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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.25 n.67 Caracas abr. 2008

 

El proyecto neoconservador y el 11 de septiembre: en memoria de Norbert Lechner

Miguel Ángel Contreras Natera*

* Profesor de la Escuela de Sociología de la Universidad Central de Venezuela. Venezuela. miguel-a-contreras@cantv.net

 

Resumen

El presente trabajo establece la relación entre el pensamiento neoconservador y la política exterior estadounidense instrumentada después del 11 de septiembre de 2001. Primero se muestran los orígenes del pensamiento neoconservador en el contexto de la Guerra Fría. Luego se presenta la programática neoconservadora como respuesta a la irrupción de los movimientos contraculturales en la década de los sesenta. En tercer lugar se explica la crítica neoconservadora a la modernidad occidental. Después se analiza la ofensiva neoconservadora desde el 11 de septiembre de 1973 y los procesos de reestructuración que induce. Por último, se establece la relación entre el «Proyecto para un nuevo siglo americano» y la política exterior de los Estados Unidos en el contexto del 11 de septiembre de 2001.

Palabras clave Neoconservadurismo / Neoliberalismo disciplinario / 11 de septiembre / Democracia / Norbert Lechner

Abstract

The present essay establishes the relationship between the neoliberal thought and the North American foreign policy after September 11, 2001. First, it deals with the origins of neoconservative thinking in the context of the Cold War. Second, it addresses the program content of neoconservativism as an answer to the emergence of counterculture movements during the sixties. In the third place, the neoconservative critic of western modernity is explained, followed by an analysis of the neoconservative offensive from September 11, 1973 on and the restructuration processes it induces. Finally, it establishes the relationship between the Project for the New American Century and the USA foreign policy in the context of September 11, 2001.

Key words Neoconservativism / Disciplinary neoliberalism / September 11 / Democracy / Norbert Lechner

RECIBIDO: ENERO 2008 ACEPTADO: ABRIL 2008

La obra escrita (textos) y hablada (conferencias, seminarios, entrevistas, conversaciones, clases)

de Norbert Lechner (1939-2004) tuvo profunda influencia teórica y empírica en generaciones

de cientistas sociales en América Latina. En sus textos se articulaba una exploración inquebrantable

de lo que llamó en uno de sus libros «la conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado».

Para él, la búsqueda de ese horizonte normativo suponía explorar el sustrato cognitivo-afectivo

de la democracia. Pero, sobre todo, rescatar la política como creación deliberada del futuro.

En un contexto de radical despolitización de las sociedades en América Latina, uno de sus textos,

El proyecto neoconservador y la democracia, se convirtió en una deconstrucción crítica de la perspectiva

 tecnocrática de la política del paradigma neoliberal-neoconservador. En sentido estricto,

tomando prestado del código del préstamo, como diría Jacques Derrida, poniendo a prueba

la propia elección teórico-crítica, decidimos reescribir el título de ese último texto para incorporar

los dramáticos acontecimientos del 11 de septiembre y continuar con esta herencia, en su doble

vínculo, que es el legado de la obra de Norbert Lechner. En su memoria reescribimos el título

de un texto que permitió esclarecer y visibilizar los contenidos autoritarios y tecnocráticos

del paradigma neoliberal-neoconservador en América Latina. La teoría crítica se enfrenta

al pensamiento como elección y decisión. Esta particular situación teórico-crítica

es el momento en que se ilumina una elección. Una elección de existencia y una elección

de pensamiento. Sobre este complejo trasfondo cognitivo-afectivo iniciamos la presente

reflexión crítica. Pero, además, una renovada teoría crítica tiene como presupuestos

una noción de doble vínculo: a) no renuncia a su crítica al capitalismo histórico;

y b) se localiza en el contexto de la sociedad que critica. Dirige su mirada, principalmente,

hacia los potenciales de rebelión de los movimientos antisistémicos, a sus capacidades

obstruidas, en dirección a posibilitar procesos democráticos, socialistas

y plurales de autodeterminación individual y colectiva.

