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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.24 n.66 Caracas dic. 2007

 

Los orígenes del populismo latinoamericano: Una mirada diferente*

OSMAR GONZALES

Resumen

En este artículo el autor demuestra que los antecedentes del populismo son anteriores a la política de industrialización vía sustitución de importaciones y que los populismos latinoamericanos clásicos no pueden entenderse sin aquellos. Sostiene que en la consolidación del populismo como estrategia política se echan las bases para conformar un nuevo pacto de dominación que establece nuevas formas de relación entre Estado y sociedad. En el desarrollo de sus planteamientos el autor realiza un repaso crítico de lo principal de la literatura existente sobre el populismo latinoamericano y trata de llegar a algunas conclusiones, buscando extraer las consecuencias teóricas de lo expuesto.

Palabras clave: Populismo / Oligarquía / Estado oligárquico / Liderazgo populista / Pacto de dominación

Abstract

In this article the author proves that the antecedents of populism precede the politics of industrialization via replacement of importations and that the traditional Latin-American populisms cannot be understood without these. He maintains that the consolidation of populism as a political strategy lays the foundations for a new dominance pact that establishes novel modes of relationship between state and society. In establishing his assertions, the author undertakes a critical review of the most important literature on Latin-American populism, and outlines some tentative conclusions aimed to draw out the theoretical consequences of his approach.

Key words: Populism / Oligarchy / Oligarchical state / Populist leadership / Dominance pact

RECIBIDO: JUNIO 2007 ACEPTADO: DICIEMBRE 2007

Introducción

En este artículo tomamos como referencia el gobierno de Guillermo E. Billinghurst (1912-1914) en el Perú y lo comparamos con tres gobiernos más o menos contemporáneos: el de José Batlle Ordóñez en Uruguay (1903-1909), el de Hipólito Irigoyen en Argentina (1916-1922) y el de Arturo Alessandri en Chile (1920-1925). Nuestro propósito es demostrar que los antecedentes del populismo son anteriores a la política de industrialización de los años treinta, y que los populismos latinoamericanos clásicos no pueden entenderse sin esas referencias. En la consolidación del populismo como estrategia política se echan las bases para conformar un nuevo pacto de dominación que establece otras formas de relación entre Estado y sociedad. A fin de sustentar nuestro enfoque realizamos un repaso crítico de la literatura más significativa sobre el populismo latinoamericano y tratamos de llegar a algunas conclusiones que extraigan las consecuencias teóricas de lo planteado.

Definiciones de populismo

Pocos conceptos han generado tanta controversia en la reflexión académica como el de «populismo».1 Los estudiosos de esta temática han dedicado gran parte de sus esfuerzos a tratar de definir con la mayor rigurosidad posible dicho término. Sin embargo, hasta ahora ese propósito no se ha logrado, pues son infinitos los matices que expresa según los autores, contextos y casos que se estudien. El término «populismo», por su capacidad de albergar procesos disímiles y hasta contradictorios, debe utilizarse con mucha cautela.2

A pesar de ello, cuando hablamos de populismo (como quiera que se le entienda) sabemos que nos estamos refiriendo a un fenómeno central para acercarnos al conocimiento de la evolución social y política de los países latinoamericanos. La centralidad del fenómeno es la que amerita justamente un mayor esfuerzo para señalar sus características.3

Aunque pueda parecer algo arbitrario, se puede afirmar que la primera formulación de los elementos centrales que luego definirían el populismo se encuentra en el libro más importante de Víctor Raúl Haya de la Torre, El antiimperialismo y el APRA (1929), pero sin utilizar el término, el cual se popularizaría pocas décadas después. Algunas de sus ideas centrales serían luego retomadas tanto por los regímenes como por la sociología latinoamericanos.4

El diagnóstico de Haya de la Torre releva la convivencia de economías de tipo feudal y de tipo capitalista en un mismo espacio nacional, articulando nuestras economías al capital imperialista. De esta peculiaridad se desprendería el carácter básicamente extractivo, más que manufacturero, de nuestras economías. De esta manera, Indoamérica (es el término que utiliza, inspirado en el ideólogo mexicano José Vasconcelos) no sería más que una dependencia del sistema capitalista mundial. Luego Haya de la Torre define los dos enemigos principales: la oligarquía y el imperialismo. Sin embargo, plantea el carácter dual del imperialismo, pues, dice, este no significa solamente explotación y dependencia: también trae (lo cual es su aspecto positivo) tecnología, maquinarias y modernización.5 Después de su análisis sobre la estructura social, concluye que la contradicción principal se encuentra entre el imperialismo y las naciones, como lo expresaría después el discurso populista.

Con respecto a los actores sociales, Haya de la Torre busca establecer una alianza de clases lo más amplia posible. Por eso afirma que no hay un único actor o uno más importante, sino que es necesaria la participación de todos los sectores y clases afectados por el imperialismo para lograr el cambio social: se trata de la coalición policlasista que se reconocería luego como característica de los populismos latinoamericanos. En consecuencia, el autor define como un objetivo estratégico central terminar con la feudalidad y desarrollar el capitalismo, creando un Estado que intervenga en la economía para controlar y planificar el desarrollo económico.

Para Haya de la Torre, la organización del Estado debe descansar en la concertación de los principales intereses sociales: el Estado, el capital y el trabajo. Este tipo de relación sería después una de las señas de identidad de los populismos latinoamericanos, aunque matizada por los contextos propios de cada país y experiencia.6 Para romper con la dominación imperialista, propone, se debe primero impulsar una política de nacionalizaciones que permita establecer un trato igualitario con las grandes potencias. No se trata de impedir el ingreso del capital extranjero en nuestros países, sino de que lo haga respetando las leyes propias y nuestra soberanía, promoviendo el cooperativismo y el sector privado dentro de un esquema de concertación tripartita. Todo lo dicho constituye para Haya de la Torre las características de una sociedad en transición.

Algunos años después del mencionado libro de Haya de la Torre, Gino Germani (1977) analizó el populismo desde la perspectiva de la teoría de la modernización. Para este autor, el populismo es el fenómeno que caracteriza a las sociedades tradicionales que transitan hacia la modernización; proceso que no se produce de manera lineal. Por el contrario, Germani constata –como lo habían hecho Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui– que en los países latinoamericanos no hay cancelación de etapas históricas, sino una yuxtaposición de ellas; es lo que llama «la simultaneidad de lo ‘no contemporáneo’».

Para Germani, la modernización de los países latinoamericanos fue impulsada por autocracias unificantes. Complementariamente, la democracia se caracterizó tanto por la participación limitada de las clases subalternas que permitieron las oligarquías, como por su inestabilidad. Las clases medias, por su parte, crecieron al ritmo de la urbanización y de la industrialización. Estos sectores, que al principio se identificaban con la oligarquía, después lograron adquirir «cierta conciencia» de su existencia y posibilidades. Las masas, por otro lado, caracterizadas por su estado de anomia, se encuentran movilizadas, aunque careciendo de recursos políticos. Democracia limitada indica la no participación de los elementos de las regiones periféricas y la marginación de las clases populares de las regiones más modernas (o centrales). Es decir, exclusión de las poblaciones periféricas y consenso entre los grupos dominantes de las regiones desarrolladas. El desencuentro entre movilización y carencia de recursos vuelve a aquellas masas elementos plausibles de la manipulación, sea por parte de las élites o de, en última instancia, el líder. Germani afirma que como la relación líder-masa se encuentra lejos de los valores de la democracia representativa, el populismo sería la forma política particular que asumen los países latinoamericanos en la transición hacia la modernidad.

Analizando el peronismo, Germani (1968) sostiene que siendo cierto que el líder manejó a las clases populares, también es verdad que les dio un grado efectivo de participación, lo que además significó la creación de ciertos espacios de libertad real. Este hecho, entre otros elementos, diferencia al populismo del fascismo y del nazismo. Así, el sentimiento nacional es consecuencia o resultado de la participación creciente de las clases populares en la ciudadanía. No obstante, las reformas sociales ejecutadas tenían que ser aceptables para las élites económicas, lo que colocaba al líder en una posición de difícil equilibrio.

Por su parte, Octavio Ianni (1977:85) señala que el populismo «corresponde a una etapa determinada en la evolución de las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía dependiente». Afirma que para llegar a un análisis cabal del fenómeno del populismo es necesario primero reconocer el grado de madurez política que muestran las clases populares, para después poder aquilatar mejor las posiciones que aquellas generaron y consolidaron. La naturaleza del gobierno populista se caracteriza por tratar de combinar las tendencias del sistema social y las imposiciones de la dependencia económica.

Para Ianni, los populismos ocurrieron durante la época en que se conformó la sociedad de clases, en donde los valores culturales de tipo comunitario fueron sustituidos por los valores creados en el ambiente urbano industrial. El populismo, entonces, es expresión de un proceso de secularización. Para comprender las relaciones de clase hay que tomar en cuenta tanto el populismo de las grandes esferas, de las élites burguesas y de clase media que instrumentaliza a las masas y manipula su conciencia, como el populismo de masas, que en momentos de crisis tiende a asumir un carácter revolucionario. El proceso expresado va desde movimientos de masas hasta la lucha de clases. En México, por ejemplo, el populismo fue un producto de la revolución.

