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Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.25 n.55 Maracaibo abr. 2007

 

Barroco jesuita, teología de los afectos y educación estética en el siglo XVII novohispano

Jesuit Baroque Style, Theology of Affects and Aesthetic Education in the Novohispanic XVIIth Century

Ramón Kuri Camacho Instituto de Filosofía

Universidad Veracruzana – México

Resumen

El artículo presenta un examen de la relación entre la teología cristiana católica en México en el siglo XVII, específicamente en las ideas de autores pertenecientes a la Compañía de Jesús, y el estilo barroco de las obras que se crearon en dicho periodo, sobre todo en pintura, poesía y arquitectura. Se estudian especialmente las ideas expresadas por Tomás de Alfaro, S.J. (ca. 1667) y Luis de Villanueva, S.J. (1605-1659).

Palabras clave

Pensamiento latinoamericano, Barroco, Jesuitas, Tomás de Alfaro, S.J., Luis de Villanueva, S.J.

Abstract

This article examines the relation between Catholic Christian theology in Mexico in the XVIIth century, specifically in the ideas of authors who belonged to the Society of Jesus, and the Baroque style in the works which were created in that historical period, most of all in paintig, poetry and architecture. The ideas expressed by Tomás de Alfaro, S.J. (ca. 1667) and Luis de Villanueva, S.J. (1605-1659) are especially studied.

Key words

Latin-American thought, Baroque, Jesuits, Tomás de Alfaro, S.J., Luis de Villanueva, S.J.

Recibido: 20-11-06 Aceptado: 27-01-07

Introducción

Como suele suceder, el contraste entre la tradición y lo nuevo se polariza, la mayoría de las veces, alrededor de problemas formales, de cuestiones vinculadas con la expresión y el lenguaje, con el método y la escuela a la que se pertenezca. Pero más allá de incurrir en el error de aislar ciertas manifestaciones que se impusieron por la fuerza de la elocuencia y la lucidez de las argumentaciones, el debate planteado en el seno de la Compañía de Jesús a propósito de la libertad, lejos de ser sólo una vulgar copia de la polémica europea, compendia una original toma de posición de figuras de primerísimo plano y cuya omnipresencia documentamos. Así, Tomás de Alfaro, S.J., nacido en Medina del Campo (¿?) escribe su obra en 1667. La especulación aristotélica sobre el alma, da pie para que Alfaro (y en estrecha articulación con los Ejercicios Espirituales de San Ignacio) se esfuerce en elaborar sus propios comentarios filosóficos, con ocasión de los cuales hilvana un pensamiento de la experiencia religiosa, comentando y sacando sus propias conclusiones. Su magisterio lo realizó fundamentalmente en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo en la capital de la Nueva España entre los años 1664-1678. Su pertenencia a la escuela suareciana estaba fuera de duda, vinculado, por tanto, a las investigaciones sobre gracia y libertad. En sus lecciones reacciona con gran fuerza ante la crítica de los tomistas y escotistas, asumiendo la libertad como facultad de autodeterminación que proponían sus hermanos de Orden, traduciendo en la vida real la concordia entre gracia y libertad1. Aunque pudiera presentarse como una cuestión “escolástica” y quizá hasta de ornato (y a veces, de hecho, llegase a serlo), se trataba en principio (y siguió tratándose básicamente) de una cuestión fundamental: una exigencia de concordia entre gracia y libertad que debía corresponder a una claridad expresiva y mental: “Expressior et elegantior, sed praecipue concordia gratiae et libertatis”2. Más fiel ha de ser la forma, el lenguaje, el discurso, pero sobre todo más claro en la defensa de la facultad para emplear nuestra libertad.

Pero Alfaro va más allá. Si la libertad es una facultad de autodeterminación, no por eso deja de ser cierto que en ella gravitan oscuridades y laberintos que pueden impedir que elijamos bien. La libertad es un laberinto que tiene miles de predicados que pueden hacer fracasar toda tentativa de elegir entre el bien y el mal. Philosophi moderni non sciunt explicare3. Si los filósofos modernos no han sabido resolverlos es porque han buscado el secreto del continuum del hombre en trayectos lineales, y el de la libertad en una rectitud del alma, ignorando nuestra tendencia al mal. Se necesita una “radiografía” que en una aventura de la voluntad enumere la naturaleza y descifre el alma, lea en las oscuridades del alma. Que en un proceso operativo descubra y sensibilice todos los rincones llevándolo al Infinito. Porque lo Infinito pasa por lo finito (San Francisco, San Buenaventura) desplegándose en cuatro direcciones: 1) la educación de la inteligencia que borre las afecciones desordenadas; 2) la educación de los sentimientos y sentidos que permita una sabia austeridad y una profunda capacidad de renuncia; 3) la capacidad de reconocer con amor y gratitud la presencia de Dios en todos sus bienes y dones; 4) la consecuente elevación a través de ellos a la fuente de todo bien y de todo valor.

Para el Padre Alfaro, éste es el núcleo esencial de la experiencia propuesta por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Es la experiencia que en un perseverante desposeimiento de sentido dispone al alma para llegar a Dios. Ahí, en el campo de la razón, borrar de sí todas las afecciones, aún las más pequeñas, es premisa constitutiva del pensar y del vivir bien. Aquí, la transformación de los sentimientos, borrar de sí toda afección desordenada, abre el corazón a nuevos sentimientos, suscitando apertura al prójimo, viendo y sintiendo como lo hacía Jesús. Acá, en el mundo de los sentidos, la disciplina, la interioridad, el gusto por las cosas elementales que nos dan la vida, “viendo”, “escuchando” y “tocando” de otro modo. “Arriba”, el alma canta la gloria de Dios en la medida que reconoce sus propios laberintos, sin llegar a desarrollarlos plenamente, pues van hasta el Infinito. Las cuatro direcciones comunican y concuerdan (por eso el continuo despliegue hacia el alma). Acá, en el mundo, la constante purificación de la razón envuelve el proceso. Cuando hayamos comprendido que las almas se encuentran en la aventura de la libertad, eso habrá que aplicarlo, al menos en primer lugar, a las almas que ascienden a la otra dirección (“elevación”).

Pedro de Abarca, Miguel de Castilla, y Alfaro, autores jesuitas de la época, realizan un gran montaje que no cesa de hacer operaciones, de inventar la cosa, curvando y recurvando, llevando hasta el Infinito, proceso sobre proceso, proceso según proceso. Sólo los padres Antonio Núñez de Miranda, Marín de Alcázar, Camargo, Cesatti, Matías Blanco construirán el aparato teórico que dé cuenta de los afanes creativos de los jesuitas de esa época. No interesa aquí continuar exponiendo el contenido de los Ejercicios Espirituales que nos regala el Padre Alfaro, sino destacar que cuando redacta estos comentarios (versión depurada de sus clases de Teología Moral) enfatiza significativamente una florida digresión sobre el alma que “asciende”. El reconocimiento de Jesús es una vía hacia el Infinito, y el sí de la voluntad abarca entendimiento, libertad, sentimientos y sentidos en un solo acto de amor. Pero es un proceso abierto que siempre está en camino y en constante purificación, paso por paso, paso según otro paso, no al modo del estudio de las nobles artes liberales, sino en un esfuerzo constante de disciplina y oración, pues el Amor nunca acaba: “Sic igitur, magis quam unquam antea, Charitas floret, non modo litterarum studio et nobilissimarum artium disciplinis, sed etiam oratione et disciplina”4.

Por lo general, muchos estudiosos de la Nueva España no logran ver el vínculo entre la purificación de la razón y los sentimientos (borrar afecciones desordenadas, austeridad y sabia capacidad de renuncia) y la educación estética que conlleva la educación de los sentidos, es decir, de la sensibilidad ante lo que se escucha, toca y ve. Y es que se incurre en un error inicial, a saber: el no reparar en que en el interior mismo del espacio espiritual de la Compañía de Jesús emerge su gran legado artístico y cultural. El padre Alfaro (a propósito de los comentarios espirituales) reprocha a ciertos lenguajes su carácter rudo y, por tanto, su incapacidad para permitir una traducción adecuada de la espiritualidad cristiana: en tal caso, es el guía espiritual o el comentador de la tradición de la Iglesia quien no expresa con claridad al autor porque, en lugar de ser una vía de acceso hacia su obra, se convierte en un obstáculo para la comprensión de su sentido, es decir, su orientación, su significación. La experiencia espiritual ignaciana, según Alfaro, representa una vía nueva porque expresa la conciencia crítica de una época que rechaza determinado lenguaje que hace imposible educar el gusto por las cosas sencillas y bellas. Pues a fin de cuentas, de lo que se trata, es de educar la atención por las cosas en su sencillez y belleza. Es decir, desarrollar un sentido estético. A algunos escolásticos y “frailes” Alfaro les reprochará su oscuridad y falta de sencillez. En sus lecciones de lógica aristotélica igualmente insistirá en reprocharles a los lógicos su falta de comprensión de Aristóteles, su incapacidad para exponerlo con claridad y, por tanto, su tendencia a oscurecerlo.

