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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME v.27 n.1 caracas jun. 2007

 

La fuerza inspiradora de la ignorancia en un encuentro con la infancia

Walter Omar Kohan

Universidade do Estado do Río de Janeiro walterko@uol.com.br

Resumen:

Este ensayo piensa el valor y el sentido de una cierta relación con la ignorancia al situar la filosofía en terreno educacional. Su finalidad principal no es historiográfica ni epistemológica; no pretende saber o determinar qué es la ignorancia, sino sólo ayudar a pensar una cierta relación con la ignorancia entre quienes nos dedicamos a enseñar y aprender para, de esa manera, abrir algunos presupuestos en la práctica filosófica con niños. De un modo más amplio, considera las relaciones con el saber y la ignorancia en la enseñanza de la filosofía.

Palabras clave: Sócrates, filosofía con niños, ignorancia.

The inspiring force of the ignorance in an encounter with children

Abstract:

This essay dwells on the value and sense of a certain relationship with ignorance when locating philosophy in educational land. Its main purpose is not historiographical nor epistemological: it does not try to know or to determine what is ignorance, but only to consider a place for ignorance between those who teach and those who learn in order to open some established assumptions in the domain of philosophical practice with children. In a broader sense, it considers the place of knowledge and ignorance in the teaching of philosophy.

Keywords: Sócrates, philosophy with children, ignorance.

Recibido: 19-01-2006 Aceptado: 23-02-2006

La ignorancia le debe su lugar en el campo de los saberes a Sócrates. Es una deuda muy particular, involuntaria y además, como casi toda deuda, un poco traicionera, agravada en este caso porque la ignorancia no le había pedido nada a Sócrates. Más de un lector ya debe estar queriendo preguntar cómo sé tales cosas y la verdad es que no las sé, se trata sólo de suposiciones. Con todo, como estamos refiriéndonos a Sócrates, todo son suposiciones, por eso me permito apelar a unas cuantas. Me resulta poco creíble que la ignorancia le haya pedido a Sócrates que la acercara, justamente, a su contrario; de cualquier modo, no pretendo darle a esa deuda un valor moral o ético sino simplemente genealógico: es de una deuda involuntaria, en un momento particular en la historia del pensamiento, en que alguien –o un doble, Sócrates– Platón– hizo de la ignorancia un saber, que nace de la filosofía. Más aún, la ignorancia –o mejor, cierta relación con la ignorancia– se volvió no cualquier saber sino el más elevado saber posible, al menos en el ámbito humano, el saber que daba sentido y tornaba posible cualquier otro saber. El único lugar donde Sócrates no permitió la entrada a la ignorancia fue en el plano divino. De eso no se puede quejar la ignorancia; al dejarla laica, Sócrates la protegía así de unas cuantas tensiones y pretensiones.

Bajo esa inspiración, este texto puede leerse como un ensayo de pensamiento sobre el valor y el sentido de una cierta relación con la ignorancia al situar la filosofía en terreno de la educación. Su finalidad principal no es historiográfica ni pretende saber o determinar qué es la ignorancia, sino sólo ayudar a pensar una cierta relación con la ignorancia entre quienes nos dedicamos a enseñar y aprender para, de esa manera, abrir la manera en que pensamos algunas cuestiones en el ámbito de lo que se llama filosofía o filosofar con o para niños.1 Así mismo, tal vez alcance el modo en que pensamos las relaciones respecto del saber y la ignorancia entre alguien que se declara con la pretensión de enseñar filosofía y otro que se sitúa en el lugar del que la aprende.

Vamos a los inicios. La ignorancia tiene, para el pensamiento filosófico, un nacimiento paradojal, tenso, nada simple.2 Este nacimiento de la ignorancia en el campo del saber lleva consigo la pretensión de hacer convivir un par en oposición y se da, en el medio de otras confrontaciones, entre un modo de entender la filosofía y un modo de practicar la política; se ofrece también entre dos relaciones diferentes frente al ámbito religioso, y entre formas confrontadas de entender la educación.

Al fin, la paradoja de Sócrates es también la paradoja de la ignorancia. Al menos esa es su pretensión. Este nacimiento de la ignorancia en el campo del saber se encuentra con el nacimiento de la filosofía en la plaza pública. En todo caso, la traición de Sócrates a la ignorancia, revistiéndola de su contrario, no quedó impune: enseguida la vengó Platón escribiendo a quien no había querido escribirse y haciéndolo un personaje sabido de las mismas cuestiones que se declaraba ignorante. En todo caso, la conjunción de esas dos afortunadas traiciones ha permitido pensar con singular fuerza algunas paradojas de la filosofía, en particular de su relación con el saber.

Ciertamente, las tensiones entre ignorancia y saber y entre oralidad y escritura no son las únicas tensiones alrededor de la figura de Sócrates. Nos permitimos sugerir algunas otras: una vida de la que se habla, sobre todo, en función de su muerte; un maestro que afirmó jamás haber enseñado nada a nadie y que se reconoce rodeado de gente que ha aprendido muchas cosas con él; en fin, una práctica política que se dice feliz de haberse abstenido de practicar la política. De esas tensiones, también, se ha nutrido la filosofía y de ellas pretendemos escribir.

Sócrates fue acusado de varias cosas, entre ellas, de investigar sobre cosas tan extrañas como los astros o los objetos que están debajo de la tierra; de hacer que un argumento más débil se impusiera a un argumento más fuerte; de no creer en los dioses de la pólis, y de introducir nuevas divinidades; en fin, de varias cuestiones. Con todo, el punto central de las acusaciones parece haber estado en la dimensión educacional de su vida: el problema principal no era que Sócrates hiciera muchas cosas consideradas inconvenientes para el estado de las cosas de su tiempo, sino que “enseñaba a otros a hacer esas mismas cosas”3; en otras palabras, si Sócrates hubiera vivido quietito la vida que quería vivir, en su mundo, no habría representado una amenaza para muchos de sus contemporáneos. El problema era que eso no le resultaba posible. En otras palabras, su vida se convertía en una amenaza porque su modo de vida implicaba necesariamente otros modos de vida; así, su peligro consistía en que, queriéndolo o no, su modo de vida enseñaba otros a vivir de una cierta manera.

