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vol.28 número2Decantando la metafísica descriptiva de Kant desde una perspectiva AnalíticaHoyo, E.; Patarroyo, C. y Serrano, G. (eds.), Kant: entre sensibilidad y razón, Bogota, Universidad Nacional de Colombia, 2006, 243 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME v.28 n.2 caracas dic. 2008

 

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La ética kantiana en una lectura de revisión

Ezra Heymann

El autor que destina escritos al público cuenta con la comprensión que sus palabras puedan suscitar en los lectores. Por medio de ellas, de su poder evocatorio, propone evidencias que espera ser participables y ofrece argumentos con los cuales invita al lector a seguir los pasos de su razonamiento examinándolos en cada frase que pueda leer. El diálogo nuestro con el filósofo que leemos no es entonces un mero deseo, no es un mero desideratum, sino una condición de la posibilidad de conocer y apreciar su propuesta, de poder dar cuenta del orden y de las conexiones en las cuales la pretensión del autor de que sus señalamientos sean admitidos pueda ser validada. Ahora bien, en el caso de la ética kantiana, la Fundamentación de la metafísica de las costumbre se plantea de antemano como una interpretación de la moralidad común que Kant supone que es compartida y consolidada en sus juicios cotidianos por cada uno de sus lectores. Partirá entonces de ciertas complicidades con el supuesto lector, y su propuesta propia se presenta más bien como un análisis teórico de la conciencia moral que supone compartida. Para ella tiene sin embargo que comenzar con la evocación de múltiples facetas de nuestros aprecios y de nuestras evaluaciones, y de proponer también ciertas estilizaciones suyas y jerarquizaciones que aun cuando encuentran sus resonancias en nosotros, ya no resultarán ser de aceptación incondicional e incuestionable. Sin desmentir la idea de una moralidad común y aun acogiendo la fuerte apelación moral kantiana, no tardamos los lectores en notar una vez más la permanente posibilidad del surgimiento de diferencias en la sensibilidad a la cual responden los pensamientos morales de cada uno, diferencias en parte ya arraigadas en nosotros, en parte imprecisas o a punto de aflorar de manera imprevista.

Definitivamente, más que sus obras de filosofía teórica, mucho más afectados por la incertidumbre de su interpretación y por las mil reservas y salvedades incluidas, los escritos fundamentales de la ética kantiana han encontrado en muchos de nosotros un eco fuerte y decidido. Vale entonces la pena intentar un doble recorrido: repensar y darnos cuenta de cuáles han sido las razones por las cuales esta ética nos interesó fuertemente, y ponderar los múltiples alcances de los conceptos claves que Kant pone sucesivamente en obra para comunicarse con el lector. Una obra literaria puede ser considerada desde el punto de vista de una estética de la obra como un objeto que encaramos -por cierto a través de sus articulaciones- como un todo o que dejamos de lado intocado. Pero si hiciésemos lo mismo con una obra filosófica o con una obra científica, entonces la consideraríamos como una obra de arte (lo que es siempre posible hacer) y no como un discurso dirigido a nosotros que reclama no un juicio global, sino respuestas y negociaciones sucesivas. Por cierto, nuestra comprensión de las partes se irá modificando por el conocimiento del conjunto, pero un diálogo no puede realizarse cada vez sino por partes, paso a paso, a través de las salvedades y de las acotaciones que el lector le impone a la obra como condiciones de su aceptabilidad.

En el orden del primero de los recorridos que nos proponemos, el impacto de los temas éticos planteados por Kant es inmediato y no depende necesariamente de la argumentación específica por medio de la cual Kant trata de ordenar estos temas morales y eventualmente, en algún sentido de la palabra, darles una justificación. La jerarquización de los temas kantianos variará en cada receptor, pero podemos hablar en nombre de muchísimos cuando decimos cual ha sido el tema kantiano que más inmediatamente nos habla desde que tomamos conocimiento de su pensamiento ético. Es la idea planteada en la segunda formulación del imperativo categórico: la persona como fin en sí misma o la humanidad en cada uno como fin en sí misma.