El populismo –continúa Ianni– surgió durante la crisis del Estado oligárquico, caracterizado por ser autoritario y paternalista. La dominación oligárquica estaba impregnada de elementos estamentales o de casta. Como contrapartida, la urbanización e industrialización son los procesos que aceleran la formación de la estructura de clases y hacen estallar el Estado oligárquico, luego de la formación de algunos movimientos de la clase media (batllismo, irigoyenismo, tenientismo) cuyo compromiso con sus valores es una de las características distintivas del populismo.

Con la aparición de clases nuevas, especialmente la obrera, Ianni se pregunta ¿a qué se debe el éxito del populismo en América Latina? Al respecto señala varias razones: porque no representa una ruptura con el pasado político de la clase obrera, sino una etapa de su movimiento político; porque aparece en el momento en que el Estado oligárquico sufría su colapso final; por su característica ideológica de buscar la «paz social»; por el papel que cumplen la demagogia y el liderazgo como técnicas de reclutamiento político, pero también de politización; por el predominio del autoritarismo (abierta o veladamente); porque la crisis del Estado oligárquico dio paso al Estado burgués, sea democrático o dictatorial; y, finalmente, por su nacionalismo político y económico. El populismo resulta siendo, pues, la cara política del proyecto económico de crecer «hacia adentro».7 Finalmente, el populismo no es un movimiento homogéneo, sino uno sumamente contradictorio.

La mayoría de los autores coincide en señalar que el populismo está ligado más a un proceso de urbanización que de industrialización, como un producto de las crisis agrarias de los países que pugnan por entrar en una etapa de modernización. En ese sentido, como señala Francisco Weffort (1973), el populismo es la expresión de un proceso de transición y de crisis que se manifiesta tanto en el Estado como en la estructura social. Las características más resaltantes del populismo son: ausencia de conciencia de clase e identificación con ideologías superclasistas, sumisión emotiva a liderazgos personalistas, y ausencia de representación política propia.

Aunque muy interesantes por entender el populismo, estas interpretaciones adolecen de un cierto determinismo económico, al señalar que la crisis de 1929 es la que desencadena procesos que desembocan en el populismo. De este modo, se atiende más a factores que llegan de fuera de las propias sociedades latinoamericanas que a los internos, propios del periodo oligárquico. El presente texto, por el contrario, se pregunta sobre las condiciones existentes al interior de los países latinoamericanos que hicieron posible el populismo, sobre sus actores, sobre la cultura, sobre las demandas que afronta cada realidad nacional y las maneras que busca para resolverlas. De esta manera, se recupera el largo plazo para entender el proceso de constitución de las sociedades latinoamericanas.

Desde otro énfasis, Alistair Hennessy define el populismo latinoamericano como el «arma organizacional para sincronizar grupos de intereses divergentes, y se aplica a cualquier movimiento no basado en una clase social específica» (Ionescu y Gellner, 1977:40). El populismo atraviesa a las clases y no se afinca en ninguna de manera exclusiva. En todo caso, las tensiones de clase se superan con el nacionalismo. Esta característica hace del populismo un fenómeno transitorio, dado que propicia un equilibrio de fuerzas sociales esencialmente contradictorias. El sentimiento fervientemente nacionalista suplanta la falta de una ideología coherente, además de poseer un acendrado sentimiento antiimperialista.

El liderazgo (carismático) –continúa Hennessy– siempre pertenece a las clases medias o superiores, mientras que el apoyo es de una «masa disponible» (lo que revela el carácter manipulable de las poblaciones marginales) compuesta básicamente por los recién llegados del campo, quienes se suman a la clase obrera ya existente. Es el caudillo quien representa la política paternalista, y esto se manifiesta en la necesidad del líder populista de crear un sentido de parentesco con los migrantes. Sin embargo, y como contraparte, la institución del compadrazgo le da a aquellos un sentimiento de seguridad, aunque perpetuando las relaciones de patronazgo.8

El populismo privilegia, sigue Hennessy, la redistribución de la riqueza. Se considera que solo el Estado puede salvar la industria nacional, aunque su carácter preponderante es ser empleador, preocupándose más de la urbanización que de la industrialización.9 Por todo ello, el populismo no significa ningún desafío al statu quo. Pero para el mencionado autor lo más resaltante del populismo latinoamericano es su olvido del campesinado, su inhabilidad y desinterés para cambiar la estructura de la sociedad. Se trata de un proyecto exactamente contrario al de los populistas rusos, quienes eran intelectuales que centraron sus reflexiones en cómo sacar al campesinado de su oprobiosa situación. Y son justamente esos intelectuales rusos quienes otorgaron su significado original al concepto (Venturi, 1975).

Marcos Winocur (1983) señala que el populismo está ligado a la conciliación social cuando la burguesía busca ampliar su influencia en el espacio político, desarrollando algunos mitos básicos como el papel del líder carismático y paternalista, la participación popular y la ruptura de la dependencia. Por otra parte, las reformas que el populismo ejecuta no son lo suficientemente profundas como para que incidan en un cambio estructural. El populismo se caracteriza por la presencia estatal que promueve una política de nacionalizaciones. Además, la conciencia nacional desarrollada en el populismo no es otra cosa que la forma que adopta la conciencia de clase.

El populismo no es unívoco, y Winocur encuentra que hay dos tipos por lo menos: el liberal y el corporativo. Mientras en el primero las clases trabajadoras pueden realizar su propia experiencia, en el segundo el elemento corporativista constituye una trampa al movimiento obrero. Sin embargo, este intento de manipulación puede tener diferente índole. Puede ser ejercido por algunos sectores burgueses que tratan de abrir las puertas a la modernización o, como dice Marcello Carmagnani (1980), por la oligarquía, que busca neutralizar la movilización autónoma de las masas. Para este último autor, el populismo surgió como consecuencia de la necesidad de la oligarquía de crear una nueva estructura que no la dejara al margen del poder.

Es interesante notar que mientras para unos el populismo puede ser expresión de las transformaciones hacia la modernidad ocurridas en las sociedades latinoamericanas, para otros es la búsqueda de mantener asegurado el orden tradicional. Steve Stein (1980), por ejemplo, encuentra una línea de continuidad entre el caudillismo (esencialmente militar) del siglo XIX y el populismo, con el riesgo de caer en una visión que entiende las sociedades latinoamericanas como estáticas.

Para Torcuato S. di Tella el populismo es un término que designa a una variedad de movimientos políticos.10 En nuestros países, dice, en vez de conformarse un movimiento obrero o una coalición liberal, como en los desarrollados, lo que se constituye es una coalición populista. El populismo es un movimiento político con fuerte apoyo popular en donde la clase media es exigua y, por ello, favorece diversos tipos de populismo. El populismo, entonces, surge como consecuencia de la movilización de las masas, así como de la existencia de sectores medios o altos desplazados, que tratan de ser integrados precisamente por medio de la ideología populista. El rasgo central del populismo es el carácter policlasista de su ideología (Di Tella, 1965:401).

El populismo es una coalición en donde el apoyo del sector sindical es muy importante. Pero esta coalición es muy poco duradera, puesto que el grupo anti statu quo (el motor de la coalición) puede ser absorbido por los grupos ya establecidos en el poder, quedándose paulatinamente solo con el sindicalismo, el que se radicaliza atrayendo a los intelectuales (que a su vez se desclasan). El populismo, que exige lealtades completas de sus aliados, es, pues, «el único vehículo disponible para quienes se interesan en la reforma (o en la revolución) en América Latina». Con respecto al peronismo, Di Tella señala que es de tipo claramente populista, que cuenta con apoyo de círculos de las Fuerzas Armadas, el clero, industriales marginales.

Finalmente, Di Tella (1977:77-78) propone una hipótesis que sería bueno rescatar:

... para que exista un movimiento populista en un país relativamente desarrollado es necesario contar con una minoría anti statu quo muy fuertemente motivada en los sectores medios o altos de la pirámide de estratificación. Cuando, sea por incongruencia de status o por otros factores, tal grupo existe, es muy probable que nazca una coalición populista.11

Robert Dix (1985) cruza las variables propuestas por Di Tella para llegar a ciertas caracterizaciones del populismo y confirmar o rechazar la propuesta de aquel. Como consecuencia, Dix establece una distinción entre populismos autoritarios y populismos democráticos. Los criterios que usa son los del papel del líder, la base social, ideología y programa, organización y tipo de liderazgo. Entre los populismos autoritarios ubica al peronismo (Argentina), al ibañismo (Chile) y al rojismo (Colombia); entre los populismos democráticos a Acción Democrática (Venezuela), Alianza Popular Revolucionaria Americana/APRA (Perú) y el Movimiento Nacionalista Revolucionario/MNR (Bolivia).

Sin embargo, la clasificación no es excluyente, y permite muchos cruces (por ejemplo, puede haber populismos autoritarios civiles). Por otro lado, combina movimientos que han llegado al poder (el MNR, por ejemplo) con otros que no, al menos hasta fechas recientes (como el APRA, que conquistó el gobierno del Perú recién en 1985).

Otros autores, como Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto (1970) y Guillermo O’Donnell (1972), ubican al populismo dentro del modelo de acumulación vía sustitución de importaciones. El discurso del populismo, dicen estos autores, es nacionalista, antiimperialista, antioligárquico y desarrollista, y busca la conciliación de clases. En conjunto, todos estos elementos producen el Estado populista, caracterizado por su corporativismo.

