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Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.26 n.59 Maracaibo ago. 2008

 

Sobre la desigualdad de las culturas

On the inequality of cultures

Gabriel Andrade

Universidad del Zulia Maracaibo - Venezuela

Resumen

Este ensayo critica la postura del multiculturalismo, movimiento filosófico-político en boga que defiende la igualdad de las culturas, pero ésta no está implicada en la igualdad natural de los hombres, y el relativismo, que defiende la igualdad de las culturas, es problemático desde un punto de vista lógico. La noción misma de igualdad llevaría a la conclusión paradójica de que las sociedades igualitarias son superiores a las sociedades jerárquicas. Igualmente, amerita destacar la singularidad de Occidente respecto a otras culturas. Pero el rechazo a la igualdad de las culturas, no excluye una forma limitada de multiculturalismo posible aún.

Palabras clave: Igualdad cultural, multiculturalismo, relativismo cultural

Abstract

This essay critiques the position of multiculturalism, a philosophico-political movement which is in vogue nowadays and that defends cultural equality, but this equality is not implied in the natural equality of men, and relativism, which defends cultural equality, presents problems from a logical point of view. The notion of equality itself would lead to the paradoxical conclusion that societies which are egalitarian are superior to those hierarchical ones. In the same manner, it is valuable to outline West’s singularity with respect to other cultures. But to reject cultural equality does not exclude a limited form of multiculturalism.

Key words: Cultural equality, multiculturalism, cultural relativism

Recibido: 11-02-08  Aceptado: 16-05-08

Introducción

El artículo 100 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela establece lo siguiente: “Las culturas populares constitutivas de la venezolanidad gozan de atención especial, reconociéndose y respetándose la interculturalidad bajo el principio de igualdad de las culturas”. Si bien la Constitución venezolana demostró originalidad al formalizar el reconocimiento de las culturas indígenas y su igualdad frente a las otras culturas, realmente tal iniciativa se inscribe en un movimiento de mayor envergadura que se ha desarrollado a lo largo y ancho de la intelectualidad posmoderna.

El citado artículo está firmemente enraizado en la doctrina filosófica que ha venido a llamarse ‘multiculturalismo’. Según esta doctrina, resulta beneficioso que las sociedades humanas estén conformadas por grupos de diversa cultura, con estatuto igualitario para todas. La premisa fundamental del multiculturalismo es, tal como la Constitución de Venezuela lo enuncia, el principio de igualdad de culturas1.

A la luz de la homogeneidad cultural que toda sociedad pretende para poder sostenerse, el multiculturalismo aspira a la conservación de la diversidad en la sociedad, a fin de mantener las culturas de cada pueblo, y evitar que éstas se extingan frente a una cultura uniformadora. Se alega, entonces, que la diversidad es más rica y provechosa que la uniformidad, pues lo diverso ofrece amplios abanicos de posibilidades y enriquecen la capacidad humana para la inventiva y la creatividad. De acuerdo a este razonamiento, en tanto nutren la diversidad, todas las culturas son valiosas y deseables, y por ende, el Estado debe hacer todo lo posible para conservarlas, protegerlas y fortalecerlas. Más aún, el multiculturalismo no se limita a sostener que todas las culturas son valiosas y deseables, sino que ninguna es más deseable o valiosa que otra; pues se parte de la premisa de que, tal como lo sostiene el artículo 100 de nuestra Constitución, todas las culturas son iguales.

El objetivo de este ensayo es ofrecer una crítica a la doctrina del multiculturalismo, y en particular a la premisa según la cual todas las culturas son iguales. Contrario a lo que señalan los multiculturalistas, se argumentará que, si bien no existen razas superiores, sí existen culturas superiores2.

1. La igualdad natural del hombre no implica la igualdad de las culturas

De los cinco principios que la Revolución Francesa defendió arduamente (libertad, igualdad, fraternidad, propiedad y seguridad) para abrir paso al mundo moderno, la igualdad ha sido el más difícil de asimilar. En palabras del sociólogo André Beteille, “la gran paradoja del mundo moderno es que por todas partes los hombres se adscriben al principio de igualdad y por todas partes, en sus propias vidas así como en la vida de otros, encuentran la presencia de la desigualdad. Entre más se adscriben al principio e ideología de la igualdad, más opresiva se vuelve la realidad”3. A nivel ideológico, cabe poca duda del triunfo de la igualdad en el mundo moderno. Toda persona intelectualmente sensata piensa que los seres humanos somos iguales, si bien semejante aspiración no pasa de ser una utopía (o distopía, para algunos).

Desde hace tiempo, el igualitarismo como principio elemental, dejó de ser un debate. En la época de la Guerra Fría, las dos grandes superpotencias, opuestas en su manera de concebir al hombre y el mundo, compartían una afiliación por principios filosóficos igualitarios. Ciertamente el ideal soviético, inspirado en el marxismo-leninismo, aspiraba a una sociedad sin clases. Pero, sería un error suponer (como hicieron muchos soviéticos), que el ideal norteamericano no se consideraba a sí mismo inspirado en el igualitarismo. Pues, la Declaración de Independencia de los EE.UU. contiene estas célebres palabras: “Todos los hombres son creados iguales”4. De forma tal que, en el mundo moderno, parece estar fuera de discusión el principio elemental de la igualdad entre los hombres.

Lo que sí podría estar en discusión es el alcance de la igualdad entre los hombres. Los promotores del capitalismo liberal han declarado la igualdad de los seres humanos, pero a la vez estiman necesario algunas diferencias de clase (y no de casta, es decir, igualdad de oportunidades pero desigualdad de condiciones) a fin de mantener la motivación en la producción económica. En todo caso, virtualmente ningún científico o filósofo se atrevería a contradecir el principio positivo de la igualdad entre los hombres.

Bien podemos asumir, entonces, que la igualdad entre los hombres es un hecho natural. Esta igualdad natural, claro está, no es absoluta, pues los seres humanos no somos réplicas los unos de los otros. Rousseau claramente lo advirtió:

“…Concibo dentro de la especie humana dos formas de desigualdad: una que llamo natural o física, porque está establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de años, de salud, de fuerza corporal y de cualidades del espíritu o del alma; otra que se puede llamar desigualdad moral o política, porque depende de una cierta convención y está establecida, o al menos autorizada, por el consentimiento de los hombres”5.

Con justa razón, Rousseau señaló que, si bien existen desigualdades naturales entre los hombres, éstas son insignificantes si se compara con la amplia igualdad natural; de forma tal que la desigualdad social proviene de las convenciones del hombre, y no de los dictados de la naturaleza. Hoy la igualdad natural del hombre nos resulta casi axiomática, pero ciertamente no lo era en la época de Rousseau, y uno de los grandes méritos del filósofo ginebrino precisamente ha sido difundir entre nosotros la convicción de que, si bien existen leves diferencias naturales entre los hombres, todos somos fundamentalmente iguales.

Aunque las intuiciones de Rousseau han demostrado ser verdaderas, el ginebrino realmente sólo especuló su defensa de la igualdad natural del hombre, pues carecía de las herramientas provistas por la antropología física comparada para demostrar que no existen hombres naturalmente superiores a otros. De hecho, en los dos siglos que siguieron a Rousseau, a la luz de nuevos conocimientos biológicos, un considerable número de científicos (o pseudocientíficos, se podrá esgrimir) ha intentado refutar la igualdad natural del hombre.