¿Qué es lo que llama la atención aquí y que convoca nuestra adhesión a esta fórmula? No se reducen a una sola las ideas contenidas en ella. Quizás su atractivo primero deriva de que protesta contra la instrumentalización y contra el desprecio del individuo, de la persona en particular; un desprecio que llama tanto más la atención cuando se hace en nombre de la nación, de la clase o de la misma humanidad: del querer hacer la felicidad de la humanidad de tal manera que ninguna persona en particular cuente en este inmenso mar y en vista de un proyecto de tal magnitud. Contiene un fuerte llamado contra las ideologías políticas que al pedir el sacrificio de la individualidad comienzan por exigir como Tertulian el sacrificio del intelecto propio, y ante todo, por negar el respeto que merece e inspira cada persona en particular. La palabra clave no contenida en esta fórmula kantiana, pero que nos permite dar cuenta de su alcance es el respeto. Esta palabra, más exactamente las alemanas de Achtung y de Ehrfurcht que se le aproximan, aparecen utilizadas más bien para describir el sentimiento que inspira lo que Kant denomina -en forma muy característica para su pensamiento- “la ley moral en nosotros”. Hace falta entonces una consideración más atenta para darnos cuenta de su involucración en la idea de un fin en sí mismo.

La noción de un fin en sí mismo, en oposición a un fin que es buscado sólo en vista de otro fin, es reclamada como necesariamente implicada en toda actividad en el inicio de la Ética a Nicómaco, y remite a su vez al diálogo Lysis de Platón, así como a la clasificación de los bienes en el segundo libro de la República. Lo que da razón de la orientación de una actividad, lo que hace que algo valga la pena, no puede ser indefinidamente diferido: debe estar a la vista más cercana o más lejanamente: debe poder ser entrevisto algo que es apreciado por sí mismo. En Kant sin embargo esta noción es más exigente, ya que implica no sólo que algo sea querido por sí mismo y no sólo en vista de otra cosa, sino también que su condición de fin no se deba tampoco al mero hecho contingente de que alguien se lo haya propuesto. Ha de ser algo que por su propia naturaleza sea lo querido. La filosofía de la Escuela tenía para ello una respuesta: lo que es necesariamente querido es el bien en general. Kant cita como una doctrina conocida: nihil appetimus nisi sub ratione boni. Nada deseamos a no ser bajo la razón del bien. Pero esta fórmula intriga más de lo que ilumina. “Puede significar: nos representamos algo como bueno cuando y porque lo deseamos (queremos); pero también: deseamos algo porque nos lo representamos como bueno, de modo que o precede el deseo como fundamento de determinación del objeto como bueno, o el concepto de lo bueno sea el fundamento de determinación del deseo (de la voluntad); ya que el sub ratione boni significaría en el primer caso: queremos algo bajo la idea de lo bueno; en el segundo caso: de acuerdo con esta idea, que debe anteceder al querer como fundamento de determinación del mismo.”1 Hace falta entonces aclarar en qué condiciones lo bueno se constituye como un fundamento determinante de la voluntad, y no es meramente la expresión de la investidura que un objeto recibe por ser deseado.

Que haya un fin en sí mismo significa entonces primero que haya algo que no es un mero instrumento para conseguir otra cosa y luego, más decisivamente, que sea relevante para nuestra voluntad por su propia naturaleza, y no por resultar ser seleccionado por la sorda facticidad de aficiones y preferencias dadas. Ahora bien, son muchas las cosas que queremos lograr de manera no contingente, no por una mera afición dada. sino por ser necesarias dada su naturaleza en conjunción con la nuestra propia. El aire, el alimento, el cobijo y la interacción con los semejantes nos son necesarios en vista de nuestra propia vida. Pero de cualquier modo, trátese de tales necesidades básicas, o de metas más optativas, en toda orientación hacia algún fin, puede afirmar Kant, nos consideramos a nosotros mismos, en tanto que se trata de nuestra acción y de nuestra vida que se despliega en ella, al mismo tiempo como fin en sí mismo. “Así se representa necesariamente el ser humano su propia existencia; en esta medida se trata de un principio subjetivo de las acciones humanas.”2

