SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.24 número54 índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.24 n.54 Maracaibo mar. 2006

 

NAGEL, Thomas: Concealment and Exposure, Oxford University Press, Oxford, New York, 2002, pp. 240.

Thomas Nagel es profesor de filosofía y de leyes en la Universidad de Nueva York. En ésta, su última obra, presenta tanto ensayos como críticas de libros que tocan temas relacionados con problemas muy cercanos a la vida pública estadounidense. No tiene introducción, y se divide en tres partes. La primera, “Public and Private”, trata sobre el problema de la relación, muy tensa en nuestro tiempo, entre los ámbitos de la tolerancia pública y la privada. La segunda, “Right and Wrong”, contiene siete ensayos sobre temas de teoría moral en algunos autores. Tres están dedicados a John Rawls, cuyas ideas el autor discute y critica, sobre todo en el ensayo “Justice and Nature”. Los otros tratan temas e ideas de pensadores contemporáneos como G.A. Cohen, J. Raz, J. Waldron, y T.M. Scanlon.

En la tercera parte de su obra, “Reality”, Nagel dedica tres de los cinco textos allí presentes, a discutir el pragmatismo de Rorty, las ideas de Donald Davidson y las de Barry Stroud. El cuarto texto vierte una reseña sobre el libro -si no ya un clásico, ciertamente una referencia cada vez más obligada y deliciosa- de Alan Sokal y Jean Bricmont, titulado Impostures Intellectuelles1. El texto de Nagel reflexiona sobre un viejo tema traído al día por los dos autores franceses: lo abstruso, absurdo, y aún falso de los planteamientos de muchos pensadores que -como siempre sucede- por estar en boga, son aceptados frecuentemente de manera acrítica en los medios académicos. Nagel, reconoce el mérito de los autores que osaron gritar “¡El rey está desnudo!” a los cuatro vientos intelectuales, pero no hace leña de los eminentes árboles caídos (Lacan, Kristeva, Lyotard, Baudrillard, Deleuze, et magna alia). Nagel, sabiamente, tampoco hace de abogado del diablo de tales egregias vaches sacrés. Más bien quiere considerar desde mayor altura, qué significa para nuestro tiempo, y qué dice sobre nuestra cultura, que varios de sus principales pensadores tengan concepciones abusivas, tendenciosas, o simplemente erróneas acerca de algo tan trascendental para nuestro mundo como la ciencia y sus alcances.

El último ensayo de esta parte y del libro, “The Psychophysical Nexus”, examina el tema de la conexión entre lo natural y lo humano y el llamado problema de la relación mente-cuerpo, partiendo su análisis desde los estudios hechos después de Kripke.

La complejidad de los temas tratados en este libro requeriría un tratamiento más extenso del aquí posible; por ello, sólo comentaré la primera parte, que aparece como la más importante, y se titula “Public and Private”. Allí examina un tema pocas veces discutido en el pensamiento contemporáneo: el fenómeno de la exposición pública de lo privado. Plantea cuestiones como la aparente dificultad de fijar límites razonables a la tolerancia, la relación entre tolerancia pública y privada, el problema de alcanzar un estado de derecho que garantice nuestro bienestar sin lesionar nuestro egoísmo, y el rescate de la intimidad propia de la vida privada, muy maltratada en estos tiempos, precisamente por la mayor libertad sexual, que se ha traducido en una mayor libertad de exposición sexual. A esta exposición de lo antes privado y personal, el autor contrapone el concepto de “concealment”, que, aunque significa ‘ocultamiento’, puede aquí traducirse mejor como ‘reticencia’, o ‘discreción’, y se relaciona con la cortesía, el buen gusto y el buen sentido. Estas cualidades, a veces denigradas y calificadas como artificiales, insinceras, hipocresía y alienación, -a veces, “alienación burguesa” o “pequeño-burguesa”- están en realidad entre las cosas que nos ayudan a ser más civilizados y decentes. Nagel da varios ejemplos de la vida real al respecto, y en ellos muestra que la franqueza lleva a un callejón sin salida “porque exige relacionarse en un terreno donde, a menos que se realice un gran esfuerzo, un suelo común es inasequible, y sólo se puede terminar en conflicto.” (p. 11). A mi juicio, entre manifestar o reprimir todo sentimiento hay un término, quizá no propiamente medio, pero que favorece la discreción y la retención de las emociones, allí donde ellas no pueden aportar luz para resolver situaciones. Hasta Freud admitía que parte de nuestras represiones eran necesarias para vivir civilizadamente. Algunos discípulos de Freud ven esto como una falla en el maestro, lo cual quizá sea una falla en esos discípulos.