Introducción

Para George Kennan, la tarea global de los Estados Unidos al concluir la segunda posguerra era diseñar una fina estrategia de relaciones que permitiera mantener la posición de disparidad o hegemonía estadounidense. Para él, era necesario prescindir del idealismo (como propósito de la política exterior), y sobre todo, dejar de hablar de objetivos vagos y poco realistas como los derechos humanos, el incremento de los niveles de vida y la democratización de las sociedades. En su célebre telegrama largo de Moscú (donde se desempeñaba como asesor de la embajada de los Estados Unidos) en 1947, y en el artículo ulteriormente firmado como Mister X publicado en Foreign Affairs, se analizaban y explicaban los orígenes expansionistas de la conducta soviética, estableciendo los elementos programáticos esenciales de la política de contención desarrollada por el Gobierno estadounidense en el marco de la Guerra Fría.1 Así, Kennan se convirtió en el fundador ideológico de la política de contención contra la Unión Soviética. El containment, en tanto fundamento de la política exterior de seguridad y defensa de los Estados Unidos, diseña los lineamientos esenciales de la estrategia a desarrollar contra los soviéticos y se justificaba describiendo las fuentes expansivas e imperiales del comportamiento soviético. Esta política presentó a la Unión Soviética no sólo como un enemigo, sino como una amenaza inminente para la ideología del sueño americano.

Posteriormente, convocado por el presidente Harry Truman para ocupar el cargo de Director del Grupo de Planeamiento de Políticas del Departamento de Estado, contribuyó a planificar las políticas de contención contra la Unión Soviética, las cuales se convertirían en el fundamento de la doctrina Truman y en la clave geopolítica del bipolarismo de la Guerra Fría. Para él, «los Estados Unidos tienen el poder para incrementar enormemente las tensiones bajo las cuales la política externa soviética debe operar, forzando sobre el Kremlin un grado mucho mayor de moderación y circunspección del que ha venido observando en años recientes y, de esta manera, promover tendencias que eventualmente encontrarían su salida o bien en una fractura o si no en el gradual debilitamiento del poder soviético» (citado por Salbuchi, 2005:220).

El objetivo central en la Guerra Fría no es conquistar o someter por la fuerza un territorio, decía el presidente Dwight D. Eisenhower en una intervención pública:

Nuestro objetivo es más sutil, más penetrante, más completo. Estamos intentando, por medios pacíficos, que el mundo crea la verdad. La verdad es que los americanos queremos un mundo de paz, un mundo en el que todas las personas tengan oportunidad del máximo desarrollo individual. A los medios que vamos a emplear para extender esta verdad se les suele llamar guerra psicológica (…) La guerra psicológica es la lucha por ganar las mentes y voluntades de los hombres (citado por Stonor Saunders, 2001:212; c.n.).

En 1951 George Kennan lograba convencer al presidente Truman de crear el Consejo de Estrategia Psicológica (PSB) mediante el documento todavía clasificado como PSBD-33/2. El plan doctrinal del Consejo de Estrategia Psicológica establecía un mecanismo de coordinación entre las elites de los países aliados. Inspirado en la teoría social de las elites de Pareto, Sorel y Mussolini, el documento relegaba a los individuos (pieza angular de las teorías de la modernización en América Latina) a una importancia secundaria y terciaria en la estrategia de guerra psicológica.

Pero el documento también establece los dispositivos para la creación y distribución de ideas, proporcionando un cemento intelectual contra las doctrinas hostiles a los objetivos estadounidenses. «La utilización de las elites locales ayudaría a ocultar el origen estadounidense de la acción para que parezca iniciativa propia (…) Aunque el documento negaba toda intención de hacer propaganda al pueblo estadounidense, propugnaba un programa de adoctrinamiento en los organismo militares, inyectando las ideas adecuadas en los tebeos de los soldados, y haciendo que los capellanes las difundieran» (Stonor Saunders, 2001:214). En este último sentido, la mentira y el engaño se convertían en dispositivos fundamentales de los objetivos políticos de los Estados Unidos. Así, el uso planificado de la propaganda y otras actividades para influir en las opiniones, actitudes y comportamientos de determinados grupos de interés se definían como esenciales en el contexto de la Guerra Fría. «Con una serie de maniobras, tanto en el extranjero como en el país, estableció un clima de miedo, una histeria con respecto al comunismo, que haría aumentar enormemente el presupuesto militar y estimular la economía con pedidos relacionados con la guerra (…) Se trataba de una atmósfera en la que el Gobierno podía obtener apoyo masivo para su política de rearme» (Zinn, 2006:316, 324).