Cierta dificultad para una comprensión adecuada se presenta ya aquí. Esta tesis no puede significar que todo lo que hacemos lo hacemos únicamente porque nos sirve, y Kant aclara que la consideración de sí como fin en sí mismo vale “tanto para las acciones dirigidas hacia sí, como para las dirigidas hacia otros seres racionales”.3 ¿Valdrá esta afirmación aun en el caso del siempre posible sacrificio de sí? No vacilaremos en responder afirmativamente: que aun en este caso extremo no nos consideramos como un mero medio, sino que adherimos a una cierta concepción acerca de cómo hemos de vivir, de modo que aun anteponiendo la tarea, el servicio que hemos de prestar, la utilidad no egocentrada, no tiene porqué tratarse de una alienación, sino de una forma de vida elegida para nosotros mismos. Pero siguen habiendo aquí dudas estimulantes, por cuanto en este texto alternan las formulaciones en es y en debe. Parecen combinarse consideraciones acerca de una naturaleza dada con exigencias presentadas como racionales. ¿Diremos que es imposible que alguien actúe como hipnotizado por la gloria de otro? Aun si tuviésemos la audacia de afirmarlo, no es nada claro qué se puede inferir en el orden ético de ello, si se tratara de una especie de necesidad física o psicológica. En particular, ¿no ha dicho Kant enfáticamente que la razón práctica no puede apoyarse en nada en la tierra ni colgarse del cielo? Si se tratara de una especie de imposibilidad natural, entonces esto podría considerarse a lo sumo como una circunstancia más con la cual una ética debe contar, y no como el origen de un imperativo categórico.

Queda la posibilidad de considerar este principio como definitorio de una acción libremente asumida, y esto quiere decir no automáticamente desencadenada por un objeto o por su representación, sino que responde a una máxima ponderada, y ésta implica una regla de vida que uno se da, la forma en la cual uno estima que debe vivir. Es este uno de los puntos en los cuales ser y deber ser se interpenetran: es posible afirmar que en toda acción nos consideramos forzosamente como fin en sí mismo porque la noción de acción implica ya la concepción de un deber ser que responde no menos a una inquietud por la forma de la vida y del desempeño propio que por las metas a realizar. La acción regida por máximas, reglas subjetivas que nos formamos, es el punto de partida de la reflexión moral kantiana. Se trata en ella de poder dar cuenta de las consideraciones en virtud de las cuales cualificamos ciertas máximas como inaceptables y otras como admisibles aun como moralmente obligatorias. Nos formamos nuestras máximas para nuestro propio uso, en ella es cuestión de nosotros mismos, aun siendo así que orienta una acción que involucra en forma decisiva algo más que a nosotros mismos.

Los pasos decisivos serán sin embargo los que siguen, que llevan de la noción de fin en sí mismo subjetivo a un fin en sí mismo objetivo. El primero de ellos no presenta dificultades: Me doy cuenta que por la misma razón por la cual yo cuento en lo que hago, trátese en ello de mí mismo o de otras personas y cosas, así también los otros cuentan y son significativos en su propia vida y en su propio hacer. La pregunta con la cual se encara toda interpretación de la ética kantiana es entonces acerca del momento en el cual el cada uno para sí se transforma en la exigencia de la consideración mutua con la misma cualidad, y con ello del reconocimiento de deberes para con otros.

El paso hacia el reconocimiento mutuo como fines en sí mismos, en un sentido obligante, coincide con el paso que lleva al reconocimiento de la idea de un nexo sistemático que constituye un posible reino de los fines como un principio moral vinculante. Pero observemos que la magnitud de este paso, que lleva de la conciencia genérica de que cada uno es para sí mismo un fin en sí a una transformación consecuente de la acciones y actitudes de las personas, puede ser considerada de manera variada. En su forma mínima sólo implica la voluntad de una posible coexistencia de los que se consideran a sí mismo como fines y desean poder proponerse los fines que juzgan apropiados, de tal manera que éstos no se anulen mutuamente. En tanto que esto es la voluntad racional de cada uno se puede decir que cada uno, es legislador de tal orden de coexistencia posible. Pero nótese que ser legislador no presupone una disposición particular de ser cumplidor de las leyes estipuladas y comprendidas como racionales, así como no presupone necesariamente un interés por el otro y por sus fines. Este nivel implica sólo la comprensión de la necesidad de un orden jurídico que asegure a cada uno su ámbito de libertad de acción. Así pudo señalar Kant que aún un pueblo de diablos, con tal de que tengan entendimiento, buscará establecer una unión civil que administre justicia. Pero ¿tienen alguna posibilidad de lograrlo si son tan diablos, o aun sólo egocéntricos comunes y corrientes? Un sistema jurídico puede ser motivado exclusivamente por consideraciones egocéntricas, pero la unión civil que lo ha de respaldar implica además un empeño societario que funda un interés común, aun cuando éste no consista en otra cosa que en el mantenimiento del orden jurídico mismo. Kant puede decir, en consecuencia, que si bien el cumplimiento de las obligaciones estrictas para con los otros es meramente lo debido y puede ser reclamado coercitivamente, el interés que alguien pone en la institución del derecho es meritorio porque con éste la persona hace suyo el interés común. Es aquí que se manifiesta un cambio en las relaciones entre los seres individuales que se consideran como fines en sí mismos: de coexistentes se han transformado en socios de una empresa común, interesados en sus cualidades mutuamente cooperadoras que no se extienden solamente a las acciones propiamente dichas, sino también a la misma capacidad de pensamiento racional.