Sin duda, se trata de razonamientos a menudo retóricos, donde nunca está ausente el riesgo de limitarse a una mera cuestión de elegancia y ornato: es decir, donde siempre está latente un presupuesto retórico, válido quizá en un plano como el ético-político, pero que en el Padre Alfaro se contiene por fuerza de la gravedad del asunto y de su formación clásica, no menor a la del Padre Figueroa. Pues si bien, lo que fundamentalmente le importa es la disposición del alma para llegar a Dios, de ningún modo significa negación del hábito propio del teólogo que estudia a Sócrates, Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Suárez, Molina y toda la literatura escolástica como una reflexión que integra y completa la aventura del hombre:

“Platón divino y perfectísimo en todas las ramas del saber, sumo poeta, el más elocuente de todos, filósofo moral, natural, matemático y, sobre todo, especulativo que, sin embargo, al igual que Sócrates, no dio un ordenamiento sistemático del saber, y Aristóteles, durante veinte años discípulo de Platón, que elaboró un orden perfecto de las ciencias”5.

Y es que, por una parte, comprende el valor indiscutible de los pensadores clásicos y la exigencia de claridad expresiva y, por la otra, logra comunicar el valor edificante de los Ejercicios Espirituales6. Las divergencias con los griegos las reconoce precisamente a propósito del alma y de la comunión de ésta con el Creador, pues en lo que respecta al destino del hombre que es su salvación, los griegos no tienen nada que decir, y a decir verdad, dialogar con los griegos al respecto, es perder tiempo y trabajo y edificar sobre arena. Pues en los Ejercicios Espirituales el encuentro íntimo con el Verbo hecho carne, es un encuentro inacabado, un encuentro en el que el alma siempre está en camino, purificándose, disciplinando inteligencia, sentidos y sentimientos, dirigiendo la atención a los aspectos físicos de la figura de Jesucristo: su cuerpo, su sangre, sus heridas, el agua que brotó de su costado.

La Encarnación del Hijo de Dios captada por los primeros pensadores cristianos como un modo de manifestación del Verbo de Dios, como la auto-revelación divina, que es en sí misma, en su esencia y realidad de Verbo, carne, y sin la cual carece de sentido el cristianismo, durante siglos había representado un auténtico programa y una inquebrantable fe, fe en que ese modo de manifestación de la carne y del Verbo, en calidad de modos de manifestación y de revelación de la Vida, son los mismos. El padre Alfaro retoma y “recrea” esta herencia espiritual donde Padres de la Iglesia, Doctores y Ejercicios Espirituales convergen y se armonizan. Esta realidad que es, por una parte, la carne y, por otra, la venida a esta carne, la Encarnación; esta realidad del cuerpo de Cristo como condición de la identificación del hombre con Dios, que escapa a todo pensamiento y, por ende, no se somete a su juicio, no podía ser confiada al pensamiento griego. No podía ser confiada al Logos griego en el que sólo toman forma significaciones o conceptos, representaciones o imágenes, que hablan y razonan a la manera de los hombres, que piensan como ellos, sino a un Verbo más antiguo y que, previo a todo mundo concebible y a aquello en lo que todavía no hay mundo alguno, habla a cada uno, en esta carne que es la suya, tanto en sus sufrimientos como en la embriaguez del existir; el Verbo tal como lo comprende el apóstol Juan, el “Verbo de la Vida”7. Juan y los primeros pensadores cristianos oponían otro tipo de inteligibilidad a las formas de pensar comunes y corrientes, un modo de revelación diferente de aquel por el que el mundo deviene visible y que, por esta razón, lo que revela se compone de realidades invisibles en ese mundo, inapercibidas por el pensamiento. El Prólogo de Juan las enumera: la Vida en la que consiste esta otra inteligibilidad, el Verbo de Vida en el que esta otra inteligibilidad de la Vida se cumple, en fin, la carne en la que el Verbo de Vida se hace idéntico a cada uno de los vivientes que somos nosotros, los hombres. De este modo se enuncia una definición del hombre completamente nueva, tan desconocida para Grecia como para la modernidad: la definición de un hombre invisible al mismo tiempo que carnal (invisible en calidad de carnal).

Vivir quiere decir experimentarse a sí mismo. La esencia de la vida consiste en este puro hecho de experimentarse a sí mismo, del que, por el contrario, se encuentra desprovisto todo ser que depende de la materia y, de forma más general, del “mundo”. Esta definición muy simple de Dios a partir de la definición, ella muy simple, de la Vida como pura “experiencia de sí” (lo más difícil es a menudo lo más fácil, lo que a su vez quiere decir que lo más simple a menudo es lo más difícil) nos pone desde ahora en posesión de la intuición que conducen los Ejercicios Espirituales y que es nada menos que el encuentro con un acontecimiento que desborda toda filosofía, todo pensamiento y el intelectualismo abstracto de la fe reformada que en los hechos negaban precisamente al Dios visible (en Jesús se ve al Padre). Porque este Dios visible pertenece al patrimonio del cristianismo y no sólo a una determinada orden, jerarquía o grupo.

En el desarrollo de este encuentro cada naturaleza humana está llamada a desplegar sus propios talentos, a devenir caridad, pues Dios es caridad. Y al padre Alfaro le gusta citar versículos neotestamentarios sobre el significado de la vida humana, especialmente el que se refiere al Dios hecho visible8 manifiesto de varias maneras: la Última Cena, la Crucifixión, Resurrección. Llegar a Él, es justo el proceso con el que inician los Ejercicios Espirituales “mirando”, “tocando”, “imaginando”, “percibiendo”, “sintiendo”: trasladándose imaginativamente al lugar del Crucificado. Es un proceso en el que la misma oración del Anima Christi, que antecede a los Ejercicios, ayuda a mirar “realmente”, a ver y a sentir con los ojos de la fe y la ayuda de la imaginación el cuerpo, sangre, llagas y agua que brotó del costado de Jesucristo:

Anima Christi, sanctificame.

Corpus Christi, salva me.

Sanguis Christi, inebria me.

Aqua lateris Christi, lava me.

Passio Christi, conforta me.

O bone Jesu, exaudi me:

Intra tua vulnera absconde me:

Ne permittas me separari a te:

Ab hoste maligno defende me,

In hora mortis meae voca me,

Et jube me venire ad te,

Ut cum Sanctis tuis laudem te

In saecula saeculorum. Amen.

La práctica regular de los Ejercicios Espirituales era el punto de partida del desarrollo de las distintas posibilidades de cada quien, buscando disciplinarlas y que el padre Alfaro las deja como “tarea” a realizar.

Unos años más tarde, los padres Raymundo Mariano Cerdán, Robledo, Ronderos, Ignacio Sánchez, Abad, Alegre, Clavijero, etc., ya en pleno siglo XVIII, se moverán en un plano bastante similar, aunque animados por preocupaciones de muy distinto tipo. Lo importante en el padre Alfaro es, en cambio, precisamente este tipo de disciplina que ayuda no sólo a armonizar las capacidades naturales de los “ejercitantes”, sino que, en el proceso mismo y su culminación (“elevación”), se define a un hombre invisible en calidad de carnal. Ésta es la “novedad” de los Ejercicios Espirituales, una novedad totalmente incomprensible para el pensamiento griego y en absoluto insoslayable para la Compañía de Jesús. Es una novedad radical que pronto se vincula a una pedagogía predominantemente práctica que, aunque uniforme en sus objetivos y programa, toma en cuenta los talentos diferentes, buscando sólo disciplinarlos para llevarlos a buen fin. Por eso, la afirmación de una pedagogía no sólo “física”, sino también metafísica, una problemática no sólo centrada en los debates gracia-libertad o en los estudios clásicos, sino también una problemática estética, práctico-moral. Así, paralelamente a los cursos desarrollados sobre la base de textos aristotélicos, tomistas, molinistas y suarecianos, el padre Alfaro discurre sobre el “método” contemplativo que los Ejercicios Espirituales proporcionan desde la primera semana de práctica. Se trata de contemplar la Encarnación, utilizando y educando los sentidos, “viendo” a detalle el cuerpo y la sangre de Cristo, “oyendo”, “oliendo”, “tocando”, para que sea uno capaz de encaminarse a los “sentidos espirituales”, reconociendo en los más íntimo de uno mismo, con amor y gratitud, la presencia del Creador en todos sus bienes y dones. Es una progresión visual, auditiva y especulativa, condición de la identificación del hombre con Dios.

En realidad, toda esta educación concreta del uso de los sentidos para mejor llegar a Dios, expresaba no sólo en su ratio dicendi (el impulso metodológico-purificativo), sino también en su ratio essendi (razón de ser), el ascenso a la divinidad. La actitud de Alfaro ante los Ejercicios es la misma, ya se trate de los sentidos y sentimientos, de la “liberación de la carne” o de la tensión que ésta debe soportar en su elevación hacia el Creador. Me parece significativo que la imagen del hombre invisible en calidad de carnal (apreciada en todo el siglo XVIII novohispano, siglo “echado pa’ delante” y sin el lastre del victimismo que México arrastrará a partir del siglo XIX) se encontrase ya tan difundida y apareciera con tanta insistencia en el siglo XVII.

