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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME vol.36 no.2 caracas dic. 2016

 

El reduccionismo de algunas interpretaciones contemporáneas del cuerpo

Luciano Espinosa

Universidad de Salamanca. E-mail del autor: espinosa@usal.es

Resumen: La importancia del cuerpo es reconocida hoy en todos los aspectos de la vida, pero a veces hay un efecto pendular extremo y la emancipación de la corporeidad se convierte en su contrario. El artículo describe dos clases de reduccionismo que atacan la integridad de la condición humana: una de ellas animaliza al sujeto, de acuerdo a las filosofías del deseo, las neurociencias y la ecología profunda, y la otra considera que las imperfecciones del cuerpo deben ser superadas mediante la creación tecnológica de una nueva naturaleza humana.

Palabras clave: cuerpo, conciencia, animalidad

The reductionism of some contemporary interpretations of the body

Abstract: The importance of the body is recognized today in all the aspects of life, but sometimes there is an extreme pendulous effect and the emancipation of the corporeity becomes in its contrary. The paper describes two kinds of reductionism that attack the integrity of the human condition: one of them animalizes the subject, according to the philosophies of desire, the neurosciences and the deep ecology, and the other considers that the imperfections of the body must be surpassed by a technological creation of a new human nature.

Keywords: body, consciousness, animality.

 Recibido: 16-02-16. Aceptado: 15-03-16

1. Planteamiento

Es harto conocido que buena parte de la tradición occidental ha postergado, cuando no despreciado abiertamente, lo corpóreo en la vida humana, visto como intrínsecamente finito e imperfecto, y a partir de ahí ligado a la corruptibilidad ontológica y moral. El cuerpo, resumiendo al máximo, se entendía como el ámbito vulnerable y tentador donde anidan la muerte y el mal. No por tópico es menos necesario recordar la impronta dejada por Platón, quien lo llama “cárcel” y “sepulcro” del alma (Gorgias 493a), sucio y perverso (Fedón 66b y 67a), no preexistente y por tanto incapaz de conocer esencias (Fedro 245c y ss.), entre otras muchas descalificaciones. Si se prefiere decir de forma benévola, es la fuente de toda limitación. Postura que retoma el cristianismo, en particular el de corte agustiniano, que le culpa de ser portador del pecado original y del anclaje mundano que supone la carne. Sin entrar en otras ramificaciones, baste decir que en el mejor de los casos el cuerpo era un lastre y en el peor un enemigo a batir. Por lo demás, las posiciones algo más equilibradas, como la tradición aristotélica, no dejaban de diferenciar entre aspectos superiores (intelectuales) e inferiores de la vida humana.

Aparte del sesgo filosófico del tema, el cuerpo también es paradójico en la vida cotidiana: aparece tan próximo como lleno de ambivalencias, inmediato y dado por supuesto aunque más extraño de lo que aparenta, algo que se tiene pero que no se es. Resulta condición necesaria pero no suficiente para definir una hipotética esencia humana, que residiría fuera de la corporalidad. De ahí el dualismo, cuyo profundo poso cultural y psicológico recoge el lenguaje mediante las expresiones que disocian al cuerpo del yo íntimo —calificado como pensante y volitivo—, cuando uno mismo se refiere a “mi cuerpo” (my body, mon corp, mein Leib, mio corpo) poco menos que como una posesión. Desde este enfoque corriente, lo corpóreo no sirve para fundar el núcleo de la identidad y queda en segundo plano. Es compañero de viaje, pero con frecuencia escurridizo y molesto, lleno de apetitos ciegos y pasiones peligrosas, por lo cual debe ser domesticado socialmente y siempre gobernado por la mente. Digamos que la desconfianza y una peculiar relación de amor-odio hacia el cuerpo han marcado la pauta de la cultura occidental.

Es obvio que también hubo resistencia a esto por parte de las minoritarias tradiciones materialistas y/o empiristas, entendidas en sentido amplio, defensoras de una mirada que hace del cuerpo la única vía para definir y construir al sujeto. Lo que antes informaba desde arriba (el alma -eterna o no-, la razón, el lenguaje) hacia abajo, ahí se trueca en un camino inverso basado en el despliegue de las potencialidades de la materia, dentro de un monismo claro. Tampoco cabe entrar en los diversos enfoques y ejemplos, pero sí advertir que esta lectura admite -como el resto- diferentes grados de complejidad y que a veces cae en una visión tan unidimensional como la que critica (según ejemplifican La Mettrie, Holbach, Molescott, Vogt, Büchner…). El caso es que el poderoso refuerzo de las ciencias y los muchos cambios históricos posteriores condujeron, como es notorio, a la progresiva rehabilitación social de la corporalidad, aunque fuera a través de un camino largo y sinuoso, lo que no es incompatible con el actual exhibicionismo y su uso como mercancía y objeto de consumo.

Si hubiera que dar un botón de muestra del giro en el terreno filosófico, Feuerbach es el indicado porque mezcla el materialismo y el sensualismo idealista, con sus obvias consecuencias ontológicas y epistémicas, mientras propone nada menos que reabsorber la racionalidad en su origen orgánico y las proyecciones religiosas en el campo estrictamente humano. El autor alemán establece una firme antropología de la inmanencia que anuda las escisiones habituales y, a efectos de lo aquí tratado, interesa destacar su crítica simultánea a las tres líneas de fuerza que venían restando importancia al cuerpo: la religión, el humanismo y el idealismo, en sus varias modalidades. En efecto, aquél quedaba sometido al alma o espíritu, a la educación más o menos moralizante y al entendimiento o razón, instancias a su vez correlativas en una cosmovisión espiritualizada, de modo que el cuerpo nunca tuvo protagonismo ni autonomía. Por el contrario, Feuerbach lo convierte en sustento de todo lo demás, incluido ser el indispensable soporte y motor de la sociabilidad que define al hombre. Semejante alternativa filosófica aún está poco desarrollada a la hora de fundar una praxis histórico-política coherente1, pero es innegable que facilita la liberación de anteriores ataduras y prejuicios, tanto en el ámbito teórico como en el práctico, en el privado y en el público.

Los autores de la sospecha prosiguieron la tarea desmitificadora, a lo que se añade el inestimable apoyo del evolucionismo. Pero lo más interesante es que Nietzsche, Freud y Marx no pretendían destruir la noción de sujeto, aunque limitasen mucho el gobierno de la autoconciencia y subrayaran sus fuertes condicionantes biopsicológicos y económicos. Más bien son los últimos pensadores que confían en salvarlo del naufragio de los grandes relatos metafísicos, a pesar del desengañado y duro correctivo que propinan a la modernidad, pues nunca renuncian a ofrecer soluciones estéticas, terapéuticas o revolucionarias para las alienaciones del ser humano. Una cosa es desmontar un modelo antropológico, epistémico y político caduco y otra distinta incurrir en una demolición de la subjetividad. A pesar del riesgo en ellos de caer en visiones unilaterales, no puede concluirse que convierten al hombre en un zombi al que niegan toda libertad consciente y responsable ante la propia vida. Al revés, lo que buscan es una rectificación que amplíe su margen de maniobra frente a cualquier forma de represión interna y de opresión externa.