De las variadas caracterizaciones que Kant da de la razón es en particular elocuente la conocida de la Doctrina del Método en la primera Crítica (A738-39/B766-67): “Nada es tan importante en cuanto al provecho, nada tan sagrado, que pudiera sustraerse a esta investigación examinadora. En esta libertad se basa la existencia misma de la razón, que no tiene prestigio dictatorial y cuyo dictamen es el acuerdo de ciudadanos libres, de los cuales cada uno debe poder manifestar sin inhibiciones sus dudas, y aun su veto.” Estas líneas recuerdan que la razón, entendida ahora como socialidad humana, no comienza con la unión política, sino ya con las más elementales vinculaciones de familia, de amistad y de compañía, en las cuales se forma en común un lenguaje y el juego de proponer, consentir y rechazar, de unión y de resistencia. En cada uno de estos núcleos de comunidad se trata no sólo de coexistir y cohabitar, sino también de valoraciones en común y de acreditaciones de estima que se mezclan con los afectos y las preferencias personales. Ahora bien, el paso de la parcialidad de los vínculos particulares a la unión civil, es un paso, incompleto por cierto, en dirección a lo que Kant concibió como reino de los fines en sí mismos, ya que se concibe la unión como garante de justicia, y a la vez como empeño mancomunado. Por esto no debe sorprender que Kant hable aquí de ciudadanos libres. La ciudadanía representa el punto de vista liberado de las ataduras particulares, y es de esta manera el ámbito de la razón.

Hume ha entendido ya muy claramente que la simpatía, el vinculo humano original, no puede por si sola ser fuente de justicia, ya que siendo esencialmente parcial e injusta, la simpatía es precisamente la que necesita un correctivo racional. Pero el compartir de manera confiable tareas, independientemente de la inevitable variación del talante y de las emociones, da a su vez origen a un sentimiento vinculatario que Hume describe como sentimiento de obligación moral, a diferencia de la obligación natural que nos remite primariamente los unos a los otros en la necesidad de aunar fuerzas. El sentimiento de obligación moral es entonces una especie de sentimiento de gratitud en reconocimiento de la confiabilidad del otro, esto es, de persona que a su vez posee un sentido moral y lo ha puesto en práctica. Ahora bien, desde Hume a Kant notamos una acentuación de la dimensión ciudadana cosmopolita de la moralidad, en parte a expensas de la dimensión bipersonal4. En la obra kantiana se hará prioritario el punto de vista de un orden general posible, y en última instancia de la ciudadanía cosmopolita en un reino de fines en sí mismos.

Encontramos en este respecto, en lo que atañe la valoración de las personas, dos clases de enunciados en Kant. Tenemos por una parte como tema ético central el de la valoración moral, el respeto y el aprecio específico que suscitan en nosotros ciertas formas de pensar, aspirar y actuar, a diferencia de otras que consideramos ya como indiferentes, ya como despreciables, estando con ello en cuestión las condiciones de nuestra autoestima. Pero otro grupo de enunciados no responde a la pregunta por el valor ético, sino a la pregunta acerca de la orientación de las actitudes éticas, acerca de lo que en ellas se trata o de realizar o –prioritariamente- de cuidar y respetar, y en este orden el objeto del respeto no es el ser humano en tanto que es portador de virtudes morales, sino el ser humano a secas. Pero por más que no se le hace una previa evaluación moral, es objeto del respeto en tanto que persona a la cual se apela como potencial miembro de la comunidad moral: “Ahora bien, la moralidad es la condición bajo la cual sólo el ser racional puede ser fin en sí mismo; porque solo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines.”5 No está en cuestión aquí el haber cumplido satisfactoriamente con las exigencias morales, pero sí el ser concebido como estando bajo tales exigencias que pueden suponerse como siendo autoimpuestas. Es sólo en este orden, en la medida en la cual la racionalidad implica ciudadanía en un reino de fines, que se puede decir que la naturaleza racional existe objetivamente como fin en sí mismo.