Por consiguiente, la “actualidad” novohispana del padre Alfaro se debió, ante todo, a su extraordinario dominio de los textos clásicos, al minucioso análisis a que sometía los textos para justificar las formas que había escogido y, sobre todo, a su contribución a una Teología de los afectos desde la práctica de los Ejercicios Espirituales. Contribución, por lo demás, común a otros jesuitas novohispanos que en perfecta familiaridad con el espíritu ignaciano, influyeron en artistas novohispanos practicantes regulares de los Ejercicios Espirituales. Su “actualidad” se manifestó no tanto en la elegancia y claridad de sus expresiones como en la extrema lucidez para advertir donde se distanciaba él de los griegos. Estimaba tanto a Cicerón como admiraba a Aristóteles, pero estaba persuadido que, a fin de cuentas, lo que importaba era el destino del hombre. Y en esto último poco tenían que opinar los griegos. Pues es mejor Duns Scoto que habla rudamente de Dios, que el diáfano Lucrecio, que habla de la naturaleza. En sus clases, Platón y Aristóteles están vivos y presentes por igual, pero el descubrimiento del alma humana a través de los Ejercicios Espirituales ponía al hombre en el mundo en que vivió, en la corriente intelectual que lo nutrió y a la que tanta fuerza infundió.

Los ecos y resonancias de sus enseñanzas tendrán vigencia en lo restante del siglo XVII, en íntima vinculación con la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, la música de Juan Gutiérrez de Padilla, las fachadas e interiores barrocos de Puebla de los Ángeles, la Teología de la Scientia Conditionata que en estas fechas estudian y enseñan Núñez de Miranda, Cesatti, Marín de Alcázar, Blanco etc. Es una correspondencia y comunicación entre los laberintos del alma, la educación de los sentidos, la libertad y la gracia divina, arte y mística.

Es la misma correspondencia que impulsa al padre Baltasar López, nacido en San Miguel el Grande en 1610 y muerto en la Habana en 1651, a insistir en vincular estrechamente la práctica de los Ejercicios Espirituales con una retórica de los afectos, los sentimientos y las pasiones, para que éstos se conviertan, por consiguiente, en vectores no sólo de una devoción imaginativa y ardiente por Cristo, sino también de una devoción por las imágenes sagradas9. La oración a Cristo, no es un intelectualismo abstracto, sino una contemplación de su carne, sangre y llagas. Pues ante el desafío iconoclasta de los reformadores en Europa, los hijos de San Ignacio saben que la oratoria tradicional, los discursos persuasivos, las argumentaciones demostrables de la Teología escolástica, así como todos los procedimientos vinculados al rigor silogístico, poco pueden hacer con la herejía negadora de las imágenes sagradas. En cuestiones tan graves como las del “destino” del ser humano y su salvación, sujetas a leyes rígidas, estructuras precisas y cuestiones susceptibles de resolverse mediante la lógica deductiva, donde todo está fijado, claramente establecido y regulado y todo debe funcionar con rigor silogístico, poco se podía hacer para enfrentar la herejía luterana. En cambio, donde el orden humano contempla con los ojos de la fe el misterio de la Encarnación, siempre está in fieri, “viendo”, “oliendo”, “escuchando”, “tocando”, renovándose continuamente, eligiendo y ajustándose a una situación contingente y mutable, y exigiendo, por ende, un tipo de retórica especial, inspirado a la vez por los Ejercicios Espirituales y por la Institutio oratoria de Quintiliano. Epigramas, epístolas, anagramas, églogas, elegías, odas, sintetizan una retórica del pathos que da cuenta de los acontecimientos cotidianos y que por ello mismo son trascendentes. Por ejemplo, Amici epistola, in qua tota sedes Tepozotlana erudite et accurate describitur, es la carta de un amigo, en la que describe con diligencia y erudición la “casa” de Tepozotlán10. Lleno de gratitud, el lenguaje del amigo del padre López está presidido por el signo de la retórica, cuyo espíritu “culto” es necesariamente “apasionado”. Según el padre López, para este amigo jesuita, la retórica aprendida en Tepozotlán es el baluarte de su labor misional “entre los chichimecas” del norte, que precisamente se consolida allí donde lleva a la práctica los Ejercicios Espirituales “de nuestro padre San Ignacio”. El padre López, que soñaba con una Iglesia donde cada alma contemplara realmente la Encarnación, la pasión y la resurrección de Cristo, a fin de persuadirla para imitar a su Salvador, sólo podía atribuir un valor superior a la retórica. Por eso, el movimiento cultural que rodeaba a la reivindicación de la retórica era esencialmente consistente y coherente. Por ello, su juicio preciso resulta sumamente significativo: “los Ejercicios Espirituales despiertan los espíritus adormecidos y después de efectuarlos, muchos otros intentan esa empresa de infundirles espíritu y vida, pero no lo lograrán si se alejan de ellos, obligándose a vagar como espíritus no purificados. Y seguirán sometidos hasta que la práctica de los Ejercicios venga a desligar las ataduras de las leyes de la esclavitud que los tienen amarrados”11.

Ahora bien, en el razonamiento del padre López hay que destacar al menos dos cosas: en primer lugar, la referencia a los Ejercicios Espirituales; después, la relación directa que se establece entre los Ejercicios Espirituales y la retórica del pathos, y, por ende, la crisis de las estructuras mentales y emocionales. Según López, las posibilidades de la retórica, cuyo contenido relaciona estrechamente con el de los Ejercicios Espirituales, dependen en última instancia del desmoronamiento del “hombre viejo”. Allí donde un firme andamiaje estabiliza un aspecto de la realidad humana, es inútil discurrir buscando deducir rigurosamente: en tales circunstancias no hay retóricos sino doctores. En sus Institutiones oratoriae (1711), G. Vico observará contra Descartes: “methodum geometricam in orationem civilem importare tantumdem est quantum tollere de humanis rebus libidinem, temeritatem, occasionem, fortunam..., et, ut uno verbo complectar, in concione pro oratore doctorem agere”12. También el padre Baltasar López habla de emociones, y de los “ejercitantes”, que son toda sensibilidad y pasión, no razonamiento coordinado. Otro jesuita, Diego Díaz de Pangua, nacido en San Martín, Durango, en 1573 y muerto en la ciudad de México en 1631, a propósito de la consagración del Doctor Bartolomé Lobo Guerrero hecha el día de San Bartolomé, habla de “libertad” (“puesto que el alma es cosa libre y divina, debe acudir a la llamada de las emociones caminando sobre sus propios pies, y no arrastrada por los pelos”)13. Todos son conscientes de que la eficacia, tanto del discurso persuasivo como de la invención, se vincula con una perspectiva que sitúe al hombre al margen de un orden completamente riguroso y lo reconozca no sólo en cuanto a la integridad de su vida, sino también en cuanto a sus posibilidades como libre artífice y “pecador”, cualquiera sea, por lo demás, el ámbito en que éstas se desarrollan. No es casual que el padre López haga coincidir la orientación cultural iniciada por la Compañía de Jesús con una renovación no sólo de la retórica sino también de la devoción de las imágenes y la consiguiente contribución a la historia de las artes visuales.

Ahora bien, basta revisar la literatura y el arte de los pintores novohispanos del siglo XVII para comprobar continuamente no sólo los intentos de sustituir la escolástica de las escuelas por una retórica y un arte visual renovados, sino también la exigencia explícita de comprender el valor concreto que tienen esos “instrumentos” de la mente humana dentro del marco de las distintas “disciplinas”. Ya en el último período del siglo XVII, la introducción de los discursos dobles en los Colegios jesuitas (pro y contra la lógica, pro y contra la retórica), revela que no se trataba tanto de una coexistencia pacífica como de un conflicto reconocido, donde la “retórica” y una Teología de los afectos aspiraba, si no a reemplazar a la antigua escolástica, sí al menos a equilibrarla.

En esta última cuestión, el ejemplo del padre Luis de Villanueva (nacido en Puebla en 1605 y muerto en 1659) resulta significativo, tanto en cuanto a la determinación del valor de la retórica y la devoción de las imágenes sagradas como por la evidente necesidad de presentar un “lenguaje” separado de las posiciones metafísicas tradicionales.