Sin embargo, algunas corrientes científicas y filosóficas posteriores han querido llevar al límite ese camino de autosocavamiento que caracteriza al pensamiento occidental. Hasta el punto de que se ha producido un efecto pendular extremo en el último siglo: de la antigua concepción de una identidad antropológica más o menos compacta y estable, basada en la conciencia y la moralidad, comoquiera que se entendieran, se ha pasado a una fragmentación creciente del yo, considerado casi ciego y muy próximo al animal en virtud de unos mecanismos psicobiológicos que le determinarían. En otras palabras, si antes el gobierno del sujeto provenía del exterior (el orden de la naturaleza, Dios) o bien era dictado al margen del cuerpo (el alma, el raciocinio), ahora se produce la interiorización orgánica que dicta una clase de heteronomía a la inversa, dado que el control de la vida reside en los procesos neurológicos, las pulsiones, las emociones o los deseos, que parecen arrastrar sin remedio. Salir de una tutela para caer en otra.

El caso es que lo inconsciente y reflejo, lo automático y a-lógico, ocupa el centro del escenario humano y poco se puede hacer ante su empuje arrollador. Como ha señalado V. Gómez Pin, hay una “tentación de animalidad” que pretende diluir las fronteras entre especies en términos etológicos, en particular respecto a los primates, pero cuya intención general es la de suprimir la diferencia entre naturaleza y cultura2. Hay motivos para criticar el antropocentrismo y el antropomorfismo, pero esa tendencia igualadora va mucho más allá del justo reconocimiento y respeto hacia la naturaleza o la vida animal. Aunque sea paradójico, cabe pensar que también late un miedo secreto a la falta de suelo firme para asentar la existencia humana, una vez que ha fallado el supuesto arraigo en formas trascendentes respecto al cuerpo, divinas o mentales. Las agudas crisis simbólicas del mundo contemporáneo han generado, como es sabido, un nihilismo difuso y se buscan respuestas de muy diversa índole, entre las que destacan ciertas sublimaciones creativas que provendrían de los fundamentos orgánicos de la vida, bien de tipo genético y cerebral o libidinales y afectivos. Las únicas raíces fiables serían así las de la carne, aunque a menudo sean opacas y no menos arcanas.

Se trata de una posición extendida y un tanto difusa, no ligada a una escuela o ideología particulares, pero que no acepta fácilmente la acusación de reduccionista porque toda lectura diferente le parece gratuita. La idea central es que hay fuerzas y resortes orgánicos que desbordan a la subjetividad, a la que terminan por dirigir directa o indirectamente. No bastaría, entonces, con integrar el cuerpo en la base del pensamiento y frenar al idealismo; ni las fecundas aportaciones del pensamiento feminista3, que ayudan a corregir una filosofía patriarcal y alejada de las diferencias sexuales; ni tampoco es suficiente la famosa inteligencia emocional. En algunos enfoques ni siquiera aceptan hablar de un continuo de dimensiones en la constitución de lo humano que dé cabida a todos sus rasgos, menos aún a los que tienen un carácter único, lo que desemboca en una posición antihumanista. En lugar de ampliar y completar la visión de la naturaleza humana, lo que surge por el otro extremo es el propósito de superarla mediante la mejora tecnológica del cuerpo, lo que conduciría a un posthumanismo de consecuencias no menos peligrosas. Sea como fuere, lo propiamente humano parece siempre insatisfactorio.

2. Algunos precedentes filosóficos

Conviene recordar los ataques filosóficos dirigidos en el siglo XX al protagonismo de la subjetividad, desde corrientes distintas que quizá estén más olvidadas de lo que deberían, si se quiere entender el caldo de cultivo de lo que ocurre hoy. Los autores en adelante citados aportan elementos de interés, por supuesto, pero también favorecen el antihumanismo señalado.

En primer lugar, sobresale el empeño contemporáneo por dejar atrás la filosofía del sujeto y sus secuelas (solipsismo, idealismo, razón instrumental), a su vez ligada al ejercicio de una abstracción homogeneizadora (logicismo, logocentrismo). Desde posturas ideológicas diversas, es notable la convergencia en lo que podría llamarse un ataque por elevación para ir más allá de la conciencia y situar el discurso filosófico en otro lugar. Además de tener en cuenta el camino emprendido por vitalistas como Bergson, Dilthey o Simmel, puede añadirse que “Heidegger y Derrida trataron de proseguir el programa nietzscheano de crítica a la razón por la vía de una destrucción de la metafísica, Foucault pretende proseguirlo por vía de una destrucción de la ciencia histórica. Mientras que aquéllos trataron de sobrepujar la filosofía mediante un pensamiento evocador que se sitúa a sí mismo allende la filosofía, Foucault rebasa las ciencias humanas mediante una historia que se presenta como anticiencia”4. Al margen de la peculiaridad de cada caso, importa el afán común por desmarcarse de la tríada perenne sujeto-objeto-verdad, anteponiendo categorías trascendentales como vida, ser, différance o poder. Pero evadir el patrón objetivador del conocimiento supone situarse fuera de la filosofía, como dice Habermas, ya que se apela a instancias casi absolutas e indefinibles, ajenas a la contrastación y la crítica. Luego no sólo cambia el terreno de juego del pensamiento, sino también sus reglas.

No estamos en el ámbito del juicio ante el tribunal de la razón, dicho al modo kantiano, sino en el de la rememoración, la poesía, la intuición, el palimpsesto del lenguaje que se reescribe a sí mismo, la genealogía o el constructivismo… que renuncian a la normatividad racional. No hay marcos intelectuales claros ni confianza en el proyecto ilustrado, sino que se abre el paso a lo meta-racional, cuando no irracional, así como a referentes que en buena medida son inaccesibles o quedan sin conceptualizar. Enriquecer las vías de inteligencia de lo real y solventar los errores cosificadores de la conciencia no debería ser incompatible con mantener lo mejor de la herencia recibida. Y la necesaria reivindicación del cuerpo a veces llega al exceso cuando nace del repudio de la reflexión y olvida la complejidad de las mediaciones existentes.

En segundo lugar, se propuso considerar un momento anterior a la consciencia, donde el cuerpo opera por sí mismo y se convierte en la condición de posibilidad de aquélla y de su inserción en el mundo, aunque este anclaje fenomenológico tampoco pueda verificarse ni hacerse explícito por definición. El ejemplo más relevante es la teoría de la percepción de Merleau-Ponty, quien intenta resolver así las aporías dejadas por Husserl respecto al solipsismo del yo trascendental (Meditaciones cartesianas, 5). El francés quiere mostrar que el ser-del-mundo es preobjetivo y pre-reflexivo, de modo que ahí coinciden las “ocasiones corpóreas” y “los motivos psicológicos”5, sin permitir la dualidad de las sustancias extensa y pensante o la división entre el en-sí y el para-sí. Lo que hay es una intencionalidad práctica o “pulsación de existencia”, previa a cualquier verdad consciente y puesta siempre en situación6, donde las cosas suceden por sí mismas. Hipótesis que a su vez se apoya en datos relativos a las patologías psicofisiológicas (una práctica argumentativa que luego será frecuente), como ocurre en la anosognosia y el llamado miembro fantasma, que muestran el peso de los hábitos reflejos y de las conexiones automáticas.

