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Cuadernos del Cendes
versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X
CDC v.21 n.56 Caracas ago. 2004
La nueva lógica global y el impasse de América Latina*
GILBERTO DUPAS
Resumen
La nueva lógica global introduce inmensos desafíos. Ella es una fuerza normativa que impone directrices y políticas mundiales. El discurso hegemónico neoliberal generó la aplicación de un recetario cuyos resultados en América Latina fueron decepcionantes. La consecuencia de esas políticas fue un aumento significativo de la exclusión social, en medio de una sucesión de crisis que afectaron una parte de los grandes países de la periferia. Al mismo tiempo, la marcha acelerada de la globalización constreñía progresivamente el poder de los Estados nacionales, subordinándolos a metas monetarias rígidas que les impidieron practicar los principios keynesianos en vigor en la mayor parte de la segunda mitad del último siglo. Intentar enfrentar estos nuevos desafíos significa, como una primera condición, aceptar que estamos definitivamente insertados en la realidad global; y que ella define grandes impasses.
Palabras clave: Lógica global / América Latina / Actores sociales / Impasses
Abstract
The new global logic presents enormous challenges. As a normative force, it imposes guidelines and policies with a global reach. The hegemonic neoliberal discourse gave rise to the application of a recipe book with disappointing results in Latin America. These policies led to a significant increase in social exclusion, amidst a successive series of crises that affected a great number of large peripheral countries. In the mean time, the accelerated speed of globalization progressively restrained the power of nation-states, subordinating them to strict monetary targets that impeded these countries from practising the Keynesian principles in force through most of the second half of the past century. Trying to face these new challenges primarily requires accepting that we are definitively inserted in the global reality; and that it defines considerable impasses.
Key words: Global logic / Latin America / Social actors / Impasses
RECIBIDO: JULIO 2004
ACEPTADO: AGOSTO 2004
Cronología reciente de las expectativas latinoamericanas Del optimismo al impasse
1997 / The Economist
Una década de reformas liberales trajo grandes mejorías a las economías de América Latina.
1998 / Jose Antonio Ocampo, texto para el Seminario BID/BNDES
El efecto económico más destacado de los años noventa en América Latina y el Caribe es la recuperación del crecimiento. Sin embargo, él continúa siendo inferior (...) a lo deseable para cerrar las brechas que separan la región de los países más desarrollados.
1999 / PNUD
Las personas están más vulnerables en todas las partes del mundo. La erosión del estado de bienestar elimina las redes de seguridad. Y la crisis financiera es ahora una crisis social. La mundialización corroe la base fiscal de los países, particularmente de los países en desarrollo, reduciendo los recursos públicos y limitando a las instituciones que protegían a los ciudadanos.
2001 / José Antonio Ocampo, Cepal, 2001
La liberalización económica ha dejado muchas promesas sin cumplir. Nuestra región ha sido particularmente activa en la instrumentación de las reformas propuestas en el «Consenso de Washington», pero los resultados no han sido los esperados. La globalización no ha dado, aún sus frutos. Actualmente reproduce antiguas asimetrías y crea otras nuevas, reflejando el contraste que existe entre la rápida internacionalización de algunos pocos mercados y la ausencia de una agenda mundial completa y menos distorsionada.
2001 / José Antonio Ocampo, Cepal, 2001
Los progresos han sido frustrantes en lo que se refiere a crecimiento económico, transformación productiva, aumento de productividad y disminución de las desigualdades.
2001 / Roberto Pizarro, La vulnerabilidad social y sus desafíos: una mirada desde América Latina, Cepal
La vulnerabilidad se ha constituido en un trazo social dominante en América Latina. El predominio del mercado en la vida económica, la economía abierta al mundo y la retirada del Estado de las funciones que tuvo en el pasado (...) dejan expuestas a la inseguridad una amplia capa de la población de medianos y bajos ingresos en los países de la región.
2003 / Alejandro Portes & Kelly Hoffman, Las estructuras de clase en América Latina: composición y cambios durante la época neoliberal, Cepal
Los resultados de nuestro análisis muestran que, a excepción de Chile, los ingresos medios de la fuerza de trabajo urbana latinoamericana se mantuvieron estancados o disminuyeron en términos reales durante los años del ajuste neoliberal; los ingresos medios de todas las clases subordinadas, inclusive la pequeña burguesía urbana, también disminuyeron; los ingresos medios de las clases dominantes aumentaron con más fuerza que la media en todos los países, con excepción de Panamá, pero incluyendo a Chile; como consecuencia, la relación entre los ingresos recibidos por estas clases en comparación con las clases proletarias aumentó durante este período, produciéndose, de esta forma, lo que ya era un abismo en la condición económica y en el nivel de vida de los ricos y de los pobres.
2003 / Enrique Iglesias, Síntesis sobre texto del Wall Street Journal, Consejo de directores del BID
América Latina se está quedando cada vez más pobre. Los gobiernos de América Latina aumentaron sus gastos sociales en un 58 por ciento per cápita en la última década. Sin embargo, los resultados fueron desoladores. Ahora hay muchos más pobres, 20 millones de los cuales pasaron a estar por debajo de la línea de pobreza desde 1997 hasta hoy. La deuda se está agravando. A pesar de los miles de millones captados para las privatizaciones, la relación deuda/PIB aumentó del 37 por ciento en 1997 al 51 por ciento en 2002. El desempleo subió del 10 por ciento al 15 por ciento. Mientras más pobres los países, mayor es la percepción del riesgo, menores las inversiones. Crece la inmigración. Si todo esto está ocurriendo en tiempos buenos, ¿qué ocurrirá con el aumento de las tasas de interés de Estados Unidos?
Introducción
El discurso hegemónico neoliberal del período posterior al fin de la Guerra Fría, que prometía a los grandes países de la periferia una nueva era de prosperidad a partir de las políticas de «abrir, privatizar y estabilizar» –receta bautizada en América Latina como «Consenso de Washington»– se mostró poco eficaz. Los resultados fueron, en general, decepcionantes. El aumento del flujo de comercio derivado de la apertura benefició a los países con mayor capacidad de añadir valor a su producción local, generando déficit comerciales recurrentes en los grandes países de la periferia. La automatización y la tercerización de los procesos productivos redujeron el crecimiento de los empleos y ampliaron la informalidad de su mercado de trabajo. El equilibrio fiscal ha exigido presupuestos públicos muy apretados precisamente en momentos en que los efectos sociales perversos de la privatización aparecen con toda su fuerza, reduciendo aún más la legitimidad de los gobiernos y de las clases políticas. Y la privatización de los servicios públicos, si en general aumentó su calidad, ha exigido ajustes de tarifas por encima de la capacidad de ingresos de la población.
El mundo ha aprendido que la economía global presenta riesgos mucho mayores de lo que todos podríamos imaginar. Las lógicas de la globalización y del fraccionamiento de las cadenas productivas, muy oportunas para la pujanza del capitalismo contemporáneo, incorporaron a los grupos de trabajo barato mundiales sin aumentarles necesariamente los ingresos. Los puestos formales crecen con menor rapidez que las inversiones directas. Y si, como fue visto, surgen oportunidades bien remuneradas en el trabajo flexible, el sector informal básicamente acumula el trabajo más precario y la miseria. Las grandes corporaciones transnacionales, responsables por el desarrollo de las opciones tecnológicas, refuerzan el desempleo estructural alegando –comprensiblemente– que su misión es competir y crecer, y no necesariamente generar empleos.
En las dos últimas décadas del siglo XX, el discurso neoliberal barrió las economías mundiales. El vacío teórico y la incapacidad de gestión de los Estados nacionales, fenómenos que vinieron a continuación de la crisis poskeynesiana, abrieron espacio para los ardientes defensores del Estado mínimo; la reducción de sus dimensiones fue presentada como fundamental para resolver los problemas de un sector público estrangulado por sus deudas. Y se predicó la flexibilización del mercado de trabajo como condición importante para el enfrentamiento del desempleo.
En realidad, la consolidación del capitalismo en el período posterior a la Guerra Fría había definido claramente el tono hegemónico contemporáneo. La movilidad del capital y la emergencia de un mercado global crearon una nueva elite que controla los flujos del capital financiero y de las informaciones, actuando sobre todo en redes y clusters, y reduciendo de forma progresiva los vínculos con sus comunidades de origen. Como consecuencia, mientras que el mercado internacional se unificó, la autoridad estatal se debilitó. Con esto aumentó la fragmentación, resurgió el tribalismo y se aceleró la pérdida del monopolio legítimo de la violencia por parte del Estado, que ahora compite con grupos armados y con el crimen organizado en varios lugares del mundo.
La consecuencia de este proceso fue una sucesión de crisis que afectaron principalmente a América Latina y a la mayoría de los grandes países de la periferia, provocando un aumento significativo de la exclusión social en gran parte del mundo. Esto provocó la marginación de grupos que hasta poco tiempo antes estaban integrados al modelo de desarrollo. Para complicar todavía más este cuadro, la revolución en las tecnologías de información y comunicación aumentó de forma incesante las aspiraciones de consumo de gran parte de la población mundial, inclusive de los excluidos. El proceso de globalización también limitó progresivamente el poder de los Estados, restringiendo su capacidad de operar sus principales instrumentos discrecionales. Las fronteras nacionales pasaron a ser todo el tiempo transpuestas, siendo asumidas como obstáculos a la libre acción de las fuerzas de mercado.
