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Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.24 n.53 Maracaibo ago. 2006

 

Comprensión: Filosofía Tradicional versus Pensamiento Wittgensteiniano

Alejandro Tomasini Bassols

  Universidad Nacional Autónoma de México México D.F. - México

Resumen

En este ensayo se contrasta el modo tradicional de encarar y tratar los enredos filosóficos con el enfoque disolvente propio del pensar wittgensteiniano. Se considera un caso particular de problemas de filosofía de la mente, a saber, el caso de la comprensión. El objetivo es hacer ver que, mientras el primero representa una respuesta que se va complicando en forma exponencial, el segundo desemboca en posiciones simples, pero efectivamente aclaratorias. Se refuerza así la aseveración inicial de que hay un sentido en el que Wittgenstein pertenece y no pertenece a la tradición filosófica occidental.

Palabras clave: Filosofía tradicional, Wittgenstein.

Understanding:Traditional Philosophy versus Wittgensteinian Thinking

Abstract

In this essay a contrast is drawn between the traditional way of facing and dealing with philosophical puzzles with the rather dissolving Wittgensteinian approach. A particular case of difficulties from the area of the philosophy of mind is considered, namely, the case of understanding. The aim is to show that while the former represents a stance which complicates exponentially, the second broads out in simple, but really clarifying answers. It is thus reinforced the initial assertion to the effect that there is a sense in which Wittgenstein does and does not belong to Western philosophical tradition.

Key words: Traditional Philosophy, Wittgenstein.

Recibido: 13-01-06 • Aceptado: 09-03-06

I. Wittgenstein y la Historia de la Filosofía

Hay sin duda un sinnúmero de formas de ver la historia de la filosofía. Una forma fácil de visualizarla es como una gran cadena, constituida por múltiples eslabones de diversos tamaños y de colores diferentes, con todas las combinaciones posibles. Los eslabones mayores simbolizarían a los más grandes filósofos de todos los tiempos. Aunque cada quien podría armar su cadena y pintarla al modo como más le pareciera apropiado, hay posiciones y tamaños que sería difícil cuestionar. Una buena sugerencia, por ejemplo, sería en mi opinión la de reservar los eslabones más grandes y de color más intenso para los filósofos no sólo más potentes o más vigentes, los que mejor han resistido el paso del tiempo, sino para los que también resultaron ser quienes más o mejor innovaron, quienes, por así decirlo, le dieron un giro a la gran cadena. Pienso, sin concederle mayor peso a esta propuesta, que eslabones así deberían estar reservados para quienes pueden servir como puntos especiales de referencia, pensadores como Aristóteles, Leibniz o Frege, curiosamente y dicho sea de paso, grandes pensadores todos ellos, pero a la vez grandes lógicos. Ahora bien, independientemente de cómo configuremos nuestra cadena, hay un dato simple pero de primera importancia para nuestros propósitos, a saber, que todos esos grandes pensadores conforman una sola, una única tradición, esto es, la gran tradición de la filosofía occidental. Por lo menos eso tienen en común. Y aunque obviamente multifacética, es claro que entre sus rasgos más prominentes encontramos la idea de que la filosofía se ocupa de los temas e interrogantes más fundamentales para el Hombre y la idea de que el modo racional de enfrentarse a ellos consiste en la elaboración de sistemas de ideas y pensamientos, en grandes construcciones teóricas que permitan proporcionar de manera sistemática respuestas a las preguntas filosóficas, del área que sea. Y a esta grandiosa tradición pertenece, con los matices que siempre es importante introducir, la abrumadora mayoría de los filósofos conocidos, decisivos o secundarios, desde digamos los pre-socráticos hasta Quine, Davidson y Kripke.

Hay una figura, sin embargo, de la que tal vez lo que habría que decir es que está y no está, que pertenece y no pertenece a dicha cadena, a dicha tradición, un pensador no sólo sumamente original sino en cierto sentido, como veremos, trágico y al que, si queremos seguir con nuestra metáfora, deberíamos representar no como un eslabón más sino más bien como lo que cierra la cadena, como su candado. Me refiero a Ludwig Wittgenstein. Hay en verdad un sentido en el que puede afirmarse que, contemplada la mencionada cadena teleológicamente, él representa, sin ser nunca ni asimilado a ella ni refutado en ella, su punto culminante, el punto final. Con Wittgenstein, la filosofía convencional se transformó en la medida en que, al dotarla de su verdadero rostro, la llevó a su fin. Así entendida, la relación entre Wittgenstein y la historia de la filosofía occidental amerita, o mejor dicho exige, unas cuantas palabras aclaratorias, por lo que es con algunas consideraciones generales referentes a la nueva concepción de la filosofía y de sus funciones que daré inicio, propiamente hablando, a mi exposición.

