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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.23 n.61 Caracas ene. 2006

 

Las políticas regionales en América Latina y los países andinos: un análisis comparativo*

EDGARD MONCAYO JIMÉNEZ

 


* Este estudio se beneficia de trabajos previos elaborados por el autor para el Ilpes/Cepal y la Secretaría General de la Comunidad Andina.



Resumen
La crisis del Estado keynesiano de bienestar en los años setenta del siglo pasado marcó un cambio profundo en la naturaleza de las políticas regionales que venían practicándose desde la posguerra, tanto en los países avanzados como en América Latina. De intervenciones proactivas y dirigistas (top down) –con énfasis en la corrección de las disparidades regionales– se pasó a enfoques descentralizados (bottom up), mediante estímulos selectivos y estratégicos, para promover el potencial endógeno de las economías regionales y locales. En este trabajo se presenta un análisis histórico de dicha evolución y una visión comparativa de las nuevas orientaciones de sus políticas territoriales en el ámbito de los países andinos.

Palabras clave
Políticas territoriales / Descentralización / Desarrollo económico regional y local

Abstract
The crisis of the Keynesian Welfare State that took place in the seventies of the last century determined a deep change in the nature of the regional policies that had been in practice since the post-war, both in the developed countries and Latin America. Hence, proactive and top down interventions were replaced by decentralized (bottom-up) approaches seeking –trough strategic and selective instruments– the promotion of the endogenous potential of regional and local economies. For the particular case of the Andean countries, this paper presents a historical analysis of such evolution and a comparative view of the new orientations of its territorial policies.

Key words
Territorial policies / Decentralization / Regional and local economic development.

El estudio de las políticas públicas no es otra cosa que el estudio de la acción de las autoridades públicas en el seno de la sociedad. ¿Qué producen quienes nos gobiernan, para lograr qué resultados, a través de qué medios?

Ives Meny y Jean Claude Thoening

RECIBIDO: OCTUBRE 2005 ACEPTADO: ENERO 2006


Introducción
Las políticas públicas, entre las cuales se cuenta la regional, han evolucionado pari passu con el papel asignado al Estado en la conducción del proceso de desarrollo. Como bien dicen I. Meny y J.C. Thoening (1992:17): «Las políticas públicas no se producen en el vacío: no sólo nos informan del ambiente socioeconómico, sino también del Estado. Más que las recetas de gobierno (como algunos habían podido creer), son los indicadores de la naturaleza y del funcionamiento de la máquina gubernamental». Estos autores ofrecen igualmente una definición que es una buena síntesis de la abundante literatura sobre este tema: «Una política pública se presenta bajo la forma de un programa de acción gubernamental en un sector de la sociedad o un espacio geográfico» (ibíd., p. 130).
    Desde la segunda posguerra hasta mediados del decenio de los setenta del siglo pasado (el período de los «treinta gloriosos»), cuando el Estado keynesiano de bienestar (EKB) estaba en pleno ascenso y consolidación, las políticas públicas eran de corte intervencionista, dirigista y formuladas con un enfoque arriba-abajo (top down). Es decir, su ejecución se llevaba a cabo como una secuencia lineal que descendía del centro a la periferia.
    La crisis simultánea de la economía mundial y del EKB en los años setenta determinó el tránsito hacia un accionar del Estado caracterizado por el repliegue a ciertas funciones básicas y la descentralización de competencias a las órbitas subnacionales (Strange, 1996). En esta nueva fase, cuyo advenimiento se produce en el contexto de profundos cambios estructurales del capitalismo occidental (posfordismo y globalización), el Estado asume las características de lo que Bob Jessop (1999) llama «el Estado shumpeteriano de trabajo» (ETS).
    Pero, mientras que los objetivos del EKB con respecto al sistema económico eran promover el pleno empleo de una economía nacional relativamente cerrada y generalizar los estándares de consumo masivo por medio de los derechos sociales, los objetivos del EST son sintetizados por Jessop así: «La promoción de innovaciones de productos, de procesos organizacionales y de mercados; el mejoramiento de la competitividad estructural de las economías abiertas, principalmente mediante la intervención en el lado de la oferta y la subordinación de la política social a las exigencias de flexibilidad del mercado de trabajo y la competitividad estructural» (ibíd., p. 66).
    En suma, los rasgos específicos del ETS son el interés de promover la innovación y la competitividad en el campo económico y la flexibilidad en el social. Es decir, así como el EKB era la forma de regulación más apropiada para la reproducción ampliada del capitalismo fordista, el EST resultaría ser el armazón político más funcional al posfordismo.
    En el tránsito del EKB al EST, las políticas públicas, como la industrial y la regional, se desvanecieron o en el mejor de los casos cambiaron sustancialmente de carácter. En el presente estudio se ofrece, en primer instancia, una visión en perspectiva histórica comparada de las políticas regionales en los países avanzados y en los latinoamericanos desde los años cincuenta hasta el presente, y en segundo lugar una primera aproximación, también comparativa, de la evolución y de las nuevas orientaciones de la política regional en los cinco países andinos.
    El concepto de política regional tiene dos acepciones no excluyentes entre sí: a) conjunto de medidas orientadas a reducir los desequilibrios o disparidades interregionales en términos de ingreso, buscando a menudo reorientar la distribución espacial de las actividades económicas, y b) esfuerzos internos de regiones individuales para superar problemas de atraso o declive económico (Pujadás y Font, 1998).
    La primera aproximación, que es la clásica, persigue –por razones de eficiencia y de equidad– garantizar el crecimiento cohesionado de la economía nacional y lleva implícito un énfasis en el apoyo a los territorios más atrasados. La segunda, que en el medio anglosajón se conoce como regional planning y en el francés como aménagement du territoire, busca realizar las potencialidades propias de cada región en particular, con independencia de su posición relativa en el escalafón nacional.
    El análisis que se realiza en el presente trabajo está más sesgado hacia la primera de dichas aproximaciones, pero inevitablemente contiene referencias a la segunda, en la medida en que las dos han coexistido en las distintas fases que se consideran en el estudio, y tienden a imbricarse cada vez más hacia el futuro.

Las políticas regionales en los países desarrollados
Siguiendo a autores como Juan R. Cuadrado-Roura (1988-1995) y A. H. J Helmsing (1999), en la trayectoria de las políticas regionales practicadas en los países desarrollados pueden distinguirse dos grandes fases que coinciden con las de ascenso y declive del Estado de bienestar mencionadas supra.
    Como ya se señaló, la «división de aguas» está marcada por la confluencia en los años setenta de profundos desajustes en la economía mundial y la crisis que sufrió el papel del Estado en la búsqueda de la economía del bienestar. En esta coyuntura, es claramente observable la transición de las políticas regionales de arriba-abajo de corte keynesiano –con énfasis en la demanda y en la corrección de las disparidades interregionales– hacia los enfoques abajo-arriba (bottom up), de carácter descentralizado y orientados a promover las potencialidades endógenas de las economías regionales y locales.

