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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.51 n.51 Caracas set. 2002

 

Estados Unidos frente al mundo: entre paradojas y desafíos

MARÍA ELENA GONZÁLEZ DELUCA

Resumen

    La política exterior de Estados Unidos en el siglo XX es analizada en una perspectiva histórica que destaca las tensiones entre los intereses unilaterales de los actores internos y aquellos ligados a los compromisos adquiridos en su carácter de potencia mundial. Hasta el ataque de Pearl Harbor, Estados Unidos no tenía un papel decisivo en la escena mundial y, pese a su gran poder económico y político internacional, la política exterior recibió una atención oportunista, todavía bajo la influencia del aislacionismo. Durante la Guerra Fría, las tensiones se minimizaron, gracias a la política de alianzas contra el comunismo. Esto, sin embargo, no evitó la confrontación en Vietnam y sus consecuencias en la política interna. El cese de la confrontación bipolar dio mayor presión a la agenda interna que se proyectó en los asuntos exteriores sin más obstáculos que los surgidos en las mesas de negociaciones. Así es que en medio de las exigencias del mundo globalizado y pese a los destellos de la diplomacia presidencial de fines del siglo, la visión desde adentro se fortaleció. La focalización de la política exterior alrededor de la lucha contra el terrorismo desde el pasado 11 de septiembre, dio nuevo vigor a las alianzas internacionales, pero hay signos de un rápido desgaste.

Palabras clave:Estados Unidos / Política exterior / Guerra Fría /Terrorismo

Abstract

    United States foreign policy in the 20th Century is here analyzed in a historical perspective that highlights the tensions between her unilateral domestic interests and those arising from her external commitments as a superpower. Up until the Pearl Harbor attack, the United States did not have a leading role on the world stage and despite the significance of her economic and political international power, her foreign policy received only opportunistic consideration, still shaped by isolationism. During the Cold War those tensions were minimized thanks to the system of alliances in which anti-communism was the common strategy of the western powers. This system did not, however, avert the Vietnam conflict and its consequences on domestic affairs. As the Cold War came to a close the interests of the domestic agenda projected themselves over the global one, even if they had to be negotiated with international partners in the context of globalization. After the events of last September 11th, the focus on antiterrorist actions gave new strength to international alliances, but there are signs that its energy is fast depleting.

Key words: United States / Foreign policy / Cold War / Terrorism

Introducción

    En el inicio del siglo XXI, Estados Unidos enfrenta una renovación de las tensiones entre las demandas mundiales y las domésticas, que vigoriza la paradoja de larga data de las desarmonías entre ambas. Los asuntos externos pesaron poco en los comicios presidenciales de la última década, como era de esperarse toda vez que, sin dejar de intervenir en varios conflictos mundiales de esos años, no jugó en ellos papel decisivo. Pero es un hecho que, si bien en las elecciones presidenciales se escoge al candidato más confiable o más competente para atender los asuntos internos, también cuenta su capacidad para negociar en foros internacionales y para actuar como líder mundial. Pero ¿para quiénes cuenta? ¿Qué conciencia tiene el ciudadano de esta doble elección? ¿Es acaso deber del votante atender esa demanda dual?

    Para el norteamericano promedio lo interno es prioritario, aunque ello suponga desabrigar compromisos mundiales.1 Es aceptado que la política exterior no gana votos, lo que no es extraño en un país que vive muy metido en sí mismo, donde menos de la mitad de su gente tiene pasaporte y pueden comer, vestirse, transportarse, educarse y divertirse sin recurrir al mundo externo. Además, como ocurre en otros países, lo nacional viene antes que los intereses del resto del mundo.2

    Sin embargo, aunque otras naciones no enfrentan la disyuntiva entre complacer a su nación y atender las presiones mundiales, para Estados Unidos resolver esa tensión es asunto de particular incumbencia en razón de su inigualado poder mundial. Pero la oposición entre ejercicio democrático y vocación imperial es el dilema nunca resuelto de su política exterior. Precisamente, argumentamos aquí que en esa tensión se encuentran las claves que permiten explicar sus inconsistencias.

    El desafío de Estados Unidos a lo largo del siglo XX fue cómo hacer aceptable al mundo lo que convenía a sus intereses unilaterales. En las dos guerras mundiales y durante la bipolaridad se forjaron alianzas que obligaban a cierta conciliación entre los intereses domésticos y la política exterior, lo que no evitó descalabros como el de Vietnam. Pero al derrumbarse el bloque comunista y desaparecer el enemigo común de los aliados tradicionales, la agenda interior se presurizó.

    La Guerra Fría dejó una herencia colateral que potenció otros desafíos –el terrorismo, el polvorín del Medio Oriente y los conflictos entre etnias y naciones–, problemas que reclamaban una nueva lógica de compleja definición. El nuevo siglo se inició con una aparente renovación de la vieja tendencia a dar la espalda al mundo, girando el timón hacia adentro, hasta que el 11 de septiembre de 2001 replanteó con particular fuerza dramática la tensión con el mundo externo.

Una disyuntiva a la romana

    En el siglo siguiente a su independencia, Estados Unidos se expandió sobre territorios adyacentes con propósitos supuestamente legitimadores como asegurar las fronteras, cultivar tierras ociosas, obedecer a un destino manifiesto, defender la libertad y otros, que a la vez servían de oportunas justificaciones. Se buscaba así tranquilizar la conciencia republicana, a la vez que se reafirmaba el ideal misionero de luchar por el bien y cerrarle el paso al mal, central en la cultura política norteamericana.

    En esas décadas su crecimiento económico y su capacidad naval eran insuficientes para emprender aventuras de corte imperial. Pero, al filo del siglo XX esto cambió: era un país industrializado, con un comercio exterior en expansión y una Armada ubicada entre las de mayor poderío mundial. Sobre esas bases, lanzó en 1898 su primera cruzada: la «espléndida guerrita» contra el decadente imperio español, cuyas colonias en el Caribe y en el Pacífico heredó como botín de guerra.3

    Entró así en la liza mundial, sin abjurar del ideal republicano ni de la norma aislacionista que desde George Washington alindaba sus relaciones exteriores apartándolas de los conflictos europeos.4 Pero entonces quedó expuesta la fractura entre los principios de la moral política de los primeros tiempos republicanos y una expansión de factura imperial.

    Octavio Paz consideró a la política exterior norteamericana, indecisa entre el intervencionismo y el repliegue aislacionista, entre el compromiso de la democracia, la libertad y la independencia republicanas y las demandas de una gran potencia, como «decididamente antirromana»; en contraste con la república romana que ante la disyuntiva resultante de su expansión no vaciló en cambiar sus instituciones republicanas para adoptar la forma imperial (Paz, 1987:4-1). Lejos de actuar a la romana, Estados Unidos resolvió esa tensión con un pragmatismo que por lo general le dio buenos resultados. Su naciente hegemonía se apoyó en coyunturas oportunas y argumentos morales o salvacionistas que enfatizaban el viejo espíritu misionero.

    La pretensión de querer comerse el pastel y a la vez conservarlo se puso a prueba con la guerra de 1914. Oficialmente neutral, Estados Unidos era proveedor de créditos, armas, alimentos y materias primas a la alianza anglofrancesa, a sus ojos un normal desarrollo del libre comercio internacional, que Alemania veía como ruptura de la neutralidad. El presidente Woodrow Wilson comentaba: «Inglaterra está librando nuestra batalla», convencido de que los ataques de los submarinos alemanes y los conflictos con la Cancillería alemana no quebrarían su discurso pacifista, gracias al cual ganó un segundo período presidencial.

    Pero en abril de 1917 los ataques a la vida y propiedades norteamericanas fueron la indiscutible razón que precipitó la beligerancia contra Alemania; era la «guerra para acabar con todas las guerras y para salvar al mundo para la democracia». En 1918, alcanzada la victoria aliada, la primacía naval de Estados Unidos, su condición de mayor proveedor de bienes industriales y principal acreedor mundial dieron nueva dimensión a su papel internacional. Pero, si bien su poder e influencia eran ahora irreversibles, no contaba de modo decisivo en los foros mundiales.

    Era la primera ex colonia aspirante a un rol decisorio en la política internacional, pero sin liderazgo reconocido por las potencias que no requerían de su venia para alcanzar acuerdos. Así se evidenció en las reservas con que recibieron la propuesta de los catorce puntos de Wilson, y en las discrepancias sobre su plan de una paz «entre iguales» y el proyecto de un nuevo orden.

    En 1918 Wilson asistió a la Conferencia de Paz pese a las críticas de quienes sostenían que los asuntos internos debían retenerlo en el país. Era el primer presidente en ejercicio que viajaba a Europa y el primero que probaba su liderazgo externo. Pero aunque empeñado en la cruzada por la paz, no estaba dispuesto a ceder en asuntos que no convinieran a su país: la paz debía ser a la vez aceptable para los intereses internos y conveniente para los externos. Wilson, comentaba punzante Georges Clemenceau, hablaba como Jesucristo pero actuaba como Lloyd George, el primer ministro del imperio británico. En diálogo con el ministro francés Wilson revelaba sus limitaciones para negociar con las potencias europeas. Veamos.

W: Mi único objeto al promover la Liga de las Naciones es prevenir guerras futuras.
C: Ud. nunca podrá prevenir la guerra con ningún esquema u organización a menos que podamos llegar a acuerdos sobre tres principios fundamentales.
W: ¿Cuáles?
C: Primero, declarar la igualdad racial y hacerla cumplir. Japón ya tiene una resolución al efecto ante la Conferencia, y demanda que sea incorporada al Tratado. ¿Ud. acepta?
W: No, me temo que no. La cuestión racial es muy sensible en Estados Unidos y los senadores del sur y de la costa oeste no votarían un tratado que tuviera tales cláusulas.
C: Lo segundo que corresponde es adoptar la libertad de inmigración; ningún país debe cerrar sus fronteras a los extranjeros. ¿Está de acuerdo?
W: No; mi país está absolutamente decidido a excluir a los orientales y el Congreso está ya considerando restricciones a la inmigración europea.
C: La tercera condición para una paz duradera es el comercio libre en todo el mundo. ¿Cómo le parece?
W: Personalmente me gustaría que fuera así, y mi partido bajó las tarifas aduaneras; pero el Congreso nunca aprobaría una unión aduanera con Europa, Asia y África.
C: Muy bien, entonces para preservar la paz debemos seguir fuertes y buscar que nuestros enemigos pasados y potenciales permanezcan débiles. Ninguna Liga de las Naciones concebible haría eso (Morrison, 1972:210).