Las teorías que estos pensadores han adelantado han venido a llamarse el ‘racismo científico’. Estas teorías han intentado demostrar que, contrariamente a la intuición rousseauniana, los seres humanos, si bien constituyen una sola especie, no son naturalmente iguales; antes bien, están segmentados en diversas razas, unas superiores a otras, las cuales determinan buena parte del comportamiento y, sobre todo, de la capacidad intelectual de los hombres.

Los exponentes de estas teorías han sido demasiado numerosos como para reseñarlos todos en este breve espacio6. Basta mencionar algunas de sus ideas generales: en función de la formulación de la teoría de la evolución, se argumentaba que, así como el hombre constituía un estadio biológicamente avanzado en la evolución respecto a otras especies, en el seno de la especie humana existen razas biológicamente más avanzadas que otras. No todos los racistas científicos coincidían respecto a cuál de las razas humanas es la más avanzada, pero existía una tendencia a considerar que las razas caucásicas (piel clara, pelo lacio, bajo prognatismo, estatura media) eran superiores al resto de las razas. De la misma manera en que el hombre demuestra una mayor capacidad intelectual que el simio, se esgrimía que algunas razas son intelectualmente superiores a otras razas. Dentro del racismo científico se inscribió la disciplina de la frenología: el intento por describir las conductas y la capacidad intelectual de los humanos a partir de rasgos fisiológicos, en especial la forma del cráneo, cuestión que dio paso a la disciplina de la craneometría, el estudio comparado de cráneos humanos provenientes de diversas poblaciones, y la especulación sobre cómo la forma de estos cráneos denota superioridad intelectual en algunos especímenes. En épocas más recientes, el psicólogo Richard Lynn y el politólogo Charles Murray publicaron la controversial obra, The Bell Curve7, en la cual presentaban los resultados de una investigación respecto al coeficiente intelectual de varias poblaciones, y derivaban la conclusión de que la inteligencia está de algún modo determinada por los atributos fisiológicos de los seres humanos; cuestión que deja entrever la posibilidad de que unas razas sean más inteligentes que otras.

Todas estas teorías han sido refutadas una y otra vez por la antropología forense contemporánea8. El consenso entre antropólogos es que, si bien existen diferencias fisiológicas entre los hombres, no existe un único criterio para agrupar a los seres humanos en segmentos raciales. Tradicionalmente se ha empleado el color de la piel para segmentar a las razas, pero no existe una razón válida para impedir el tipo de sangre como criterio racial, lo cual exigiría una nueva segmentación racial de la especie. Pero, la verdadera objeción no se dirige al concepto de ‘raza’ propiamente (pues, en efecto, muchos antropólogos sí creen que las razas humanas existen), sino a la correlación que se ha intentado establecer entre características físicas e inteligencia. El consenso ha sido que todos los hombres, independientemente de sus posibles diferencias raciales, tienen la misma capacidad intelectual natural, y que el ambiente, mucho más que la genética, determina los diversos niveles de inteligencia en la especie humana. Así, la antropología forense y la psicología cognitiva, dotadas de técnicas sofisticadas de experimentación, han confirmado la intuición (y, valga insistir que no pasaba de ser una mera intuición) inicial de Rousseau: todos los hombres son naturalmente iguales. Podríamos asumir como principio, entonces, la igualdad del hombre.

Todo pareciera indicar, entonces, que el multiculturalismo que pregona la igualdad entre culturas no es más que un derivado lógico del igualitarismo filosófico adelantado desde el siglo XVIII. Resulta tentador inferir que, si en efecto, todos los hombres son iguales (pero no necesariamente idénticos), entonces todas las culturas son iguales. De la misma manera en que las diferencias raciales no denotan inferioridad o superioridad, las diferencias culturales tampoco denotan superioridad o inferioridad. Después de todo, si entendemos a las culturas como productos humanos, éstas deben conservar los mismos atributos de sus progenitores, y puesto que los hombres son iguales, las culturas por ellos conformadas también deben serlo. Por ende, aquel que ose negar la igualdad de las culturas, en realidad está negando la igualdad del hombre. Pero, no es tan sencillo como parece.

Desde un punto de vista lógico, inferir la igualdad de las culturas a partir de la igualdad natural del hombre es en realidad una instancia de una falacia de ‘error categorial’, en particular una falacia de composición. Según la Internet Encyclopedia of Philosophy, una falacia de composición ocurre cuando “erróneamente se asume que la característica de los individuos en un grupo también es la característica del grupo mismo, el grupo ‘compuesto’ por esos miembros”9. Así por ejemplo, es falaz la siguiente argumentación: los átomos son invisibles al ojo; el cuerpo humano está hecho de átomos; luego el cuerpo humano es invisible al ojo”.

De la misma manera, es falaz inferir que, puesto que todos los hombres son iguales, las culturas también son iguales. Ciertamente debemos entender a las culturas como entidades compuestas por seres humanos, pero sería una falacia de composición inmediatamente atribuir igualdad a las culturas en función de la igualdad natural de los seres humanos. Esta breve consideración lógica debe prevenirnos de acusar de ‘racista’ a quien sostenga la desigualdad de las culturas, acusación ésta que, desafortunadamente, ha resultado demasiado común.

Aun admitiendo que existe una igualdad natural entre los seres humanos, es perfectamente posible aseverar que unas culturas sugieren ser superiores a otras. Estamos en necesidad, entonces, de distinguir dos conceptos que fácilmente se confunden: ‘raza’ y ‘cultura’. Por ‘raza’ hemos de entender el conjunto de atributos biológicos determinados por la genética, que caracterizan a un individuo. Por ‘cultura’ hemos de entender el conjunto de ideas y comportamientos que comparte una colectividad humana aprendidos de otros (el grupo) y no determinados por la biología.

Así, defenderemos la posición según la cual no existe superioridad e inferioridad entre los rasgos biológicos individuales que distinguen a los seres humanos, pero sí existe superioridad e inferioridad entre algunos comportamientos e ideas aprendidas colectivamente. En otras palabras, la piel clara no es superior a la piel oscura, pero el Código Napoleónico sí es superior al Código de Hammurabi. Ciertamente los artífices del Código Napoleónico tuvieron la piel más clara que los artífices del Código de Hammurabi, pero esto es una mera circunstancia, de ninguna manera manifiesta una relación de causalidad entre atributos fisiológicos y producciones culturales. Es perfectamente posible que si un niño de piel clara fuese criado en la Antigua Mesopotamia, hubiese podido concebir el Código de Hammurabi; lo mismo que si un niño moreno fuese criado en la Francia del siglo XVIII-XIX, hubiese podido concebir el Código Napoleónico. Los atributos fisiológicos de aquellos que engendran la cultura no influyen de ninguna manera en sus producciones, pero insistamos, esto no impide juzgar que unas culturas son superiores a otras.

2. Las dificultades del relativismo

Muchos defensores del multiculturalismo se apresuran a atribuir igualdad a las culturas, a partir de la igualdad natural del hombre. Ya hemos advertido que eso en realidad constituye una falacia de composición. Ahora bien, otro grupo de intelectuales no defiende al multiculturalismo propiamente a partir de la igualdad natural del hombre, sino a partir de los postulados filosóficos del relativismo.