La burguesía, entonces, es capaz de conservar su hegemonía, manteniendo a los sectores populares en su condición de subordinados. El populismo aparece en estos autores como una etapa necesaria en el camino del desarrollo capitalista latinoamericano. Como afirma Fernando Calderón (1988:226): «Solo bajo el populismo, con la integración de las masas al mercado, la relativa sustitución de importaciones, la urbanización, la expansión ciudadana y otros cambios y reformas socioculturales, con diferentes intensidades y diferentes ritmos, se impuso finalmente la modernidad en América Latina, y lo hizo a la latinoamericana».

Renato Martínez Torres (1990) apunta que el populismo implica mayor participación en los procesos deliberativos, y al mismo tiempo, pérdida de hegemonía de los centros oligárquicos. Agrega que no tiene una ideología concreta y es explicable como una respuesta social al fenómeno del desarrollo en América Latina. Se trata de un proceso urbano en el cual la base social más importante es la clase trabajadora.12

De esta revisión de los textos sobre el populismo podemos compendiar algunas características: el énfasis en la existencia de sectores movilizados y emergentes, producto de la crisis de los sistemas oligárquicos; la manipulación de los mismos; la ideología pluriclasista; la centralidad del Estado, y la ausencia de representación política propia de las nuevas clases o sectores sociales. Además, y para concluir con el listado de características, hay que subrayar que el populismo también representa una posibilidad de unidad simbólica entre los miembros de la sociedad y el Estado (Entrena Durand, 1996). Resumiendo, el populismo trató de integrar, sobre las bases de relaciones clientelares, procesos de democratización, industrialización y un Estado nacional autónomo (Calderón, 1988:226).

En la actualidad, el debate sobre el populismo no ha concluido. Hay quienes hablan de un populismo de los modernos (Hermes y otros, 2001); otros de neopopulismo y pospopulismo. Nicolás Lynch (2000) ha enfilado contra la idea del neopopulismo criticando a aquellos autores que identifican el populismo solo con sus elementos clientelistas y autoritarios, dejando de lado los grados de democratización que conllevó. Por ello, afirma, esta transmutación de la crítica al populismo, hoy neopopulismo,13 solo revela un vacío teórico que impide analizar en todas sus consecuencias el proceso de la democracia en América Latina.

Antecedentes del populismo en el Perú oligárquico

Uno de los primeros populismos latinoamericanos fue el que apareció en el Perú a principios del siglo XX, con el gobierno de Guillermo E. Billinghurst (1912-1914). A pesar de que duró solo dieciséis meses, contuvo los rasgos que algunas décadas después caracterizarían a los populismos clásicos. Este primer populismo peruano anunciaría las nuevas formas de coalición que darían un nuevo carácter al Estado y nuevas formatos a la lucha política. Lo ocurrido durante el billinghurismo permite comparar lo que sucedió en otras experiencias latinoamericanas de populismo temprano, como trataremos de demostrar en las siguientes líneas, y nos abre nuevas bases para la interpretación de este fenómeno político.

Entre los estudiosos del proceso político-social del Perú existe cierto consenso en señalar que el periodo que abarca de 1894 a 1919 es importante en la configuración del Estado nacional peruano. Sin haber logrado sus perfiles políticos definitivos, este experimentó una institucionalización parcial, aunque todavía sustentada en las alianzas familiares y compromisos económicos, especialmente con los grupos agroexportadores. Dos hechos son importantes en la definición del Estado peruano durante esos años. Por un lado, la explosión comercial que significó el liberalismo económico, que exigía, para ser eficiente en la competencia internacional, unidades políticas bien definidas. Por otro lado, la conciencia de su fragilidad que adquirió gran parte de las élites oligárquicas luego del desastre de la derrota en la guerra con Chile (1879-1883). La precariedad estatal y social que se hizo evidente entonces fue fundamental para que se tomara en serio el proyecto de construir un Estado, más allá de las disputas regionales que habían protagonizado las élites locales una vez conseguida la independencia de España (1821-1824). Por estas razones, la república de notables, aunque capturada por un pequeño grupo de familias que constituyeron la oligarquía peruana, marcó el inicio de un intento de construcción de cierta institucionalidad estatal que trataba de establecer las bases de un poder central.

El mayor obstáculo a este proyecto de consolidar instituciones fue la fortaleza de los poderes locales, que obliga a entender el Estado de los notables como un pacto por medio del cual distintas fracciones acordaron (no siempre de manera armoniosa o pacífica) viabilizar un sistema de dominio y una forma de organización social que las beneficiara. De esta manera, agroexportadores (especialmente azucareros), financistas y poderes locales (o gamonales) confeccionaron un acuerdo en el que cada uno respetaba las instancias de los otros, y todos excluían a las clases subalternas de mínimos derechos políticos y sociales. En este diseño de Estado, los poderes locales tenían una gran influencia política y económica, pero desde el centro se establecieron ciertas reglas que se hacían respetar, incluso con la fuerza. Este conflicto entre poderes locales y proyecto de constitución de un poder central atravesaría todo el periodo oligárquico.

Ese conflicto no se resolvió, pero el Estado oligárquico adquirió nuevas formas. Esto se puede observar, por ejemplo, en la disputa por el uso legítimo de la violencia. Ello explica el interés que tuvo Nicolás de Piérola (1895-1899) en profesionalizar las Fuerzas Armadas y convertirlas en parte del aparato estatal nacional. De esta manera, el Estado peruano se fue constituyendo, aunque todavía frágil y parcialmente, en un escenario dentro del cual se podían ir resolviendo las pugnas surgidas al interior de las élites, aunque siempre excluyendo a las clases subalternas de cualquier injerencia real en la lucha política.

Una intromisión en el dominio oligárquico fue el gobierno de Billinghurst, quien llegó a Palacio gracias a un apoyo masivo de las clases populares urbanas de Lima. En efecto, la irrupción billinghurista en el escenario político oligárquico ocurrió en las vísperas de realizarse las elecciones que definirían al sucesor del presidente Augusto B. Leguía (1908-1912). Billinghurst, al frente de una incipiente coalición populista conformada por obreros, artesanos, intelectuales, periodistas y servidores públicos, pertenecientes a los múltiples grupos étnico-culturales de la Lima de entonces, pudo impedir una elección amañada. Unos veinte mil miembros de las clases subalternas organizaron un paro general para boicotear las elecciones, tomaron las calles y obligaron al Parlamento a designar al nuevo Presidente. Así fue como Billinghurst resultó elegido nuevo presidente del Perú, socavando en parte la legitimidad oligárquica.

Billinghurst –quien fue alcalde de Lima entre 1909 y 1912– fue capaz de convocar a las clases urbano-populares porque supo interpretar ciertas demandas. En su campaña presidencial ofreció mejores condiciones de vida para los trabajadores, al igual que abaratar las subsistencias y vivienda para ellos. Por ello el ingenio popular lo llamó «pan grande». También porque se enfrentó a la fuerza política dominante del momento, el Partido Civil (que había ejercido el poder marginando a las clases populares de la vida nacional), sublimando un estado de ánimo de las clases subalternas de aquel momento. Pero algo más, Billinghurst ofreció a los trabajadores la posibilidad de ser reconocidos como ciudadanos, como partes de una colectividad nacional.14

El gobierno billinghurista se caracterizó por su permanente enfrentamiento a las instituciones pilares del orden oligárquico: Ejército (que estaba controlado por las familias oligárquicas), Parlamento (depositario del caciquismo), poderes locales (que impedían la unificación nacional), grandes hacendados (que no consideraban prioritario el papel de la industria), Iglesia (que era otro espacio de poder de las élites oligárquicas) y partidos políticos (expresión más o menos institucionalizada de los poderes caudillistas y de las élites). Estos enfrentamientos son importantes, pues los actores afectados por el billinghurismo fueron los que, dieciséis meses después, despojaron al Presidente del poder.15

El populismo temprano de Billinghurst muestra ya el interés por reconstituir el Estado sobre bases más amplias, al buscar incorporar a los sectores excluidos para así tratar de consolidar nuevas formas de ejercer la política y abrir espacios de acumulación económica. Radicalizando el argumento inverso al tradicional se puede decir que el populismo es el impulsor de la industrialización, y no al revés. No obstante, y más allá de lecturas que pueden parecer forzadas, se debe tener presente que los fenómenos sociales y políticos no responden a una única causa ni son lineales. Es evidente que en este primer populismo el líder cumple un papel, ya no a la vieja usanza de caudillo militar o hacendado, sino de conductor de Estado, una institución política de carácter más general.

La coalición anti statu quo que impulsó al billinghurismo estuvo compuesta básicamente por el líder y las clases subalternas urbanas limeñas en proceso de radicalización política e ideológica. Dicha coalición buscaba destruir el «pacto oligárquico» vigente desde 1895, aunque sin éxito. Su fracaso se debe explicar por la ausencia de relaciones orgánicas entre el líder y las clases subalternas, produciéndose un hiato entre ellos y preparando el terreno para el regreso oligárquico. Se puede afirmar que Billinghurst fue una cristalización de procesos sociales, políticos y económicos que se iban desarrollando al interior de la república aristocrática, expresión político-estatal de procesos sociales que se habían originado desde finales del siglo XIX, luego de la derrota militar en la guerra contra Chile.

En el plano social, el establecimiento de las industrias textiles en la capital, Lima, permitió la aparición de un sector obrero incipiente que paulatinamente tomaría dimensiones sociales y políticas de la mayor importancia. Junto a él se encontró un también importante sector artesanal que ya había mostrado capacidades de organización vía las asociaciones de auxilios mutuos. La ideología anarquista había calado profundamente en este último, con lo cual el protagonismo del sector obrero no se dio sobre un trasfondo sin historia. En consecuencia, cuando se produjo la aparición de la clase obrera, ya existía cierta conciencia y cultura de trabajadores, que están detrás de su adhesión a Billinghurst.