Volviendo a Nagel, éste examina el tema en sociedades con baja tolerancia al conflicto. Su originalidad está en como lo plantea con relación a esta época de autocensuras culturales, de callos sensibles en lo étnico, lo económico, y lo político, especialmente en el mundo desarrollado, y de “pensamiento políticamente correcto”, el cual “representa una fuerte corriente antiliberal de la izquierda, ... contrabalanceada por el aún más viejo antiliberalismo de la derecha.” (p. 20), pues esa “nueva tolerancia” actual no está exenta de represiones y mezquindades. Muchos de estos problemas son más comunes en los Estados Unidos que aquí. Ello se nota cuando el autor pregunta “... ¿Por qué los encuentros familiares son a menudo tan excepcionalmente sofocantes? quizás sea porque las demandas sociales de reticencia tienen que controlar la expresión de sentimientos muy fuertes... Si lo inexpresado es muy poderoso y está demasiado cerca de la superficie, el resultado puede ser un sentimiento de total falsedad. Por otro lado, puede ser importante lo que los esposos y amantes no se digan unos a otros. La calculada preservación de la reticencia en el contexto de la intimidad provee a Henry James2 con algunos de sus materiales más ricos” (p. 9).

Me parece que entre los latinoamericanos en general, y los venezolanos en particular, no se experimenta tan problemáticamente eso “sofocante” en lo familiar.

Para el autor, todas estas tensiones con respecto a la discreción y la franqueza se hacen más críticas por el hecho de que se dan en un ámbito de libertad, y cita al efecto a Benjamín Constant, para quien, en la medida que el ejercicio de los derechos políticos nos da más tiempo para nuestros asuntos privados, en esa medida nos será más preciosa la libertad. La nación, a través del sistema representativo encarga a unos pocos individuos de los asuntos públicos, que los demás hombres no quieren o no pueden hacer, y así estos se dedican a “sus propios asuntos”, con libertad para elegir su grado de compromiso con los roles que asumen en la vida y la sociedad. Pero pienso que esta libertad, si extrema, puede traducirse en intolerancia (Gertrude Himmelfarb decía, parafraseando a Acton, “la libertad también puede corromper, y la libertad absoluta corrompe absolutamente.”). Esta intolerancia, como una enredadera tenaz, empieza a levantar primero tímidos brotes, que van subiendo por las estructuras de la vida diaria, ahogándola en innumerables gestos que van desde asumir actitudes no sentidas ante los demás, de susurrar las propias opiniones políticas, sociales o económicas, o silenciarlas totalmente (para no “levantar olas” ni meterse en problemas), hasta el tener que jurar por cartas magnas dudosas aun al asumir cargos de poca relevancia. Los principios por los que queríamos guiar nuestra conducta pasan a ser los principios por los cuales tenemos que guiarla, y el problema de la mucha libertad pasa a ser el problema del ensombrecimiento de la libertad.

