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Cuadernos del Cendes
versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X
CDC v.53 n.53 Caracas mayo 2003
Conjugando los tiempos del verbo idealizar: los huertos obreros y familiares de La Pintana, Santiago de Chile
ALBERTO GUROVICH WEISMAN
Resumen
Las áreas metropolitanas están experimentando complejos procesos de transformación debido al crecimiento en extensión y su dispersión a través del entorno rural. Al respecto, se examina la creación y persistencia de un modelo estatal de intervención territorial denominado Huertos Obreros y Familiares, ensayado desde 1929 y legitimado en 1941, a través de la Caja de la Habitación Popular, como un intento del cooperativismo progresista por neutralizar la oposición campo/ciudad, en la frontera de ambos. Un complejo residencial, la Población Modelo de La Pintana, se toma como ejemplo de aquella tipología debido a su particular estructura y organización, a pesar de que sus espacios son ahora dominios periurbanos sometidos a las presiones simultáneas de la urbanización y la modernización agrícola.
Palabras clave: Modelo idealista / Huertos obreros / Cooperativismo / Periurbano / Interfase urbano-rural
Abstract
Metropolitan areas are experiencing complex processes of transformation due to the growth of their size and their dispersion through the rural environment. In this respect, the creation and persistence of a state model of territorial intervention is examined called Worker and Family Orchards, tested from 1929 and legitimated in 1941, through the Caja de la Habitación Popular, as an attempt at progressive cooperativism to neutralize the rural/urban opposition in the frontier of both. A residential complex, the Model Town of La Pintana, is taken as an example of that typology due to its particular structure and organization, in spite of the fact that its spaces are not peri-urban domains, subject to the simultaneous pressures of urbanization and agricultural modernization.
Key words: Idealist model / Worker orchards / Cooperativism / Peri-urban / Urban-rural interface
RECIBIDO: Septiembre 2002 Aceptado: Noviembre 2002
Introducción
Responder a la pregunta de cuánto pueden perdurar los deseos y los sueños del futuro en el proyecto de la ciudad parece estar a contramano de la trayectoria de nuestra sociedad. En particular, cuando la lógica de la producción del espacio actualmente reinante sostiene que la pre-visión de los «proyectos» no es más que un juego de espejismos, dado que «la mano invisible del mercado», incluso en la doble funcionalidad del altruismo solidario y el egoísmo competitivo que propone la economía experimental de Vernon Smith, «debe ser» el principio y la medida de perennidad del sistema social.
Sin embargo, la discusión, a pesar del peso político adquirido por la segunda actitud, continúa estando abierta en las esferas más sensibles y legendarias de la disciplina: la oposición campo-ciudad y la vuelta al campo, huyendo «del mundanal ruido» de la ciudad maldita. Aunque, como veremos, se manifiesta con una caracterización dual, que sobrepasa y complica la realidad desplegada por el tema.
Así, lo que vamos a examinar a continuación es, a la vez, (1) la pervivencia de un proyecto situado en la matriz cabal de la concepción discrepante del «ordenamiento urbano», formulado a través de la incorporación del «orden rural» y la agricultura urbana en el tejido ciudadano (Madaleno, 2001), como la manifestación del contrario dispuesto a equilibrar y reconquistar el ambiente humanizado, a más de neutralizar las contradicciones que separan y relegan a los otros (Boivin, Rosato y Arribas, 1999), de fuera de la ciudad, y (2) la prueba de testificación objetiva del mismo proyecto, en tanto modelo de ocupación territorial, que quiere ser respetuoso de la indemnidad del campo, calificado como recurso productivo, paisaje y medio habitable, en un plano de equidad respecto a los atributos de la vida urbana (Baigorri, 1995).
Ahora bien, conforme a una tradición ya consolidada en Chile, el 8 de noviembre de 2002 se celebró el quincuagésimo segundo Día Mundial del Urbanismo, cuyo eje de expresión, en esta oportunidad, quiso ser la gravedad del conflicto vigente entre la racionalidad estatal (formalmente dispar), los intereses de las empresas y la (todavía incompleta) participación de la comunidad en el ámbito de las intervenciones territoriales.