Lo importante es que el “esquema corporal” funciona antes de cualquier acto voluntario, el “yo puedo” es anterior al “yo pienso” y la sensación se convierte “literalmente en una comunión” con el mundo. Es la vía para conectar con él, al parecer sin mediación alguna, y donde la existencia es sólo corpórea y por tanto “pre-personal”. A lo que se añade lo siguiente:

En la percepción no pensamos el objeto ni pensamos el pensante, somos del objeto y nos confundimos con este cuerpo que sabe del mundo más que nosotros, así como de los motivos y de los medios que para hacer su síntesis poseemos7.

Resulta valioso apreciar ese lazo primordial que nos ubica in media res de otra manera, pero el protagonismo cedido a la sabiduría del cuerpo se hace a costa de la conciencia y su poder discriminador. El sujeto depende para su constitución interna y la síntesis fenomenológica del mundo de factores perceptivos, y no se olvide que son opacos para la mente. Queda instaurada la primacía de ciertos automatismos, que en este caso son sensorio-motrices, pero habrá otros tipos.

El balance de los dos asuntos señalados hasta ahora es que el “yo”, al menos en su versión tradicional, ha sido relegado, lo que deja paso libre a la implantación del “ello”, dicho en lenguaje freudiano. El subjetivismo de la conciencia parece disfuncional y se da relieve a instancias impersonales. De hecho, Merleau-Ponty conoce el psicoanálisis y prepara el terreno al decir que la libido es “el poder general que tiene el sujeto psico-físico de adherirse a unos medios contextuales diferentes…de adquirir una estructura de conducta”8. Se trata de una energía elemental e inconsciente que toma la batuta en la vida humana, sea para insertarse o para actuar en el mundo. Y este es el tercer punto a señalar, la irrupción de una serie de discursos que toman al deseo como eje vertebrador de todo, hasta casi hipostasiarlo. Inspirados en el conatus-cupiditas de Spinoza, en la voluntad de poder nietzschiana o en el mismo Freud, diversos autores insisten en esa fuerza básica que funda lo demás, incluida la racionalidad.

Sirvan los ejemplos disímiles de Marcuse y Deleuze. El primero quiere responder a la crítica frontal de Adorno y Horkheimer hacia la razón, tan imprescindible para ellos como manchada por su acción calculadora que descualifica e instrumentaliza las cosas (Dialéctica negativa). Y Marcuse busca una salida mediante el interesante giro de erotizar la propia razón, dado que el eros (que no se reduce a sexualidad) debe verse como la fuerza creadora que incluye lo físico y lo espiritual sin disociación y que necesita brotar sin represiones. Así, la libido genera la “esfera espiritual” como su “objeto directo”, sin que haya sublimación represiva ni cambio de naturaleza en esa energía única, lo que permite hablar de una “razón sensual”; de manera que “el impulso biológico llega a ser un impulso cultural. El principio del placer revela su propia dialéctica. La aspiración erótica de mantener todo el cuerpo como sujeto-objeto del placer pide el refinamiento continuo del organismo, la intensificación de su receptividad, el crecimiento de su sensualidad”9. La clave es la continuidad fecunda de la libido, que va más allá de la lucha por la existencia (a la que lo limitaba Freud) y no deja de expresarse en otros planos. Hay que rebasar el momento inconsciente y poner ese impulso creativo al servicio de una racionalidad novedosa, cuya meta es la “gratificación duradera” en todos los órdenes de la vida, incluido el político.

En otras palabras, “El principio del placer se extiende a la conciencia. Eros define a la razón en sus propios términos. Es razonable lo que sostiene el orden de la gratificación”10. Pero aquí surge el inconveniente, pues si ya resultaba optimista e inverificable el placentero camino de ida desde la biología hacia la conciencia y la cultura, más problemático es el de vuelta: Marcuse alude a lo “razonable” como criterio normativo más que descriptivo, pero al final cunde la sospecha de que el criterio mismo de lo racional se mide por el placer y la gratificación alcanzados. Es posible y hasta deseable introducir como motor del proceso una sensualidad refinada, pero no parece que la razón descanse sólo en ella. Hay demasiadas interferencias y obstáculos (neurosis, estructuras sociales, educación), así como ingredientes del pensamiento que tienen su propia lógica interna, por no hablar de los aspectos morales de la libertad (que podría adoptar una renuncia voluntaria al placer, etc.). Para equilibrar la balanza, recuérdese la genial definición que Aristóteles hace de lo humano como deseo inteligente e inteligencia deseante (Et. Nic. 1139 b), aplicada también a lo que sigue.

Deleuze y Guattari refutan el sesgo metafísico naturalista y universalizante que subyace en el alemán, para subrayar la absoluta diferencia del deseo individual, su carácter disperso y descentralizado, siempre en un plano inmanente y horizontal que no admite planes ni modelos. Aquí no hay unidad ni coordinación de libido e inteligencia, sólo una fuerza impersonal y un tanto salvaje (como en el espinosismo), sin plácida culminación en la conciencia. De ahí la descodificación general que recibe el nombre de esquizoanalítica y se opone por completo al psicoanálisis. El deseo en verdad revolucionario y anti-edípico tiene que escapar a todo interés capitalista de producción y conservar su momento de irracionalidad no manejable:

Creemos en el deseo como en lo irracional de toda racionalidad y no porque sea carencia, sed o aspiración, sino porque es producción de deseo y deseo que produce, real-deseo o real en sí mismo11.

No hay instancia previa que lo sustente ni ulterior que dé sentido, el deseo es soberano y consistente, irreductible, al fin y al cabo aparece como la verdadera realidad. Pero también corre el riesgo de convertirse en otra categoría trascendental, indiferenciada e inescrutable.

Hay que disolver todo contenido subjetivo estable y hablar de una “máquina deseante”, lo que no es metáfora, de un “régimen de producción deseante”, un puro flujo sin coagulación en identidades; y partir de un “cuerpo sin órganos” y de un “inconsciente molecular” que responde a un enfoque “micropsíquico” y “micrológico”, ajeno a las regularidades y a la totalización molar u estadística. Como no hay trascendencia ni normatividad alguna, se trata de evitar cualquier fijación lógica u ontológica del deseo, sea finalista o no, lo que propicia una libertad irrestricta y el nomadismo que define el pensamiento socio-político deleuziano. En definitiva, la producción deseante genera lo real y por principio no cabe “distinción de naturaleza entre la economía política y la economía libidinal”12. La duda que tenemos es si la maquinización y la fluidez absolutas son posibles y además beneficiosas, si cabe vivir en un puro tránsito sin asidero ni marco de referencia, donde no hay sujeto y a duras penas un organismo delimitado; lo que a su vez plantea si queda un papel significativo para la racionalidad, por laxa y dúctil que sea. Porque en Spinoza, tomado como referente por Deleuze en muchas ocasiones, el apetito es filtrado en la idea adecuada, de forma que el cuerpo y el deseo desembocan en una razón de pleno derecho que guía y produce afectos dichosos.