Los Estados nacionales no consiguieron seguir respondiendo a los llamados para garantizar la supervivencia de los ciudadanos que están siendo expulsados en gran cantidad del mercado de trabajo formal. Ocurre claramente lo que podría llamarse «efecto democracia»: aumenta la cantidad de desempleados y pobres, creciendo su base política. Se introduce, de esta forma, una clara disonancia entre el discurso liberalizante de las elites y su práctica política. Mientras tanto, la cuestión sobre el futuro papel de los Estados nacionales continúa abierta, así como la creciente disparidad entre las demandas sociales y la imposibilidad del Estado de satisfacerlas de forma convencional, pues mientras que el capitalismo global prospera y las ideologías nacionalistas avanzan en todo el mundo, el Estado-nación pierde parcelas considerables de su poder.
Por otra parte, mientras que los países de la periferia se encuentran amenazados por flujos de recursos especulativos, las economías maduras tienen que enfrentar repentinas irrupciones de liquidez y períodos de recesión. Los Estados nacionales están en crisis, subordinados a metas monetarias rígidas y con poca flexibilidad para volver a practicar principios del antiguo keynesianismo. Y, sobre todo en los países más pobres, los gobiernos no tienen presupuesto ni estructuras eficaces para garantizar la supervivencia de los nuevos excluidos.
Una síntesis del impasse latinoamericano
América Latina había respondido con gran ímpetu al discurso hegemónico de la integración a los mercados globales que entró en vigor a partir de la segunda mitad de los años ochenta. El crecimiento de sus importaciones sobre el PIB, que saltó de un nivel del 11 por ciento en el período 1977-1988 a un nivel del 19 por ciento en 2002, hace evidente este esfuerzo de integración (v. cuadro 1 del anexo). El resultado de esta apertura en su balanza de bienes y servicios, sin embargo, fue de constante aumento de los déficit (cuadro 2), una tendencia que sólo se revirtió a partir de 2000 por causa de la significativa recuperación de las exportaciones de Brasil y Argentina, a partir de las fuertes crisis de cambio que obligaron a estos dos países a intensas desvalorizaciones de sus monedas.
No obstante, si tomamos en cuenta los siete mayores países de la región, responsables por el 87 por ciento de su PIB (México, Brasil, Argentina, Venezuela, Colombia, Chile y Perú), la cantidad de años con déficit en sus balanzas creció del 40 por ciento al 56 por ciento cuando comparamos los períodos 1977-1988 y 1989-2002.1 Este déficit fue compensado, sin embargo, con la significativa entrada de inversiones extranjeras directas (IED) (cuadro 3), lo que permitió mantener la deuda externa de los países de la región en disminución hasta 1997 (cuadro 4). A partir de ahí, sin embargo, con la fuerte disminución de los flujos exteriores por causa del fin de las privatizaciones y de la crisis internacional, la tendencia se revirtió y la deuda externa sobre el PIB volvió a crecer. Una de las consecuencias fue la reversión de la transferencia líquida de capitales de América Latina (cuadro 5). Durante los años noventa ésta venía manteniéndose positiva en la media anual de 20.000 millones de dólares. Sin embargo, a partir del año 2000 este cuadro se invirtió, pasando a ser negativo y alcanzando una pérdida de 40.000 millones en 2002.
En lo que se refiere al crecimiento económico, el PIB de la región mantuvo un comportamiento mediocre, en un nivel ligeramente declinante del 3 por ciento al 2 por ciento durante todo el período 1989-2002, incentivando su disminución a partir de 1997 para alcanzar un valor negativo en 2002 (cuadro 6). El PIB per cápita redujo su media del 1 por ciento a cerca de cero en 2002. Por otra parte, el desempleo abierto no paró de crecer, habiendo evolucionado de poco más del 5 por ciento en 1989 a cerca del 9 por ciento en 2002 (cuadro 7). Mientras tanto, la formación bruta de capital fijo mantuvo una tendencia constante de disminución, alcanzando el reducido valor de 18 por ciento en 2002 (cuadro 8). El escenario resulta aún más complicado cuando se observan los datos de la disminución en el crecimiento del PIB y del aumento porcentual de la deuda externa de América Latina, en el período más reciente (1994-2002) (cuadro 9).
No es una exageración afirmar, pues, que la década de los noventa y el comienzo de los años dos mil fueron otro «período perdido» en la economía latinoamericana. En realidad, el único aspecto claramente positivo de esta década fue el control de los procesos hiperinflacionarios en la región, especialmente en los casos de Brasil, Argentina y Perú.
Por la parte social, la fuerte inserción de la región en la lógica global en la década pasada aceleró el deterioro de sus indicadores. Según el Panorama social de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal, 2001), la población latinoamericana por debajo de la línea de pobreza evolucionó sucesivamente del 41 por ciento del total en 1980 (146 millones de personas) al 42 por ciento en 2000 (217 millones); y en 2003 alcanzaba ya el 44 por ciento (234 millones). El índice de población indigente creció del 18 por ciento en 2001 al 19 por ciento en 2003. Este número tuvo una fuerte influencia de Argentina, donde la tasa de pobreza casi se duplicó de 1999 a 2003 (del 24 por ciento al 45 por ciento) y la indigencia se triplicó (del 7 por ciento al 21 por ciento). Por otra parte, el Programa Mundial de Alimentos (ONU), operando en alianza con la Cepal, verificó que casi el 9 por ciento de los niños menores de 5 años sufre de desnutrición aguda y el 19 por ciento de ellos de desnutrición crónica; juntas, estas condiciones causan efectos negativos irreversibles.
A pesar de la fuerte «modernización» de las economías de los países latinoamericanos, persiste, pues, en la región, un cuadro grave y creciente de miserabilidad de sus sociedades a mediano y a largo plazos. Esto incentiva de forma indirecta a parcelas crecientes de la sociedad a utilizar mecanismos alternativos de sociabilidad en actividades más allá de los marcos legales del Estado, aumentando los índices de marginalidad. Por otra parte, R. Putnam verifica que el peso de esta situación sobre la infancia contribuye tanto al refuerzo de esta espiral negativa como a limitar las condiciones necesarias para la existencia de capital social, uno de los fundamentos básicos para la ampliación de la democracia. Según la Cepal, para reducir apenas a la mitad este cuadro de pobreza entre los niños, sería necesario un crecimiento medio anual de las economías del 6 por ciento hasta 2015, un índice totalmente fuera de consideración para la mayoría de los países de la región.
El aumento de la pobreza, de la indigencia y del hambre en muchas regiones de América Latina está vinculado a otro factor alarmante: el constante crecimiento de los niveles de desempleo e informalidad en el mercado de trabajo en las últimas décadas. La tendencia al aumento de la precariedad del empleo «se delineó con el aumento en la proporción de personas ocupadas en los sectores informales o de baja productividad, que alcanzó (1999) cerca del 50 por ciento de la fuerza de trabajo en las zonas urbanas y porcentajes aún mayores en las zonas rurales» (Cepal , 2001). Ya en 2000, los pronósticos eran que esta tasa alcanzaría casi el 60 por ciento de la fuerza de trabajo. Es especialmente preocupante la situación de los sectores más jóvenes, en los cuales las tasas de desocupación aumentaron mucho, exponiéndolos a situaciones de supervivencia que los convierten en «ejército industrial de reserva» del crimen organizado. El crecimiento de la vulnerabilidad social aumenta con la situación de los grupos con edades más elevadas, ya que sólo Brasil, Argentina, Uruguay y Chile cuentan con beneficio de seguro social amplio para adultos con edades superiores a 65 años.
Con este cuadro, se agrava la falta de confianza en la posibilidad de ascensión social y en la mejoría de la situación personal y familiar por medio del propio trabajo. Esta falta de confianza se generaliza debido a la reducción progresiva de la cantidad de habitantes que se encuentra en la clase media, así como la creciente dificultad de permanecer en este estatus, aumentando la estratificación social. El ejemplo de Argentina es dramático. Según B. Kliksberg, en 1960 el 53 por ciento de su población era de clase media. Durante los años noventa, el 20 por ciento de esta categoría fue transformada en «nuevos pobres». Después de la crisis de 2000-2002, los sectores de la clase media que sobraron quedaron reducidos al 25 por ciento de la población. El caso reciente de Brasil también merece atención. El Plan Real (julio de 1994), con el fin de la inflación crónica, había conseguido una importante valorización de los salarios reales en el país. Sin embargo, a partir del final de 1996 comenzó un continuo deterioro de los salarios, agravado por un aumento del desempleo y de la informalidad, que retornó a la ruta de la última década y media.
