismo abrió una brecha que le parece después infranqueable, entre sus sistemas de leyes y la realidad que aspira a representar. Y representar es la palabra justa: la física sería quimera, y no la metafísica tradicional, si sus leyes no entrañasen la certidumbre ontológica de un objeto físico real40.
Sólo en la medida en que se justifica su fundamento ontológico y se organiza coherentemente una serie de signos capaces de hablar, la ciencia puede justificarse como un sistema teórico de alta implicación epistémica. Y sólo, como lo pretendió el positivismo lógico, haciendo de su lenguaje un sistema de signos coherentemente referenciales, puede la ciencia justificarse como modelo epistémico ante sistemas de alto contenido imaginativo, simbólico y metafísico como la religión, la poesía o el mito.
Sin embargo, como nos ha señalado G. Bachelard, la ciencia, paradójicamente, ha buscado desembarazarse de su fundamento ontológico ya que desde sus inicios siglo XV, se ha visto replegada hacia una serie de relaciones internas de carácter formal y metafórico. Parafraseando a Foucault, su constitución epistemológica, por una necesidad formal y metafórica, se ha desplegado hacia el espacio mismo de la representación. En cuanto es representación de sí misma y no, representación sígnica del mundo, la ciencia se mueve sólo hacia la justificación epistémica y referencial de la forma y el concepto y no del contenido fenomenológico. Pues todo concepto actual de la ciencia se despliega en el espacio abierto en el interior de sí por la representación cuando ésta se representa a sí misma41.
Por ejemplo, Las nociones de átomo, antimateria y contracción temporal, las leyes internas de la evolución, etc., se hicieron posible sólo sobre el fondo de esa mutación radical en el orden general del espacio referencial y epistémico; se hicieron posible, como dice Bachelard, gracias a la aparición del estado abstracto. Por tanto, a partir de aquí, el modo de ser común a las cosas y a su conocimiento se situó fuera del principio que define a la representación, esto es, ser imagen de algo o, como señalamos anteriormente, suponer por algo. El conocimiento de los fenómenos se configuro de acuerdo a leyes internas de la representación misma dispuesta en conceptos abstractos o, sobre todo, en imágenes metafóricas. De este modo habrá cosas con su organización propia, sus nervaduras secretas, el espacio que las articula, el tiempo que las produce; y después la representación, pura sucesión temporal, en la que ellas se anuncian siempre parcialmente a una subjetividad, a una conciencia, al esfuerzo singular de un conocimiento, al individuo psicológico que, desde el fondo de su propia historia, o a partir de la tradición que se le ha transmitido, trata de saber42.
La representación científica refiere por consiguiente, al propio individuo que la produce desde su conciencia, así como, al interior de ella misma. De aquí, como expone muy bien Bachelard, las representaciones y el desarrollo de la ciencia se comprenden mejor, cuando se entiende que el funcionamiento interno del pensamiento científico esta dirigido fundamentalmente hacia entramados psicológicos y no hacia entramados objetivos, como tal vez sostendrían realistas como Searle. De ahí que, por ejemplo, como nos dice Zimmerman en La Naturaleza Microscópica del Espacio-Tiempo, el espacio y el tiempo no son conceptos que puedan aplicarse significativamente a realidades fenoménicas únicas, sino a realidades psicológicas. Por lo que, hablar del espacio y el tiempo sólo es posible por medio de conceptos abstractos (carga, giro, masa, extrañeza, números cuánticos) que no hacen referencia ni la espacio ni al tiempo sino, que son conceptos macroscópicos que obran entre sí de forma que deben describirse también abstractamente, es decir, sin referencia al espacio y al tiempo43.
Las representaciones científicas no son signos objetivos que buscan al mundo, sino conceptos psicológicos que buscan a la conciencia. De ahí la idea errónea de pensar que las metáforas dentro de la ciencia son signos que deben señalar, al menos analógicamente, una realidad física; símiles necesarios para comunicar lo no familiar en términos de lo familiar. O de pensar que son sólo un recurso retórico y no cognitivo. Como un tropo que sólo presenta nombres figurativos los cuales atribuyen sentidos que no les pertenece y que, por lo mismo, causan perplejidad. En función de esto es que la metáfora sólo se comprende en razón de una similitud que habrá entre el sentido figurado y el apropiado44. Ahora bien, por la ubicación interna del actual pensamiento científico dentro del mismo espacio de la representación y la conciencia, la metáfora no puede ser un simple símil, pues de ser así, la estaríamos pensando como un signo que busca referir a una realidad objetiva y fenoménica y no, como una representación, un símbolo45 o una imagen capaz de construir por si misma significados y percepciones. Además, la estaríamos pensando como un simple signo que nos hace percibir, pensar o vivir una cosa en términos de otra46. Cosa que creemos no tendría sentido ni para la misma ciencia, pues de ser así, no estaríamos accediendo nunca a formas nuevas de concebir la realidad sino a redundancias interpretativas. Si concebimos por ejemplo las imágenes y metáforas del mundo cuántico en función de símiles, ¿qué sentido tiene tratar de hallar en ellas nuevas formas de percepción y comprensión, cuando de por sí sólo las entendemos como analogías?
En tal orden de ideas, las metáforas no son nociones de las que se puedan decir que son sólo signos lingüísticos, relaciones lógicas de conceptos o, palabras que suponen sino, imágenes y símbolos que muestran; imágenes que crean la realidad y que dan a la razón su fundamento, esto es, hablar de algo. Por ejemplo, Como nos dice M. Talbot citando a Arthur Young en Misticismo y Física Moderna, los objetos que observamos en la ciencia contemporánea son imágenes tridimensionales integradas por ondas permanentes y móviles en virtud de un proceso electromagnético y nuclear. Todos los objetos de nuestro mundo son imágenes tridimensionales formadas de este modo electromagnéticamente: imágenes de un súperholograma, si se quiere47.
En este sentido, el pensamiento científico se ha movido desde el plano del signo al plano del símbolo y la imagen. Por ello, parafraseando a Bachelard, es necesario pasar del realismo de las cosas al realismo de las imágenes, y dirigir el estudio de la ciencia contemporánea al espacio propio de la imaginación. Pues parece que lo que la ciencia busca explicar no es la realidad fenoménica sino, el sentido de sus imágenes metafóricas que entrañan en sí mismas una referencia y una realidad. Ante esto, el problema fundamental no es la objetividad de las representaciones metafóricas que se utilizan en la ciencia sino, el espacio de posibilidad que le da valor epistémico y referencial. Para responder esto, quedan por precisar algunas cosas sobre la metáfora y el símbolo.