En capítulos sucesivos, el autor extiende el tema de la delicadeza en el tratamiento de lo íntimo a nivel público a algunos recientes casos sonados. La publicidad de los aspectos frágiles de la vida privada de personas encumbradas es tal fuente de goce para un gran público, que genera una ganancia muy respetable en una cultura donde es casi obligada la reverencia al éxito económico. Ni reyes ni presidentes ni altos magistrados ni líderes religiosos son tratados con discreción o delicadeza en la sociedad contemporánea. Mucho de lo “especial” de esos seres hoy es que sus miserias y debilidades son expuestas y explotadas con mayor fruición y lucro. Podría pensarse que esta fiebre de mucha gente de ver la paja en el ojo ajeno surge de una mayor moralidad, transparencia y decencia ante la mala conducta de otros. Creo que sucede más bien una suerte de compensación, en que muchos toman el mal ejemplo de “los grandes” como excusa para sus propios errores, o como una licencia para cometerlos con menos mesura. O simplemente sienten goce ante la desgracia ajena. Nagel examina, por ejemplo, el caso de los escándalos sexuales del presidente Clinton (“The Shredding of Public Privacy”, pp. 27-30), y lo que eso nos sugiere acerca de una sociedad que arma tal tinglado de vodevil al respecto:

“La civilización es una estructura delicada que permite a individuos salvajemente diferentes y complejos, cooperar pacífica y efectivamente sólo si no se hace demasiado hincapié en ella a través de la introducción de material privado disruptivo, para el cual ninguna respuesta colectiva es necesaria o posible. Los estadounidenses que reconozcan este hecho, sólo pueden ver con vergüenza el destructivo espectáculo que hoy dan un grupo de figuras poderosas e infantiles que nunca lo han entendido” (p. 30).

Lo que dice el autor me sugiere que esta ansia de inmiscuirse sin rubor ni beneficio en la vida ajena refleja un deseo público de desacralizar o simplemente poder irrespetar más a ciertas figuras importantes. No solo personajes de poder económico, político, religioso son objeto de tal maltrato: también alcanza a artistas, pensadores, creadores, científicos, y escritores. De todos ellos se escriben hoy minuciosas y extensas biografías que, a diferencia de las de otras generaciones, no sólo exponen con lujo de detalles las facetas personales de esos seres, sino que también miran con lupa sus errores y caídas, sus pecados y manías, sus miserias y oscuridades. Lo hacen con tal saña, que uno podría preguntarse: después de descender en esos análisis a abismos nada gratos del alma humana, ¿Qué se saca de ello? ¿Nos hace ese conocimiento más decentes, mejores personas, o más inteligentes? ¿O nos hace al menos más comprensivos de la naturaleza ajena, más tolerantes, más compasivos?3 Si descendemos a cierta prensa, vemos que, como moderno Moloch, adicto a su alimento sacrificial, un gran público demanda diariamente más escándalos para devorar y comentar. Es, a mi juicio, un ansia de igualación: si no podemos ser iguales a ciertos personajes ni en el poder, ni en el genio, ni en la creatividad, ni en la inteligencia, ni en la riqueza, entonces al menos podemos serlo en mañas e imperfecciones, o en miserias y perversiones que suframos (o de las cuales gocemos). Para Nagel, el gradual desvanecimiento de lo secreto en la vida privada es un fenómeno que, paradójicamente, no surge como algo opuesto a, sino concomitante con, una sociedad más tolerante, liberal, y democrática.