Por otra parte, se amplía la sensación generalizada de inseguridad en la sociedad. La cantidad de homicidios creció un 40 por ciento en la región durante la década de los noventa, alcanzando un índice seis veces mayor que el de países de Europa Occidental (Banco Mundial, 2004). Este aumento continuo convirtió a América Latina en la segunda región mundial de mayor criminalidad, sólo atrás del Sahara africano. En la clasificación general mundial, tres países latinoamericanos ocupan una posición entre los cuatro más violentos: Colombia es el líder mundial, con 68 homicidios por cada 100.000 habitantes, a continuación viene El Salvador con 30, y Rusia y Brasil tienen 28 y 27 respectivamente.
Este contexto de «nueva pobreza» ha creado una onda de inmigración, incluyendo a los individuos de clase media, sin precedentes en los países latinoamericanos. En la agenda continental la cuestión de la inmigración pasará a ser, de aquí a poco tiempo, un problema de graves proporciones, en caso de que no sea enfrentado lo más rápidamente posible. Y se cristaliza la unanimidad entre las organizaciones internacionales en que América Latina es la región más desigual de todo el mundo.
La situación de aumento de la desigualdad pasa a tener contornos muy graves. La Cepal reconoce la imposibilidad de mejoría de la situación social frente a las serias «restricciones económicas» que no permitieron la generación de empleo e ingresos capaz de absorber la «presión demográfica» representada por la incorporación de jóvenes a la población en edad activa (Cepal, 2002). Esto conduce a otra situación aún más grave: la desigualdad de ingresos ha avanzado en sectores importantes de la vida de los ciudadanos como el acceso al consumo, al crédito, a la educación, a la salud y a la inclusión digital, entre otras. De esta forma, esta creciente espiral de miserabilidad tiene impactos regresivos en el desarrollo social que realimentan las altas tasas de desigualdad. Por su parte, estas altas tasas de desigualdad afectan a toda la sociedad, al reducir la posibilidad de ahorro nacional y el mercado doméstico, haciendo imposible la producción en escala y contribuyendo a la generación de intensas iniquidades que tienen efectos perversos en la gobernabilidad democrática, el clima de confianza interpersonal y el capital social.
La mejor comprensión de este cuadro penoso y complejo nos obliga a la profundización del análisis de los mecanismos de la nueva lógica global y a la identificación de los desequilibrios estructurales que ella favorece.
El nuevo juego global y sus actores
Este nuevo siglo colocó en pleno vigor una nueva lógica global. Ella introduce inmensos desafíos en la práctica de la política mundial y tiene características mucho más complejas que las que estaban en vigor al final de la Guerra Fría. Usando una competente metáfora de Ulrich Beck (2003), llamemos esta nueva realidad meta-juego. Considero aquí el término meta en el sentido de lo que transciende los modelos anteriores. Este nuevo sistema introduce múltiples paradojas y mucha falta de previsión, pues las reglas no son ya relativamente estables; se modifican en el curso del juego, confundiendo categorías, escenarios y dramas. En el período posterior a la globalización, los Estados pierden la posición de poder más relevante de la acción colectiva; sus fronteras son despreciadas y ellos no consiguen más regular las reglas de la acción política. El Estado-nación y el Estado del bienestar social dejan de imperar. Con la liberalización de las fronteras surgen papeles y reglas desconocidas, así como nuevas contradicciones y conflictos. Al igual que un juego de damas donde los movimientos pasan a darse con la libertad inusitada de las piezas del ajedrez, los actores más poderosos saltan sobre los otros y cambian de dirección sin previo aviso, inventando ellos mismos sus nuevos papeles. Algunos ejemplos: España decide juzgar a un expresidente chileno por crimen contra la humanidad; Estados Unidos inventa el concepto de guerra preventiva e invade a Irak en contra de la ONU, torturando a prisioneros; una corporación transnacional trata de controlar sola el genoma de la especie humana; presidentes de empresas globales, dependientes de softwares desarrollados en la India, tratan de evitar que este país entre en guerra contra Pakistán o que un gobernante de la izquierda asuma el poder, etc.
Existen algunos aspectos positivos. El antiguo juego nacional-internacional era dominado por reglas de derecho internacional que partían del presupuesto de que los Estados podrían hacer lo que quisieran con sus ciudadanos dentro de sus fronteras. Estas reglas tienden a ser cuestionadas. El paradigma de la soberanía es colocado en jaque, abriendo más espacio para intervenciones humanitarias internacionales; la inmunidad diplomática parece más relativa. Pero, ¿quién decide hoy las reglas que serán aplicadas? Beck recuerda que la posibilidad de acción de los jugadores, especialmente de los más fuertes, depende en gran medida de su autodefinición y de sus nuevas concepciones sobre la política. En este nuevo contexto, el nacionalismo puede pasar a ser extremadamente costoso, impidiendo que se descubran nuevas estrategias y recursos de poder. La primera condición para desobstruir esta visión es aceptar el hecho de que estamos definitivamente insertados en una nueva –y muchas veces perversa– realidad global. Ella implica la asunción de una perspectiva cosmopolita del ciudadano y de las instituciones públicas y privadas que pasan a integrar, quieran o no, la lógica global. Es esta actitud realista la que maximiza las posibilidades de acción de los jugadores del meta-juego. Revirtiendo el principio marxista, esta nueva esencia es la que determinará la conciencia del futuro espacio de acción.
La globalización contemporánea es una fuerza normativa que impone directrices y políticas. Si ellas conducen a crisis graves o callejones sin salida –Argentina es un caso ejemplar– a países que asuman solos el riesgo de comportarse como les fue exigido, el sistema internacional, cuyos actuales países ricos muchas veces infringienron sistemáticamente esas normas, lava sus manos. Por medio de instrumentos como el investiment-grade, se decide quién se comportó de acuerdo o no con las expectativas. Los primeros están incluidos en el juego; los otros serán excluidos y sufrirán las duras sanciones del flujo de inversiones.
Podemos agrupar a los actores del nuevo juego global en tres áreas principales: capital, sociedad civil y Estado. En los años más recientes, los grupos terroristas adquirieron estatus de nuevos actores mundiales, disputando con los Estados el monopolio de la violencia. Los países se ven presionados en dos frentes. Se exige un Estado minimalista, donde la autonomía se reduce a opciones restrictas a la aplicación de las normas neoliberales. Por otra parte, se desregulan los mercados, se privatizan los servicios y se asiste a un progresivo deterioro del cuadro social, lo que –paradójicamente– requiere un Estado fuerte y un aparato regulador muy eficiente, inclusive para tener el poder de imponer a la sociedad civil condiciones penosas como las indizaciones de las tarifas superiores al aumento de los salarios, consideradas medidas necesarias para la remuneración adecuada de los capitales.
Las naciones, especialmente los grandes países de la periferia, son obligadas a bajar cada vez más los costos de sus factores de producción para atraer parte de las cadenas productivas de las grandes corporaciones transnacionales; es la llamada estrategia de especialización, fuertemente competitiva y depredadora, que estimula una disminución general de los costos generales de la mano de obra y una guerra de exenciones tributarias. De esta forma, China está tomando de México una buena parte de los empleos de las maquiladoras, conseguidos a duras penas después de la adhesión al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan). Para tratar de competir, México tendrá que reducir todavía más sus costos, provocando nuevas disminuciones en otros países, y así sucesivamente. Como estas naciones añaden bajo valor tecnológico a su producción local, al integrarse en las cadenas globales terminan gastando con sus importaciones más de lo que consiguen al exportar; y no son capaces de obtener los beneficios sociales del aumento del flujo de comercio, como fue el caso de México. De esta forma, por esta estrategia se paga un alto precio con la reducción progresiva de márgenes de acción, erosión de la soberanía nacional y de las condiciones de gobernabilidad.
El concepto tradicional de poder del Estado estaba ligado al control del territorio, de la población y de sus recursos. Ya las grandes corporaciones y el flujo de capitales –núcleos de la economía global– circulan libremente por el espacio mundial, lo que les permite maximizar su poder frente a los Estados, estimulando la competencia y lanzándolos a unos contra otros simplemente ejerciendo la opción-salida: «no invierto más, me voy para otro país». No importa más el control territorial y sí el libre acceso al mercado y a la mano de obra barata; todos los factores de producción transitan libremente –y de esto las corporaciones sacan su provecho– excepto la mano de obra, eterna prisionera de sus contornos territoriales. En estas condiciones, poco queda del fundamento territorial y nacional de la autoridad económica. Los salarios reales disminuyen en función del aumento de la oferta global; ahí está el efecto China. Participar en las cadenas productivas no es más una opción, pasa a ser una obligación impuesta por la lógica global: quedar fuera de ellas es todavía peor.
Esta acción de los actores económicos globales no puede ser clasificada ni como ilegal ni como ilegítima. Ella opera en los intersticios de un sistema no regulado, en un ámbito metalegal, tomando el espacio digital y ejerciendo una influencia creciente sobre las decisiones y reformas del Estado, haciéndolas coincidir con las prioridades del mercado global, tanto en las normas en relación con el trabajo como en los procesos de arbitraje internacional. Las antiguas soberanías ahora son compartidas entre Estados y actores económicos. Estos últimos usan siempre la opción-salida como arma, llevando a muchos Estados a aproximarse cada vez más a los intereses del régimen neoliberal. Con esto las empresas transnacionales pasan a tomar decisiones casi políticas. Gobiernos y opinión pública se van transformando en espectadores y la legitimación democrática se debilita. No hay una definición clara de responsabilidades ni sistema legal, político o social que las apruebe o legitime.