Vamos a tratar de entender en qué consistía esa vida que Sócrates identificó con la filosofía al momento de defenderse de sus acusadores. Mi interés no es historiográfico ni anecdótico. Sócrates es, más que nada, una figura que ayuda a pensar algunos desafíos contemporáneos a los que se enfrenta una educación filosófica y también a pensarnos a nosotros mismos, a la relación que establecemos con nuestros saberes y nuestros poderes. Al fin, Sócrates puede ser un buen interlocutor para pensarnos de otra manera. Esa es la razón principal de esa escritura.

Distinguiré tres breves secciones de este texto. En la primera (I) presentaré, discretamente, el personaje en cuestión. En la segunda (II) analizaré la forma mítica a través de la cual nace la ignorancia. Finalmente, en una tercera (III), consideraré el valor educacional, filosófico y político de ese nacimiento.

I. Sobre Sócrates hay pocos datos más o menos seguros y la mayoría de ellos tienen relación con la última parte de su vida. Incluso contamos su fecha de nacimiento a partir de su muerte: sabemos que nació en el año 469 o 470 a.C., porque tenemos la información que tenía 70 años cuando murió, en el 399 a.C. Sócrates era del demo de Alópece, situado en el camino de Atenas al Pentélico. También es seguro que era hijo del trabajador de la piedra Sofronisco y de la conocida partera Fenárete, ambos atenienses, y que vivió siempre en Atenas. Habría viajado en contadas ocasiones, tal vez sólo cuando fue llamado por el ejército para ir a las batallas de Potidea (en 432–29 a. C.), Delion (en 424 a. C.) y Anfípolis (en 422 a. C.), y también habría participado de algunas expediciones, una para las fiestas de Istmo y otra a Delfos.4

Fenárete, madre de Sócrates, era viuda de un primer matrimonio y su nombre revela cierto origen noble. Literalmente, ‘Fenárete’ significa “quien manifiesta excelencia”, es un compuesto del verbo phaíno, que significa ‘aparecer’, ‘mostrar’, ‘manifestar’ y del sustantivo areté, que significa ‘excelencia’, ‘perfección’, ‘virtud’. Sócrates la califica de partera “noble y tremenda”.5 Según el testimonio del propio Sócrates,6 Fenárete tenía un hijo llamado Patrocles de ese primer matrimonio. Sofronisco, diminutivo de Prudente, algo así como “Prudentito”, era artesano y, por lo tanto, tenía nivel social inferior a su mujer. Diógenes Laercio dice que era “trabajador de la piedra”, lithourgós,7 y aunque algunos interpreten que era escultor, la hipótesis no parece acertada ya que había otras palabras, como lithoglýphos o glypheutés más específicas para esa tarea.8

Probablemente, en su juventud, Sócrates participó del círculo de Arquelao, discípulo de Anaxágoras, y también habría frecuentado la casa de Pericles y Aspasia. Sócrates se casó tardíamente (en torno a los cincuenta años) con una mujer llamada Xantipa. Muchas anécdotas tardías presentan a Xantipa como violenta y colérica.9 Sabemos que con Xantipa Sócrates tuvo tres hijos: Lamprocles, Sofronisco y Menexeno; el primero era adolescente y los otros dos bastante pequeños cuando Sócrates murió.10 Ninguno de sus hijos se dedicó a la filosofía. Hay versiones que introducen una segunda mujer, Mirtó, hija del aristócrata Aristides, en la vida de Sócrates. Según estas versiones, Sócrates también se habría casado con ella; las versiones tienen tres variantes: antes, durante o después de su casamiento con Xantipa.11

Sócrates no tenía demasiados recursos económicos. Sabemos, por ejemplo, que en las expediciones en que prestó servicios al ejército ateniense, lo hacía como hoplita, una categoría media-baja, sólo superior a los braseros. Su situación económica habría empeorado con los años.12 Tampoco era dotado de muchos recursos estéticos: tenía nariz achatada, ojos saltones; era bastante descuidado con su cuerpo y con sus ropas.13

Sócrates tuvo una actuación política discreta en las instituciones atenienses. Esta omisión debió generar un impacto acentuadamente negativo entre los atenienses, si somos sensibles, por ejemplo, a la oración fúnebre de Pericles:

No consideramos un hombre a quien no forma parte de la vida política, a alguien que cuida de sus propios asuntos; lo consideramos como alguien que no tiene asunto alguno.14

A juzgar por la Apología, Sócrates debería haber sido juzgado como alguien sin asunto alguno. De hecho, fue miembro del Consejo sólo en ocasiones aisladas. La más significativa fue después de la batalla marítima de Arginusas en 406 a. C.15 Fue la última victoria frente a los espartanos, dos años antes de la capitulación final. Con todo, fue una victoria con sabor a derrota, en la medida en que veinticinco embarcaciones fueron hundidas y, ante una súbita tormenta marina, los generales victoriosos tuvieron que retornar a las apuradas, abandonando en alta mar los náufragos vivos y los cadáveres de los muertos; finalmente, Atenas perdió dos mil hombres, casi todos ciudadanos y metecos, ya que no habían podido comprar esclavos para formar parte de la batalla. Era una proporción significativa de la población. La actitud de los generales provocó una inmediata reacción de los atenienses que abrieron un proceso contra ellos y los encarcelaron. La cuestión debía ser resuelta por el Consejo de los Quinientos.