Pero entonces ¿porqué comenzar con Kant con el fin en sí mismo subjetivo, basado en el difícil y complejo pensamiento de que con cualquier fin que se propone el agente se considera necesariamente a sí mismo como fin en sí mismo? La pregunta se impone tanto más por cuanto las perspectivas de poder fundar la ética en la mera estructura de la acción individual son poco promisorias. Sin embargo, no es difícil darse cuenta de la importancia de este señalamiento kantiano previo: solamente por cuanto cada ser quiere y estima su propia vida puede éste ser para los otros algo más que un útil, un inútil o una amenaza. No podemos apreciar en sí misma una vida que no significa nada para sí misma, que no encarece, aprecia y disfruta su propio ser, y así comprendemos que el fin en sí mismo objetivo, en cuyo reconocimiento se basa la comunidad moral, debe comenzar por ser para sí, subjetivamente, fin en sí mismo.

Al introducir Kant la noción de un fin en sí mismo, en un primer paso por medio de la consideración subjetiva de la propia existencia, como un fin siempre coordinado con sus fines particulares -el equivalente del amor de si rousseauniano- y en un segundo paso por el reconocimiento de la misma condición en los otros, indica una razón por la cual el otro no es solamente un socio en la comunidad moral al cual hay que comenzar por respetar para poder pedir de él que sea recíprocamente respetable, sino también alguien ante cuya existencia y presencia somos primariamente sensibles. Se da un sentimiento en el cual nos reconocemos en el otro, aun cuando nuestra hostilidad activa o pasiva, pero siempre latente –la designada como sociabilidad insociable- lo vuelve irreconocible. Este sentimiento es según la Doctrina de la virtud de la Metafísica de las costumbres una de las pre-condiciones de la moralidad.

La teoría de las “prenociones estéticas de la receptividad del ánimo para nociones del deber en general” en el Parag. XII de la Introducción a la Doctrina de la virtud presenta un pensamiento nuevo en la obra de Kant. Anteriormente se admitían sentimientos coadyuvantes que favorecen la vida moral, sentimientos que se desarrollan a partir de las acciones realizadas con conciencia de lo debido, y por cierto, implícitamente estaba presupuesta la capacidad de la sensibilidad humana de sentir respeto ante la ley moral. Pero ahora se hace explícito lo involucrado en esta condición sensible, y no se la caracteriza más con la extrema abstracción del “respeto a la ley moral” sino como un complejo de sensibilidades que se detallan como sentimiento moral, conciencia, amor al prójimo y respeto a sí mismo o autoaprecio. No puede haber una obligación de tener tales sentimientos, porque solamente a un ser que ya los tiene, como disposición natural, se le puede pedir una conciencia del deber: no se puede apelar moralmente a las piedras.

El amor al prójimo, llamado a continuación “amor del ser humano” (Menschenliebe) como precondición moral, le plantea una particular dificultad a la interpretación. Kant había distinguido el amor práctico de la benevolencia y el amor que es propiamente un sentimiento en el cual nos encontramos empíricamente afectados, un pathos, y que por ello se llama “patológico”. Ahora bien, el amor práctico, la benevolencia activa, es moralmente exigido, mientras que del amor humano, que es bajo el nombre de humanidad caracterizado en el Parag. 60 de la Crítica del juicio como sentimiento de participación y disposición comunicativa, se señala que no puede ser reclamado, ya que es la condición previa para que una exigencia moral sea pertinente. Allen Wood, quien ha hecho una aportación muy lúcida para la comprensión de esta idea, nos señala esta alternativa: o consideramos al amor humano como amor “patológico”, ya que es una precondición de la moralidad que no puede ser producido a voluntad y tiene por consiguiente el carácter de un afecto, o llegamos a la conclusión de que la disyunción de amor práctico y amor patológico no es completa6. El amor humano, reflejo del aprecio de sí, es entonces como una tercera forma, la disposición natural que es el punto de partida desde el cual el universo moral se constituye como algo más que un necesario marco de convivencia.