Si antes decíamos que el viejo “yo” consciente había sido desplazado por variantes del “ello”, en cuarto lugar debe añadirse que el “super yo” también es sustituido por otra cosa. Si lo entendemos como la interiorización de pautas y valores que antes dependían de la cultura y la historia, ahora se pretende que responda ante todo a resortes naturales, en sentido filogenético primero y ecológico después. En cuanto al aspecto antropológico, aceptamos que existe una naturaleza humana constituida por múltiples estructuras orgánicas y cerebrales que son fruto de la evolución, pero cuestionamos el alcance y las consecuencias a veces excesivas que se le atribuyen. Es imposible entrar a fondo en ello13, baste con recordar brevemente —a efectos de nuestro tema— cuál es el planteamiento de esta variante del naturalismo que desea fundamentar y condicionar toda cultura.

E. O. Wilson es uno de sus portavoces más notorios y presenta una buena síntesis teórica, elaborada a partir de diferentes campos de la ciencia y luego seguida por bastantes pensadores. Se recordará el conflicto que en su día produjo la llamada sociobiología que él apadrinó, cuyas tesis centrales son las siguientes: “las respuestas emocionales y las prácticas éticas más generales basadas en ellas han sido programadas en amplio grado por la selección natural después de millares de generaciones”; y, en general, es lícito decir que hay patrones cognitivos, emocionales y conductuales que dan lugar a determinadas estructuras sociales y a universales culturales14. El dilema consiste en decidir hasta dónde llega esa programación de la conducta a partir del vínculo entre emociones y ética, pero el autor habla de prácticas generales y de grados, dejando sin cerrar el tema. Afirma que existe una determinación segura cuyo alcance es cuestión de grado y que aquellos patrones innatos imponen evidentes restricciones a la evolución cultural15. Tal es el potente y resbaladizo terreno en el que nos movemos: hay un tronco común de aptitudes y actitudes legado por la evolución, que se traduce en una serie de acusadas tendencias humanas dentro de las cuales se produce cultura.

Con el tiempo y la adquisición de nuevos conocimientos, la postura ha sido matizada en busca de una integración de factores: “La naturaleza humana son las regularidades heredadas del desarrollo mental común de nuestra especie. Son las “reglas epigenéticas” que evolucionaron por la interacción de la evolución genética y cultural…”, lo que supone que haya “sesgos genéticos” que atañen a la percepción, la representación simbólica y las opciones automáticas de respuesta al mundo16. Como se ve, en tales regularidades heredadas persisten las ambivalencias, pero se introduce desde el principio la relación de genes, cuerpo y entorno, cuyo resultado epigenético a su vez interactúa con aspectos culturales. Hay un trenzado de elementos un tanto impreciso, que podría resumirse bajo la rúbrica de tener iniciales propensiones psicológicas y conductuales. No se trata de un bloque de reglas innatas, como los reflejos, sino de comportamientos aprendidos pero, eso sí, dentro de lo que los psicólogos denominan proceso preparado, que incluye el lenguaje, la habilidad para el reconocimiento de otros y la cooperación, expresiones faciales y corporales, pautas de atracción y de miedo, etc22. Bien, pero preparar ciertas cosas no es programar su desarrollo y menos aún las actividades que se realicen a partir de esas habilidades. Tampoco se deduce una normatividad moral de todo ello, por lo que no se cae en una falacia naturalista más sofisticada Es acertada la crítica al puro constructivismo en beneficio del peso filogenético de la hominización, alejados ya de ideas simples sobre una supuesta libertad incontaminada y otras pamplinas idealistas, en el doble sentido de la última palabra. La especie humana es distinta porque tiene una naturaleza propia que facilita desenvolverse en el medio, aprender y crear novedad, de manera que el bagaje biocultural heredado permite lograr independencia respecto a lo dado y expresarlo con símbolos. No parece problemático aceptar que se construye sobre unas constantes estructurales o, si se prefiere, que hay unos márgenes o cauces que delimitan la acción humana. Ahora bien, siempre que la cultura esté presente de raíz en su configuración y que prime la plasticidad del conjunto, adaptado después de forma plural por los individuos. El riesgo está en deslizarse por esa pendiente y pretender implícitamente que los condicionantes deciden por el sujeto en los temas esenciales, quien sólo elegiría en la superficie de la conciencia (algo así como la punta del iceberg) entre unas pocas opciones o cartas marcadas, mediante mecanismos psicofisiológicos demasiado poderosos en sí mismos.

Más tarde se hablará del cerebro, pero la precaución apuntada es fundamental porque ya las leyes naturales son entendidas hoy como un espectro indeterminista de probabilidades y en los llamados sistemas complejos adaptativos se dan opciones variables de respuesta, en el seno de fenómenos no lineales, de modo que la tentación de asimilar o al menos encajar la conciencia en este marco es grande. Creo positivo que la diferencia entre naturaleza y cultura no impida ver sus retroacciones mutuas, así como ajustar mejor la distancia entre lo humano y lo que no lo es, pero sin llegar a identificarlo todo en una amalgama indiscriminada, donde sólo habría grados y niveles de composición. Y la razón para no hacerlo es tan sencilla como que no hay pruebas empíricas que lo autoricen ni una escala de medidas que lo soporte. De momento, hay que reconocer diferencias cualitativas y el margen de maniobra que llamamos libertad, algo que nada tiene que ver con aceptar los caprichos del bípedo implume.

La concepción gradualista de la naturaleza favorece la otra devaluación mencionada de lo humano e incluso se apropia del ámbito moral a manos de un ecologismo fuerte en la versión denominada profunda o deep ecology. No cabe entrar en el debate sobre los supuestos valores intrínsecos de los entes naturales que el hombre debería asumir y respetar desde una posición moral no antropocéntrica, lo que conduce al ecocentrismo o al biocentrismo (si se reconocen los valores morales inherentes a todo o sólo a lo vivo), con obvias consecuencias antihumanistas. El tema que nos concierne aquí es el tratamiento -desde cierta antropológica ecológica- de los seres humanos como una parte entre otras de la naturaleza a todos los efectos y, en especial, que esa inclusión (igualadora en lo esencial) se apoye sobre todo en el cuerpo, en tanto que se considera un fragmento más del gran cuerpo natural. Tomada la evolución como fuente de lo existente (aspecto diacrónico) y establecida una global unificación ecológica (aspecto sincrónico), parece que el énfasis en el cuerpo facilita esa naturalización, dado que todos los seres coinciden en ser corpóreos, por lo que esto sería el mínimo común denominador sobre el que construir el resto de relaciones posibles.