II. Wittgenstein y la Filosofía Tradicional

Quiero empezar admitiendo que no es mi propósito ofrecer una reconstrucción exhaustiva de la concepción de la filosofía que con Wittgenstein se materializó. Una labor así requeriría de un estudio que rebasaría con mucho, en alcance y profundidad, el horizonte de este sencillo trabajo. No obstante, sí hay un panorama que, aunque limitado, podemos contemplar. Y quizá lo primero que habría que decir es que, a diferencia de lo que pasa con las concepciones usuales de la filosofía, que son como fórmulas o slogans que permiten recoger el trabajo filosófico más representativo del momento, la filosofía a la Wittgenstein es básicamente neutral frente a cualquier tesis, doctrina o corriente filosóficas, y lo es por lo menos en el sentido de que, desde la nueva perspectiva que representa, los problemas filosóficos convencionales en general, esto es, todos, son forzosamente el producto de graves incomprensiones. Así, la neutralidad del wittgensteinianismo consiste en que lo que se rechaza es no tal o cual escuela en particular, tal o cual pensador en especial, sino la filosofía tradicional in toto. De ahí que una forma ilustrativa de etiquetar el filosofar wittgensteiniano sea diciendo de él que es en primer término anti-filosofía tradicional. El modo wittgensteiniano de hacer filosofía no tiene una temática específica, sino que puede ejercerse en todo momento sobre cualquier tema filosófico. No tiene como objeto de estudio especial la realidad, la verdad, la mente, Dios, etc., sino las afirmaciones filosóficas (independientemente de que sean hechas por filósofos profesionales o no) acerca de la realidad, la verdad, la mente, Dios y demás. Para la antigua filosofía la meta principal era la construcción de un sistema articulado de verdades; para la nueva, lo es el ejercicio del intelecto, i.e., una actividad específica que aspira a aclarar nuestros pensamientos, contaminados y distorsionados por la filosofía tradicional. En este sentido, el terreno para la labor wittgensteiniana de aclaración está abonado por las teorías filosóficas mismas. Quizá no esté de más insistir en que la labor wittgensteiniana de esclarecimiento se ejerce única y exclusivamente sobre las afirmaciones filosóficas, no sobre las científicas o las del sentido común. Y no es que el lenguaje natural sea defectuoso ni que nuestro conocimiento sea necesariamente limitado e imperfecto. El problema es la enfermedad misma del pensar o, dicho de otro modo, el modo tradicional de hacer filosofía.

Naturalmente, habría sido imposible que la nueva concepción de la filosofía arrancara siquiera si en su raíz no hubiera por lo menos una intuición motriz fundamental. En el caso de Wittgenstein me parece que se le puede rastrear con relativa facilidad. Aventuro, pues, la hipótesis de que fue una cierta sensación de inconformidad, un cierto disgusto profundo con el discurso filosófico mismo lo que desde el inicio marcó a Wittgenstein. Pero ¿por qué habría ello sido así? ¿No podría decirse que eso es algo completamente arbitrario de su parte? Yo creo que una mínima reflexión al respecto nos haría ver que ello no es así. Para empezar e intuitivamente, lo menos que podemos decir es que salta a la vista que el discurso filosófico, independientemente de la escuela o del pensador de que se trate, efectivamente tiene algo de raro. Por lo pronto, de entrada, constituye una feroz agresión a las formas normales de hablar, al lenguaje natural, puesto que se desvía radicalmente de él. Cuál sea el significado de términos filosóficos como ‘ser’, ‘objeto’, ‘entidad’, ‘intuición’, ‘cualidad’, ‘idea’, ‘mente’, etc., es desde luego algo que al hablante normal se le escapa y que los profesionales de la filosofía no terminan nunca de aclarar debidamente. En el discurso filosófico las palabras del lenguaje usual adquieren automáticamente otros sentidos, sentidos no sólo nunca aclarados, sino nunca previamente avalados por las comunidades lingüísticas relevantes. Esto a su vez explica las peculiaridades de las tesis y de los problemas filosóficos. Para empezar, las tesis filosóficas son imposibles de corroborar y de refutar. Inclusive cuando nos las habemos con posiciones filosóficas obviamente endebles, resulta que éstas son siempre parafraseables. Una posición filosófica es siempre replanteable, reformulable, de manera que, al modo como podríamos decirlo de Drácula, es eterna: muere y resucita, muere y resucita. Por eso, por ejemplo, abundan los “neos” en filosofía: el neo-cartesianismo, el neo-platonismo, el neo-marxismo, el neo-kantismo, y así indefinidamente. Naturalmente, el que el lenguaje filosófico en general sea un lenguaje descompuesto, un sistema de signos en estado de putrefacción, no es un hecho inocuo o que pueda simplemente ser ignorado. Una de las consecuencias de disponer de un sistema lingüístico mal construido es que, lo que por medio de él se diga será asignificativo y, por ende, los problemas que plantee serán problemas que no brotan, por así decirlo, de la vida real sino de meras palabras. Por eso, inevitablemente, desde la perspectiva wittgensteiniana los así llamados ‘problemas filosóficos’ no pueden ser otra cosa que pseudo-problemas, problemas espurios, en algún sentido superfluos o gratuitos, aunque quizá también ineludibles. En todo caso, el filosofar wittgensteiniano no sólo no es identificable con el clásico, sino que es el antídoto natural para la ponzoña lingüística de la filosofía convencional.