En su Hymnus saphico carmine pro Sancto Hieronymo; y en su obra De Sanctissimo Eucharistiae Sacramento super illud Memoriam fecit, tria poemata; et Christi ad animam Elegiae quattuor et Hymni tres14 el padre Villanueva se lanza por el camino del fervor poético con algunas imitaciones de versos “sáficos” (fáciles de detectar, pero no por ello menos significativas), como material significante para una ardiente recepción “sensual” y emotiva del significado inconmensurable: Cristo hecho carne y presente en el misterio de la Eucaristía. Los himnos, elegías y epigramas son el arte-facto en el cual se deja reconocer y honrar el misterio de los misterios: el Verbo hecho carne. No sólo recupera la Memoria de lo que Cristo hizo, sino que, a través de ese arte-facto (el material significante de los poemas), invita al hombre a recordar y a “mirar” emotivamente el significado sacramental: la presencia carnal en la memoria de los cristianos como lo atestigua San Jerónimo. El padre Villanueva compone versos para educar la mirada de los cristianos. Es decir, palabra y memoria visual van de la mano. Representación oral y representación visual convergen en el misterio de Cristo. De ahí que tanto las imágenes sagradas como la palabra divina tengan la misma correspondencia. La imagen de la Santísima Virgen, de San Felipe de Jesús, de San Jerónimo o de San Pedro y San Pablo, toda la hagiografía católica y la palabra encarnada en las Sagradas Escrituras, transmiten con mayor eficacia la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Pero el padre Villanueva no sólo ubica los alcances de la representación oral y de la representación visual en el misterio de Cristo. También delimita la tarea de la “retórica”, donde, al margen de los poemas y la imitación de modelos griegos, retoma una idea bastante difundida en los Colegios jesuitas de la época y que por su intermedio pasaría a la obra de los tratadistas del siglo XVIII. La “retórica” y los versos son un camino válido para penetrar en el alma de los hombres e inducirlos hacia su deseo de ser, es decir, a “elevarse” hacia el infinito desde su finitud. Respetando su libertad (“las almas consienten a su deseo por propia voluntad”), la palabra educa, mejora y renueva: es el instrumento mediante el cual el individuo se forma y se desarrolla. Más aún: la palabra, en tanto representación oral, no sólo es el medio por el que se expresan y se definen todos los procesos interiores del alma humana, sino también los procesos exteriores, es decir, lo visual, lo gestual, lo olfativo, lo auditivo, el tacto; así pues, la “retórica” remite a la representación visual, con la que la une un nexo indisoluble, porque no hace otra cosa que traducir sus sentimientos y emociones (que, por lo demás, sólo así adquieren realidad concreta). Así, es legítimo orar cantando, llevar en procesión a un Cristo coronado de espinas, representar cada semana santa la pasión y muerte de Cristo, representarlo a través del arte de los pintores y escultores. El padre Villanueva ve en las obras de arte, en las grandes procesiones, el efecto sobrecogedor de la presencia íntima y misteriosa de Cristo, de su presencia carnal en medio de los hombres. Comprende también perfectamente la necesidad de definir “teológicamente” las relaciones entre estos procesos internos y externos y para ello tiene que echar mano de la teología clásica. Pero a ésta la toma más bien como digresión que como estudio serio. La Teología tiene su propia “dialéctica”, instrumento de que se vale el teólogo para coordinar sus “discursos” en íntima relación a aquella otra “dialéctica”, “quae ars omnium artium maxima dicitur, eademque purissima philosophiae pars est, quaeque se supra disciplinas omnes explicat, omnibus vires accomodat, omnibus fastigium imponit”15. La dialéctica suprema permanece inmutable, in se ipsa considens, y deja que la teología propiamente dicha bregue con los artículos y las cuestiones, proposiciones y razonamientos. Esta teología distingue y define, responde, elucida las conexiones, y recorre el mundo de las nociones, tejiendo y destejiendo.

Sin embargo, para el padre Villanueva lo más importante no es esa distinción entre la “dialéctica” como instrumento para la articulación de la teología y la “dialéctica” como ciencia suprema de las estructuras del absoluto. Lo más fundamental para el jesuita es la retórica del pathos y la elocuencia del cuerpo que hace posible una estética de las imágenes sagradas. No es lo más importante la “teología natural”, materiae sordes reformidans volutare in eis logicam sinit, cuya lógica, precisamente, no es philosophiae pars, sino mero instrumento.

1. Deseo de ser y barroco

El intelectualismo abstracto de Lutero, Zwinglio y Calvino, con la absoluta posición de su fe desnuda de sentidos y cuerpo, apenas si podía reparar en estos últimos. Lo suyo era un cristianismo que no tomaba en cuenta las imperfecciones del cuerpo y, por tanto, no podía concebir que los creyentes (puesto que son carne y sentidos), deviniesen invisibles en tanto que carnales. La fe, según Lutero, no es una creencia ortodoxa ni contemplación carnal, sino mera regeneración espiritual, accesible sólo por la fuerza de la gracia que transforma el valor de todas nuestras acciones. La fe y sólo la fe basta. Cuando no existe la fe, hasta las mejores obras y los más grandes “contempladores” sólo pueden llevarnos a la condenación.

Sin embargo, hacía tiempo que la propia Iglesia había dejado de verse como la Comunión de los Santos y había adaptado sus enseñanzas a las insoslayables realidades de la vida corporal y terrenal. La Compañía de Jesús sólo recupera dichas enseñanzas. La naturaleza humana (pese a su fragilidad y tendencia al pecado), es el camino que debe aprovecharse para alcanzar la salvación. Para Lutero, entre la naturaleza y la misericordia no había continuidad. El mundo de la fe representaba una ruptura radical con la naturaleza, la total negación de todo cuanto emana de las capacidades y potencialidades naturales del ser humano. Para la Compañía de Jesús, la misericordia debía ennoblecer y sustentar la naturaleza humana, no aplastarla y destruirla. Gracias a esta “corrupción”, los jesuitas pudieron asimilar la cultura mundana, apropiándose de la filosofía y el arte paganos. Y esta misma perspectiva también le permitió pactar con el humanismo. Los sentidos están ahí en cada hombre, la razón también, pero suponen el alma como unidad de síntesis capaz de imaginar, ver, oír, tocar, plegarse hasta el misterio de Cristo hecho carne y sangre como nosotros. Puesto que el Verbo se hizo carne, el hombre está llamado a desplegar sus propias partes, abriéndose al misterio, percibiendo y sintiendo según su “ascenso”, negando sus sentidos y, sin embargo, inseparables de él. Pues el espíritu sigue expuesto al aturdimiento de éstos, a los obstáculos de una naturaleza “animal” que le impide la apropiación de nuestro deseo de ser, que no es otra cosa que devenir invisibles en calidad de carnales.

Ese devenir invisible, esa elevación ascético-mística es un cambio de teatro, de escena. El teatro del cuerpo y sentidos da paso al de los espíritus, o de Dios. Pero es un cambio de escena no fácil. Ante todo, el ascenso es siempre en la carne y en el lenguaje que llega a expresarse todo proceso liberador. No es en vano, entonces, buscar del lado de los sentidos un eje de referencia para todo el conjunto del campo espiritual. La contemplación de la Encarnación implica una ascesis que acostumbra a la idea de que mis sentidos se imbrican el uno en el otro, que estos sentidos son “transferidos” por excedente de sentido a los “sentidos espirituales”. La ascesis y la exégesis van de la mano rehaciendo el trayecto inverso de la objetivación de las fuerzas de la vida en las conexiones psíquicas, luego en los encadenamientos históricos individuales donde los sentidos humanos, devienen espirituales. Exégesis, porque la purificación (ascesis) exige simultáneamente un esfuerzo por comprender mi deseo de ser, comprenderlo a partir de sus borrascas y afecciones desordenadas. Ello quiere decir que el Verbo hecho carne se manifiesta precisamente en medio de la realidad humana. Que el centro del acontecimiento ha de estar allí donde los sentidos humanos devienen espirituales. Quien se libra a este duro “aprendizaje” es llevado a practicar una verdadera ascesis de la subjetividad, a dejarse desposeer del origen de sentido, a “trasponer” un sentido oculto, mostrando y ocultando, al mismo tiempo, el sentido latente en el sentido manifiesto. Pero este desprendimiento es aún una peripecia de un largo camino, pues debe llegar a ser la pérdida real de aquel que es el más arcaico de todos los objetos: el Ego. Es preciso, entonces, decir del ser humano aquello que el Evangelio dice del alma: es necesario perderla para salvarla, es menester una profunda capacidad de renuncia a todos mis ego-ísmos y ego-latrías.

Desde la primera semana, el ejercitante realiza una verdadera destitución de la conciencia como fuente de las afecciones desordenadas, educando su “yo”, su inteligencia, su palabra. Se trata de purificar y descifrar el sentido oculto en el sentido aparente, desplegando los niveles de significación implicados en la significación cotidiana. Se trata, por un lado, de proceder a una enumeración tan simple y completa como sea posible de las pasiones humanas. Es el lenguaje de la confesión que constituye la totalidad de los Ejercicios Espirituales como único camino accesible al comienzo del itinerario, puesto que la cuestión es precisamente, desde el acto de fe, descubrir que los sentidos devienen espirituales y que la fe, para ser humana, debe hacerse sensible. Será preciso hacer aparecer aquí, sin preocuparse de una reducción prematura a la unidad, todos los excesos de la vida, los deseos, las pasiones desmesuradas, según el hilo conductor de las imágenes sensoriales, visuales, acústicas e imaginativas. Por otro lado, esta enumeración es inseparable de los procedimientos de la exégesis, interpretación y purificación. Se trata de la realidad del cuerpo de Cristo como condición de la identificación del hombre con Dios. Ésta es la clave de “lectura” exegética e interpretativa que le es propia a los Ejercicios. El ejercitante comienza por una “investigación” en extensión de sus “locuras” y “deseos” y por un análisis en comprensión de sus equivalentes; continúa por una confrontación de sus modos de vida y por una interpretación de ellos, restituyendo la diversidad de la existencia a su deseo de ser, es decir: ser humano invisible en tanto que carnal. Así, se prepara a ejercer su tarea más elevada que es un cambio de conducta consigo y con sus semejantes.