En lo que se refiere a la sociedad civil, por una parte su poder se limitó con el debilitamiento continuo de los movimientos sindicales, incapaces de hacerse viables en el apoyo a la creciente cantidad de trabajo informal y de desempleo, provocados especialmente por los procesos intensos de tercerización y de automatización. A pesar de esto, con los enormes espacios vacíos dejados por el Estado, esta sociedad civil fue incorporando a la vida pública una infinidad de asociaciones civiles autónomas y una visión mediática para las actividades sociales, económicas y políticas de grupos particulares que pasaron a reivindicar el carácter público de sus intereses, exigiendo reconocimiento, regulación y salvaguardias de sus instituciones. En este nuevo espacio público están principalmente lo que pasó a llamarse organizaciones no gubernamentales (ONGs), pero también un nuevo asociacionismo a partir de barrios, habitantes, e iniciativas culturales, ambientales y de recreación de carácter local; pequeñas asociaciones profesionales y de solidaridad con diferentes segmentos sociales; asociaciones de reivindicación o defensa de derechos enfocando género, color, credo, etc. Estos nuevos actores introducen cambios sustanciales en la cultura política, ya que en tesis no aspiran más a su incorporación al Estado y defienden un nuevo modelo de acción colectiva vinculado a criterios territoriales y temáticos. La acción de las ONGs y de los movimientos sociales, aunque haya avanzado bastante, aún no sabe a quién reivindicar y cómo influir en la alteración más amplia del proceso global y nacional, que conduce a progresivas asimetrías, aumento de la pobreza y concentración de ingresos y poder.
Es necesario destacar a un actor muy especial dentro de la nueva lógica económica global, que aún está fuera de juego y puede asumir un rol fundamental en el equilibrio futuro del poder: el consumidor, el gigante adormecido, que –como bien recuerda Beck– podría transformar su acto de compra en un voto (o veto) sobre el papel político de los grandes grupos a escala mundial –en temas tan vitales como automatización y desempleo, contaminación ambiental y tecnologías peligrosas–, luchando con sus propias armas: el dinero, rehusarse a comprar. Pero para que esto no sea una simple utopía, habrá que trabajar mucho a escala transnacional. Mientras varios países estén disputando a cualquier precio estas inversiones y jugando de forma desarticulada –unos contra otros– estas acciones de la sociedad civil simplemente llevarán a las grandes empresas a blandir su amenaza fatal: la opción salida.
En la intensa y cambiante geometría variable que fomenta el nuevo juego, el aliado de hoy puede ser el enemigo de mañana. Es el caso típico de las alianzas Sur-Sur tipo Grupo de los Veinte (G-20), acuerdos temporales Brasil-India-África del Sur y el apoyo de ONGs internacionales a resistencias contra semillas transgénicas. Aun así, hay bloques de intereses que definen conflictos básicos. Uno de ellos coloca corporaciones multinacionales contra movimientos sociales. Las grandes corporaciones –con su inmenso poder– definen la dirección de los vectores tecnológicos, la distribución mundial de la producción y los productos que serán considerados como objetos de deseo. Con todo este poder, ellas están continuamente expuestas a las críticas sobre las consecuencias que la sociedad les pueda atribuir: degradación ambiental, riesgo de la utilización de la biogenética, toxicidad de los alimentos, desempleo y crecimiento de la informalidad, propaganda engañosa. La eficacia y la legitimidad de los movimientos sociales reposará sobre su credibilidad a largo plazo en el papel de testigos de hechos y reveladores de las verdades que las grandes corporaciones traten de esconder.
Como parece evidente, es fundamental redefinir el Estado y el campo de la política como instrumentos para reequilibrar y domar las fuerzas en juego en el área de la globalización.
El caso paradigmático de México en el Tlcan
El trabajo fue el mayor perjudicado en el predominio de las nuevas dinámicas globales. La apertura económica permitió la circulación libre de todos los factores de producción, excepto la mano de obra, y los procesos radicales de automatización y de las nuevas tecnologías de la información redujeron empleos y aumentaron la informalidad por medio de una intensa tercerización de procesos de producción. Naciones como Brasil y Argentina están teniendo amargas experiencias con el deterioro de su mercado de trabajo. Sin embargo, también México –que alimentó intensamente la idea de que el Tlcan y su frontera porosa con el gigante americano lo harían avanzar en la cuestión social– se desilusiona ahora al ver que una parte significativa de los empleos que sus maquiladoras generaron comenzaron a desviarse para China.
Ya se habló mucho sobre las supuestas ventajas de México al entregarse al comercio libre con EE UU y Canadá. El discurso dominante de los años noventa exhibía este aparente caso de éxito como una prueba irrefutable a favor de las ventajas del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Después de 10 años del Tlcan, es importante realizar un balance preliminar de este período.
En realidad, aunque la apertura comercial haya favorecido el salto extraordinario en el flujo de comercio del país de 100.000 millones a 350.000 millones de dólares anuales, su balance social después de la creación del Tlcan fue decepcionante; hasta el Banco Mundial, defensor de esas políticas, puso en duda que esa integración comercial ayudase al país. Un estudio reciente de investigadores del Carnegie Endowment for International Peace (v. Audley et al.) confirma plenamente los análisis que hemos realizado en el Instituto de Estudios Económicos e Internacionales (IEEI).
Prácticamente todos los indicadores sociales en el período 1994-2004 empeoraron en México. El desempleo aumentó; se crearon cerca de 500.000 puestos de trabajo en el sector manufacturero, pero el sector agropecuario –el más perjudicado con la apertura del comercio– donde aún trabaja casi un quinto de la población mexicana, perdió 1,3 millones de empleos. La emigración ilegal hacia EE UU siguió aumentando después del Tratado: de 700.000 personas en 1994 al pico de 1,3 millones en 2001. La cantidad de mexicanos clandestinos en EE UU aumentó de 2 millones (1990) a casi 5 millones (2000); sumados a los legales, debe haber cerca de 15 millones de mexicanos en suelo estadounidense. Es del envío de dólares de esta enorme reserva de inmigrantes de lo que dependen cada vez más las familias mexicanas para sobrevivir.
La teoría neoliberal garantiza que un país con abundancia de trabajo no calificado, y que se abre al comercio, tendrá un crecimiento inevitable de estos salarios. Sin embargo, la remuneración real de la mayoría de los mexicanos es actualmente más baja que cuando comenzó el Tlcan, incluyendo los salarios en las maquiladoras y en las demás industrias. Ya la desigualdad de ingresos aumentó. Comparado con el período anterior, el 10 por ciento superior de las familias aumentó su proporción en los ingresos nacionales. Y el mismo 31 por ciento de los ciudadanos continúa en la pobreza extrema.
En lo que se refiere a los daños al medio ambiente, el estudio del Carnegie Endowment afirma que su costo fue mayor que las ganancias económicas procedentes del crecimiento del comercio en su conjunto. La integración aceleró prácticas agrícolas comerciales que sometieron el ecosistema mexicano a una mayor contaminación por concentraciones de nitrógeno y otros productos químicos utilizados en la agricultura actual. Los agricultores sustituyeron los ingresos perdidos debido a la disminución de los precios de sus productos por el cultivo de nuevas fronteras, desforestando bosques en las regiones biológicamente ricas del sur de México a un ritmo de más de 630.000 hectáreas anuales desde 1993.
El sorprendente revés en los salarios mexicanos suele ser atribuido principalmente a los choques del cambio entre 1994 y 1995. Al tener que desvalorizar el peso como consecuencia de sucesivas crisis, el país provocó un salto en los costos de los productos importados y en la tasa de inflación, mientras que los salarios se mantenían restringidos por las políticas monetarias del gobierno. Finalmente terminaron recuperándose gradualmente, pero no lo suficiente como para regresar a los niveles anteriores. El hecho es que, a pesar de que el país redujo de forma drástica la tarifa de importación para productos agropecuarios y para prácticamente todas las manufacturas de EE UU, el aumento de la productividad obtenido después de la creación del Tlcan no se transformó en aumento salarial. La gran esperanza eran las maquiladoras, actividades de montaje de las grandes corporaciones estadounidenses utilizando la mano de obra barata local. Ellas habían generado cerca de 800.000 puestos de trabajo entre 1994 y 2001; pero ya perdieron cerca de 250.000 de ellos desde mayo de 2003, debido a la imbatible contraofensiva china ofreciendo trabajadores más calificados y a un costo mucho más bajo.
Finalmente, la apertura comercial provocó un déficit comercial líquido en los productos agrícolas. El maíz subsidiado norteamericano vendido en México tuvo, entre 1999 y 2001, precios un 30 por ciento inferior al costo local de producción; su volumen aumentó en un 240 por ciento desde 1992, colocando en un serio riesgo a las variedades tradicionales de maíz mexicano, esenciales para los hábitos alimenticios de aquel país.