Las políticas e instrumentos de desarrollo regional hasta los años setenta
Desde los años cincuenta hasta los setenta, el rasgo más definitorio de las políticas regionales aplicadas en los países avanzados era el acento en la intervención activa del Estado central, dirigida a reducir las disparidades interregionales. Este objetivo se consideraba deseable tanto por razones de eficiencia macroeconómica (pleno empleo e impulso de la demanda agregada) como de equidad interterritorial.
    La justificación teórica de tales enfoques se encontraba en conceptualizaciones como las de Gunnar Myrdal (1957) y Nicholas Kaldor (1957), François Perroux (1955) y J. R. Boudeville (1968), y Paul Rosenstain-Rodan (1943). Las primeras explicaban los mecanismos concentradores de la inversión en unos determinados emplazamientos, con la correlativa marginación de otras localizaciones. Las segundas aconsejaban concentrar las inversiones en unos polos con capacidad de irradiar efectos de arrastre a todo el territorio nacional. Con una racionalidad similar, la teoría del «gran empujón» (big push) abogaba por la concentración de los recursos escasos en unos grandes proyectos seleccionados.
    Característicos de la fase activista eran instrumentos como los polos de desarrollo, el desarrollo integral de regiones con características biogeográficas o socioeconómicas especiales, y la planeación comprensiva del territorio. Se agregan a dicho repertorio inversiones directas del Estado a través del establecimiento de empresas públicas en las regiones, provisión de infraestructura, incentivos y desincentivos para inducir la localización de la actividad económica, y políticas redistributivas del gasto público con criterio interregional.
    Cuadrado-Roura (1988:70) sintetiza el núcleo central de las políticas regionales intervencionistas de la siguiente manera: «El objetivo básico de la política regional debía ser, en consecuencia, reducir las disparidades interregionales tratando de impulsar el desarrollo de las áreas atrasadas y, en su caso, la recuperación de las que estuvieran en retroceso».
    No obstante que los énfasis estratégicos y la combinación de instrumentos variaron mucho de país a país, en las políticas implementadas en la práctica en los diversos contextos nacionales se pueden reconocer los denominadores comunes antes mencionados. Así, en un análisis realizado por la Delegación para la Ordenación del Territorio y la Acción Regional (Datar por sus siglas en francés) en 2003 sobre la evolución del aménegement du territoire en Francia, se caracteriza el período que va de los años cincuenta a principios de los setenta de la siguiente manera:

Este periodo es frecuentemente considerado como la edad de oro del ordenamiento territorial (…) estamos en presencia de una auténtica ambición nacional, aquella de la reconstrucción de Francia inmediatamente después de la guerra (…) bajo la influencia del general De Gaulle, se tenía la convicción de poder inventar un mundo nuevo sobre la base de la voluntad, la ambición y la creatividad (traducción libre del autor).

En el Reino Unido la Town and Country Planning Act de 1947 dio origen a un largo ciclo de intervenciones regionales que se prolongó hasta el advenimiento de la era Thatcher en 1979; en Italia se creó en 1950 la Cassa per il Mezzogiorno para promover el desarrollo del sur del país con base en la estrategia polos de desarrollo; y en España se incorporó el desarrollo regional como uno de los objetivos prioritarios del primer plan de desarrollo (1964-1967), que tuvo también los polos de desarrollo como su principal instrumento de política.
Según Tormad Hermansen (1977:73, 74):

Podemos entender por política del polo de desarrollo una política a largo plazo de intervención deliberada en el desarrollo espontáneo de fuerzas que tienden a crear y/o controlar los polos de crecimiento tanto en el espacio de organización industrial como en el geográfico (...) la política del polo de desarrollo puede seguirse en cualquier espacio económico aplicable, pero es en el geográfico –y en particular como medio de solución de problemas del desarrollo regional, tanto entre regiones como dentro de las regiones– donde se ha recibido con mayor beneplácito y se han hecho intentos por aplicarla.

    A escala comunitaria, la Comunidad Económica Europea (CEE) inició en 1975 una política regional orientada específicamente a la reducción de las disparidades económicas entre las regiones de los países miembros.
    De este lado del Atlántico, Estados Unidos hizo importantes contribuciones a la política regional en la fase que se ha venido analizando. Experiencias clásicas como la Tennessee Valley Authority (1933), la Appalachian Regional Commission (1965) y la New York Port Authority tuvieron una fuerte influencia en las prácticas europeas y latinoamericanas. Posteriormente, tomó impulso la planeación metropolitana (growth management), al punto de que para 1980 todas las áreas metropolitanas existentes en ese momento tenían mecanismos comprensivos de planeación regional, que contaban con el apoyo del gobierno federal. Dos de los casos más exitosos han sido los del Metropolitan Council for the Twin Cities of Minneapolis and St. Paul y el de la Bay Area, que comprende las ciudades de San Francisco, Oakland y San José en California (Wannop, 1995).
    Es importante anotar que durante los dos decenios en los que se aplicaron políticas regionales activas se verificó en varios países desarrollados un proceso de convergencia en el nivel de ingreso de sus territorios subnacionales. Este es el caso de los estados de la Unión Americana, de las prefecturas del Japón, de las provincias de Canadá, de las comunidades autónomas de España y de noventa regiones de Europa (Sala-i-Martín, 2000). También en Italia (Dunford, 2001), Francia (Catin y Van Huffel, 2003) y Suecia (Persson, 1994), entre otros países europeos, se han documentado procesos de convergencia en dicho período. Estos resultados pueden guardar relación con la eficiencia de las políticas intervencionistas, pero también pueden ser la consecuencia de los procesos de convergencia inducidos por las fuerzas del mercado que postularon las teorías neoclásicas del crecimiento.1
    Aunque es difícil separar los dos efectos anteriores a fin de evaluar la eficiencia de las políticas regionales, por lo menos es necesario reconocer que en el período que estamos analizando tanto la acción del Estado como el funcionamiento a largo plazo del mercado se movían en la misma dirección, para beneficio de una mayor equidad interterritorial.