Es innegable que la visión ecológica de las cosas hace aportaciones fundamentales y que hay un gran valor simbólico en la imagen de una corporalidad compartida. Reconocer la interdependencia de todos y subrayar su carnalidad común no sería objetable si se aceptara a la vez que ese cuerpo en particular incluye una mente con rasgos harto singulares y que los individuos son más que una mera pieza del gigantesco puzzle de la geo-bio-esfera. Por otro lado, tampoco conviene adoptar el romanticismo difuso que se encomienda a una naturaleza armónica y sabia, cuando lo único cierto es la historia evolutiva de ensayos y errores sin planificación alguna, cuyos resultados deben ser tenidos en cuenta, pero no obedecidos. Además, aprender de los procesos naturales (biomímesis) es muy importante18, pero sin caer en las hipóstasis que algunos llaman egolatría por su cariz pseudorreligioso. Por último, hay que tener mucho cuidado con los holismos que no reconocen lo bastante las fronteras internas entre las distintas partes y el papel autónomo de las singularidades, aspectos que contribuyen precisamente a salvaguardar y renovar la riqueza del conjunto, según aceptan los actuales enfoques sistémicos que a menudo se usan como modelos para la ecología19. Digamos, en resumen, que buscar refugio metafísico en brazos de una idealizada naturaleza que nos guíe y compense (o castigue) nuestra frágil pequeñez significa no reconocer suficientemente la diferencia humana y su autonomía, algo que tampoco ayuda a resolver los problemas de la existencia a escala personal o planetaria.

Si hacemos balance de lo dicho en este apartado, la conclusión es que debe aceptarse la peculiaridad siempre compleja y ambivalente de la consciencia. Los callejones filosóficos sin salida y los errores prácticos que ésta provoca, así como los innumerables abusos cometidos contra los cuerpos en diversos planos, no se arreglan con el brusco efecto pendular de índole reduccionista que hemos esbozado. La subjetividad humana tiene que ser desplazada de su falso trono, arraigarse en el cuerpo y en el mundo, darse cuenta de su contingente historia evolutiva y de su fragilidad, saberse animada y hasta zarandeada por el deseo, aceptar límites epistémicos y ecológicos de toda clase…, pero no cabe postergarla ni disolverla en nada de ello. Hay algo irreductible, bien definido por J. Arana:

la dimensión autotransparente de la vida psíquica, en virtud de la cual el sujeto pensante se convierte en espectador activo de sí mismo, lo que le da pie a verse como protagonista y responsable de sus actos20.

Se trata de la distancia respecto a uno mismo que otorga perspectiva inteligente, a la vez que permite situarse con lucidez a caballo entre el adentro y el afuera. Este saber de la consciencia (saber que se sabe) y saber de segundo grado sobre la autoconciencia (saber que se sabe que se sabe) posibilita todo lo demás a la hora de sentir, juzgar, valorar y actuar en un sentido elaborado. En una palabra, el “yo” tiene su puesto insustituible junto a las demás instancias físicas, corpóreas y psicológicas, sociales y culturales, aunque sea una llama temblorosa que sigue asediada por el viento.

3. La neurofisiología y el posthumanismo

Es fácil ver el trasfondo antihumanista que alentaba en ciertos vitalismos, irracionalismos y naturalismos que culpaban a esa subjetividad de todos los problemas de la civilización y sólo veían represión, cálculo y explotación en la actividad racional. Se ha tratado de difuminar las fronteras entre lo inconsciente y lo consciente, el cuerpo y la idea, el deseo y el pensamiento, la naturaleza y la cultura…con la intención de subsumir los segundos términos en los primeros, en vez de buscar una mejor conexión y equilibrio. La relativa animalización filosófica de lo humano que hemos visto deja paso ahora a su tecnologización, lo que sintetiza el siguiente enunciado: “La nostalgia, imposible de satisfacer, de la animalidad y el proyecto (no menos imposible) de una percepción exhaustivamente digitalizada son la marca del ser humano contemporáneo”21. Lo que puede entenderse a su vez como una búsqueda de la inocencia en el origen orgánico de la conciencia (el cuerpo, el deseo, etc.) y como un mejoramiento (enhancement) biotecnológico que subsane los defectos físicos y mentales.

La situación encierra un doble asedio científico-técnico: el intento renovado de reducir lo humano a lo corpóreo, sobre todo cerebral, y el proyecto de superarlo mediante la creación de cyborgs, dispositivos de inteligencia artificial, digitalización de la mente, etc. Por un lado, el retorno a las raíces neuronales de la mente, hoy mejor conocidas por medios tecnológicos y, por otro, el perfeccionamiento progresivo que prepara nada menos que la llegada de una naturaleza humana 2.0. Son dos movimientos naturalistas complementarios que aprovechan legítimamente los últimos avances para explicar mejor la vida humana, primero, y enriquecer al máximo sus posibilidades, después. El problema, como en otras ocasiones, es que suelen ser unilaterales y simplificadores, a la par que ofrecen respuestas definitivas a las cuestiones que no tienen. En cambio, la posición que defendemos aquí es naturalista (evolutiva y monista frente al dualismo cuerpo-mente)22, pero sin aceptar reduccionismos metodológicos, al igual que, sin caer en una actitud tecnofóbica, está lejos de asumir ciertas utopías que más parecen delirios.

3.1 El auge actual de las neurociencias cuestiona la autonomía de la conciencia por abajo, pero ellas mismas presentan importantes lagunas. Antes de discutir ese materialismo debe despejarse el terreno -siguiendo la célebre clasificación de M. Bunge (The mind-body problem, 1980)- y descartar de entrada el materialismo eliminativista (lo mental no existe) y el reductivo o fisicalismo (lo mental se reduce en todo a lo físico), pues con lo que sabemos hoy resultan insostenibles. Más interesante es el llamado materialismo emergentista, que cuenta con ilustres precedentes en Diderot o Darwin, y que ha fructificado con notables neurocientíficos como V. B. Mountcastle, K. H. Pribram y J. P. Changeux23; a quienes se han añadido más tarde otros como G. Edelman, R. Llinás o A. Damasio, por citar algunos. La línea explicativa común sobre la conciencia es considerar las múltiples interconexiones de la actividad cerebral en su conjunto, sin ceder a la localización espacial ni a la fragmentación de los miles de millones de neuronas, pues aquello conforma el potencial del que emerge -mediante complejos procesos combinatorios y selectivos- la mente.

Se acepta que surgen cualidades nuevas respecto a lo físico, apoyadas en la densísima y sofisticada maraña neuronal, algo que parece la mejor alternativa al dualismo, menos creíble y más misterioso (es incompatible con el evolucionismo, no respeta el principio de conservación de la energía, no explica las enfermedades mentales ni su conexión con la bioquímica cerebral y en general resulta muy impreciso). Ni que decir tiene, sin embargo, que el desafío del monismo emergentista es explicitar en qué consiste el paso cualitativo de un plano a otro, pues de momento hay más analogías con el ordenador y trasvases semánticos del término información que evidencias:

Las representaciones en clave de teoría de la información de cómo el cerebro genera los rendimientos cognitivos y la conciencia son buena heurística científica, es decir, proporcionan líneas fructíferas de guía para la investigación. Pero lo que no tienen es soporte empírico24.

Sin desmerecer tales investigaciones, lo cierto es que falta mucho para aclarar la conexión entre lo biológico y lo mental, y no bastan los buenos deseos ni que unas conjeturas sean más verosímiles que otras.