V
El hecho de que para muchos filósofos48 la utilidad de la metáfora dentro la ciencia contemporánea se deba concebir sólo como un recurso e instrumento analógico para pensar y mostrar, por vías de una analogía, un mundo físico, se debe a que la metáfora, entendida como símil, es el medio más pertinente y cercano a una objetividad que tiene la ciencia contemporánea para conectar el mundo de sus conceptos abstractos con el mundo de la realidad fenoménica; para justificar su consistencia referencial. Pues, aunque la objetividad de las teorías (caso por ejemplo la teoría cuántica o la teoría de las supercuerdas) no pueda ser presentada de manera exactamente objetiva, esta se asume y se justifica por medio de la expresión de un parecido. Así, la objetividad científica no es más que objetividad metafórica, pues realmente es la metáfora la que acerca la objetividad física a la ciencia.
De allí, que las representaciones metafóricas de la ciencia deben cargar, fuera de su significado literal partícula, cuerda, agujero, memoria (genética), otro significado, a saber, el significado que esconde la semejanza. Las representaciones metafóricas serían como un tropo, el cual sólo se comprende indagando la razón o similitud que siempre habrá entre el sentido figurativo y el apropiado49. Las metáforas serían un medio para conducir a ideas y no, la idea misma; serían un instrumento esencial para el proceso científico50, más que un fin. El sentido de una metáfora científica se produce entonces, porque se toma primero un sentido literal y ordinario, como el de agujero y órbita, y luego se le toma en un sentido extraordinario, como el de órbita atómica o agujero negro.
Ahora bien, si tomamos la noción de metáfora que presenta Donald Davidson, creemos que la cuestión no es tan clara como se pretende mostrar a través de la sola idea de la metáfora científica como símil o analogía. Por otro lado, la noción de Davidson también nos permite, a su vez, responder a la interrogante planteada al comienzo de este artículo, esto es, qué provee, en un pensamiento que ha llegado en estos últimos siglos a tal grado de abstracción y separación del mundo como nos lo muestra Bachelard, la condición de posibilidad de sus imágenes metafóricas y conceptos. En otras palabras, también podríamos decir con Davidson que el asunto principal es saber cómo se relaciona la metáfora con lo que ella nos hace ver51. Con aquello, como diría Ricoeur, es una ganancia de sentido.
Pues bien, planteado así el asunto sería bastante sencillo de explicar señalando, que su condición de posibilidad viene definida por la idea de similitud o comparación, esto es, por la referencia extensiva de algunos conceptos literales al plano de la abstracción científica. Sin embargo, recordemos que en el pensamiento científico no sólo existe el campo teórico sino también, el campo de verificación, por lo que, cabría preguntar: ¿cómo puede un concepto o una teoría científica explicada por similitud, ser verificada? o recordemos la pregunta de Nicol: ¿cómo pueden aprovecharse para la teoría los resultados obtenidos experimentalmente, y a la vez atribuir a esa teoría un valor puramente simbólico?52.
Visto así, creemos que el asunto ya no es tan sencillo como parece, pues para atribuírsele a la metáfora ese valor simbólico, y a la vez, para poder aprovecharla dentro de la verificación de una teoría, no debería funcionar como simple instrumento comparativo, sino también como modelo real que se define por lo que revela. Por ejemplo, la órbita atómica, las supercuerdas o, la idea de memoria genética, que aparentemente muestran sólo analogía, se deben entender como lo que son: una órbita, una cuerda y una memoria. Siguiendo los planteamientos del llamado nuevo empirismo constructivo desarrollado por el filosofo Bas Van Fraasen en su libro, la imagen científica, podríamos decir que los lenguajes teóricos y las imágenes metafóricas que lo soportan, para presentar una interpretación justificada de la realidad objetiva, deben ser interpretados en forma literal. Pues de no ser así, cómo estaríamos entonces creando una descripción real y verdadera del mundo y, consecuentemente, cómo sería posible que las metáforas funcionen.
Si no tomamos las metáforas dentro de su literalidad sería absurdo, al menos en parte, sostener una consistencia descriptiva y observacional de lo que se describe a partir de ella. Además, tal vez sería más difícil seguir construyendo la teoría. El que una teoría y una serie de cálculos tengan consistencia y funcionen predictivamente está, muchas veces, en que lo que se representa en la metáfora sucede tal cual. Calcular la energía de un fotón depende de que realmente hubiera un salto orbital de un electrón; se entiende la herencia porque verdaderamente hay una memoria genética, o se puede representar la entropía del universo y su posible implicación en la expansión o contracción, porque él, realmente, es una gran goma que se estira. Por otra parte, suponiendo que no sea así, cabría entonces preguntar ¿Cómo es entonces que se construyen las concepciones e imágenes científicas del mundo y el universo?, no es a partir de la imagen metafórica misma. Si yo me represento la teoría cuántica, ¿no es por medio de sus imágenes que la concibo y la hago posible?.
Parafraseando a Jaime Nubiola, muchas de las metáforas científicas son formadas por órdenes básicos de nuestras experiencias y de nuestra manera de pensar e interpretar el mundo. La mayor parte de la coherencia y del orden conceptualizador de las teorías científicas se basan en el modo como nuestros sistemas de metáforas organizan nuestra experiencia y nuestra percepción53. El sistema teórico de las ciencias es un reflejo de imágenes metafóricas sistemáticas que estructuran nuestras percepciones y nuestros pensamientos, y están vivas en un sentido fundamental: son metáforas en la que vivimos54. Pues, frente a cualquier idea sólo poética de la metáfora, ante todo, la función primaria de las metáforas es cognitiva55 y ocupa un lugar central en nuestro sistema perceptual de las descripciones científicas. Pues, como dice Ricoeur, la metáfora tiene la capacidad de inventar, de decir algo nuevo acerca de la realidad56
Asimismo, tomando ahora en consideración la postura de Davidson, podemos volver a subrayar que las metáforas, en nuestro caso las metáforas científicas, significan lo que significan las palabras, en su interpretación más literal, y nada más57. Una metáfora no entraña otro significado o sentido más que el que muestra. Son literales como las palabras. Pero, a diferencias de ellas, que son signos que relacionan un significante y un significado, en donde lo literal es la relación univoca entre la forma escrita del signo y lo que representa, la literalidad de las metáforas se construye, así como el símbolo, integrando dentro de sí a la realidad que significa. Si por ejemplo, es aplicable por analogía la noción de órbita al mundo atómico, no es porque esta metáfora nos haga familiar lo no familiar sino, porque de alguna manera el universo atómico realmente mantiene la magnitud orbital. ¿Cómo podrían sino sacarse, explicarse y representarse consecuencias teóricas como la antimateria, la fuerza débil o los saltos cuánticos? Para que estas consecuencias teóricas sean representables en nuestro campo perceptual y representacional, los significados metafóricos iniciales no se toman por analogía, sino por su literalidad, pues sino ¿de qué otra manera se les confiere sentido? En tal orden de ideas, la consistencia epistemológica de una teoría, muchas veces es fija, porque el mecanismo cognitivo de la metáfora consiste en integrar nuestras percepciones al universo mismo de la significación metafórica, haciendo que, tomemos como significado a la imagen misma. La metáfora nos integra al universo mismo de la imagen, así como, los practicantes de un grupo étnico se integran a los símbolos de la ceremonia, los cuales, construyen sus percepciones.