Las políticas regionales en los países avanzados desde los años ochenta hasta el presente
El largo ciclo expansivo, llamado de los «treinta gloriosos» terminó abruptamente a principios del decenio de los setenta. Entre las razones que se han ofrecido están los choques petroleros de 1973 y 1974; la quiebra del sistema monetario basado en las instituciones de Bretton Woods; la caída de la productividad en los países motores de la economía mundial; la crisis fiscal de estos mismos países; cambios profundos en la matriz tecno-económica de los sistemas productivos y el inicio de una nueva fase de la globalización.
Sea cual fuere su última causa, el hecho es que la crisis de crecimiento de la primera mitad de los años setenta cambió para siempre la lógica de funcionamiento del Estado en el contexto del sistema capitalista: «El ‘dividendo del crecimiento’ que impulsó los programas sociales y las inversiones públicas en infraestructura en el periodo de posguerra había desaparecido» (Teitz, 1996). Así lo reconocía también la OECD (1981:5) cuando afirmaba que:

El crecimiento rápido de los programas sociales en los cincuenta y sesenta en los países de la OECD estuvo estrechamente asociado con tasas altas de crecimiento económico, y por lo tanto con la exitosa gestión económica de los países de la OECD. El declinante desempeño económico de estas economías desde principios de los setenta tenía que afectar la posterior expansión de dichos programas e inversiones y en ese sentido puso al Estado de bienestar en crisis.
 

    Las emergentes limitaciones del Estado central para adelantar políticas regionales top down indujeron la búsqueda de nuevos referentes y alternativas para el desarrollo regional. A partir de la constatación de que existían regiones como la Emilia-Romagna en el norte de Italia, Baden-Wurtemberg en Alemania y Flandes en Bélgica, con alto dinamismo económico y gran capacidad competitiva en el comercio internacional, se fueron elaborando conceptualizaciones teóricas que conducían a revalorizar el papel del potencial endógeno del crecimiento regional.
    Entre tales enfoques nuevos sobresale el de los distritos industriales o especialización flexible que formalizaron los economistas norteamericanos Michael J. Piore y Charles F. Sabel (1984) a partir de las investigaciones realizadas en el norte de Italia por varios sociólogos de este país. En esencia, según estas teorías, las regiones «ganadoras» deben su éxito a que cuentan con un sistema industrial basado en redes integradas por pequeñas y medianas empresas (CPyMEs) que compiten entre sí, al tiempo que aprenden unas de otras, e interactúan permanentemente con las instituciones locales, como asociaciones empresariales y universidades, para estar en capacidad de adaptarse con rapidez a los cambios de los mercados y las tecnologías.
    El concepto de especialización flexible implicaba, pues, el tránsito del sistema fordista, basado en grandes empresas con economías de escala y producciones masivas de bienes estandarizados dirigidos a mercados homogéneos, a un modelo posfordista caracterizado por PyMEs que manufacturan tirajes pequeños de productos hechos a la medida del cliente.
    La especialización flexible y los distritos industriales redefinieron el marco de referencia del desarrollo regional y dieron origen a la segunda generación de políticas regionales, cuya noción central era la competitividad de las regiones individuales basada en la movilización de sus capacidades endógenas de desarrollo e innovación. Según Helmsing (2003:7):

Una diferencia importante con las políticas de la primera generación es que el gobierno ya no está en el centro de la política. Mas bien el desarrollo industrial endógeno enfatiza los roles de la cooperación entre firmas, de los gremios industriales, de los sindicatos de trabajadores y del gobierno, para desarrollar en conjunto las habilidades, los recursos y las reglas de juego.

    De acuerdo con estos nuevos enfoques, la vieja política regional con su énfasis en la reducción de disparidades debe ser reemplazada por un modelo de pluralismo regional, en el cual cada región combine las tradiciones y las vocaciones de producción local con las tecnologías avanzadas más apropiadas a su situación.
    De esta manera, las nuevas políticas desplazan su atención desde el sector manufacturero tradicional hacia la innovación tecnológica, el sector de servicios avanzados y la infraestructura de telecomunicaciones e información, apelando a instrumentos como: cooperación y asociación entre firmas y creación de nuevas empresas; formación de recursos humanos locales; provisión de infraestructura de servicios tecnológicos; descentralización y desconcentración de las funciones estatales de promoción del desarrollo, y el correlativo fortalecimiento de los gobiernos locales.
    El concepto original de distrito industrial a la italiana ha evolucionado hacia las teorías de medio o entorno innovador, sistema regional de innovación, sistemas industriales regionales y regiones inteligentes, que en el último análisis se basan en la noción de interacción entre agentes públicos y privados, por un lado, y las instituciones y la cultura local, por el otro, para los propósitos de adaptar, generar y difundir innovaciones tecnológicas.
    Aunque a veces no preveen lineamientos explícitos de política, la fortaleza de los enfoques en mención está en su aproximación sistémica, es decir, en su énfasis en la racionalidad y eficiencia sistémicas en el uso de los recursos y en el manejo de las opciones existentes en un territorio. En este rasgo encuentra Helmsing (2003:34)2 la nota distintiva de lo que para él constituye una tercera generación de políticas. En sus términos:

Las políticas de tercera generación enfatizan la competitividad sistémica, mientras las políticas de segunda generación se orientan hacia las acciones de las firmas y la cooperación entre las firmas; así, las políticas de tercera generación enfatizan la importancia de las condiciones básicas. Estas últimas no sólo se refieren al marco macroeconómico, sino también a un conjunto de acciones del nivel meso (sectorial y local), reforzando la competitividad de los sistemas regionales de producción…

    En cuanto a los instrumentos de la tercera generación de políticas regionales, Mark Lorensen (1999) identifica los siguientes:
1. Educación y capacitación.
2. Promoción de la experimentación e innovación en las firmas y creación de nuevas.
3. Desarrollo de servicios de información para estimular el aprendizaje interactivo y orgánico entre firmas.
4. Intermediación para joint ventures.
5. Impulso a los sistemas de control de calidad.
6. Encadenamientos entre grandes empresas y Pymes.
7. Apoyo a centros de investigación e innovación.
8. Provisión de infraestructura de telecomunicaciones.
9. Promoción del capital social a través de la asociatividad.
    A este repertorio de instrumentos habría que agregar la promoción de clusters, entendidos estos como: «Redes no solo de firmas, sino de una amplia gama de otras organizaciones –incluyendo centros de investigación, institutos, universidades, instituciones financieras y agencias gubernamentales– todas las cuales se caracterizan por altos niveles tanto de competencia como de colaboración» (Raines, 2001).
    De este corte son las medidas de política regional que en la actualidad están adoptando las regiones «ganadoras» en los países avanzados. A este respecto, un estudio sobre la región de la Emilia-Romagna, por ejemplo, define las prioridades para este territorio así:

En este contexto, los factores claves de la competitividad son: capacidad de aprendizaje continuo, necesidad de un permanente mejoramiento de la calidad; innovación y capacidad de resolver problemas; respuesta rápida a las demandas del mercado, organización flexible pero dinámica; y estabilidad financiera de las firmas. Eso implica que las empresas en sistemas locales de producción deben ser también abiertas a recibir conocimiento de fuentes externas (…); la burocracia, los proveedores de servicios y de infraestructura deben ser eficientes y capaces de responder rápidamente a las demandas de las firmas (…) todo esto implica, a su turno, que la necesidad del aprendizaje continuo no es exclusiva de la actividad de la empresa sino que debe ser una característica de todas las instituciones y organizaciones que operan en la región (Russo et al., 2000).