Apenas seis días después de los discursos, el Consejo Regional del Medio Ambiente, Corema, de la Región Metropolitana de Santiago, cuya composición es a la vez técnica y política, se encuentra complicado en una de las situaciones más críticas de su historia, cual es la votación del informe de evaluación del impacto ambiental que hace posible la urbanización de alrededor de 90.000 hectáreas de terrenos que hasta ahora estaban clasificados como de «protección silvoagropecuaria» por el Plan Regulador Metropolitano de Santiago, a fin de permitir el desarrollo de grandes proyectos inmobiliarios en aquellos terrenos.
Más todavía, el Ministerio de Vivienda y Urbanismo, que aparece liderando la iniciativa de modificación del Plan para facilitar la acción empresarial, no sólo ha quebrado los lineamientos contenidos en sus propias declaraciones de intención, seleccionadas, por ejemplo, entre las «buenas prácticas latinoamericanas y del Caribe» en Hábitat II (Ciudades para un futuro más sostenible, Segunda Conferencia Global de Naciones Unidas sobre Asentamientos Humanos, Estambul, junio de 1996) tramitó una Declaración de Impacto Ambiental (DIA), y no un Estudio de Impacto Ambiental (EIA), el cual implica un procedimiento de análisis más riguroso y profundo, como lo fueron solicitando en su curso varias organizaciones no gubernamentales y otras instancias del aparato del Estado, que incluyen, en sus reparos, la pérdida y fragmentación del patrimonio natural, la existencia de espacios disponibles al interior de la ciudad y el costo de mejoramiento y ampliación de las redes de servicio urbano que implica seguir creciendo.
En este juego de poder que dilata las fronteras de la ciudad y lesiona la integridad del campo, resulta notable el hecho de la comparecencia de uno de los intentos más singulares de conciliación entre lo urbano y rural, los huertos obreros y familiares de La Pintana, una suerte de enclave ejemplar de la idealidad proporcionada en espacios destinados a transformar la sociedad, ahora encastrado en la corona del área consolidada, en el borde interior de la denominada interfase urbano-rural del Gran Santiago.
La relación campo-ciudad
En las áreas metropolitanas del continente se están desarrollado, en múltiples dimensiones, los efectos de complejos procesos de transformación de las relaciones socioespaciales (Villa y Rodríguez, 1997), evidenciados en (a) la fragmentación física y social, (b) el incremento de las distancias sociales y la segregación residencial, (c) la intensificación del dominio de lo privado sobre lo público, (d) la hegemonía progresiva de la circulación y el intercambio comercial, (e) el crecimiento global y continuo del valor del suelo, y (f) el aumento de la expansión y dispersión territorial de la urbanización.
Considerado en términos distintivos, este último aspecto ha venido adquiriendo una dinámica que genera nuevas articulaciones con el medio rústico, en un encuadre donde simultáneamente se acentúan las desigualdades y hasta las contradicciones entre núcleos y envolturas que representan la formación de la ciudad y el (su) campo (Armijo, 2000), a la vez que se formaliza un desenvolvimiento tensado por mutaciones significativas de lo rural, que replica y, en ciertos niveles, reproduce la desigualdad social y la funcionalidad urbana (Aravena, 2001).
Lo interesante del tema es que, al contrario de las otras cuestiones que enlazan el territorio y la sociedad, las cuales a lo largo del tiempo tienden a resolverse desde una perspectiva (más o menos) científica, el ámbito del maridaje entre lo urbano y lo rural continúa teniendo una carga ideológica que influye considerablemente sobre las alternativas que se plantean para resolverlo a través de los proyectos de intervención, en el curso histórico del urbanismo (Lefebvre, 1971).
Entre estas opciones, que por lo demás se desenvuelven y diversifican, es posible determinar cuatro lineamientos preponderantes:
Por una parte, se estima la posibilidad de obtener diferenciaciones paulatinas o graduales entre lo urbano y lo no urbano, fundadas en la presencia de tejidos compuestos por estructuras indistintas y una red cada vez más densa de actividades y movimientos de interpenetración1 (Taylor y Jones, 1964; Williams, 1973; Garrido, 1985).