Ciertamente, la fabricación del consenso, en palabras de Walter Lippmann, se establecía como parte fundamental de la Guerra Fría cultural, utilizando la aguda expresión de Frances Stonor Saunders. Las recomendaciones en el plano de las ideas de la política de contención suponían la articulación de un movimiento contrarrevolucionario en el plano cultural, utilizando las concepciones académicas o artísticas afines a una visión del mundo anticomunista y conservadora. Como parte esencial en la instrumentación de esta política se encontraban los New York intellectuals, una especie de aristocracia intelectual. La mayoría de ellos eran neoyorkinos de origen judío y provenían de una intelectualidad radical y de izquierda desilusionada (militantes del movimiento trotskistas de la década de los treinta en los Estados Unidos) por la experiencia soviética (totalitarismo). En este contexto, Sidney Hook, James Burnham, Irving Kristol y Daniel Bell, entre otros, serán combatientes culturales e intelectuales de primera línea, especialmente eficaces en este combate ideológico, de carácter societal, del emergente neoconservadurismo,2 utilizando una variedad de métodos para este propósito (Boneau, 2005). Este desplazamiento intelectual, conjuntamente con la porosa influencia de la filosofía de Leo Strauss, se convertirá al cabo de unas décadas en los fundamentos filosóficos, políticos e ideológicos del neoconservadurismo estadounidense.

Kennan, en tanto artífice de la política de contención de la Unión Soviética, tenía una visión hobbesiana de la sociedad internacional: esta es descrita como un estado de naturaleza cuyos protagonistas son unos Estados egoístas, peligrosos, violentos y amorales, envueltos en relaciones caóticas, turbulentas y conflictivas. Así, los Estados Unidos deben desarrollar una política de seguridad nacional fuerte, vigilante y moderada con el objetivo de conjurar las amenazas del expansionismo soviético y asegurar el posicionamiento de intereses geoestratégicos vitales. En este contexto los consejeros del príncipe –incluidos Kennan y Lippmann– propugnaron la acumulación de un poder nuclear suficiente para amenazar con la aniquilación al enemigo soviético, la diplomacia apoyada en presiones económicas, las guerras por poderes limitadas a teatros regionales secundarios y las alianzas con potencias regionales emergentes. La única guía político-moral en la utilización de esos instrumentos debía ser su eficacia para alcanzar el objetivo estratégico central de hegemonía indiscutible de los Estados Unidos. De ahí que tópicos como la diplomacia secreta, los cauces de actuación clandestinos o el apoyo a dictaduras represivas estuvieran perfectamente justificados a juicio de los académicos al servicio del Gobierno estadounidense (Campedrrich, 2005).

En todo caso, el papel de las elites, la diplomacia como mentira, la intervención militar y la necesidad de un enemigo externo (una clara referencia a Carl Schmitt y su fórmula amigo-enemigo) se convierten en aspectos medulares de la política exterior de los Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría.3 Pero también la posesión de armas nucleares y la amenaza firme de su uso constituyen elementos esenciales de la diplomacia estadounidense. En este contexto, Albert Wohlstetter, uno de los más influyentes estrategas en el ámbito nuclear de la política exterior de los Estados Unidos, llegó a utilizar la expresión el delicado equilibrio del terror para referirse a la amenaza nuclear como dispositivo de disuasión estratégica. Esta teoría de la disuasión era contradictoria en sí misma, al tratar de evitar la guerra atómica mediante las mismas armas que la generaban. El equilibrio del terror era intrínsecamente inestable; en su núcleo conceptual, político y estratégico estaba destinado a incrementar la escalada armamentista más que al equilibrio entre las fuerzas en pugna. Así, Henry Kissinger en un libro publicado en 1957 argumentaba que, utilizando las técnicas apropiadas, la guerra nuclear no tiene por qué ser tan destructiva.