    El plan de Wilson no era aceptable en Europa, pero tampoco en Washington, donde lo derrotó la agresiva retórica republicana en el Senado, y el presidente, débil de salud, no pudo defenderlo. El wilsonismo, el enfoque moralizante de las relaciones internacionales, combinado con la ingenua arrogancia de la nueva potencia, demostró su inoperancia. Pero el desacuerdo con Europa y la ausencia norteamericana de la Sociedad de las Naciones no tuvieron mayores consecuencias.

    Estados Unidos volvió a la seguridad de sus fronteras y a su visión monroviana de América, proclamando otra vez la vigencia oficial del aislacionismo, back to normal. Pero la realidad de sus intereses externos volvió una ficción la pretensión de orillar los conflictos mundiales. Tampoco se conciliaba esa política con sus contradictorios intereses en el Pacífico. A la vez quería un Japón débil para contener su expansión y fuerte para frenar el avance bolchevique, también pretendía una China débil para preservar la política de puertas abiertas a los intereses comerciales occidentales, pero fuerte para frenar el dominio japonés.

    Y, sin embargo, en los treinta, Estados Unidos se mantuvo al margen de los conflictos externos, mientras se agudizaban las tensiones europeas e intentaba ser buen vecino de América Latina. En 1932 resultó electo un presidente que despertó confianza en su capacidad de respuesta a los graves problemas de la Depresión. Fue afortunado que Franklin Delano Roosevelt resultara un inspirado y respetado líder mundial cuando la coyuntura externa lo exigió.

Aliados y enemigos en medio siglo de guerras

    La II Guerra Mundial y la Guerra Fría crearon escenarios con roles muy definidos: la lucha contra el nazifascismo y el comunismo. Fueron coyunturas propicias para que Estados Unidos se involucrara, sin recurrir a nuevas justificaciones por su alejamiento del principio washingtoniano. La decisión de unirse al Imperio británico para formar una peculiar alianza con la Unión Soviética contra el nazismo, era evidencia de su rol decisivo en el mundo occidental. Aunque recelosos entre sí, los aliados respetaron el pacto hasta el final, en buena parte porque Roosevelt mantuvo a raya la tensión entre Churchill y Stalin (Ambrose, 1986:16-17, 34-35).5

    Victorioso el frente europeo, Estados Unidos enfrentaba varios retos en el Pacífico: derrotar al imperio japonés, impedir el avance comunista, apoyar la lucha contra el colonialismo europeo, y promover democracias capitalistas. Pero las respuestas fueron contradictorias: para contener a los comunistas de Mao Tse Tung respaldó a Chiang Kai-Shek, cuya debilidad era manifiesta; pero con China al borde de la guerra civil no contaba con su apoyo contra el Japón. Y en su afán de contener a los comunistas en Indochina apoyó a Francia, pese a rechazar su política colonial.

    Por último, la paz con Japón fue forzada por una decisión tan terrible como el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, que comprometió la decisión de dos presidentes, Roosevelt y Truman. La acción interrumpió las negociaciones de paz, aparentemente no sólo para poner al imperio de rodillas, sino para contener a la URSS en el Pacífico. La amenaza atómica fue en adelante el instrumento de negociación determinante de la política exterior.

    En la segunda posguerra, Estados Unidos no podía, como en la primera, reasumir el principio aislacionista. Siendo la mayor economía industrial, ejercía fuerte influencia en Europa occidental, Gran Bretaña y Japón, y sólo la Unión Soviética, bajo el férreo control de Stalin, quedaba fuera de su órbita y al frente del bloque enemigo (Ambrose, 1986:53). La nueva amenaza imponía el reto de una nueva cruzada mundial y daba justificación a su activa presencia fuera de sus fronteras. La razón anticomunista conciliaba, así, la política exterior con los principios fundadores.

    Por primera vez Estados Unidos intervenía activamente en los asuntos mundiales en tiempos de paz. El Plan Marshall, los tratados de fines de los cuarenta, el TIAR y el acuerdo de la NATO, señalaban compromisos muy claros. La paz se rompió de nuevo en los cincuenta con la Guerra de Corea que terminó siendo el primero de muchos reveses de ese segundo medio siglo. En las décadas siguientes, la Guerra Fría reguló la política exterior, y el cristal del anticomunismo distorsionó la verdadera dimensión de los conflictos políticos y sociales que se veían con suspicacia como procomunistas.

    Durante la diplomacia de Foster Dulles, el mundo vivió al filo de la navaja y la tensión estalló en conflictos como el del canal de Suez, la revuelta anticomunista en Hungría en 1956, los choques en el Medio Oriente y el avance comunista en el Sudeste asiático, especialmente en Vietnam, uno de los estados independientes creados de la Indochina francesa, sin olvidar los de impacto regional como Guatemala. En 1957, con el lanzamiento del Sputnik en la URSS, el orgullo norteamericano herido inauguró otra área de rivalidad: la carrera espacial.

    A la muerte de Stalin en 1953 se apreciaron signos de distensión en la URSS, y en 1959, meses después de la muerte de Dulles, el presidente Dwight Eisenhower y Nikita Khrushchev intentaban la coexistencia pacífica en las reuniones de Camp David. Estados Unidos vivía a mediados de siglo su ilusión de armonía, tanto por la prosperidad económica y el apego a valores tradicionales como por el consenso anticomunista. La historiografía del período identificaba los rasgos consensuales con lo mejor de la energía norteamericana.

    Pero esa ilusión desapareció en los sesenta ante múltiples presiones internas y externas. Pese al esperanzador encuentro con Khrushchev, en la presidencia de John Kennedy las tensiones se agudizaron y la política mundial se sustentó en una estrategia de fortalecimiento militar, que el conflicto revolucionario y los misiles soviéticos en la vecina Cuba parecían justificar. Renació así la amenaza de otra guerra mundial. En Europa, el muro de Berlín dio presencia física a la división entre dos Alemanias, capitalista y socialista; en tanto que la victoria de Israel en la Guerra de los Seis Días inició el interminable y virulento conflicto que atrapó a Estados Unidos en un escenario especialmente difícil. Y en América Latina la actividad guerrillera avivó las expectativas revolucionarias y dio prioridad a la seguridad nacional que movilizó en varios países fuerzas represivas de singular brutalidad.

    La violencia racial y política, la lucha por los derechos civiles, los asesinatos de John y Robert Kennedy y de Martin Luther King, el movimiento de la contracultura y las resistencias anti-establishment provocaron perturbaciones inimaginables pocos años antes. En ese contexto, la Guerra de Vietnam sumó una fuente constante de conflictos internos que movilizó a grandes sectores, especialmente estudiantiles, opuestos a esa incomprensible cruzada. Ninguna guerra antes había provocado tan fuertes protestas; los inmensos costos humanos y materiales, su oscuro significado y el improbable éxito la hicieron cada vez más impopular.

    Paradójicamente, surgían signos de un acercamiento entre los dos bloques con el Tratado de no Proliferación de Armas Nucleares con los soviéticos de 1968 y, en los setenta, con la détente del presidente Richard Nixon y del secretario de Estado Henry Kissinger, que permitió el reconocimiento de las respectivas hegemonías de Estados Unidos y de la URSS, en Europa y Asia. Mientras tanto el panorama en el Medio Oriente se complicaba con el conflicto entre israelíes y palestinos. Y la «Doctrina Nixon» amparaba la caída de Allende en Chile y el apoyo a la dictadura de Pinochet.

    En 1975, al retirarse de Vietnam, Estados Unidos aceptó su primera gran derrota con consecuencias que pesarían en futuras decisiones. El hasta entonces todopoderoso Pentágono sería en adelante más cauteloso. En el ámbito doméstico, la renuncia de Nixon en 1974 cerró la larga crisis institucional del affaire Watergate. Estos reveses mostraron al país los límites de su poderío y las debilidades de sus líderes; a esto se agregaron la crisis fiscal, la inflación y el estancamiento económico, agravado por los altos precios petroleros.

Los principios morales no ganan batallas

    Estados Unidos llegó al bicentenario de su independencia con una economía en problemas, una moral debilitada por la desconfianza en sus instituciones y líderes y la incómoda conciencia de que el principio washingtoniano de aislarse de los conflictos extranjeros ya no contaba.

    En esas condiciones, la presión en favor de valores institucionales y políticos fundamentales dio credibilidad al discurso de un político ajeno a los conciliábulos de Washington, que prometía un inflexible compromiso con los principios de una conducción moralmente recta. Era Jimmy Carter, un demócrata del sur de imagen suave promovido por la influyente Comisión Trilateral que reunía a grandes empresarios, políticos y académicos de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón, tras la propuesta de renovar el sistema internacional mediante la promoción del comercio y de la democracia política. Miembros de la Trilateral eran Carter, su vicepresidente Walter Mondale, el secretario de Estado Cyrus Vance, y asesores importantes como Zbigniew Brzezinski y Samuel P. Huntington, entre otros.