En esa época del año, la tribu de Sócrates ocupaba la presidencia del Consejo. La mayoría de los Consejeros pretendía que la Asamblea vote la cuestión, lo que era ilegal ya que, entre otras consideraciones, la ley ateniense sólo permitía juzgar individuos y no grupos; por lo tanto, tendrían que haber abierto un proceso contra cada uno de los acusados y no uno solo contra todos en su conjunto. Inicialmente, varios consejeros que ocupaban la presidencia se opusieron, pero cuando fueron amenazados de ser procesados junto a los generales si no permitían que el tema fuese a votación, el único que mantuvo su oposición fue Sócrates. La asamblea condenó a los generales y ejecutó inmediatamente a los que se presentaron de regreso (entre ellos, el hijo de Pericles; según parece, dos generales huyeron al extranjero, alertados de la furia con que serían recibidos). En todo caso, poco tiempo después una clara mayoría de los atenienses cambió de opinión sobre la decisión tomada y condenó a los que habían promovido la acusación contra los generales.16

Frente a los tribunales, Sócrates fue llamado sólo una vez, para ser condenado a muerte.17 Salvo algún que otro detalle, estos son los pocos datos más o menos seguros que tenemos sobre la vida de Sócrates.

Sobre su pensamiento, el problema es aún más complejo. Sabemos que Sócrates no escribió nada, con excepción de un himno a Apolo y una producción propia sobre narraciones de Esopo, por él mismo mencionados,18 y de los cuales nada conservamos. ¿Dónde, entonces, encontrar su pensamiento? Los testimonios que conservamos son de amigos o enemigos, todos escritores con estilo, ideas y sentidos propios, lo que vuelve la cuestión todavía más delicada. Hay cuatro fuentes principales entre las conservadas de la literatura clásica: un comediante (Aristófanes), un historiador (Jenofonte), y dos filósofos (Platón y Aristóteles). Hay también referencias diseminadas en biógrafos, historiadores, y otros escritores bastante posteriores. Infelizmente, no conservamos ninguno de los treinta y tres diálogos socráticos escritos por su contemporáneo y zapatero Simón de Atenas. Según Diógenes Laercio, Simón habría sido el primero en introducir el método socrático en las conversaciones.19

Algo es seguro: habiéndolo o no deseado, Sócrates hizo escuela. Incluso Aristófanes inventó, en vida de Sócrates, un verbo, “socratear”, para referirse a sus discípulos, aquellos que “siguen las costumbres de Esparta, se dejan crecer los cabellos, pasan hambre y se niegan a lavarse”.20 Resulta interesante que Aristófanes haya sentido la necesidad de inventar un verbo para retratar la acción específica de los que estaban en contacto con Sócrates. Entre esos discípulos están, por ejemplo, Querefonte y Apolodoro.21 Sin embargo, los seguidores inmediatos de Sócrates y los que reivindicaron ser continuadores de la tradición socrática en el período helenístico eran de todo menos un grupo pequeño y homogéneo. Un siglo después de su muerte, las principales figuras de las escuelas filosóficas helenísticas –el estoico Zenón y el académico-escéptico Arquesilao– reivindicaban igualmente su nombre.22 La más completa edición contemporánea de los fragmentos de Sócrates23 ofrece una lista de aproximadamente setenta socráticos, entre los seguidores inmediatos y los más distantes. De hecho, en el Fedón aparecen listados casi veinte.24 En esta rica tradición se encuentran posturas filosóficas diversas e incluso antagónicas sobre problemas comunes; hay en ella también formas enfrentadas de concebir, practicar y escribir la filosofía.

Aristóteles25 menciona un género específico, los escritos o diálogos socráticos –sokratikoì lógoi–, que imitaban las conversaciones de Sócrates. Además de Platón y Jenofonte, los más importantes escritores de diálogos socráticos habrían sido Antístenes, Aristipo, Critón, Simón, Euclides de Megara, Fedón y Esquines. Conservamos algunos fragmentos de Antístenes y de Esquines. Cuando Platón escribió sus diálogos, el género ya era reconocido en Atenas.26 Jenofonte no es mencionado nunca en los diálogos de Platón y este aparece sólo una vez en los Memorabilia.27 Diógenes Laercio hace referencia a una supuesta rivalidad entre ambos.28 Jenofonte menciona repetidas veces a Antístenes en el Banquete y a Aristipo en Memorabilia. Platón menciona a Antístenes y a Aristipo sólo para confirmar sus respectivas presencia y ausencia en el momento de la muerte de Sócrates29 y a Esquines para confirmar, además, su presencia en el juicio.30 Platón y Jenofonte son los únicos autores de sokratikoì lógoi que conservamos enteros y ofrecen un testimonio muy desigual.

Platón compartió los últimos años de Sócrates (tenía cerca de treinta años cuando murió), estuvo personalmente en los acontecimientos que desencadenaron en su condena y su muerte. Hizo de Sócrates personaje de casi todos sus Diálogos. Un dato que merece destacarse es que Platón fue, probablemente, el único entre los escritores de diálogos socráticos que los dotó de un ambiente histórico. La Apología de Sócrates, Critón y Fedón narran los acontecimientos en torno da muerte de Sócrates: la Apología relata su juicio y defensa; el Critón muestra un intento de convencer a Sócrates de escapar de la prisión y el Fedón los momentos inmediatamente anteriores a su muerte en prisión. Los otros diálogos tienen como escenarios espacios existentes –casas, gimnasios, calles, etc.– en Atenas y casi todos empiezan describiendo el ambiente y la circunstancia en que la conversación tendrá lugar. De todos modos, no hay cómo saber si se trata de relatos más o menos realistas o simplemente ficciones. Ya en la propia Antigüedad, Platón fue criticado por el anacronismo de sus escenarios31 e inclusive el autor de la peudo-platónica Carta II dice que, en los diálogos, Sócrates está “embellecido y rejuvenecido”.32