En el terreno político, la fracción agroexportadora había logrado hegemoneizar el exiguo aparato estatal y la economía, produciendo tanto la elitización del poder político –con el consecuente estrechamiento del proceso de ciudadanía–, como el desarrollo de los distintos sectores sociales populares de modo distanciado y autónomo del Estado y de las élites oligárquicas. Así, las clases populares de principios de siglo, al no sentir el Estado oligárquico como propio, lo percibieron como un adversario contra el que había que enfrentarse para exigir y conseguir reivindicaciones mínimas. Pero lo mismo ocurrió con el populismo en ciernes. El inicial apoyo al líder se fue debilitando con el tiempo. Esto se hizo notorio cuando Billinghurst fue destituido: no hubo una sola manifestación de apoyo popular al líder poco antes aclamado.

Entonces tenemos la coexistencia de un «Estado débil» (Badie y Birbaum, 1994) institucionalmente con una sociedad movilizada. En su interacción conflictiva darán lugar, tempranamente, a una sociedad de tipo «clasista» (Zapata, 1993) en la que lo básico de la relación está en la oposición de los componentes. Evidentemente, lo anterior alude a la ausencia de espacios de intermediación, debilidad de las clases medias, inexistencia de instituciones vinculadoras y de intelectuales que actúen como puentes entre el proyecto estatal y las expectativas populares.

Precisamente la ausencia de estos canales de mediación permite que se puedan materializar dos vías: una, la del ejercicio arbitrario (no legítimo) de la violencia y la represión; otra, la de la cooptación y manipulación, gracias a patrones de interacción social dominados por el paternalismo que germina en las haciendas y luego se expande a la sociedad entera, y que de modo más claro se cristaliza con el populismo.

Si bien la primera vía puede ser respuesta clara a la autonomía de los sectores sociales antes aludida, la segunda no la niega, pero la ubica en otro plano, en el que la eventual cooptación de los sectores sociales, populares en especial, no impide una germinal conciencia de autonomía.

Los primeros populismos latinoamericanos

El caso de Billinghurst no fue excepcional, y sus elementos más distintivos se encuentran también, aunque con peculiaridades según procesos nacionales, en los gobiernos de Batlle Ordóñez, Irigoyen y Alessandri, a quienes Collier y Collier (1991) denominan «conservadores modernizantes». Pero, en conjunto, dichas experiencias políticas cuestionan uno de los sentidos comunes de las ciencias sociales latinoamericanas: relacionar el surgimiento del populismo con el crecimiento hacia adentro, identificado con la industrialización por sustitución de importaciones a partir de los años treinta. En general, se han olvidado los antecedentes del populismo latinoamericano.

Es conveniente subrayar que dichos gobiernos populistas iniciales no surgen como resultado de la política de industrialización, sino de la aceleración del crecimiento económico de dichos países. En efecto, desde fines del siglo XIX los países mencionados experimentaron un aumento espectacular de su comercio exterior que no se manifestó solamente en su balanza comercial, sino también en una inicial conformación del sector industrial que propició la aparición de nuevos sujetos sociales –especialmente el proletariado urbano y rural– y ayudó a despertar expectativas en cuanto a bienestar y participación política.

En el caso peruano, el boom exportador se tradujo en un aumento de casi el 100 por ciento entre 1891 y 1897, tendencia que continúa unos años después, aunque a un ritmo menor. La industria también empieza a crecer en Lima, pero muy tímidamente, teniendo en cuenta el atraso visible en todo el territorio nacional. Por su parte, entre 1870 y 1914 la economía argentina tuvo un crecimiento promedio anual del 5 por ciento, mientras que su comercio exterior aumentaba en esos mismos años en un 77,4 por ciento. De igual modo, Uruguay, entre los años 1876 y 1886, incrementó la exportación de cueros en un 40 por ciento y de lanas en un 30 por ciento, mientras que los campos para pastoreo crecieron un 60 por ciento. En Chile, luego de la guerra del Pacífico, la industria empezó a diversificarse y ampliarse. Hacia 1920 ya existían más de 2.700 fábricas y más de 4.600 talleres artesanales y pequeños obrajes, además de que se impulsaron otras ramas de la industria como la producción de locomotoras, la ingeniería civil, el procesamiento de alimentos y acerías, entre otras (Silva Gadames, 1995:279).

Con estas cifras solo deseamos señalar que la aparición del populismo latinoamericano no está umbilicalmente ligada a la industrialización en términos generales, ni a la industrialización por sustitución de importaciones, como se ha hecho sentido común en las ciencias sociales latinoamericanas. Se debe a un fenómeno más amplio, cual es el crecimiento económico acelerado gracias a la dinamización del rubro exportador en tiempos del auge de «la gran transformación» que produjo el liberalismo económico, y que tuvo un impacto en la industria por la diversificación de inversiones y algunas décadas posteriores adquiriría gran significación. No obstante la importancia del factor económico, este no es omnicomprensivo. Si no le agregamos otro elemento, el de la formación de sujetos sociales que desarrollan una cierta conciencia política y organizativa que se opone al dominio oligárquico, el hecho económico puede no explicar nada.

En efecto, otras características importantes de los populismos latinoamericanos iniciales fueron, en primer lugar, la experiencia organizativa de las clases trabajadoras, que partiendo de ciertas tradiciones gremiales del anarquismo fueron adoptando nuevas formas de organización y protesta. Esto coincidió con una crisis institucional del orden oligárquico vigente que permitió la aparición más o menos exitosa de contendientes heterodoxos respecto a la política oficial, conllevando la ampliación de expectativas de sectores –especialmente populares y medios– en relación, tanto con un mayor bienestar, como con una ampliación de ciudadanía cuando empezaron a sentirse integrantes de una comunidad política, es decir, el Estado nacional. No se trata, sin embargo, de procesos plenamente desarrollados, sino de la constitución inicial de tendencias que después serán características de los populismos clásicos.

Parafraseando la literatura reciente sobre la «transición democrática», se puede señalar que el populismo tuvo dos fases: la primera, que es un estado de transición hacia esta forma de gobierno (con las experiencias que acabamos de mencionar), y la segunda, la de su consolidación con formas más marcadas.

Los gobiernos mencionados de Perú, Uruguay, Argentina y Chile representan, en efecto, momentos transicionales entre los gobiernos oligárquicos y los propiamente populistas. Ya hemos visto cómo Billinghurst expresaba su distanciamiento de las formas de la política oligárquica, aludiendo a sus promesas de «pan grande» y su política de construcción de casas para obreros. En Uruguay, Batlle Ordóñez también llegó al poder utilizando en su campaña presidencial un medio poco ortodoxo desde la perspectiva oligárquica, como las manifestaciones callejeras para convocar al pueblo. El mismo Batlle mencionaba su distanciamiento de las formas políticas tradicionales: «Han dicho algunos, haciendo por ello un cargo al Partido Colorado, que en la manifestación se verán pocas levitas y pocas galeras.16 Es cierto: en el Partido Colorado predominan los elementos del pueblo, la clase trabajadora» (Manini Ríos, 1988:206).

Además, la política batllista mostraba una clara simpatía por las causas de los trabajadores. En 1906 aprobó la jornada laboral de ocho horas e impulsó una legislación para atender a los problemas laborales y la seguridad social, entre otras cosas. Por otra parte, le dio mayor participación al Estado, transfiriéndole la administración de la energía eléctrica, fundando bancos y nacionalizando los servicios públicos, así como parte de la administración del puerto (Lindhal, 1971). En general, Batlle antepuso el interés estatal al privado. Con esta política le dio «unidad al Estado» uruguayo (Hierro, 1977:47).

Irigoyen, por su parte, pudo captar las simpatías del pueblo gracias a su política antioligárquica y a su llamado a la «armonía de clases». Logró que las clases populares se sintieran identificadas con su figura al mismo tiempo que la oligarquía lo veía con sospecha. Una biógrafa de Irigoyen relata del siguiente modo la adhesión que despertó en las clases populares: «La multitud lo rodea enfervorizada, rompiendo la escolta presidencial [a]nte los ojos atónitos de esa oligarquía que durante años se negara a compartir el poder político...» (Quijada, 1987:78). Por ello no resulta extraño que el Secretario General del Senado afirmara con pesadumbre: «Hemos pasado del escarpín a la alpargata».17 Esta frase anuncia –aún embrionariamente– al que será uno de los populismos latinoamericanos más paradigmáticos, el peronismo, que se dirigió a los «cabecitas negras».

Al mismo tiempo que fue llamado «el Apóstol» o «el padre de los pobres», Irigoyen, al igual que Billinghurst, fue un duro represor del movimiento obrero cuando este se decidió a protestar. El papel del líder bondadoso y estricto a la vez, que será tan familiar en la política populista, se anuncia tanto en este líder argentino como en el peruano.

En Chile, Alessandri se convirtió en un líder de alcance nacional luego de que, en Tarapacá, en 1915, levantó a los trabajadores contra los poderes locales de dicha provincia. Desde ese momento, Alessandri se convertiría en la gran amenaza de la oligarquía chilena. Su frontal política contra el orden de la aristocracia chilena exitosa le valió además que le conocieran como «el demoledor». En efecto, se propuso derruir el orden vigente para construir otro. En algún momento, Alessandri había dicho: «¡Yo quiero ser una amenaza para los que se alzan contra el espíritu de justicia!» (Feliu Cruz, 1968).