    Carter ganó en 1976 la presidencia con la oferta de una renovación ética de la política y en eso no defraudó. La política exterior adquirió un cariz wilsoniano por la insistencia en los valores morales de la democracia y en la defensa de los derechos humanos, que algunos atribuían a su religiosidad baptista y a cierto idealismo ingenuo del Presidente. Carter se concentró en algunas causas con resultados tangibles: la paz entre Israel y Egipto; las negociaciones del segundo Tratado de Limitación de Armas Estratégicas; el tratado para devolver la zona del canal y transferir el control del mismo a Panamá; el respeto de los derechos humanos como condición de la ayuda a otros países; en Nicaragua el apoyo a los sandinistas para derrocar a Anastasio Somoza.

    Pero por primera vez la política exterior en Medio Oriente fue factor decisivo en contra de la popularidad presidencial. Preludiaban los acontecimientos que serían fuente de los conflictos más difíciles de la política exterior de comienzos del siglo XXI. Todo comenzó en 1979.

    En ese año, la revolución de los ayatolas contra el proyecto de modernización occidental del Sha de Irán, la «revolución blanca», provocó la caída de la monarquía. Su derrocamiento sorprendió a Estados Unidos, pese a que la CIA tenía en Irán más agentes de inteligencia que en ninguna parte del mundo y operaba allí sin restricciones. Una vez más los conflictos vistos en la óptica de la Guerra Fría había dado la lectura equivocada. Estados Unidos perdía un incondicional amigo, un proveedor confiable de petróleo, una voz moderada en la OPEP, un aliado fundamental contra los soviéticos, y un cliente que compraba casi un tercio de su exportación de armas.

    Pero otras serias consecuencias seguirían cuando el 4 de noviembre su embajada en Teherán fue asaltada y parte del personal secuestrado, en represalia por el asilo otorgado al Sha por Estados Unidos, pese a las amenazas del ayatola Ruhola Jomeini. Era el primer acto terrorista contra una sede oficial norteamericana por parte del fundamentalismo islámico.6

    Otros cambios políticos significativos ocurrían en Iraq, una pieza importante del ajedrez político bipolar en el Medio Oriente. En 1979 Saddam Hussein, que desde los sesenta forjaba su liderazgo en las fuerzas militares y policiales de Irak, derrocó el gobierno de tendencia autoritaria no comunista de Ahmed Hassan Bakr, su pariente, y quedó a cargo como hombre fuerte.

    Paralelamente, Afganistán se convertía en centro del conflicto entre los dos bloques, el último escenario de la Guerra Fría. El embajador norteamericano, secuestrado por grupos musulmanes fundamentalistas, resultó muerto en un intento de rescate, y en diciembre los soviéticos invadieron Afganistán en una acción que Estados Unidos consideró dirigida a controlar las reservas mundiales de petróleo. Carter aprobó sanciones económicas contra la URSS y suspendió la firma del Segundo Tratado de Limitación de Armas Estratégicas y la participación en los Juegos Olímpicos de Moscú. Finalmente, Estados Unidos dio apoyo tácito a los talibanes contra los soviéticos, sin calcular que abría la puerta a un conflicto más peligroso y de terribles consecuencias para su seguridad.

    Estos desafíos revelaban el repliegue de la política de defensa y de los servicios de inteligencia norteamericana. Entre 1968 y 1978 la proporción del producto nacional bruto destinado a defensa bajó del 9,5 por ciento al 5,0 por ciento y las fuerzas del servicio tenían en 1978 un millón y medio de hombres menos (FPA, 1980:12). Pero en 1979 terminaron las restricciones sobre las actividades de la CIA y la Doctrina Carter renovó la disposición de repeler el avance soviético en Medio Oriente.

    Por otra parte, el terrorismo, que era desde los setenta una táctica de lucha política transnacional, probaba su efectividad contra ciudadanos e intereses de Estados Unidos afectados por cerca del 40 por ciento de las 3.000 acciones documentadas por la CIA entre 1968 y 1978 (FPA, 1980:21). No es extraño que desde 1979 el antiterrorismo ocupara el centro de la política norteamericana hacia los «gobiernos infractores» del Tercer Mundo (Litwak, 2001:376).

    La sucesión de problemas sin resolver, pero sobre todo el largo cautiverio de los cincuenta y tres rehenes y el desaliento por el fallido rescate de abril de 1980, consolidó la impopularidad de Carter que perdió la opción para un segundo mandato. El giro conservador del momento orientó la votación presidencial hacia Ronald Reagan, cuando se cumplía un año de la toma de los rehenes en Irán. Fue irónico que la liberación ocurriera justo el día de la juramentación de Reagan, después de meses de negociaciones auspiciadas por Carter.7 El wilsonismo salió de nuevo derrotado.8

    Reagan, poco conocedor de la política exterior, tenía claro, sin embargo, que para recuperar el prestigio nacional debía combatir con firmeza al enemigo, «el imperio del mal», es decir, la Unión Soviética y el bloque socialista, y el comunismo en cualquier parte. Su firme anticomunismo, sumado al objetivo de recuperar la posición de poder, implantó un estilo inflexible, promovió la costosa Iniciativa para la Defensa Estratégica, o Escudo Antimisiles, que suspendió la negociación del Tratado de Limitación de Armas Estratégicas, e impulsó la producción y el comercio de armas. No estaba solo en esto; Rusia exportaba aún más armamento y Francia, Alemania y Gran Bretaña financiaban sus importaciones de petróleo con las ventas de armas al Tercer Mundo (Ambrose, 1986:323).

    La orientación militarista de la política exterior subió el gasto en defensa en 40 por ciento entre 1981 y 1983, e incrementó el déficit presupuestario (FPA, 1984:22-23). Pero, para cumplir su promesa de reducir la presencia del gobierno y sus efectos sobre el gasto público, Reagan buscó equilibrarlo con recortes en el gasto social (Jones, 1996:548), lo que, sin embargo, no le costó el apoyo electoral para otro mandato en 1984. En eso pesó la recuperación económica que se atribuía a la reaganomics, las medidas neoliberales que promovieron un ciclo de crecimiento con inflación controlada, y la restauración del «orgullo nacional», más por el despliegue militar que por los aciertos de las iniciativas en el complicado panorama mundial.

    En su primer gobierno fracasó en el intento de impedir la intervención soviética en Polonia contra el movimiento democratizador del sindicato Solidaridad de Lech Walesa. El presidente Reagan debió conformarse con imponer sanciones a la URSS, sin poder influir directamente en los asuntos de Polonia. Pero en su segundo gobierno, Reagan inició un acercamiento a la URSS, gracias al viraje que inició Mijail Gorbachov, el osado jefe del Partido Comunista, en su intento de aplicar los principios del glasnot y la perestroika para reflotar el deteriorado régimen soviético.

    Pero fueron las relaciones con los países del Tercer Mundo las que expusieron con más evidencia la capacidad del gobierno de Reagan para sembrar los vientos que darían al cabo las tempestades de comienzos de siglo. Entre todos los escenarios, el del Medio Oriente era el más complejo. Desde la época de Truman, la política en la región perseguía cuatro objetivos básicos: seguridad para Israel, acceso estable y fácil al mercado de suministro petrolero, prevención de la influencia soviética y estabilidad en la región (Toensing y Urbina, 2000).

    En 1980, la guerra entre Irán e Iraq dividió al mundo árabe e involucró a los países socialistas y a Estados Unidos que ayudaban secretamente a uno y otro contendiente.9 Estados Unidos, por temor a perder su menguada influencia en la región apoyaba en secreto a Irán y también a Hussein que jugaba la carta del anticomunismo.10 Aunque signadas por la desconfianza y la sospecha mutua, las relaciones con Hussein por el momento convenían a ambas partes.

Otros desafíos probaron ser más difíciles. La intervención de tropas norteamericanas, en misión internacional conjunta, en el conflicto del Líbano entre cristianos y musulmanes, más complicado, si cabe, por el apoyo a los últimos de las guerrillas de la Organización de Liberación Palestina, terminó en 1983 con un ataque terrorista en el que murieron 241 marines. Esa intervención involucró aún más a Estados Unidos en las luchas locales en un contexto de extrema complejidad.

    En América Latina y el Caribe, que vivía la década perdida por el peso de la deuda externa, la Doctrina Reagan restableció el intervencionismo en defensa del anticomunismo en cualquier circunstancia. Nicaragua y El Salvador, donde se enfrentaban fuerzas de izquierda y de derecha, fueron escenarios de intervención encubierta, en tanto que en la isla de Grenada la intervención de 1983 recurrió a la clásica invasión de los marines en un intento por frenar la influencia cubana. En la Guerra de las Malvinas, el apoyo a los británicos fue considerado una deslealtad con los compromisos del sistema interamericano y otra prueba de que Estados Unidos veía al mundo sólo a través de sus propios intereses.

    En 1986 estalló el escándalo Irán-Contras. La venta de armas a Irán y la orientación, también ilegal, de dinero de la misma transacción a un fondo de ayuda a los contrarrevolucionarios de Nicaragua, reveló una trama de mentiras, secretos, encubrimientos y abusos que en otras circunstancias no hubieran permitido al Presidente concluir su mandato. Pero Reagan entregó el cargo en la fecha prevista con un alto nivel de popularidad.

    A fines de los ochenta, con la retirada de los soviéticos de Afganistán, el cese de las hostilidades entre Irán e Iraq en 1988, y el derrumbe del bloque socialista, se extendió un pensamiento optimista que auguraba un futuro de paz y de libertad. Pero en el Medio Oriente los conflictos seguían prendidos. Para los países de mayoría musulmana de la región enfrentados en complejos conflictos, el resentimiento contra Estados Unidos fue una causa común de movilización popular.

La herencia colateral de la Guerra Fría

    La década de los noventa se inició bajo el temor de que el régimen de Saddam Hussein –todavía sin firmar la paz con Irán– usara armas de destrucción masiva. Pero el gobierno de George Bush retrasaba el enfrentamiento, consciente de los riesgos y, además, porque el efecto Vietnam pesaba en contra de una guerra en tierras lejanas, aunque Irak parecía un escenario menos complicado. Sin embargo, Hussein, audaz y poco previsible, precipitó las decisiones al ordenar la invasión de Kuwait el 2 de agosto de 1990. Un paso que ponía a Iraq en capacidad de controlar el suministro y los precios del petróleo mundial.