Las recomendaciones finales del Carnegie Endowment –aunque sea partiendo de un diagnóstico correcto– parecen curiosamente utópicas. Según este instituto, el caso mexicano enseña a los países en desarrollo –que piensan en abrir su comercio– a negociar una reducción larga y gradual de la importación de productos agrícolas de los países ricos y salvaguardias especiales para protegerse contra la práctica del dumping que inundó el mercado con productos norteamericanos subsidiados. Los acuerdos comerciales deberían permitir: adoptar políticas que optimicen el aumento del empleo; negociar una considerable asistencia económica para la transición y adaptación al comercio, con fondos procedentes de los socios comerciales y donadores internacionales; y distribuir las ganancias procedentes del comercio de forma más equitativa, mediante mejores políticas tributarias y de salarios mínimos, libertad de asociación y derechos de negociación colectiva. Finalmente, para reducir los impactos ambientales del uso intensivo de productos químicos, los acuerdos tendrían que garantizar un espacio para los pobres en la creciente demanda mundial de productos alimenticios orgánicos. Son sugerencias llenas de sentido común, pero, infelizmente, incompatibles con la propia lógica de la apertura y con la relación de fuerzas que la preside: esta apertura es propuesta, y muchas veces impuesta, para ser practicada sin restricciones por los países pobres –y apenas por ellos– según un recetario modelo, sin precondiciones. De ser consultadas en este sentido, las instituciones internacionales y los países centrales considerarían exóticas e inevitables estas exigencias.
De esta forma, aquellos grandes países de la periferia que continúan considerando que la integración incondicional a los mercados globales es la garantía consistente para crecer y rescatar su déficit social, deben meditar sobre la experiencia mexicana y las recomendaciones del Carnegie Endowment. La situación de México, después de 10 años del Tlcan, parece que continúa –en la mejor de las hipótesis– semejante a la anterior.
La imposición de las reglas hegemónicas
Una importante razón para la caracterización de los impasses descritos aquí es que las directrices recomendadas –y frecuentemente exigidas– por las instituciones internacionales a los actuales países pobres que pretenden desarrollarse son diferentes a las políticas e instituciones utilizadas por los actuales países desarrollados (que llamo «países centrales») en sus fases iniciales de desarrollo.
Desde la Inglaterra del siglo XIV hasta los países asiáticos recientemente industrializados del final del siglo XX, las economías en catching-up utilizaron con insistencia políticas industriales, comerciales y tecnológicas activas –mucho más allá de la simple protección arancelaria– para promover el desarrollo económico.2 Ha-Joon Chang (2004), después de realizar un minucioso análisis de las políticas y resultados alcanzados en las últimas décadas por países «exitosos», recuerda que «el problema común enfrentado por todas las economías en catch-up es que el paso para actividades de mayor valor añadido, que constituye la clave del proceso de desarrollo, no se da de forma espontánea». La razón es que existen discrepancias entre la ganancia social e individual de inversiones en las actividades de alto valor añadido –o industrias nacientes– y en esta fase se hacen necesarios mecanismos para socializar el riesgo de estas inversiones. Una gran multiplicidad de instrumentos de política pública fue y puede ser usado. Los países exitosos son, típicamente, los que se mostraron capaces de utilizarlos y adaptar el enfoque de sus políticas a las diferentes situaciones.
Es necesario destacar que los actuales países desarrollados acudieron activamente a políticas industriales, comerciales y tecnológicas intervencionistas con vistas a promover las industrias nacientes, muchos de ellos con más vigor que los actuales países en desarrollo. De esta forma, el paquete de «buenas políticas» actualmente recomendado, que enfatiza los beneficios del libre comercio y de otras políticas del laissez-faire, entra en conflicto con su experiencia histórica. Aquellas medidas que los países centrales quieren hoy que los grandes países periféricos no usen son precisamente las que funcionaron con ellos. Para Chang, los acuerdos de la Organización Mundial de Comercio (OMC) que restringen la capacidad de los países en desarrollo de colocar en práctica políticas industriales activas, no pasan de una versión contemporánea y multilateral de los «tratados desiguales» que Inglaterra y otros países centrales tenían como costumbre imponer a los países dependientes de la época. La desigualdad de ingresos aumentó y la prometida aceleración del crecimiento no se verificó, al contrario del período 1960-1980, en el cual predominaron las políticas «malas» y ocurrió el crecimiento de estos países. De esta forma, entre 1960 y 1980, el PIB per cápita de 116 países de su universo aumentó a un ritmo del 3,1 por ciento anuales, mientras que, entre 1980 y 2000, la tasa de crecimiento se redujo al 1,4 por ciento al año. Por lo tanto, los países en desarrollo crecieron mucho más rápidamente en el período en que aplicaron políticas llamadas «malas», entre 1960 y 1980, que en las dos décadas siguientes, cuando pasaron a adoptar las «buenas». Lo que la mayoría de las instituciones actualmente recomienda a los países en desarrollo como parte del paquete de «buena gobernanza» fue –en realidad– un resultado, y no la causa, del desarrollo económico de los países centrales. Para Chang, las instituciones «buenas» sólo produjeron crecimiento cuando se asociaron a políticas también «buenas», precisamente aquellas que la mayoría de los países actualmente ricos aplicaron cuando estaban en proceso de desarrollo, no las que actualmente recomiendan a los países en esa situación. Chang llegó a la conclusión de que «al exigir a los países en desarrollo niveles institucionales que ellos mismos no tenían cuando estaban en fases comparables de desarrollo, los países ricos están usando, efectivamente, dos pesos y dos medidas y perjudicándolos con la imposición de muchas instituciones que ellos no necesitan y las cuales no pueden sostener».
Sería necesario, de esta forma, un cambio radical en las condiciones que vinculan la ayuda financiera del Fondo Monetario Internacional (FMI), del Banco Mundial y de los gobiernos de los países centrales, y rescribir las reglas de la OMC y de otros acuerdos multilaterales de comercio, de forma tal que sea posible un uso más activo de instrumentos de producción de la industria naciente como las hoy execradas tarifas y los subsidios. Exigir apenas que se prohíba de forma uniforme a todos el uso de estos instrumentos puede perjudicar aún más a los países de la periferia, incapaces de competir en la mayoría de los productos que añaden valor. La tesis básica de Chang es permitir que los países en desarrollo adopten políticas e instituciones mas apropiadas a su fase de desarrollo, que crezcan más rápidamente, como de hecho ocurrió en las décadas de los sesenta y setenta.
La exigencia de renovación de la política sobre bases transnacionales
En función de los impasses configurados aquí, la política transnacional gana una nueva importancia a medida que puede pasar a ser una respuesta a la expansión de las fuerzas de mercado. Si es verdad que los Estados tienen reducidas alternativas de adaptación o resistencia, también es verdad que una federación de Estados puede recuperar y desarrollar el poder cooperativo de la política y conquistar en la economía mundial nuevas funciones y nuevas opciones para influir sobre los rumbos del equilibrio de poder.
Beck nos recuerda que las estrategias autárquicas del capital tienen como objetivo minimizar la independencia del mundo de los Estados. Sus objetivos son alcanzados por medio de tres movimientos de fusión: del capital con el derecho; del capital con el Estado; y de la racionalidad económica con la identidad personal. Las estrategias de autosuficiencia del capital se confunden con la experiencia mundial de la neoliberalización del derecho. Ellas son incompatibles con cualquier intervencionismo estatal. La opción-salida hace que se instaure una brutal competencia entre los Estados y le da a la economía mundial el poder de excluir. Sus principales estrategias son el control del espacio transnacional; el control de la innovación por medio de la ciencia y la tecnología; el incentivo a la especialización y a la tercerización para minimizar los costos globales; la edición del derecho transnacional y la sumisión de las colectividades a sus decisiones estratégicas.
La legitimación de este proceso es inducida por el «autoritarismo de la eficacia», una especie de autolegitimación que reposa en la racionalidad de los especialistas y en el poder de los medios de comunicación y de los poderosos. Eficacia y poder, aquí como sinónimos absolutos, tratan de imponer el poder normativo del «Estado» transnacional privado como fuerza de organización de la economía mundial. En la era global, este es el papel del FMI, del Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) y de la OMC, que tratan de consolidar el poder de los agentes económicos en el espacio transnacional. Pero si la autoridad privada sustituye o debilita la autoridad pública legitimada, no es apenas porque es más eficaz, sino porque da a estos poderosos actores un medio de legitimar sus intereses particulares sin tener que asumir las consecuencias públicas de sus actos, sin tener que buscar el complejo consentimiento democrático y sin los obstáculos que se imponen a la autoridad emanada de los Estados constitucionales, siempre obligados a renovar su legitimación. La responsabilidad final por las consecuencias sociales de estas acciones globales termina siendo del gobierno, que no previó, reguló o impidió. A lo que se está asistiendo por primera vez, recuerda Beck, «es al surgimiento de un Estado sin territorio, no político, sin opinión pública, un Estado sin sociedad, localizado en un no lugar, practicando una no política con la cual él restringe el poder de las sociedades nacionales fracturándolas a partir de su interior». En fin, se identifica en el escenario global una soberanía en formación perfectamente simétrica a la soberanía estatal, una nueva forma de organización no pública, de poder privado, que se impone a los Estados soberanos, una red de gobernanza supranacional de la economía, combinación política inédita que origina su flujo de legitimación en la autoridad privada. Se desarrollan, de esta forma, nuevos tipos de tribunales privados y organismos transnacionales de arbitraje, regidos por leyes privadas conocida como lex mercatoria.
