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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME vol.31 no.2 caracas dic. 2011

 

Cortina, Adela. Neuroética y neuropolítica. Sugerencias para la educación moral. Tecnos, Madrid 2011, 262 pp.

Victoria Tenreiro

Universidad Central de Venezuela. victoriatenreiro@gmail.com

Con un estilo claro y sintético, Adela Cortina analiza el alcance de los aportes neurocientíficos dentro del campo de la ética y la política. En la obra se presentan viejos y nuevos debates de filosofía moral, pero esta vez implicados en su relación con las neurociencias: ¿Del “es” cerebral y evolutivo se puede pasar al “debe” moral? Dentro de un proceso de fundamentación ¿Es suficiente partir de una estructura moral basada en el cerebro? ¿Una teoría moral puede ser sólo descriptiva? ¿Podemos esperar que las investigaciones científicas tengan alguna relevancia para la vida cotidiana? ¿Cuál es el alcance de los experimentos dentro de la neuroética? En la respuesta a estas interrogantes se van desarrollando juicios razonados que ponen en evidencia los presupuestos de la autora. Una vez más, Cortina deja claros sus puntos de partida y, de este modo, delimita el debate.

La neuroética, que nace 10 años después de la llamada “Década del cerebro” (años 90), en la primera década del siglo XXI, surge inicialmente como Ética de la neurociencia, a través de la pregunta por las condiciones éticas de las investigaciones neurocientíficas; sin embargo, se ha abierto un segundo frente, donde las preguntas miran también al interior del campo ético, constituyéndose una Neurociencia de la ética. En esta dirección se orienta la obra.

¿Es posible respaldar la aspiración de una ética universal desde los aportes que han generado las investigaciones neurocientíficas? ¿Estos resultados apoyan la construcción de sociedades democráticas abiertas o cerradas? ¿Muestran que es posible la libertad humana? De acuerdo a ello, ¿cómo hay que educar a las nuevas generaciones? Estos son los interrogantes que animan el desarrollo de los diversos capítulos del texto. No se trata tanto de un nuevo campo, como de la consolidación del carácter interdisciplinario de la investigación centrada en la relación entre las ciencias del cerebro y la ética o Filosofía moral; sin duda, se abren nuevas posibilidades para beneficiar al hombre y a la humanidad, pero el debate es complicado.

Yendo más allá de los que pretenden haber dado con los fundamentos cerebrales de la conducta humana, Cortina se inclina por la idea que considera más ajustada a la realidad, donde la neuroética, “debería ser una tarea conjunta de éticos y neurocientíficos que estudian las bases cerebrales de la conducta moral, pero se preguntaría a la vez si esas bases proporcionan un fundamento para extraer de él obligaciones morales, es decir, para decir qué debemos hacer; o si, por el contrario, de la misma forma que hay bases psicológicas y sociales de la moral, hay también bases cerebrales, lo cual no significa que constituyan el fundamento de la vida moral” (46)

Adela Cortina no desarrolla su postura sin antes analizar las que considera más representativas dentro de la neuroética, dividiéndolas en dos grandes grupos: unas que podríamos identificar como excluyentes, sosteniendo que se puede fundamentar una ética universal en el cerebro, y de esta manera sustituir tanto las teorías éticas anteriores, como las morales religiosas; y otras más abiertas e incluyentes que, aunque también se proponen diseñar una ética universal desde las neurociencias, no pretenden descubrir los contenidos de esa ética universal, sino más bien una estructura moral universal de base cerebral que adquiere diversos modos de acuerdo a la cultura, y se encuentra dispuesta al diálogo con la filosofía y sus métodos.

Algunos representantes de las más excluyentes parten del supuesto de unas especies de universales éticos antropológicos o instintos morales universales, mientras que otros sostienen que lo universal está en nuestro modo de formular los juicios morales. Ante el primer caso, Cortina contrasta la supuesta universalidad con el hecho de que hay evidencia de culturas que han llevado a cabo prácticas contrarias a tales instintos. Igualmente critica al segundo grupo. Lo reconoce como aquellos neurocientíficos animados por encontrar respuesta a la disonancia cognitiva entre intuiciones y razonamientos: ¿Por qué una persona puede saber que algo está mal sin saber por qué? La formulación de juicios morales carentes de razones ¿no constituyen una evidencia de que son previos a la razón? En este sentido las investigaciones de Jonathan Haidt que son referidas en el texto, resultan muy interesantes.

Sin embargo, y apoyándose en diversos estudios que la autora va presentando en el capítulo 2 de su libro, algunas de estas investigaciones terminan por llevar a conclusiones donde la moral se concibe como una capacidad de supervivencia y adaptación adquirida en los procesos de selección evolutiva. “Habría pues, una capacidad, universalmente extendida, de distinguir entre el bien y el mal, que tendría función adaptativa” (71) De allí se suceden consecuencias políticas que no todos los neurocientíficos terminan por asumir, como por ejemplo que el contractualismo resulta ser la mejor fórmula política. Se abre la puerta desde la neuroética hacia la neuropolítica, de una capacidad de base cerebral, a un tipo de sociedad.