Aunque ‘Sócrates’ hace un poco de todo y su carácter es muy cambiante, inclusive en diálogos muy próximos o aun en un mismo diálogo –como La República, pero también el Menón o el Filebo–, la mayoría de los platonistas acepta en distinguir tres grupos o momentos de diálogos, según el tono dominante que la figura de Sócrates adquiere en cada un de ellos.33 En los primeros –llamados precisamente de “socráticos” o “juveniles”–, ‘Sócrates’ aparece como un hombre articulador, un discutidor incansable, alguien que pregunta casi todo; en los intermedios –llamados también de “maduros”– ‘Sócrates’ aparece mucho más afirmativo y con respuestas para las preguntas que él mismo no sabía responder en los diálogos primeros; en los últimos –llamados también de “vejez” o “últimos”–, ‘Sócrates’ es un joven interlocutor de hombres más sabios, hasta que sale del escenario, substituido por “El Ateniense”, en la obra final de Platón, Las Leyes. Esas diferencias hicieron que los principales helenistas sustentaran que el ‘Sócrates’ de los primeros diálogos se parece con el Sócrates de verdad y el ‘Sócrates’ de los segundos, con el Platón de verdad. El último, el joven, sería alguien que simboliza un cuestionamiento que el propio Platón haría de su propio pensamiento de madurez, tal y como es expresado en los diálogos intermedios.

El testimonio de Jenofonte es más indirecto. Aunque este militar haya conocido personalmente Sócrates, no estaba en Atenas, al menos desde un año antes de la muerte de Sócrates ya que, en ese momento, se encontraba entre los mercenarios griegos del ejército de Ciro en el Asia Menor.34 Jenofonte no volvió a Atenas al menos antes de 394 a.C., o sea, unos cinco años después de la muerte de Sócrates.35 Sus dos principales escritos sobre Sócrates, Apología y Memorabilia (que contiene una segunda apología en I, 1–2), se derivarían, en buena medida, de otros testimonios36 y el propio Jenofonte se declara en deuda con una apología escrita por Hermógenes.37 El principal interés de la segunda apología sería responder a acusaciones formuladas, en un panfleto escrito por Polícrates, con posterioridad a las primeras apologías (la de Hermógenes, la de Platón, la suya y tal vez otras) probablemente entre 387 e 385 a. C., es decir, casi quince años después de la muerte de Sócrates.38

Además de Platón y Jenofonte, conservamos el ya mencionado Aristófanes. Este comediante vivió y escribió en tiempos de Sócrates. Hizo de Sócrates personaje principal de una de sus comedias, las Nubes, la más conocida para nosotros aunque no haya sido la más reconocida en su tiempo. En efecto, Las Nubes fue escrita originariamente para la Gran Dionisíaca de 423 a. C. (cuando Sócrates tenía algo más de 45 años), en la cual ocupó el tercero y último lugar, atrás de obras de Cratino y Amipsia. En la ocasión, Aristófanes tenía alrededor de 25 años. La versión que conservamos de Las Nubes fue parcialmente re-hecha entre los años 419 y 417. Aristófanes también alude directamente a Sócrates en Aves, 1280–4, 1553–5 y 1564; y en Ranas, 1491–1499.

Muchos atenienses se rieron de Sócrates gracias a Aristófanes. El propio Sócrates lo menciona en la Apología de Platón como fuente de los más antiguos acusadores.39 Si esa composición contribuyó a retratar una imagen “falsa” de su persona, de acuerdo con la percepción de Sócrates, justamente por ello no se trata de una referencia despreciable tratándose de un conciudadano de Atenas. Más todavía, la cuestionable participación política que de hecho tuvieron algunos de los más próximos seguidores de Sócrates –como Cármides y Alcibíades– muestra que al menos una de las acusaciones que hacen las Nubes, esto es, que los discípulos de Sócrates aprendían a imponer los argumentos injustos sobre los justos, no era de forma alguna improcedente.

Otro testimonio sustantivo –sobre todo, filosóficamente– es el de Aristóteles. Sin embargo, es mucho más distante e indirecto ya que, cuando Aristóteles nació (en 384 a. C.) ya habían pasado quince años de la muerte de Sócrates. Aristóteles sólo conoció a Sócrates por sus discípulos, sobre todo Platón. También sabemos que Aristóteles no era precisamente un historiador de la filosofía sino un filósofo con categorías muy fuertes al “leer” a quienes lo precedieron, sin mucho más sentido que presentar a los otros como antecedentes dialécticos de sus propias concepciones.40De modo que su Sócrates es, como no podría ser de otro modo, un Sócrates demasiado aristotélico.

Aunque durante la Antigüedad helenística el testimonio de Platón recibiera más o menos el mismo tratamiento que el de Jenofonte,41 modernamente, los filósofos e historiadores de la filosofía terminaron por privilegiar el testimonio de Platón. Las razones son diversas y todas dicen respecto de la propia filosofía. Sócrates es una especie de padre para la filosofía, algo así como un Freud para el psicoanálisis y, para hablar del padre, nada mejor que los testimonios de dentro de casa. Pero no es sólo eso: el valor filosófico de los Diálogos frente a los otros testimonios conservados es innegable. Entre los textos que llegaron hasta nosotros, ninguno llegó filosóficamente tan a fondo cuanto Platón. Tal vez por las condiciones materiales de un aristócrata, por una cuestión de talento, o de simpatía, o de olfato, o de amistad, o de amor, o por todo eso o alguna otra cosa misteriosa atravesando la relación entre alguien que enseña y otro que aprende, el resultado de la inspiración socrática en Platón es impresionante. Quizá por eso, en la medida en que ninguno de los testimonios ofrece una versión históricamente muy confiable de las ideas de Sócrates, los estudiosos privilegian el registro más interesante. Con todo, en los últimos años surgieron, entre los helenistas contemporáneos, movimientos contrarios para privilegiar algunos otros testimonios que los platónicos.42

Como el texto y la imagen de Sócrates que ofrecen los Diálogos de Platón son complejos, polémicos, contradictorios, los retratos de Sócrates tienen una característica semejante: es elogiado y recuperado desde perspectivas filosóficas, pedagógicas y políticas encontradas y también es, igualmente, impugnado por voces fuertemente discordantes en sus presupuestos teóricos y epistemológicos.