La doctrina Truman fue enunciada el 12 de marzo de 1947, cuando el presidente estadounidense declaró la inmediata ayuda económica y militar a Grecia, que se enfrentaba entonces a una insurrección comunista, y a Turquía, asediada por el expansionismo soviético en el Mediterráneo. La teoría del dominó sirvió de justificación de la ayuda estadounidense. Para el presidente Truman, si se permitía que un Gobierno no comunista perdiera el poder frente al comunismo, ello precipitaría la caída de los Gobiernos no comunistas en los Estados colindantes. Para él,

en el momento actual de la historia mundial, casi todos los países deben optar entre dos estilos de vida alternativos. La elección a menudo no resulta una elección libre. Un estilo de vida se basa en la voluntad de la mayoría y se distingue por tener instituciones libres, gobierno representativo, elecciones libres, garantías para las libertades individuales, libertad de expresión y de religión y liberación de la opresión política. El segundo estilo se basa en el terror y la opresión, una prensa y radio controladas, elecciones arregladas y la supresión de las libertades personales. Creo que debe ser una política de los Estados Unidos apoyar a los pueblos libres a que resistan las tentativas de subyugación por parte de minorías armadas o presiones externas. Creo que debemos asistir a los pueblos libres para que desarrollen sus propias identidades a sus maneras (…) Los pueblos del mundo libre miran hacia nosotros para ayudarlos a mantener sus libertades (citado por Salbuchi, 2005:218-219; c.n.).

La retórica que justificaba la intervención estadounidense en Grecia y Turquía era la defensa de la libertad del mundo libre en tanto mentira noble (en el sentido desarrollado por el filósofo alemán Leo Strauss), el interés principal se centraba en la proximidad de estas regiones al petróleo del Oriente Medio. Y significaba un cambio sustantivo en la geopolítica mundial. «Lo principal era que los británicos estuvieran dispuestos a pagar a los Estados árabes una cantidad mayor por su petróleo. El secretario de Estado Dean Acheson declararía un tiempo después que Estados Unidos suplantó a los británicos en la región de un modo no planeado, no buscado y esencialmente azaroso» (Kolko, 2003:40). De cualquier manera, la Doctrina Truman y las leyes de seguridad nacional que inspiró aprobaban oficialmente la política de agresión e intervención en el extranjero. Este sustrato ideológico soportado en la distinción entre amigos-enemigos orientó las acciones programáticas de los Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría. Y esa estrategia global de orientación lockeana (sobre derechos de propiedad y gobierno limitado) en el plano de los principios constitucionales permitió la penetración económica y militar estadounidense en Europa y Japón. Así, desde el Plan Marshall en adelante los Estados Unidos adoptaron iniciativas para tornar a los territorios extranjeros más permeables para la movilidad de capital.

En este ínterin, el proyecto americano emerge como estado y telos de las sociedades modernas. En sentido estricto, como un proyecto que rivalizaba ideológica y políticamente con el comunismo soviético. De modo tópico, la modernidad de los Estados Unidos se convirtió en la modernidad para todos los países y pueblos del hemisferio occidental, definido ideológicamente como mundo libre. La norte-americanización se volvió sinónimo de desarrollo, progreso y modernización. El americanismo se consolida como el proyecto rival del socialismo a escala planetaria. Entre tanto ambos proyectos desarrollaron su propia retórica universalista en torno a los principios axiológicos que servirían de tejido a los plexos de vida en la sociedad moderna. Así, en el sentido del proyecto americano, la idea de los puritanos de fundar la Nueva Jerusalén, la ciudad sobre la colina, para que todo el mundo la contemple, ya implicaba el carácter universalista que ha estado inscrito en el desarrollo expansivo estadounidense.