Con la intención de proyectar de un modo más preciso los resultados de las neurociencias en el ámbito ético y político, Cortina se anima a postular normas y conclusiones que se podrían derivar de las interpretaciones adaptacionistas que se van presentando, si pretenden ser fundamento de una ética universal: “amarás al cercano y rechazarás al extraño” (74) “Nos afectan más los dilemas personales que los impersonales, porque llevamos impresos por la evolución en el cerebro unos códigos morales, que prescriben la defensa del grupo, de los cercanos, desde la época de los cazadores-recolectores” (80), “la evolución salva al grupo porque es la forma de salvar a la persona” (81) o “las neurociencias nos permiten tranquilizar a las gentes, asegurándoles que existe un orden natural en el que pueden confiar” (81) Realmente no se trata de conclusiones que los neurocientíficos extraen expresamente pues, entre otras cosas, caen en cuenta de que algunas de ellas, por ejemplo, se oponen a códigos como los de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948, y no dan ese paso.

Hay “luces y sombras” que reconocer en esta aproximación a la neuroética. Una de las claves que la autora identifica como aporte de la neurociencia al ámbito de la ética consiste en que no ofrecerá tanto contenidos universales como una estructura o patrones abstractos derivados de las bases cerebrales (84,87). En segundo lugar, podríamos referirnos al debatido tema de la relación entre los sentimientos, las emociones y las razones morales; si bien se trataría de una tradición de vieja data (tema desarrollado en Cortina 2007), hoy las investigaciones neurocientíficas ponen de relieve que “reconocer el papel de las emociones y los sentimientos en la formulación de los juicios morales y en la vida moral en su conjunto es de primera necesidad” (85) De ahí que las preguntas que buscan aclarar la formación de los juicios morales se hagan, en consecuencia, fundamentales dentro de la investigación en neuroética. Tales interrogantes van desencadenando debates necesarios que nos llevan a consideraciones sobre la naturaleza humana o sobre los procesos de socialización y su influencia en la moralidad, que van abriendo y haciendo cada vez más enriquecedora la relación entre las neurociencias y la ética.

Pero viendo las posibles normas y conclusiones que se pueden proyectar a partir de los logros alcanzados, quizás uno de los planteamientos más importantes que hace Cortina es el de alertarnos ante la posición - ya señalada en otras épocas, pero hoy renovada en el ámbito de la neuroética- que pretende fijar el “debe” moral a partir del “es” cerebral. Si bien desde nuestros códigos cerebrales nos sentimos más afectados por los problemas de los cercanos que por los problemas de los lejanos, podemos también preguntarnos si es eso lo que queremos fomentar o si, en su lugar, yendo más allá de tales códigos, queremos promover el aprecio tanto a cercanos como a lejanos, incluso fuera de la “enfermiza costumbre” de no señalar más alternativas que las que se circunscriben a lo natural-sobrenatural. Y en este punto la posición de Adela Cortina es bastante clara: la pregunta moral es la pregunta por lo que debo hacer y la obligatoriedad que de allí deriva; se trata del “carácter exigitivo de normas, valores, sentimientos y virtudes a los que llamamos morales”(96) y no de sentimientos o valores sin más. Para hablar de moral, se parte de una obligatoriedad que no depende de conveniencias individuales que ninguna de las teorías éticas más relevantes ha estado dispuesta a reconocer como lo moralmente bueno (95), sino de razones que van más allá de lo personal o grupal. Al final, no todos los neurocientíficos pasan del “es” cerebral” al “debe” moral. Sin embargo, en algunos casos “…se comete la falacia ampliamente al asegurar que por fin vamos a diseñar una filosofía de la vida basada en el cerebro, una ética universal que sustituya a las anteriores”(73). Para Cortina la neurociencia aporta nuevas bases para una ética universal y no necesariamente su fundamento.