A la vez, desde una segunda vertiente se cultiva la idea de crear entidades mixtas, de estructura combinada urbano-rural, mediante las cuales se trata de realizar los sueños de renovación social que se inscriben en la saga de los socialistas utópicos, inspirados en el mensaje del Tratado de Asociación Doméstica y Agrícola, de Charles Fourier, siguiendo la idea de reunir, en un mismo proyecto, «lo mejor de la ciudad y lo mejor del campo», o de lograr «vida urbana en un emplazamiento rural, en perfecta combinación».2
Otra tercera línea propone la búsqueda de ambientes de restauración comunal posibilitados por la vuelta a una suerte de campo (mistificado) e incluye posturas de fuerte simbolismo, en la esfera doctrinaria.3
Una cuarta propuesta, muy fortalecida en nuestros días, intenta recuperar la subordinación del campo a la ciudad, haciéndolo complementario, la cual se expresa en planes que van desde la fundación de «aldeas campesinas», a la vera de las autopistas, y la instalación de grandes núcleos comerciales distantes, muy especializados,4 hasta los parcelamientos residenciales de fin de semana, abiertos o cerrados, que se dominan condominios suburbanos o countries, en Brasil y Argentina, y conjuntos de «parcelas de agrado», en Chile.
Finalmente, surge otra alternativa que así como implica la propagación sobre el espacio rústico de formas urbanas controladas,5 busca crear mediadores o fórmulas de transición entre lo urbano y lo rural, instalando granjas suburbanas o estableciendo huertos obreros y familiares, que es el tema que analizamos en el presente artículo.
Entre tanto, en un eje paralelo que necesariamente se compromete con tales especulaciones, se construyen diferentes aproximaciones positivistas al proceso, que interpretan la composición del territorio (urbano + rural) en dos planos analíticos: como manifestación de conductas racionales que se organizan en función del balance de costo-beneficio de la distancia entre lugares, factor básico de la accesibilidad técnica (Kaiser, 1972a;b), y en tanto fórmula de ordenamiento visto a través del modelo del ecosistema natural, o de la instauración de patrones espaciales vinculados con la densidad, la productividad industrial, la transitoriedad de los hechos y la movilidad (Hillier y Hanson, 1997). Desde aquellos abordajes que se originan en los estudios de la renta de la tierra y la circulación del capital, se revisa la variación de las tramas de dominancia-dependencia en aquellos territorios, para descubrir los motivos a partir de los cuales germinan nuevos sistemas de interposición entre lo urbano y lo rural, sustentados en una combinación de movimientos que van cambiando las jerarquías y las especializaciones de los elementos constituyentes de las tramas, posibilitando la agregación de espacios bajo el concepto de «regiones urbanas», con uno o varios focos de convergencia y divergencia (Kloosterman y Musterd, 2001).
En circunstancias recientes, la crisis de los mercados ha justificado definiciones diferentes, propiamente políticas, de la articulación urbano-rural, que completan las anteriores, y desde las que se promueven dos fórmulas: una que suscribe la intervención reguladora del Estado, en función del control de la incertidumbre sobre los costos y la protección del ambiente, para lo cual se busca acentuar la separación de lo urbano y lo rural, apoyándose en técnicas de simplificación y generalización, y otra, en la que a partir de la aplicación generalizada de direcciones de sesgo liberal, legitima una estrategia no interviniente en el manejo del espacio (Hahn y Prude, 1985).
A partir de esta última, el borde de contacto entre lo urbano y lo rural se presenta como la amalgama de una sucesión de fajas de crecimiento estratificado y de una dispersión estrellada de conjuntos de variada actividad (habitacionales, industriales y de equipamiento de servicio, algunos de ellos desprestigiantes), todo lo cual deriva hacia un cuadro de formaciones híbridas, altamente diversificadas, con un borde exterior que testimonia el paradigma de la complejidad continua y multidimensional entre lo urbano, lo peri-urbano y lo rural (Adell, 1999; Iaquinta y Drescher, 2000).