    Esto aceleró los preparativos de guerra. Vencido en enero de 1991 el plazo de tres meses fijado por las Naciones Unidas a Hussein para el retiro incondicional de Kuwait, Estados Unidos, en alianza con Francia, Italia, Gran Bretaña, Kuwait y Arabia Saudita, y con apoyo del gobierno de Mikhail Gorbachov, lanzó la operación Tormenta del Desierto contra Iraq.

    Fue una guerra de alta tecnología, seguida en el mundo por transmisiones de televisión satelital, que concluyó en pocas semanas al retirarse las fuerzas de Hussein de Kuwait. La victoria, después de tantos reveses, devolvía a Estados Unidos la confianza en su poderío y eficiencia, y revivía el viejo mito de la cruzada contra las fuerzas malévolas del mundo. Tanto más cuanto que se esperaba que la derrota de Hussein condujera a su caída del poder. Vana esperanza.

    A fines de 1991 la URSS se derrumbó y, con ella, Gorbachov, el último líder soviético. Terminada la Guerra Fría se creyó asistir al inicio de un futuro luminoso, de paz mundial y libertad que apenas si asomó más mito fugaz que realidad. Estados Unidos, por primera vez en posición de ejercer un poder mundial sin oponentes, enfrentaba nuevos y perturbadores desafíos. Pronto fue evidente la ingenuidad de la visión de un mundo sin conflictos.

    Hacia el fin de su mandato, Bush gozaba de una popularidad altísima que hacía presumir su próxima reelección. Pero al despresurizarse la política exterior, sin Guerra Fría, sin enemigos portándose mal, sobresalió lo que no andaba bien en casa. La Guerra del Golfo, librada a distancia gracias a la moderna tecnología del armamento de precisión, fue una guerra virtual de impacto efímero entre los norteamericanos. La victoria y la euforia momentánea habían velado superficialmente el asunto más importante: la debilidad de la economía nacional, que en 1990 había obligado a Bush a aumentar los impuestos, en palmaria contradicción con su promesa electoral.

    A los ojos del público los asuntos domésticos no recibían la atención que requerían, sin dejar de mencionar que desde los ochenta se apreciaba un creciente desinterés por los conflictos del mundo exterior, evidente hasta en los programas televisivos y en la cobertura de noticias (Halberstam, 2001:160-166).11 Esta percepción provocó la derrota de Bush para un segundo mandato.

    William Jefferson Clinton fue el segundo gobernante demócrata en casi un cuarto de siglo, igual que Carter poco conocido en los círculos de Washington y también procedente del Sur; fue el primer presidente de la generación baby boomer, y el primero que gobernaría en un contexto no regulado por la Guerra Fría. Su vida, llena de incidentes polémicos, había estado dedicada a la política y su talento en ese campo era considerable; pero en política exterior no tenía experiencia, ni conocimientos, ni particular interés.

    En Washington todavía se recordaban los fiascos de las tres únicas administraciones demócratas desde los cincuenta: Cuba, Vietnam y los rehenes de Teherán. En la campaña, Clinton había anunciado su intención de concentrarse en la agenda doméstica, considerando que los asuntos externos ocupaban al presidente un tiempo excesivo (Christian Science Monitor, 1999:10). Claramente, los asuntos exteriores no eran una prioridad: más aún, según fuentes oficiales, Estados Unidos tendría en adelante un papel político más reducido en el extranjero.12

    Comenzando 1993 privaba una visión del mundo con las fuerzas del mal en retirada, conveniente en un momento de dificultades fiscales y poca disposición de atender compromisos militares externos. Clinton no favorecía el envío de tropas al extranjero y el Secretario del Departamento de Estado había repetido en el Congreso que Estados Unidos no podía ser el policía del mundo (DPB, 26-05-93). Todavía en el segundo año de gestión de Clinton, los voceros del Departamento de Estado se mostraban incómodos en sus encuentros diarios con la prensa; algunos críticos consideraban la política exterior inconsistente, retórica y tímida a la hora de las decisiones.13

    Pero el mundo de la Posguerra Fría era complejo, como se veía en los Balcanes, donde viejos conflictos étnicos, políticos, culturales alcanzaban una brutalidad primitiva. «Dios, cómo añoro la Guerra Fría. Cuando teníamos asuntos intelectualmente coherentes y los americanos conocían cuáles eran las reglas», comentaba Clinton a sus asesores en 1993 (Krauthammer, 1999). Pero, aunque el terreno de la política exterior parecía menos firme que nunca, sabía que no podía dar la espalda.

    En una conferencia de febrero de 1993 en American University, en Washington, Clinton afirmó que se concentraría como un rayo láser en la economía, aunque también mencionó otros dos objetivos: fortalecer la seguridad nacional y patrocinar la democracia en el mundo (DPB, 6-01-1994). En otro discurso, del 5 de mayo, afirmó la disposición de defender …«nuestros intereses, trabajando con otros donde sea posible, y por nuestra cuenta donde sea necesario, pero cada vez más en esta nueva era tendremos que trabajar con un complejo de socios multilaterales, a menudo bajo nuevos esquemas» (DPB, 26-5-93). También el Secretario de Estado, Warren Christopher, confirmó que …«Cuando algo amenace nuestros intereses vitales, nuestros intereses estratégicos, actuaremos unilateralmente cuando sea necesario» (DPB, 26-5-93).

    Comenzando 1994 se anunció que la seguridad económica sería el fundamento de la política exterior. La administración de Clinton entendía que el futuro de la economía nacional exigía involucrarse en los asuntos mundiales, competir, no retraerse (DPB, 6-01-1994). En otras palabras, sería prioridad la promoción de los negocios en foros internacionales y en conversaciones y negociaciones con otros jefes de Estado. Se buscaba extender acuerdos de libre comercio, como el Nafta firmado con Canadá y México. Pero también se anunciaba que la nueva agenda exterior incluía otros asuntos de interés mundial, cuya definición estaba a cargo del Equipo de Asuntos Globales que se iniciaba como parte de la reorganización del Departamento de Estado.

    ¿Cuáles eran estos asuntos? El control del crecimiento demográfico mundial, el desarrollo sustentable, el control de los cambios climáticos globales, la preservación de la biodiversidad, el equilibrio entre medio ambiente y explotación comercial, la lucha contra el narcotráfico y la defensa de los derechos humanos. Eran temas que en los grandes foros mundiales podían ganar prestigio para un político con el talento de comunicador de Clinton, y, de paso, apoyo para otras causas. Sin embargo, no figuraban el terrorismo, ni la incesante pirotecnia de los conflictos mundiales, no ya conflictos internacionales, sino entre civiles de una misma nación, que engrosaban la lista de los problemas urgentes y complejos.

    Casi todos estos conflictos eran herencia de la política bipolar: Saddam Hussein, desafiante; el complicado conflicto de los Balcanes; la guerra interna, el hambre y los refugiados de Somalia; las permanentes tensiones del Medio Oriente y el continuo choque entre israelitas y palestinos y, con frecuencia inquietante, los actos de terrorismo en varias partes del mundo.

    Somalia, escenario marginal de la Guerra Fría que la televisión de los noventa exhibía como uno de los peores desastres humanitarios, fue el primer fiasco de la política exterior de Clinton, en octubre de 1993, cuando tropas enviadas en misión humanitaria se enfrentaron en una sangrienta batalla a fuerzas somalíes en la capital Mogadiscio. La crueldad de las escenas recordaban a Vietnam, tanto que le valieron a Somalia el nombre de Vietmalia (Halberstam, 2001:265).

    El conflicto yugoslavo era entonces el más apremiante, tal vez porque comprometía de modo directo los intereses de los aliados europeos. El gran desafío era parar la limpieza étnica de los serbios y serbio-bosnios contra los musulmanes de Bosnia y revertir las ganancias territoriales de los serbios, sin enviar tropas; pero el embargo sobre la venta de armas ponía a Bosnia en desventaja sin detener la beligerancia y la solución negociada no progresaba.14 Clinton seguía indeciso entre seguir apostando a las negociaciones o arriesgar los costos de enviar tropas.15

    Sin embargo, el conflicto de los Balcanes, concentrado en Kosovo a fines de la década, así como el incesante enfrentamiento entre israelitas y palestinos, dieron a Clinton la oportunidad para actuar como mediador y pacificador. En este papel puso particular empeño personal desde su primer mandato cuando, después de las conversaciones de Oslo, en agosto de 1993, el primer ministro israelí Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, el líder palestino, firmaron en Washington la Declaración de Principios sobre la organización de un gobierno autónomo interino en Palestina. La crisis provocada por el asesinato de Rabin abrió un paréntesis en las negociaciones de paz. En 1996, un mes antes de las elecciones presidenciales, Clinton promovió en Washington la cumbre de jefes de Estado de Medio Oriente, en la que el líder palestino Arafat y Netanyahu, el primer ministro israelí, trataron de discutir sus respectivas posiciones, primera de una serie de iniciativas que finalmente fracasaron en su objetivo de paz.

    En Irak los ataques aéreos de 1996 no dejaban duda de que la paz tampoco estaba cerca. Por otra parte, asomaban divergencias en la alianza europea contra el régimen de Hussein, en especial en Rusia y en Francia, donde la Asamblea Nacional pedía levantar el embargo de las exportaciones petroleras (DPB, 31-01-1996). En este punto Clinton era inflexible: Hussein no era confiable y cualquier intento de aflojar el cerco vigente amenazaba la seguridad de la zona donde estaba «el corazón de nuestros intereses», declaraba el Departamento de Estado (DPB, 13-09-1996). El objetivo central era, ...«proteger los intereses nacionales vitales de Estados Unidos, asegurando la estabilidad de Arabia Saudita, Kuwait y los otros estados del Golfo –la estabilidad del flujo de petróleo a Europa, Japón y Estados Unidos»…(Ibid.). El gobierno de Clinton no se apartaba en esto de la política de Bush.