El capítulo 3 (“Personal Rights and Public Space”) es, quizá, el más denso de esta parte y de todo el libro. Examina problemas parecidos a los planteados en los otros capítulos, pero más a nivel jurídico (los derechos individuales, su base moral, y su relación con otros valores). Algunas de las áreas en que en Estados Unidos se discuten estos derechos (libertad de expresión para los racistas, acceso a la pornografía, acción afirmativa para mujeres y minorías, restricciones -o ausencias de ella- al aborto) pueden parecer ridículas a quienes discuten problemas mucho más graves, como la ausencia de elecciones libres, ausencia de prensa libre, encarcelamiento o ejecución sin juicio, etc. Y se pregunta si hay entre ambos tipos de problemas algo así como una continuidad del tema o un concepto moral común. Trata cuestiones muy actuales, como la aplicación de tortura, y se concentra en los tipos de derechos apodados negativos: “formas de libertad o discreción para cada individuo con las cuales otros, incluyendo el Estado, no pueden intervenir por la fuerza”. El autor discute aquí las ideas de varios autores, como Frances Myrna Kamm y Warren Quinn, entre otros; discute sobre lo procedente y justo de la tortura. Sin condonarla, y rechazando suavemente al relativismo, nos lleva por vericuetos sutiles que nos muestran lo complejo de aprobarla o de desaprobarla. Examina además problemas como la censura de la prensa, (especialmente por expresiones sexistas y racistas, y el control sexual, así como el acoso en ese ámbito). Los otros dos capítulos continúan esta temática. El primero es una reseña a la obra A Return to Modesty de Wendy Shalit, autora feminista conservadora. Aunque la crítica de Nagel es algo cáustica, reconoce que todavía estamos buscando colectivamente una manera de combinar los logros en oportunidades para las mujeres con un respeto realista por la distintividad de sus vidas emocionales, sexuales y familiares. Concuerda asimismo con Shalit en que no ayuda a este esfuerzo la insistencia dogmática en que la mayor parte de las diferencias entre hombres y mujeres son impuestas culturalmente. El siguiente capítulo, Nussbaum on Sexual Injustice, reseña el libro Sex and Social Justice de Martha Nussbaum, una colección de ensayos sobre feminismo, homosexualidad, y la sujeción de las mujeres en el tercer mundo. Nussbaum se apoya en las teorías políticas “sin sorpresas” de John Rawls, Susan Okin y Amartya Sen: un liberalismo igualitario individualista que busca asegurar oportunidades para todos, así como libertades y capacidades básicas que permitan buscar una buena vida. Para Nagel lo interesante es cómo se aplica esa doctrina a las complejidades sexuales de distintas culturas. Nussbaum ataca los abusos sociales, políticos o religiosos de distintas sociedades. Uno de sus blancos más acerbos es el Islam (aunque ciertas corrientes cristianas, judías, e hindúes sufren también su crítica). A pesar de ciertas expresiones algo crípticas de la autora (tributo al estilo posmoderno de “discurso”),  Nagel considera que Nussbaum es una voz de buen sentido, y alguien que recuerda -a quienes haga falta- que el sexo es escena de algunas de las peores injusticias del mundo.

Termina esta parte con una reseña a la biografía de Bertrand Russell, por Ray Monk, de la cual dice:

“Tiene la curiosa propiedad de trascender las limitaciones emocionales y empáticas de su autor: La grandeza e indómita fuerza de vida de Russell brillan a lo largo de la narrativa escrupulosamente investigada, a pesar del inmisericorde desprecio y mal gusto con que Monk la presenta. Para su crédito, Monk reconoce en el prefacio que su actitud hacia Russell pudo haber distorsionado el relato; pero igualmente para su crédito, encuentro que, inclusive con los énfasis de Monk, los hechos presentados no apoyaban su actitud” (p. 63).

Como señala Nagel, Monk ha recogido en su obra fallas personales y agonías sexuales, con la clase de escrutinio íntimo del cual nadie podría salir ileso. Nagel siente “la indecencia de ser expuesto a las profundidades de la miseria de Russell y a la expresión de sus pasiones sexuales”, y pregunta: “¿Por qué un gran filósofo, o un gran artista o un gran científico, desechan su privacidad para siempre, de tal modo que todos leamos sus cartas de amor y nos burlemos de sus debilidades?”.

Ello se debió en parte a la misma vida pública de Russell. Habló sobre temas generalmente privados, y de una manera que molestó a sus contemporáneos. Por su posición económica y su título de nobleza gozaba de cierta inmunidad. No le consumían la vergüenza y el deseo de ocultamiento como a Wittgenstein, también biografiado por Monk (con mucha más simpatía, como señala Nagel). Pero, mientras Wittgenstein sale de manos de Monk como “un ser humano insufriblemente egoísta y sin corazón” (p. 64), Russell sale como un hombre básicamente decente y generoso, que sufrió graves desastres personales, y “Monk hace lo que puede para culpar a Russell por éstos”.