Todas estas características nos indican que los primeros esbozos del populismo marcan un primer momento de quiebre en el dominio oligárquico; que abren espacios e inauguran estilos que después serán propios de los populismos latinoamericanos.

Las maneras como Billinghurst, Batlle Ordóñez, Irigoyen y Alessandri llegaron al poder fueron distintas y nos iluminan acerca de la fortaleza o fragilidad de los sistemas institucionales de los que surgen. En un sentido cronológico, Batlle fue el primer esbozo del populismo latinoamericano. Fue el antecedente inmediato al gobierno de Billinghurst. Sin embargo, existe una diferencia en la manera como los dos líderes fueron elegidos. Batlle llegó a la presidencia dentro de un estricto respeto a las reglas institucionales establecidas entre los dos grandes partidos uruguayos, el Colorado y el Nacionalista. En cambio Billinghurst lo hizo apoyado por una inusitada movilización popular que obligó al Parlamento a sancionar su elección. Otra diferencia es que Billinghurst no estaba respaldado por ninguna fuerza política estructurada comparable a las que tuvieron Batlle, Irigoyen y Alessandri. Irigoyen incluso ganó las elecciones con la participación del voto universal, secreto y obligatorio de los varones mayores de 18 años, victoria que –según las leyes vigentes– debió ser sancionada en el Parlamento. Alessandri llegó a la presidencia de su país como candidato de la Alianza Liberal (integrada por liberales, radicales y demócratas), ganando las elecciones (que, según la ley de la época, eran indirectas). Lo que deseamos destacar es que solo a Billinghurst le faltó un partido político que lo respaldara, lo que lo llevó a buscar un contrapeso en la adhesión espontánea de las clases subalternas.

La forma como Billinghurst llegó a la presidencia llama la atención sobre la extrema fragilidad del sistema partidario en el Perú, que se hizo más evidente en la escasa duración del propio gobierno billinghurista. Batlle e Irigoyen, gracias a la mayor institucionalización de los sistemas de sus países en esos momentos, pudieron concluir sus administraciones. El primero incluso fue relegido para el periodo 1911-1915. En el caso peruano esto era impensable. El caso de Alessandri es un poco más complicado, puesto que si bien llegó a ser presidente por medio de elecciones, luego de una serie de conflictos con el Ejército18 presentó su renuncia en septiembre de 1924. La renuncia no fue aceptada por el Senado, invitándosele a salir del país –aparentemente por solo seis meses–, pero significó la interrupción de la constitucionalidad, el fin del primer gobierno de Alessandri y la vuelta de la oligarquía al poder (Blakemore, 1992). Luego Alessandri volvería a ser elegido presidente, por medio del sufragio, para el periodo 1932-1938.

La rápida presentación de estos gobiernos populistas iniciales nos revela algunas características que permitirán entender los populismos típicos. En primer lugar, como hemos argumentado, la aparición del populismo latinoamericano está asociada, más que a la industrialización impulsada por el Estado, a un crecimiento económico del sector agroexportador al interior del auge liberal.

En segundo lugar, la elección de esos gobiernos corresponde a momentos de transición política, por cuanto aparecen dentro de los regímenes oligárquicos, socavando su legitimidad y hegemonía pero sin poder derrumbarlos completamente. El caso más claro es el gobierno de Billinghurst, quien remeció los fundamentos del orden oligárquico, pero reveló su inoperancia para construir una nueva institucionalidad. Esto explica su fracaso y la vuelta al poder de las élites oligárquicas.

En tercer lugar, estos populismos iniciales muestran ya el interés por reconstituir el Estado sobre bases más amplias, al buscar incorporar a los sectores excluidos para así tratar de consolidar nuevas formas de ejercer la política y abrir espacios de acumulación económica. Radicalizando el argumento inverso al tradicional, se puede decir que el populismo es el impulsor de la industrialización, y no al revés. No obstante, hay que tener presente que los fenómenos sociales y políticos no responden a una única causa ni son lineales. Profundizar en la relación entre economía y surgimiento del populismo sigue siendo un problema que merece ser atendido a la luz del intento de una nueva lectura.

En cuarto lugar, es evidente que en estos primeros populismos el líder cumple un papel, ya no a la vieja usanza de caudillo militar o hacendado, sino de jefe del Estado, una institución política de carácter más general. Finalmente, las diferentes formas de acceso al poder nos ayudan a explicar el entramado institucional en el que surgen. Una mayor institucionalización de los partidos y de las reglas de juego en torno al poder permite un mayor asentamiento de los populismos emergentes (como en Uruguay y Argentina), mientras que una acentuada fragilidad institucional contribuye a explicar su fracaso (como en el Perú, y parcialmente en Chile). Mientras más estrecha sea la relación entre consolidación político-institucional y crecimiento económico, más firme será la experiencia populista en los años iniciales del siglo XX.

En quinto lugar, la conclusión más importante, y en la que deseamos detenernos, es que el populismo inicial, en tanto estrategia política que se profundizaría con el tiempo, marcó el principio de constitución de un nuevo «pacto de dominación» (Brachet-Márquez, 1996) sustentado en la aparición de nuevos sujetos sociales –como producto del crecimiento económico– que requerían a su vez de nuevos formatos institucionales de representación política. Esto obligaba a reacomodar la institucionalidad estatal, la cual ya resultaba obsoleta en relación con el innovado escenario social. De esta manera, los populismos iniciales modificaron las características de la arena de lucha política; desde ese momento ya no se podría obviar la participación de las clases populares. Las élites oligárquicas, al alterar las formas de la lucha política, se transformaron ellas mismas y simultáneamente abrieron las posibilidades de aparición de nuevos contendientes por el poder; al modernizar sus respectivas sociedades ampliaron los espacios de formación ciudadana, y al suceder esto se configuraron sujetos diferentes que no aceptaban su rol pasivo tradicional. Se da comienzo entonces a una nueva práctica de movilización que era tolerada mientras podía ser dirigida y controlada (Collier y Collier, 1991), pero cuando constituía un riesgo para el orden populista se abrían las puertas de la represión, de dictaduras, sean regresivas o modernizantes.

Todos estos elementos aparecen más o menos nítidamente, según tipos de sociedades y contextos, en las primeras décadas del siglo XX. Más adelante, los que eran rasgos embrionarios adquirirían características plenamente definidas, que nos permiten identificar a los que se conocen como populismos clásicos.

La consolidación del populismo latinoamericano

A partir de esta sección deseamos continuar con las reflexiones sobre el populismo tomando como objetos de análisis los gobiernos populistas considerados clásicos, es decir, los que surgieron desde los años treinta, luego del crack financiero de 1929, especialmente en México, Brasil y Argentina. Desde su análisis pretendemos llegar a algunas generalizaciones.

A finales de los años veinte, los países latinoamericanos buscaron alcanzar su industrialización por medio de la política de sustitución de importaciones, concebida como una manera de acabar con la dependencia externa e impulsar un desarrollo más autónomo de las potencias capitalistas.

México, Brasil y Argentina –los más grandes y desarrollados de América Latina– son paradigmáticos en este sentido, pues se trata de países que experimentaron un proceso de industrialización temprana, la cual se complementó con la actividad agroexportadora.19 Si bien el límite de esta industrialización fue que no surgía de una estructura diversificada, «sino del aumento de unidades de producción similares a las ya existentes» (Altman, 1983:43), su ventaja estribó en que contaba con mano de obra abundante y que podía ampliar los círculos de consumo que permitió reforzar el mercado interno. En los años cuarenta y cincuenta la industrialización por sustitución de importaciones fue inspirada y promovida por las ideas de la Comisión Económica para América Latina (Cepal), las cuales fueron divulgadas por un conjunto de analistas con injerencia real en las políticas de los Gobiernos latinoamericanos.

Con la crisis financiera internacional de 1929 se inicia una segunda etapa en la industrialización de los tres países mencionados. Se suprimen las importaciones, se contrae el sector exportador y se interrumpe el flujo financiero. Entonces es cuando aparece como alternativa la industrialización por sustitución de importaciones, en donde el Estado de «capitalismo periférico», como dice Florestan Fernandes y los demás dependentistas, busca asociarse al imperialismo, a las multinacionales y a la burguesía nacional, para convertirse en pilar, mediador y artífice de la relación periferia-centro.

En México, durante el cardenismo (1934-1940), el Estado fue el protagonista central en el proceso de la industrialización. Lázaro Cárdenas necesitó crear un mecanismo rápido de acumulación de capitales –el Estado– desde el cual organizar el movimiento obrero y el campesino, a los que otorgaba beneficios al mismo tiempo que controlaba. Se trata del sistema corporativista ya característico del Estado mexicano posrevolucionario, en el que las clases y sectores sociales no podían organizarse autónomamente (Córdova, 1974).

Para Cárdenas, el Estado debía cumplir la figura de árbitro en los conflictos, dentro de un proyecto en el que predominaba el espíritu de conciliación de clases, propio del populismo. De igual modo, otro elemento que definía al cardenismo, y que lo caracteriza como populismo, fue la ideología nacionalista, y ahí están como evidencias el discurso y la simbología que se crearon en diversas actividades, desde el cine, la literatura, el muralismo, etc. Finalmente, cabe mencionar el papel carismático del liderazgo. Por todas estas razones, Werner Altman (1983:63) señala que: «En México, el populismo se ha hecho sistema institucional».