A este respecto, las ideas que remiten a ese periodo temprano, las ideas de los Estados Unidos como nación redentora de su Manifiesto de Destino, fueron todas de alcance global y de relevancia expansionista y universal. Había un final abierto del proyecto puritano que caracterizaría las posteriores empresas estadounidenses en la definición del Estado y la nación, aun cuando estas fueran de naturaleza estrictamente secular. Los mismos conceptos de Estado y nación eran de final abierto. A comienzos del siglo XX se venía consolidando en las elites estadounidenses una creciente conciencia imperialista. Esta atmósfera intelectual de expansionismo político, económico y cultural basado en el darwinismo social influyó profundamente en pensadores, políticos y estadistas de la época. «Durante el gobierno de Cleveland, los Estados Unidos adoptaron una interpretación amplia de la Doctrina Monroe, que no sólo prohibía el establecimiento de nuevas colonias europeas en el continente, sino que declaraba cualquier asunto del hemisferio como de interés norteamericano» (Zakaria, 2000:206). La justificación de este proceso de expansión de los Estados Unidos se inscribía en los mitos fundacionales de la nación y obedecía a la consolidación de una voluntad de poder de las elites estadounidense de finales del siglo XIX.

El mito encontró su expresión en la idea de un destino revelado de expansión continental con la anexión del territorio mejicano al norte de Río Grande. En tal sentido, Estados Unidos, desde sus días de fundación, fue visto como una herramienta de sincretismo político; su estructura abierta de estados confederados ha visto multiplicarse los miembros constituyentes de su federación de los originales trece a cincuenta, y posiblemente aumenten más. A principios del siglo XX el presidente estadounidense Woodrow Wilson convirtió en política exterior este mito fundante con el principio de autodeterminación racional. Con Wilson se enarboló la bandera de la disolución del colonialismo y el derecho de las nacionalidades, convirtiéndose en el precursor del intervencionismo actual, bajo la forma de defensa de la democracia y los derechos humanos. A este respecto, es el precursor ideológico del imperialismo actual de la democracia y los derechos humanos en su versión estadounidense.

El wilsonismo se basaba en premisas liberales clásicas. Era universalista, en cuanto afirmaba que sus preceptos eran igualmente aplicables en todas partes. Suponía que todos actuaban con base en un interés racional, y por tanto que a la larga todos eran razonables (…) La innovación de Wilson fue sostener que esos preceptos se aplicaban no sólo a individuos dentro del Estado, sino también a los Estados nacionales o a los pueblos en el campo internacional (Wallerstein, 1996:112).

Para Wilson, «en nuestro pueblo ha estado siempre presente una poderosa presión desplazándose continuamente en busca de nuevas fronteras y territorios, en la búsqueda de mayor poder, de total libertad de un mundo virgen. Es un destino divino que ha configurado nuestra política».4 Esta dimensión escatológica inscrita en la tradición histórica estadounidense del puritanismo se basa en la percepción de los Estados Unidos como nación elegida por Dios. Recientemente Henry Jaffa, decano contemporáneo del pensamiento straussiano, evocando este espíritu de predestinación dijo que Estados Unidos es la Sión que alumbrará el mundo.