II. En el primer año del siglo IV a. C. Sócrates es acusado por Anito, Meleto y Licón que representan tres grupos sociales de peso en Atenas: los políticos, los poetas y los trabajadores manuales. Leemos eso en la Apología de Sócrates de Platón, uno de sus primeros Diálogos. La Apología fue escrita, en algún momento, en los diez o quince años posteriores al juicio de Sócrates.43 Es, curiosamente, el menos dialógico de los primeros Diálogos de Platón. Normalmente, Platón coloca como título de ese diálogo el nombre de quien se atreve a hablar con Sócrates. En la Apología, es el propio Sócrates que está en el título, y allí está bien localizado porque el texto es casi un monólogo de Sócrates, solamente interrumpido por un corto intercambio con Meleto (uno de los tres acusadores), entre 24b e 28a. A primera vista parece una curiosidad, pero no lo es. El monólogo de Sócrates es un monólogo sobre sí. Como en ningún otro Diálogo, Sócrates explicita su percepción de sí mismo y de los sentidos de su vida. Otro dato curioso es que la Apología es el único texto platónico en que Platón no deja dudas sobre su presencia en la escena que está siendo relatada; en efecto, allí44 aparecen dos de las tres únicas menciones que Platón hace de sí mismo en todo el corpus.45

Precisamente, en la Apología, Sócrates –o Platón, aquí no interesa mucho esa distinción– inventa un lugar para la ignorancia, en la filosofía y en la educación, a través de un mito. El mito dice que un amigo de Sócrates, Querefonte, va a consultar al oráculo del dios Apolo acerca de si existe alguien más sabio que Sócrates en Atenas y la pitonisa, una campesina al servicio de los sacerdotes apolíneos, responde que no existe nadie más sabio que Sócrates. Sócrates no explica de donde sacó su amigo la extravagante idea de visitar un oráculo y preguntar semejante cosa, pero ese es otro problema, tiene que ver con otro mito, el de Sócrates, construido en buena parte por el propio Platón, única fuente antigua de la anécdota. En todo caso, Sócrates dice que no entendía mucho la respuesta del oráculo porque, por un lado, él tenía poca conciencia de ser un hombre sabio y había muchos hombres con reputación de sabios en su ciudad; por otro, no podía pensar que el oráculo de Delfos no dijera la verdad. De modo que, para descifrar el enigma del oráculo (¿cómo es posible que un hombre que no tiene consciencia alguna de sabiduría sea el más sabio en una sociedad en la que la sabiduría está llena de pretendientes y aduladores?), Sócrates sale a las calles a “ver qué pasa”.

El final de la historia es conocido, aunque no siempre es contado con al menos cierto cuidado. La cuestión es que Sócrates interroga a todos los que parecen ser sabios y nadie lo es verdaderamente. De hecho, dice conversar con tres grupos de ciudadanos: a) los políticos, que son los considerados más sabios por sí mismos y por sus conciudadanos, pero que no lo son realmente.46 Y lo peor es que cuando alguien como Sócrates les muestra su ignorancia, reaccionan violentamente. Después, Sócrates interroga a los poetas y el resultado no es muy diferente: los poetas dicen cosas lindas, pero lo hacen por inspiración divina: transmiten un saber que no es propiamente de ellos.47 Digamos que no saben lo que dicen, no pueden dar cuenta de sus propias palabras. Finalmente, Sócrates interroga a los trabajadores manuales. Estos son los más sabios entre los tres grupos examinados y tienen un verdadero saber que Sócrates desconoce. Pero su problema es que no perciben los límites de su saber, piensan que ese saber se aplica también “a las cosas más importantes” y eso empaña lo que saben.48

Al fin, Sócrates percibe el sentido de la sentencia oracular: él es diferente de todos los otros, es el único que no presume o imagina saber. Así, el oráculo se vale de él como de un ejemplo, modelo o paradigma49 para mostrar que entre los hombres el más sabio es aquel que “percibe que nadie es verdaderamente valioso en relación con el saber”.50

Ese recorrido explica para Sócrates, no sólo por qué es el más sabio en Atenas, sino también las calumnias que circulan en torno de su figura. Son los boatos de los resentidos, él diría, las voces coléricas de los que no aceptan habitar la casa de la ignorancia. De hecho, el problema no pasa por ser o no ser ignorante. No es eso lo que está en juego. Para Sócrates, todos somos ignorantes. Lo que esos seudo-sabios muestran, en la perspectiva socrática, es una forma particular de relación con la ignorancia: la niegan, la eluden, la ocultan; en la forma externa en que se presentan, se muestran ignorantes de su propia ignorancia. Esa forma de relación es grave porque impide relacionarse de una manera más interesante con la propia ignorancia. En la perspectiva de Sócrates, el haber puesto en evidencia esa ignorancia generalizada de la propia ignorancia es lo que fundamenta las calumnias en su contra.

De modo que, desde una perspectiva socrática, lo que diferencia los seres humanos no es la sabiduría o la ignorancia. Vamos a escribirlo otra vez, para que no queden dudas: todos los seres humanos somos ignorantes. Todos. Lo que nos diferencia es nuestra posición en relación con la ignorancia: la aceptamos o la negamos; la acogemos o la espantamos. Sócrates dice que él es el único ateniense que la acepta. Eso lo hace el más sabio de todos.