    Una de las pocas oportunidades de corregir la herencia del enfrentamiento bipolar se dio en 1995 en Vietnam a los veinte años de la retirada de las tropas norteamericanas; se firmó entonces un acuerdo que resolvía algunas cosas pendientes y permitía abrir oficinas de enlace, con funciones consulares. En los dos países se cerró ese capítulo de la Guerra Fría.

    En América Latina, en tanto, los problemas no parecían prioritarios. A juicio del secretario adjunto para Asuntos Interamericanos Alexander Watson, allí no había presiones: «Creo que las cosas están realmente bastante bien en América Latina y el Caribe». No negaba la existencia de puntos difíciles pero en términos de los objetivos políticos del presidente Clinton: seguridad nacional, crecimiento de los intereses económicos norteamericanos y la democracia ...«en todas estas tres áreas, América Latina y el Caribe se muestran auspiciosos» (DPB, 25-01-94).

    No es extraño entonces que a comienzos de 1994 el Secretario de Estado no tuviera planes de visitar esos países; de hecho, después de George Shultz, en tiempos de Reagan, ningún Secretario de Estado había estado en la región, excepto en viajes muy breves a alguna reunión. Pero en la era de las cumbres mundiales no podía faltar una en esta parte del globo. En diciembre de ese año se realizó la primera Cumbre de las Américas, en Miami, cuya agenda, iniciativa norteamericana, reflejaba los objetivos de la política hacia América Latina: integración económica e intercambio; fortalecimiento de la democracia y promoción del desarrollo sustentable.

    Sin embargo, había en la región nuevos signos. En enero de 1994 el estallido zapatista en Chiapas, al sur de México, planteaba incómodos dilemas: «¿Qué etiqueta le han puesto ustedes [en el Departamento de Estado] a los zapatistas? ¿Cómo los califica este gobierno, terroristas o combatientes por la libertad?», preguntaba un periodista (DPB, 11-01-94). La vocera oficial toreaba como podía las preguntas y eludía contestar si se juzgaban con criterio independiente las noticias sobre la violación de los derechos humanos en México.

    Tampoco el secretario de Estado Warren Christopher, ni el mismo Watson, daban respuestas claras sobre cuestiones que ponían a prueba las bases de la política exterior: ¿Había violación de los derechos humanos en México? Según Watson no había evidencias, pero igual se había expresado preocupación al gobierno mexicano por vía diplomática, ¿por qué si no había evidencias? Otra prioridad declarada era la democracia, o la falta de ella: ¿Qué se pensaba hacer a la luz de los reclamos de Chiapas? Nada, decía Watson, el liderazgo mexicano estaba bien encaminado y merecía confianza (DPB, 25-01-94).

    Entre tantos temas y conflictos que demandaban respuestas urgentes, algunas prioridades perdían esa condición. Pero el tema de la seguridad, sujeto a varias interpretaciones y asociado con un amplio conjunto de condiciones, parecía cada vez más insoslayable. En la escala de prioridades subía la amenaza concreta del terrorismo, que vulneraba la seguridad y rebasaba la tradicional noción de la seguridad política y militar; era desbordada por una advertencia que alcanzaba a grandes sectores de la población con efectos devastadores sobre la economía y la confianza cotidiana.

Ataques cercanos

    Al desaparecer el bloque socialista, la pérdida del foco central de la política exterior del último medio siglo fue el cambio más notable; otro fue la aparición de múltiples focos secundarios, herencia colateral de la Guerra Fría. Pero al iniciarse el siglo XXI, tal vez el más notable cambio en la agenda exterior fue la definición del terrorismo como el nuevo foco enemigo externo, aunque ya desde 1979 era un asunto de relevancia que absorbía grandes recursos para combatirlo.

    Paradójicamente, sin embargo, era un enemigo que carecía de cualidad focal porque no se identificaba con un centro geopolítico determinado desde donde irradiaran las fuerzas enemigas. No había una sede del «mal» ni enemigos plenamente identificados. Precisamente, la estrategia para luchar contra el terrorismo suponía la identificación de las redes promotoras, tarea que devolvió la política exterior hacia el tema de la seguridad. Pero en una tesitura muy diferente.

    Era un enemigo casi invisible, ubicuo, impredecible, contra él, que no servían los métodos tradicionales de la política y del aparato militar y por eso era más temible. Requería un enfoque nuevo que comenzaba por la información: desde los ochenta se confeccionaba una lista de países y de personas sospechosos de provocar, promover o amparar actos terroristas. Requería, además, una estrategia especializada que el Departamento de Estado confió a la Oficina del Coordinador contra el Terrorismo, cuyo informe anual al Congreso advertía sobre la dificultad de trazar un patrón en esta materia (Patterns of Global Terrorism Report, 1996).

    El informe de 1995, que daba cuenta del terrorismo internacional en 1994, se presentó poco después del ataque al edificio federal de Oklahoma, en el que no hubo participación de fuerzas ni individuos extranjeros. Este segundo atentado en el propio territorio, después de la explosión del carro bomba en el World Trade Center de Nueva York en 1993, probaba que el terrorismo en gran escala no podía entenderse sólo como amenaza externa o desde afuera, era también un problema doméstico que replanteaba un viejo dilema: libertad versus seguridad (D.P.B., 28-4-1995).

    La expansión de la cultura informática en los noventa resaltaba esa disyuntiva con más fuerza. Los terroristas aprendieron pronto las ventajas de Internet: en la autopista de la información circulaban libremente fórmulas para construir bombas, instrucciones para planificar atentados y una inflamante retórica justiciera. El ciberterrorismo era reconocido como una grave amenaza contra el que no era fácil lidiar, según declaraba el coordinador de la Oficina contra el Terrorismo Philip Wilcox: …«Tenemos una Constitución y una primera enmienda en este país, que es un serio impedimento para controlar esta clase de información» (Ibid.). Era, entonces, un enemigo virtual y un enemigo real que podía ubicarse en cualquier parte, lo que daba un enorme potencial de conflicto a las relaciones exteriores cuyo fundamento axiomático era que…«si un americano es víctima del terrorismo en cualquier país, se convierte por definición en un acto de terrorismo internacional» (Ibid.).

    No obstante, la estadística del terrorismo entre 1981 y 2000 indicaba una disminución de los ataques. En 1981 se produjeron 489 ataques terroristas internacionales, y cada año entre 1985 y 1988 se registraron más de 600; en 1987 llegaron a 666; en los noventa las cifras fueron siempre más bajas que en los ochenta, salvo en 1991 cuando hubo 565 atentados, igual número que en 1884; en 1998 se registró el número más bajo de todo el período: 274 («Total International Terrorist Attacks, 1981-2000». Patterns..., 2000). La disminución era presentada como un éxito de la política antiterrorista y como expresión de los cambios en la política mundial; sin embargo, se pronosticaba un incremento por el uso de armas y materiales de destrucción masiva y las facilidades tecnológicas.

    La estrategia antiterrorista reclamaba grandes recursos y decisiones que se articularon en una política ya bien definida en los ochenta, cuando se codificaron los conceptos fundamentales de la legislación antiterrorista. El Centro contra el Terrorismo de la CIA desarrollaba desde 1986 trabajos de inteligencia que, como en la Guerra Fría, clamaba por mayores facultades para aplicar métodos efectivos, incluyendo «matar mucha gente» («Fighting Terrorism American Style». Veterans of Foreign Wars Magazine, 1998:20-25).

    En 1985, un año después del ataque a la embajada de Estados Unidos en Beirut, apareció el «Inman Report», producto de un panel de especialistas dirigidos por un almirante retirado y ex alto funcionario de la CIA, Bobby Ray Inman, que analizó la seguridad en el exterior. El informe Inman recomendó incrementar la seguridad de las instalaciones diplomáticas en todo el mundo. Para 1998 se habían construido 27 nuevas embajadas siguiendo esas recomendaciones y se había aumentado la seguridad en muchos edificios viejos. Esto no evitó el ataque a las embajadas en Kenia y Tanzania, cuya reforzada seguridad no las hacía blancos fáciles (USIA, 1998).

    En la política antiterrorista intervenía una compleja estructura interdepartamental dirigida por el National Security Council y coordinada por el Departamento de Estado, que desarrollaba programas de cooperación internacional, particularmente con Gran Bretaña, Canadá e Israel, y de asistencia en el entrenamiento de funcionarios oficiales alrededor del mundo. Desde mediados de los ochenta se habían entrenado cerca de quince mil funcionarios en ochenta países. El bloqueo de fondos para el terrorismo en cuentas de Estados Unidos, y el programa de recompensas hasta por dos millones de dólares por información que ayudara a prevenir o solucionar acciones terroristas, eran otras disposiciones que daban un contenido policial a los asuntos exteriores (D.P.B., 28-4-1995).

    Inevitablemente la lucha antiterrorista creaba situaciones incómodas, como en ocasión de la visita del líder irlandés Gerry Adams a Washington, en 1995, después de notorias dilaciones para obtener su visado. Aunque el Departamento de Estado lo tenía en su lista de terroristas, Adams fue invitado a la Casa Blanca, lo que provocó la pregunta de Margaret Thatcher: «¿Cómo reaccionaría el presidente Clinton si los terroristas de Oklahoma fueran invitados al 10 de Downing Street?» ¿Acaso era Adams al mismo tiempo terrorista para unos y combatiente por la libertad para otros?, preguntaba un periodista. El Coordinador de la Oficina contra el Terrorismo concedía que los terroristas, individuos y países, podían redimirse, pero, afirmaba, «Terrorismo es terrorismo» (Ibid.).

