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Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.24 n.53 Maracaibo ago. 2006

 

Apostilla a “La coca en la colonia: cultura, negocio y satanismo”, de Ángel Muñoz

A Note to “Coca in Colonial Times: Culture, Business and Satanism” of Ángel Muñoz

Gabriel Andrade 

Universidad del Zulia Maracaibo – Venezuela

Permítaseme recapitular, de forma muy breve, la reseña histórica de Muñoz: en un inicio, los españoles demostraron una actitud de aversión hacia la coca, pues la consideraban un vestigio del paganismo. Pero, pronto, comprendieron su valor utilitario, pues le otorgaba fortaleza a los indígenas en sus trabajos forzosos, cuestión que hacía más eficiente la explotación laboral. Igualmente, los españoles vieron en el comercio de la coca una gran fuente de ingresos económicos. Ante esta situación, autores como Diego de Avendaño se opusieron al cultivo de la coca, no porque la planta en cuestión sea intrínsecamente inmoral, pues estuvieron muy cerca de comprender la relevancia que ésta tuvo en la cultura aborigen, sino porque las condiciones en las que se plantaba eran inhumanas.

A riesgo de parecer ingenuo, no puedo evitar formular esta pregunta: ¿Avendaño defendería el cultivo de coca actualmente? Ciertamente, las condiciones de cultivo son igualmente terribles que en el siglo XVII, especialmente en un país como Colombia, donde los narcotraficantes ejercen un poder brutalmente tiránico contra los cultivadores. Pero, en países como Bolivia y Perú, no sólo las condiciones de cultivo son mucho mejores que en tiempos de la Colonia, sino que también son los mismos indígenas quienes reclaman su derecho a cultivar una planta que, obedeciendo al legado español, ha sido prohibida. Es la lucha que encabeza Evo Morales.

El lector del precedente artículo no tendrá demasiadas dificultades en encontrar que, si Muñoz no simpatiza incondicionalmente con Avendaño, al menos sí comparte con el jesuita del siglo XVII la noción de que el cultivo de coca no es intrínsecamente inmoral, pues esta planta tiene múltiples efectos medicinales, forma parte de la cultura nativa, y ofrece resistencia en un clima tan hostil. Si las condiciones de cultivo fuesen mejores, como lo son hoy en día en Perú y Bolivia, no habría dificultad moral en el cultivo de la coca. Como Avendaño, Muñoz se rehúsa a elaborar juicios de valor; no le simpatiza demasiado la idea de que una cultura sea moralmente superior a la otra, al menos en términos de narcóticos. Según el argumento de Muñoz, los occidentales no tenemos autoridad para reprochar el cultivo y consumo de la coca, pues “el uso de la coca, entonces y ahora, puede muy bien compararse al consumo europeo, entonces y ahora, del vino. Y nadie critica ni se extraña de las frecuentes discusiones que surgen entre los italianos, o españoles, o franceses, o… pretendiendo la superioridad de los vinos de su región natal por sobre los demás nacionales”. De esto se sigue que, si los europeos tienen sus viñeras, los indígenas contemporáneos pueden tener sus cocaleras.

Emitir juicios de valor a diestra y siniestra es característico de los fanáticos intolerantes; rehusarse por completo a emitir juicios de valor es característico de los fanáticos relativistas. Me temo que, respecto a la coca, Muñoz ha caído en un relativismo al cual me enfrento.

Una estrategia muy común del relativismo es llevar al extremo la convicción cristiana de que “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8: 7). El relativista nos exhorta que, antes de culpar a los demás, consideremos nuestros propios vicios. Montaigne, uno de los forjadores del relativismo, así lo hizo: defendió la idea de que, antes de apresurarnos a juzgar el canibalismo de tierras exóticas, debemos considerar que nuestra corrupción es aún peor. Esta actitud es un venerable despliegue de humildad, pero llevada a su extremo, desemboca en callejones peligrosos.

Confieso no ser experto en bioquímica. Pero, no hace falta ser un experto para reconocer que la coca es mucho más dañina que el vino. Puede que no sea así, pero conviene pensar este asunto en términos aristotélicos: actualmente, el vino y la coca pueden ser de igual perjuicio, pero, es bastante evidente que, potencialmente, la coca es muchísimo más dañina. De la coca se deriva la cocaína. Del vino no se deriva ningún estupefaciente. De forma tal que, sencillamente, los casos no son idénticos. El cultivo de la coca, aún en tiempos precolombinos, ha tenido un potencial dañino que ha estado ausente en el cultivo del vino. Eso, me parece, ya es suficiente motivo como para elaborar un juicio de valor.

Quizás, los pueblos andinos nunca convirtieron la coca en cocaína. Posiblemente, el procesamiento de estupefacientes sea un mal de Occidente, ajeno a otras culturas. Pero, el hecho es que los cocaleros contemporáneos, guste o no, forman parte de Occidente. Y, el funcionamiento de nuestra civilización es incompatible con el cultivo de la coca, precisamente debido a la evidente tendencia a corromper su cultivo y derivarla en cocaína. La coca puede tener los efectos medicinales que Muñoz le atribuye, pero la cocaína tiene los suficientes efectos como para destruir a una generación entera, siendo los hippies el caso más trágico. La gran dificultad de todo esto es que, en Occidente, el paso de la coca a la cocaína se ha hecho demasiado corto.

Yo encuentro en el multiculturalismo a ultranza algunos problemas elementales de lógica: el multiculturalismo defiende la romántica y glamorosa coexistencia de valores que, muchas veces, por su naturaleza contraria, no pueden coexistir. La democracia, al menos su versión moderna, no puede coexistir con el cultivo de la coca. En el momento en que un país moderno permite el cultivo de la coca, la tentación a procesarla en cocaína se hace demasiado grande. Una vez que se cumple esto, el funcionamiento de la sociedad occidental moderna se desploma.

Ciertamente, como señala Muñoz haciéndose eco de Avendaño, la coca formó parte del patrimonio cultural andino precolombino, y no alteró el funcionamiento de esas sociedades. Pero, yo agrego que la coca sí altera el funcionamiento de la sociedad occidental moderna, de la cual no sólo los cocaleros contemporáneos forman parte, sino también los indígenas del siglo XVII, que ya habían entrado en contacto con los españoles. La única manera en que el cultivo de la coca no fuese un desastre, sería que los cocaleros renunciasen por completo a las instituciones occidentales modernas, pues la mayor parte de ellas son incompatibles con la coca. Eso es algo que ni siquiera el más extremo de los relativistas estaría dispuesto a hacer. El líder boliviano Evo Morales pretende vindicar a los cocaleros por medio de instituciones democráticas (no en vano, aspiró a la presidencia de su país), claramente ajenas, no sólo al Imperio Inca, sino a casi todos los pueblos no occidentales. Por medio de una institución occidental, pretende defender una institución que podría acabar con el propio Occidente.

Reitero mi parcial desacuerdo con el relativismo de Muñoz. No pretendo elaborar un juicio absoluto de valor: ciertamente, el cultivo de coca pudo haber sido una costumbre autóctona de los pueblos andinos, con un sentido propio, sobre el cual no podemos juzgar. Pero, una vez que estos pueblos andinos han conocido a Occidente, se les ha hecho imposible renunciar a él, no tanto por fuerza de la imposición de misioneros y colonizadores (esto, en modo alguno, me previene de censurar el genocidio americano), sino porque Occidente es una de las civilizaciones seductoras. Y, siendo los andinos ya occidentales, entonces podemos elaborar el juicio de valor: Occidente no puede tolerar el cultivo de coca, pues de hacerlo así, estaría cavando su propia tumba.