Podría argumentarse que este mito de la ignorancia está plagado de contradicciones y que no pasa de un sofisma sofisticado.51 Podría cuestionarse, por ejemplo, cómo es posible que Sócrates esté tan seguro de su interpretación de la sentencia del oráculo, que sugiere, precisamente, el escaso valor de todo saber humano. Al fin, ¿su interpretación no es un saber? En otras palabras, ¿cómo Sócrates puede afirmar al mismo tiempo que lo que él sabe no tiene gran valor y presentar su propio saber como algo verdadero y justo? Su posición frente a la ignorancia, ¿no lo eximiría de afirmar cualquier saber aun en relación con ella? Tal vez sea conveniente notar que Sócrates no presenta ese saber como propio, sino precisamente como un saber divino, el único tipo de saber que puede ser llamado de tal. Ese es el valor principal de la referencia al dios Apolo en el medio de una acusación de ateísmo o irreligiosidad: poner a la divinidad como única fuente de saber legítimo y a sí mismo como un mero agente de una misión y una sabiduría que no son humanas. Con esta doble remisión, el mito pretende legitimar no sólo el saber verdadero del cual es portador, sino también la propia relación afirmativa de Sócrates con la ignorancia.

En todo caso, Sócrates acaba fundando el mito de la sabiduría de la ignorancia. Es un gesto de fuerza tremenda, una formidable inversión de las apariencias. A primera vista, la ignorancia es un vacío, una falta, un defecto. La sabiduría, su contrario. Con todo, en el plano humano, Sócrates da vuelta las cosas. Para un ser humano que de verdad quiera saber, no hay posición más paralizante que la postura de sabio y nada más movilizador que el gesto afirmativo de la ignorancia. La ignorancia sabe; la sabiduría ignora. Este es el gesto tremendo de Sócrates, su fundación. En el ámbito de lo humano, las cosas no son lo que parecen. Más todavía, ¡ellas son lo opuesto de lo que parecen! La ignorancia también no es lo que parece. Después de Sócrates, nunca más podrá volver a serlo.

III. El mito de la ignorancia es también el mito de la filosofía, porque después de interpretar que es el hombre más sabio en función de su relación con la ignorancia, Sócrates afirma que esa relación lo hace alguien que philo–sopheîn, desea saber. Esto es, la misma razón que hace de Sócrates el más sabio de todos los hombres –su simpatía (en sentido griego, de un páthos compartido) con la ignorancia– hace de él, no un sabio, sino un filosofante.

El legado de Sócrates para la filosofía no es menor. Lo que sugiere, en otras palabras, es que la filosofía en cuanto filosofar no radica en ningún saber positivo, en sistema, teoría o conocimiento alguno, sino, sobre todo, en una relación con el contrario del saber, la ignorancia. Lo que la filosofía hereda de Sócrates es una manera de pensarse y practicarse a sí misma que parte del principio de hacerse cargo de la propia ignorancia. Antes de un saber o de una relación con el saber, practicar filosofía es ejercer una cierta relación con la ignorancia, en el pensamiento y en la vida. Esta es también una herencia de Sócrates.

Al mismo tiempo, el mito de la ignorancia tiene ecos interesantes para la educación. Después de contar el mito de la ignorancia y de atribuirse esa misión divina, Sócrates se identifica con un tábano que despierta al caballo, grande y de bella raza, pero dormido a causa de su gordura, con el cual compara a su ciudad, Atenas.52 Una vez más, revestido de una tarea divina, Sócrates se presenta a sí mismo como el único despierto en una ciudad donde todos duermen; es el único que no presume saber, que cuida de la ignorancia y de lo que es más importante: de sí propio, del pensamiento, de la verdad y del mejoramiento del alma53 y no como todos los otros atenienses que cuidan de las riquezas, la reputación y el honor, en suma, de lo que es menos importante.

De manera que cuidar de la ignorancia es también una cierta manera de cuidar de sí mismo, de lo que Sócrates considera más valioso en cada uno. Por alguna razón misteriosa que él llama de misión divina, la cuestión es que Sócrates decidió hacer eso no sólo con sí mismo, sino también con todos los otros que tuvieran interés en ponerse a sí mismos en cuestión, sin importar su edad o su riqueza.

Por eso, aunque Sócrates diga, en la misma Apología, respondiendo a las acusaciones en su contra, que “jamás he sido maestro de nadie”,54esa forma de presentar su “misión” muestra el evidente impacto educativo de su práctica. Más todavía, Sócrates dice a los jueces que lo condenaron que, como consecuencia de su muerte, muchos jóvenes continuarán haciendo lo que él hacía.55 De modo que en su misma defensa, Sócrates confirma la pertinencia de la acusación. Lo que Sócrates parece querer hacer, negándose a sí mismo como maestro, es diferenciarse de los instructores profesionales de su tiempo. Es cierto, entre ellos había al menos dos diferencias significativas: a) Sócrates no cobraba por enseñar; b) en la relación pedagógica no ofrecía conocimiento alguno.

Como respuesta a una acusación que dice que enseña a otros a hacer lo que él hace, su argumento es bastante débil y su condena parece lógica: aun aceptando sus razones y diferenciándose de los instructores profesionales de su tiempo, su defensa refuerza la acusación en su contra. De hecho, Sócrates no es acusado de ser un instructor, de transmitir conocimientos o de cobrar por sus enseñanzas. Más aún, todas estas prácticas eran bien vistas en la Atenas de su tiempo. Al contrario, Sócrates es acusado de “corromper a los jóvenes”. Y sólo desde la propia perspectiva socrática, corromper a los jóvenes puede tener que ver con cobrar por enseñarles o con transmitir conocimientos. Para el estado de cosas de la época, no es así, sino que justamente por eso Sócrates era un corruptor: porque no hacía lo que profesionales de la educación hacían, no afirmaba ni transmitía los saberes que debían ser transmitidos. De modo que aunque su diferenciación de los instructores profesionales sea pertinente y legítima, con ella no consigue refutar la acusación en su contra, por el contrario la refuerza. Una vez más, con Sócrates las cosas son lo contrario de lo que parecen.