A mediados de la década de los ochenta la política de contención desarrollada por Kennan sobre la Unión Soviética se había desplazado radicalmente hacia los países del Tercer Mundo. La emergencia de la política de disuasión selectiva de Ronald Reagan en una diversidad de planos económicos y militares era una muestra de este fundamental cambio de orientación en el contexto de la Guerra Fría. La radicalización del proceso armamentista –la «guerra de las galaxias»–, el fracaso de la guerra de Vietnam, el deterioro progresivo de la Unión Soviética y el desmantelamiento del Estado benefactor desplazaban los ámbitos del conflicto en ese ámbito. Pero, además, las políticas internas de la Unión Soviética emprendidas por Mijail Gorbachov (glasnot y la perestroika) habían logrado que se distendiera el conflicto central de la Guerra Fría. Para un neoconservador como Irving Kristol, la posibilidad de un conflicto a gran escala entre Estados Unidos y la Unión Soviética había perdido fuerza; por el contrario, concebía que «una confrontación armada entre los Estados Unidos y la Unión Soviética es mucho más probable en el Golfo Pérsico que en Europa central» (1986:277). Este temprano deslizamiento hacia el Tercer Mundo en la programática neoconservadora es fundamental, en tanto Kristol, como teórico del neoconservadurismo, ha contribuido y contribuye de manera esencial a elaborar la retórica excepcionalista y neoconservadora-neoliberal que caracteriza la actual política exterior estadounidense.

Pero, también, en la década de los ochenta se desarrollaban nuevos objetivos y desafíos a la emergente política exterior estadounidense. Para Kristol estos cambios implicaban recuperar dimensiones esenciales de los Estados Unidos en tanto nación destinada a cumplir un designio universal. Desde su perspectiva:

el patriotismo brota del amor hacia el pasado de la nación; el nacionalismo se eleva a partir de la esperanza en un futuro grande y promisorio para la nación (…) Los neoconservadores creen (…) que los objetivos de la política exterior norteamericana deben exceder una definición estrecha, literal, de la seguridad nacional. La mencionada política debe comprometerse con el interés nacional a nivel del poder mundial, vinculándolo con el destino nacional y desentendiéndose de una visión limitada de la seguridad nacional (1986:13-14; c.n.).

En esta programática política se encuentran de manera taxativa la tesis de un patriotismo estadounidense que rechaza la consolidación de un gobierno mundial. En sentido estricto, los presupuestos del unilateralismo en política exterior del Gobierno de los Estados Unidos. Pero, además, contiene implícitamente en su formulación la recuperación de la distinción normativa de Carl Schmitt entre amigos y enemigos. En ese momento (gobierno de Ronald Reagan) se redefinen las funciones del Estado en estricta correspondencia con el mercado emergente. Estas preocupaciones en materia de seguridad nacional y de política exterior se convirtieron en un suplemento esencial para delinear posteriormente la política exterior del presidente George W. Bush. ¿Cuáles son los fundamentos del pensamiento neoconservador? ¿Cómo justifican su accionar político actual? ¿A qué fenómenos responden? ¿Cuáles son las consecuencias prácticas del pensamiento neoconservador?

De la decepción política a la programática neoconservadora

Desde mediados de la década de los sesenta científicos, políticos y filósofos neoconservadores se enfrentaron a complejos desafíos societales que no se ajustaban a su imagen afirmativa de las sociedades industrializadas del mundo occidental. De allí la sintomática autocomprensión de Kristol, uno de los más influyentes teóricos del neoconservadurismo estadounidense, quien se consideraba a sí mismo como un liberal desilusionado por la realidad. En cierto modo, el neoconservadurismo surge como respuesta a una amarga decepción. Para los neoconservadores los desajustes a su imagen afirmativa estaban siendo organizados desde una multiplicidad de espacios en los Estados Unidos. Históricamente estos desafíos pueden retrotraerse a la pluralidad de protestas emancipatorias que emergieron en la década de los sesenta. Protestas que se extendieron durante los sesenta y setenta y que tienen en el mayo del 68 un punto de inflexión fundamental.5

Eran cambios esenciales y no se produjeron de una vez o emergieron totalmente elaborados (…) Cuando estalló 1968 –en la Columbia University, en París, en Praga, en Ciudad de México, en Tokio, en el octubre italiano–, se produjo una explosión. No existía una dirección central, tampoco una planificación táctica calculada (…) Pero la explosión era muy poderosa: hizo saltar en pedazos muchas relaciones autoritarias y pulverizó sobre todo el consenso de la Guerra Fría en ambos frentes (….) En un extremo del espectro ideológico surgieron movimientos, como los movimientos por los derechos civiles, el estudiantil y el pacifista en los Estados Unidos, que se enfrentaban a los poderes dominantes del sistema capitalista en un contexto nacional relativamente purgado de las viejas tradiciones de la izquierda (Arrighi y otros, 1999:87-88, 100).