Según la doctrina del relativismo, no existen verdades absolutas, sino que la Verdad es siempre relativa a algún cuadro de referencia o contexto. Por ende, resulta imposible elaborar una jerarquización entre un conjunto de proposiciones, pues ninguna de ellas es capaz de expresar una verdad absoluta, y sus pretensiones de ser verdaderas son tan válidas como el resto, pues su validez siempre es relativa al marco o contexto desde el cual son presentadas.

Si se extiende a la comparación cultural, el relativismo termina por postular que no existen culturas superiores a otras. Ninguna cultura, se esgrime, exhibe valores e instituciones superiores a los de otra cultura, pues no existen valores absolutos. Los valores e instituciones siempre deben ser entendidos en función de su contexto, de forma tal que ninguno es superior a otro. Si, por ejemplo, una cultura cree que la Tierra es plana, en modo alguna es inferior a una cultura que crea que la Tierra es esférica, pues la proposición sobre la planicie de la Tierra es relativa al contexto en el cual surge esa proposición, y quizás la creencia de que la Tierra es plana tiene un sentido en ese contexto que nosotros no hemos logrado comprender, y por ello no es absolutamente falsa; como tampoco es absolutamente verdadera la creencia en la esfericidad de la Tierra.

El relativismo multiculturalista ha venido a aparecer como una novedosa posición filosófica que se ha opuesto a los abusos del colonialismo y el imperialismo, y que, en concordancia con la vanguardia posmodernista, rechaza la posibilidad de establecer certezas o verdades absolutas. Se esgrime que desde los más tempranos imperios, los grupos dominantes han tiranizado a los pueblos dominados, en buena medida debido a la convicción de que su cultura era superior, y se sentían en el derecho y el deber de destruir las culturas que a su paso encontraban e imponer la suya. El relativismo, y en particular su complemento multiculturalista, vendrían a ser, entonces, una reacción frente a los abusos del imperialismo, a raíz de los procesos de liberación poscoloniales iniciados en el siglo XX.

A decir verdad, el relativismo tiene raíces filosóficas de muy antigua data. La doctrina del relativismo se ve claramente esbozada por vez primera entre los sofistas, en particular Protágoras, cuya frase, recapitulada por Platón en el Teeteto, generalmente se ha interpretado como una de las fundaciones del relativismo: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son, y de las que no son en cuanto no son”10. Si bien esta frase ha estado abierta a varias interpretaciones, generalmente, por vía de Platón, se ha interpretado que, puesto que el hombre es la medida de todas las cosas, no existe una verdad absoluta, pues cada hombre tiene su verdad.

Si bien ya desde la Antigüedad se esbozaba la doctrina relativista, realmente fue sólo a partir del siglo XX cuando se convirtió en vanguardia entre los filósofos. Desde entonces, eminentes figuras, como Paul Feyerabend11, Thomas Kuhn12 y Richard Rorty13, entre otros, han defendido, en diversos grados, la postura relativista, y los multiculturalistas se han nutrido de las contribuciones filosóficas de estos pensadores. No podemos en este breve espacio intentar refutar los puntos de vista de cada uno de estos eminentes pensadores. Por el momento, nos limitaremos a exponer algunas objeciones al relativismo de forma general, a fin de atacar el fundamento filosófico sobre el cual reposa la tesis sobre la igualdad de las culturas.

La principal dificultad del relativismo es su naturaleza contradictoria. Si, como postulan los relativistas, ninguna postura puede aspirar a alcanzar una verdad objetiva, entonces el relativismo se relativiza a sí mismo, y sus pretensiones no son sostenibles. La proposición “todo es relativo” sería así una paradoja autorreferencial. Si esta proposición es en realidad relativa, entonces permite que otras proposiciones (como, por ejemplo, “todo es absoluto”) sean también verdaderas; y si esta proposición es absoluta, entonces se estaría negando a sí misma, pues el mismo contenido de la proposición postula que todo es relativo.

Asimismo, el relativismo pareciera ir en contra de los más elementales principios de la lógica aristotélica, en particular el principio de la no contradicción. Dos proposiciones contrarias no pueden ser ambas verdaderas, pero, con todo, el relativismo, llevado a extremos, pretende sobreponer este principio fundamental de la lógica y conceder que ambas proposiciones son verdaderas, sin importar que sean contrarias.

No en vano, muchos han visto en el relativismo una vía de acceso hacia el nihilismo14. Sostener que todas las proposiciones son verdaderas viene a ser en realidad una manera de sostener que ninguna proposición es verdadera; en otras palabras, que la reflexión filosófica no hace más que conducir a la nada. Trasladado al plano moral, el relativismo liquida la posibilidad de emisión de juicios de valor, y podría sentar las bases para tal laxitud moral, que la anomia y la anarquía se apoderen de las sociedades. A partir del relativismo moral, es posible excusar (e inclusive, ¡defender!) a Hitler, pues no existiría un imperativo moral absoluto que censure el genocidio. De la misma manera, a partir del relativismo sobre el cual se fundamenta el multiculturalismo, una cultura de cazadores de cabezas, o de caníbales, o de explotación capitalista, no es ni superior ni inferior a una cultura que estima la vida humana como sacrosanta, o que tiene en alta consideración la reivindicación de los explotados.

3. La paradoja del igualitarismo: las culturas igualitarias son superiores a las culturas jerárquicas

Hemos brevemente presentado una crítica al relativismo, fundamento doctrinal del multiculturalismo, con el fin de atacar la base filosófica según la cual todas las culturas son iguales. Una vez que hemos permitido la posibilidad de refutar la igualdad de las culturas, corresponde ahora, entonces, propiamente exponer de qué manera es posible que unas culturas sean superiores a otras. Más adelante nos encargaremos de evaluar propiamente el contenido empírico de la desigualdad entre las culturas; por el momento hemos de dirigirnos a un aspecto meramente formal, a saber, la paradoja que se deriva de la concepción sobre la igualdad del hombre.

Si se postula como verdadera la proposición según la cual todos los hombres y todas las culturas son iguales, inmediatamente surge una paradoja: ¿son iguales dos culturas, si la primera defiende la igualdad de los hombres, mientras que la segunda defiende la desigualdad entre los hombres? Si se asume que todas las culturas son iguales, entonces las culturas que desprecian la igualdad no son inferiores a las culturas igualitarias, y por ende, la proposición según la cual todos los hombres son iguales no es superior a la proposición según la cual existen desigualdades naturales, lo cual permitiría negar que todos los hombres sean iguales.

La igualdad del hombre rápidamente se convierte en una noción paradójica. Si se lleva la doctrina igualitarista hasta sus últimas consecuencias, entonces, en efecto, habrá que admitir que todas las culturas son iguales, y que no existen culturas superiores o inferiores. Pero, si esto fuere así, entonces una cultura que defiende la igualdad natural del hombre no sería superior a una cultura que no defiende la igualdad natural del hombre. De manera tal que la igualdad y la desigualdad, paradójicamente, estarían en un mismo nivel, y la doctrina de la desigualdad sería igualmente verdadera, contradiciendo la premisa inicial según la cual los hombres son naturalmente iguales. En otras palabras, la paradoja del igualitarismo es que, aún proclamando la igualdad de los seres humanos, debe admitir que aquellos que defienden el igualitarismo son superiores a aquellos que lo rechazan. La misma noción de igualdad, entonces, nos provee un primer indicio respecto a la superioridad de algunas culturas. Una civilización que defienda la igualdad del hombre será, paradójicamente, superior a una civilización que no defienda la igualdad del hombre. Es éste un primer motivo para defender la superioridad de Occidente.