Por su parte, en Brasil, la revolución de 1930 liquidó la «República Velha» y despojó a la burguesía agraria del poder del control del Estado. Con Getulio Vargas (1930-1945 y 1950-1954) ascendieron la «disidencia oligárquica», la burguesía industrial y nuevos grupos urbanos, asumiendo el Estado la responsabilidad en la dirección del desarrollo industrial. En este sentido, el Estado no solo actúa como mediador, sino que también adquiere el papel de transformador de la sociedad, económica y políticamente hablando.

La característica del populismo brasileño es que no contaba con una burguesía industrial poderosa, debido fundamentalmente a la importancia mantenida por los grupos económicos ligados al cultivo del café. De esta manera, terminan englobados tanto la oligarquía agroexportadora20 y la burguesía industrial y comercial, como las capas medias urbanas. Por otra parte, en relación con las masas urbanas movilizadas es necesario mencionar que el populismo getulista apoyó a los «humildes», pero bajo el signo de la «colaboración de clases» (lo que no negaba el uso de la represión).

Con el varguismo se fundó el «Estado Novo» (1950-1954). El líder populista no dejó que el partido interrumpiera la relación directa entre el pueblo y el líder. El populismo brasileño no aceptó la regimentación de las masas en un partido único, aspecto que lo diferencia tanto del fascismo, como de los populismos argentino y mexicano. En Venezuela, por su parte, Betancourt estimulaba la presencia partidaria para mediar entre reclamos e intereses sociales y Estado. El populismo latinoamericano tiene muchas variantes.

En Argentina, al lado de un sólido sector agroexportador, las capas medias y algunos sectores populares fueron incorporados al sistema político por el radicalismo, aunque mayoritariamente la clase obrera estaba afiliada al Partido Comunista o al Partido Socialista. En 1945, Juan Domingo Perón llegó al poder, y bajo su mandato el Estado se convirtió en el árbitro entre el pueblo y la oligarquía.

Junto a su concepto de justicia social, el peronismo21 se preocupó por mejorar los niveles de vida de la población, especialmente de los trabajadores asalariados. Como producto de esta política, la Confederación General del Trabajo se convirtió en un poderoso actor político y social argentino. Se buscaba la conciliación de clases tratando de legitimar una conducción nacional encarnada en el líder, además de la defensa de la soberanía nacional y una propuesta de colocación equidistante entre los dos bloques del poder internacional. La base social del peronismo estaba compuesta por la clase obrera urbana, integrada en su mayoría por migrantes internos, especialmente recientes y carentes de experiencia moderna (Germani, 1989), los llamados «descamisados».

La caída del peronismo en 1955 se debió al estancamiento económico, al crecimiento de la inflación y a la existencia de una sociedad convulsionada. El Estado ya no podía cumplir el papel de árbitro ni de impulsor del desarrollo industrial argentino.

Deseamos llamar la atención sobre el hecho de que la consolidación de los gobiernos populistas en América Latina guarda continuidades y cambios con los populismos de principios de siglo.

• Un primer elemento a tomar en cuenta es que el Estado ya asume plenamente el papel de conductor del desarrollo económico vía la política industrializadora. Esto fue posible no solo porque sucedió una modificación en las élites, en las que comenzaba a cobrar protagonismo el sector empresarial, sino también porque las clases populares habían experimentado cambios producto de la relativa modernización y de las migraciones, que permitieron la predominancia de lo urbano sobre lo rural en cuanto a la dinámica económica.

• Otro elemento es la consolidación, como discurso estatal, de una política conciliatoria de clases, al mismo tiempo que cooptadora de los movimientos populares. En ese discurso, la prédica nacionalista actuaba como un elemento que permitía neutralizar los conflictos o, de no ser esto posible, reprimirlos mediante el uso legítimo de la fuerza, apelando a intereses que iban más allá, que eran superiores a los derechos individuales.

• El tercer elemento a tomar en cuenta es que el Estado ya aparece como una fuerza dirimente en los conflictos producidos entre las distintas fuerzas sociales, algo que solo estaba en ciernes en los populismos iniciales.

• Finalmente, si bien se habla de populismo en un sentido general, es necesario situar el término históricamente y según casos específicos, pues la variedad que adquieren sus modalidades y las fuentes iniciales de legitimación, es muy grande. Así, tenemos que puede haber populismos democráticos o autoritarios, civiles o militares, de partido único o sin partidos, progresistas o reaccionarios. Ahondar en cada caso debería contribuir a darle un mayor estatuto analítico al término «populismo».

Líder y pueblo: los motivos de las adhesiones

De modo general, en la literatura sobre el populismo latinoamericano existe un énfasis en lo que se supone es el carácter reactivo de las clases populares. Estas, se presume, carentes de ideología, proyecto y conciencia política, se subordinan a los dictados de la pequeña élite, o del líder simplemente. Justamente la personalización del poder se ha convertido para muchos erradamente en sinónimo de populismo (por ello es usual referirse al peronismo, cardenismo, varguismo batllismo, etc.). Desde esa perspectiva se ha analizado si el liderazgo populista contribuye o no a la configuración de grupos y clases sociales, y si realmente las representa o solo las manipula.

Para el caso del peronismo, Gino Germani sostiene que el apoyo logrado por el conductor de parte de las masas se basa en la irracionalidad de estas, explicable por la exigua experiencia moderna y democrática que las caracteriza. Además porque existe un desfase entre los intereses de esa masa y la voluntad de asumirlos del peronismo. Esto se traduce en el espejismo de la participación en las masas, cuando en verdad lo que sucede es la imposición del líder o de la élite.

Juan Carlos Torre (1989) señala lo contrario, que el apoyo al líder es racional, porque este representa para las masas marginadas una posibilidad de ingresar a la política que de otro modo no podrían conseguir. Por otra parte, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero (1971) señalan que el apoyo a Perón expresa una racionalidad instrumental, que se explica porque el peronismo había atendido las demandas y necesidades de los obreros como tales. En otras palabras, el peronismo les permitió alcanzar conquistas antes imposible de lograr.

Deseamos tomar en consideración este debate para contrastarlo con la política llevada a cabo por Billinghurst en Perú durante su campaña primero, y efímero gobierno (1912-1914) después.

El ejercicio político de Billinghurst se ubica en un extremo opuesto al que acostumbraban ejercer las élites oligárquicas peruanas, representadas principal pero no únicamente por medio del Partido Civil (fundado en 1871). Mientras la forma de hacer política del civilismo se encontraba más cerca de las élites y los salones, la irrupción de Billinghurst en el escenario oficial marcó un viraje radical, pues buscó el apoyo en las calles y el pueblo.

En efecto, en su campaña electoral de 1912 Billinghurst ganó la adhesión de los sectores populares ofreciéndoles mejores condiciones de vida y trabajo, algo que a las élites oligárquicas mantenía sin cuidado. Por ello no debe de extrañar el apoyo que le brindaron las clases populares –especialmente urbanas, de Lima específicamente–.

La política billinghurista ofreció a los marginados un espacio para compartir, acabar con el exclusivismo oligárquico y empezar a reconocer la calidad de ciudadanos a los trabajadores. En otras palabras, el apoyo popular a Billinghurst no se debió a una ciega adhesión, sino a un criterio racional (¿pragmático?) de las clases populares para tratar de conquistar derechos que durante la dominación oligárquica estaban imposibilitadas de alcanzar.

Por primera vez en la historia peruana los trabajadores asumieron un papel decisivo de injerencia política. En otras palabras, es posible detectar en las clases populares cierta conciencia política que las llevó a no responder siempre acríticamente a los mandatos de las élites gobernantes, sino a tomar cierta distancia y movilizarse autónomamente respecto del Estado y las clases dominantes, así como ejercer una presión en los campos de la política.

Resumiendo, el modo populista de Billinghurst de ejercer la política y conectarse con las clases populares puede caracterizarse con base en los siguientes elementos:

• En primer lugar, hay un claro avance en el estilo de hacer política en relación con los Gobiernos de las élites oligárquicas, para quienes las masas simplemente no existían.

• En segundo lugar, si bien el populismo no adquiere sus características definitivas con Billinghurst, sí es un antecedente de él, especialmente por su proyecto de variar el patrón de desarrollo (subordinando la economía agroexportadora a una de tipo productiva), su discurso nacionalista y su proyecto de consolidar el Estado como una arena de resolución de conflictos.

• En tercer lugar, hablar de Billinghurst como una parte importante de los orígenes del populismo nos obliga a prestar atención a la constitución de las clases populares que paulatinamente se van consolidando como sujetos políticos, en un proceso que sobrepasa al billinghurismo.

Billinghurst no duró mucho en el gobierno, rápidamente fue despojado del poder por una alianza entre oligarquía y Ejército. Este hecho nos permite plantear algunas interrogantes: ¿qué lo hizo posible?, ¿qué características tuvo? y ¿cuáles fueron sus consecuencias?

Antes de Billinghurst, las élites oligárquicas ejercían su dominio gracias a una combinación de recursos que iban desde lo cultural (induciendo un sentimiento de apatía y resignación en las clases populares), hasta lo político (combinando la represión con el paternalismo) y económico (tanto por la importancia de las plantaciones agroexportadoras como de las haciendas más atrasadas). No existía un pacto de dominación estrictamente hablando, fundamentalmente porque las demandas de las clases populares no eran tomadas en cuenta y, en consecuencia, no afectaban el manejo del Estado y ni la evolución política. El pueblo solo estaba para ofrecer un consenso pasivo.