Mientras tanto, el ámbito rural inmediato se transforma en espacios de transición del orden urbano al rural, donde se conforman paisajes mixtos, marcados por variaciones de tamaño y densidad de los agregados poblacionales (Hewitt, 1989), acentuadas, en algunos sectores, por el traslado paulatino de grupos de ingresos altos a parcelamientos residenciales exclusivos, en busca de menores densidades. En el resto se mezclan perímetros de actividades primarias con bolsones de laboreos de subsistencia y emplazamientos de unidades de producción modernizada (agroexportadores), a los que acuden residentes inmediatos y trabajadores urbanos, al compás de los movimientos pendulares de la ciudad (Dascal y Villagrán, 1995; Harvey, 1998). A todo ello se agregan núcleos de intercambio comercial y tercerización, y una cada vez más espesa red de infraestructura que determina descensos relativos de los costos de transporte, aproxima las entidades pobladas que van siendo incorporadas en el extrarradio, y facilita la transmisión e internalización de factores subjetivos de homogeneidad, tales como valores, actitudes y comportamientos, que fomentan la mutación de los modos de consumo en los allí residentes y usuarios (Sinclair, 1966, 1967; Dematteis, 1998).
De este modo, agregándose a la ampliación de la superficie subdividida y construida que invade la periferia en tramos discontinuos, se desenvuelven allí las condiciones para una mayor velocidad de cambio, gracias a lo cual el área se torna notoriamente diferenciable de la malla de conectividades, el ordenamiento físico y la distribución de las funciones, tanto de la ciudad como del campo, por lo que comienza a ser apreciada como una zona de características singulares, individualizada, primero conforme a la noción del continuum rural-urbano (Bell, 1992), primera escala de vislumbre de una extensión distintiva que se incorpora en el soporte de la urbanización global, y después, como la configuración de la interfase urbano-rural (Brook y Dávila, 2000; Madaleno, Gurovich y Armijo, 2002).
Los huertos obreros y familiares
En el proceso chileno de urbanización, la figura del «límite urbano», de separación de lo urbano y lo rural, que procede del modelo del área de patrocinio de la ciudad compacta, se legaliza en 1888, con motivo de la demarcación del espacio de aplicación del impuesto de patentes a favor de las municipalidades. Posteriormente adquiere mayor relevancia en el texto de la Ley 1.838 de 1906, sobre Habitaciones para Obreros y Habitaciones Baratas, donde se le entrega al Presidente de la República la determinación de fijarlo, de manera obligatoria y cada diez años, y culmina en el cuerpo de la Ley General de Urbanismo y Construcciones, aprobada por Decreto Supremo Núm. 458 de 1975, de Vivienda y Urbanismo (Gurovich, 1996; Hidalgo Dattwyler, 1999).
Como antes lo señaláramos, a la vera de este procedimiento de disociación, y nutridos por ciertas posiciones divergentes de múltiples orígenes, aparecen proyectos que van en sentido contrario. Entre ellos se pueden clasificar varias categorías, de las cuales, a lo menos cuatro se han convertido en prototipos de idealización, formalizando entidades de estructura combinada, urbano-rural,6 ciudades-jardín,7 ciudades lineales, que atraviesan espacios rurales,8 y huertos obreros y familiares.9
Estos últimos, que pretenden moderar el ajuste entre lo urbano y lo rural, se van ensayando en las provincias del centro de Chile desde 1929, hasta convertirse en una iniciativa política sancionada mediante la Ley 6.815, de 5 de febrero de 1941, en la línea de las obligaciones impuestas al Consejo de la Caja de la Habitación Popular durante el Gobierno del Frente Popular (conglomerado de partidos de izquierda y centro izquierda, cuya acción urbanística se fortalece en las obras de reconstrucción subsecuentes del terremoto de 1939).
En 1942, la Caja de la Habitación adquiere los títulos de dominio del fundo La Pintana, que en el pasado había pertenecido al presidente de la República Aníbal Pinto Garmendia (1876 -1881), para ensayar allí la instalación de un conjunto ejemplar de conformidad con la nueva ley.
La superficie donde se sitúa, originalmente formada por terrenos de secano, había sido incorporada a la agricultura entre 1800 y 1821, después de la construcción del sistema de regadío del canal de San Carlos, como parte de uno de los planes mejor logrados de la historia de Chile.
Situada en el extremo sur del llano del Maipo, conserva una trama de fundos y parcelas florecientes hasta hace alrededor de sesenta años, cuando en las subdivisiones agrícolas comienzan a mostrarse los primeros indicios de la expansión urbana.