La metáfora científica no es sólo un símil que declara comparación, pues de ser así, el pensamiento científico no explicaría nada, sino que sólo hay cosas que se parecen, por ejemplo, el átomo y el sistema solar. Como dice Davidson, si se toma la metáfora como símil, entonces no aprendemos nada, excepto que ambos tienen el mismo significado figurativo58. De aquí, como continua diciendo, debemos dejar de pensar que las metáforas, al crear similitud, establecen la conexión de dos significados, del cual uno es literal y el otro figurativo o simbólico. Pues esto, haría pensar que las palabras o las imágenes metafóricas poseen dos significados, y que uno remite al otro. O, podría pensarse, que la metáfora muestra una cosa y dice otra, por lo cual hay que buscar el sentido oculto en lo que se ve. De aquí, como reitera, que para que esto no suceda, la metáfora, en términos de significados puede, y por cierto debe, ser explicada recurriendo a los significados literales59.
Partiendo de esto, podemos decir que el espacio de posibilidad epistémica y referencial de la metáfora se produce dentro de una literalidad cognitiva, puesto que, la metáfora es una imagen real de los fenómenos que construyen nuestras percepciones y nos permite observar y obtener consecuencias teóricas que sin ella sería imposible de percibir. Pues, sin duda, a menudo las metáforas nos hacen notar aspectos de las cosas que no habíamos notado antes; sin duda atraen nuestra atención hacia analogías y similitudes sorprendentes; efectivamente, proporciona una especie de lente, como dice Black a través del cual vemos los fenómenos relevantes60. Esto, gracias a que nos integra a su campo de significados y construye nuestro espacio de interpretación. El sistema metafórico de la ciencia proporciona una estructura coherente, destacan unos aspectos y ocultan otros. [las metáforas] Son capaces de crear una nueva realidad, pues contra lo que comúnmente se cree no son simplemente una cuestión de lenguaje, sino un medio de estructurar nuestro sistema conceptual, y por tanto, nuestras actitudes y nuestras acciones61. Por ello, como para Lakoff y para Johnson, muchos cambios sociales y culturales nacen de la introducción de nuevos conceptos metafóricos.
Lo irónico de la imagen metafórica en el pensamiento científico es que pensamos que hay un contenido a captar cuando de hecho, nos concentramos todo el tiempo en lo que la metáfora nos hace notar62, percibir e interpretar. No pensamos en el átomo, el universo inflacionario, los agujeros negros, las cuerdas cósmicas, la curvatura espacio-tiempo o el cono de luz como imágenes metafóricas a las que hay que encontrarles un significado y una similitud, sino que pensamos en ellas como lo que ellas nos muestran. Esto, gracias a que la imagen metafórica, como nos señala Davidson, nos muestra cosas que no son de carácter proposicional (o como señale anteriormente, de carácter sígnico) sino visual, imaginario y, mas ampliamente, simbólico63. Nos concentramos, dentro del sistema referencial64 de significados de la imagen metafórica, en captar la esencia misma de la imagen y no lo que ella esconde.
Con todo esto, podemos decir que Davidson acerca la interpretación de la metáfora, más que a la idea de signo, a la idea de símbolo. Pues si recordamos, un símbolo es una imagen en la que existen dos significados que se entrelazan y se evocan dentro de sí. Por sus características de imagen, un símbolo no puede ser sustituido por otro. Y asimismo, para Davidson, la metáfora no puede ser parafraseada, pues no todo significado puede estar en lugar de otro. Los símbolos también, parafraseando a Dan Sperber, organizan la representación mental de los conjuntos (conceptuales y humanos) de los que forman parte65. Los fenómenos simbólicos (en nuestro caso los símbolos científicos) organizan el contexto, proporcionan pautas de reconocimiento y de ordenamiento. Los símbolos son como fuerza, en la medida en que son influencias determinables que inducen a las personas y a los grupos a la acción66. Son fuerzas ordenadoras de las practicas y las creencias. El símbolo, al igual que la metáfora, nos introduce en una realidad a la cual él mismo pertenece.
De todo esto podemos desprender que el prejuicio básico de la ciencia radica en no tomar como literal sus metáforas. Pues, en el afán de querer estructurar coherentemente las nociones abstractas a las que ha llegado, el pensamiento científico ha necesitado proyectar un dominio referencial sobre otro, cosa que lo ha llevado a la idea errónea de pensar a sus imágenes como simples símiles. Por el contrario, la ciencia, como nos ha mostrado Bachelard, ha desembocado en un universo encerrado en su propia forma. De aquí que hayamos construido también nuestro mundo alrededor de esa forma. De ello podemos concluir que el mundo de la metáfora es el nombre que damos a nuestra capacidad de usar los mecanismos motores y perceptivos corporales como base para construcciones inferenciales abstractas, de forma que la metáfora es la estructura cognitiva esencial para nuestra comprensión de la realidad67. Así, la metáfora es otra manera de exponer el universo y, como dice Borges, para hacer de nuestros fantasmas, fenómenos autónomos.
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Notas
1 FERMÍN, Gabriel: Epistemología de la Educación y la Pedagogía. Ediciones del taller permanente de estudios epistemológicos en ciencias sociales, San Cristóbal-Venezuela, 2005. p. 32. En adelante, citado como EEP.