No es suficiente ofrecer una explicación neurológica (parcial y no determinista) de ciertas enfermedades o disfunciones, así como de algunos mecanismos de la percepción, el aprendizaje, la atención, el lenguaje o la memoria, por muy útil y admirable que ello sea, sino que es preciso explicar la compleja unidad de la conciencia, a su vez ligada a la intencionalidad y la planificación. Además, las analogías son equívocas por definición y no vale unificar bajo el manto de la información los sentidos físico y mental de la misma, cuando se desconoce la “ligadura” expresa y unívoca entre una red neuronal y sus funciones cognitivas; por no hablar de que la plasticidad, la conexión en red y la multifuncionalidad de las áreas cerebrales tienen rasgos diferentes a los ordenadores. En una palabra, una teoría satisfactoria “debería indicar no sólo las condiciones necesarias sino también las condiciones suficientes comprobables para el surgimiento de la conciencia”25, pues de otra forma no se puede establecer el nexo causal entre organismo y mente. Es claro que sin cerebro no hay conciencia, pero falta entender el tránsito efectivo de uno a otra y ésa es la clave del auténtico conocimiento científico. De hecho, algunos expertos -como Crick, Llinás, Edelman o Dennett- reconocen que no tienen la respuesta y que los qualia de la conciencia permanecen irreductibles26. Mantienen el propósito de lograr una explicación naturalista, a la que atribuyen un efecto emancipador frente a supersticiones e interferencias espiritualistas, pero no pueden ofrecer una alternativa completa. Se quiere salvar la autonomía y la libertad humanas respecto a la heteronomía que supondría el primado del alma o de un designio sobrenatural, pero no reparan, paradójicamente, en que la dependencia y la sujeción ahora provienen del cerebro y de sus mecanismos no menos secretos. Epicuro ya avisaba contra el determinismo de los físicos, aún más peligroso que la superstición religiosa, aunque lo curioso es que hoy la física es bastante más flexible que ciertas concepciones neurofisiológicas. También cabe suponer que algunos buscan liberarse de la responsabilidad propia de la conciencia, esa superestructura que se impone desde arriba, cuando en realidad afirman que se construye confusa y figurativamente desde abajo, según indican las abundantes referencias de esta literatura a la ilusión o al mito del “yo”27. ¿O será que el cansancio expresado por Borges de ser siempre uno mismo les abruma?

Vayamos a la aplicación funcional del asunto, esto es, a las consecuencias prácticas que se cifran en que no hay ningún centro de control ni de operaciones, donde todo convergería para dilucidarse. Como ya advirtió el disolvente Hume (e intenta rectificar después Kant), no hay percepción de la hipotética identidad del sujeto, aunque ese fantasma persista flotando en muchos momentos. Para la neurociencia imperante nadie está a los mandos, el homúnculo o espíritu en la máquina es una ficción útil para cubrir un vacío y escapar así al vértigo de la impersonalidad, pero nada más. Por razones de conveniencia, esto es, de salud mental y de convivencia, habría que aceptar ese engaño fundacional de que existe un “yo” en las cuestiones humanas, lo que da paso a otras falacias. La idea es tentadora porque, cuando la vida aprieta, uno se descargaría de responsabilidad y presión, e incluso se abandona más convencido al cuerpo que parece saber mejor lo que hay que hacer, como ya vimos. Claro que tampoco hay por qué elegir entre todo y nada, pues la fenomenología de la conciencia puede ser ilusoria en muchos aspectos, pero no en todos, y el sujeto pensante se empecina en reafirmarse.

Para objetar la lectura de una emergencia del yo concebido como un todo indivisible, el neurocientífico V. Ramachandran niega que sea una propiedad holística del cerebro y lo ve como el fruto de la aplicación de las famosas “neuronas espejo” a uno mismo, en orden a salvaguardar la interacción práctica con otros: nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás, en una especie de juego de espejos. La supuesta identidad personal responde entonces a la composición de diferentes circuitos neuronales que se ensamblan mediante la memoria (de suyo variable), donde a cada circuito le corresponde algún aspecto fragmentario de la subjetividad: el sentido de unidad, de continuidad en el tiempo, de percepción integrada y creencias estables, de libertad y gobierno de la acción28. De ahí que diferentes lesiones cerebrales y casos clínicos dañen alguno de esos circuitos y ocasionen trastornos de personalidad, disociaciones internas, ilusiones múltiples, etc. Lo paradójico es que, incluso sin negar la eventual fragmentación, sigue pendiente -pero aumentado- el problema indicado más arriba: cómo explicar tantos “sentidos” distintos de la “conciencia egóica”, cuál es la relación concreta en cada uno entre lo neurofísico y la variedad mental, que, aunque maltrecha y adelgazada, sigue existiendo. ¿O es que todas las vivencias autorreferenciales son la simple invención de una marioneta?

Por todo ello y a la vista del conocimiento actual, resulta adecuado concluir que, en el seno de una misma sustancia y sin confundirse con alma o espíritu alguno:

la conciencia así señalada no puede en modo alguno explicarse por medio de leyes naturales y -en este sentido- no forma parte del cuerpo. Lo cual no es óbice para que dependa funcional y esencialmente de él en muchos sentidos […] La conciencia humana se entrelaza con lo corpóreo por generación, vocación y obligación […] Por eso el cuerpo es el centro de los afanes conscientes y también depositario y heredero universal de los bienes y males obtenidos con el sudor de la conciencia […] La libertad encontró su sitio en este mundo no en contra de la naturaleza, sino en consonancia con ella, potenciando sus efectos saludables para la especie y minimizando los perjudiciales. Poco a poco fue naciendo todo un orden de reglas y principios que en primera instancia ayudaban a la primitiva sociedad humana a ser más eficiente y vivir mejor, pero que sobre todo confirmaban a la conciencia en su papel de legisladora de sí misma29.

Debe subrayarse la reciprocidad superlativa con el cuerpo y que la conciencia es siempre encarnada, lo que aboga a favor del monismo, pero eso no impide que haya un extraño plus mental que no encuentra explicación suficiente, lo que apunta a un hecho diferencial. Así de paradójica y en el filo de la navaja está la cuestión, con un movimiento en ambas direcciones entre los dos polos, como muestran los estudios de la reciente neuroantropología30. No hace falta negar el peso abrumador de lo orgánico, a menudo inconsciente, para mantener ese ámbito resbaladizo y vulnerable de lucidez que siquiera en ciertos momentos es capaz de gobernarse racional y voluntariamente.

3.2 La otra vía citada para desbordar a la conciencia, ahora por arriba, es la concepción biotecnólogica que elabora proyectos denominados trans y posthumanistas. Pueden resumirse en la búsqueda de los progresos anatómicos, cognitivos, genéticos e informacionales que permitan superar los límites y resolver los “defectos” o carencias de la naturaleza humana tal como la conocemos (enfermedades, envejecimiento, finitud), para potenciar al máximo sus capacidades de todo tipo y crear otras. El resultado sería un proceso que aúna muchas disciplinas orientadas a obtener un mejoramiento tan radical que desemboque en la autotrascendencia de lo humano mismo. Son muchos los autores (Kurzweil, Moravec, Minsky, Chislenko, Haraway, Sterlac…) que han teorizado sobre esta transformación cualitativa y sin precedentes, entendida como la palanca definitiva para ampliar enormemente la libertad y la plenitud de la existencia. Lo más significativo es que en muchos laboratorios ya se trabaja en esta dirección, se reconozca o no, pero sin el adecuado debate público e informado.