De todos modos, aunque no le sirva como defensa, la intervención de Sócrates ayuda a pensar porque, justamente, lo que Sócrates niega, o al menos cuestiona al no querer ser considerado un maestro, es que sea necesario, deseable o aun posible formar alguien, a partir de las técnicas y los conocimientos que un maestro domina.56 Tal vez lo que Sócrates quiera decir es que nunca se ocupó de formar a nadie, aunque no haya impedido a nadie de aprender con él, porque no es eso lo más interesante en la relación pedagógica. Por consiguiente, quién sabe, de esa manera Sócrates alude a una cuestión más radical y significativa: que educar tal vez tenga que ver con transmitir una cierta relación de cuidado, en primer lugar, con la propia ignorancia y, de una manera más general, consigo mismo. Sócrates afirma más de una vez que nunca transmitió ningún saber,57 a no ser una cierta relación con la ignorancia, con el propio pensamiento, con lo más valioso de cada uno.

De esta manera, el mito de Sócrates es también el mito de la educación. Sócrates no da conferencias, no crea ninguna escuela, no crea ninguna institución, no tiene ningún conocimiento a transmitir. Su enseñanza primera, fundadora, es que no hay nada que enseñar, a no ser que cada uno debe cuidarse a sí mismo. La única cosa que le interesa transmitir no es un saber, sino una inquietud, la inquietud de sí.

Foucault exploró magníficamente esa intervención en sus últimos años de cursos en el Collège de France (1982–4). En una de sus últimas clases dice que:

En relación con la palabra del docente, Sócrates establece una diferencia, si ustedes quieren, a través de una inversión. Allí donde el docente dice: yo sé y escúchame, Sócrates va a decir: yo nada sé y si me ocupo de ti no es para transmitirte el saber que te falta, es para que comprendas que nada sabes, que aprendas por eso a ocuparte de ti mismo.58

La conclusión que Foucault extrae de la intervención socrática es que ella inventa una nueva forma de decir la verdad, una forma valiente de un decir verdad que se despliega en el examen de las almas y que ya no es más un decir verdad político sino ético.

Tal vez allí radique justamente el gesto socrático: el nacimiento de una ética de la ignorancia; mejor, una ética de una cierta relación con la ignorancia. Este Sócrates sería alguien que no enseña para que el otro sepa lo que no sabe sino para que aprenda a relacionarse de otra manera con su no saber. Para que el lugar de un impostor saber sobre sí lo ocupe una cierta relación de cuidarse y ocuparse de sí mismo, nacida y nutrida del vacío afirmativa que instala la propia ignorancia.

¿Qué tiene que ver todo esto con la práctica filosófica con niñ@s? ¿Qué aprendemos los que estamos interesados en esa práctica del mito de la ignorancia de Sócrates? Muchas cosas. En primer lugar, una cierta posición respecto del saber filosofía, del saber enseñarla y de un saber otro, como el saber infantil. En este sentido, apreciamos los inconvenientes de una relación de pose, demasiado segura de sí, con respecto a esos saberes. En segundo lugar, notamos una cierta relación con la propia infancia que puede ser interesante modificar. Así, el discurso más usual en este campo dice que la filosofía es llevada a los niños por los beneficios que les llegaría a proporcionar: los haría más críticos, más creativos, más democráticos, etc. Bueno, todo esto puede ser muy legítimo pero tal vez sea interesante pensar, inspirados por el mito de la ignorancia, otra forma de pensar sentidos educacionales para la práctica de la filosofía con niños; tal vez la filosofía nos permita, junto a nuestra obsesiva pasión por enseñar competencias y habilidades, abrir espacio para otras cosas y otras formas de relación con la infancia. Quizás sepamos demasiado sobre la infancia, sobre cómo educarla. Quien sabe podamos pensar una relación con la infancia más allá de la formación, una infancia de la educación y no sólo una educación de la infancia. Finalmente, quizá el mito de la ignorancia ayude a pensar también en modificar algunas cosas de la relación que tenemos con nosotros mismos, de ese modo, a lo mejor nos ayuda a cuidar de lo que no cuidamos y a atender lo que no atendemos.

Notemos que la ignorancia y la infancia están juntas, desde la etimología: las dos se construyen sobre un prefijo de ausencia o negación, en un caso sobre el conocimiento, en el otro sobre el habla; tal vez el mito socrático nos ayude a ver allí formas afirmativas y no negativas, potencias y no debilidades; presencias y no ausencias. En este sentido, el mito de la ignorancia puede ayudarnos a reposicionar la infancia en las prácticas filosóficas con niñ@s, como una figura que, acaso, nos permitirá pensar un pensamiento que no pensamos, vivir una vida que no vivimos; un pensamiento y una vida que no sabemos de antemano pero que ese encuentro con la infancia –en el pensamiento y en la vida– puede ayudarnos a pensar y a vivir. Así, la ignorancia y la infancia son una condición y una fuerza, una presencia y una potencia.

Atentos a entender mejor esa fuerza paramos por aquí un texto que tiene como título “La fuerza inspiradora de la ignorancia en un encuentro con la infancia”. El lector juzgará los alcances del mito socrático en la forma aquí presentada. Esperamos haberlo ayudado a pensar el valor pedagógico y filosófico, ético y político, de cierta relación con la ignorancia; y también en la fuerza paradojal del pensamiento, en la importancia de afirmar siempre una relación filosófica con la infancia aun, o sobre todo, cuando se la invita a ejercitar la filosofía, a compartir el pensamiento filosófico en su dimensión de experiencia. Este texto es, al fin, una invitación a dar vuelta esas relaciones, a dejarse invitar por la infancia y la ignorancia, a un encuentro afirmativo, en el pensamiento y en la vida.

Bibliografia

1. Tovar, A., Vida de Sócrates, Madrid, Revista de Occidente, 1953, p. 61.        [ Links ]

2. Clay, D., “The origins of the socratic dialogue”, en: Waerdt, P., (ed.). The Socratic Movement, NY, Cornell, 1994, p. 25.        [ Links ]

3. Foucault, M., Clases del 15 y 22 de febrero, Paris, Collège de France, 1984, p. 12.        [ Links ]

Notas

1. Me refiero, entonces, a un campo amplio. No pretendo aquí limitarme a una corriente o grupo específico sino a un movimiento diverso y complejo que reúne, en terreno educacional, la filosofía y l@s niñ@s.