    Los métodos policiales y de inteligencia, a cargo del FBI y de la CIA, calzan naturalmente en la lucha contra el terrorismo, pero siendo parte de la agenda exterior los procedimientos de la política no pueden excluirse, aunque no se ajusten bien con aquéllos. No es extraño entonces que iniciativas como la reunión de un funcionario del Departamento de Estado con miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en Costa Rica, en diciembre de 1998, parecieran inconsistentes. No obstante que era una reunión autorizada, las razones no resultaban convincentes en vista de que las FARC estaba registrada como organización terrorista (D.P.B., 4-1-1999).

    La transnacionalización del terrorismo ubicó el tema con prominencia en los foros mundiales. En el mapa del terrorismo destacan organizaciones como Hamas o Hezbollah, entre las más activas internacionalmente, países como Irán, Libia, Irak, campos de entrenamiento en Afganistán, la capacidad nuclear de Corea del Norte o Pakistán, financistas como el saudita Osama Bin Laden, cuyo nombre suena repetidamente desde los noventa (Ibid.), aunque los cuatro continentes figuran en los registros del Departamento de Estado.

    En 1996 el terrorismo internacional figuró en la agenda de seis reuniones internacionales. En la cumbre del G-7, en Lyon, Clinton puso a valer su liderazgo para que la lucha contra el terrorismo fuera tema privilegiado en cuarenta iniciativas que produjeron compromisos importantes: 1. Bajo el lema «Ningún lugar para esconderse», se acordó construir redes de información para cooperar en la persecución y extradición de acusados. 2. Con la consigna «Bloquear los recursos de los criminales y terroristas», se acopiaría información financiera a fin de identificar y bloquear fondos de criminales y terroristas. 3. Proteger las fronteras nacionales. 4. Detectar y prevenir el crimen de alta tecnología, lo que suponía dedicar más recursos al área de la computación (D.P.B., 28-6-1996).

    Las resoluciones coincidían con las tres reglas ya definidas por el Departamento de Estado: 1. No negociar ni someterse a chantajes del terrorismo. 2. Tratar a los terroristas como criminales, perseguirlos agresivamente pero aplicar la ley. 3. Aplicar la máxima presión sobre los estados que ampararan y apoyaran a los terroristas imponiendo sanciones económicas, diplomáticas y políticas, y presionando a otros estados para hacer lo mismo. Esta última comenzaba a ser el principio regulador de las relaciones exteriores, a falta de otro elemento prioritario.

    Pero la política antiterrorista sólo podía ser efectiva, declaraba Wilcox, en tanto su definición fuera más allá de acciones concretas: «Nuestra estrategia antiterrorista en el extranjero será sólo tan buena y tan fuerte como lo sea nuestra política exterior (Ibid.). Explicaba que para la cooperación efectiva de otros gobiernos se requería un fuerte compromiso y el apoyo de recursos de Estados Unidos …«para proteger nuestros intereses políticos, económicos y de seguridad». Más aún, suponía: «robustecer y mantener nuestro papel tradicional de ayudar a resolver estos difíciles conflictos políticos, sociales y económicos que son el criadero del terrorismo» (Ibid.). Pero esta parte de la estrategia por lo general quedaba, tal vez inevitablemente, en simples declaraciones.

    Ni la atención que pudiera prestarse a los problemas que alimentaban el terrorismo, ni las medidas que se tomaban para prevenirlo eran en definitiva totalmente efectivas. Pese a las normas de seguridad, restricciones, advertencias, redes de comunicación, construcciones con máximas exigencias de seguridad para instalaciones oficiales en el exterior, cada vez que un ataque ocurría rondaba la desalentadora idea de que nada podía detener a un individuo o a una organización terrorista decidida a llevar a cabo un acto de esa naturaleza. Pero también se reanudaban los cuestionamientos generales al sistema de seguridad y a las bases políticas de la estrategia. Y volvían las contradicciones.

    Así ocurrió el 25 de junio de 1996 cuando una bomba de cinco mil libras dejó un enorme cráter y 240 muertos, incluyendo 19 norteamericanos, en una sede militar que funcionaba en las Torres Khobar, en Dhahran, Arabia Saudita. Los periodistas preguntaban: ¿Revisaría Estados Unidos sus relaciones con Arabia Saudita si se comprobaba responsabilidad interna? No, era la respuesta del Departamento de Estado: «No queremos enfatizar nuestras diferencias con esa gran nación. Queremos permanecer con ellos, como ellos lo están con nosotros, para combatir esta clase de terrorismo, que no es sólo contra Estados Unidos sino contra las naciones civilizadas» (D.P.B., 26-6-1996). «¿Se ha planteado que los negocios tal vez deban reevaluar sus relaciones con Arabia Saudita?» preguntaba un periodista, «¡Por Dios, no!» respondía el vocero del Departamento de Estado (Ibid.). Arabia Saudita era, antes que nada, el gran proveedor y socio en el negocio del petróleo.

    La vinculación del terrorismo con fanáticos religiosos creaba, y crea, inconvenientes para las relaciones con países del Islam con los que Estados Unidos tiene importantes intereses de negocios. Por otra parte, el potencial de conflicto se proyecta también en el orden interno donde la comunidad musulmana es parte de la diversidad que la sociedad norteamericana, abandonada la imagen del melting pot, proclama como una de sus virtudes.

    Las conveniencias coyunturales amarraban muchas veces las decisiones sobre seguridad. En septiembre de 1996 el movimiento talibán tomó control de Kabul, la capital de Afganistán, después de un largo asedio y años de marcada violencia interna. Afganistán había sido el último escenario de la Guerra Fría, ocupado por la resistencia de las principales etnias contra los soviéticos, y Estados Unidos tenía esperanzas de que alcanzada la paz fuera posible formar un gobierno representativo, de reconciliación nacional e internacional, con el que pudiera entenderse.16 No había nada objetable en el nuevo gobierno, manifestaba un vocero. Y, sin embargo, esto no era consistente con las noticias que mencionaban violaciones a los derechos humanos y condescendencia con el terrorismo.

    Había motivos para no albergar esperanzas sobre Afganistán, como observaba suspicaz un periodista al escuchar estas declaraciones «¿Significa que este grupo de funda¬mentalistas islámicos que ha tomado Afganistán por la fuerza y ejecutado sumariamente al anterior presidente, sería reconocido por Estados Unidos?» (D.P.B., 27-9-1996). La respuesta insistía en que los talibanes –que controlaban Kabul y gran parte del país– …«parecen tener la mayoría de las cartas de su lado en esta etapa, nuestro llamado a ellos es que usen su nueva posición de autoridad para establecer instituciones democráticas e iniciar un proceso de reconciliación nacional» (Ibid.). Pero días después la perspectiva era menos optimista, más cautelosa; las noticias de la resistencia armada en el Norte y del apoyo del régimen talibán al terrorismo internacional eran inquietantes, pero la importancia estratégica del país obligaba a mantener las cosas en un plano de espera (D.P.B., 30-9-1996). La ruptura de relaciones con Afganistán significaba el aislamiento en una región tan convulsionada.

    En 1996 Irán celebraba otro aniversario de la toma de rehenes en la embajada norteamericana de Teherán con demostraciones al grito de «Muera América». Sin embargo, el Departamento de Estado confiaba en su peso sobre la región: «Tenemos influencia, en virtud de que Estados Unidos es lo que es» (D.P.B., 4-11-1996). Pero con toda su influencia Estados Unidos no podía eliminar a Hussein de Irak, ni pudo evitar, aunque lo intentó, que Pakistán explotara una bomba atómica en mayo de 1998. Una potencia atómica en el mundo musulmán y en un país protegido por China, era más que una preocupación adicional, un motivo de sanciones que no tardaron.

    Tampoco las previsiones impidieron que el 7 de agosto de 1998 las embajadas en Dar Es Salaam, Tanzania, y Nairobi, Kenia, fueran bombardeadas en pleno día y dejaran 250 muertos y miles de heridos, además de la destrucción. La respuesta de Estados Unidos inauguró un patrón más agresivo y más focalizado. Las investigaciones habrían encontrado el hilo, «evidencia convincente», que conectaría con los responsables, o con el responsable Osama Bin Laden, sobre quien la CIA dos años antes había advertido que era un problema de gran magnitud …«que va a incrementarse» («Fighting Terrorism American Style». Veterans of Foreign Wars Magazine, 1998:24).

    En Sudán el personal de inteligencia había identificado una planta farmacéutica para fabricar armas químicas destinadas a la organización de Bin Laden; se presumía que Irak asesoraba a Sudán en esto. Quizá, preguntaba un periodista, había una explicación inocente porque al parecer la planta era parte del programa «petróleo por alimentos» de asistencia a Irak, pero era una explicación que Estados Unidos descartaba (DPB, 26-8-1998). También se disponía de información «incontrovertible» sobre infraestructura, campos de entrenamiento y reuniones en Afganistán, que eran evidencia de la actuación de la organización de Bin Laden.17

    Dos semanas después del atentado y siguiendo las declaraciones de guerra al terrorismo del presidente Clinton y de la secretaria del Departamento de Estado Madeleine Albright, Afganistán y Sudán fueron atacados con misiles que ocasionaron «daños colaterales» en Pakistán. Esto dio más fuerza a la ira de los musulmanes de ese país y de toda la región contra Estados Unidos.

    La posición oficial de Estados Unidos sobre ese acto de guerra unilateral es que se trataba de una acción de legítima defensa: «Bin Laden ha declarado la guerra a Estados Unidos, con sus acciones, e indicado así que puede ser blanco no de asesinato pero sí de una respuesta» (D.P.B., 21-8-1998). Esto lo decía el secretario de Defensa William Cohen, en coincidencia con Albright, la voz de los halcones, que por lo general consideraba blandas las posiciones de Cohen.