Esta es la tarea que debe franquear todo ejercitante. Los Ejercicios Espirituales no tratan las significaciones cotidianas como un conjunto cerrado sobre sí mismo que erigiría, ineluctablemente, el lenguaje en absoluto. Se trata de sobrepasarse y suprimirse en aquello a lo que apunta. El lenguaje entre instructor y ejercitante, en tanto que medio significante, exige ser referido al drama de la existencia.

Al afirmar lo anterior reencontramos una vez más las “formas de proceder” de los Ejercicios: aquello que anima el movimiento de superación de los sentidos y sentimientos es el deseo de ser; es la exigencia que él formula a un ejercicio que quedase prisionero del lenguaje.

¿Pero cómo reintegrar la semántica del lenguaje al deseo de ser? La etapa intermedia, en dirección de la existencia, es la meditación que haga posible nombrar su deseo, es decir, el vínculo entre la comprensión de sus afecciones y la comprensión de sí. Es en este que tenemos la oportunidad de reconocer a un existente interpretándolo, purificándolo, liberándolo.

Al proponer vincular el lenguaje a la comprensión de sí, los Ejercicios Espirituales satisfacen el anhelo más profundo del ejercitante, a saber: vencer una alienación, una separación, una distancia. Vencer una separación entre la historia personal terminada a la que pertenece y el ejercitante mismo. Al exceder esta distancia, al hacerse “contemporáneo” de sí mismo, el ejercitante se apropia del sentido. Ese sentido, antes extraño y extranjero, quiere apropiarlo, es decir, hacerlo suyo. Es pues la ampliación de la conciencia, el ensanchamiento de la propia comprensión de sí mismo lo que persigue a través de la comprensión del “otro” que era.

En efecto, se ha ampliado el campo de la conciencia, pero no sabemos aún qué significa esto. A decir verdad, no lo sabemos antes, sino después, bien que el deseo de comprendernos a nosotros mismos haya guiado por sí solo esta apropiación. ¿Por qué es esto así? ¿Por qué el “yo” que guía el trabajo liberador no puede recobrarse más que como resultado de este trabajo?

Por dos razones. En primer lugar, porque mi existencia debe ser mediatizada por aquello que Dilthey llamaba las expresiones en las cuales la vida se objetiva: trabajo, arte, cultura, pasiones humanas. O para emplear el lenguaje de Jean Nabert y Maine de Biran, porque la meditación no debería ser más que la apropiación de nuestro acto de existir, por medio de una crítica aplicada a las obras y a los actos que son los signos de este acto de existir. En palabras llanas: porque el “yo” no puede ser apresado más que por el desciframiento de esta carne, sentidos y sentimientos. La meditación es la apropiación de nuestro esfuerzo por existir y nuestro deseo de ser a través de las obras que testimonian este esfuerzo y este deseo.

En segundo lugar, porque esta existencia es como un lugar vacío que desde hace tiempo ha sido ocupado por un falso “yo”. Hemos aprendido, en efecto, por todas las disciplinas exegéticas y por el psicoanálisis en particular, que la conciencia pretendidamente inmediata es ante todo “conciencia falsa”. Marx, Nietzsche y Freud nos han enseñado a desenmascarar los trucos. Es preciso, entonces, desde ahora en adelante, acompañar con una crítica de la falsa conciencia todo redescubrimiento del “yo” en las obras de la vida.

Este segundo motivo se agrega al precedente: no sólo el “yo” no puede apresarse más que en las expresiones de la vida que lo objetivan, sino que la ascesis de la conciencia se dificulta con las primeras malinterpretaciones y resistencias de la falsa conciencia. Las “malinterpretaciones” las conocemos desde Schleiermacher. Las “resistencias” desde Freud.

De esta manera, la meditación debe ser doblemente indirecta. Ante todo, porque la existencia no se prueba más que en la carne y obras de la vida, pero también porque la conciencia es en primer término falsa conciencia y es necesario elevarse siempre por una purificación constante de la razón.

Al término de este momento meditativo (y habiendo pasado por una declaración de la conciencia llena de manchas, pasiones, pecados o culpa), hemos creado las condiciones para apropiarnos de nuestro deseo de ser, es decir, devenir invisibles en calidad de carnales.

Devenir invisible al mismo tiempo que carnal, es la razón por la que los Ejercicios Espirituales no son simplemente una disciplina cualquiera, sino una experiencia para todo ser humano y no sólo para el creyente; una experiencia que obliga a tratar el arreglo de las significaciones en un plano diferente en relación con la conciencia inmediata. Las significaciones más arcaicas se organizan en un “teatro” diferente, en un “lugar” del sentido distinto del lugar donde se tiene la conciencia inmediata. Las pasiones humanas, las amarguras, envidias, odios y resentimientos, ambiciones y mentiras, la voluntad de poder, carne, sentidos y sentimientos aparecen finalmente como condición de una “elevación” ascético-mística, que en dura lid deviene invisible y en ascenso al Infinito.

Los Ejercicios Espirituales nos invitan así a levantar, con nuevos gastos, la cuestión de la relación entre carne y espíritu, entre sentidos e inteligencia, sentimientos y razón, entre significación y deseo, entre sentido y energía, es decir, finalmente, entre lenguaje y vida. Éste fue más adelante el problema de Leibniz en la Monadología: ¿cómo articular la mónada que “no tiene ventanas por las que algo pueda entrar o salir de ellas”, ni “agujeros ni puertas” con la carne que la aprisiona? ¿Cómo articular la representación sobre el apetito sensorial? Fue igualmente el problema de Spinoza en la Ética, libro III: ¿cómo expresar los grados de adecuación de la idea con los grados del conatus, del esfuerzo que nos constituye? A su manera, el psicoanálisis freudiano replanteó la misma interrogante: ¿cómo es incluido el orden de las significaciones en el orden de la vida? ¿cómo liberarnos de los prejuicios del ego? Todos tenemos nuestras zonas de obscuridad, nuestra “parte maldita”, diría Georges Bataille, portadora de negatividad pero también de una alteridad que escaparía sin cesar a lo mismo y a lo idéntico. “Parte maldita” imposible de simbolizar o normalizar en el orden de la razón: una existencia “otra” expulsada de todas las normas, que inspira a Lacan con su concepto de lo “real” y a Foucault con su concepto de “particiones” (razón-sin razón-locura etc.). Porque la existencia de esta diferencia irreducible a las significaciones normales del lenguaje, se manifiesta en el hecho de que la declaración de la conciencia culpable pasa por una simbólica de la mancha, del pecado, de la culpa: tensión y angustia por las caídas constantes en la “tentación”.

La justificación de los Ejercicios Espirituales no puede ser radical más que si se busca en la naturaleza humana misma el principio de esta tensión: carne y espíritu, lenguaje y vida. Esta purificación de la inteligencia, sentidos y sentimientos en ascenso al deseo de ser, es la indicación visible del devenir invisible en calidad de carnal. Es decir, por la comprensión de nosotros mismos y la purificación de la razón, sentidos y sentimientos, nos apropiamos del sentido de nuestro deseo de ser o de nuestro esfuerzo por existir: devenimos invisibles al mismo tiempo que carnales. Porque esta existencia carnal, es deseo y esfuerzo. Deseo, pues somos carencia e indigencia. Esfuerzo, porque somos energía positiva y dinamismo. De este modo, el Ego ya no es ese acto presuntuoso, altivo y lleno de poder que era inicialmente y con la pretensión de establecerse por sí mismo. Desde la primera semana de los Ejercicios aparece como ya establecido en su deseo de ser.

Pero si el lenguaje de la confesión debe sobrepasarse en el deseo de ser, es siempre en y por la ascesis que tiene esta superación. Es al descifrar las trampas del deseo que se descubre el deseo de ser en la razón del sentido y de la meditación. No puedo hipostasiar este deseo fuera del proceso de la purificación, fuera del proceso de “interpretación”; sigue siendo ser-purificado, sigue siendo “interpretado”; lo vislumbro detrás de los enigmas de la conciencia. Porque es un hecho que el deseo reprimido se expresa en una simbólica que prueba su estabilidad a través de sueños, refranes, dichos, leyendas y mitos. Justo por ello, no puedo apresarlo en sí mismo, so pena de mitologizarlo. En este proceso ascético, es como el “yo” descubre por el trabajo purificador, la invisibilidad que lo constituye en tanto que carnal, es decir, el deseo de ser. La existencia humana se transparenta en este proceso, no sin tensión, pues permanece implicada en el movimiento de desciframiento que suscita. Es decir, en tanto que carne y sentidos cae, se levanta y asciende.