Sin embargo, y paradójicamente, los intereses de la sociedad y el bien público pueden ser redinamizados gracias a los graves impasses causados por la experiencia de las crisis políticas actuales. La economía mundial y el mercado en general tienen necesidad de una nueva política de Estado que cree un cuadro de reglamentación fundamental a su funcionamiento, sobre todo para tratar con las anomalías y disparidades creadas por los agentes económicos privados. Esto podría ser resuelto con la fuerza legitimadora de una reorganización transnacional –aunque de carácter regional– democráticamente organizada y reintroduciendo el espacio de la mediación política en el cuadro global, ahora involucrando a ciudadanos y consumidores ligados por Internet.
Lo que puede fortalecer esta nueva concepción de poder es una curiosa coincidencia de intereses. Por lo que parece, la economía mundial no puede prescindir del Estado y de su política. Ella necesita un apoyo transestatal poderoso en el plan político mundial, capaz de imponer un ordenamiento y una aceptación sin la cual el poder de los actores transnacionales se complica. Aunque las estrategias del poder capitalista global generen la adecuada acumulación para mantenerlo en expansión –lo que parece ser el caso actual– ¿cómo tratar a los perdedores de la globalización y sus barricadas, con las continuas crisis en los grandes países periféricos y los fundamentalismos que proliferan por todo el mundo?
Los países de la periferia tratan de atraer los capitales con costos reducidos, menores controles y zonas de exención. La especialización se materializa por una reglamentación paradójica: abolición de las reglas. No se trata de una elección libre, sino de una especie de «elección de Sofía» –que se da visando el mal menor–, como se pudo comprobar al tratar el caso de la integración de México al Tlcan; en otras palabras, sin ella la situación mexicana podría estar aún peor. Se camina hacia una especie de proletarización de los Estados. La estrategia de inserción radical competitiva coincide con los intereses de las naciones ricas, que mantienen sus valores culturales y abren espacios para la mayor tasa de acumulación de sus capitales. Por este camino no parece que exista luz para la mayoría al final del túnel.
Las estrategias transnacionales de cooperación –que incluyen los acuerdos regionales de cooperación– pueden permitir el comienzo de un nuevo juego de poder. Gracias a su movilidad, las empresas están en condiciones de lanzar a unos Estados contra otros y debilitarlos. Esta estrategia, que tiene como objetivo aumentar la competencia entre actores privados y disminuirla entre Estados, tiene un precio elevado: restricción de la autonomía nacional y autodesnacionalización. La única forma de que los Estados reaccionen a este sistema de pérdidas crecientes es comprender el juego de las empresas e imitarlas. Esto sólo puede ser alcanzado con una cooperación interestatal, lo que exige una progresiva disolución de la unidad «natural» entre Estado y nación. La estrategia de transnacionalización exige una nueva política de fronteras, ligada por acuerdos complejos y jurídicamente limitantes. La economía se transformó y, en este comienzo de siglo XXI, pasó definitivamente de nacional a global; sin embargo la política, que define la legitimidad, se mantiene territorial y prisionera de sus características nacionales. La soberanía política es siempre entendida en su contorno nacional, determinando la forma como se ven las relaciones internacionales de cooperación. La cooperación entre las naciones ya no puede ser pensada y desarrollada como una cooperación internacional, sino transnacional. No se puede redinamizar la política en el espacio nacional sin abandonar el estrecho campo nacional. En la estrategia cosmopolita la idea es abrir, reavivando más las tradiciones nacionales para el cosmopolitismo. El ejemplo más radical de cooperación transnacional es la Unión Europea (UE). Abarcando ahora a países que suman el 34 por ciento del PIB mundial, este proyecto histórico dio pasos muy osados al traer al interior de su sistema a los países más pobres del Este, incorporando de esta forma la periferia al centro. A partir de ahora, el destino político de la nueva UE parece depender, entre otros, de los siguientes factores: el éxito de su osada expansión hacia el Este y la competencia para afirmar una determinada independencia en relación con el ejercicio hegemónico unilateral norteamericano.
Los 10 nuevos países incorporados son relativamente pobres –su poder de compra (PPP)3 medio es cuatro veces menor que el de los otros países de la UE– y cuentan con mano de obra barata y razonablemente calificada. Ellos trajeron al bloque un aumento del 28 por ciento en población, pero apenas un 5 por ciento en PIB. Se trata de una acción estratégica compleja. Como la inclusión de estos países vino acompañada de severas restricciones iniciales al movimiento libre de trabajadores, las grandes corporaciones europeas estarán más estimuladas al establecimiento de partes de sus producciones en estos países, en un ambiente de negocios más «familiar» que el de la distante opción china. Con esto aumentarán las presiones para la revisión de la legislación laboral en los países de Europa, considerada por el sector empresarial como arcaica y no competitiva. Aun así –si fuera exitosa la gigantesca tarea constitucional que falta terminar– la asunción del Este significará que, en algún momento del futuro, el problema del desempleo en la República Checa, por ejemplo, no será más apenas checo, sino europeo. Igual será entre los diferentes países de la comunidad para cuestiones que, en el mundo global, están hoy claramente por encima de las posibilidades de los países aislados: el equilibrio de fuerzas con el capital, la cuestión de las drogas, el terrorismo, la inmigración ilegal y tantas otras. Recordemos que la nueva Constitución de la UE tendrá que ser ratificada por 25 países, muchos de los cuales serán obligados a realizar referendos populares, en medio de presiones para el establecimiento de un esquema alternativo de amplia geometría variable que pueda suavizar los rigores de la pérdida de las autonomías nacionales. Es probable, pues, que surjan resistencias con propuestas de un menú amplio de políticas de adhesiones que irían desde la moneda común, política fiscal única y ejercicio europeo, hasta el movimiento libre de bienes y servicios, a criterio de cada país. Aun así, existen muchas probabilidades de que se consiga avanzar en dirección de un espacio político europeo que cree, más allá del segundo mercado del mundo, un poder político innovador y capaz de reequilibrar el actual ejercicio unipolar norteamericano y de las fuerzas negativas del capitalismo global.
En el caso de América Latina, aún deberá realizarse un intento serio de estrategia transnacional de cooperación. Sus bloques regionales nunca fueron más que caricaturas limitadas a uno u otro acuerdo comercial. La integración de México al Tlcan produjo los decepcionantes resultados ya relatados en este texto; además, las tensiones actuales sobre el flujo inmigratorio mexicano en EE UU –exacerbadas después del ensayo de S. Huntington y la polémica desencadenada con Carlos Fuentes y otros intelectuales latinoamericanos– hacen evidente la clara radicalización de las asimetrías contenidas en ella. Sin embargo, a pesar de que el Tlcan concentra el 92 por ciento del PIB del continente, sólo la mitad de su población reside en él. América Latina y el Caribe (incluyendo a México) concentran el 62 por ciento de la población continental y apenas el 13 por ciento de su PIB, mientras que América del Sur tiene el 7 por ciento del PIB y el 42 por ciento de la población total. Finalmente, los países del Mercado Común del Sur (Mercosur) cuentan con el 5 por ciento del PIB continental y el 26 por ciento de todos los habitantes. Estos números muestran que tanto América Latina y el Caribe (527 millones de habitantes –PIB 1.700 millones de dólares) como América del Sur (360 millones de habitantes –PIB 900.000 millones de dólares) concentran una masa crítica de población significativa como segmento de mercado mundial, ya sea como consumo o como mano de obra.
Sin embargo, cada uno de estos países aisladamente restringe mucho su poder y puede más fácilmente caer en la trampa de la especialización competitiva y de la guerra de precios relativos, tan al gusto de la lógica de las corporaciones transnacionales. Por otra parte, juntos ellos pueden tener buenas oportunidades de conducir términos de negociación más favorables y tratar mejor con sus complementariedades y sinergias. Seguramente América del Sur tendría condiciones más favorables para ello, comprometida con un Mercosur refundado y ampliado, si hubiera un convencimiento por parte de la sociedad civil y de la clase política de las ventajas concretas de una integración efectiva, al estilo de la UE, empezando por una verdadera harmonización de políticas económicas y sociales. A final de cuentas, el esfuerzo de tantos años –que había transformado al Mecosur en un aparente caso de éxito mundial de un regionalismo abierto, aumentando su comercio entre países de 4.000 a 21.000 millones de dólares anuales entre 1990 y 1998– se desmoronó con los sucesivos choques del cambio brasileño y argentino a partir de 1999. Más del 60 por ciento de ese éxito se debía a cambios dentro de la matriz intraindustrial de las grandes corporaciones globales, apostando a un crecimiento del mercado interno regional y aprovechándose de sinergias contenidas en la lógica de la especialización y la complementariedad del bloque. Esto presuponía el mantenimiento de precios relativos estables, lo que se perdió con la turbulencia del cambio. Actualmente, el Mercosur regresó a un nivel «antiguo» de cambio de «especialidades» y perdió su vitalidad, demostrando la necesidad imperiosa de políticas macroeconómicas comunes, ampliación geográfica y decisiones estratégicas amplias profundamente comprometidas con la visión transnacional, para que los acuerdos regionales puedan ser eficaces.