La influencia de la Revolución Francesa sobre el mundo moderno ha sido tal, que la idea según la cual la igualdad es el estado natural del hombre, se impone sobre nuestras vidas. Pero, a partir de esta idea, se ha cometido un error de juicio historiográfico: puesto que se ha pensado que todos los hombres son naturalmente iguales, se ha llegado a creer que el igualitarismo ha sido la ideología imperante en todas las sociedades humanas. Esto es manifiestamente falso. El igualitarismo es un principio filosófico muy reciente, e inexistente en sociedades pre-industriales, tal como André Beteille advierte:

“en las sociedades pre-industriales, las cuales estaban generalmente organizadas en una base jerárquica, las desigualdades existentes debieron haber aparecido al mismo tiempo naturales y sociales. Así como los hombres son naturalmente superiores a los animales, así también diferentes tipos de hombres nacidos en diferentes castas o estamentos son acreditados con habilidades, aptitudes, y aspiraciones desiguales”15.

Allí donde la vasta mayoría de las sociedades ha sostenido la desigualdad natural entre los hombres, Occidente ha sido un péndulo en el cual se ha debatido la igualdad y la desigualdad natural entre los hombres. Occidente es cuna tanto de Locke y Rousseau (defensores por excelencia de la igualdad natural) como de Gobineau y Hitler (defensores por excelencia de la desigualdad natural). El péndulo, como hemos dejado entrever, se ha inclinado definitivamente hacia la concepción igualitaria, pero valga insistir en que se trata de una tendencia muy reciente, inexistente en otras civilizaciones, e inclusive foránea a Occidente antes del surgimiento de la sociedad industrial.

¿Cómo, entonces, surgió la conciencia igualitaria en Occidente? Los historiadores y antropólogos coinciden en que la desigualdad entre los hombres se acentuó al inicio del Neolítico, hace unos trece mil años16. Previo al Neolítico, las culturas paleolíticas de cazadores y recolectores (algunas de las cuales han sobrevivido hasta hoy) se caracterizaban por un relativo igualitarismo en su organización social. Puesto que las sociedades paleolíticas se conforman en pequeñas bandas, no existe suficiente volumen demográfico como para albergar una jerarquía. Eso no quiere decir que estas sociedades sean acéfalas e igualitarias a plenitud, pues siempre surge algún jefe, pero por lo general, no existe mayor distancia social entre los miembros de estas sociedades.

Una vez que surgió la agricultura, la domesticación de los animales, y el sedentarismo, se generó un excedente de producción que permitió a algunos hombres desentenderse de las actividades productivas y llevar una vida de ocio, mientras que el resto trabajaba. Surgió así una casta de trabajadores que laboraban y producían rubros para otras castas dedicadas a la actividad militar, a la religión, a la organización política y a la burocracia. La agricultura permitió una expansión sin precedentes, y una vez que aumentó el volumen demográfico, las sociedades sólo podían organizarse adecuadamente con una estructura jerárquica que diferenciara a unos estamentos de otros. He ahí, según la mayoría de los historiadores contemporáneos, el origen de la desigualdad entre los hombres17.

No es difícil comprender, entonces, por qué las sociedades agrícolas han producido la mayor racionalización de la jerarquía y la desigualdad. A medida que la agricultura fue imponiendo distinciones sociales entre los hombres, éstas se fueron reproduciendo e intensificando con el paso de la generaciones; de forma tal que, en vista de que la estructura social era inmóvil, los filósofos llegaron a la aparente lógica conclusión de que algunos hombres nacían superiores a otros.

Los historiadores y sociólogos coinciden en que la India ha sido la mayor exponente de cómo una sociedad, a partir de la desigualdad social, extiende su concepción de la desigualdad a un plano natural. La India es quizás el caso más emblemático de una civilización construida sobre la concepción respecto a la desigualdad natural de los hombres, pero en virtualmente todas las grandes civilizaciones (Egipto, China, Perú, México, Babilonia, entre otros) ha persistido la idea según la cual unos hombres son naturalmente superiores a otros.

Por siglos, Occidente tampoco ha sido ajena a la concepción de la desigualdad natural del hombre. No ha de sorprender, entonces, que Aristóteles, por ejemplo, escribiese pasajes como éste: “el capaz de prever mediante su razón es por naturaleza jefe y dueño natural; y el capaz de hacer esto mediante su cuerpo es súbdito y esclavo por naturaleza”18. Así, en base a procedimientos aparentemente lógicos, se llegó a la conclusión de que la desigualdad social no es más que un reflejo de la desigualdad natural, pues si en realidad todos somos iguales naturalmente, ¿por qué no lo somos socialmente?

¿Cómo, tras varios siglos de agricultura, propiciatoria de la desigualdad, se llegó a interrumpir el vínculo entre desigualdad social y desigualdad natural? Las razones que promovieron el auge de las doctrinas igualitaristas son misteriosas, pero los historiadores han ofrecido algunas respuestas.

En primer lugar, el monoteísmo pareció desempeñar un papel importante en la formación del igualitarismo como principio filosófico. En la medida en que se cree que existe un solo Dios, soberano de todo el universo, se concibe que todos los hombres, en tanto seres creados por una misma divinidad, son iguales. El politeísmo propicia la desigualdad en la medida en que asigna a cada estamento social un dios; el monoteísmo elimina esas barreras sociales al universalizar la religión y advertir que el Dios que adora el rey es el mismo Dios que adora el pordiosero. No en vano, Alexis de Tocqueville, uno de los más grandes defensores de la igualdad entre los hombres, ha reconocido la deuda del igualitarismo con el monoteísmo:

“hombres semejantes e iguales conciben fácilmente la noción de un Dios único, imponiendo a cada uno de ellos las mismas reglas y concediéndoles la felicidad futura al mismo precio. La idea de la unidad del género humano les conduce, sin cesar, a la idea de la unidad del Creador, mientras que, por el contrario, los hombres muy separados los unos de los otros, y muy desemejantes, llegan rápidamente a tener tantas divinidades como pueblos, castas, clases y familias hay, y a trazar mil caminos particulares para ir al cielo”19.