Hombre carnal, hombre invisible, es, pues, una tensión constante a lo largo del siglo XVII. La tensión se produce entre el hundimiento de la carne y la elevación del espíritu que penetra carne, sentidos y sentimientos. Pues ascender, devenir invisible, implica movimiento, innovación, espontaneidad, cambio, lucha con las pasiones y la carne que le inmovilizan y aturden. Se va de la violencia del conquistador a la caridad del evangelizador; de la violencia del encomendero al programa de promoción cultural y social de los indios con su gobierno de pacificación y justicia en Fray Alonso de la Veracruz y Juan de Zapata y Sandoval; de la esclavitud y sumisión del indígena a su recuperación como ser humano y como persona; de las figuras tumbales prehispánicas de la pirámide de Cholula a las figuras del techo de la capilla del Rosario en la Puebla de los Ángeles; de la presencia de elementos prehispánicos a los símbolos católicos en la fachada de la Iglesia de Chignahuapan, en la sierra norte del Estado de Puebla; del uso de chirimías, flautas y vihuelas en la catedral de Puebla a la música de Juan Gutiérrez de Padilla. Mundo carnal y ascensión espiritual, mundo prehispánico y mundo católico son dos vectores que se distribuyen en la disposición de dos pisos de un solo y mismo mundo, de una sola y misma casa, en un amalgamiento en el que por fuerza, uno y otro asumen elementos ajenos. Y aunque carne y espíritu se esfuercen en ser inseparables, no por ello dejan de ser realmente distintos. Por ende, el ser humano sólo alcanza identidad como ser humano en la medida en que siendo esa identidad no una esencia fija e inmutable sino una existencia siempre en movimiento, se despliega como verbo en conjugación hasta alcanzar el verbo infinitivo esse (ser). Porque cambiar de escena, llegar a ser, no es otra cosa que devenir invisibles en tanto que carnales: deseo de ser. Por eso, estética, ética y política en la Nueva España no tienen el mismo significado que el que se vive en Europa.

En efecto, si mundo carnal y ascenso espiritual son dos vectores que pertenecen a una sola y misma casa, el siglo XVII novohispano es la culminación del amalgamiento entre dos visiones iniciado en el XVI, donde el europeo no sólo es conquistador sino también conquistado. El arte europeo interpretado según un estilo típicamente indiano como es el tequitqui, manifiesto en los conventos del siglo XVI en Huejotzingo, Zacatlán, Xochimilco o Yecapitxtla, es la mejor expresión de lo dicho anteriormente. Arte predominantemente rural (pues los conventos se erigen en lugares de alta densidad de población indígena), el tequitqui juega su papel en manos indígenas y para la mentalidad indígena como vía de divulgación del cristianismo y asentamiento de las nuevas estructuras políticas y económicas.

La Compañía de Jesús profundiza ese deseo de ser. Si carne y espíritu son inseparables también son realmente distintos. El cuerpo, la carne posee sus propias leyes, sus propias reglas, sus “pasiones” que sólo se definen dentro, en sí, y por “analogía con el espíritu”. De esta manera, carne y sentido siguen sus propios derroteros bajo el impulso de “fuerzas” derivadas de esas leyes. Estas leyes “inconscientes”, sin duda, lo explican todo, salvo la unidad de síntesis donde carne y espíritu entran en comunión. Unidad de síntesis que remite a una unidad superior, a almas cuyo lugar está en otra parte, en otro lugar más elevado, otra escena que hay que descubrir en el movimiento de la vida y que se afirma por todas partes como deseo de ser.

Pero ninguna unidad superior, interna e individuante, es posible sin la confrontación, sin la lucha. Y en primer lugar con uno mismo. Es el problema de la relación entre la fuerza y el sentido, entre la vida que conlleva una significación y el espíritu capaz de encadenarlos en una sucesión coherente. Pues si la vida no es originariamente significante, “transportarse a otra vida”, comprender y apropiarse del sentido del “otro” resulta para siempre imposible. Pero hemos visto que un ser finito pone en juego todas las paradojas, pecados, manchas, “parte maldita”, irracionalidades y culpa como condición para transportarse a otra vida, para elevarse al Infinito. De esta manera, la unidad del género humano se alcanza en una primera unidad que es la lucha concreta e individual. Pues comprender y apropiarse del sentido del “otro”, ser justo, prudente, magnánimo, compasivo y sabio, implica un doloroso proceso de humanización que sintetiza una primera unidad que a su vez remite a una unidad superior. Unidad superior que sólo se alcanza por luces de caridad y obscuridades de fe.

En efecto, reivindicar la responsabilidad individual y colectiva contra los agresores del ser humano; reivindicar la fraternidad, la solidaridad y la libertad contra toda forma de opresión, es una lucha en la que la caridad y la fe se confrontan. Porque la evangelización para la Compañía de Jesús (y desde la enseñanza de Vitoria, Soto, Suárez y la Escuela de Salamanca) era un problema no sólo de instrucción religiosa, sino también de promoción humana y de liberación social. Porque la cristianización tenía que ir precedida de un proceso de humanización. Y la humanización debía partir no sólo de la promoción de los indígenas, de su recuperación como seres humanos, sino también de la humanización de españoles, criollos y mestizos. El respeto de su libertad, la educación de su libertad y la fe en la libertad constituían los requisitos o condiciones de cristianización.

Porque el deber fundamental para indios y españoles era primero aprender a ser hombres y después a ser cristianos. Cristianización y humanización eran dos términos correlativos y no existía auténtica caridad cristiana que inexorablemente no fuera unida a la justicia social. Y para ellos supuso, como tantas veces lo harán notar los jesuitas a lo largo del siglo XVII, que era un escándalo monstruoso y terriblemente injusto tratar de negociar con la evangelización para hacer de la predicación un negocio y un medio de justificar la represión y la explotación de los pobres.

En función de la libertad política, unánimemente proclamada por catedráticos, funcionarios y misioneros, discípulos de la Escuela de Salamanca, y doctrinalmente razonada como libertad fundamental e inherente a la dignidad de la persona humana, los maestros jesuitas se esforzarán por configurar las libertades al filo de su experiencia novohispana.

Ésta es la vía intermedia alternativa a la dicotomía luterana de fe o carencia de fe, al todo o nada, donde no existe ningún tipo de gradación de los méritos, ningún valor o forma de liberación parcial. Vía intermedia que no se queda en un vago misticismo, fideísmo o espiritualismo y que sabía que no era posible poner a los creyentes ante la disyuntiva de la perfección o la condenación, sino que cada mérito humano tenía su premio, ascendiendo, elevándose de su fragilidad de criatura a su realidad de espíritu encarnado.

Si ninguna unidad superior es posible sin la confrontación entre caridad y fe, en el campo del arte sucede lo mismo. Puesto que la realidad del cuerpo de Cristo es la condición de la identificación del hombre con Dios; y la realidad de la encarnación de Cristo no la puede negar ningún creyente, la pintura religiosa es quizás la mejor expresión de ese misterio, infundiendo con colores su presencia viva a través de los rasgos y gestos del pintor. Es quizás la mejor vía de esa elocuencia del cuerpo de Cristo, de ese diálogo que los Ejercicios Espirituales instauran con su rememoración sensible. Es quizás el mejor arte-facto que conduce a una ardiente recepción sensorial y emotiva de la encarnación, pasión y resurrección. Las maravillas de la pintura religiosa son la expresión de una fe que manifiestan la Gloria de Dios. Mientras que el Cristo luterano se descarna y se refugia en la abstracción de una devoción purificada de imágenes, el arte de los pintores crea en la imaginación y el corazón el efecto sobrecogedor de la presencia carnal y el sufrimiento humano dejados por Cristo a los hombres. Presencia silenciosa y misteriosa que el arte del pintor recrea. La unidad de la obra de Cristóbal de Villalpando se logra por los contrastes en los colores, los claroscuros, las figuras en movimiento como material significante donde palpita el significado misterioso: Cristo, Dios hecho hombre y mortal, educando la mirada que los cristianos novohispanos ponen sobre las imágenes.

La unidad superior que es la encarnación del Hijo de Dios funda la legítima correspondencia entre las representaciones orales y representaciones visuales, entre pintura, arquitectura y poesía. La unidad arquitectónica de la Iglesia de Santo Domingo en Oaxaca se alcanza confrontando formas. La unidad de las obras musicales de Juan Gutiérrez Padilla, maestro de Capilla de la catedral de Puebla, se logra por el contrapunto. La unidad de los poemas de Sor Juana se alcanza oponiendo metáforas.