Así como el discurso filosófico es un discurso anormal, los problemas filosóficos son problemas más aparentes que reales, es decir, son más problemas fantasmas que, por decirlo de algún modo, problemas de carne y hueso. Un problema genuino tiene que ser una dificultad que efectivamente me complica, en alguna medida y de alguna manera, la existencia. Si voy a casa de un amigo y tengo un problema en el camino, ya no llego a casa de mi amigo, que era lo que quería; si voy a presentar un examen y pierdo mis notas, tengo un problema y no puedo presentar el examen o aprobarlo, que era mi proyecto; si tengo un problema de salud, tengo que dejar de hacer ciertas cosas a las que era aficionado, con lo cual altero mi plan de vida; y así sucesivamente. Esos son ejemplos de problemas reales. Pero ¿cómo nos complica la vida un problema filosófico? ¿Deja alguien de comer porque no pueda determinar si los números son entidades o estructuras lógicas? ¿Tiene alguien que ir al gastroenterólogo por no poder corroborar que hay un Topos Uranus, un lugar celeste, en donde se congregan las Esencias de todo lo que hay? ¿Dejó alguien de ir al gimnasio porque Zenón haya demostrado (suponiendo que lo hizo, lo cual es debatible) que el movimiento es imposible o altera alguien sus vacaciones cerca de un río porque Heráclito haya dicho que los ríos cambian de instante en instante y que no son nunca los mismos? ¿Le ocasionan a alguien problemas respiratorios las tesis inmaterialistas de Berkeley? ¿Hay alguien a quien le impida trabajar o hacer el amor el idealismo trascendental de Kant, de acuerdo con el cual el tiempo no es una propiedad de los fenómenos, esto es, de todo aquello con lo que nos topamos en la experiencia? En verdad, lo menos que podemos decir es que los problemas filosóficos son poco problemáticos. Pero entonces ¿por qué habría de resultarnos tan sorprendente el que surgiera alguien que, después de 2,500 años de discusiones, siempre inconclusas, se insubordinara y protestara en contra de dicho estado de cosas, alguien que valientemente denunciara lo que pasa por una tradición sacrosanta y que, al modo como Platón intentaba hacerlo con los encadenados de la caverna, quisiera abrirnos a nosotros los ojos, deshipnotizarnos, enseñándonos para ello a pensar correctamente? ¿No era ello no sólo algo esperable, sino deseable?

Es evidente que ciertos resultados no son alcanzables más que cuando están dadas las condiciones culturales para su gestación y obtención. Asimismo, el fenómeno Wittgenstein no habría podido generarse antes del siglo XX, al igual que habría sido imposible que se diera la música de Mozart durante, digamos, la Edad Media. Es dudoso, además, que alguien con características que no hubieran sido concretamente las del individuo Ludwig Wittgenstein hubiera podido realizar la hercúlea labor intelectual que Wittgenstein de hecho llegó a cabo. Porque, hay que decirlo, la denuncia wittgensteiniana de la filosofía clásica obligaba a éste a mucho más que a poner el grito en el cielo y hacer una mera declaración de hechos. Se requería mucho más que eso: se necesitaba un nuevo diagnóstico detallado de la naturaleza de los problemas filosóficos en términos de un nuevo aparato conceptual y de un nuevo conjunto de estrategias y métodos de análisis. Después de todo, las acusaciones de asignificatividad, de carencia de sentido, tenían que venir acompañadas de aclaraciones convincentes o, mejor dicho, contundentes. Como era de esperarse, las aclaraciones wittgensteinianas no habrían podido ser simples y fáciles, sino muy abstractas, complejas y de múltiples ramificaciones. Que quede claro: el modo wittgensteiniano de hacer filosofía ni mucho menos es una técnica sencilla. Por otra parte, no estará de más recordar que Wittgenstein de hecho ofreció no uno sino por lo menos dos grandes grupos de aclaraciones. En efecto, como sólo algunos pensadores del pasado y quizá como ninguno de ellos, Wittgenstein tuvo dos grandes periodos filosóficos, durante los cuales elaboró dos filosofías igualmente atractivas, pero totalmente diferentes y, por ende, incompatibles. No obstante, algo las liga, a saber, la intuición fundamental de que la filosofía tradicional resulta de alguna clase sutil pero profunda de incomprensión. En ambos casos, el objetivo fue el mismo, a saber, el desmantelamiento o (para emplear una noción más a la moda) la deconstrucción de los problemas filosóficos o, mejor dicho, del problema filosófico que uno decidiera encarar.

Los periodos filosóficos de Wittgenstein antes mencionados son, evidentemente, los asociados con las dos grandes obras de Wittgenstein, el famoso Tractatus Logico-Philosophicus y las no menos célebres Investigaciones Filosóficas. Sin embargo, entre esos dos grandes paradigmas de filosofía analítica encontramos un número formidable de escritos, aparecidos póstumamente bajo la forma de libros. Esto ha llevado a pensar que es legítimo hablar de un periodo intermedio, esto es, un periodo durante el cual Wittgenstein ya no defiende posiciones tractarianas, pero todavía no acaba de dar a luz a su “segunda” filosofía. Durante este periodo de transición, Wittgenstein fue rápidamente abandonando su atomismo lógico y fue transitando, primero, hacia lo que se conoce como su ‘holismo lógico’, y, posteriormente, hacia su “holismo práctico”. Lo que aquí haremos ahora, a manera de ilustración, será reconstruir una línea representativa de discusión filosófica del nuevo estilo perteneciente a este período intermedio, que básicamente va de 1929 a 1933. Espero poder transmitir la sensación de oxigenación y de liberación que con Wittgenstein efectivamente se genera.