Justamente con la entrada de Billinghurst en escena el estado de aparente calma fue echado abajo, especialmente por medio de la irrupción de las clases populares en terrenos de la política. El escenario político había sido modificado sustancialmente, más allá de la caída de Billinghurst. La oligarquía, incapaz de retornar a la situación previa a 1912, trató de establecer un pacto de dominación en el que sí se atendieran ciertas demandas populares (como la jornada de ocho horas) para poder mantener –aun en una situación conflictiva– su dominio. Pero la movilización y radicalización que experimentaron las clases subalternas durante el billinghurismo no tenían retorno. Más aún, se agudizaron. Esto se expresó durante el oncenio de Augusto B. Leguía (1919-1930), tiempo en el que surgieron las grandes expresiones políticas populares del aprismo y del socialismo.

Luego de la caída de Leguía, las élites oligárquicas de regreso en el poder, en alianza con el Ejército, apelaron a la represión para sostener a los grupos dominantes tambaleantes en su control político y social. Estas élites fueron lo suficientemente sagaces para percatarse de que tenían que modificar sus estrategias. Por ello, esta vez al uso de la fuerza aunaron la táctica de responder a ciertas demandas de las clases populares,22 las cuales habían madurado organizativa y políticamente (especialmente las identificadas con el aprismo). Aun así, se postergó cualquier posibilidad de constituir un pacto de dominación, que hubiera llevado a sentar las bases de una nueva institucionalidad, como sucedió en el caso de México.

A pesar de ciertos intentos democráticos fracasados23 y de algunos populismos autoritarios,24 la constante de la política peruana fue el enfrentamiento y la captura del Estado en manos de la vieja oligarquía. La consecuencia directa de esta manera de ejercer la política fue la no constitución del Estado nacional, al menos hasta 1968, cuando el populismo militar-reformista de Velasco Alvarado acabó con la oligarquía y se mostró permeable a las demandas de las clases populares, contribuyendo a modificar radicalmente el rostro político peruano.

Apuntes teóricos finales sobre el populismo

Ahora ya es posible señalar algunos elementos teóricos que pueden ser importantes para el análisis de los populismos latinoamericanos.

1. El énfasis de las ciencias sociales y políticas latinoamericanas (o latinoamericanistas) en el factor económico ha sido en muchos casos una limitante más que una ventaja en los análisis de nuestros regímenes políticos. En efecto, la estrecha relación que se pensaba descubrir entre la aparición del populismo y la política de industrialización o de crecimiento hacia adentro dejaba de lado otros elementos de igual o de mayor importancia. Uno de estos es el surgimiento de actores sociales que promueven un tipo de ejercicio de la política distinto al oligárquico y que buscan ampliar la base ciudadana del Estado nacional. El apoyo popular a Billinghurst lo demuestra; los obreros y artesanos exigían una representación política y simbólica más efectiva desde el Estado, y es más o menos lo que se repite en las otras experiencias de populismos iniciales. Si no se atiende a este elemento social no se explicaría por qué en otras épocas, cuando hubo auge económico, no apareció el populismo, ni por qué el populismo sigue siendo un recurso de los grupos gobernantes aun en tiempos de crisis económicas.

2. El populismo latinoamericano surge en un momento de bonanza exportadora que, gracias a las altas rentas que generaba, permitió el desarrollo de algunas industrias, espacialmente localizadas y en determinados rubros. Posteriormente, a partir de los años treinta, se inició una política explícita de apoyo al sector industrial, lo que se hizo más evidente con las propuestas cepalinas. En este contexto aparecen los que conocemos como populismos clásicos.

3. De esta manera, el determinismo económico ofrece una explicación reducida de la aparición del populismo latinoamericano. Más aún si tomamos en cuenta que la crisis financiera de 1929 –que cerró la puerta a las exportaciones– fue remontada algunos pocos años después y no tenía, en absoluto, un carácter definitivo. Por ello resulta exagerado suponer que solo el colapso económico orientó la política de sustitución de importaciones que abrió las puertas al ejercicio populista del poder; también la presencia de una masa crítica de trabajadores y clases medias contribuyó al surgimiento del populismo.

4. Aunque usualmente poco tomado en cuenta, es necesario señalar los orígenes sociales de los primeros populistas latinoamericanos. Billinghurst, Batlle Ordóñez, Irigoyen y Alessandri provenían de las clases medias y acomodadas de sus respectivas sociedades. Por esta razón es una falacia hacer aparecer como sinónimos populismo e izquierda (en tanto expresión política de las clases populares). En sentido estricto, el populismo nació en las alturas de la estructura social, no en sus bases. Incluso se puede observar que fueron los regímenes dictatoriales o autoritarios los que más apelaron a formas de hacer política populista. (Por ello, autores como Carmagnani llegan a afirmar que el populismo no fue más que un invento de las élites oligárquicas para mantener su dominio, aun cuando bajo otros formatos políticos). Esto refuta las afirmaciones de recientes intelectuales neoliberales que establecen una sinonimia entre izquierda y populismo con la lógica siguiente: si en nuestros países ha prevalecido el populismo, por consiguiente es la izquierda la que ha gobernado en América Latina; y si ha fracasado el populismo, ha sido derrotada entonces la izquierda. El populismo –ya sabemos– no tiene un solo color, es diverso: hay de izquierda, de derecha, democrático, autoritario, etc.

5. Por otra parte, resulta analíticamente provechoso intentar relacionar, para entender el surgimiento del populismo latinoamericano, los dos procesos de transición que ocurren simultáneamente: el del régimen político, de la oligarquía al populismo, y el social, producto de los nuevos sujetos sociales que van surgiendo y consolidándose al interior de la modernización e industrialización tardía de nuestros países. En este aspecto, el hilo conductor lo constituye el análisis de la relación y diferenciación entre artesanos y obreros, y entre estos dos y las clases medias, que en algunas ocasiones los hará aliados, y en otras adversarios. En el caso peruano, el Gobierno billinghurista anunció lo que sería una política evidente en las décadas siguientes, especialmente durante el leguiismo, cuando las clases medias muestran una identificación más nítida de sus intereses y las clases populares una movilización política mucho mayor.

6. Si aceptamos la propuesta de Edward Shorter y Charles Tilly (1985), en el sentido de que la huelga se ha convertido en un medio por el cual las clases trabajadoras buscan conseguir representación política, y la unimos con el proceso de industrialización tardía de los países latinoamericanos, tendremos un marco en el cual se puede producir el cuestionamiento de las clases trabajadoras al sistema político controlado por la oligarquía, al mismo tiempo que los intentos de esta de readecuar los términos de su forma de ejercicio del poder para no perderlo. Desde esta perspectiva, el populismo puede ser entendido como un recurso de los grupos oligárquicos para mantener su dominio o puede ser el resultado de la confluencia organizativa y política de sectores antioligárquicos, de contendientes que surgieron por fuera del pacto oligárquico y que necesitaban de nuevos formatos políticos para legitimarse ante una sociedad que, a su vez, se estaba transformando.

7. Desde otro punto de vista, el populismo puede ser apreciado por constituir un medio quizás el único en muchos casos que tienen las clases subalternas para hacerse representar políticamente y así ser partes del Estado, al cual, simultáneamente, contribuyen a ensanchar y modificar, otorgándole un carácter más nacional.

8. Este tipo de análisis relacional nos abre una perspectiva mucho más amplia que la economicista, puesto que las consecuencias que revela van tanto en la dirección de lo político-institucional, como en la de lo social-cultural. En otras palabras, nos permite ver la configuración de un nuevo pacto de dominación que significa una nueva forma de relación entre las élites y los sectores sociales populares, en el que cada parte puede negociar –cediendo, presionando y acordando–, con el propósito de ganar algo en el acuerdo: unos apoyo y legitimidad sociales; otros, reconocimiento de derechos sociales, políticos y económicos.

9. Asimismo, la búsqueda de expresión política de las clases populares vía el populismo también pretende legitimar formas de expresiones culturales distintas a las exclusivistas propias de la oligarquía, y esto es lo que permite –entre otras causas– la justificación y hasta la necesidad de los discursos nacionalistas, policlasistas y conciliatorios. En cuanto a los populismos iniciales, Billinghurst intentó –aunque por un tiempo muy breve– legitimar este tipo de discurso. En las experiencias argentina, chilena y uruguaya el éxito fue mayor. Esto revela que el populismo no es solo un tipo de régimen político que integra demandas, también es un espacio simbólico en el que se procesa la ideología –y hasta la fe– de la «unidad nacional». En otras palabras, el populismo, al permitir el ingreso de las masas excluidas a la vida social amplia, propicia la construcción de un Estado que pretende ser nacional, sea en términos institucionales o discursivos.

10. Otro elemento importante es que el populismo es un proceso que se «aprende», que es resultado de un período de transición y que no surge de manera espontánea o abrupta. El populismo no es una etapa que cancela a las anteriores. Para las clases subalternas el populismo puede ser un momento de culminación de experiencias que se han acumulado tanto en el plano organizativo como en el ideológico, cultural y político, hasta constituir un nuevo «repertorio» (para tomar un término de Charles Tilly). De esta manera, el populismo se entendería como un invento político que se ha construido paulatinamente desde la participación de las clases trabajadoras, las cuales, con sus recursos disponibles, también son capaces de «inventar tradiciones» (tomando la expresión de Eric Hobsbawm). Tanto repertorios como tradiciones son dos maneras de llamar la atención sobre la capacidad de las clases subalternas de integrarse a –modificando a su vez– la cultura y la política de sus respectivas sociedades.

