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Revista de Filosofía
versión impresa ISSN 0798-1171
RF v.24 n.53 Maracaibo ago. 2006
FINKELSTEIN, Israel y SILBERMAN, Neil Asher: La Biblia desenterrada. Siglo XXI, Madrid, 2003, 414 pp.
El célebre biblista, Richard Elliot Friedman, conocido por ser uno de los máximos exponentes contemporáneos de la hipótesis documental sobre la redacción del Pentateuco, recientemente ha manifestado su descontento con el auge de los 'minimalistas bíblicos'; a saber, la escuela de críticos, arqueólogos e historiadores que reducen a un mínimo la fiabilidad histórica de los sucesos narrados en la Biblia, en particular la Biblia hebrea. Si bien Friedman niega la autoría mosaica del Pentateuco, no por ello desestima la historicidad de los grandes eventos en la historia de Israel a partir del período de los patriarcas, tal como son narrados en la Biblia. En una entrevista televisada, Friedman se lamentaba de que el auge de los 'minimalistas bíblicos' se deba a la situación contemporánea del Medio Oriente: los minimalistas estarían condicionados por el anti-zionismo que pretende negar la antigua presencia del pueblo de Israel en los actuales territorios palestinos.
Esto bien puede ser así, pero Israel Finkelstein, uno de los autores de La Biblia desenterrada, libro marcadamente minimalista, es un ciudadano israelí, profesor de la Universidad de Tel Aviv, y participante de las fiestas anuales judías. De forma tal que, al menos para este caso en particular, las acusaciones de Friedman no tienen validez, pues estamos en presencia de un libro escrito por al menos un ciudadano del contemporáneo Estado de Israel, libro éste que, a través de un extenso y agudo análisis, niega la realidad histórica de una considerable porción de los eventos narrados en la Biblia hebrea.
El objetivo del libro es muy sencillo: en base a la arqueología, la sociología y la historiografía, demostrar la imposibilidad histórica de muchas narraciones bíblicas. Pero, mucho más que una corroboración o negación de los relatos bíblicos y una confrontación entre las escrituras sagradas y la arqueología, Finkelstein y Silberman elaboran un ejercicio hermenéutico para lograr comprender bajo qué circunstancias y por cuáles motivos los autores de la Biblia elaboraron narrativas sobre eventos que nunca ocurrieron.
Finkelstein y Silberman parten de la hipótesis documental, la cual aceptan acríticamente. Yo no reprocho la hipótesis documental; al contrario, la acepto ampliamente, pero creo que, siendo un tema aún inconcluso, los autores bien podrían haber concedido un espacio de consideración a los defensores de la autoría mosaica, si bien para refutarlos. Finkelstein y Silberman no hacen nada de esto, quizás por cuestiones de extensión, y porque, sencillamente, no es su campo.
Tal como lo postula la hipótesis documental, Finkelstein y Silberman sugieren que la mayor parte del Pentateuco y lo que los críticos llaman la 'Historia Deuteronomista' (Josué, Jueces., I y II Samuel, I y II Reyes) se empezó a redactar en tiempos del rey Josías y la reforma deuteronomista, y ése es el contexto del cual debemos partir para leer la mayor parte de la Biblia hebrea. Finkelstein y Silberman arguyen que las narrativas de los patriarcas, el éxodo, la conquista de Canaán, la monarquía unificada y los reinos de Judá e Israel, además de ser inconsistentes con la evidencia arqueológica, reflejan las circunstancias del período de la reforma deuteronomista.
De los patriarcas no queda ningún rastro arqueológico. Para Finkelstein y Silberman, esto es suficiente como para negar su historicidad. Considero este juicio un tanto extremo, pues se ha de tener en cuenta que los patriarcas son personajes individuales, cuyos rastros fácilmente pudieron haber desaparecido. Por el simple hecho de que en el siglo XL no se encuentre ningún rastro arqueológico de un tal Gabriel Andrade no significa que yo, un individuo, nunca haya existido. En todo caso, Finkelstein y Silberman no niegan tanto la existencia de los patriarcas, sino más bien la fiabilidad histórica de sus relatos en el Génesis. El texto está poblado de anacronismos que van en detrimento de la fiabilidad histórica del texto. El más significativo es, quizás, el hecho de que las narrativas de los patriarcas incluyen camellos, cuando la arqueología revela que éstos fueron domesticados siglos después de la supuesta fecha en que vivieron los patriarcas. Igualmente, se mencionan a los filisteos y edomitas, pueblos que aparecieron en Canáan en un período muy posterior. Finkelstein y Silberman prefieren explicar las historias de los patriarcas como leyendas que servían un propósito particular en la temprana historia israelita: representación individual de colectividades (tribus), los cuales, posiblemente, en un inicio tenían historias separadas, pero que, por motivos de unificación nacional, se aglutinaron en una sola historia por medio del lenguaje del parentesco.