A mi juicio, Russell tenía, ciertamente, aspectos detestables en su personalidad. Su afán de reformador avanzado tenía mucho de pedante y de deseo de “chocar” a los demás. Lo lograba: no tan gran hazaña hace cien años (hoy lo sería). Quería estar en toda causa y todo movimiento progresista. Abogó por el socialismo (aunque tuvo suficiente criterio para denunciar la tiranía comunista soviética desde su nacimiento), el amor libre, el pacifismo, y otras ideas de moda. Nagel destaca que, en 1920, Wittgenstein reprochó a Russell por sus actividades a favor de la paz y la libertad. Russell le preguntó si habría sido preferible establecer una Organización Mundial para la Guerra y la Esclavitud, a lo cual “Wittgenstein por supuesto le replicó «¡Sí, mejor eso, mejor eso!»” (p. 64). Russell se involucraba porque pensaba que el pensamiento racional era como una panacea para la civilización. De allí su activismo político y moral. Según Nagel, Monk no parece ver el mérito de ese esfuerzo. Al contrario, reprocha a Russell por haberse dedicado a cosas que no eran asunto suyo, y por haber afirmado que el romanticismo, como movimiento intelectual, era parcialmente responsable por el fascismo (tesis ésta que también Lukács desarrolló en su momento. De hecho, el romanticismo también podría ser parcialmente responsable del socialismo). Pero Russell insistía en que ser racionales y honestos no era una tarea utópica (de hecho, es la tarea de toda educación). Hoy no somos tan optimistas con el racionalismo, pues se le adscriben ciertos demonios particulares, pero estoy de acuerdo con Nagel -y no con Monk- en que esos demonios han sido menos terribles y menos numerosos que los que nos han regalado el romanticismo y el irracionalismo.

Nagel señala también que Monk no escribió una biografía intelectual de Russell, pues sólo comenta brevemente las obras e ideas de éste, pero su visión sobre dichas ideas filosóficas es, según Nagel, estrecha. Por suerte, Russell mismo escribió su biografía intelectual (My Philosophical Development, 1959). Nagel dice algo que creo válido para otras vidas ilustres y -como todo lo humano- imperfectas: “Lo que tal gente crea es siempre algo mucho mejor de lo que ellos son.” Y termina: “Aunque la larga, batallada, y densamente poblada vida de Russell incluyó mucha miseria personal y fracasos públicos, podemos hoy llamarlo feliz”.

En conclusión, creo que esta obra contiene un conjunto de reflexiones profundas y originales. Leerlo, parcial o completamente, nos podría dejar dudosos, inquietos, o apesadumbrados. Quizá así es como debería dejarnos un libro de temas éticos y políticos actuales. Como sucede con Descartes, Bergson y Ortega y Gasset, lo ameno de su lectura podría conspirar contra una consideración más profunda de las cuestiones tratadas por el autor, cuyo peso específico es suficiente para causar muchos insomnios bien justificados.

Luis Vivanco

Universidad del Zulia - Venezuela

Notas

1 SOKAL, Alan y BRICMONT, Jean: Impostures Intellectuelles. Editions Odile Jacob, Paris, 1997.

2 Y a mi juicio, también a Thomas Mann.

3 Algunas de estas obras son sobre filósofos, y son expositivas casi hasta el chisme: sobre la correspondencia entre Hannah Arendt y Martin Heidegger o la que hubo entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, o los diarios privados de personas, como por ejemplo (en nuestro medio) el de Ángel Rama, o el de Wittgenstein, y las biografías de éste y de Bertrand Russell por Ray Monk (comentada más adelante en la reseña), etc.