    En la misma línea, en la estrategia de desarrollo de la región Yorkshire y Humber en el Reino Unido se plantean los siguientes objetivos (Gatto, 2001):
1. Hacer crecer las empresas de la región.
2. Aumentar la tasa de natalidad de las empresas.
3. Atraer más inversión.
4. Mejorar radicalmente la educación, el aprendizaje y las competencias.
5. Ejecutar programas de reconstrucción orientados hacia la comunidad.
6. Aprovechar al máximo los activos físicos y culturales únicos y conservar y mejorar los activos ambientales.
    Más allá de los instrumentos, un estudio comparativo sobre las políticas regionales de los Estados miembros de la Unión Europea (Yuill y Wishlade, 2001) revela, en cuanto a los enfoques de política, los siguientes elementos comunes:
1. Una tendencia al cambio del objetivo de la distribución de riqueza por el de creación de riqueza, con un creciente énfasis en la competitividad.
2. En consecuencia de lo anterior, una focalización en las regiones de mayor potencial, esto es, las áreas urbanas y las aglomeraciones que se consideran como los motores del desarrollo.
3. Una consideración creciente de los insumos del nivel regional en la elaboración y ejecución de las políticas, sin dejar de lado el papel del gobierno central, que es visto como vital para las acciones de coordinación, balance y equidad.
4. Un tránsito de las acciones sectoriales aisladas hacia enfoques integrados de amplio espectro.
    Adicionalmente, una tendencia digna de ser destacada es el reescalamiento del concepto de «ciudad» (city) como una órbita diferenciada de gobierno territorial, para reemplazarlo por el «ciudad-región» (city-region), con la idea, conforme a Andrew Jonas y Kevin G. Ward (2001), de que la región constituye el tamaño y la escala optima para que una masa crítica de organizaciones y actores económicos aprenda, innove y compita en la «nueva economía». Según estos autores (ibíd., p. 6, traducción libre del autor):

La premisa subyacente del «regionalismo competitivo» es que la economía global está construida alrededor de economías metropolitanas o regionales diferenciadas, que pueden consistir en clusters de actividades relacionadas e interdependientes o en aglomeraciones significativas de población y entes administrativos. Cada área metropolitana o ciudad-región debe encontrar su nicho en el mercado global y desarrollar clusters de actividades en las que pueda especializarse y competir. Cada cluster o aglomeración, a su turno, está caracterizado por un ambiente institucional distintivo, en el cual formas entrelazadas de organización económica están llamadas a conectar el cluster con otras redes y nodos de la economía global.

    El problema con las políticas de tercera generación, que son intensivas en información, conocimiento y tecnología (ICT), es que ellas emergen y son aplicadas en las regiones más avanzadas (core regions), en donde la trayectoria histórica y las especificidades sociales y culturales son por sí mismas factores determinantes. La preocupación que surge, por tanto, es hasta qué punto el paquete de políticas e instrumentos de última generación puede trasladarse a otros contextos.
    Siendo Silicon Valley en California y Ruta 128/495 en Boston los casos paradigmáticos de economías basadas en ICT, dicha preocupación llega al extremo de que en Europa se tengan dudas acerca de la posibilidad de emular con éxito la experiencia estadounidense (Tracey et al., 2002).
    Con todo, tanto individualmente como en el plano comunitario los países europeos han adoptado las políticas de segunda y tercera generación, pero sin abandonar –y esto hay que resaltarlo– de manera alguna el objetivo de reducir las disparidades regionales. Es que si bien en Europa ha habido un apreciable proceso de convergencia, los desequilibrios regionales siguen siendo significativos, y su eliminación –según la Comisión Europea– demandaría por lo menos dos decenios más.
    En EE. UU., frente a la ausencia de políticas federales para apoyar las regiones, los estados y las localidades han reforzado sus tradicionales esfuerzos de desarrollo económico, dándoles un carácter más proactivo y empresarial (Clarke et al., 1998). Puesto que desde los años ochenta el gobierno federal suprimió o transfirió los programas de apoyo a los estados, estos (y también las ciudades) están adoptando sus propias estrategias de desarrollo endógeno, en una transición que coincide con la delineada por Jessop (del Estado de bienestar keynesiano al Estado de trabajo shumpeteriano).
    Según Clarke y otros (ibíd., p. 51), el activismo económico estatal es más acusado en las áreas deprimidas por la desindustrialización, como los estados de los Grandes Lagos (Ohio, Michigan, Indiana, Illinois y Wisconsin) y los del medio este. El enfoque empresarial se caracteriza por:
1. Orientación proactiva, que consiste en el uso de estrategias más intervencionistas.
2. Selectividad, prioridad a los sectores y empresas de alta tecnología y a la investigación y el desarrollo.
3. Mejoramiento del clima empresarial, apoyo directo a las firmas y dotación de infraestructuras avanzadas.
4. Intervención en las condiciones del mercado, promoción de economías de aglomeración y alianzas público-privadas.
5. Apoyo a la inversión, incentivos financieros, tributarios y regulatorios.
    Desde otra perspectiva, un estudio comparativo sobre las experiencias de planificación regional en EE. UU. revela que los casos exitosos, como Oregon, tienen mucho que ver con factores políticos e institucionales relacionados con la presencia de instituciones regionales fuertes, consensos políticos estables, homogeneidad regional y policentrismo, y un proyecto regional ampliamente compartido (Wheeler, 1998).
    A juicio de A. Jonas y K.G. Ward (2001), la emergencia de la «ciudad-región» como el locus privilegiado de la política regional, que ellos identificaron en Europa, también se está produciendo en EE. UU.
Sobre la vigencia en el tiempo de las políticas de segunda y tercera generación Allen J. Scott (1998: 120) sostiene que:

… la visibilidad rápidamente ascendente de las agencias gubernamentales dedicadas actualmente a promover la competitividad regional a lo largo y ancho del mundo es mucho más que una simple ola pasajera. Por todas las razones aducidas, ello de hecho parece un síntoma temprano de lo que con toda probabilidad se va a convertir en una ola creciente en las décadas siguientes.
 

Las políticas regionales en América Latina
América Latina no ha escapado a los efectos de las transformaciones estructurales y a los cambios en la orientación de las políticas regionales reseñadas en las secciones anteriores. Aunque originadas –en su gran mayoría– en los países avanzados, dichas mutaciones han impactado directamente el desarrollo latinoamericano y han inducido respuestas de política que, por lo general, están en la línea de las tendencias internacionales dominantes.
    Al igual que en los países avanzados, las crisis internacionales del decenio de los setenta produjeron en América Latina cambios sustanciales en la lógica del accionar del Estado. Estas alteraciones se vieron reforzadas por la propia crisis latinoamericana de los años ochenta, que se originó en la acumulación de niveles insostenibles de deuda externa y determinó que, en balance, tal período fuese denominado por la Cepal «la década perdida».
    Por tal razón, en América Latina también hay lugar para distinguir dos períodos claramente diferenciados en cuanto a las políticas públicas: a) el que se extiende de la segunda posguerra hasta finales de los setenta y principios de los ochenta, y b) el que va entre este lapso y la actualidad.