11. Al mismo tiempo, los grupos dirigentes también experimentan un proceso de aprendizaje. En efecto, cuando el régimen oligárquico entra en crisis –tanto por contradicciones en las fracciones dominantes como por la movilización de las clases subalternas– las élites, en el proyecto de mantener su poder, buscan readecuar sus formas políticas y de relación con las clases subalternas. Se trata de abandonar la forma política anterior en las que aquellas oficialmente casi no existían, para remplazarla por otra en la que al mismo tiempo que se le reconocen ciertos derechos y demandas se les busca controlar desde el Estado, y ya no solo desde las esferas privadas del poder. Cuando esta política no resulta, la apelación a la represión siempre está al alcance de la mano. El populismo, pues, también es expresión de un aprendizaje político-social de las élites, y no solo de las clases subalternas.

12. La relación de doble vía a analizar –de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba– produce una amplia gama de gobiernos populistas que van desde el formato autoritario hasta el democrático, pudiendo ser burgués, oligárquico o popular, militar o civil, y con los proyectos que identifican a estos, sean reformistas o reaccionarios. En la actualidad se habla de populismos neoliberales, de neopopulismos y de populismos de modernos. Toda esta variedad nos confirma que el populismo es distinto en cada país y que solo comparte en ellos los rasgos más generales. Por este motivo se hace necesario volver a los casos nacionales específicos para tratar de aprehender aquellas características comunes generales que permitan analizar al fenómeno populista con mayor profundidad y así otorgarle el estatuto teórico que reclama… aunque la polisemia es tan grande que es legítimo preguntarse si ello es posible.

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Notas:

* Agradecemos los comentarios de los evaluadores anónimos, cuyas sugerencias nos ayudaron a mejorar sustantivamente el presente artículo. Sin embargo, el resultado final es de nuestra exclusiva responsabilidad.

1 Un intento reciente de explicar el populismo desde un esfuerzo interdisciplinario (lingüística, filosofía, psicoanálisis y política) es el de Laclau, 2005.

2 Véase Ionescu y Gellner, 1970. Una revisión de los múltiples significados del término populismo puede encontrarse en el artículo de Viguera, 1993.

3 Una lectura reciente sobre la coyuntura política peruana a partir de las claves teóricas sobre el populismo puede encontrarse en Grompone, 2006.

4 Aunque es preciso establecer que Haya de la Torre realiza sus análisis desde la política y cuando aún el mismo término, populismo, no existía en el vocabulario de nuestros países. Por eso mencionamos sus propuestas solo como antecedentes de lo que se realizaría después en el ámbito académico.

5 La complejidad del diagnóstico de Haya de la Torre respecto del imperialismo, su carácter dual y potencialmente progresivo, ha demostrado ser útil para el análisis. Por ejemplo, estas ideas son de alguna manera retomadas por Cardoso y Faletto en Dependencia y desarrollo en América Latina (1970) al afirmar la posibilidad de lograr desarrollo en una situación de dependencia, en la etapa que ellos llaman «de transnacionalización».

6 Estas ideas establecen la vinculación entre populismo y corporativismo que posteriormente ocuparía gran parte de los análisis políticos.

7 El populismo es la encarnación más nítida de lo que Cavarozzi (1996) llama la etapa de la matriz Estado-céntrica.

8 De Ipola y Portantiero (1994) subrayan el papel importante que cumple la necesidad de establecer un principio de unidad por parte del populismo, elevando a niveles casi míticos el Estado o al líder, con el fin de neutralizar las demandas sociales que puedan cuestionar a las dirigencias populistas. En este proceso de mitificación o fetichización de los liderazgos se van constituyendo elementos de fe que permiten observar el fenómeno populista como una especie de religión laica, aunque suene contradictorio.

9 «Cierto es que un Gobierno populista puede auspiciar una industrialización selectiva, del tipo de la sustitución de importaciones –como ilustra el caso del peronismo–; pero esto no debe hacernos olvidar el hecho de que el populismo urbano se preocupa primariamente de la urbanización, no de la industrialización» (Hennessy, 1970:50).

10 Di Tella (1993) hace una clasificación de los tipos de partidos. Partidos integrativos policlasistas, que son apoyados por la clase obrera, grupos burgueses y clases medias. Partidos apristas, apoyados por la clase obrera y clase media, pero no por el clero ni los militares. Partidos reformistas militaristas, que no son tan duros, de carácter de burguesía o clase media, con apoyo de intelectuales y clero; los militares reemplazan a la burguesía en el crecimiento económico y en la reforma social; el carácter, más que ideológico es carismático. Partidos socialrevolucionarios, apoyados por la clase obrera urbana, campesinado (pobres y peones) y élite de revolucionarios profesionales (de clase media inferior e intelligentzia).

11 Por su parte, Laclau (1978) señala que el populismo será la forma en que el pueblo, al no ser hegemonizado por ningún discurso de clase, se enfrenta al bloque de poder, para que así las mismas clases puedan afirmar su hegemonía.

12 No obstante, hay que mencionar que los populismos latinoamericanos no son homogéneos en su aplicación de políticas, y que el olvido del campesinado hay que matizarlo. El caso mexicano es elocuente, especialmente durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), quien realizó una profunda reforma agraria.

13 Crabtree, 1999; Grompone, 1998; Knight, 1994; Novaro, 1995; Roberts, 1995; Sanborn y Panfichi, 1996 y Weyland, 1999

14 Para un análisis más detallado del gobierno de Billinghurst, véase Gonzales, 2005.

15 En los últimos meses de su gobierno, Billinghurst constituyó un Comité de Salud Pública para combatir a sus adversarios, lo que aceleró sus enfrentamientos con las élites oligárquicas. Así, Billinghurst, que inició su gobierno con características de un populismo democrático, devino en insinuaciones de un populismo de corte fascista.

16 Con «levitas» y «galeras» Batlle se refiere a la indumentaria y a los coches que identificaban el modo de vida de la oligarquía.

17 Frase consignada en Quijada, 1987.

18 Estos conflictos fueron expresados simbólicamente en el famoso «ruido de los sables» que los oficiales provocaron en el Congreso el 5 de setiembre de 1924 en señal de protesta contra la ley que definía las dietas de los parlamentarios.

19 Hemos tomado tres casos considerados clásicos (cardenismo, varguismo y peronismo), pero es evidente que habría que incluir muchas otras experiencias (como la de Acción Democrática en Venezuela, el leguiismo o el odriismo en Perú, el gobierno chileno de la Democracia Cristiana). Bolivia, por ejemplo, representa algunas diferencias con respecto a los populismos clásicos de México, Brasil y Argentina. En dicho país andino el proceso de industrialización es más débil y la urbanización y modernización se dan en un contexto distinto. Sin embargo, también presenta características comunes como: la propuesta de una alianza de clases multiclasista; la movilización de sectores sociales que no tuvieron participación previa; el tener a la oligarquía o al imperialismo como enemigos del pueblo; un discurso ideológico contradictorio respecto al statu quo; uso de la palabra «pueblo» como categoría vaga; aplicación de una política de distribución de la riqueza; mejoras económicas inmediatas; partido de ideología nacionalista y policlasista; discurso ambiguo –ni capitalismo ni comunismo–; valor carismático de los líderes; la variedad de su carácter civil, militar o civil-militar, autoritario o democrático, de masas o burgués, y la multiplicidad de formas para llegar al poder, sea por la violencia (golpe de Estado o insurrecciones) o por elecciones. David Toro (1936-1937) representa el primer esquema de gobierno populista boliviano, al que algunos autores definen como «socialismo militar». Su política se caracterizó por la nacionalización del petróleo, métodos dictatoriales, legislación represiva y política demagógica. Pero no cabe duda de que el actor político que mejor expresa al populismo boliviano es el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), fundado en 1941, de ideología policlasista, y que representa la revolución antifeudal y antimperialista. Sobre el populismo boliviano véase Miranda Pacheco, 1983. Por otra parte, en Venezuela, el gobierno populista de Rómulo Betancourt (1945-1948) no se sustentó en un proceso de industrialización, sino en un recurso natural, el petróleo, que le permitió al Estado disponer de grandes rentas a partir de 1943 gracias a la reforma de la Ley de Hidrocarburos. Con esta disponibilidad de recursos, el Estado pudo atender ciertas demandas populares y sustentar su legitimidad social.

20 Sólo después de 1950, cuando Vargas fue derrocado del poder, la industria comenzó a superar a la economía agroexportadora.

21 Para una revisión del peronismo y las principales lecturas que sobre él se han hecho consúltese el artículo de Horowitz (1990). El autor se centra en el papel de los industriales y sus relaciones con Perón, concluyendo que aquellos no apoyaron a este en los críticos años señalados.

22 Como el segundo gobierno de Oscar R. Benavides (1933-1939), que instauró el sistema de seguridad social mucho antes que en otros países de América del Sur, y el del general Manuel A. Odría en los años 1948-1956, que es especialmente recordado por la construcción de unidades habitacionales y grandes unidades escolares.

23 Como los Gobiernos del segundo período de Manuel Prado (1939-1945) y del Frente Democrático Nacional (1945-1948), que integraron parcialmente a apristas y comunistas en los tiempos de la política antifascista.

24 En parte, ciertas medidas de la dictadura del general Odría, y con mayor claridad el reformismo militar del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975).