En aquellos terrenos, ubicados a poco más de dieciocho kilómetros del centro principal de la ciudad de Santiago, la Caja edifica una población modelo destinada a la Sociedad Cooperativa José Maza, formada en 1937, con viviendas de tres dormitorios, porticadas, que se construyeron sobre quinientos lotes de media hectárea, además de algunos servicios de equipamiento comunitario y reservas de espacio para faltantes. La primera etapa se inaugura en 1946, y las siguientes en 1950 y 1957, permaneciendo hasta hoy con pocas variaciones, como un símbolo del cooperativismo progresista.
Durante la década de los cincuenta, se comienzan a vender y lotear los grandes predios agrícolas del entorno, dando lugar a dos operaciones similares, en Mapuhue y Las Rosas, mientras la población de las áreas circundantes crece en forma desordenada. Un nuevo salto se produce entre 1960 y los comienzos de la década siguiente, a consecuencia de programas de urbanización («operaciones sitio»), invasiones y ocupaciones («tomas») de terrenos, conformando un sector urbano de aproximadamente 40.000 habitantes, con una densidad media de 230 habitantes por hectárea.
La nueva etapa comienza en mayo de 1981, al dividirse la organización administrativa de la ciudad durante el gobierno militar, cuando se crea la comuna-subdelegación de La Pintana, unidad territorial que desde 1979 se convierte en área de «experimentación de laboratorio» para una tesis de homogeneización social, explícitamente señalada, en cumplimiento de lo cual comienza a recibir grupos de familias y poblaciones completas erradicadas desde el núcleo central y el cuadrante oriental de la ciudad, incrementando su contenido demográfico con una velocidad inusitada (Muñoz y Gámez, 1988).
Entre los censos de 1970 y 1982 la población de La Pintana aumenta con una tasa de crecimiento anual acumulativa de 6,23 por ciento, que corresponde a 2,27 veces la del Gran Santiago en el mismo plazo. Posteriormente se eleva a 8,71 por ciento en el período 1982-92 y desciende a 1,39 por ciento entre 1992 y 2002. En el período crítico de las radicaciones masivas, entre 1979 y 1985, se anota una variación porcentual equivalente a 327,73 por ciento de aumento, calculado sobre el número de familias residentes, que corresponde a 12,94 veces el promedio del Gran Santiago.
Este súbito crecimiento provoca efectos negativos en la dotación de equipamiento y en los niveles de empleo del área, que ya eran deficitarios, más todavía por el perfil socioeconómico de la población que se incorpora, influyendo sobre el mercado del suelo y la percepción general de su imagen (Ortiz y Schiapacasse, 1997) pero especialmente perjudica el potencial agrícola de su entorno rural y provoca deterioros en las condiciones urbanas de las áreas inmediatas y anteriormente ocupadas, potenciando factores de descomposición institucional, violencia y degradación (Salazar, 2000).
Entre tanto, mientras crece la población de la comuna y la ocupación de suelos se intensifica y desborda, el proyecto de La Población Modelo de La Pintana, aunque cercado por otras urbanizaciones, logra mantenerse en vigor, y aún más, se convierte en un paradigma, gracias al diseño de su estructura y especialmente a la persistencia de la organización de su comunidad en torno a la cooperativa.
De hecho, el acuerdo de pertenencia y solidaridad con el vecindario, voluntariamente asumido en su fundación y mantenido hasta el presente, continúa implicando la prohibición de subdividir los terrenos o de alterar el ambiente vecinal mediante actividades productivas ajenas a la agricultura, la vivienda y la microempresa industrial inofensiva, aunque en ocasiones se hayan admitido elementos «problemáticos», tanto en el uso del suelo (explotaciones de apicultura, talleres artesanales de atención directa al público, unidades educacionales), como en las formas de edificación (construcciones que superan los tres metros de alto hangares de bodegaje y naves industriales y, últimamente, una variedad de cierros enrejados y muros densos y opacos).