Pero, mucho más que el monoteísmo, el tránsito de una sociedad agrícola hacia una sociedad industrial también terminó por propiciar el pleno desarrollo de la conciencia igualitaria. Si bien la agricultura constituyó una revolución económica para el hombre, instituyó grandes desigualdades sociales, pues el excedente pronto permitió que la producción de unos sustentara el ocio de otros. Si bien la agricultura implicó un aumento dramático de la producción, los historiadores suelen coincidir en que también supuso mayor tiempo de trabajo para los cultivadores que en la época pre-agrícola. Hacia el siglo XVII, las revoluciones tecnológicas en Occidente suscitaron una nueva gran transformación económica: el surgimiento del capitalismo supuso un incremento masivo de la productividad. Si bien distó de proveer condiciones de vida óptimas para todos los grupos sociales, contribuyó al incremento dramático del bienestar, no sólo de una clase ociosa, sino de una gran porción de la población. De forma tal que, una vez que el bienestar social y económico se iban distribuyendo gracias al surgimiento de nuevas tecnologías, las sociedades occidentales se acostumbraban más a vivir en condiciones de igualdad. Más aún, a medida que la producción dependía cada vez más de la tecnología y el ingenio, se terminaba por concebir que los ingeniosos y trabajadores, y no sólo aquellos nacidos en castas privilegiadas, terminarían por ocupar posiciones de prestigio. La posición total, entonces, ya no dependería tanto de los privilegios al nacer, sino de los méritos. Así, si bien Occidente distaba de ser una sociedad totalmente igualitaria, apreciaba que las desigualdades sociales se recortaban. Y así como los antiguos pensaban que, en función de la desigualdad social por ellos experimentada, se debe concluir que existe una desigualdad natural; los modernos pensaban que, en función de la creciente igualdad social, existe una igualdad natural entre los hombres.

Fue en este ambiente donde surgieron las grandes filosofías igualitaristas en Occidente. El igualitarismo es inequívocamente un producto de la Ilustración dieciochesca. Los artífices de la doctrina igualitarista la hicieron inseparable del universalismo: la especie humana es una sola, cuyos miembros comparten una larga serie de atributos, y en función de esas características, los hombres son naturalmente iguales. Locke, en particular, pasa por ser uno de los más grandes ideólogos del universalismo igualitarista: en función de que existe un derecho natural para todos los pueblos del mundo, independientemente de su cultura, todos los seres humanos comparten unos derechos elementales, y este criterio de universalidad confirma que, en tanto todos compartimos unos derechos naturales, todos somos iguales20. De esta manera, la Ilustración confirmaba que, si bien existen desigualdades sociales entre los hombres, éstas no se derivan de unas desigualdades naturales; pues, precisamente, la especie humana es un concepto universal, y todos los hombres comparten un mínimo de condiciones naturales que los hace iguales entre sí.

Ya hemos advertido que en Occidente no han faltado reacciones en contra de la doctrina del igualitarismo, y si bien las teorías raciales han sido refutadas satisfactoriamente, algunos siguen en su intento por reivindicarlas. Con todo, Occidente es inequívocamente la cuna del igualitarismo que se ha expandido a otras civilizaciones. Precisamente debido a la influencia de las ideas igualitaristas, sólo en Occidente ha surgido la democracia, el abolicionismo y la lucha por la vindicación de la mujer. Semejante distinción constituye, entonces, un importante criterio respecto a la superioridad de Occidente respecto a otras culturas, en aparente detrimento del mismo principio de igualdad. No obstante, ya hemos resuelto esta aparente paradoja: la igualdad natural del hombre no implica la igualdad de las culturas, y precisamente por pregonar la igualdad natural del hombre, Occidente ya cuenta a su favor un punto para que se le considere superior a otras culturas.

4. Matices en defensa de Occidente

Antes de entrar a considerar si Occidente es o no superior al resto de las culturas, conviene más bien señalar su singularidad, a saber, de qué manera es diferente a las otras culturas. El siglo XX vio prosperar una amplia gama de historiadores, filósofos y sociólogos (Max Weber21, Karl Jaspers22, William McNeill23, John Roberts24 e Ibn Warraq25, entre otros), que elaboraron monumentales estudios y concluyeron que Occidente ha demostrado una singularidad sin precedentes en la historia de las civilizaciones. Intentaremos recapitular brevemente, a partir de las consideraciones de estos autores, los principales rasgos de la singularidad de Occidente.

Por encima de cualquier otra civilización o cultura, Occidente ha mantenido una constante disposición a explorar aquello que está fuera de su órbita. Esto no es sólo en un sentido geográfico (exploración de territorios), sino en la disponibilidad de asistir a un encuentro con el Otro cultural. Ciertamente se puede acusar a Occidente de ser una civilización etnocentrista, pues, en efecto, sus encuentros con el Otro cultural no han sido siempre fructíferos y exentos de distorsiones y autocomplacencias arrogantes. Pero, bien podría esgrimirse que Occidente es la menos etnocentrista de todas las culturas, en tanto generalmente ha sido Occidente la interesada en interactuar con las demás civilizaciones, y no viceversa. De esa manera, a diferencia de otras culturas, Occidente se ha caracterizado por una constante apertura de horizontes que le ha permitido trascender el encantamiento consigo misma. Más que en cualquier otra civilización, en Occidente se ha cultivado el deseo de trascender, de ir más allá de los límites conocidos, a fin de incorporar nuevas experiencias y suscitar dinamismo en el seno de la civilización, a partir de las experiencias acumuladas. En palabras de Karl Jaspers, “los griegos fundaron el Occidente, pero de tal manera que sólo existía en cuanto que miraba constantemente a Oriente, se las componía con él, le comprendía y de él se apartaba, tomaba de él y lo reelaboraba como propio, luchaba con él, y de este modo el poder y fuerza del uno transformaba al otro”26.

Esta constante apertura a nuevos horizontes ha propiciado que Occidente continuamente mantenga una actitud de autocrítica. En palabras de Ibn Warraq, “la civilización occidental ha estado más dispuesta a criticarse a sí misma, que cualquier otra civilización”27. Occidente es la cuna de Marx, Foucault, Derrida y tantos otros críticos de la misma civilización occidental. A los multiculturalistas les cuesta admitir que la doctrina a la cual se adscriben es singularmente occidental, pero en realidad ninguna otra cultura ha estado tan dispuesta a relativizarse y criticarse a sí misma.

La apertura a nuevos horizontes y el reconocimiento e interés por la existencia del Otro cultural ha promovido el desarrollo de las categorías universalistas en el seno de Occidente. La Ilustración dieciochesca epitomizó una tendencia que ya venía forjándose desde hacía siglos en Occidente; a saber, que a partir de la convicción de que existen otros pueblos con quienes se interactúa, se infiere la existencia de unos principios extensibles a toda la especie humana. De nuevo, ha de reconocerse que la concepción sobre unos derechos humanos universales es de origen occidental, y que tal concepción ha sido virtualmente inexistente en otras culturas, en buena medida debido al desinterés que éstas han demostrado por reconocer al Otro cultural y asistir a su encuentro. A partir de estos derechos elementales también se ha cultivado la democracia y el Estado de derecho, sistemas políticos de origen predominantemente occidental.

La categoría de lo universal no sólo ha promovido el reconocimiento de unos derechos elementales para toda la especie; también ha promovido el auge de la ciencia y la racionalidad, en la medida en que, rigurosamente se somete el examen del universo al gobierno de principios constantes y universales. A partir de esto, sólo en Occidente ha surgido un pensamiento verdaderamente formal que ha perfeccionado la técnica y ha promovido un espíritu de descubrimiento, inventiva y organización sujeto a una racionalidad.