¿Cómo ubicamos ahora la noción de buena voluntad con la cual Kant asegura inicialmente la sintonía con el lector? Esta palabra rica y cálida, proveniente de una ya antigua tradición, le sugiere al lector en lo más simple y elemental una disposición favorable, benevolente, junto con la disposición a un empeño comprometido y efectivo. Este sentido que le oímos a la expresión se ve robustecida cuando ya en el primer párrafo leemos que los talentos del espíritu y las cualidades del temperamento pueden volverse muy dañinos cuando no es una buena voluntad que hace uso de ellas, y luego, con respecto a los dones de la fortuna, que hace falta que una buena voluntad “corrija todo el principio del actuar y lo vuelva apropiado a un fin general (o universal: allgemein)”. De acuerdo con estas observaciones la bondad de la voluntad se determina por lo benéfico de la meta que se propone realizar. Desde luego, si la fortuna no la acompaña y su propósito se ve frustrado ella sigue teniendo plenamente su valor interno, pero lo que le da este valor intrínseco, diríamos nosotros, es su orientación, su atención que va obviamente a otra cosa que ella misma. Su tarea primaria, su deber, es atender algo diferente de sí. Si no le interesara ningún objeto y ninguna situación fuera de sí misma, no sería una buena voluntad, sino una desastrosamente mala.

Aquí entra nuestra lectura en dificultades, ya que Kant negará a continuación que fuera el propósito y la dedicación a éste lo que determinaría la bondad de la voluntad. La relación de la voluntad con la representación de un objeto no puede ser directa, sino sólo mediada por la máxima: una regla que la voluntad se da a sí misma para su propio uso. Ella dejaría de ser voluntad libre si fuera simplemente determinada por sus objetos. Pero esta consideración perfectamente comprensible lleva de repente a que la voluntad kantiana pueda ser vista como dirigida ante todo a sí misma, como voluntad de voluntad, como lo formulará el ulterior Heidegger que veía en Kant una destacada expresión de la fatal rebelión del sujeto que supuestamente sería lo propio de la modernidad: una expresión de la voluntad de poder que no se reconoce todavía como tal.

Es lo diametralmente opuesto lo que representa para muchos de nosotros la ética kantiana. Su noción de un fin en sí mismo existente es aparentemente paradojal, ya que un fin es normalmente algo que no existe, sino que nos proponemos poner en existencia. Pero precisamente de esto se trata en la ética: de reconocer un necesario límite de todo hacer, de todo producir, que ha de comprenderse a sí mismo subordinado al cuidar y atender. Aquí comienza el arte homilético, el arte del vivir en interacción, del cual Kant pensaba equivocadamente que puede separarse de la práctica ética. ¿Quién ha dicha que el reino de los fines en sí mismos es un reino libre de conflicto? Se trata por cierto de una idea orientadora, pero no es necesario pensarla como la fórmula de una utopía. Es el lugar mismo en el cual fuimos acogidos al nacer y, aunque no lo parezca, el lugar en él que nos encontramos mientras tenemos alguna capacidad de iniciativa, un atisbo de humanidad.

Referencias bibliográficas

1. Kant, I. Grundlegung der Metaphysik der Sitten. Akad. IV, 429, cap II.         [ Links ]

2. Wood, A. Kant´s Ethical Thought. Cambridge University Press, 1996, pp.35-40.         [ Links ]

Notas

1. Kant, I., Kritik der praktischen Vernunft, Akademie Textausgabe Nachdr.,  1968,  V, 59, nota cap. “Sobre la noción de un concepto de la razón práctica pura”. (Indico el tomo y la pagina en la edición de la Academia. Las traducciones son mías. Para facilitar el cotejo con traducciones agrego también el título del capítulo correspondiente).

2. Kant, Grundlegung der Metaphysik der Sitten. Akad. IV, 429, cap II.

3. Ibid.V,438.

4. Véanse, sin embargo, los oportunos señalamientos acerca de la presencia de la relación bipersonal en la ética kantiana en Stephen Darwall, The Second Person Standpoint, Harvard U.P., 2006.

5. Kant, Grundlegung der Metaphysik ..., cit.,  IV, 434, cap.II.

6. Wood, A., Kant´s Ethical Thought, Cambridge University Press, 1996, pp.35-40. Véanse también sus precisiones en “The final form of Kant´s moral philosophy” contenido en Timmons, M. (ed.): Essays on Kant´s Moral Philosophy, Cambridge University Press, 2000.