Pero así como la ética se lee vinculada a la política, así la neuroética se implica con la neuropolítica. Cuando aquellas posibles normas o conclusiones de la neuroética se abren a las preguntas por la vida compartida, conectan con el ámbito de la neuropolítica. No se va a tratar de neuropolítica entendida sólo como neuromarketing electoral, centrado en la intención de conocer y a veces manipular las emociones de los electores, sino de “…intentar averiguar si las bases neuronales de nuestra conducta nos preparan para asumir unas formas de organización política como superiores a otras y, en segundo lugar, si la democracia es la forma exigida por esas bases cerebrales, o si es preciso ir más allá de ellas” (102)

Finalmente, la referencia al equilibrio reflexivo también resulta problemática para Cortina; tampoco explicaría la obligatoriedad del deber moral, la presencia de una conciencia moral. Si se sostiene, siguiendo a Rawls, que el punto de partida para la síntesis son las intuiciones morales que ya tiene la sociedad, corremos el riesgo de que la teoría moral dependa, en primer lugar, de cómo se interpreten qué intuiciones, de acuerdo a qué sociedad ¿Cuáles se considerarían como “morales”? ¿Podrían variar de acuerdo a cada sociedad? La misma exigencia legal y política de respeto a todos los seres humanos que hoy en día atribuimos a las sociedades democráticas, también pone de relieve que la capacidad de reciprocar no resulta fundamentación suficiente. ¿Qué sucedería con los que quedan fuera del pacto social? ¿Tienen que ser protegidos sólo los que cooperan? De hecho no esperamos que sea así. El “debe” moral, una vez más, se escapa de la extensión que puede alcanzar la capacidad de reciprocar.

La postura de Adela Cortina es a favor de la necesidad de una teoría normativa con pretensiones de universalidad (143). Strawson aparece como referencia importante cuando plantea que vivimos unidos por expectativas recíprocas que extendemos más allá de las personas con las que hemos sellado un pacto social y que expresamos a través de sentimientos; la identidad moral de los mismos se atribuye a su carácter impersonal, pues los aplicamos a muchas personas, sean grupos o, en general, todos los sujetos responsables. De esta manera, el no ser reconocido dentro de estas relaciones de expectativa mutua viene a ser el mayor daño, y el acuerdo a través del diálogo el método para procurar la justicia.

No basta la reciprocidad como fundamento de la moral. “Es el reconocimiento recíproco de la igual dignidad el fundamento de una teoría de la justicia que interpreta en forma dialógica el derecho de cada ser humano a ser apreciado por sí mismo y su obligación de apreciar a aquellos, cercanos o lejanos, que forman parte del mundo humano. Y no sólo por afán de supervivencia, sino por vivir bien atendiendo a exigencias de justicia”(148)

Si existe o no la libertad, o cuál es su relación con la responsabilidad, parecen asuntos centrales no sólo para la neuroética, sino también dentro de otro ámbito normativo, como lo es el derecho. Aquí los problemas parecen menos acotados y debatidos. En principio podría suponerse, por sentido común, que a la demostración de ausencia de libertad le podría seguir ausencia de responsabilidad y, por lo tanto, necesidad de reforma legal para tratar los casos jurídicamente. Sin embargo, no todos están de acuerdo en que una cosa se siga de la otra. La discusión la presenta Cortina, pero no la desarrolla con la misma amplitud que los temas propiamente neuroéticos. Sólo indica, en la misma línea de lo que va diciendo en el resto de la obra, que le “…resulta difícil, por no decir imposible, cortar el vínculo entre libertad y responsabilidad, contentarse con seres racionales y responsables, de los que no nos importa saber si son libres” (210), aunque insiste en el valor de la libertad, no tanto para establecer culpables o inocentes, elemento fundamental dentro del ámbito jurídico, sino para sabernos capaces de un mundo mejor, en cuanto nos sabemos responsables en ello. Este es, considero, una de las premisas que subyacen a su tratamiento del tema de la libertad.

Con relación a la educación hay algunas conclusiones a las que se va llegando en el texto y que se recogen en el último capítulo. A través de las neurociencias se sabe de las bases cerebrales de una estructura moral, pero quizás lo más importante es que esa estructura y sus funciones se pueden modificar; es la plasticidad cerebral. “…Tras el nacimiento, el hombre desarrolla casi el 70% de su cerebro en interacción constante con el medio y con los demás seres humanos” (220) y es esto lo que más sentido da a la educación. Que naturalmente exista la tendencia a defender a los más cercanos y rechazar a los lejanos no quiere decir que eso sea lo que queremos promover para el tipo de sociedades que queremos construir. Es, sin duda, una referencia fundamental y un punto de partida que no podemos pasar por alto, pero la pregunta central parece ser la siguiente: ¿Hacia dónde queremos cultivar la razón y los sentimientos?

Razones y emociones están siempre presentes, y este es quizás otro de los aspectos a destacar. Así como es necesario dar y pedir argumentos que ayuden a cultivar la razón, también se requiere educar las emociones en diálogo con estas razones. Las neurociencias han ido aportando datos interesantes en este sentido.

El texto de Cortina limpia el tablero del juego de la interdisciplinariedad propia de la neuroética. Establece límites, no en el sentido en el que se cierran vasos comunicantes sino en cuanto se suma a la transparencia sobre las premisas que subyacen al ejercicio de cada una de las disciplinas y perspectivas que entran en juego. Esta puede ser, entre otras, una de las razones que nos acerquen a su texto.