Permítasenos citar con cierta extensión el inicio de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (obra cumbre de Max Weber) como resumen de la singularidad occidental y su énfasis en el desarrollo de la racionalidad y la técnica:

“Sólo en Occidente hay ‘ciencia’ en aquella fase de su evolución que reconocemos como válida actualmente… Ninguna civilización no occidental ha conocido la química racional… Maquiavelo tuvo precursores en la India; pero a la teoría asiática del Estado le falta una sistematización semejante a la aristotélica y toda suerte de conceptos racionales. Fuera de Occidente no existe una ciencia jurídica racional… Algo semejante al Derecho canónico no se conoce fuera de Occidente… Sólo en Occidente ha existido la música armónica racional (contrapunto, armonía)… El cultivo sistematizado y racional de las especialidades científicas, la formación del ‘especialista’ como elemento de la cultura, es algo que sólo en Occidente ha sido conocido. Producto occidental también es el funcionario especializado, piedra angular del Estado moderno… Y, desde luego, sólo el Occidente ha creado parlamentos con ‘representantes del pueblo’ periódicamente elegidos, con demagogos y gobierno de los líderes como ministros responsables ante el parlamento… También es Occidente el único que ha conocido el ‘Estado’ como organización política, con una constitución racionalmente establecida, con un derecho racionalmente estatuido y una administración por funcionarios especializados guiadas por reglas racionales positivas”28.

De forma tal que ha de reconocerse la singularidad de Occidente respecto a su interés por abrirse a otros pueblos, la admisión de la categoría de lo universal, a autocriticarse, y a la perfección de la técnica y la racionalidad formal, pilares fundamentales de la ciencia. Ahora bien, corresponde, entonces, plantearse la siguiente cuestión: ¿semejante singularidad implica ‘superioridad’? Reconocemos que Occidente ha producido instituciones inexistentes en otras culturas, pero, ¿es superior a otras culturas?

Semejante pregunta nos obliga a retroceder a la evaluación de la doctrina del relativismo. Efectivamente Occidente es el origen de la ciencia, pero, el relativista podrá objetar que la ciencia no es superior a la brujería, como tampoco la historiografía es superior al mito, la química a la alquimia, la astronomía a la astrología, el rascacielo a la choza, el Derecho constitucional al Derecho consuetudinario, la democracia al despotismo, etc.

A partir de la Ilustración, pero en especial durante el siglo XIX, se concibió una filosofía de la Historia que tomaba al ‘progreso’ como el principio por el cual se regía el transcurrir histórico de la humanidad. Autores como Kant, Hegel, Marx, Spencer, Comte, L.H. Morgan y E.B. Tylor, entre otros, sentaron las bases para considerar que, puesto que la humanidad continuamente mejora y perfecciona sus producciones, entonces efectivamente la química es superior a la alquimia, la democracia al despotismo, etc.

Pero, en el siglo XX no tardaron en aparecer protestas a esta visión progresista de la Historia, y ha surgido una corriente de pensadores que estima que unas producciones culturales no son superiores a otras, pues todas están provistas de sentido y racionalidad. El pensador que con más tesón ha defendido esta postura de relativismo cultural es Claude Levi-Strauss: según él, el mito (y otras instituciones de aparente inferioridad) mantiene una racionalidad si se aprecia su ‘eficacia simbólica’ y la forma en que organiza la vida social29.

No pretendemos negar que, en efecto, el mito sea una institución provista de racionalidad. Pero, si se extiende el relativismo cultural a su consecuencia lógica, entonces el despotismo, la circuncisión femenina, el derecho de venganza, etc., también son instituciones provistas de racionalidad (ciertamente organizan la vida social) y, por ende no son despreciables. Negar que la astronomía sea superior a la astrología, la química a la alquimia, etc., es realmente una proposición nihilista que, como hemos visto, niega la posibilidad de conocer una verdad absoluta. En realidad, la existencia de verdades absolutas nos resulta axiomática, pero en tanto axioma, no es demostrada, sino evidente por sí sola. Queda a criterio de la honestidad del lector determinar si la existencia de verdades absolutas le resulta o no evidente por sí sola.

Mantenemos la convicción, entonces, que unas instituciones son superiores a otras, y que suspender el juicio de valor a la hora de establecer una jerarquía de valores entre ellas no hace más que recapitular un relativismo que, en realidad, está impregnado de dificultades lógicas. Con todo, estamos dispuestos a elaborar la siguiente concesión: en el plano estético, resulta mucho más difícil establecer una jerarquización valorativa entre culturas.

Bien podemos inclinarnos hacia el entendimiento griego del arte (techné), a saber, el privilegio de la técnica. Indiscutiblemente, desde un punto de vista técnico, el arte occidental es superior a las producciones artísticas de otras culturas. Pero, con esto, corremos el peligro de incurrir en una petición de principio; a saber, ¿por qué ha de seleccionarse el mismo entendimiento occidental del arte para juzgar superior al arte occidental? En función de esto, estamos dispuestos a considerar que, en el arte, existe una pluralidad de criterios, no solamente el técnico, para dotar de valor a una producción artística. El sentimiento, la expresión, la sublimidad, entre otros, podrían generar emociones estéticas tan poderosas como puede hacerlo la técnica. En efecto, el arte posmoderno occidental (en buena medida a través de la imitación del arte no occidental) ha demostrado las virtudes estéticas de producciones que prescinden de la técnica y la racionalidad.

La posibilidad de incorporar más de un criterio a la hora de valorar el arte podría conducirnos a la posibilidad de ampliar los criterios seleccionados para jerarquizar a las culturas. Ciertamente nos resulta axiomático que, en el plano moral y, sobre todo, racional, Occidente es superior al resto de las culturas. Sólo en Occidente ha surgido la ciencia, la democracia, los derechos humanos universales, la auto-crítica, etc. Pero, bien podría ser que, a la hora de comparar jerárquicamente a las culturas, nos topemos con la dificultad que acarrea comparar jerárquicamente a las razas y a las inteligencias individuales: a saber, que si bien algunas razas pueden ser superiores a otras en algunos criterios (los mongoloides son superiores a los negroides en la adaptación al frío, los nilóticos son superiores a los pigmeos en estatura, etc.), y algunos individuos pueden ser más inteligentes que otros en algunos criterios (Einstein es superior a un obrero en habilidades matemáticas, pero quizás ese obrero es superior a Einstein en capacidad memorística), a decir verdad, la selección de criterios para establecer jerarquía entre razas e inteligencias pareciera arbitraria.

Bien cabe la posibilidad de que, aún si se concede que Occidente es superior a las otras culturas en algunos criterios, existen otros criterios válidos que matizarían esa supuesta superioridad. No sin razón, la vanguardia postmodernista ha señalado (de forma exagerada, a nuestro juicio) algunos fracasos de Occidente en varios criterios, lo suficiente como para matizar su aparente superioridad. Ciertamente, si tomamos como criterio la conciencia ecológica, la armonía con la naturaleza, la inocencia ingenua de la irracionalidad, la sublimidad de los mitos, la vida colectiva, el honor a los antepasados, entre otros, Occidente no figuraría como una cultura superior. Ha de ser objeto de reflexión de la actual y futura actividad filosófica y antropológica llegar a un consenso respecto a cuáles son los criterios válidos exhaustivos para determinar la superioridad de las culturas.