La revuelta del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos con su profunda radicalización durante toda la década de los sesenta (Martín Luther King, Malcom X y las Panteras Negras), la creciente influencia de los movimientos estudiantiles más allá de los campus universitarios –entre ellos grupos como Students for a Democratic Society (SDS) animaban los debates ideológicos en las universidades–, el extendido movimiento de mujeres en su variedad de expresiones, el surgimiento del movimiento pacifista en contra de la guerra de Vietnam y la visibilización de una otredad plural y forcluida (hispanos e indígenas) marcaron el inicio de un accionar disruptivo en los Estados Unidos. En los años sesenta y setenta hubo una pluralidad de movimientos contraculturales que planteaban, entre otros tópicos, el lugar de las mujeres en la sociedad, la recuperación de una memoria forcluida del movimiento indígena, la recuperación de la dignidad en los movimientos afroamericanos y la visibilización pública y política del movimiento estudiantil. Hubo una revuelta general contra los hasta entonces opresivos, artificiales e in-cuestionados modos de vida en los Estados Unidos. Esta revuelta afectaba cada aspecto de la vida personal: el parto, la niñez, al amor, el sexo, el matrimonio, la ropa, la música, el arte, los deportes, el lenguaje, la comida, la vivienda, la religión, la literatura, la muerte, las escuelas, etc. (Zinn, 2006). Estos movimientos y sus movilizaciones constantes señalaban el comienzo de un despertar colectivo que impactaba a la sociedad estadounidense como un todo. El efecto profundo del accionar contracultural significaba un replanteamiento en el modo de vida estadounidense; principalmente, en su cuestionamiento radical al carácter opresivo y excluyente del sueño americano. Esos movimientos comenzaron a construir referentes teóricos fuera de las formas tradicionales de organización de la izquierda. Las voces de una América forcluida y subversiva –por utilizar una inversión de sentido– se expresaban en una variedad de formas y se habían extendido con intensidad por todo el territorio estadounidense.

La influencia de la Escuela de Frankfurt, principalmente el trabajo de Herbert Marcuse Crítica a la tolerancia represiva, la renovación del pensamiento crítico en una variedad de fuentes teórico-prácticas, la pluralización de los ejes geográficos de cuestionamiento del sistema capitalista en su doble vínculo, tanto en la producción de la teoría de la dependencia como en los trabajos teóricos vinculados al proceso de descolonización, las críticas a la racionalidad instrumental, los trabajos de filosofía social realizados en medios universitarios con voluntad de transformar las condiciones materiales y simbólicas de existencia, se van a convertir en referencias teóricas fundamentales en la configuración y consolidación de los movimientos contraculturales en esta década de profundas transformaciones societales. Este momento disruptivo implicó una inmensa liberación y descargas de energías sociales, una liberación prodigiosa de nuevas fuerzas no teorizadas. La pluralidad de tramas de derechos civiles e inspiraciones contraculturales había construido su discurso dialéctico, produciendo y potenciando un número de grupos en la sociedad que reclamaban igualdad de tiempo, modelando su propio espacio cultural y erigiendo sus propios límites culturales. Así, se diseminaban identidades culturales plurales que retaban y cuestionaban al discurso unificador y establecido de la identidad y la cultura estadounidense. En este sentido, para los movimientos afroamericanos e indígenas en los Estados Unidos el llamado, entonces, ya no era para una historia del pueblo estadounidense, sino para las historias de todos aquellos otros que la lectura única y singular tendió a forcluir. Ante este estado de profundas conmociones sociales y culturales, se va elaborando una respuesta a ese contexto transformativo de liberación de energías sociales y culturales.