Ahora bien, esta unidad en la alteridad, esta unidad en movimiento hacia lo infinito a través de lo finito, lo invisible a través de lo visible, lo celestial a través de lo terrenal, lo espiritual a través de lo corporal; este extraer del fondo obscuro del ser humano la capacidad de elevarse a lo infinito; esta disposición y modo de unir lo indígena con lo español, de unir lo nuevo a lo antiguo, de representar estéticamente la forma cristiana de la encarnación, conmoviendo, perturbando, despertando la pasión oculta en cada una de las formas, encontrando nueva vitalidad, representando el mundo no como realizado sino en proceso de realización, es la empresa barroca de la Compañía de Jesús en el siglo XVII. Empresa que por su actitud y apertura, pensamiento y vida, recoge y crea las grandes pinceladas del ethos mexicano y está en la base de la formación de la “identidad” nacional. Barroco jesuita duramente golpeado en 1767 al ser expulsada la Compañía de Jesús, rompiendo con ello el proceso de acrisolamiento del país.

En este sentido, es necesario invocar y tener presente tanto la investigación de esta parte como la de las siguientes, para hacer comprender el significado de la empresa barroca de la Compañía de Jesús. Pues lo que llamamos barroco jesuita novohispano, expresión y génesis de un México en gestación y “maduración”, es el movimiento cultural de síntesis surgido de la práctica de los Ejercicios Espirituales, de una Teología de los afectos y del consecuente deseo de ser. Deseo de ser, que como vimos, es tensión y escisión constante, purificación de la razón, rechazo de lo finito, ascensión a lo infinito, rechazo a los lenguajes que creen simbolizar racionalmente las hendiduras y simas del ser humano y, por ende, la aceptación del uso de la metáfora para expresar lo impensable. Porque el barroco en tanto ascensión dolorosa a la otra “escena”, no pretende representar la realidad tal y como la vemos: quiere representar la realidad que no vemos. Pues en la metáfora, expresión de lo indecible, los significados se niegan a sí mismos. Así, con ocasión de la dedicación del templo de San Bernardo en la ciudad de México en 1690, Sor Juana Inés de la Cruz escribe el siguiente poema:

“¡Ay, fuego, fuego, que el templo se abrasa,

que se quema de Dios la casa!

¡Ay, fuego, fuego,

que se quema de Dios el templo!

¿Qué es lo que dices?

Que el templo nuevo

aborta llamas y respira incendios.

¡Qué milagro! ¡Qué lástima!

¡Fuego, fuego, toquen a fuego,

que se quema de Dios el templo!

Espera, que éste no es

como los demás incendios

donde si la llama llama,

hace diseño de ceño

Pero de este Amor Divino

es tan amoroso fuego,

que cuando enseña, en seña

muestra del afecto efecto (...)

Del puro estar escondido

está a todos manifiesto,

y está, aunque le guarda guarda,

descubierto de cubierto (...)”

Lo que los versos de Sor Juana quieren expresar sobre la metáfora del fuego, es que es un fuego que no debe ser entendido como los demás incendios que conocemos. A través del fuego que vemos, conocemos un fuego que no vemos, a saber: el amor de Dios a los hombres que quema y abrasa, pero donde “quemar” e “incendiar” no significan el fuego que conocemos sino un fuego que no conocemos. Se trata de un ocultamiento que devela: “del puro estar escondido/ está a todos manifiesto”. Se trata de un acontecimiento que las palabras no alcanzan a expresar: “y está, aunque le guarda guarda, descubierto de cubierto”. No podemos decir lo que quisiéramos decir, pues aunque las palabras significan no recubren lo “descubierto” justo por “cubierto”. Porque a fin de cuentas, Sor Juana no pretende decir la realidad como la vemos: nos quiere comunicar la realidad que no vemos.

Por ello, la elevación de la metáfora a la categoría de pensamiento y programa estético es intrínseca al barroco. El barroco es metáfora en arquitectura, en pintura, en música, en poesía, en oratoria. A diferencia del clasicismo que apela a la unidad monolítica, a una unidad tan simétrica que cada uno de los elementos de la unidad tiene que subordinarse al todo (qué es una columna fuera del Partenón), el barroco apela a los contrastes, a la tensión entre finitud e infinitud, sacrificando la proporción y la simetría. Retablos, tumbas, criptas, sacristías, techos, grabados, facistoles, iglesias, son confrontadas por la mano del artista. El Barroco inviste esos lugares para extraer de ellos el poder y la gloria.

En efecto, el barroco quiere extrae el poder y la gloria representando la realidad que no vemos. La escisión entre finitud e infinitud, entre lo exterior e interior es lo que mejor lo caracteriza. La arquitectura de la parroquia de Chignahuapan, en la sierra norte del Estado de Puebla, puede definirse como ejemplo de esa escisión de la fachada y del adentro, del interior y del exterior. El contraste entre el lenguaje exacerbado de la fachada y la paz serena del interior constituye precisamente uno de los efectos más poderosos del arte barroco indígena de esa iglesia. La fachada está construida claramente con los preceptos del arte barroco (las columnas estípite), específicamente del barroco indígena en un juego simbólico de colores llamativos y trazos rústicos que, a su vez, cubren significados con el velo de la complicidad. La ornamentación de figuras en las columnas laterales de la puerta de entrada representa la presencia de elementos prehispánicos conviviendo con los símbolos católicos. Señor Santiago, copones, ángeles, corona, indígenas, hojas, flores y frutos se conjugan y se mezclan en una nueva visión o imagen del mundo que toma forma en las manos del artista que recreó sus sueños y obsesiones, asegurando el curso del mundo y la vida de los indígenas de esa región. Se trata de conmover, perturbar, despertando la pasión oculta en cada una de las formas, encontrando nueva vitalidad, extrayendo no sólo el poder y la gloria sino también un mundo en proceso de realización.

En la parte superior de la fachada o media naranja, vemos a Señor Santiago blandiendo su espada y portando el estandarte de la cruz, como nuevo símbolo que vence el mal y ocupa el lugar de los viejos dioses prehispánicos. A su izquierda y derecha, dos copones adornados con guirnaldas (símbolo del Sagrario donde se guarda al Santísimo Sacramento). En la parte media, un ángel en el centro sostiene la media naranja. Justo abajo, vemos una corona de oro insignia de la dignidad real, en medio de dos querubines, quienes abren la cortina para mostrar el símbolo del poder (la corona) que a su vez descansa sobre un cojín. Ángeles, corona y cortinas son el marco ideal para el coro, lugar simbólico donde los ángeles cantan y alaban a Dios. Junto a cada cortina, una columna estípite compuesta de cuatro partes. En la primera, de arriba abajo, hojas verdes y rojas, en la segunda, cuatro bolitas con verdor, en la tercera, un pequeño medallón y, en la cuarta, caras de ángeles de rasgos indígenas con un racimo de piñas, uvas, plátanos, mameyes y chirimoyas. Junto a cada estípite, un medallón que tenía inscritas las fechas de la construcción de la parroquia. Debajo de cada medallón vemos un nicho que, adornando con una concha, trazos rústicos y una bolita en el centro, sostenía a un santo de la Iglesia.

La parte inferior es la más exuberante. Tres ángeles sostienen la parte media. Abajo, el verdor de amplias hojas remata con una flor al centro, símbolo de belleza. En medio de dos estípites, vemos dos indígenas de rostros grotescos, brazos desproporcionados y pies en forma de cuernos, cargando la cosecha y un cuerno de la abundancia. Esos brazos que, en su desproporción cargan un cuerno de la abundancia (piñas, plátanos, uvas, papayas), significan la riqueza de la tierra; y esos pies que parecen cuernos, representan el esfuerzo del hombre que en la vida, camina, trabaja y cosecha el fruto de su trabajo. Arriba, en la segunda parte, gárgolas de piedra laterales con sinuosidades de serpiente, nostalgia acaso de Quetzalcóatl, guardan silenciosamente plegarias dirigidas al Creador.

Estas metáforas de flores, frutos, hojas y colores, con uno que otro destello de agua y sol, que a su modo adornan el severo espectáculo católico, nos envuelven en su misterio, nos remite a un nuevo tipo de correspondencia o de expresión mutua, metáfora según metáfora. El interior permanece en paz arropándonos con su serenidad. Y es que el barroco es inseparable del contraste entre la fachada y el adentro. Entre el interior y el exterior, la serenidad del adentro y la exuberancia del afuera, ¿qué tipo de correspondencia existe entre el interior de la iglesia de Chignahuapan y su fachada? Lejos de ajustarse a la estructura arquitectónica, la fachada barroca sólo tiende a expresarse a sí misma, mientras que el interior permanece en reposo. Sin embargo, no se trata de una oposición. A la entrada de la nave central, sobre el techo, se halla el coro débilmente iluminado: la bóveda de cañón con arcos de medio punto, la cúpula y las pechinas se encuentran sin ornamentación. En los extremos de los brazos horizontales encontramos dos altares de estilo barroco estípite, con nichos ocupados por imágenes dedicadas a la Compañía de Jesús. A los lados de la nave central, la luz penetra por pequeños ventanales que iluminan las decoraciones del interior. En el altar mayor, encontramos en la parte superior, la Trinidad. El tabernáculo central con columnas corintias rodeadas de guirnaldas de flores, lo ocupa una virgen (la Purísima) y ángeles que detienen el manto que es el cielo estrellado, nubes y luna sobre el que se ubica. El paso a la sacristía es sombrío y sólo tiene una pequeña abertura arriba por la que pasa la luz. Los colores y las cosas emergen de un fondo común que manifiesta su naturaleza oscura, las figuras se definen por su recubrimiento más que por su contorno. Pero esto no está en oposición con la luz y los colores de la fachada. Es un contraste operativo en toda su comprensión y su extensión: metáfora según metáfora, color según color, figura según figura.