    Para el Departamento de Estado se había cruzado un límite y Estados Unidos respondía: el terrorismo nos ataca «porque somos fuertes y por lo que representamos en términos de respeto a la ley y a los valores democráticos» (Ibid.). Los misiles no terminarían con el enemigo de una vez, se esperaban más ataques, pero a largo plazo sería vencido (Ibid.). También se aceptaba que Bin Laden no era el único problema: «No esperamos que, resolviendo el caso de Osama Bin Laden, termine la guerra contra el terrorismo» (D.P.B., 10-11-1998). En octubre de 1998, el líder talibán, el Mullah Omar, invitó a Estados Unidos a presentar pruebas en contra de Bin Laden en la Corte Suprema de Afganistán, al tiempo que ofreció enjuiciarlo bajo los términos de la sharia, la ley musulmana. Oferta que fue rechazada (D.P.B., 27-10-1998).

    No obstante, había una creciente preocupación por otros posibles ataques; próxima la Navidad de 1998 Osama Bin Laden en dos entrevistas de televisión y prensa había emitido una proclama (fatwah) contra Estados Unidos, un mandato según la ley islámica. Para el Departamento de Estado era una exhortación a la matanza de inocentes al amparo de la religión: «Bin Laden no está hablando de religión ni de política; está hablando de asesinato a sangre fría» (D.P.B., 4-1-1999). La importancia del acusado elevó la recompensa por su captura a cinco millones de dólares (Ibid.).

    La preocupación por la seguridad nacional era el tema central de la política, tanto externa como interna, ya que no se descartaban ataques en el país y las respuestas involucraban decisiones internas. Otra vez, como en los cincuenta cuando el comunismo se representó como la amenaza central a la seguridad interna y externa, había un tema común a la política interna y exterior.

    En 1998 se creó una comisión bipartidista de once miembros del Congreso para estudiar a fondo la seguridad nacional y proponer las reformas necesarias. Era la primera vez desde 1947, cuando las instituciones se prepararon para la Guerra Fría, que se emprendía una revisión sistemática de la seguridad. La Comisión presidida por Gary Hart y Warren Rudman produjo tres informes, el primero de 1998 y los dos siguientes de abril de 2000 y enero de 2001. En el primero, la Comisión Hart-Rudman hizo énfasis en la seria y creciente preocupación por la posibilidad de un ataque terrorista dirigido contra el territorio norteamericano con víctimas en cantidades masivas. Pese al fin de la Guerra Fría –decían– Estados Unidos enfrenta nuevos peligros, particularmente hacia su territorio (U.S. Commission on National Security/ 21st. Century, 2001:VI-VII).

    En su informe final insistían: «La combinación de la proliferación de armas no convencionales con la persistencia del terrorismo internacional dará fin a la relativa invulnerabilidad a los ataques catastróficos del territorio de Estados Unidos. Un ataque directo contra ciudadanos norteamericanos en suelo norteamericano es probable en el próximo cuarto de siglo. El riesgo es no sólo la muerte y la destrucción, sino la desmoralización, que puede socavar el liderazgo global de Estados Unidos» (Ibid.).

    Era una advertencia escalofriante que, sin embargo, no revelaba nada que el Departamento de Estado no supiera. Pero había una información que nadie podía tener en sus manos: cómo, cuándo y dónde sería el próximo golpe, cuál era el siguiente paso de Bin Laden, quien se consideraba el cerebro y financista del terrorismo contra Estados Unidos. Esta incertidumbre determinaba un estado de alerta general en las embajadas, cercano a la paranoia, tal que a fines de junio de 1999 seis embajadas en países africanos fueron cerradas temporalmente porque se había notado la presencia sospechosa de gente que miraba fijamente a las instalaciones.

    ¿Acaso estaban los mismos sospechosos en las seis embajadas? ¿Era gente de las redes de Osama Bin Laden o de Abdullah Ocalan, el terrorista sentenciado a muerte en Turquía? James Rubin, del Departamento de Estado, respondía: «Se tomaban precauciones con base en información de inteligencia sobre la constante actividad de la red de Osama Bin Laden» (D.P.B., 25-6-1999). ¿Acaso esas medidas promovidas por el temor no indicaban que los terroristas tenían éxito en sus objetivos? No, era la respuesta, puesto que tenemos embajadas y tropas en países donde ellos no nos quieren ...«Hemos frustrado su objetivo de impedir nuestra presencia en todo el mundo y de interferir con nuestra determinación como poder global de tener tropas americanas en varios países» (Ibid.).

    En julio de 1999, en virtud de la Ley de Poderes Económicos para casos de Emergencia Internacional y de la Ley de Emergencia Nacional, se aprobaron por decisión ejecutiva amplios poderes al Presidente para proteger a Estados Unidos de amenazas a su seguridad nacional y a sus intereses políticos, e imponer sanciones económicas con ese fin. Puesto que las acciones y política de los talibanes eran una amenaza, se aprobó bloquear sus propiedades e intereses en Estados Unidos, y prohibir cualquier transacción, trato o contribuciones en su beneficio. Además, se exigía al gobierno de Afganistán la entrega de Bin Laden a cambio de su reconocimiento y de mantener el comercio con Estados Unidos, que en 1998 había llegado a 24 millones de dólares (D.P.B., 6-7-1999).

    Las sanciones contra Afganistán entraban en vigor en noviembre, pero tres días antes fueron lanzados nueve proyectiles contra la embajada norteamericana y el Centro Americano en Islamabad, Pakistán (D.P.B., 12-11-1999). Nuevamente se sospechaba de Osama Bin Laden y de los talibanes, aunque el Mullah Omar había negado tener responsabilidad. Pero para el Departamento de Estado no había dudas de que Afganistán era el país donde hacían vida, entrenaban y planificaban sus atentados las más peligrosas células terroristas internacionales, cuyo líder era Bin Laden.

    La cercanía del año 2000 y la amenaza de más atentados coincidiendo con tan simbólica fecha tenían a los servicios de seguridad en máxima alerta, tanto en el exterior y en las rutas aéreas, como en Nueva York, donde la celebración del milenio congregaría multitudes en Times Square. No obstante, el Departamento de Estado declaraba que no se dejaría intimidar y actuaría contra el terrorismo desde una posición de dominio, aunque sin dejar de proclamar su identificación con virtudes cívicas de fuerte contenido moral: la libertad y el respeto por los derechos humanos.

    Las preguntas sobre las razones de los ataques terroristas encontraban en el exterior respuestas que el país no quería oír. Los voceros de la política exterior no tenían dudas de que Estados Unidos era para el mundo una antorcha de la libertad y de los derechos humanos, y el odio que le devolvían unos pocos países por su poder hegemónico e imperialista, no tenía razón de ser (D.P.B., 21-12-1999).

    El año 2000 llegó sin novedad, pero la cacería continuaba. En Pakistán, Oriente Medio y África se lanzaron cajetillas de fósforos que anunciaban en inglés, francés, árabe, dari, baluchi y urdu una recompensa de hasta 15 millones de dólares por información sobre Bin Laden (D.P.B., 17-2-2000). En el mismo año el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la segunda resolución, la 1.333, de sanciones adicionales contra el régimen talibán por seguir dando refugio a Osama Bin Laden, por mantener campos de entrenamiento terrorista, por no erradicar la producción de opio y por no respetar los derechos humanos (D.P.B., 30-11-2000).

    Tales resoluciones reflejaban el interés en hacer de esta lucha un asunto de interés internacional, de eliminar el carácter unilateral de las acciones contra el terrorismo emprendidas hasta entonces, tal vez porque pocos países compartían la misma preocupación por el terrorismo. Por otra parte, la posición norteamericana en las Naciones Unidas no era la mejor para obtener solidaridad, por estar en mora con los pagos a la organización. Esto lo sabía Madeleine Albright que presionaba para que el gobierno cancelara la deuda para evitar daños a la seguridad nacional.

    En octubre de 2000 el ataque al destructor U.S.S. Cole en el golfo de Adén, en Yemen, que provocó la muerte de 17 marinos y 39 heridos, se atribuyó a Bin Laden y reforzó la convicción de aumentar las presiones sobre su base en Afganistán. Tanto más, cuanto que el juicio por los atentados contra las embajadas de Kenia y Tanzania también responsabilizaba a Bin Laden. Por otra parte, era claro que estos señalamientos aumentaban los riesgos de nuevos ataques.

    Paralelamente, se buscaba sustentar sobre bases más efectivas el trabajo diplomático directo y los contactos con distintos gobiernos, incluidas las conversaciones con funcionarios del régimen talibán. Uno de los resultados de la revisión que se hizo a ese efecto fue el abandono en junio de 2000 de la categoría rogue states para sustituirla por la eufemística «estados problema».18

    El nombre rogue states, sin duda ofensivo, típicamente reflejaba la concepción de la política exterior como una lucha del bien contra el mal que, por lo demás, se aplicaba arbitrariamente. De modo tal que Cuba, sin capacidad para amenazar a Estados Unidos, caía dentro de esa categoría, pero Siria no, pese a que tenía armas de destrucción masiva y figuraba en la lista oficial de países que apoyaban el terrorismo, pero no convenía a los intereses de la política del Medio Oriente identificarlo como país infractor (Litwak, 2001:381). El uso oficial de «estados problema» se consideraba más diplomático y una categoría más flexible que buscaba no entorpecer desde el inicio las conversaciones con otros países.

    La convicción de que la cooperación internacional y el trabajo conjunto con gobiernos extranjeros era esencial no estaba en discusión. Existían programas militares, de inteligencia y humanitarios, medios y canales de comunicación formales e informales con gobiernos extranjeros, incluido el régimen talibán. Estados Unidos suministraba tanto como el 90 por ciento de la asistencia alimentaria a Afganistán y la asistencia humanitaria alcanzaba a 115 millones de dólares anuales (USIA, 2001, «Entrevista»...).

    A la vez que se adelantaban esquemas de coordinación internacional también se reforzaba la capacidad interna para enfrentar las amenazas. En mayo de 2001 altos funcionarios del Departamento de Estado declaraban en una audiencia en el Congreso sobre numerosos programas interinstitucionales de defensa contra ataques terroristas a cargo de una compleja infraestructura que involucraba a diferentes departamentos de gobierno.