2 Es extensa la polémica que se ha presentado a lo largo de la historia de la filosofía respecto al problema de la objetividad o no de los fenómenos físicos; entre el realismo o irrealismo de los objetos sensoriales. Desde las posiciones realistas, que mantienen una objetividad del mundo, hasta los criterios antirrealistas o irrealistas, que reducen la existencia del mundo físico a categorías, conceptos y símbolos, la epistemología ha tratado de comprender y contestar la pregunta acerca del nivel de independencia del mundo físico y natural respecto a nuestros mecanismos cognitivos, perceptuales, lingüísticos y simbólicos. Esta polémica, que recorre un largo trecho desde los planteamientos platónicos y aristotélicos, el discurso racionalista de Descartes (Cfr. DESCARTES, Renato: El Discurso del Método. Ediciones Orbis, Barcelona-España, 1978), la posición empirista de Hume (HUME, David: Tratado de la Naturaleza Humana. Ediciones Espasa-Calpe, Madrid, 1923), el criticismo kantiano (KANT, Immanuel: Critica de la Razón Pura. Ediciones Losada, Buenos Aires, 1973) hasta el irrealismo de Goodman (GOODMAN, Nelson: De la mente y otras materias. Ediciones Visor, Madrid, 1995; Maneras de hacer mundos. Ediciones Visor, Madrid, 1978), el realismo de Devitt (DEVITT, M.: Realism and Truth, Princeton University Press, Princeton, New Jersey, 1991), el realismo de Putnam (PUTNAM, H.: The Many Faces of Realism. Open Court, La Salle, Illinois, 1987; Razón, verdad e historia. Editorial Tecnos, Madrid, 1988) o el realismo externo de Searle (SEARLE, J.: La construcción de la realidad social. Editorial Paidós, Madrid-España, 1997), sigue vigente y generando discusiones en la reflexión filosófica. Pues hay que considerar que tanto la idea de que el mundo se construye a partir de tesis semánticas o epistemológicas apoyadas en nuestro propio lenguaje o nuestro entramado de conocimiento es igualmente justificable tanto como de que existe un mundo prefabricado de antemano e independiente de nuestras teorías. Estas dos posiciones, que han marcado pautas en la reflexión filosófica del siglo XX, son posiciones antagónicas que tratan de justificar, por un lado, el carácter simbólico y lingüístico de la realidad, y por otro, el carácter objetivo del mundo físico. Así, podemos ver por ejemplo como la argumentación antirrealista busca mostrar que nuestros modelos de categorización y simbolización dependen intrínsecmte de nuestras teorías y no del mundo físico, por lo cual nuestra realidad estaría determinada por nuestros conceptos e imágenes en un sentido sustancial. Según el antirrealismo, la realidad esta plenamente conceptualizada. Como señala Goodman, uno de los representantes mas fuertes del antirrealismo, el irrealismo no sostiene que todo sea irreal, o incluso que algo lo sea, pero considera que el mundo se disuelve en las versiones y que las versiones hacen mundos, proporciona una ontología evanescente y se ocupa de investigar aquello que convierte en correcta a una versión y hace que un mundo esté bien construido (GOODMAN, Nelson. De la mente y otras materias. Ediciones Visor. Madrid, España, 1995, p. 57). Es en este sentido que el mismo Goodman señala que podemos concebir palabras sin un mundo, pero no podemos concebir un mundo carente de palabras o de otros símbolos, pues sólo podemos pensar un mundo o una cosa existente en la medida en que la representemos, describamos y, en general, en la medida en que la simbolicemos. A diferencia de Kripke, para Goodman el mundo se disuelve en versiones o, mejor, distintas versiones dan lugar a distintos mundos, pues no existe un solo mundo sino una multiplicidad indeterminada de mundos, tantos como versiones correctas podamos construir. Al igual que Carnap y el mismo Wittgenstein, considera que la pregunta de cómo es la realidad en sí misma representa un absurdo ontológico, pues se trata de un interrogante externa al conocimiento. Por ello, lo único legítimo sería preguntarse con qué entidades nos comprometemos en cada marco lingüístico. Ahora bien, Contrario a esto, el realismo acepta la idea de que existe una realidad objetiva construida de antemano e independiente de nuestras teorías y conceptos. Para el realismo, el mundo físico se da como necesidad ontológica y no sólo lógica. Como señala Searle el realismo es la concepción según la cual las cosas tienen una manera de ser que es independiente de todas las representaciones humanas. El realismo no dice cómo son las cosas sino sólo que tienen una manera de ser (SEARLE, J. Op. Cit. p., 165). En tal orden de ideas, la polémica epistemológica entre realismo y antirrealismo o irrealismo, polémica que para muchos autores representa la esencia de la discusión filosófica, y que para nosotros es importante presentar en este trabajo debido a las implicaciones epistemológicas que el mismo tiene dentro de esta discusión, es un debate que no se agota sólo en los autores señalados, sino que toca mucha de las obras filosóficas del siglo pasado. De este modo, tenemos por ejemplo, dentro de lo que es la corriente antirrealista, a autores como Wittgenstein (WITTGENSTEIN, Ludwig: Las Investigaciones Filosóficas. Ediciones UNAM y Crítica, México y Barcelona, 1988), Quine (QUINE, W.V.: From Stimulus to Science. Harvard University Press, Cambridge-London, 1995), Rorty (RORTY, Richard: Contingencia, ironía y solidaridad. Editorial Paidós, Barcelona, 1991) o, contrariamente, defendiendo la posición realista, a Karl Popper (POPPER, Karl. La lógica de la investigación científica, Editorial Tecnos, Madrid, 1962; Conocimiento objetivo. Un enfoque evolucionista. Editorial Tecnos; Madrid, 1974; Realismo y el objetivo de la ciencia (Post Scriptum a La lógica de la investigación científica, I, Editorial Tecnos, Madrid, 1987).