El período años cincuenta-primera mitad de los ochenta
La protohistoria de las políticas regionales fue escrita por los esfuerzos en torno a la planificación de las cuencas hidrográficas, bajo el influjo de la experiencia de la Tennessee Valley Authority (TVA) en EE. UU. (iniciada en 1933). Siguiendo este modelo, en América Latina se desarrollaron, entre otros, los siguientes proyectos: Corporación del Santa (Perú, 1943), la Comisión de Papaloapán (México, 1947), la Comisión del Valle de San Francisco (Brasil, 1948), la Comisión Nacional de Rionegro (Uruguay, s.f.) y la Corporación del Valle del Cauca (Colombia, 1954), cuya creación fue asesorada por el propio David Lilienthal, director-fundador de la TVA.
    Pero no sería sino hasta los inicios de la década de los setenta que comenzarían a aplicarse políticas de desarrollo regional propiamente dichas, enmarcadas en planes y estrategias nacionales de desarrollo que típicamente respondían a las orientaciones del Estado keynesiano de bienestar (EKB). En la adopción de los modelos de desarrollo de este corte jugaron un papel importante los acuerdos de la Conferencia de Punta del Este (Uruguay) en 1961 y la consecuente puesta en marcha de la Alianza para el Progreso.
    Característicos de esta primera fase de políticas de desarrollo regional –que corrió paralela con el auge de la planificación– son instrumentos como la regionalización para el uso económico racional del territorio; los polos de crecimiento; las estrategias de integración económico-espacial; las corporaciones de desarrollo regional y los programas de desarrollo rural integrado (DRI), que contaban con el apoyo del Banco Mundial.
    Los resultados de la primera generación de políticas regionales que buscaba la reducción de las disparidades entre regiones y disminuir la concentración geográfica de la actividad productiva, fueron –en la opinión de analistas como Carlos de Mattos (1986) y Sergio Boisier (1990)– de alcance muy limitado.
    Tan temprano como la primera mitad del decenio de los setenta (antes de las eras Reagan y Thatcher), comienza a ejecutarse en los países del Cono Sur (Argentina, Uruguay y Chile) la operación de desmantelamiento del EKB y por ende de las políticas públicas –incluyendo las regionales– asociadas a él. En el caso particular de Chile, si bien la dictadura militar entronizada en 1973 mantiene políticas regionales explícitas, ellas entran abiertamente en contradicción con un modelo global de desarrollo que postulaba la prevalencia de la iniciativa privada sobre la acción del Estado, al cual se le reservaba apenas un papel subsidiario (Abalos y Lira, 1986).
Joseph Ramos (1989:17) capta bien la paradoja de tales regímenes autoritarios empeñados en imponer la libertad de mercados, cuando dice que eran el intento de lograr la libertad económica mediante la represión política.

El período desde los ochenta hasta el presente
En la segunda mitad de los años ochenta, y especialmente en los noventa, la onda neoliberal se propagó hacia el norte de América Latina, llegando a abarcar todos los países comprendidos entre la Patagonia y el Río Grande.
    En este marco se iniciaron dos procesos relevantes para los propósitos de este trabajo: la desvalorización de la planificación y de las políticas sectoriales y regionales, y la descentralización para aligerar el desacreditado Estado central de responsabilidades que supuestamente podían ser mejor cumplidas por los niveles subnacionales.
    De esta manera las políticas regionales de primera generación que, como se dijo arriba, habían alcanzado logros poco significativos, fueron reemplazadas por los procesos descentralizadores. Al respecto dice Iván Finot (2001): «… en los años ochenta se inició una tendencia histórica a traspasar parte de la provisión de bienes públicos hacia procesos democráticos subnacionales (descentralización política) y a transferir procesos de producción de los bienes provistos públicamente a la competencia económica (descentralización económica)».
    A través de la descentralización se esperaba sentar las bases para un desarrollo local competitivo, asegurar la equidad social a escala territorial, aumentar la participación política y promover la eficiencia y la transparencia de las administraciones públicas.
    No obstante, bajo el manto de tales parámetros comunes se esconde una variedad de procesos con contenidos profundamente diferentes. Así, la descentralización puede ser un mecanismo de democratización y de redistribución del poder político que permeabilice el régimen a las presiones de participación de los movimientos populares con base regional, o una estrategia neoliberal para remitir cualquier alternativa de cuño popular al plano local y microeconómico, mientras que las grandes decisiones permanecen centralizadas y abiertas a una lógica de articulación trasnacional.
    Por esta razón, los procesos descentralizadores han avanzado tortuosamente a través de unas fuerzas centrífugas que se mueven en la dirección de transferir competencias y recursos a las entidades subnacionales, y otras centrípetas que actúan en el sentido de impedir que el Estado central se desprenda de la capacidad de controlar los recursos para el desarrollo.
    En tal contexto, si bien la línea de la descentralización para el desarrollo económico es la que menos ha avanzado, es indudable que los espacios abiertos por el empoderamiento político y fiscal de las entidades subnacionales han sido aprovechados por estas para emprender iniciativas endógenas de promoción de sus economías. Esta circunstancia, combinada con la revalorización de los componentes territoriales del desarrollo,3 ha inducido desde los años noventa la aparición de una nueva gama de políticas regionales de características muy similares a las de Europa y EE. UU. que comentamos anteriormente.
    En dicha revalorización han incidido varios factores. En primer lugar está la evidencia de que con la globalización se ha iniciado un nuevo ciclo de profundización de las disparidades regionales, en el que hay unas regiones ganadoras que tienen las capacidades competitivas para conectarse a las nuevas dinámicas de la economía mundial y otras que se quedan rezagadas (perdedoras) por no disponer de tales ventajas. Entre las primeras están las grandes áreas metropolitanas (Sâo Paulo, Santiago y en menor medida Bogotá, Caracas y Lima) y las regiones que cuentan con recursos exportables, y entre las segundas están casi todos los demás territorios, incluyendo las regiones industriales maduras que habían florecido al amparo del modelo de sustitución de importaciones.
    Con el agravante –como bien lo advierte Ann Markusen (1995)– de que las políticas sectoriales presididas por el imperativo de la competitividad internacional pueden reforzar los patrones concentradores, como lo demuestran las tendencias repolarizadoras de la economía brasileña y el desgarramiento entre los estados de la frontera norte de México –completamente integrados a la economía norteamericana vía el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta por sus siglas en inglés)– y los estados del sur con niveles de ingreso equivalentes a un quinto del que tienen los primeros.4 A esta nueva onda de «archipielagización» se agregan insidiosamente los desequilibrios al interior de las regiones, entre las capitales provinciales y su Hinterland, y en el seno de las áreas metropolitanas.
    En segundo término, la terciarización de los territorios más avanzados, con el consiguiente peso creciente de los servicios de punta (telecomunicaciones, finanzas, transporte internacional) en el PIB, está induciendo una mayor atención a las infraestructuras correspondientes, a través de inversiones más selectivas y localizadas y de polos de innovación tecnológica. En tercer lugar, la propagación de las teorías de capital social ha estimulado una variada gama de iniciativas para construir proyectos consensuados de desarrollo regional y local, entre los que se destaca, por ejemplo, la experiencia del Presupuesto Participativo en Porto Alegre.5
    Por último, las exigencias de incorporar criterios de sostenibilidad en la gestión del desarrollo obligan a tomar en cuenta la conservación y mejoramiento de los recursos físicos y biológicos, dando lugar a que se generalicen las normativas y prácticas del ordenamiento territorial (Montes, 2001).
    Por todas las razones anteriores, en América Latina está hoy a la orden del día la ejecución de actividades de apoyo y promoción del desarrollo regional que caen en la órbita de las políticas de segunda y tercera generación, en los términos de Helmsing. Así, en casi todos países se adelantan acciones para medir y potenciar la competitividad de las regiones; identificar y promover distritos industriales y clusters; organizar sistemas regionales de innovación tecnológica y ordenar ambientalmente el territorio. Es el caso de los escalafones de competitividad regional elaborados en México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Chile, entre otros países; la identificación de espacios regionales de conocimiento en México;6 la incorporación del concepto de sistemas regionales de ciencia y tecnología en las políticas de ciencia y tecnología de Chile, Colombia, Venezuela y Argentina;7 la identificación y promoción de clusters en Brasil, México, Argentina, Cuba, Costa Rica y Uruguay (Melo, 2001:56); y de planes de ordenamiento territorial en Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, México y Venezuela (Massiris, 2002).
    Siguiendo a Antonio Vázquez Barquero (2000), las acciones e instrumentos de uso más frecuente pueden agruparse así:

Hardware:
• Construcción y mejoramiento de infraestructura para conectar con el mercado internacional (puertos, aeropuertos, puertos secos y vías fluviales).
• Dotación y ampliación de telecomunicaciones y telemática.
 

Sofware:
• Apoyo a las Pymes e impulso a la creación de nuevas empresas (incubadoras, capital de riesgo, fondos de garantías, clusters).
• Impulso a la innovación tecnológica:
– centros de productividad y desarrollo tecnológico,
– parques industriales y tecnológicos,
– sistemas regionales de innovación tecnológica,
– formación de recursos humanos.
• Impulso a redes de empresas.
• Sistemas de información para la toma de decisiones de inversión (bancos de proyectos, promotoras de inversión).

Orgware:
• Empoderamiento de las entidades territoriales a través de la descentralización.
• Regionalización del territorio para efectos de la planificación y ordenamiento ambiental.
• Adaptación de las administraciones regionales y locales para la promoción del desarrollo.
• Alianzas y cooperación entre gobierno, sector privado, universidades y ONG.
• Proyectos estratégicos consensuados de desarrollo regional y local.
    En la relación anterior se pone en evidencia una de las notas características del estadio por el que atraviesan las políticas públicas en América Latina: la transición de la lógica vertical/sectorial a la lógica horizontal/territorial, que da lugar al concepto híbrido de políticas secto-regionales o secto-territoriales. Siguiendo a Pierre Muller (1985), una política secto-regional es una que combina en proporción variable la lógica sectorial que implica centralización y la lógica territorial que implica descentralización. Según este autor, frente al fracaso de la sectorialidad el Estado tiene entonces: «… la tentación de territorializar las políticas públicas, con la esperanza, un poco mítica, de poder recrear ‘verdaderos’ territorios como antes, es decir, dotados de una capacidad autónoma de reproducción».
    De esta manera el resurgimiento de lo local se explicaría como el intento de darle una nueva coherencia a la sectorialidad y construir relaciones de proximidad que requieren «La construcción de un espacio de medición que dé un mínimo de coherencia a las múltiples estrategias reticulares que están actuando en el nivel local» (Muller, 2000).
    Lo anterior implica que hacia el futuro el gran desafío de las políticas secto-regionales es superar su carácter meramente instrumental y encuadrarse en un marco de racionalidad y eficiencia sistémicas. Es decir sinergias y coordinación entre el nivel nacional y el subnacional, entre lógicas sectoriales y territoriales, entre los agentes públicos y la sociedad civil, y entre marcos normativos y acciones operativas.
    En la búsqueda de esta nueva racionalidad aparece el concepto de desarrollo económico local, cuya aplicación se está generalizando en América Latina y que es definido por Antonio Vázquez Barquero (2000:22) así:

El desarrollo económico local es un proceso de crecimiento y cambio estructural de la economía de una ciudad, comarca o región, en el que se pueden identificar al menos tres dimensiones (…) una económica, caracterizada por un sistema de producción que permite a los empresarios locales usar eficientemente los factores productivos, generar economías de escala y aumentar la productividad a niveles que permiten mejorar la competitividad en los mercados; otra sociocultural en la que el sistema de relaciones económicas y sociales, las instituciones locales y los valores sirven de base al proceso de desarrollo: y otra, política y administrativa, en que las iniciativas locales crean un entorno local favorable a la producción e impulsan el desarrollo sostenible.

    A su turno, la interacción de las economías locales –especialmente de las exitosas– con la economía mundial y entre ellas mismas ha dado lugar a las teorías y prácticas de la glocalización, que no es cosa distinta que el reconocimiento de que las localidades ganadoras establecen vínculos directos con los circuitos económicos globales, sin pasar por la intermediación de sus Estados nacionales respectivos (Bressi, 2003). Sin embargo, a este respecto bien cabe la advertencia de Helmsing (2003) en el sentido de que pocas localidades cumplen con los prerrequisitos para la generación de procesos autosostenidos de desarrollo local y de glocalización y que, por tanto, en muchos países el desarrollo tenderá a ser más desequilibrado.
    En síntesis, los grandes temas que cruzan actualmente las políticas regionales en América Latina son: descentralización, desarrollo económico local (competitividad), ordenamiento territorial (desarrollo sostenible), y glocalización.
    Algunas alusiones a experiencias nacionales específicas sirven para corroborar las tendencias generales esbozadas para América Latina en su conjunto. Así, sobre Brasil dice Regis Bonelli (2001:15):

Las políticas subnacionales de competitividad en Brasil son ejecutadas por los estados de la federación con el fin principal de atraer inversiones para sus respectivos territorios. Los mecanismos utilizados con este propósito incluyen una vasta gama de medidas que van desde la concesión de incentivos fiscales a empresas que deseen instalarse en una región, hasta el apoyo en términos de infraestructura.
 