III. Un enredo de Filosofía de la Mente: la comprensión

En mi libro sobre los atomismos lógicos de Russell y Wittgenstein1 sostuve que la primera filosofía de Wittgenstein, o sea, la filosofía del Tractatus Logico-Philosophicus, es en gran medida filosofía russelliana, sólo que pulida, mejorada y desconectada por completo de la escuela empirista, de la cual Russell era obviamente el gran heredero. En la actualidad ciertamente yo matizaría dicho juicio, pero sigo pensando que en lo fundamental no es errado. Pienso por ello que hay un sentido en el que puede decirse que la verdadera filosofía wittgensteiniana realmente empieza cuando Wittgenstein abandona un cierto enfoque, a saber, el lógico-formal, y que deja de trabajar en los temas propios de la agenda típicamente russelliana. Ahora bien, esto sucede sobre todo cuando abandona lo que a final de cuentas no pasaba de ser un mero programa filosófico y, por consiguiente, cuando empieza a enfrentarse a enredos filosóficos concretos. O sea, lo que estoy afirmando es que hay un sentido en el que, a pesar de lo maravilloso que es el Tractatus Logico-Philosophicus, la verdadera filosofía de Wittgenstein empieza después de 1929. Un buen ejemplo de este cambio de óptica nos lo proporciona el supuesto fenómeno mental de la comprensión. Wittgenstein, como veremos, tiene mucho que decir al respecto, si bien no podremos ocuparnos de todo lo que al respecto nos informa en sus escritos de madurez, como las Investigaciones Filosóficas o Zettel. En este caso nos concentraremos en algunas de las cosas que se dicen en un manuscrito redactado a principios de los años 30 y publicado póstumamente bajo el nombre de ‘Gramática Filosófica’. Naturalmente, antes de reconstruir sus puntos de vista será conveniente hacer un veloz recordatorio de la problemática misma y de lo que gusta de sostenerse en la filosofía tradicional.

Los así llamados ‘fenómenos mentales’ son, todos los sabemos, una fuente fértil y al parecer inagotable de enigmas filosóficos. En efecto, todo lo que tiene que ver con las actitudes proposicionales, los estados mentales, el “yo”, la identidad personal, el auto-conocimiento, las otras mentes, etc., constituye un caldo de cultivo fantástico para la gestación de enredos insolubles y, por consiguiente, para la producción de teorías filosóficas tan ingeniosas, tan absurdas y tan desbalanceadas unas como otras. A guisa de ejemplo y a fin de ilustrar lo que hemos venido diciendo, consideraré rápidamente, como ya lo anuncié, un caso problema, viz., el que plantea la comprensión, de manera que podamos contrastar de manera palpable el enfoque tradicional con el wittgensteiniano y colocarnos entonces en posición de apreciar y juzgar las dos perspectivas, esto es, la antigua y la nueva.

Desde el punto de vista de la tradición, la comprensión se explica más o menos como sigue: comprender es como percibir, es decir, se trata de una experiencia sólo que, por razones evidentes de suyo, no es una experiencia del cuerpo. Ni siquiera podría decirse que es el cerebro lo que “comprende”. De seguro que, sea lo que sea, la comprensión es un fenómeno no material sino psíquico o, alternativamente, “mental”. Cuando alguien comprende algo (una orden, una descripción, una fórmula, una regla, etc.) literalmente algo le sucede. Independientemente de cómo lo caractericemos, eso que le sucede sucede dentro de la persona. La comprensión no es lo mismo que una configuración neuronal puesto que, como ya se dijo, no tiene el menor sentido decir que el cerebro o el sistema nervioso comprenden o no comprenden, además de que no es lógicamente imposible que en presencia de la misma configuración neuronal no podamos hablar de comprensión o que hablemos de comprensión inclusive si dicha configuración no se da. No tiene mayor sentido, por lo tanto, pretender caracterizar la comprensión es como un suceso físico. Pero entonces ¿qué clase de fenómeno es? La respuesta, que es obvia, se proporciona recurriendo a uno de los términos preferidos el en argot filosófico: la comprensión es de carácter “mental”. Y en cierto sentido, esta respuesta representa el punto final: una vez dicho eso, ya no hay nada que añadir. Como bien lo señaló Norman Malcolm, el supuesto tácito en filosofía es que una vez que se dijo de algo que es de carácter mental ya no es de buen gusto seguir preguntando; se asume que todos entendemos o debemos entender lo que se quiso decir.