3 Respecto a la definición del concepto de signo y símbolo en su acepción tradicional, acepción que a lo largo del trabajo trataremos de ampliar, podemos señalar lo siguiente. En primer lugar, la noción de signo, que como veremos se ha construido a lo largo del pensamiento occidental como una partícula diferente u opuesta a la noción de símbolo, se puede entender como una seña de carácter referencial que une un significado con un significante. Como señala Umberto Eco el signo es un indicio evidente del que pueden extraerse deducciones con respecto a algo latente (ECO, Humberto: Semiótica y Filosofía del Lenguaje. Editorial Lumen. Barcelona, 1990, p. 21). El signo es un constructo humano por el que a través de algo presente (el significante) se muestra algo oculto o latente (el significado). En este sentido, como señala Rafael Luciani, el signo nunca produce conocimiento sino que le presupone, por ello no es creativo ni mántico, sino semántico, así como no puede ser presencia sino representación (LUCIANI, Rafael: La Palabra Olvidada: de la significación a la simbolización. Publicaciones I.U.S.P.O, Los Teques-Venezuela, 1997, p. 199). En esta misma línea se inscriben las primeras obras filosóficas que dedicaron parte de su trabajo al análisis del lenguaje. Así, San Agustín por ejemplo, define en su obra Sobre la Doctrina Cristiana al signo como todo lo que se emplea para dar a conocer alguna cosa o, como toda cosa que, de la fisonomía que en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos venga otra cosa distinta (SAN AGUSTÍN: Sobre la Doctrina Cristiana. Editorial B.A.C., Madrid, 1969, pp. I.2,2 y II.1,2 respectivamente). El signo es una cosa que, siendo algo, significa una realidad distinta a si mismo. Como señala M. Beuchot, hablando de Pedro Abelardo, el signo se concibe en los textos clásicos y medievales bajo una función referencial (BEUCHOT, Mauricio: La Filosofía del Lenguaje en la Edad Media. Ediciones UNAM, México, 1991). En Guillermo de Occam el signo es algo que supone, entendiendo suposición como la posición en la oración de algo en lugar de otra cosa. Así, cuando el término está por algo en la proposición, hace que se use aquel término (o el pronombre que le muestra) por algo de lo cual se verifica el término supone por aquello de que es verificado (Citado por: LUCIANI, R.: Op. cit., p. 109). El signo es un término que hace el papel de la cosa que se representa. Como dice Foucault, el signo encierra dos ideas, una de la cosa que representa, la otra de la cosa representada, y su naturaleza consiste en excitar la primera por medio de la segunda(FOUCAULT, Michel: Las Palabras y las Cosas. Editorial siglo XXI, México, 1996, p. 70). Como también señala Durand, el signo es producto de la actividad consciente que funciona fundamentalmente como un mecanismo de economía, pues permite nombrar una cosa sin necesidad de hacerla presente. El signo es el lugar donde se asocia un significado con un significante, donde el primero indica al segundo, y en el cual su sentido es arbitrario. Ahora bien, frente a esta noción clásica y tradicional de signo, aparece la noción de símbolo. Esta noción, en un primer momento vinculada directamente con la lingüística y con la filosofía del lenguaje a través de autores como Ch. S. Peirce, Ch. Morris, A. Schaff, y otros, era entendida como una subclase del signo, esto es, una especie de seña que esta en lugar de algo y para alguien. Tomó un gran empuje como noción fundamental para entender la cultura humana a partir de obras como la de Cassirer, Durkheim, Mauss, Lévi-Strauss, Lévy-Brühl, Durand, Dumézil, Corbin, Geertz, Sperber o Turner. Con estos autores surge una tendencia en la que el símbolo se entiende como un espacio independiente del signo, con sus propias reglas y con su propio espacio de actuación. Ellos reconocen que el símbolo no es un reducto del signo sino una esfera más englobante, que involucra todos los espacios de la cultura y del hombre. El símbolo, por otro lado, articula a quien lo produce o lo recibe en un orden cognoscitivo cultural e interpela a los otros como personas. Por lo cual, no trata de dar información sobre la realidad, sino de dar forma a la realidad (informarla) como mundo cultural. El símbolo implica la reunión del objeto simbolizado, la expresión proclamada y los sujetos participantes. La percepción del símbolo excluye, pues, la actitud del simple espectador y exige una participación del actor a partir del intercambio de un saber implícito. Como señala Dan Sperber en su libro El Simbolismo en General, el simbolismo es un sistema cognitivo, un dispositivo autónomo que, junto con los mecanismos de la percepción y con el dispositivo conceptual, participa en la constitución del saber y en el funcionamiento de la memoria, por ello, ...No se trata de interpretar los fenómenos simbólicos a partir de un contexto, sino, muy al contrario, de interpretar el contexto a partir de los fenómenos simbólicos (SPERBER, Dan: El Simbolismo en General. Editorial Anthropos, Barcelona, 1988. pp. 19 y 98). No se trata como en el signo de que un significante sustituye lógicamente al significado sino, como en el caso de la música, se trata de percibir vibraciones armónicas a través de un sentido interior. El espacio del símbolo es el espacio del misterio y lo oculto, tras él se esconde un sentido, un mundo y unas vivencias, las cuales, por medio de procesos subconscientes, definen una estructura y un orden social y un modo de definir las instituciones y las practicas. El orden que proyecta el símbolo se guarda y tiene valor en el símbolo mismo pues éste reúne los caracteres esenciales de una identidad. La función del símbolo es precisamente la de hacer que emerja todo el orden simbólico y social al que pertenece. El símbolo nos introduce en una realidad a la cual él mismo pertenece. El símbolo, como lo define también Durand, es, de por sí, figura, y como tal, fuente de ideas, entre otras cosas. El símbolo no es un mecanismo de economía, un medio de expresión del que se pudiera prescindir sin ningún problema, sino un autentico medio de conocimiento, mediación de verdad. El símbolo es epifanía, lo inefable, aquello por lo que no existe ningún concepto verbal. El símbolo se encarna en y por la imagen, se expresa en una figura. Por ello, toda simbolización es una revelación. (Cfr. DURAND, Gilbert: La Imaginación Simbólica. Ediciones Amorrortu, Buenos Aires, 1971); O, como bien expresa Ricoeur, el símbolo da que pensar. (Cfr. RICOEUR, Paul: Freud: Una Interpretación de la cultura. Siglo XXI Editores, México, 1983, pp. 36-37).
4 BACHELARD, Gastón: La Formación del Espíritu Científico. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 1982. p. 8. En adelante, citada como FEC.
5 La concepción de la metáfora como concepto clave para explicar muchos de nuestros procesos cognitivos y epistemológicos, así como, para entender muchos presupuestos en el pensamiento científico no cubre mas de un siglo. La idea de la metáfora como constructo epistémico surgió sólo a mediados del siglo XX en autores como Max Black, Lakoff y Johnson, Nelson Goodman, John Searle y Donald Davidson. Anteriormente a ellos, en los griegos por ejemplo, y específicamente en la manos de Platón y Aristóteles, la metáfora era o un recurso sólo retórico y poético, o un símil que transfiere el nombre de una cosa a otra. En la Republica por ejemplo Platón habla de la metáfora como sinónimo de apariencia, pues los poetas, considerados los autores de metáforas, no son más que creadores de vanas imágenes (Cfr. PLATÓN. La Republica en, Diálogos tomo IV. Editorial Gredos. Madrid-España, 1986. 605 c). Por otro lado, Aristóteles en su Poética habla de la metáfora como un elemento lingüístico por el que se puede transferir el nombre de una cosa a otra; la metáfora es un intercambio de significados por analogía (Cfr. ARISTÓTELES. Poética. Traducción de A.J. Cappelletti, Editorial Monte Ávila, Caracas, 1998, 1457b). Ahora bien, a diferencia de estas ultimas definiciones que han perdurado a lo largo de la historia de la filosofía medieval y moderna surge, a partir de autores como Vico y Nietzsche, una revalorización de la metáfora como unidad esencial en todo proceso perceptual de organización sensorial. La metáfora, a partir del siglo XX, es vista así como un recurso esencial de todo nuestro sistema conceptual por el que construimos significados y sentidos. Como señala Lakoff y Johnson nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica (LAKOFF, George y JOHNSON, Mark: Metáforas de la Vida Cotidiana. Ediciones Cátedra, Madrid-España, 1986. p. 39.) Bajo esta idea la metáfora no se concibe sólo como un tropo o un símil, sino como una unidad en sí misma generadora de sentido. Ahora bien, esta noción, que consideramos apenas esta calando en los estudios epistemológicos, y a la cual se adhiere este trabajo, echa por tierra la idea simple de carácter retórico y racionalista de considerar a la metáfora como un simple recurso poético supeditado a la literalidad de las expresiones e imágenes. Esta posición deja a un lado los prejuicios epistémicos de carácter positivista y neopositivista que consideran a la metáfora sólo como materia marginal de críticos literarios y poetas que, faltándole la capacidad de construir un lenguaje científico y objetivamente correcto, sólo refieren a la realidad de manera confusa. De este modo, la concepción tradicional, que como señalamos tiene parte de su origen en la obra platónica y aristotélica, y que en cierto sentido podríamos decir que se siente aún en el ambiente filosófico de nuestra época, no permite ver el gran potencial creativo y constructor de realidades y percepciones que genera la metáfora.