Y desde Argentina, Mabel Manzanal comenta (1999):

Con el nuevo milenio, los procesos espaciales de funcionamiento en redes se irán consolidando en los países de la periferia desarrollada. Paralelamente aparece un renovado discurso regional proveniente del discurso neoliberal de nueva generación (década de los noventa) que adquiere entidad a partir de temas y acciones relacionados centralmente con la competitividad y la productividad (...) en él se señala que, desde los territorios, tienen que operarse procesos de «atractividad» del capital y de las inversiones foráneas.

Las similitudes y paralelismos resaltados en los acápites precedentes entre los países avanzados y los de América Latina, en materia de políticas regionales, en manera alguna tienen el propósito de plantear que las experiencias de los primeros puedan ser trasladadas mecánicamente a los segundos. Esto es así porque en el contexto latinoamericano no conviene apresurar esquemas artificiosos de glocalización o de ciudades globales cuando el Estado-nación tiene todavía que cumplir impostergables tareas en el campo de la articulación de políticas y la equidad interpersonal e interterritorial, y segundo, porque en nuestro medio la reproducción de enfoques como los distritos industriales o los parques tecnológicos ha probado ser extremadamente lenta y difícil (Fernández, 2001; Yoguel, 2000).

Las políticas regionales en los países andinos
La geografía, los equilibrios regionales y la organización territorial del Estado son temas permanentemente presentes en la historia de los países andinos. Desde los inicios de la vida republicana de estas naciones hasta nuestros días, la distribución del poder entre los distintos territorios y su reflejo en la tensión centralismo-federalismo, como formas constitucionales de organización política del Estado, son cuestiones que han permeado su evolución histórica.
En la primera mitad del siglo XIX, los países andinos oscilaron entre el régimen centralista que aconsejaban los imperativos de las guerras de emancipación y el federalista, que reflejaba mejor la realidad de unas naciones fragmentadas en diversas regiones con autarquía económica y dirigencias políticas basadas en el poder militar de caudillos locales.
    No fue sino hasta entrada la segunda mitad de dicho siglo que el desencadenamiento de fuerzas favorables a la integración de los mercados nacionales hizo posible el advenimiento de regímenes políticos que buscaron e impusieron la adopción de constituciones de carácter centralista. Para llegar a este punto fueron necesarias, en varios casos, cruentas guerras civiles en las que las fuerzas vencedoras imponían la carta constitucional de sus preferencias.
    La situación extrema se produjo en Colombia, en donde a lo largo del siglo XIX tuvieron lugar nueve guerras civiles generales y catorce regionales entre los partidarios de los modelos federal y centralista. Por las mismas razones hubo guerras civiles en Venezuela (guerra federal, 1863) y Bolivia (guerra federal, 1899).
    Los procesos de consolidación del Estado-nación –aupados por los avances en la integración de los mercados nacionales– comenzaron a ser impulsados en Venezuela por los gobiernos autocráticos de Antonio Guzmán Blanco (1870-1887) y Juan Vicente Gómez (1908-1935); en Ecuador durante el período «garciano» (Gabriel García Moreno, 1861-1865, con interregnos); en Bolivia por el presidente Narciso Campero en 1880; en Colombia por la Regeneración liderada por Rafael Núñez en los últimos dos decenios del siglo XIX; y en Perú por el gobierno de Nicolás de Piérola en 1895.
    Las constituciones centralistas que resultaron de tales desarrollos económico-políticos conservaron su vigencia hasta finales del siglo XX, cuando al calor de las tendencias descentralizadoras volvió a avivarse el contrapunto centralismo-federalismo que se creía superado. Un extremo del movimiento pendular del modelo territorial se toca actualmente en Venezuela, en cuya nueva Constitución (1999) se consagra que: «La República Bolivariana de Venezuela es un Estado federal descentralizado…» (art. 4).
    En Colombia, Ecuador y Bolivia se ha llegado a fórmulas de compromiso que evocan las constituciones centro-federales del siglo XIX, según las cuales: «Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República Unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales…» (Constitución Nacional de 1991, art. 1); «Bolivia es una república unitaria, con gobiernos municipales autónomos» (Constitución Nacional reformada en 1994, arts. 1 y 200); «Ecuador es un Estado unitario con autonomía de sus entidades territoriales…» (Constitución Nacional de 1998).
    De esta manera, los principios descentralizadores tienen ahora rango constitucional en los cuatro países, pero de forma tal que su cumplimiento y desarrollo práctico da lugar a no pocas dificultades de hermenéutica jurídica. Entre estas está, por ejemplo, la de definir qué clase de autonomía tienen las entidades territoriales en el marco de un régimen unitario, como es el caso de Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú.
    Por su parte, en Venezuela se presenta una clara contradicción entre una Constitución de antaño federal y las tendencias recentralizadoras que surgen periódicamente y que se han agudizado en este decenio (administración Chávez).
    Las sincronías en los desarrollos de la configuración política del Estado en los países andinos no se circunscriben a los grandes parámetros constitucionales, sino que son observables en la evolución de las políticas públicas relacionadas con la cuestión territorial.
    En tal sentido, la década de los noventa marca un cambio de paradigma en las políticas de desarrollo regional con el advenimiento de los enfoques e instrumentos de tercera generación. Aunque con rezagos, relativizaciones y ciertas adaptaciones autóctonas, los procesos que en este campo están teniendo lugar en los países andinos guardan una estrecha asociación con los que ocurren en el resto de América Latina y en el mundo desarrollado. Parecería que los imperativos socioeconómicos de la globalización están imponiendo respuestas de política similares en todas las latitudes del planeta.
    Dicha transición en los enfoques teóricos y operativos de la política regional se esquematiza –con particular referencia a los países andinos– en el cuadro 1 (p. 121), en el cual se destacan tres elementos principales. Primero, la aparición de una línea de actuación de carácter secto-territorial, que como se ha dicho antes combina la lógica vertical-sectorial clásica con una preocupación por los efectos espaciales de las políticas públicas. Segundo, el énfasis en la eficiencia, la competitividad y las capacidades propias de los territorios, en lugar de los enfoques redistributivos del pasado; y tercero, el predominio actual de una racionalidad puramente instrumental, esto es, la apelación a un repertorio de instrumentos que carece de un marco coherente de política. Sobre esto último podría decirse, parafraseando a Pirandello, que se trata de una diáspora de instrumentos que necesita afanosamente un nuevo marco de política.
    El actor de más reciente aparición en el escenario de las políticas regionales en los países andinos es el desarrollo local, entendido como el impulso a procesos de crecimiento y cambio estructural de un territorio subnacional, en el cual interactúan las dimensiones económica, sociocultural y político-administrativa (v. sección «Las políticas regionales en América Latina», supra). Experiencias de esta naturaleza se están promoviendo en los cinco países de la Comunidad Andina de Naciones (CAN).