2. Más de un lector puede estar pensando en otros nacimientos de la ignorancia en el mismo contexto de la Antigua Grecia. Por ejemplo, podría pensarse en el nacimiento que le ha dado Gorgias, igualmente potente, interesante. En todo caso el nacimiento socrático no es el único nacimiento de la ignorancia en el contexto griego.

3. “állous tautà taûta didáskon”, en Platón, “Apología de Sócrates”, Diálogos, p. 19b.

4. Cf. Tovar, A., Vida de Sócrates, Madrid, Revista de Occidente, 1953, p. 61.

5. Platón, Teeteto, 149a.

6. Cf. Platón, Eutidemo, 297e.

7. Diógenes Laercio, Vidas, II 18.

8. Cf. Liddell, H., Scott, R., A Greek English Lexicon, Oxford, Clarendon Press, 1958/1966, p. 353 e 1048-9; También Cf. Moscone, R., Sócrates. Sólo sé de amor, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, pp. 42-9.

9. Cf. Tovar, Vida de Sócrates..., cit., p. 79.

10. Cf. Platón, Apología, 34d; Cf. Fedón 60a e 116b.

11. Cf. Tovar, Vida de Sócrates..., cit., pp. 80-81.

12. Cf. Ibid., p. 86 y ss.

13. Cf. Platón, Teeteto, 143e ss.; Cf. también Jenofonte, Banquete V, p. 4 y ss.

14. Tucídides, Histórias II, 40.

15. Cf. Tovar, Vida de Sòcrates..., cit., p. 274 y ss.; También Cf. Brickhouse, T., Smith, N., Sócrates on trial, Princeton, Princeton University Press, 1989, pp. 174-9.

16. Cf. Platón, Apología, 33a-b; También Cf. Jenofonte, Memorabilia, I.1.18 e IV.4.2 e; También Cf. Brickhouse, Smith, Sócrates on trial..., cit., p. 177.

17. Cf. Platón, Apología, 17d.

18. Cf. Platón, Fedón, 60d.

19. Cf. Diógenes Laercio, Vidas, II 121.

20. Aristófanes, Aves, 1280-4.

21. Cf. Clay, D., “The origins of the socratic dialogue”, en: Waerdt, P., (ed.). The Socratic Movement, NY, Cornell, 1994, p. 25.

22. Cf. Waerdt, P.,The Socratic Movement, NY, Cornell, 1994, p. 7 y ss.

23. Cf. Giannantoni, G., Socratis et Socraticorum reliquiae, Napoli, Bibliopolis, 1990.

24. Cf. Platón, Fedón, 59b-c.

25. Cf. Aristóteles, Poética, II 1447b.

26. Cf. Clay, D., “The origins of the socratic dialogue”, en: Waerdt, The socratic Movement…, cit., pp. 27-30.

27. Cf. Jenofonte, Memorabilia, II.6.1.

28. Cf. Diógenes Laercio, Vidas, III 34.

29. Cf. Platón, Fedón, 59c.

30. Cf. Platón, Apología de Sócrates, 33e.

31. Cf. Clay, D., “The origins of the socratic dialogue”, en: Waerdt, The socratic Movement… cit., pp. 44.

32. Platón, Carta II, 314c.

33. Cf. Vlastos, G., Socrates. Ironist and Moral Philosopher, New York, Cornell University Press, 1991, pp. 45-80.

34. Cf. Clay, D., “The origins of the socratic dialogue”, en Waerdt, The socratic Movement…, cit., pp. 31-2.

35. Cf. Brickhouse, Smith, Sócrates on trial…, cit., p. 1.

36. Cf. Clay, D., “The origins of the socratic dialogue”, en Waerdt, The socratic Movement…, cit., p. 42, n. 43.

37. Cf. Jenofonte, Apología de Sócrates II, 27; También Cf. Jenofonte, Memorabilia V, 8, 4-11

38. Cf. Eggers Lan, C., Estudio Preliminar In: Apología de Sócrates, Buenos Aires, Eudeba, 1986, p. 43 y ss.

39. Platón, Apología de Sócrates, 19c.

40. Cf. Cherniss, H., La crítica aristotélica a la filosofía presocrática, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1991, passim.

41. Cf. Long apud Waerdt, 1994, p. 7, n. 18.

42. Cf. por ejemplo, el trabajo de Waerdt P., (org.), 1994.

43. Por lo tanto, entre el 399 y el 384 a.C.; Cf., Brickhouse, Smith, Sócrates on trial…, cit., pp. 1-2.

44. Cf. Platón, Apología, 34a e 38b.

45. En la otra, Fedón justifica la ausencia de Platón en los últimos momentos de Sócrates: “me parece, está enfermo”; Cf. Platón, Fedón 59b.

46. Cf. Platón, Apología, 21c.

47. Cf. Ibid. 22b-c.

48. Cf. Ibid., 22d-e.

49. Parádeigma, Cf. Ibid., 23b.

50. Ibid., 23b.

51. Aunque no voy a considerar sus tesis en este texto, una crítica aguda, política, muy sugerente, de la “ignorancia” de Sócrates se encuentra en el libro El maestro ignorante de J. Rancière (Barcelona: Laertes, 2004). La he analizado con algún detalle en Infancia. Entre la educación y la filosofía (Barcelona, Laertes, 2004).

52. Cf. Platón, Apología, 30e-31c.

53. Cf. Ibid., 29e.

54. Ibid., 33a5-6.

55. Cf. Ibid.,39c-d.

56. Aunque no podemos ocuparnos aquí, por ejemplo, del Menón y del Laques esos dos diálogos también tematizan esta misma cuestión.

57. “nadie jamás aprendió nada de mí...”, Platón, Teeteto, 150d.

58. Foucault, M., Clases del 15 y 22 de febrero, Paris, Collège de France, 1984, p. 12.