Como se ve, el viejo ideal eugenésico (al que se han sumado las opiniones enfrentadas de Sloterdijk y Habermas, en debate célebre) alcanza cotas de sofisticación inéditas, combinando ingeniería genética y social, inteligencia artificial, nuevos fármacos, nanotecnología, tecnología de la información y neurociencias. El propósito inicial es reducir el dolor y aumentar el placer en todos los ámbitos, así como la capacidad creativa y la longevidad, apoyándose en un enfoque liberal utilitario y pragmático, dentro del cual cada uno pueda elegir su camino y el de sus hijos. En principio, parece un afán razonable de mejorar la calidad de vida y de oponerse al falso prestigio del sufrimiento como fuente privilegiada de maduración, lo que apunta al logro de mayores cotas de felicidad y autodeterminación. Liberarse de lastres y limitaciones, no sólo de enfermedades, y escapar al menos en parte a la tiranía del espacio-tiempo ha sido una de las grandes metas de la humanidad y el motor de su afán de innovación general. Sin renunciar por principio a ciertos avances posibles, hay que señalar no obstante dos condiciones decisivas: las incertidumbres científico-técnicas que impiden hablar de una empresa fiable con garantías de éxito y la importancia de acordar los parámetros éticos y de justicia exigibles.

Generar un superhombre dotado de grandes poderes físicos e intelectuales, pero muy costoso económicamente, sólo lo haría asequible para unos pocos, con los problemas inherentes de falta de equidad social. Esta clase de predeterminación de la vida (mediante la manipulación profunda de los embriones, los implantes tecnológicos masivos, las habilidades programadas, etc.) sería aún más brutal que las actuales desigualdades económicas y de oportunidades, pues tendría un sesgo ontológico definitivo e irreversible. Lo que se busca, más allá de los cambios transhumanistas en cuestiones de grado, es alcanzar una naturaleza posthumana inédita, y eso encierra una jerarquía entre diferentes tipos de humanos, con distintos recursos, derechos y deberes, lo que a su vez determinaría obvias relaciones biopolíticas y una dominación de mucho mayor calado. Igualmente, hay motivos para dudar de la tutela que puedan ejercer sobre estos asuntos unas instituciones en crisis y sometidas a fuertes presiones mercantiles, militares, tecnológicas, etc., lo que dispara los riesgos. Una vez más, la promesa de libertad bien podría convertirse en tiranía y domesticación31.

Lo chocante, desde un punto de vista más filosófico, es la ignorancia culpable respecto a la complejidad de la vida humana, como si la dignidad y el poder, la finitud y la contingencia, los medios y los fines, las emociones y el pensamiento, el dolor y el placer… fueran sólo categorías técnicas y contables. El delicadísimo equilibrio o desajuste de esos aspectos vitales no permite remitirse a meros cálculos que cosifican al sujeto, mucho menos mediante experimentos tan arriesgados, llenos de incógnitas y de giros impredecibles. La visión instrumental que subyace a esta elección a la carta de la propia identidad para nada se corresponde con la riqueza de unos seres multidimensionales que mezclan lo inconsciente y lo consciente, que razonan, sienten o anhelan con frecuencia en sentido contradictorio, hasta conformar un conjunto inextricable de ingredientes y cursos variables de acción. El sujeto psicofísico está lejos de ser transparente y manejable a capricho, al contrario, tiene una densidad opaca que le hace único e irreemplazable.

Sólo a esta luz cabe reflexionar sobre el sentido del progreso y la autorrealización, pero sin reducirlos a consumo hipertecnológico para mejorarse uno mismo; o pensar qué significan nociones como esfuerzo y excelencia en ese caso, sin caer en mera competitividad y exhibicionismo; o qué implica reconocer los límites humanos y el componente dilemático de toda vida para la ética, sin suponer que llegará un mundo feliz que los elimine; o cómo encajar autonomía y servidumbre, sin depender de la eficacia debida a tales intervenciones externas. Lo terrible es mantener la misma lógica de autoexplotación y rentabilidad respecto al propio sujeto, definido por su capital orgánico mejorado, llevando al extremo el culto al cuerpo ya vigente en sentido estético, deportivo o de salud (bodysm, healthism), hasta convertirse con tales cambios biotecnológicos en la mercancía más preciada y en el espectáculo más vistoso. Se promete resolver casi todos los problemas y traer la salvación, aunque el resultado sea bastante más prosaico y la fe dogmática en modelar los cuerpos y las almas gracias a la “tecnociencia fáustica” suponga un gran salto que refuerza el modelo biopolítico capitalista4, no la liberación.

El cuerpo queda relegado por algunos de estos teóricos como algo imperfecto que debe ser superado, nada menos que para vencer a la muerte, mediante la transferencia digitalizada del software mental que sortearía la caducidad del hardware físico (dicho con su lenguaje). De una parte, lo corpóreo es la materia prima que debe ser fortalecida y purificada, pero acaba siendo obsoleto para un nuevo dualismo que lo menosprecia porque es el mortal e insatisfactorio soporte de la naturaleza humana33. La muerte más parecería entonces un atraso que una tragedia y diríase que el que sufre es porque quiere. Luego hay que preguntarse qué sentido y alcance tiene el empeño de mejorar la vida a costa de negar la carnalidad, y también cómo crecer sin denostar la actual condición lejos de simplificaciones funcionalistas del tipo hacer más cosas y mejor. Por estas y otras razones conviene ser cautos e incluso conservadores en cuestiones antropológicas, según indica S. Alba Rico, haciendo notar que lo valioso es la atención y los cuidados ajenos34, lo que abre el tema esencial de las relaciones amorosas y solidarias. ¿Por qué no pensar más y mejor en los cuerpos indefensos y especialmente en aquellos de los enfermos, los pobres, los torturados, los famélicos o los refugiados?

Epílogo

El cuerpo es hoy, como siempre, un destino: primero, porque siempre es cuerpo vivido y subjetivo, lleno de expresividad y comunicación, el que nos sitúa en el mundo y ante los demás, el que confiere un punto de vista dinámico y cambiante; segundo, porque se convierte en el agente y el paciente de las relaciones de poder, en escenario y caballo de batalla de la historia, reflejo de sus formas de producción y consumo, de las creencias y valores, a la vez exaltado y denigrado, considerado templo y residuo. Por otro lado, en su seno se libra el combate decisivo contra la muerte de mil maneras biológicas y culturales, por eso el cuerpo es objeto de temor, reverencia u odio mal disimulado, y se vuelve a él una y otra vez para afirmarlo o renegar de la finitud. Ahí arraigan el placer y el dolor, las emociones y las ideas, el bodybuilding y el amor, los mimos narcisistas y el cuidado genuino de sí, las ficciones y el erotismo…y sobre esta base se construyen las mil narrativas de la existencia. En una palabra, el cuerpo es la “matriz original de la producción de símbolos, el criterio y el objeto de todas las clasificaciones culturales”35, de manera que todo gira en torno a él y sin él no hay nada, pero a condición de no convertirlo en algo unidimensional.