Características emergentes
En lo que se sigue y a guisa de cierre de este trabajo se ofrece una presentación esquemática y estilizada de la evolución de las políticas regionales en los países andinos.
    1. Las cuestiones relativas a la estructuración del espacio y a la organización territorial del Estado han permeado la historia andina desde los inicios de la vida republicana de los cinco países hasta nuestros días. El contrapunto centralismo-federalismo generó en el siglo XIX varias guerras civiles, y durante el siglo XX fue la dialéctica que motivó múltiples cambios constitucionales y enfrentamientos partidistas que aún hoy –en los albores del siglo XXI– siguen sin superarse plenamente.
    2. Las políticas regionales andinas cumplieron durante la segunda mitad del siglo XX una trayectoria que está íntimamente asociada con la evolución que tuvo el papel asignado al Estado en los procesos del desarrollo y que guarda una estrecha similitud con los ciclos del Estado de bienestar y de la política regional en los países desarrollados y en el conjunto de América Latina. Considerando que las políticas relacionadas con el territorio son altamente dependientes de la trayectoria (path dependent) y están necesariamente influidas por las especificidades geográficas de los países en donde se aplican, dicha sincronía en la evolución de las políticas resulta sorprendente. Dejando de lado por prosaica la hipótesis del simple mimetismo, una explicación posible podría encontrarse en los enfoques teóricos de Wallerstein, tal como los presentan Peter Taylor y Colin Flint:

El análisis de los sistemas-mundo plantea la cuestión de cómo conceptualizamos el cambio social. Se suele describir este tipo de cambios hablando de sociedades que son equiparadas a países: de ahí que hablemos de «sociedad británica», «sociedad estadounidense», «sociedad brasileña», «sociedad china» etc. Puesto que en el mundo de hoy hay más de doscientos Estados, los estudiosos del cambio social tendrían que habérselas con más de doscientas sociedades diferentes. La ciencia social ortodoxa acepta esta concepción que podemos llamar «el supuesto de la sociedad múltiple»; pero el análisis de los sistemas-mundo no acepta que este supuesto sea un punto de partida válido para comprender el mundo moderno.
En vez de defender que el cambio social tiene lugar país por país, Wallerstein (1979) postula la existencia de un «sistema-mundo» que en la actualidad tiene una extensión global. Si aceptamos este supuesto de una «sociedad única» las numerosas «sociedades nacionales» se convierten simplemente en parte de un todo mayor, por lo que un determinado cambio social sólo puede ser comprendido en su totalidad en el contexto más amplio del sistema-mundo moderno (Taylor y Flint, 2000:5-6).

    3. La fase ascendente de las políticas regionales en los países andinos se produjo en el contexto de la configuración paulatina de un Estado desarrollista e intervencionista que en Bolivia, Perú y Venezuela alcanzó incluso los rasgos de un capitalismo de Estado que tenía como objetivo central volcar el excedente generado por la exportación de recursos naturales hacia la industrialización sustitutiva de importaciones.
    En esta fase, que se extendió desde la posguerra hasta el decenio de los ochenta, los objetivos de las políticas nacionales eran muy similares y tenían que ver principalmente con la reducción de las disparidades interregionales, la integración física del territorio y el impulso a nuevos polos de desarrollo.
    4. Aunque la eficiencia de las políticas regionales activas ha sido severamente cuestionada por diversos analistas, hay que reconocer, por un lado, que ellas resultaron procíclicas a procesos reales de reducción de las disparidades regionales jalonadas por fuerzas estructurales, y por el otro, que en el período de su aplicación se consolidaron exitosamente polos alternativos de desarrollo muy importantes como la región de Santa Cruz en Bolivia, la de Guayas en Ecuador y, en menor medida, la de Guayana en Venezuela.
    5. La crisis del Estado de bienestar en los años setenta, el impacto de los desajustes de la economía mundial en la década de los ochenta, y la adopción del modelo neoliberal en los años noventa determinaron el desmonte del Estado desarrollista en los países andinos y por consiguiente el ocaso de las políticas públicas activas, entre ellas las regionales. En el caso particular de las políticas regionales, estas fueron reemplazadas por una descentralización para la repartición de recursos fiscales con acento municipalista, que ha postergado la descentralización para el desarrollo regional y local.8
    6. En los ochenta y noventa, además de la descentralización, aparecieron tres ejes nuevos en cuanto al desarrollo regional: las políticas secto-regionales de innovación tecnológica, desarrollo productivo y competitividad; el ordenamiento territorial (v. cuadro 2, p. 122); y el desarrollo económico local.
    Lo anterior sugiere que hacia el futuro los grandes desafíos de los países andinos y de los latinoamericanos en general en materia de políticas regionales son: a) desarrollar la racionalidad sistémica necesaria para engarzar una variedad de acciones e instrumentos actualmente inconexos entre sí; b) reorientar la descentralización hacia el desarrollo competitivo de las regiones y las localidades; y c) mantener la integridad del Estado-nación en medio de las exigencias externas de la globalización y las demandas internas por mayores competencias para las entidades subnacionales.

 

 

 

 

 

 

 

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NOTAS:
1 Según los enfoques neoclásicos, dada la perfecta movilidad de los factores de la producción, el trabajo se desplazará desde las regiones atrasadas hacia las avanzadas y el capital lo hará en sentido contrario, toda vez que su tasa de rendimiento marginal suele ser mayor en aquellas regiones en las cuales los salarios y el capital per cápita son más bajos. En consecuencia, en el largo plazo la tasa de acumulación de capital tenderá a igualarse en ambos tipos de regiones y, por tanto, lo mismo ocurrirá con el ingreso per cápita.
2 Nótese la similitud de este enfoque con el de competitividad sistémica desarrollado por el Instituto Alemán para el Desarrollo y difundido en América Latina por la Cepal. Véase a este respecto Esser et al., 1996.
3 Una buena exposición de estos procesos se encuentra en Ilpes/Cepal, 2000.
4 Para un buen análisis de las tendencias del desarrollo regional en México, véase Wong, 1997.
5 Para un completo análisis de esta experiencia véase De Sousa Santos, 2003.
6 Para un completísimo estudio sobre este tema véase Casas, 2001.
7 Sobre el componente regional de las políticas de ciencias y tecnología en Chile, Colombia y Venezuela, véase Gómez, 2002. Sobre el caso de Argentina véase Chudnosky, 1999.
8 Sobre los desarrollo recientes y deseables de la descentralización en América Latina, véase: Finot, 2002.