De la misma manera, Finkelstein y Silberman destacan un hecho conocido ya desde hace tiempo: las narrativas de los patriarcas sirven a los escritores bíblicos para separarse de otros pueblos vecinos y explicar su antagonismo en función de su antepasado (amonitas y edomitas, por ejemplo), y sobre todo, dar preponderancia a Judá por encima de las otras tribus.
Negados los patriarcas, Finkelstein y Silberman continúan su asalto iconoclasta con la negación del éxodo. Si bien la arqueología revela que a Egipto entraban tribus hambrientas provenientes de Canáan, ése no pareciera ser el caso de los israelitas. Un éxodo masivo como el narrado en la Biblia tuvo que generar suficiente impresión en los egipcios como para dejar algún registro, y con todo y eso, fuera de la Biblia no hay confirmaciones del éxodo israelita. Las fuentes egipcias hablan de los 'hicsos' que emigran de Egipto, y muchos historiadores creen ver en ellos a los israelitas. No obstante, Finkelstein y Silberman advierten que los movimientos de los 'hicsos' son anteriores al supuesto éxodo. Igualmente, Finkelstein y Silberman señalan que no hay evidencia arqueológica del éxodo, por lo cual, lo mismo que en el caso de los patriarcas, la narrativa bíblica no debe ser confiable. En este caso, sí defiendo el argumento de Finkelstein y Silberman, pues las colectividades, a diferencia de los individuos, sí dejan rastros arqueológicos perdurables en el tiempo, y más aún en una travesía de cuarenta años por el desierto. De nuevo, Finkelstein y Silberman prefieren comprender el texto en función de las circunstancias en que fue escrito: durante la reforma de Josías, Egipto era un rival de Judá, y el enfrentamiento entre Moisés y el faraón es una proyección hacia el pasado del enfrentamiento entre Josías y el faraón Necó, el cual, irónicamente, culminó trágicamente para Judá en la derrota de Megiddo.
Si no hubo éxodo, entonces también resulta inconcebible la conquista de Canáan. Incluso muchos arqueólogos e historiadores que aceptan la historicidad del éxodo niegan la conquista violenta de Canáan. Los argumentos arqueológicos e históricos expuestos por Finkelstein y Silberman para negar la conquista violenta son varios: no se han encontrado las murallas de las ciudades cananeas descritas en la Biblia, una invasión israelita probablemente hubiese sido reprimida por Egipto (¡a no ser que se acepte el milagro de la aniquilación del ejército del Faraón en las aguas divididas!), y no hay evidencia arqueológica de destrucciones. Incluso, el mismo relato de la Biblia es contradictorio: Josué representa una conquista unificada, Jueces representa a diversas tribus actuando aisladamente. Una vez más, Finkelstein y Silberman proponen comprender la narrativa de la conquista de Canáan a partir del contexto en que fue escrita: Josías se proponía una reconquista de los territorios del perdido reino septentrional de Israel, en el cual se ubicaban muchas de las localidades de la supuesta conquista de Canáan. Esta vez, se proyecta sobre Josué la figura de Josías,y la narrativa de la conquista de Canáan sirve de refuerzo moral para las conquistas preparadas por Josías.
Quizás la negación de la historicidad de la conquista de Canáan sea el mayor punto de acuerdo entre Finkelstein y Silberman y la comunidad de historiadores y arqueólogos bíblicos: la mayoría habla de una 'infiltración pacífica' en Canáan. Sin embargo, Finkelstein y Silberman rechazan esta teoría, y proponen como alternativa que el origen de los israelitas era el mismo Canáan (tal como, irónicamente, lo postula el mismo Génesis).
Finkelstein y Silberman opinan que los israelitas originalmente eran sectores de la población cananea que, repentinamente, tuvieron un crecimiento demográfico y atravesaron por una transformación en su estilo de vida: de ser pastores nómadas se convirtieron en agricultores sedentarios, análoga, insisten los autores, a la de los beduinos contemporáneos que se sedentarizan durante algunas temporadas. Las razones que motivaron esta sedentarización no son muy claras, pero Finkelstein y Silberman proponen la hipótesis de que, en la medida en que se produjo un déficit en la producción de cereal por parte de los agricultores cananitas, los pastores nómadas tuvieron que dedicarse a la agricultura para satisfacer sus necesidades.
La monarquía unificada bajo David y Salomón es otra narrativa cuya historicidad Finkelstein y Silberman niegan. Si bien los autores reconocen que los reyes en cuestión sí existieron, rechazan la descripción bíblica de la majestuosidad de sus reinos: gobernaron sólo a la tribu de Judá en un pequeño territorio. La arqueología revela que Jerusalén era una ciudad pobremente desarrollada en la época de David y Salomón, por lo que se deduce que el reino tampoco debía ser muy extenso, y el desarrollo de su cultura material era muy pobre. Finkelstein y Silberman advierten que, tras una revisión de las técnicas arqueológicas de datación de fechas, las famosas caballerizas atribuidas a Salomón en realidad corresponden a un período posterior, durante el cual, según la cronología bíblica, el cisma del norte ya se habría consumado. Tampoco queda ningún rastro arqueológico del Primer Templo, por lo cual es imposible determinar si fue construido en esa época. En vez, Finkelstein y Silberman prefieren interpretar la descripción bíblica de los reinos de David y Salomón como un producto de la reforma deuteronomista de Josías: narrando la magnanimidad de David y Salomón, los círculos deuteronomistas de la época de Josías preparan a la población para lanzar una serie de conquistas a los territorios del reino perdido del norte, el cual se pensaba que un día formaron uno solo con Judá: se representa un pasado glorioso a fin de alentar esperanzas en los judaítas y generar en la población la idea de que el pasado glorioso se podía retomar. Lo mismo que Moisés y Josué, David y Salomón son proyecciones de la figura de Josías hacia le pasado, a fin de sentar antecedentes majestuosos para la piadosa labor del rey en cuestión.