En el corazón de este sincretismo, el Señor Santiago es el impulso que exige y pone en marcha los signos de la historia del pueblo (indígenas, españoles, mestizos), y que por ello no es ya una variación de lo mismo dentro del propio esquema de vida peninsular, sino una modificación completa, una metamorfosis total, una recreación y redefinición de elección civilizatoria, por motivo de fuerzas eminentemente locales que transforman, rehacen, adaptan, revitalizan. Tensión entre una fe sencilla y una racionalidad hispana, entre lo indígena y lo peninsular, entre lo viejo y lo nuevo.

Es, por tanto, un pensamiento (y no sólo un movimiento arquitectónico o artístico) que apela a las posibilidades, a los contrastes, a las diferencias, reconociendo las oposiciones, las desigualdades, las imperfecciones, los pecados, las disparidades. Es una tónica de inventar y revitalizar, sintetizando, que genera una manera de decir el mundo, una cierta forma de expresarse, un cierto modo de decir la acción del hombre sobre el mundo, un modo de comportamiento, organizando, restituyendo, cambiando. A diferencia de la mentalidad ilustrada que entiende la unidad en términos de uniformidad (no es casualidad que el Estado, invención moderna, uniforme a los habitantes bajo el rasero de la ciudadanía con sus frases de igualdad y fraternidad, desconociendo la gama de relaciones sociales que no son igualitarias ni uniformes), el barroco reconoce la complejidad de las diferencias y alteridades, pues hombre, pensamiento, familia, sociedad, tienen sus texturas, sus relieves, sus obscuridades, con simas y cimas, con pendientes y abismos, peñascos y espinas, cardos y abrojos. La modernidad ilustrada incapaz de asumir esta disparidad, crea igualdades ficticias desprotegiendo a los más débiles y pobres, justo por desconocer esa desigualdad, terminando (en el mejor de los casos) por aniquilar las alteridad o expulsar a los diferentes del todo social y cultural. El Estado moderno y su razón instrumental pretenden ignorar las alteridades; en el viejo Imperio las diferencias coexisten, o más bien, dan existencia al mismo Imperio. Frente al código napoleónico (un mismo derecho para toda Europa) las Leyes de Indias (leyes especiales para lugares especiales) son un desafío a una estructura unanimista. Ilustrada la primera, barroca la segunda. Eficaz la primera, humana la segunda.

La Nueva España se corresponde con este espíritu barroco capaz de contener en sí las tensiones alrededor de un punto unificador, pero no uniformador. Es “nueva” porque se trata de una verdadera fundación en la que la realización de lo posible está en trance de darse, exigiendo construir ex novo todo un aparato jurídico-político basado en la promoción humana y liberación social como condición de cristianización. Es “nueva” porque la gama casi infinita de posibilidades está concretándose sólo en aquellas que, en verdad y realmente se darán, humanizando a españoles, indios, criollos e indios por el respeto, educación y fe en la libertad como condición de cristianización. Es vieja (“España”), porque no se trata de una innovación absoluta. La vieja España se recoge en la Nueva España en la obra franciscana, agustina y dominica del siglo XVI y en la obra jesuita del XVII y XVIII.

Es una experiencia nueva, una criatura recién nacida y no un trasplante, al modo de las trece colonias norteamericanas. A diferencia de los reinos de Francia e Inglaterra que sólo pudieron engendrar colonias, el Imperio español generó virreinatos. A diferencia de una fachada ilustrada y neoclásica, que destaca por el equilibrio y la armonía lograda a base de la uniformidad de cada una de las partes, la Nueva España es semejante a la estructura de un retablo barroco que, justo por no tener partes iguales, puede ser visto desde diversos ángulos. Retablo barroco donde cada parte adquiere un valor lo mismo unido que separado, donde cada detalle tiene sus propias reglas (pintura, piedra, madera, escultura), sus propios matices. Se trata de un momento que corresponde a un saber medio divino o scientia conditionata, que en cohesión profunda con los Ejercicios Espirituales no cesa de operar y confrontar, conociendo una liberación sin límites. Scientia media que encuentra sentido en el movimiento cultural del barroco como tensión entre lo exterior y lo interior y que en el ascenso del canto interior del alma, partitura sobre partitura, metáfora según metáfora, se eleva hasta el infinito como deseo de ser. Es la teología jesuita de la scientia conditionata o scientia media, campo de la condición humana que conoce el mundo no como realizado sino realizándose y que habremos de estudiar pormenorizadamente en un próximo estudio.

Bibliografia

1.  VICO, G.: Opere, edición preparada por Nicolini, vol. VIII, Bari, 1941.        [ Links ]

Notas

1 ALFARO, S.J., Tomás de: Commentaria in libros Aristotelis de Anima necnon commentariolum in eiusdem Metaphysicam. Explicit Triennalis Philosophiae pars ultima. Quam Auctore Patre Thoma de Alfaro Societatis Jesu scripsit Cayetanus de Lazcaybar eiusdem Societatis. Methimnae Campestris. Anno Domini millesimo septingentesimo primo (1701). Ms. 205. Biblioteca Nacional de México, México, 1701.

2 Ibid. Plutarchi praefatio.

3 Ibid.

4 Ibid. Disp. 8, de constitutivo intellectionis.

5 Ibid. Disputatio II, de potentiis spiritualibus animae rationalis: “Post hunc fuit Plato divinus, qui perfectissimus in omni facultate, in poesí summus, eloquentissimus omnium, moralis, naturalis, mathematicus et maxime speculativus, ut ex scriptis eius intelligi licet, non tamen traditur ordinem scientiae secutus Socratis morem. Post hunc Aristoteles qui XXI annis audivit Platonem et dedit ordinem scientiarum summum”.

6 Ibid. Disputatio II. Sectio 2, de possibilitate entis realis: “Homo enim nascitur certe imperfectus. Sed ex illo dialogo et lectione philosophorum, quo iampridem maximum fructum consequutus fui, verum etiam esse iudicatum caduca et facile labentia construere, oleum et operam perdere.” (“El hombre ciertamente nace imperfecto. Pero de aquel diálogo y lección de los filósofos del que ya hace tiempo conseguí el máximo fruto, puede también ser visto como perder el tiempo y el trabajo y edificar sobre arena”).

7 Cfr. 1 Juan 1.

8 Cfr. 1 Juan 14, 9.

9 LÓPEZ, S.J., Baltazar: Epigrammata pro lauro accipienda. Idem: Ad grates Amici epistola, in qua tota sedes Tepotzotlana erudite et accurate describitur. Anagramma ex litteris Patris Angeli Balestra. Anagramma ex litteris Thomae Dominguez. Epigrammata in Nativitatem, de Sancto Nonnato, contra feminas, ad nomen Patris Magistri Angelo Balestra, ad Patrem Melchiorem Maldonado. Egloga in Sanctum Nonnatum. Elegia ad Sanctam Doroteam. In Sanctam Agatham elegia. In Sanctam Apolloniam elegia. De tribus votis epigramma. In laudem duorum fratrum quorum Magister Rosales nominabatur. De arte rethorica. Ms. 1631. Biblioteca Nacional de México.

10 Ibid.

11 Ibid. De arte rethorica.

12 VICO, G.: Opere, edición preparada por Nicolini, vol. VIII, Bari, 1941.

13 DÍAZ DE PANGUA, S.J., Diego: Domino Bartholomaeo Lupo Guerrero Archiepiscopo, Inquisitori, sanguine clarissimo. Ms. 1631. Biblioteca Nacional de México.

14 DE VILLANUEVA, S.J., Luis: Hymnus saphico carmine pro Sancto Hieronymo; De Sanctissimo Eucharistiae Sacramento super illud Memoriam fecit; tria poemata; et Christi ad animam Elegiae quattuor et Hymni tres. Epigrammata pro Sanctissima Virgine: I et II Llanos, III et IV Petri Flores, V Cano, et VI Nicolai Vázquez. Hymni in laudem B. Virginis ex Ps. 86: I Petri Flores, II Nicolai Vázquez, III Cano, et IV Thomae de Montoya. Septimum Epigramma de septem Pulchris Matthaei Sánchez. Vagientem Puerum Virgo demulcet. De Virgine et puero Jesu. Aliud. Ad Puerum Jesum. De partu Virginis. Ms. 1631. Biblioteca Nacional de México.

15 Ibid. Explicatio brevis et compendiosa totius Magistri Sententiarum locationis. Ms. 301. Biblioteca Nacional de México.