En este nuevo espacio público transnacional que será explotado, la sociedad civil y las ONGs deben jugar un rol fundamental. Estos nuevos actores introducen cambios sustanciales en la cultura política, ya que en tesis no aspiran más a su incorporación al Estado y defienden un nuevo modelo de acción colectiva, ligado a criterios territoriales y temáticos. Algunos de estos movimientos procedentes de la sociedad civil se convirtieron en referencias globales de protección de valores universales y son referencias simbólicas para los jóvenes, como es el caso de Greenpeace y de Amnistía Internacional. Sin embargo, el rol de las ONGs nunca será de sustituir al Estado, sino desafiarlo y ampararlo en la búsqueda de sus nuevos papeles, esenciales para el equilibrio de poder global.
La óptica transnacional propuesta aquí debe ser considerada más como otra ganancia de poder estratégico que como una cuestión moral o de avance de la racionalidad. Beck recuerda que, sometido a las fuerzas globales, quien sólo piensa en términos nacionales pierde. La apertura transnacional permite dividir costos y utilizar nuevas posibilidades e instrumentos que pueden aumentar el poder del espacio público en el juego global. Este alargamiento ofrece nuevos recursos de poder dentro de la propia esfera nacional, pues el juego de muchos niveles de la política cosmopolita deja a sus actores en posición de superioridad frente a los acontecimientos del juego nacional. Los mayores desafíos, sin embargo, estarán relacionados con la asunción de responsabilidades globales por la pobreza y por la exclusión, y por sus complejas consecuencias referentes a la consolidación de la legitimidad democrática de la nueva lógica. Es lo que podrá ocurrir ahora en la UE, donde –como ya observamos– la población de los países pobres del Este tendrá el 28 por ciento de los habitantes (y, por lo tanto, de los votos en el concepto democrático pleno) con apenas el 5 por ciento del PIB y, aun así, tendrá que tratar con limitaciones significativas de tránsito libre en el mercado de trabajo. En el caso de América del Sur, además del gran desafío de la homogenización de políticas macroeconómicas sería fundamental evaluar a fondo los resultados de una apertura general del mercado de trabajo y avanzar hacia medidas integradoras amplias como el reconocimiento multilateral de los diplomas universitarios y proyectos económicos comunes de varios contenidos.
El cambio de perspectiva que proponemos aquí para la reflexión pretende ser profundo y amplio; tiene como objetivo explotar un nuevo espacio transnacional de acción y poder en un mundo de fronteras porosas, donde un país de la región puede involucrarse en la política interna del otro, garantizada la reciprocidad dentro de reglas comunes preestablecidas. Este nuevo orden político y jurídico necesitaría ser considerado como una nueva unión institucional entre el Estado y la sociedad civil y podría pasar a ser una amplia fuente de nuevas legitimaciones, inclusive para el uso de medios militares para amenazas consideradas comunes (crimen organizado, terrorismo, narcotráfico, etc.). Recordemos que un grupo transnacional disocia la soberanía del derecho de las fuerzas a las cuales esas naciones estaban subordinadas y pasa a compartir una nueva soberanía jurídica, vinculándola a un conjunto de Mínima Moralia de validez común.
Síntesis conclusiva
El discurso hegemónico neoliberal del período posterior a la Guerra Fría generó la aplicación de un recetario de políticas públicas y económicas cuyos resultados en América Latina –más allá de la ayuda en el control de las situaciones hiperinflacionarias en Brasil, en Argentina y en Perú– fueron decepcionantes. La consecuencia de estas políticas fue un aumento significativo de la exclusión social, en medio de una sucesión de crisis que afectó una parte sustancial de los grandes países de la periferia. Al mismo tiempo, la marcha acelerada de la globalización constreñía progresivamente el poder de los Estados nacionales, subordinándolos a metas monetarias rígidas que les impidieron practicar los principios keynesianos en vigor en la mayor parte de la segunda mitad del siglo pasado.
Sería correcto afirmar, pues, que la década de los noventa y el comienzo de los años dos mil terminaron constituyéndose en un nuevo «período perdido» en la economía latinoamericana. A pesar de la alegada fuerte «modernización» de los países latinoamericanos, persiste en la región un cuadro grave y creciente de exclusión económica y social y un continuado aumento de los niveles de desempleo y la informalidad en el mercado de trabajo, incrementando los índices de marginalidad y violencia. Los más jóvenes, entre los cuales las tasas de desempleo crecieron significativamente, se exponen progresivamente a situaciones críticas de supervivencia que los convierten en un «ejército industrial de reserva» del crimen organizado, transformando a América Latina en la segunda región de mayor criminalidad y la primera en desigualdad de ingresos en todo el mundo. La continua generación de «nuevos pobres» ha creado una onda de inmigración sin precedentes en estos países, incluyendo a individuos de la clase media. Las elevadas tasas de desigualdad afectan a toda la sociedad, al reducir la posibilidad de ahorro nacional y el tamaño del mercado interno, haciendo imposible la producción en escala, estimulando el populismo y contribuyendo para efectos perversos sobre la gobernabilidad democrática, el clima de confianza y el capital social. Está caracterizado, pues, un impasse para el cual el discurso hegemónico de las instituciones internacionales y de las naciones centrales no da la solución.
En realidad, los años más recientes colocaron en pleno vigor una nueva lógica global. Ella introduce inmensos desafíos en la práctica de la política mundial y tiene características muy complejas. Tratar de enfrentarlos significa aceptar, como primera condición, el hecho de que estamos definitivamente insertados en la realidad global; y que ella, muchas veces, tiene trazos perversos. La globalización contemporánea es una fuerza normativa que impone directrices y políticas. Se exige que los Estados nacionales sean minimalistas, que su autonomía se reduzca a la aplicación de las normas neoliberales. Por otra parte, se desregulan los mercados, se privatizan los servicios públicos y se observa un progresivo deterioro del cuadro social, lo que –paradójicamente– requiere un Estado fuerte y un aparato regulador muy eficiente.
El hecho es que participar en las cadenas productivas no es más una opción, pasa a ser una obligación impuesta por la lógica global. Quedar fuera de ellas es aún peor. Sin embargo, al contrario del trabajo, cuya movilidad legal continúa ligada geográficamente a los países de origen, las grandes corporaciones y el flujo de capitales circulan libremente por el espacio mundial, estimulando la competencia y lanzando a unos países contra otros con la constante amenaza de ejercer la opción salida: «no invierto» o «me voy». Los países de la periferia, en la intensa disputa por capital e inversiones internacionales, son obligados a bajar cada vez más los costos de sus factores de producción para atraer partes de las cadenas productivas de las grandes corporaciones transnacionales; la competencia depredadora derivada paga un alto precio con la reducción progresiva de márgenes de acción, erosión de la soberanía nacional y de las condiciones de gobernabilidad. Los Estados ahora son obligados a compartir con los actores económicos las antiguas soberanías. Estos últimos, usando siempre la opción-salida como arma y amparándose en el lema «no hay alternativas», llevan a muchos Estados a aproximarse cada vez más de los intereses del régimen neoliberal. Con esto las empresas transnacionales pasan a tomar decisiones casi políticas. Gobiernos y opinión pública se van transformando en espectadores y la legitimación democrática se va debilitando. La sociedad civil, el tercer actor de este nuevo meta-juego global, queda restringida a resistencias aisladas y a la acción de las ONGs y de los movimientos sociales; sin embargo, aunque hayan avanzado bastante, estos movimientos aún quedan sin saber a quién reivindicar y cómo influir en la alteración más amplia del proceso global y nacional, que conduce a progresivas asimetrías, aumento de la pobreza y concentración de ingresos y poder.
Son las grandes corporaciones las que definen la dirección de los vectores tecnológicos, la distribución mundial de la producción y los productos que serán considerados como objetos de deseo. Sin embargo, el trabajo es el mayor perjudicado en el predominio de los nuevos dinamismos globales. Los procesos radicales de automatización y de las nuevas tecnologías de la información reducen empleos y aumentan la informalidad por medio de una intensa tercerización de procesos de producción. En el caso de América Latina, hasta México –que había defendido intensamente la idea de que su frontera porosa con el gigante americano y la integración al Tlcan lo harían avanzar en la cuestión social– se desilusiona ahora al ver que una parte significativa de los empleos que sus maquiladoras generaron comenzaron a desviarse para China. El propio Banco Interamericano de Desarrollo (BID) empieza a dudar de si la integración comercial ayudó, ya que prácticamente todos los indicadores sociales en el período 1994-2002 empeoraron en México.
Una de las causas relevantes de este difícil cuadro es que los países centrales insisten en prohibir que los grandes países periféricos usen precisamente las mismas políticas que funcionaron con ellos en el pasado, cuando los ayudaron a transformarse en países ricos. Los actuales acuerdos y reglamentos comerciales internacionales restringen la capacidad de los países en desarrollo de poner en práctica políticas industriales activas, y no son más que una versión contemporánea y multilateral de los «tratados desiguales» que Inglaterra y otros países centrales tenían como costumbre imponer a los países dependientes de la época. Esta puede ser una de las principales razones por las cuales los países periféricos crecieron mucho más rápido en el período en el que aplicaron políticas actualmente consideradas como «malas», entre 1960 y 1980, que en las dos décadas siguientes, cuando pasaron a adoptar las consideradas «buenas» por el discurso dominante.