Si nunca hubo una monarquía unificada, entonces tampoco nunca hubo cisma del reino del norte. En contraposición al relato bíblico, Finkelstein y Silberman documentan un extraordinario desarrollo de la cultura material en el reino de Israel, con plenitud de evidencia arqueológica que atestigua un florecimiento de la cultura israelita septentrional. Precisamente este florecimiento demográfico y económico fue lo que atrajo el interés asirio, el cual terminó por destruir al reino de Israel. Por su parte, la evidencia arqueológica apunta la pobreza y marginalidad de Judá en ese período, y precisamente debido a su marginalidad, sobrevivió al peligro asirio, pues era una zona desolada con poco interés para los invasores. La crónica sobre la caída del reino de Israel fue escrita por posteriores círculos deuteronomistas que explicaban el fracaso del norte en función de la teología: si el reino dejó de existir, fue porque sus reyes y el pueblo en general era apóstata.
La caída de Israel movilizó a muchos refugiados hacia el vecino y hermano reino de Judá. Según Finkelstein y Silberman, la recepción de estos refugiados y la inexistencia del reino de Israel abrieron paso a un acelerado desarrollo del reino de Judá, el cual se evidencia en la arqueología durante este período. La población se fue urbanizando, apareció una clase de escribas, el culto religioso se fue centralizando, las rutas comerciales se expandieron y el crecimiento demográfico fue repentino. Si bien Asiria se interesó más por el vecino reino del norte, nunca dejó de ser una amenaza para Judá, y el desarrollo del reino del sur estuvo condicionado por la colaboración con el poder imperial.
Para el momento de Josías, Judá era ya un reino desarrollado. Y, en función de este desarrollo, el rey en cuestión lanzó una reforma religiosa que sería complemento de las ambiciones militares del creciente reino de Judá. La Biblia representa a Josías como un rey extremadamente piadoso, pues las escrituras se empezaron a escribir durante su propio reinado. Repentinamente, sin embargo, el rey murió trágicamente, y los círculos deuteronomistas que, hasta ese entonces, habían prometido el favor divino a los piadosos, se vieron en dificultades para explicar en términos teológicos la muerte de Josías. A la muerte de Josías siguieron los terribles eventos del destierro babilónico, del cual, esta vez, Finkelstein y Silberman sí aceptan la descripción bíblica, pues coincide con el registro arqueológico.
Valga advertir que este libro es más un informe sobre descubrimientos arqueológicos que una disertación sobre el método de la arqueología aplicado al antiguo Israel, de forma tal que los autores asumen que el lector profano deba aceptar acríticamente el registro arqueológico que ellos proveen. No se discute, por ejemplo, cómo fue que repentinamente se determinó que las famosas caballerizas atribuidas a Salomón, en realidad pertenecen a un período posterior.
Dejando de lado esta salvedad, el argumento de Finkelstein y Silberman es bastante convincente. Y, valga agregar, meritorio. Pues, una de las singularidades de la Biblia es la impresión realista que genera en el lector. Más allá de algunos milagros y cifras exageradas, a simple vista, los eventos narrados en la Biblia hebrea resultan muy plausibles, cuestión que los distingue de las mitologías griegas e hindúes, por ejemplo. El mérito de Finkelstein y Silberman radicaría, precisamente, en sobreponer esa simple vista, y no dejarse arrastrar por un texto cuyo realismo es seductor. A mi juicio, en vez de degradar a la Biblia como un 'fraude', el estudio de Finkelstein y Silberman la enaltece como el origen del realismo literario en Occidente, como un texto producto de una extraordinaria capacidad narrativa que no necesita inspirarse en sucesos reales para enmarcar a un pueblo en una Historia. Algo que Finkelstein y Silberman no mencionan explícitamente, pero que sospecho estarían de acuerdo conmigo, es el hecho de que, probablemente, la misma Biblia sea un origen de la Historia en el sentido que le brindó la Ilustración, y a partir del cual los minimalistas bíblicos elaboran sus estudios. La propia Biblia seculariza la narrativa, reduciendo a un mínimo los eventos cósmicos, y la sitúa en los confines de una Historia dentro del tiempo y el espacio. Ése es un paso significativo hacia la historiografía objetiva que hoy conocemos.
Gabriel Andrade - Universidad del Zulia - Venezuela
gabrielernesto2000@yahoo.com