Sea como fuere, el hecho es que los mismos promotores del multiculturalismo defienden sus doctrinas desde un marco filosófico y jurídico occidental (la igualdad de las culturas, proclamada por la Constitución de Venezuela, está inscrita en un proyecto jurídico eminentemente occidental), y renunciar a las pretensiones de superioridad de Occidente implicaría renunciar a las pretensiones del mismo multiculturalismo. Los multiculturalistas deberían reconocer que, probablemente, en casi ninguna otra cultura sería posible defender el multiculturalismo inscrito en un proyecto democrático (en buena medida, porque la democracia es originaria de Occidente). Este reconocimiento debería conducirlos a la conclusión de que, si bien pueden existir varios criterios para determinar la superioridad de las culturas, Occidente es superior en el reconocimiento al Otro, precisamente el criterio del cual parten los multiculturalistas para defender su doctrina.

5. ¿Cuál es el origen de la superioridad occidental?

Aún si estamos dispuestos a conceder un matiz, entonces, sostenemos que Occidente es una cultura superior a las otras, tanto por su disposición a encontrarse con el Otro y su conciencia universalista, como por su capacidad para autocriticarse y por el desarrollo de una pluralidad de instituciones derivadas de la racionalidad y la técnica. Ya hemos citado algunos juicios de Max Weber respecto a la singularidad occidental. Oportunamente, Weber se sintió intrigado respecto a cuáles fueron los motivos por los cuales sólo Occidente alcanzó los logros por él señalados, y se sintió tentado a ofrecer una explicación racista en la misma introducción a La ética protestante y el espíritu del capitalismo:

“Si sólo en Occidente… encontramos determinados tipos de racionalización, parece que hay que suponer que el fundamento de hecho se encuentra en determinadas cualidades hereditarias. El autor declara que se halla dispuesto a justipreciar muy alto el valor de la herencia biológica, pero aun reconociendo las importantes aportaciones realizadas por la investigación antropológica, confiesa que no ha visto ningún camino que le permita comprender ni aun indicar aproximadamente el cómo, el cuánto y el dónde de su participación en el proceso investigado”30.

Ya hemos mencionado que las teorías racistas, según las cuales la inteligencia humana forma parte de la herencia biológica y la raza determina los comportamientos, han sido refutadas una y otra vez. Si bien insistimos en que Occidente como cultura es superior, las cualidades biológicas de los occidentales no son superiores a las de otras poblaciones. Si se rechazan las teorías racistas, entonces pareciera que la tesis según la cual Occidente es superior no se sustenta, pues hemos de preguntarnos, ¿cuál es, entonces, el origen de la superioridad occidental? La igualdad de las razas debería derivar en la igualdad de las culturas, y con todo, negamos que todas las culturas sean iguales. ¿Cómo, a partir de la igualad natural de las razas, se ha desembocado en la desigualdad de las culturas?

Opinamos que la respuesta más plausible es atribuir la desigualdad cultural, no a las diferencias raciales, sino a las diferencias geográficas que influyen sobre las culturas humanas. Es ésta la tesis esgrimida en una obra de gran pertinencia, Guns, Germs and Steel31, escrita por el historiador Jared Diamond. A juicio de Diamond, Occidente ha alcanzado una superioridad cultural, no porque los occidentales sean racialmente superiores y naturalmente más inteligentes, sino porque en Eurasia convergieron una serie de circunstancias geográficas que, a la larga, propiciaron que se conformase una civilización con los logros culturales de Occidente.

La tesis de Diamond puede resumirse así: para que florezcan las artes y las ciencias, para que prospere una actividad intelectual que conduzca a la autocrítica, a la reflexión sobre las categorías universales y la expansión de los horizontes conceptuales, es necesario generar un excedente de producción de calorías, de forma tal que sobreviva una clase ociosa que pueda ocuparse de estas cuestiones. Sólo las sociedades eurasiáticas lograron generar a gran escala este excedente, y el motivo de ello fue que sólo en Eurasia se encontraban especies animales y vegetales susceptibles de ser domesticadas y abrir paso a la agricultura y la ganadería, actividades que propiciaron un aumento dramático de la generación de excedentes, en lo que los arqueólogos han venido a llamar la ‘Revolución Neolítica’32. Mientras que las poblaciones en otras regiones del mundo aún dependían de la escasa producción económica derivada de la caza y la recolección, los eurasiáticos practicaban la agricultura y la ganadería, no debido a una mayor inteligencia derivada de las características raciales, sino debido a que en su territorio había más oportunidades para la domesticación de plantas y animales. Así, las sociedades que luego conformarían Occidente fueron creciendo en ventaja cultural respecto a las sociedades de otras regiones del mundo.

Con esta tesis, reafirmamos que la putativa superioridad cultural de Occidente no tiene ninguna correlación con los atributos biológicos de las poblaciones que tradicionalmente han conformado a la civilización occidental. A partir de ello, existen buenas razones para pensar que la superioridad cultural de Occidente es sólo circunstancial, y no existe ningún impedimento para considerar la posibilidad de que, en tiempos futuros, otras civilizaciones desplacen la superioridad occidental. Así como Occidente no ha gozado de ninguna ventaja racial, tampoco los chinos, o los indios, o cualquier otra civilización, sufren de una desventaja racial para que en un futuro ocupen el papel protagónico que hoy desempeña Occidente.

6. A modo de conclusión: ¿es posible una sociedad multicultural?

Hemos intentado refutar el principio doctrinal relativista sobre la cual reposa el multiculturalismo, a saber, el de igualdad de culturas. Con todo, aún podemos preguntarnos: ¿es posible una sociedad multicultural, inclusive si se reconociere que unas culturas son superiores a otras? En principio, la respuesta debe ser afirmativa: no existe impedimento para que una cultura superior conviva e interactúe con una cultura inferior y conformen una sociedad multicultural.

No obstante, ha de considerarse dos potenciales problemas. En primer lugar, si una sociedad tiene aspiraciones de conformar un Estado-nación, debe alcanzar un nivel considerable de homogeneidad cultural. Mucho más que una fuerza política, el nacionalismo ha sido definido como una fuerza cultural que exitosamente homogeneizó grupos culturalmente dispersos33, y la experiencia histórica de los dos últimos siglos ha demostrado que los Estados con mayor estabilidad política han sido aquellos que han logrado mantener una considerable homogeneidad cultural.

Si no se le imponen límites apropiados, el multiculturalismo podría conducir a una fragmentación cultural de los Estados y desembocar en una severa descentralización política que desembocaría en una condición política similar a la que se vivió en Europa durante la Edad Media. De hecho, el siglo XX ha sido testigo de cómo la falta de homogeneidad cultural a raíz de la dispersión de culturas, puede provocar el colapso de un Estado. Yugoslavia es un trágico recordatorio de que, inclusive, todo esto puede ocurrir con escandalosa violencia. El multiculturalismo lleva consigo la semilla de la balcanización. Nos resulta perfectamente saludable que diversas culturas se respeten y convivan; pero nos resulta peligroso que, en aras al respeto de la autonomía de cada cultura, no logren mantener un vínculo entre sí, y lo que empiece por ser barrios de diversas culturas en una sola ciudad, terminen siendo ejércitos que aspiren a Estados separados. El multiculturalismo, entonces, está en necesidad de respetar lo diverso, para hallar la manera de encontrar un sólido suelo de homogeneidad entre las diversas culturas que conforman una sociedad. De lo contrario, sobrevendrá la anomia y la anarquía.

El segundo potencial peligro que lleva consigo el multiculturalismo es que, sencillamente, algunas instituciones de diversa procedencia cultural no pueden coexistir. El multiculturalismo ha resultado satisfactorio en el respeto a la diversidad de instituciones artísticas. El vals puede perfectamente coexistir con la yonna (baile tradicional de los wayúu en Venezuela y Colombia), la novela puede coexistir con los mitos de tradición oral.