Esto que acabo de decir es parte de la posición dualista, esto es, del cuadro cartesiano del ser humano como constituido por dos sustancias radicalmente diferentes, un cuadro de muchas variantes y sumamente popular tanto en el universo filosófico como fuera de él. Nótese, sin embargo, que, aparte de que como explicación es prácticamente nula y no consiste en otra cosa que en una paráfrasis “tecnificada” de lo que cándidamente diría un hablante normal, esta pseudo-explicación está lógicamente ligada a muchos otros temas y forma parte de una concepción global de las cosas. Están desde luego implícitas en lo que se dijo sobre la comprensión por lo pronto una cierta teoría del conocimiento y una metafísica, ambas problemáticas en grado sumo. Pero quizá el fundamento cognitivo de la posición tradicional sea en última instancia la confianza irrestricta en la introspección: se supone que es por medio de análisis introspectivos que obtenemos la “información” necesaria para que entendamos lo que es comprender algo: “vemos” dentro de nosotros y entendemos lo que es comprender. Desafortunadamente, para el filósofo tradicional, no es muy difícil percatarse de que toda esta construcción no pasa de ser un castillo en el aire.

A Wittgenstein, como a todos nosotros, le costó mucho zafarse de la concepción tradicional. De ahí que en esta etapa transitoria, Wittgenstein todavía trata con indulgencia al mentalismo. Por ejemplo, él parece admitir que “En algunas de sus aplicaciones ‘comprender’, ‘querer decir’ se refieren a una reacción psicológica en tanto se oye, se lee, se emite, etc., una oración. En ese caso la comprensión es el fenómeno que ocurre cuando oigo una oración en un lenguaje familiar y no cuando oigo una oración en un lenguaje extraño”2. O sea, parecería que él todavía acepta que es posible que cuando decimos de alguien que comprende algo, en éste se produzca alguna clase de “reacción psicológica” y que eso sea el comprender. Pero estas concesiones son más aparentes que reales y lo único que él está haciendo es, por así decirlo, montar el escenario. Como veremos, la aclaración de lo que es comprender es algo más sutil y complejo que lo que nos dicen los filósofos tradicionales; y una de las primeras cosas que Wittgenstein se esforzará por hacer ver es que ese algo que supuestamente tiene lugar dentro de alguien cuando comprende probablemente es un mito y en todo caso es algo totalmente irrelevante para eso que nosotros llamamos ‘comprensión’.

Como es evidente de suyo, difícilmente habría podido el método de Wittgenstein en libros como Observaciones Filosóficas y Gramática Filosófica ser un método acabado, con pasos nítidamente delineados, jerarquizados, etc. Con lo que sí nos encontramos, en cambio, es con multitud de preguntas pertinentes, las cuales dan lugar a una especie de monólogo, y que son como el antecedente lógico de lo que en las Investigaciones Filosóficas será el debate entre el filósofo tradicional y su adversario, el filósofo de la nueva tendencia. Consideremos rápidamente algunas de esas preguntas planteadas, ante todo, para hacernos pensar.

En primer lugar, ¿de qué hablamos cuando decimos que comprendemos algo? De toda una variedad de cosas: comprendemos órdenes, gestos, situaciones, etc. Consideremos entonces lo que sería una aplicación fundamental de la noción de comprensión, viz., la aplicación a oraciones. Cualquier oración es semánticamente compleja, puesto que resulta de los distintos significados de los diferentes términos de la oración que la expresa. De ahí que la primera pregunta, un tanto desconcertante, que Wittgenstein plantee sea: cuándo alguien “comprende” algo: ¿lo comprende como la suma de los distintos significados captados o lo comprende más bien de golpe, en su totalidad? Si digo ‘Cantinflas era mexicano’ ¿entiendo el pensamiento expresado porque entendí primero el significado de ‘Cantinflas’, posteriormente el de ‘era mexicano’ y luego los junté o lo capté todo de un solo golpe? La verdad es que un hablante normal no tendría elementos con qué responder a una pregunta así. Ahora bien, Wittgenstein llama nuestra atención sobre lo siguiente: si pregunto por la comprensión del significado de la oración p, sea ésta la que sea, la respuesta viene dada en términos de oraciones, no como sumas de significados aprehendidos. Retomemos nuestro ejemplo. Le preguntamos a alguien que nos diga qué fue lo que entendió cuando entendió el significado de la oración ‘Cantinflas era mexicano’. Obviamente, supongo, nos dirá algo como: hubo una persona, conocida como ‘Cantinflas’, nacida en un país llamado ‘México’ y esa persona ya no vive’. Dejando de lado la respuesta concreta que se obtenga, lo interesante para nosotros es que la explicación de lo que parecía ser un fenómeno de comprensión viene dada en palabras. O sea, el lenguaje toma el lugar y desempeña el rol de lo que supuestamente pasaba dentro del sujeto y que en la tradición parecía esencial. Empero, nosotros empezamos a entender que la explicación de la comprensión no nos saca del lenguaje, no nos obliga a mirar hacia lo extra-lingüístico. Por eso afirma Wittgenstein : “Se puede decir que el significado queda fuera del lenguaje, porque lo que una proposición significa queda dicho por lo que es otra proposición”.3 Una consecuencia importante de todo esto es que la visión atomista-lógica se revela como incorrecta: es el sentido completo de las oraciones lo que nos importa, aunque lógicamente el sentido sea una función de los significados parciales. Nótese que esto que aquí Wittgenstein está poniendo en entredicho es ni más ni menos que el principio de composionalidad, un principio de la semántica de Frege que a más de uno les ha parecido “no negociable”.