6 Aunado a la aclaración anterior de lo que tradicionalmente suele definirse como signo, símbolo y metáfora, hay que señalar además que el signo, por parte de algunas corrientes epistemológicas como el positivismo lógico y el neopositivismo, adquiere un nivel de verdad mucho más elevado que el del símbolo y la metáfora, pues el concepto científico, transportado por el signo, y la verificación empírica, presentan un medio descriptivo y referencial que refleja con mayor precisión la naturaleza del mundo físico. El signo, positivamente, es el medio conceptual por el que la realidad se hace más clara a la conciencia, sin equívocos ni deformaciones imaginarias y poéticas. Ahora bien, por otro lado, respecto a la importancia cognitiva del símbolo y la metáfora, suele marcársele su valor epistémico en la construcción de la descripción y explicación científica, aparte de los autores antes señalados, en obras epistemológicas como la de Bachelard, para quien la imaginación simbólica y creadora se convierte en precursora y rectora de los descubrimientos científicos; a la vez, que siendo imaginación poética, devient un « accroissement de conscience », mieux, une « croissance dêtre » (citado por VALDÉS, Mario J.: Con Paul Ricoeur: indagaciones hermenéuticas. Monte Ávila Editores, Caracas, 2000, p. 47, citado en adelante como IH). Así, Bachelard nos permite entender la actividad científica en y desde el imaginario simbólico mismo, olvidando la rigurosa ascesis del pensamiento objetivo. (Cfr. BACHELARD, Gastón: La Poética del Espacio. FCE, México, 1989). En función de esto, como trataremos de señalar más adelante, es que creemos que si tratamos a la mayoría de las construcciones científicas más como imágenes y símbolos, entiendo símbolo como lo definimos anteriormente, que como conceptos, formas y signos. La exploración de las implicaciones epistémicas y referenciales de una teoría o una ley serían así, objeto de una filosofía de la ciencia que apunta hacia el estudio de la metáfora y la imagen y no, como señala Cavaillés, una filosofía que se dirija hacia el análisis del concepto: No una filosofía de la conciencia sino una filosofía del concepto es la que puede dar una doctrina de la ciencia. (Cfr. CAVAILLÉS, J.: Sobre la lógica y la teoría de la ciencia. Editorial Anagrama. Barcelona 1960. p. 80).
7 Respecto a esta última idea, es decir, aquella según la cual la imagen metafórica cuando tiene vida posee la capacidad de inventar, de expresar algo nuevo acerca de la realidad, de operar como elemento organizador de la experiencia, en otras palabras, de producir sentido y no solamente dar a una cosa el nombre de otra, cfr. RICOEUR, P.: Interpretation Theory: Discourse and the Surplus of Meaning. Texas Christian, Fort Worth, 1975, pp. 53-56; La Metáfora Viva. Traducción de Agustín Neira, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980. Según este autor, es una idea errónea pensar a la metáfora sólo como un recurso retórico y no cognitivo. Como un tropo que sólo presenta nombres figurativos los cuales atribuyen sentidos que no les pertenece y que, por lo mismo, causan perplejidad. Esta concepción hace que la metáfora sólo se comprenda en razón de una similitud que habrá entre el sentido figurado y el apropiado. Ahora bien, frente a esta degeneración retórica de la metáfora descansa, como bien señala Mario J. Valdés: una voluntad por privilegiar la palabra, y con ella, un sentido literal, lógico y autoritario de la realidad (VALDÉS, Mario J.: Ob. cit. p. 40). En otras palabras, opera un privilegio por el signo y por su capacidad descriptiva, objetiva y univoca. Por el contrario, para Ricoeur la metáfora sugiere la creación de una nueva pertinencia, que conlleva a su vez, la organización de un estatus cognoscitivo y un valor referencial que le provee la realidad.
8 En la misma medida que su actividad filosófica y científica era intensa, también lo era su actividad poética. Sus estudios sobre lo imaginario, lo poético y simbólico, los toma de un psicoanálisis de los elementos. De allí el nombre de sus obras: Psicoanálisis del Fuego (1938), El Agua y los Sueños: Ensayo sobre la imaginación de la Materia (1942), El Aire y los Sueños: Ensayo sobre la imaginación del Movimiento (1943), La Tierra y la Ensoñación de la Voluntad (1948) y por ultimo, La Tierra y los ensueños del Reposo (1948), La Poética del espacio (1957) y La Poética de la Ensoñación (1960).