Pero, resulta más difícil concebir esa armoniosa coexistencia cuando consideramos otro tipo de instituciones que, por su naturaleza, parecieran ser antitéticas, o al menos, el funcionamiento de una va en detrimento de la otra. ¿Pueden el chamanismo y la brujería coexistir con la medicina occidental y la ciencia? Ciertamente la medicina occidental obtendría mejores resultados si se disuadiera a la población de asistir a prácticas de curación que resultan menos efectivas que la misma medicina (y que, incluso, podrían perjudicar aún más a los enfermos), y la ciencia obtendría mayor éxito divulgativo si persuadiera a las diferentes culturas de abandonar las explicaciones mitológicas y sobrenaturales sobre los hechos del mundo.

Más difícil aún resulta la conciliación entre diferentes sistemas morales y sus materializaciones jurídicas. ¿Pueden coexistir el Derecho penal venezolano (enraizado en ideas jurídicas occidentales que garantizan la proporción de la pena al delito, la justa administración de la justicia, las garantías elementales ofrecidas a los convictos, etc.) con, digamos, el derecho de venganza privada entre los wayúu? ¿Cómo podría coexistir un derecho civil occidental que garantiza igualdad entre hombres y mujeres, con la Shariah (la ley islámica), la cual no ofrece garantías de igualdad de género? La coexistencia de moralidades antitéticas en una sola sociedad pareciera ser virtualmente imposible; y si de hecho se intenta, ya no estaríamos en presencia de una sociedad, sino de varias sociedades fragmentadas y potencialmente desvinculadas entre sí, cada una con su ordenamiento moral y jurídico.

El multiculturalismo es ciertamente posible e inclusive deseable, si y sólo si, se establecen límites razonables. Como lo ha hecho desde sus orígenes, para continuar su fortaleza, Occidente debe estar abierto a la recepción y encuentro con otras culturas. Occidente bien puede negociar con otras culturas la aceptación de diversas instituciones culturales en el seno de sus sociedades. Pero, como en todo proceso de negociación, es menester reconocer algunos principios que son, precisamente, innegociables; a saber, todas aquellas instituciones por las cuales Occidente tiene buenos motivos para sentir orgullo (la ciencia, la conciencia universalista, la racionalidad, etc.). El reconocimiento de estas instituciones innegociables debería impedir la aceptación de otras instituciones de diversa procedencia cultural, que coloquen en riesgo la permanencia y estabilidad de los principios universales que Occidente ha forjado. Esta disposición a proteger estos principios debería empezar por rechazar la noción de que todas las culturas son iguales, y enfatizar que algunas ideas y prácticas son más valiosas y superiores que otras.

Notas

1 El multiculturalismo es un movimiento de gran envergadura, de forma tal que la bibliografía abrazando su bandera es extensísima. Algunas de las obras que resultan más emblemáticas son: CLIFFORD, James: Dilemas de la cultura. Gedisa, Barcelona, 2001; GOLDBERG, David (Ed): Multiculturalism: a Critical Reader. Blackwell, Oxford, 1995; KIVISTO, Peter: Multiculturalism in global society. Blackwell, Oxford, 2002.

2 El término ‘raza’ es controvertido entre los antropólogos; mientras que algunos sostienen que sí es posible pronunciarse sobre “tipos raciales”, otros consideran que no puede hacerse. Más adelante veremos que este concepto es dificultoso, en buena medida, porque no existe un único criterio para definirlo, y asimismo expondremos los criterios para considerar a unas culturas superiores a otras.

3 BETEILLE, Andre: Inequality among Men. Oxford, Blackwell, Oxford, 1977, p. 1.

4 United States Declaration of Independence. Puede consultarse en la página web: http://www.archives.gov/national-archives-experience/charters/declaration_transcript.html Última fecha de consulta: 09-02-04.

5 ROUSSEAU, Jean Jacques: Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Alba, Madrid, 1998, p. 59.

6 Remitimos al lector a algunas de las obras clásicas del racismo científico: GOBINEAU, Arthur: Essai sur l’inegalité des races humaines. Paris, 1933; GRANT, Madison: The Passing of the Great Race. Scribners, New York, 1921; BROCA, Paul: Memoire sur les cranes des Basques. Masson, Paris, 1868; AGASSIZ, E.C.: Louis Agassiz: his life and correspondence, Boston, 1895.

7 Cfr. MURRAY, Charles: The Bell Curve. Free Press, New York, 1994.

8 La mayor refutación ha sido provista por GOULD, Stephen: La falsa medida del hombre. Barcelona: Crítica. 2003. CAVALLI-FORZA, Luigi Luca: Genes, pueblos y culturas. Barcelona: Crítica. 2003, también es una buena refutación del racismo científico.

9 Cfr. “Fallacies”. Internet Encyclopedia of Philosophy. En la página web: http://www.iep.utm.edu/f/fallacy.htm#Composition. Última fecha de consulta: 02-02-08.

10 PLATÓN: Teeteto, 152a.

11 FEYERABEND, P.: Knowledge, Science and Relativism; Philosophical Papers. Cambridge University Press, Nueva York, 1999.

12 KUHN, T.: La estructura de las revoluciones científicas. FCE, México, 1982.

13 RORTY, R.: Objectivity, Relativism and Truth: Philosophical Papers. Cambridge University Press, Nueva York, 1990.

14 MALIK, Kenan: “All cultures are not equal”. En la página web: http://www.marxists.org/subject/africa/malik/not-equal.htm. Última fecha de consulta: 09-02-08.

15 BETEILLE, A.: Ob. cit., p. 3.

16 DIAMOND, Jared: Guns, Germs and Steel. N.N. Norton, New York, 1999.

17 Ibid.

19 TOCQUEVILLE, Alexis de: La democracia en América. Guadarrama, Madrid, 1999, p. 240.

20 Cfr. LOCKE, John: Los dos tratados de gobierno, en: EBENSTEIN, W.: Los grandes pensadores políticos. Revista de Occidente, Madrid, 1965.

21 Economía y sociedad. FCE, México, 1991.

22 Origen y meta de la historia. Revista de Occidente, Madrid, 1968.

23 The Rise of the West. Chicago University Press, Chicago, 1963.

24 The Triumph of the West. Phoenix Press, Londres, 2001.

25 Defending the West: A critique of Edward Said’s Orientalism. Prometheus Books, Amherst, Nueva York, 2007.

26 JASPERS, Karl: Ob. cit., p. 98.

27 IBN WARRAQ. “Defending the West”. En la página web: http://www.campus-watch.org/article/id/4656. Última fecha de consulta: 05-02-08.

28 WEBER, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Albor, Madrid, 1999, pp. 23-25.

29 LEVI-STRAUSS: El pensamiento salvaje. FCE, México, 1978.

30 WEBER, Max: Ob. cit., p. 36.

31 Cfr. DIAMOND, Jared: Ob. cit.

32 CHILDE, Vere Gordon: Los orígenes de la civilización. FCE, México, 2004.

33 HOBSBAWM, Eric: Naciones y nacionalismo desde 1789. Crítica, Barcelona, 2000.

Bibliografías

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