Wittgenstein ataca el tema desde la perspectiva de la experiencia. Aquí lo que se efectúa es una especie de reducción al absurdo. Si el comprender algo es efectivamente un fenómeno, una experiencia real, entonces tenemos derecho a hacer todas las preguntas que normalmente se pueden hacer en relación con las experiencias. Una experiencia genuina es, por ejemplo, un dolor. Un dolor tiene una ubicación, una causa, una duración, una intensidad. ¿Podemos decir lo mismo de la comprensión? Asumamos momentáneamente que en efecto comprender es algo que a alguien le pasa. Pero entonces tenemos derecho a exigir una respuesta para preguntas como las siguientes:

a) ¿Cuándo empezó y cuándo terminó la comprensión por parte de alguien de lo que otra persona afirmó? ¿Tendría sentido decir, por ejemplo, como ciertamente podríamos decirlo de un dolor, algo como ‘comprendí entre las 3 y las 4 de la tarde, pero no entre las 5 y las 6?

b) ¿Qué diferencias internas hay entre oír o leer algo con comprensión y oír o leer algo sin entender lo que se oye o lee (Como cuando leemos oraciones de un lenguaje que no conocemos)? ¿Cambia algo en nosotros?

c) ¿Podría decirse que la comprensión tiene lugar en un lugar especial del cuerpo? ¿Cuál podría ser ese lugar y cómo podría saberlo el sujeto? Cuando nosotros comprendemos algo: ¿nos hundimos en algún proceso de introspección, nos concentramos en nosotros mismos, para determinar si efectivamente comprendimos lo que se nos dijo?

Es obvio que estas preguntas y muchas otras de la misma clase no tienen respuesta, pero lo importante es percatarse de que si no la tienen es simplemente porque las preguntas mismas son absurdas y si lo son es porque la concepción subyacente de la comprensión, la concepción que da pie a ellas, es ininteligible. No es que las hipótesis que se emitan sean falsas: es que no tienen sentido. El carácter sospechoso y turbio de la explicación tradicional empieza, pues, a poco a poco a aflorar.

Contemplando el asunto desde el ángulo de la naturaleza de la supuesta experiencia en cuestión, Wittgenstein plantea otra pregunta a primera vista redundante, pero en el fondo de primera importancia, viz., ¿Cómo puede saber alguien que efectivamente comprendió lo que se le dijo? ¿Porque tuvo una sensación especial o porque lo intuyó? Es claro, sin embargo, que normalmente nadie justificaría sus pretensiones de comprensión apelando a sentimientos específicos. En primer lugar, se puede poner fácilmente en crisis la identificación de la comprensión con un sentimiento: ¿Tuvimos lo mismo, nos pasó lo mismo cuando comprendimos que 2 + 2 = 4, que Napoleón era corso o que la fórmula química del agua es H2O? ¿O más bien tuvimos tres sensaciones diferentes? En ambos casos la respuesta es absurda, pero la razón es obvia: la pregunta misma es absurda. La identificación de la comprensión con un suceso mental está expuesta aquí a un bombardeo de objeciones que sencillamente la hunden. Supongamos que tenemos una sensación, un proceso diferente para cada caso particular de comprensión. Ello es de entrada implausible, puesto que entonces tendríamos que ser capaces de detectar y de distinguir un número inmenso de sensaciones diferentes, dado que cada cosa que comprendiéramos requeriría su sensación propia, pero además ¿por qué serían todos ellos casos de “comprensión”? El que hablemos en todos esos casos de comprensión ¿Se debería a que tendrían algo en común y eso común, que sería lo importante, sería precisamente lo que el filósofo tradicional habría dejado sin explicar? Esta propuesta de asociación 1-1 entre actos de comprensión y sensaciones o sentimientos especiales, por lo tanto, sencillamente no funciona. El problema es que tampoco lo hace la respuesta contraria. Tómese el caso en el que una persona comprende tanto una orden como la regla de multiplicar por 5. El filósofo tradicional tendría que sostener que en ambos casos se produjo un mismo fenómeno, sólo que con diferentes “contenidos”. Pero ¿sobre qué bases podría alguien asegurar que detectó en ambos casos el mismo evento mental, exactamente el mismo sentimiento especial, por ejemplo? ¿Acaso no cabe la posibilidad de que se tratara de dos sentimientos muy semejantes, pero distintos? ¿No es posible que alguien se equivoque respecto a sus propios sentimientos? Después de todo, ¡eso es de lo más usual! Por otra parte y más cuestionable aún: ¿por qué comprender algo tendría que consistir en tener algo, sea lo que sea? ¿Cómo es que un sentimiento o una configuración neuronal podrían revestir la forma de la comprensión? ¿Qué conexión hay aquí y cómo se establece? Llegamos aquí al límite del absurdo y del sinsentido.