9 BACHELARD, Gastón: Epistemología. Editorial Anagrama, Barcelona 1973.
10 BACHELARD, Gastón: La Filosofía del No. Amorrortu Editores, Argentina, 1940. En adelante, citado como FN.
11 A este respecto véase LAKATOS, Imre: Escritos filosóficos: matemáticas, ciencia y epistemología. Alianza Editorial, Madrid-España, 1999; Falsación y la Metodología de los Programas de Investigación Científica en: La Crítica y el Desarrollo del conocimiento . Editorial Grijalbo, Barcelona, 1975; Pruebas y refutaciones. Editorial Alianza, Madrid, 1978. Allí, sobre una crítica a la noción popperiana de falsación, Lakatos señala que la dinámica entre conjeturas y refutaciones no se da en abstracto sino dentro de un determinado contexto de discusión racional, y en un marco determinado de ideas, prejuicios y concepciones del mundo. Véase también CANGUILHEM, Guilles: Lo normal y lo Patológico. Editorial Siglo XXI, México 1980. Según este autor, lo fundamental en filosofía de la ciencia es un análisis histórico de los conceptos científicos. Pues ellos reflejan la contextualización de los modos como los científicos interpretan y conciben el mundo, y la interpretación implicada en la observación. Los conceptos reflejan los espacios de posibilidades sobre los que un fenómeno y una teoría se estructuran. Véase también FOUCAULT, Michel. Las Palabras y las Cosas. Siglo XXI Editores, España, 1966; La Arqueología del Saber. Siglo XXI Editores, México, 1979. Su tesis básica en relación con los espacios epistémicos, en cuanto categoría crítica de la investigación histórica tradicional, es que, en una cultura y en un momento dado, sólo hay siempre una episteme que define la condición de posibilidad de todo saber (FOUCAULT, M.: Ob. cit. p. 166). En vista de esto, el autor establece dos grandes bloques históricos y dos grandes epistemes en el pensamiento occidental: Aquella con la que se inaugura la época clásica (hacia medianos del siglo XVII) y aquella que, a principios del XIX, señala el umbral de nuestra modernidad (FOUCAULT, M.: Ob. cit. p. 7). Estos dos grandes espacios epistémicos establecen la discontinuidad del saber y los discursos, pues cada uno regula de maneras diferentes los modos de entender y conocer los fenómenos naturales y humanos. Estas dos grandes estructuras epistémicas delimitan lo que debe ser dicho y lo que debe quedar fuera de discursos, como la ciencia, la política, la economía o la literatura. Estos bloques epistémicos señalan también en que medida nuestros discursos y saberes son una ruptura con los discursos y saberes precedentes.
12 EEP, p. 31-32.
13 FEC, p. 15.
14 EEP, p. 32.
15 Cfr. KANT, Immanuel: Crítica de la Razón Pura. Editorial Losada, Buenos Aires, 1973.
16 FEC, p. 15.
17 FEC, p. 16.
18 Ibidem.
19 Esta posición, que ya esta presente en la obra de Nietzsche con el concepto de genealogía y que refiere a la idea de que es absurdo un despliegue metahistórico que busque las significaciones ideales y los indefinidos teleológicos (Cfr. NIETZSCHE, Friedrich: La genealogía de la moral. Alianza Editorial, Madrid, 1997; Consideraciones intempestivas 1. Alianza Editorial, Madrid, 1997; La gaya ciencia. Editorial Akal, Barcelona, 1988.), también la desarrolla Foucault a través del concepto de Arqueología, que, tomado en su sentido etimológico, se precisa como: estudio de los principios. Para este autor la arqueología se entiende como: estudio de los principios que rigen el nacimiento de los discursos. Así, la arqueología es estudio y descripción del archivo, esto es, investigación y exploración de las reglas que establecen para una cultura el nacimiento y desvanecimiento de sus enunciados. La obra de Foucault, en tanto que es una obra con intereses arqueológicos, enfatiza en hallar esos elementos recónditos que se ocultan bajo la apariencia del discurso, como en el caso del discurso de la ciencia. Como señala Patxi Lanceros, el fenómeno arqueológico es una búsqueda del arché, entendiéndolo no sólo como el lugar de origen, sino como la estructura fundamental contingente, histórica-que rige los comienzos las súbitas apariciones, las emergencias- de acontecimientos discursivos (LANCEROS, Patxi: M. Foucault: El análisis del saber, en Revista de Filosofía, Vol. 22 N 2, Centro de Estudios Filosóficos-Facultad de Humanidades y Educación. L.U.Z. Maracaibo, 1995, p. 94). El arché, como lugar de emergencia, nombra aquello de donde algo emerge, pero lugar que es condición que domina, rige y controla lo que se dice; en otras palabras, el arché es poder que domina los enunciados. De esta manera, La arqueología del saber, en cuanto descripción del archivo, es exploración del conjunto de reglas que dominan y configuran el saber y el conocimiento consciente de una época y de un contexto. El proyecto arqueológico de Foucault, como análisis de aquello que hace positivo cierta forma de conocimiento (ciencias humanas o sociales), implica una excavación de sedimentos del pensamiento que se han ido estructurando inconscientemente. A diferencia de una historia tradicional que describe los acontecimientos como etapas de acumulación que se dirigen a un telos, la arqueología explora las estructuras impersonales del saber que emergen imprevisiblemente en un determinado momento del pensamiento. El programa arqueológico es un modo de explicar y mostrar que el estudio de la historia no debe presentarse como la narración de las continuidades del conocimiento y el saber, sino como la descripción de las distintas rupturas por la que cada época valida sus esquemas de comprensión. Como dice el autor en esas disciplinas (historia de las ideas) que, a pesar de su título, escapan en gran parte al trabajo del historiador y a sus métodos, la atención se ha desplazado por el contrario, de las vastas unidades que se describían como épocas o siglos hacia fenómenos de ruptura. Por debajo de las grandes continuidades del pensamiento por debajo de las manifestaciones masivas y homogéneas de un espíritu o de una mentalidad colectiva, por debajo del terco devenir de una ciencia que se encarniza en existir y en rematarse desde su comienzo (...) se trata ahora de detectar las incidencias de las interrupciones (FOUCAULT, Michel: La Arqueología del Saber. Siglo XXI Editores, México, 1979, p. 5).
20 FEC, p. 18.
21 Ibidem.
22 FEC, p. 7.
23 FEC, p. 27.
24 EEP, p. 33.
25 FN, p. 22.
26 FN, p. 26.
27 Ibidem.
28 EEP, p. 33.
29 FN, p. 30.
30 Mediante el estudio de la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas, Foucault muestra que la episteme clásica determina las configuraciones discursivas a partir del orden en las propias palabras y en el propio sujeto: el lenguaje se enraíza no por el lado de las cosas percibidas, sino por el lado del sujeto en su actividad (FOUCAULT, Michel: Las Palabras y las Cosas. Siglo XXI Editores, Madrid, 1966, p. 283). La representación, que en la época moderna era representación del mundo, es ahora representación del pensamiento. Se impone el orden a las cosas, el orden del sujeto. La representación es ahora, una representación que se representa así misma, pues, todo el sistema clásico del orden, toda esa gran taxonomía que permite conocer las cosas por el sistema de sus identidades, se despliega en el espacio abierto en el interior de sí por la representación, cuando ésta se representa a sí misma. (Ibíd., 207). Los seres, la vida, la naturaleza, entran en la configuración de un nuevo espacio de comprensión, esto es, el pensamiento y la representación misma. Ya no se piensan las cosas desde su interior, sino desde el mismo espacio que antes era representación de ellas. Ya los objetos que aparecen en el campo del saber, no son propiamente los objetos, sino lo que se quiere ver de los objetos. En síntesis, esta episteme clásica creó un nuevo ser de las cosas y un nuevo modo de configurar los saberes. Los saberes son ya lo que los sujetos hagan de él, ya no se les impone una verdad objetiva, sino una consistencia interna.