La calidad básica del conjunto, mantenida a pesar de los cambios, en los últimos años permite apreciarla en cuanto pauta de un desarrollo deseable en la interfase urbano-rural del Gran Santiago, si bien actualmente se enfrenta a intercepciones que puede influir sobre su complexión física y la sustentabilidad de su base cooperativa, en la medida en que está siendo presionada por el crecimiento urbano, la modernización agrícola y la decisión de las autoridades del municipio, además de los efectos involutivos del modelo neoliberal (Pacheco, 2002).
Consideraciones finales
Hemos señalado cómo en el territorio de la interfase urbano-rural de la Región Metropolitana de Santiago, además de la progresiva pérdida de suelos agrícolas y el aumento de los problemas ambientales, se ha venido gestando una ocupación dispersa, difusa, heterogénea, segregada y de menor densidad residencial.
A tal efecto han concurrido, por una parte, el crecimiento periférico de lo urbano que se deriva de la expulsión de actividades desde antiguas localizaciones y la búsqueda de nuevos espacios de ocupación demandados por el uso especulativo de las empresas inmobiliarias, y por otra, el desarrollo de procesos de diferenciación campesina determinados por conflictos antagónicos entre la agricultura tradicional y las empresas agroexportadoras que definen un conjunto de cambios en las pautas tecnológicas de la producción y la movilidad rural.
Entre tanto y con predominio de estilos de vida basados en una cultura propiamente «urbanizante», se han fortalecido las entidades menores de población allí localizadas, al integrarse a flujos migratorios que antes se dirigían hacia el núcleo, mientras ha cambiado la situación temporal del trabajo y la relación con la tierra y el empleo, y vigorizado los vínculos urbano-rurales de residencia-empleo y residencia-servicios.
Ciertos grupos campesinos afectados por la declinación del valor mercantil de las tierras divididas, que afrontan situaciones de mayor pobreza y menores ingresos, han perdido su espacio productivo directo y se han proletarizado. A ello se añade la continua fragmentación del tejido predial y el allegamiento de familias que, en suma, posibilitan la formación de nuevos conglomerados residenciales, dispuestos a la vera de los caminos, singularizados por carencias de infraestructura básica.
A la vez, sirviendo al otro extremo de la estructura social, se han multiplicado los enclaves residenciales cerrados, de carácter exclusivo, compuestos por «parcelas de agrado» que no se relacionan con su entorno inmediato y en los hechos representan, en el espacio rústico, la dinámica ciudadana de la segregación social.
En resumen, las aceleradas conversiones socioespaciales que se vienen registrando en la interfase urbano-rural de la Región Metropolitana que por lo demás son funcionales a la transnacionalización y la aceleración tecnológica, junto con la crisis de la economía campesina, tienden a conformar situaciones conflictivas en las cuales está desapareciendo el hábitat campesino, en tanto se generalizan las deseconomías e incorporan elementos discordantes de inflexión de lineamientos del proceso, que desordenan las fórmulas de decisión, permiten la ocupación de zonas de riesgo y destruyen los valores del patrimonio paisajístico.
A ello hay que agregar la existencia de instrumentos de planificación y control, variados, desiguales e incluso divergentes, lo que se agrava debido a una sobrentendida política de competencia entre municipios, que se traduce, por ejemplo, en planes reguladores comunales de corte permisivo e intervenciones aisladas.
En ese ambiente de cambios o perturbaciones, según como sea leído, subsiste el proyecto de los «Huertos Obreros y Familiares de La Pintana», que personifica lo contrario de la tendencia imperante.
Aunque es probable que termine desapareciendo en los tiempos venideros, lo revelador de su fidelidad al espíritu del sueño que lo originó y le dio sustento, ha vuelto a quedar de manifiesto en uno de los principales discursos de la sesión de Consejo Regional del Medio Ambiente, Corema, de la Región Metropolitana de Santiago que comentábamos, por medio del cual se alegó el incumplimiento del programa de consultas a la comunidad, justificando, al menos temporalmente, la detención de la iniciativa de urbanización de los terrenos que hasta ahora estaban clasificados como de «protección silvoagropecuaria» por el Plan Regulador Metropolitano de Santiago.