Me parece que, por escuálido que sea el material, podemos ya empezar a atar cabos y la primera gran sorpresa que nos llevamos es sencillamente que eso que se llama ‘comprensión’ no es un fenómeno. En otras palabras, el concepto de comprensión o de comprender algo no es un concepto de experiencia. Este concepto no pertenece a la familia de conceptos como “dolor”, “sentimiento”, “percepción”, etc. En otras palabras, la comprensión no es una vivencia especial, un evento que se produce cuando alguien (dice que) “comprende” algo. No es para denotar una experiencia que se acuñó el verbo y sus derivados. Salta entonces a la vista que la concepción tradicional es radicalmente errónea, al igual que todo aquello que sobre ella se erija. Este “error” filosófico, sin embargo, no es un error inocuo. Por ejemplo, a menudo los científicos que se dejan persuadir por tesis filosóficas convencionales emprenden experimentos, casi siempre costosos, y ponen en marchas innumerables líneas de investigación cuyo objetivo era detectar e identificar el supuesto fenómeno interno que se produce cuando alguien comprende algo. Ahora sabemos que no hay tal cosa y que se podía haber determinado a priori que dichos experimentos estaban destinados ab initio al fracaso.

La faena difícil, naturalmente, no es la meramente destructiva, sino la positiva, esto es, no la de descartar lo que la comprensión no es sino la de dar cuenta de lo que la comprensión es. No se trata, desde luego, de ofrecer una simple definición, de encontrar una fórmula que nos deje más o menos satisfechos, sino de un examen del tema mismo. Por lo pronto, sabemos que comprender no puede ser una experiencia especial ni un suceso o proceso interno que sistemáticamente acompañe a lo que llamamos ‘comprender algo’. Aunque no será sino algunos años después que Wittgenstein estará en posición de dar cuenta de manera exhaustiva de lo que es comprender algo, en la Gramática Filosófica avanza de manera sorprendente en la vía de la aclaración. En esta etapa, es cierto, no reconoce todavía la necesidad de distinguir entre explicaciones en primera persona (‘ya entendí’) y en tercera persona (‘ahora sí ya comprendió’), por lo que no ofrece más que un diagnóstico general. No obstante, éste es, a pesar de incompleto, de una gran lucidez. Intentaré ahora presentar de manera sinóptica algunos de sus resultados.

Es obvio que la acción va a ser fundamental en la explicación del tema. La comprensión, sea lo que sea, tiene que expresarse, manifestarse en la conducta. De El Pensador de Rodin podemos decir que no comprende nada, precisamente porque no hace nada. Contrariamente a lo que G. Ryle sugiere, la estatua de Rodin se debería llamar más bien El Simulador, puesto que no hace nada y el pensamiento, sea lo que sea, tiene que ser algo ligado a la acción. Ahora bien, si bien es cierto que la conducta es fundamental, de todos modos no lo es todo, puesto que es lógicamente posible que alguien se conduzca como lo haría alguien que comprende y que, no obstante, no comprendiera nada. Wittgenstein no es un conductista radical: para él, conducta de comprensión no es lo mismo que comprensión. Ahora bien, cuando hablamos de conducta hablamos de conducta tanto lingüística como extra-lingüística. Ya vimos que si preguntamos por la comprensión de una oración la respuesta nos vendrá dada en términos de palabras, lo cual indica que ya hay comprensión de algo previo a la comprensión de esa oración particular sobre la que se pregunta. O sea, comprender algo presupone siempre un trasfondo contra o sobre el cual la comprensión de una oración, una orden, una jugada, etc., se produce. Alguien comprende algo no porque suceda en su interior algo especial, sino porque hizo algo en concordancia con las reglas del sistema de signos, de juegos, de símbolos, etc., por rudimentario que sea, relevante, y es eso lo que nos autoriza a decir de alguien si efectivamente entendió o no. Para poder decir que alguien comprende algo, este alguien tuvo que haber recibido un cierto entrenamiento y haberse convertido en un usuario de un sistema simbólico, de un lenguaje. Para que alguien pueda comprender tiene antes que haber sido colocado en posición de comprender. No puede haber comprensión previa a ello. La pregunta: ‘¿entendiste esa frase musical?’ será respondida de manera muy diferente por alguien con instrucción musical que por alguien que, como dice Wittgenstein, entiende la música como entiende el trinar de los pájaros. Alguien comprende cuando actúa, lingüística o extra-lingüísticamente, al modo como en la comunidad lingüística de que se trate se considera que es legítimo o correcto. La gramática (Tiefengrammatik) del verbo ‘comprender’ es afín a la gramática de verbos como ‘ser capaz de’, ‘saber dar cuenta de’, ‘poder explicar’, etc. Aquí tenemos una especie de termómetro: mi comprensión de x llega hasta donde llega mi explicación de x. Y en este punto Wittgenstein establece un resultado de crucial importancia: la comprensión no es ninguna clase de intermediario entre, por ejemplo, oír algo y hacer algo. Si alguien me ordena cerrar la puerta, de lo que podemos estar seguros que no sucede es que oiga las palabras, de alguna misteriosa manera “capte” sus significados y luego, sobre la base de mi comprensión, actúe. No: actúo inmediatamente. Esta es justamente la idea que Wittgenstein presentaría posteriormente en las Investigaciones Filosóficas, cuando al desarrollar su argumentación en torno a lo que es seguir una regla, dice que cuando uno obedece una regla uno no elige. “Obedezco la regla ciegamente”.4 Independientemente de ello, los elementos para entender esto último ya los tenemos a la mano: yo ya fui entrenado en el uso del lenguaje y si actúo normalmente, actúo de inmediato, sin reflexión. Hay, desde luego casos, en los que actúo después de sopesar con cuidado lo que se me dijo, pero ese, como muchos otros, son casos especiales, para los cuales hay también una explicación. En todo caso, ya en la Gramática Filosófica está presente y se hace sentir una noción que posteriormente habrá de recibir un lugar prominente en el pensamiento de Wittgenstein, a saber, la noción de uso. “Preguntamos”, dice Wittgenstein, “¿Cómo usas esa palabra? ¿Qué haces con ella?’ – eso nos dirá cómo la comprendiste”5. Comprender es, pues, una modalidad del actuar; es el estado en el que se encuentra alguien que actúa de manera inteligible, de conformidad con reglas por todos conocidas, de manera correcta o exitosa y siendo susceptible de dar cuenta de su acción.