31 FN, p. 31.
32 Ibíd., p. 28.
33 Ibíd., p. 31.
34 FEC, p. 29.
35 Es interesante confrontar la posición de Bachelard con la de Cassirer, aunque tal vez esto forme parte de otro trabajo de investigación. Es interesante notar las coincidencias en cuanto a los planteamientos epistemológicos de estos dos autores. Siguiendo los mismos criterios históricos de Bachelard, Cassirer plantea igualmente, a partir de su noción de formas simbólicas, que la ciencia ha llegado a un punto, contrario al mito y a la expresión, en el que se impone básicamente la noción misma de relación sin contenido físico. Como él señala los conceptos (científicos) no deben su verdad a su aptitud de reflejar la realidad existente en sí, sino a su capacidad de construir modelos de orden susceptibles de instaurar y garantizar el encadenamiento de las experiencias (CASSIRER, Ernst: Substance et Fonction. Eléments pour une théorie du concept. Les Editions de Minuit, Paris, 1977, p. 360. El paréntesis es mío). Para Cassirer, muy similar a Bachelard, la evolución del pensamiento occidental a llegado al punto en el que en vez de medir el contenido, el sentido y la verdad de las formas intelectuales con algo ajeno que supuestamente debería ser reproducido en ellas, debemos encontrar en las formas mismas la medida y el criterio de su verdad y significación intrínseca (CASSIRER, E.: Language and Myth. Dover, New York, 1953, p. 8). Por ello, el conocimiento no puede reproducir la naturaleza exacta de las cosas como son en realidad sino que debe circunscribir su esencia en conceptos (CASSIRER, E.: Op. cit., p. 7), en nuestro caso, en metáforas y símbolos. Ahora bien, y para especular tal vez un poco más, llama la atención, siguiendo el planteamientos de estos dos autores, como coincide la idea de que la ciencia se ha volcado sobre la propia forma y sobre el mismo pensamiento, con los supuestos de Teilhard de Chardin del enrollamiento craneal del hombre en el desarrollo de su evolución. La idea de que el pensamiento científico extrae sus conclusiones y justificaciones del mismo pensamiento, coincide, según nuestro criterio (aunque no nos interesa exponer ahora ampliamente los argumentos) con el planteamiento chardiniano de que el eje craneal del australopiteco se ha volcado sobre sí mismo para generar el cráneo del homo sapiens, cosa que, según Chardin, permite el poder de expansión del cerebro, la velocidad extrema de diferenciación, de memorización y simbolización. (Cfr. DE CHARDIN, Teilhard : El Grupo Zoológico Humano. Ediciones Taurus, Ma drid-España, 1967, pp. 69-86).
36 NICOL, Eduardo: Los Principios de la Ciencia. Fondo de Cultura Económica, México, 1965, p. 18. En adelante, citado como PC.
37 Aquí la idea de simbólico no es análoga a la noción de símbolo expuesta al comienzo del trabajo. La idea de símbolo aquí es más bien análoga a la idea de forma, esto es, a la forma abstracta de una teoría. El símbolo, comúnmente en ciencia, se define como un signo formal, que trata de operar por un mecanismo de economía haciendo sintético un conjunto de relaciones y de explicaciones.
38 PC, p. 18.
39 Ibíd., p. 19.
40 PC, p. 18.
41 FOUCAULT, Michel: La Arqueología del Saber. Siglo XXI Editores, México, 1979,
p. 207.
42 Ibíd., p. 235.
43 ZIMMERMAN, E.J.: La naturaleza macroscópica del Espacio - Tiempo, en Revista Americana de Física. Vol. 30 nº 2, E.U.A., 1980.
44 Véase: VALDÉS, M. J.: Ob. cit., pp. 35-55.
45 Véase la cita numero tres.
46 Ibíd., p. 42.
47 TALBOT, Michael: Misticismo y Física Moderna. Editorial Kairos. Barcelona, 1986. p. 69 (la cursiva es mía).
48 Para una larga revisión de las siete mil referencias bibliograficas respecto a este punto, en la que la metáfora, en la larga tradición filosófica, no es analizada en todo su potencial epistemológico, véase: SHIBLES, Warren. Metaphor: An Annotated bibliography and History. Language Press, Whitewater, 1971; VAN NOPPEN, J. P. y HOLS E.: Metaphor II. A Classified Bibliography of Publications 1985 to 1990. Amsterdam, Benjamins. Eds. 1990; VAN NOPPEN, J. P. y JONGEN, R.: Metaphor. A Bibliography of Post-1970 Publications. Benjamins Eds., Amsterdam 1985.
49 IH, p. 39.
50 RORTY, Richard. Objetividad, Relativismo y Verdad. Editorial Paidós. Barcelona, 1995. p. 223.
51 DAVIDSON, Donald. De la Verdad y La Interpretación: fundamentales Contribuciones a la Filosofía del lenguaje. Editorial Gedisa. Barcelona-España, 1980. p. 260. En adelante, DVI.
52 PC, p. 18.
53 NUBIOLA, Jaime. El Valor Cognitivo de las Metáforas. Publicado en Verdad, Bien y
Belleza. Cuando los filósofos hablan de los valores. Cuadernos de Anuario Filosófico
Nº 103. Pamplona, 2000. p. 76. En adelante, VBB.
54 LAKOFF, George y MARK, Johnson. Metáforas de la vida cotidiana. Ediciones Cátedra. Madrid, 1986. p. 95. En adelante, MVC.
55 VBB, p. 78.
56 IH, p. 36.
57 DVI, p. 245.
58 Ibíd., p. 253.
59 Ibíd., p. 255.
61 VBB, p. 81.
62 DVI, p. 261.
63 Entiéndase simbólico en el sentido como fue definido en la cita numero tres.
64 Véase: BLACK, Max. Modelos y Metáforas. Editorial Tecnos. Madrid-España, 1966.
65 SPERBER, Dan. El Simbolismo en General. Editorial Anthropos. Barcelona-España,
1988. p. 98.
66 TURNER, Víctor. La Selva de los Símbolos. Editorial Siglo XXI. Madrid-España,
1999.p. 40.
67 VBB, p. 83.