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34. Valenzuela Feijóo, José (2000). «Primero, el contrapunto rural-urbano». Parte en «Actualidad de la (Gabriela) Mistral», documento de trabajo, México, D.F., Universidad Autónoma Metropolitana, Sede Iztapalapa/Rodma Comunicaciones, s/p. [ Links ]
35. Villa, Miguel y J. Rodríguez (1997). Dinámica sociodemográfica de las metrópolis latinoamericanas durante la segunda mitad del siglo XX, Notas de Población, Año XXV, n° 65, Santiago, Centro Latinoamericano de Demografía, Celade. [ Links ]
36. Williams, Raymond (1973). The Country and the City, Nueva York, Oxford University Press, 335 p. [ Links ]
NOTAS
1 Tal es la postura, por ejemplo, de los trabajos de Elisée Reclus sobre la integración armoniosa de las ciudades y los campos de Sicilia; las proyecciones del teorema de «la sección del valle», de Patrick Geddes, aplicado en la lectura del orden de pequeñas comunidades industriales inglesas; el estudio de los géneros de vida de Paul Vidal de la Blache; la productividad potencial de la industrialización en el campo, expuesta por Petr Aleksiéevich Kropotkin, y los diagnósticos de Frédérique Le Play, a partir del principio de contigüidad espacial que lleva a la constitución de regiones.
2 De ello se desprende la promesa de la ciudad jardín atrayente, de Ebenezer Howard, Barry Parker, Raymond Unwin y Georges Benoit-Lévy, quienes encabezan una perdurable cadena de diseñadores urbanos y activistas del mismo principio.
3 Entre éstas resaltan las del movimiento «Volk», en Alemania (posteriormente malversado por el partido nacionalsocialista); los establecimientos de los Shakers, entre otros grupos de fundadores de comunidades ideales, religiosas y socialistas, ubicadas en el oeste de EE UU de Norteamérica; el antiurbanismo de «La agricultura» de Ralph Waldo Emerson; la búsqueda de la purificación intelectual y moral de lo agrario, en las colonias de Lev Nikolaievich Tolstoi; la religión del trabajo manual de Aarón David Gordon, en las comunas agrarias de los movimientos cooperativos judíos, y la vuelta a una naturaleza casi legendaria mediante la ocupación de las tierras «vírgenes», primero, el desarrollo deportivo-ambientalista de nuevos agrupamientos residenciales, sobre las alturas boscosas de los estados de California y Washington, después, y los proyectos «organicistas» de la ciudad del acre disperso, de Frank Lloyd Wright, para culminar en los proyectos arcológicos de Paolo Soleri, expresados en los dibujos y las maquetas de Arcosanti.
4 IKEA, Möbel Martin, etc.
5 Como ocurre en los proyectos de las «ciudades lineales» de Arturo Soria y Mata y Nikolai Alexandrovich Miliutin y las ciudades satélites, ciudades nuevas o «asentamientos autosuficientes inmersos en el verde», de Thomas Adams, Clarence Stein, Henry Wright, Frederick Ackerman y Patrick Abercrombie.
6 Plan de Carahue (1882); Aldea cooperativa de Villa Queule, de José Luis Mosquera (1924); Colonia Agrícola de Graneros (circa 1931) y Colonia Alemana de Peñaflor (circa 1938), ambas de la Caja de Colonización Agrícola, y Asentamiento El Melón, de Nogales, de la Corporación de la Reforma Agraria, CORA (1972), entre otros.
7 Campamentos de Coya y Parrón, de la Braden Copper Company, en Los Altos de Codegüa y Cauquenes (1925) y Balneario de Rocas de Santo Domingo, de Josué Smith Solar y José Tomás E. Smith Miller (1934), entre otros.
8 Eje de unión entre Santiago y San Bernardo, de Carlos Carvajal (1905; 1912) y Megaestructura Longitudinal Semicontinua en A, de Sergio Miranda, sobre y a lo largo de la Carretera Panamericana Sur (actual ruta nacional CH5), de San Francisco de Mostazal a Rancagua (1965), entre otros.
9 Huertos obreros de Temuco, de Carlos Buschmann (1929, sin construir); San Pedro de la Paz, Concepción; Colonia Pedro Aguirre Cerda, El Tambo, San Vicente de Tagua-Tagua; Colonia José Maza, Las Rosas y Mapuhue, La Pintana, y Santa Rosa del Huerto, La Calera (1952; 1954), entre otros.