Un punto interesante, que Wittgenstein no toca explícitamente pero que me parece que está implícito en su tratamiento, es que podemos hablar de grados o niveles de comprensión. El niño que conoce las operaciones aritméticas básicas sabe algo del significado del número 2. Pero el matemático que sabe geometría y usa números irracionales, por ejemplo, sabe más del número 2 que el niño. Y alguien que usa dicho número en cálculos mucho más complejos o elaborados sabe más que el que no pasa de ecuaciones de cierto grado. En este sentido, el comprender es una modalidad de acción de horizontes que se ensanchan. Las explicaciones, en todos los casos, se dan dentro del marco de los sistemas de signos regulados que se manejen y, lo cual es de primera importancia, no hay comprensión al margen de ellos. En su etapa intermedia Wittgenstein se había dejado seducir por las reglas, confiando quizá en que con ellas se tocaría tierra firme. La impactante discusión en las Investigaciones Filosóficas en torno a lo que es seguir una regla mostraría que ello no pasaba de ser una ilusión.

Algo muy importante en el tratamiento wittgensteiniano de verbos como ‘comprender’ es que exhibe el carácter superficial y barato de los tratamientos tradicionales, independientemente de la época y de la terminología y los tecnicismos a los que se recurra. Los cognitivistas del siglo XXI sostienen básicamente lo mismo que los cartesianos del siglo XVII, sólo que con un léxico diferente. Pero la posición filosófica de fondo es básicamente la misma. La lectura tradicional del lenguaje de lo mental, plagada de malentendidos, incomprensiones, dificultades insolubles, etc., automáticamente genera mitos e invita a la elaboración de teorías, mientras más abstrusas e incomprensibles mejor. La oferta es en verdad variada y hay para todos los gustos: se puede ser dualista, materialista, epifenomenalista, interaccionista, ocasionalista, idealista, y así ad nauseam. La filosofía wittgensteiniana es, precisamente, la saludable guillotina para todos esos monstruos del intelecto, torcido por interpretaciones filosóficas, parciales y burdas, del lenguaje psicológico; y, en la misma medida, es su liberación. Quisiera pensar que, aunque lo que hemos ofrecido aquí no ha sido más que una reconstrucción simple y forzosamente incompleta de la posición de Wittgenstein frente a un problema filosófico tradicional, esto es, la caracterización de lo que es comprender algo, de todos modos logramos proporcionar algunos elementos para vislumbrar la potencia superior de su punto de vista.

IV. Conclusiones

Aseveré al principio de este trabajo que había un sentido en el que Wittgenstein es una figura trágica. ¿Por qué? Él era perfectamente consciente de que a su enseñanza se la tragaría el maremoto de la filosofía académica, con sus escuelas, revistas, congresos, etc. Heroicamente, sin embargo, continuó con su obra. En ese sentido es trágico: a sabiendas de que su destino era trabajar en una “edad oscura”, una época de superficialidad, de dogmatismo apenas soportable, de modas filosóficas estériles y vanas pero muy influyentes, Wittgenstein siguió solo su camino y finalmente nos legó un tesoro único de ideas y pensamientos. Depende de nosotros apropiárnoslo o dejarlo intacto ahí donde está. La tarea no es fácil, porque en última instancia lo que Wittgenstein hace es enseñarnos a pensar de un modo diferente, de un modo como no estamos acostumbrados a pensar. Su sustitución de la filosofía tradicional por algo distinto, aunque desde luego emparentado con ella, es algo que en un primer acercamiento nos puede chocar, parecer aburrido, pueril, irrelevante. Poco a poco, sin embargo, se va haciendo la luz y de pronto es la aurora. Entonces habremos comprendido la transformación operada y estaremos, gracias su enseñanza, preparados para seguir nuestro propio camino, reflexionando por cuenta propia. Y cuando hagamos eso, lo que estaremos haciendo será filosofía wittgensteiniana.

Notas

1 TOMASINI BASSOLS, A.: Los Atomismos Lógicos de Russell y Wittgenstein. Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México, 1994, 2ª edición, corregida y aumentada.

2 WITTGENSTEIN, L.: Philosophical Grammar. Traducida al ingles por Anthony Kenny, University of California Press, Berkeley/Los Angeles, 1978, sec. 3.

3 WITTGENSTEIN, L.: Ob. cit., sec. 3.

4 WITTGENSTEIN, L.: Philosophical Investigations. Basil Blackwell, Oxford, 1974, sec. 219.

5 WITTGENSTEIN, L.: ibid., sec. 44.