Lo peculiar de nuestro tiempo es que es divinizado a la par que le acechan movimientos deshumanizadores de diverso signo: unos resaltan su animalidad, sea en forma del deseo que todo lo funda, la inconsciencia neurofisiológica que gobierna la subjetividad o la ecología profunda que lo desindividualiza; mientras que otros viran hacia su mejora tecnológica e incluso aspiran a transformar la naturaleza humana. Aquéllos ponen el acento en la categoría de vida y éstos en la de libertad, pero renuncian a conciliarlas e infravaloran la conciencia creadora, pensante y sintiente a la par. Son dos formas de mutilar y alienarse de sí, ajenas a la complejidad de un sujeto al que dejan a merced de sus ciegas entrañas o de la maquinización, carente de filtros mentales y capacidad crítica suficiente. Hay que reivindicar, en cambio, la fraternidad radical de los cuerpos que a todos concierne y funda la intersubjetividad, pero sin prescindir de ninguna dimensión, incluida la inteligencia encarnada -tanto pre-reflexiva como lúcida- que también sabe elegir por sí misma.

Notas

1.    Amengual, G., Crítica de la religión y antropología en Ludwig Feuerbach, Barcelona, Laia, 1980,         [ Links ] pp.302 y ss.

2.    Gómez Pin, V., El hombre, un animal singular, Madrid, La esfera de los libros, 2005.         [ Links ]

3.    Cf. Fernández Guerrero, O., Eva en el laberinto. Una reflexión sobre el cuerpo femenino, Málaga, Universidad de Málaga, 2012.        [ Links ]

4.    Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989,         [ Links ] p. 304.

5.    Merleau-Ponty, M., Fenomenología de la percepción, Madrid, Península, 1975,         [ Links ] p. 107.

6.    Ibid., pp. 99 y 267. He tratado el tema en “Cuerpo y mundo en Merleau-Ponty”, en Da natureza ao sagrado. Homenagem a Francisco Vieira Jordao, Porto, Fun. Eng. António de Almeida, 1999, pp. 553-574

7.    Ibid., p. 253; y antes p. 228 para la “comunión” y p. 343 para el carácter pre-personal del proceso.

8.    Ibid., p.175

9.    Marcuse., Eros y civilización, Madrid, Sarpe, 1983, p. 194 y antes p. 193.

10. Ibid., p. 204.

11. Deleuze, G. y Guattari, F., El anti-edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós, 1985, p. 390.

12. Ibid., p. 391. Tesis opuesta a la de W. Reich.

13. Lo he hecho en “La naturaleza biocultural del ser humano. El centauro ontológico”, en Varia biologica. Filosofía, ciencia y tecnología, Colección Contextos 17, J. R. Coca (Coord.), Universidad de León, 2007, pp. 129-162.

14. Wilson, E. O., Sobre la naturaleza humana, México, FCE, 1980, pp. 21, 41 y 126, respectivamente.

15. Ibid., pp. 36 y 117, respect.

16. Wilson., La conquista social de la tierra, Barcelona, Debate, 2012 pp. 227 y s.

17. Ibid., p.229, p. 264y s.

18. Cf. Riechmann, J., Un buen encaje en los ecosistemas, 2ª edición revisada de Biomímesis, Madrid, Libros de la Catarata, 2014.

19. Cf. Mi trabajo “Filosofía de la naturaleza y ecología social”, en La dignidad de la naturaleza. Ensayos de ética y filosofía del Medio Ambiente, J.Mª García Gómez-Heras (Coord.), Granada, Comares, 2000, pp. 205-235.

20. Arana, J., La conciencia inexplicada, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015, p. 19.

21. Gómez Pin., Entre lobos y autómatas. La causa del hombre, Madrid, Espasa, 2006, p.32. De poco sirve decir, contra esos modelos, algo tan evidente como que el animal siente pero no entiende ni interpreta y que la máquina computa pero no siente (Ibid., p. 170).

22. Cf. Mi trabajo “Conciencia y libertad como praxis evolutiva”, en Asalto a lo mental. Neurociencias, consciencia y libertad, F. Rodríguez Valls, C. Diosdado y J. Arana  (Eds.), Madrid, Biblioteca Nueva, 2014, pp. 61-79.

23. Para una buena y sintética caracterización de estas posturas y autores, Cf. Laín Entralgo, P., Cuerpo y alma, Madrid, Espasa Calpe, 1991, pp. 247-259.

24. Falkenburg, B., “Cerebro y pensamiento”, en Guía Comares de Filosofía de la Naturaleza, J. Arana (Ed.), Granada, 2016, p.207. La autora ofrece toda una crítica metodológica en diálogo con diversos autores.

25. Ibid., p. 210. También pp. 209, 212 y 214.

26. Cf. Arana., La conciencia inexplicada…, cit., pp. 26 y s. y p. 36.

27. Cf. Hood, B., The Self Illusion: Why there is no `You´ Inside your Head, London, Constable & Robinson, 2012; y Metzinger, T., The Science of the Mind and the Myth of the Self, New York, Basic Books, 2009.

28. Cf. Rubia, F. J., “La ilusión del yo”, Conferencia en la Real Academia Nacional de Medicina, Madrid, 7-5-2013 (en la red). Ahí se resumen parte de las tesis centrales de sus libros El cerebro nos engaña, Madrid, Temas de Hoy, 2000 y El fantasma de la libertad, Barcelona, Crítica, 2009.

29. Arana., La conciencia inexplicada…, cit., p. 193, más el último párrafo citado que proviene de las pp. 201s.

30. Cf. Lende, D. H. y Downey, G. (Eds.), The Encultured Brain. An Introduction to Neuroanthropology, Cambridge, MIT, 2012. Y también www. neuroanthropology. Net.

31. He tratado estos temas y autores en “El desafío del posthumanismo. En relación a las nuevas tecnologías”, en Teoría del humanismo, P. Aullón de Haro (Ed.), Madrid, Verbum, volumen III, pp. 583-615.

32. Cf. Sibilia, P., El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales, Buenos Aires, FCE, 2005, p. 182, p. 251 y p. 262y s.

33. Ibid., pp. 99ss. y p. 144

34. Cf. Alba Rico, S., ¿Podemos seguir siendo de izquierdas?, Barcelona, Pollen, 2013, p.106. Conservadores en temas antropológicos, reformistas en temas políticos y revolucionarios en economía, ésa es su propuesta global.

35. Ibid., p. 32.

Referencias bibliográficas

1.    Amengual, G., Crítica de la religión y antropología en Ludwig Feuerbach, Barcelona, Laia, 1980.

2.    Gómez Pin, V., El hombre, un animal singular, Madrid, La esfera de los libros, 2005.

3.    Cf. Fernández Guerrero, O., Eva en el laberinto. Una reflexión sobre el cuerpo femenino, Málaga, Universidad de Málaga, 2012.

4.    Habermas, J., El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989.

5.    Merleau-Ponty, M., Fenomenología de la percepción, Madrid, Península, 1975.

6.    Deleuze, G. y Guattari, F., El anti-edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós, 1985.        [ Links ]