    Pero la dificultad era alcanzar una especie de «contacto mental» (meeting the minds) con los líderes de países que albergaban organizaciones terroristas y con las mismas organizaciones, al decir del Secretario de Asuntos del Sudeste asiático (Ibid.). Cabría entender que esto significaba que ambas partes comprendieran sus respectivas demandas, pero lo más probable es que Estados Unidos tratara de que al menos las suyas lo fueran. Y sobre eso ningún programa tenía poder.

    Bajo la administración de George W. Bush, otra vez la balanza se inclinaba hacia los intereses domésticos, en un contexto dominado por las suspicacias de una elección controvertida, la reaparición del aislacionismo, el rechazo del consenso ambiental, de la política antimisiles y otros acuerdos globales que crearon tempranos malestares en la comunidad internacional.

    Pero el 11 de septiembre de 2001 esa tendencia pareció ceder en favor de la búsqueda de aliados. El masivo ataque terrorista, de características impensables, sobrecogió y sorprendió, pese a las advertencias de inteligencia de que algo semejante se esperaba. Pero su previsión exacta equivalía a la dificultad de predecir la hora y lugar de un terremoto. Sus consecuencias emocionales fueron similares, con la circunstancia de que la naturaleza no brama por razones políticas y no se le puede anular lanzándole misiles.

    El apoyo internacional a la guerra de Afganistán y la búsqueda de consenso contra el terrorismo encontró respuestas positivas después del 11-9, pero tras la rápida caída del régimen talibán y la incertidumbre de una lucha sin plazo ni límites conocidos, la renovación de las decisiones unilaterales puede dejar a Estados Unidos paradójicamente más debilitado.

En suma

    Al pasar revista a un siglo de la política exterior de Estados Unidos es posible distinguir tres rasgos que definen su naturaleza esencialmente pragmática: 1. La insoluble tensión entre la exigencia de satisfacer las demandas de los actores internos y las creadas por sus intereses y compromisos en el mundo exterior. 2. La correlación entre la expansión de sus intereses como potencia mundial y los imperativos de la agenda exterior, tal que su intervención en los asuntos mundiales es condición de su supervivencia como gran potencia. 3. La tendencia al unilateralismo o la concepción de la política exterior como parte de la órbita de sus intereses domésticos.

    Comprobamos cómo, entre el oportunismo de principios del siglo XX, la estrategia de alianzas dominante hasta los noventa y el liderazgo indisputado de fines del siglo, los asuntos externos fueron casi siempre entendidos como prolongación de los intereses creados por la dinámica de las relaciones internas. Pero las frecuentes desarmonías entre ambas agendas son el espejo del rechazo que el mundo tiene de esa visión.

    Hasta la caída del bloque socialista, la política exterior de Estados Unidos se basó en la noción del carácter modélico de sus valores, su sociedad y su economía que la harían aceptable al resto del mundo. Sus relaciones con el exterior tenían como base un liderazgo reconocido como cabeza del sistema de alianzas del mundo libre contra el comunismo. El abrupto fin de la Guerra Fría significó el cese de los términos del conflicto central bipolar, pero descubrió otros que se incubaron o se potenciaron en distintas regiones como repercusión de aquella confrontación mayor.

    Estos conflictos, herencia colateral de la Guerra Fría, no constituyen un foco enemigo definido. Pero el mayor desafío al poderío de Estados Unidos lo representa el terrorismo, un enemigo oculto, ubicuo, sin patria, capaz de retarlo en su propio territorio; un enemigo que no está dispuesto a conversar, ni a negociar, es decir, que no entra dentro de la definición tradicional de la política exterior. Es, además, un enemigo cuyas demandas, en tanto éstas pudieran integrar con precisión una agenda común, no serían negociables desde la perspectiva de los intereses y compromisos de Estados Unidos como superpotencia global, en cuya defensa interviene en distintas partes del mundo. Por otra parte, pese a todo su poder, en la defensa de esos intereses tiene serias desventajas porque se enfrenta a una amenaza que juega con otras reglas.

    En la reacción de Estados Unidos a los ataques del 11 de septiembre hay poco que no estuviera presente y previsto en la política antiterrorista que se fue organizando desde los ochenta. En esto se incluyen, tanto el despliegue bélico y la respuesta militar indiscriminada contra amenazas potenciales o reales como el tan criticado lenguaje presidencial que habla de cruzadas contra el enemigo y de la lucha contra el mal, ideas tradicionales que desde los tiempos coloniales simbolizan la representación que los norteamericanos tienen de sí mismos, defensores de las causas justas contra las miserias y los males del mundo exterior. Pero es una respuesta cargada de un arraigado unilateralismo que acentúa las contradicciones con sus aliados y provoca fuertes resistencias. Esto se suma a la insistencia de Estados Unidos en llevar adelante el proyecto de escudo antimisiles, a la no ratificación del estatuto de la Corte Penal Internacional y a la negativa a suscribir el Protocolo de Kioto, de interés para los ambientalistas. Todas son manifestaciones de un endurecimiento unidireccional que socava la solidaridad internacional posterior al atentado del World Trade Center.

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Notas

1. Sin embargo, el desempeño de los gobernantes en el exterior cuenta en la forma cómo se percibe internamente el gobierno; una encuesta de junio de 2001 reveló que 44 por ciento de la población consideraba que el presidente Bush no era respetado suficientemente por otros líderes mundiales (Newsweek, 8-6-2001), percepción que debe haber cambiado después de los ataques del 11 de septiembre.

2. Salvo en países con una política imperial o comprometidos por alianzas o uniones internacionales como la Unión Europea, el Commonwealth o la antigua URSS, la política exterior por lo general se ordena alrededor de la defensa de intereses nacionales, excepto en un plano retórico o inocuo para esos intereses.

3. La «espléndida guerrita», según la conocida expresión de Theodore Roosevelt, aludía a la guerra hispano-cubano-norteamericana.

4. George Washington había sentado el principio en la Proclama de Neutralidad (1793) y en su discurso de despedida.

5. Churchill y Stalin no simpatizaban; el líder soviético todavía resentía el apoyo aliado a los antibolcheviques en 1919. A su vez, Churchill y Roosevelt recelaban de los franceses y detestaban la pomposidad de De Gaulle: «Lo llamamos Juana de Arco y estamos buscando unos obispos para que lo quemen», comentó Churchill (Persico, 2001:323-324, 304).

6. Según registros del Departamento de Estado. Office of the Historian, Significant Terrorist Incidents, 1961-2001.

7. Finalmente Carter había permitido liberar los fondos iraníes congelados en Estados Unidos a cambio de la liberación.

8. Siguiendo a Woodrow Wilson, el wilsonismo es la visión de la política exterior con criterios de moralidad.

9. Estados Unidos, oficialmente neutral, ayudó secretamente a Irán con armas (operación Irán-Contras) e inteligencia para ganarse a grupos moderados. Francia y la URSS vendían armas a Irak.

10. En 1982 Irak fue excluido de la lista de países que apoyaban el terrorismo.

11. Según una encuesta de abril de 1994, 66 por ciento de los consultados consideraba que Estados Unidos debía reducir sus compromisos mundiales y concentrarse en los asuntos domésticos. Sólo 29 por ciento aceptaba que el liderazgo norteamericano contribuyera a resolver las disputas internacionales y promover la democracia. Time. Newsmagazine, 2-5-1994, p. 54.

12. Department of State, «Daily Press Briefing, 26-05-1993» (en adelante DPB y fecha correspondiente). Esta fuente da cuenta de la agenda diaria del Departamento de Estado y de la posición oficial, así como de la recepción crítica de los medios de comunicación.

13. Para entonces Clinton había escogido combatir al gobierno de Milosevic y bombardear Belgrado para detener el ataque serbio contra Kosovo. Incluso en su segundo período, sectores conservadores no veían a Clinton bien ubicado en asuntos externos. En una conferencia de mayo de 1998 en The Claremont Institute, Bruce Herschensohn afirmó que Clinton …«no tiene una visión global. Él no entiende la política exterior» (Herschensohn, 1998).

14. En los Daily Press Briefings de 1993 se advierten las contradicciones e indecisiones en relación con los Balcanes; en 1994 Warren Christopher presentó su renuncia presionado por el problema y Clinton ofreció el cargo a Collin Powel pero, ante la negativa de éste, Christopher continuó. Halberstam, War in a Time… pp. 300-301.

15. «La tensión entre ideales e intereses ha producido una confusión de señales encontradas desde que Clinton asumió la presidencia», escribía Michael Kramer en Time. Newsmagazine, 2-5-1994, p. 57. A fines de 1995 la gestión de Clinton seguía sin convencer, se criticaba que… «da la apariencia de liderazgo, pero no tiene sustancia. Envía emisarios a negociar la paz en Bosnia, pero no tiene la audacia de cerrar el trato por sí mismo»… Newsweek, 23-10-1995, p. 25. En ese año, los acuerdos de Dayton fueron el mayor avance diplomático, aunque poco efectivos.

16. Estados Unidos no había roto relaciones diplomáticas con Afganistan, pero no tenía embajador desde que en 1979 éste fuera asesinado, hecho que no se olvidaba (D.P.B., 30-9-1996).

17. Desde 1996 Estados Unidos enviaba constantes mensajes al gobierno talibán para la entrega de Bin Laden, considerado «terrorista, apoyo de terroristas, financiero de terroristas» a través de su organización (D.P.B., 21-8-1998).

18. «Rogue» puede traducirse como malhechor, pillo, delincuente, bandido y calificaba a los estados del Tercer Mundo que tenían una política exterior agresiva contra Estados Unidos, apoyaban el terrorismo y adquirían armas de destrucción masiva. Robert S. Litwak, «What´s in a Name? The Changing Foreign Policy Lexicon», pp. 375-392.