Frente a este impasse que impide la disminución de la pobreza mundial y la recuperación del crecimiento de los grandes países de la periferia –avances importantes inclusive para el refuerzo del propio dinamismo de acumulación capitalista–, ¿qué caminos pueden ser propuestos? El primero de ellos es el mantenimiento de una dura lucidez sobre las lógicas y fuerzas en juego; y el restablecimiento, dentro de los estrechos límites de lo que permite esta relación de fuerzas, de políticas públicas autárquicas que amenicen un poco los efectos negativos de este nuevo juego global. Esto implica, entre otras medidas, la permanente búsqueda de adición de valor a la producción local por medio del desarrollo de normas tecnológicas originales y constante mejoría de eficiencia operativa. Sin embargo, frente al tamaño de las asimetrías y de las fuerzas negativas generadas por el juego de mercado, estas medidas no son suficientes. Otro camino que necesariamente deberá seguirse simultáneamente con el primero es la asunción de políticas transnacionales. En realidad, el poder privado sustituye o debilita la autoridad pública no sólo porque es más eficaz, sino por crear un medio de legitimar sus intereses particulares sin tener que asumir las consecuencias públicas de sus actos y de buscar el complejo consentimiento democrático. Se trata, como ya explicamos en este texto, del surgimiento de un Estado privado sin territorio, no político, sin opinión pública, un Estado sin sociedad, practicando una «no política» con la cual fractura el poder de la sociedad civil. Sin embargo, paradójicamente, la propia economía mundial y sus actores globales tienen la necesidad de una nueva política de Estado que cree un cuadro de reglamentación democrática legitimadora de su funcionamiento, usando al Estado democrático y su política como forma de equilibrar el sistema global. Aunque las estrategias del poder capitalista global continúen manteniendo eficazmente la adecuada tasa de acumulación, los perdedores de la globalización, alimentados por las crisis continuas, seguirán cuestionándolas, dando apoyo al radicalismo fundamentalista.
La única forma de que los Estados reaccionen a estas pérdidas crecientes de autonomía es entender el juego de las empresas e imitarlas en la agresividad y en la escala, para poder tener peso de negociación suficiente. Es en este contexto donde tiene que ser desarrollada la cooperación entre las naciones, y no en un esquema de referencia internacional, sino transnacional. El ejemplo más radical de cooperación transnacional para la definición de un bloque de poder sinérgico es la Unión Europea. Esta acción estratégica compleja, que se afirmó con la incorporación de los países pobres del Este, camina, con las dificultades previsibles, hacia una Constitución que ahora establece una amplia política común. El mismo principio podrá servir para los otros países de la comunidad mundial que quisieran enfrentar los peligrosos desafíos del mundo global, claramente por encima de las posibilidades de las naciones aisladas, como el equilibrio de fuerzas con el capital y las grandes corporaciones, la cuestión de las drogas, el SIDA, el terrorismo, la inmigración ilegal, el problema de las patentes, etc.
En el caso de América Latina, aún hay que realizar un intento serio de estrategia transnacional de cooperación. Sus bloques regionales nunca fueron más que caricaturas limitadas a acuerdos comerciales tímidos y llenos de excepciones. El Mercosur, su experiencia más relevante, se deterioró a partir de las crisis e inestabilidades del cambio de Brasil y Argentina, socios que cuentan con el 97 por ciento del PIB del bloque y cuyo comercio regresó actualmente al pequeño nivel de las especialidades asimétricas. Sin embargo, América del Sur, por ejemplo, con sus 360 millones de habitantes y 900.000 millones de dólares de PIB, concentra una masa crítica de población significativa del mercado mundial, ya sea como consumo o como mano de obra. Pero cada uno de sus países aisladamente –inclusive los siete mayores, donde está concentrado el 87 por ciento del PIB subcontinental– tendrá siempre un poder muy restringido y estará fácilmente expuesto a la trampa de la especialización competitiva y de la guerra de precios relativos, tan al gusto de la lógica de las corporaciones transnacionales. Juntos, ellos podrían tener buenas oportunidades de conducir negociaciones más favorables y tratar mejor con sus complementariedades y sinergias.
Es claro que este razonamiento puede ser aplicado, inclusive con más vigor, a América Latina en su conjunto. Sin embargo, para que los acuerdos regionales puedan ser eficaces, estos países tendrán que arriesgarse a caminar hacia políticas macroeconómicas comunes, y decisiones estratégicas amplias, profundamente comprometidas con la visión transnacional. Esto significa aceptar ceder de hecho en la soberanía nacional tradicional en favor de todos y practicar un activo «recibe allá y da aquí» en el campo de las concesiones y consolidaciones que permita consolidar condiciones de ejercicio de un poder global mínimamente compatible con el tamaño de las fuerzas en juego. Es claro que siempre habrá posibilidades de múltiples acuerdos bilaterales o de la formación de bloques de interés ocasionales de geometría y duración variables, articulados en el nivel del G-Rio, G-20 y otros alineamientos cuyos países tengan tácticas o estrategias que se aproximen temporalmente en función de las particularidades de sus intereses. Es el caso del bello ejemplo de las articulaciones exitosas entre Brasil, África del Sur e India sobre la cuestión del combate al SIDA que, bajo una presión articulada de la sociedad civil y de los Estados, forzó a las corporaciones transnacionales a realizar un acuerdo que claramente benefició a todos. Estas alianzas deben ser explotadas al máximo, pero la duración de ellas tiende a ser temporalmente limitada y ocasional.
La óptica transnacional permite una ganancia de poder estratégica en la posibilidad de dividir costos y utilizar nuevos instrumentos que puedan aumentar el poder del espacio público en el juego global. Esta ganancia de poder permitiría la asunción de responsabilidades comunes por la pobreza y por la exclusión y por sus complejas consecuencias relativas a la consolidación de la legitimidad democrática de la nueva lógica; y obligaría a un nuevo arreglo institucional entre el Estado y la sociedad civil que puede constituirse en una amplia fuente de nuevas legitimaciones, inclusive para el capital y para medidas que tengan como objetivo la seguridad interna y externa.
En el análisis de las posibilidades de materialización de espacios públicos transnacionales de países de la periferia, a partir de una profunda articulación y de una alianza estratégica estable entre bloques de naciones, la sociedad civil es fundamental. Sin embargo, aunque sea un agente muy activo de poder –aquel que podrá decir no voto o no compro– la sociedad civil no es propiamente la respuesta, sino el inductor y el responsable de hacer viables las acciones políticas que los gobiernos tendrán que asumir. La emergencia de su más visible y actuante agente actual –las ONGs– se debe, antes de todo, a su capacidad de influir en los medios de comunicación y la sensibilidad social con sus causas, dándoles apoyo y respaldo social. Ellas provocan en el espacio público procesos de articulación de consensos normativos y de reconstrucción reflexiva de los valores y disposiciones morales que orientan la convivencia social. Las ONGs pretenden tratar con consensos emergentes, no con intereses. Se proponen promover y representar a estos consensos. Y esperan que su legitimidad llegue por surgir de la vida cotidiana y comunitaria de la sociedad, sin manipulación o artificialismo. Pero ¿cómo sustituir el espacio y la acción pública por un conjunto de asociaciones que tienen demandas y objetivos particulares, que compiten por recursos públicos escasos contando con recursos mediáticos a veces poderosos, pero necesitan del arbitraje de una instancia superior que pueda definir prioridades y adecuaciones mediante algunos principios generales ampliamente aceptados? Para ello sería necesario introducir en estas nuevas organizaciones la dimensión universal: o sea, traer a su interior el conflicto, las grandes divisiones de la sociedad, los cribos principales que dividen, jerarquizan, estructuran, discriminan y privan. De esta forma, el papel de las ONGs y de la sociedad civil nunca podrá sustituir al Estado, sino constituir un tercer actor vital para desafiarlo y ampararlo en la búsqueda de sus nuevos papeles, esenciales para el equilibrio de poder en el nuevo juego global.
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NOTAS:
*Ensayo preparado para el grupo de reflexión de alto nivel del Grupo de Río (G-RIO) (Brasilia, agosto de 2004).
1 Estos períodos fueron escogidos porque, como puede constatarse en el cuadro 1, identifican con claridad el momento a partir del cual la apertura económica en América Latina ocurrió con más intensidad. De esta forma, el período 1989-2002 puede ser clasificado como el de «postapertura» y el período 1977-1988 sirve de referencia como «preapertura».
2 En el caso de América Latina, es oportuno registrar la influencia de las teorías de la Cepal, por medio de Raúl Prebisch y Aníbal Pinto, sobre las políticas activas de desarrollo de países del continente llevadas a cabo en el tercer cuarto de siglo.
3 Purchase Power Parity: índice verificado por el Banco Mundial para hacer más comparables valores añadidos macroeconómicos como PIB e ingresos.