Los neoconservadores intentan exorcizar las potencialidades críticas de los espíritus utópicos de la década de los sesenta apelando a una cultura originaria amenazada. La defensa de las normas establecidas de la cultura estadounidense originaria implicaba procesos de demarcación jurídicos, políticos y culturales entre las poblaciones, los grupos y movimientos. En sentido estricto suponía una política profiláctica contra la contaminación crítica que provenía de todos los movimientos contraculturales. Principalmente, porque lo que se encontraba verdaderamente en juego con la irrupción de la alteridad crítica era el canon blanco, machista y euroccidental de la cultura dominante en los Estados Unidos. Entre los objetivos primeros del neoconservadurismo en los sesenta estaban la acción afirmativa y las políticas de un poder judicial intervencionista que había empezado a manipular el mecanismo de la sociedad, por ejemplo, ordenando autobuses para niños blancos y negros e imponiendo líneas de demarcación para colegios. Esto generaba un conjunto de tensiones no resueltas.

En el caso Brown contra Junta de Enseñanza, el Tribunal dijo que la separación de los alumnos genera un sentimiento de inferioridad que puede afectar sus corazones y sus mentes de una forma que puede ser irreversible. En el campo de la educación pública, sentenció: la doctrina separados pero iguales no tiene cabida (…) en noviembre de 1956, la Corte Suprema declaró ilegal la segregación en las líneas de autobuses locales (Zinn, 2006:335-336).

Los principios neoconservadores más actuales han incluido la preservación de una corriente ya establecida de lectura de la cultura hegemónica, por ejemplo, protegiendo el inglés como el idioma oficial de los Estados Unidos, y oponiéndose a la radicalización del multiculturalismo en una nueva ortodoxia de corrección política, y más en general, defendiendo una interpretación de la cultura estadounidense en una línea de desarrollo firmemente unida a la historia épica de la civilización occidental.

En tal sentido, el ataque neoconservador contra todas las utopías, a las que se acusa de ser inherente e insidiosamente totalitarias y terroristas, tiene como objetivo central reescribir los efectos de la década de los sesenta, esa década que desencadenó las energías sociales, políticas y culturales del espíritu utópico. Este espíritu se expresaba mediante las voces y actuaciones revolucionarias de Rosa Parks, Martín Luther King, Malcolm X, Fred Hampton (líder de las Panteras Negras), Shirley Chisholm, Jonnie Tillmon, los Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS), quienes reclamaban el carácter opresivo del sueño americano. Marcuse exigía que se volviera realidad la utopía de los grafitis de mayo del 68 que proclamaban «la imaginación al poder» (Huyssen, 2007:248). Para Kristol (1986:28),

el radicalismo de la década del sesenta fue un movimiento generacional, reñido con los modelos de adultos y con su función de guías. No es fácil imaginar cómo pudo llegar a producirse tal fenómeno, pero es indudable que los radicales de los años sesenta fueron lo que fueron porque la sociedad y la cultura norteamericana –nosotros, los adultos– se lo permitimos, estimulándolos incluso a crecer del modo que lo hicieron. No es, como piensan algunos, que fracasamos en el intento de imponer nuestras creencias adultas a los niños. Hubiera sido una empresa absurda. Lo que ocurrió es que fracasamos en la transmisión de valores adultos –valores que hacen al modo en que uno sustenta con seriedad sus creencias y piensa con coherencia acerca de ellas–. Justamente a raíz de que nosotros, los adultos, incentivamos a nuestros chicos de veinte años para que fueran chiquillos, su rebelión se pareció con frecuencia a un berrinche autodestructivo.

En términos pragmáticos, este fin de la utopía decididamente neoconservador, en tanto conjura exorcista, está estrechamente relacionado con la crisis y reinscripción del Estado de bienestar, la larga agonía y el colapso de las alternativas socialistas, el recalentamiento de la carrera armamentista, la emergencia de una pluralidad de alteridades críticas al capitalismo, la defensa de los derechos civiles de los movimientos afroamericanos, las protestas contra la guerra de Vietnam, la visibilización de los movimientos feministas y ecologistas, el incremento de la desocupación y la pobreza en los Estados Unidos. El lenguaje claramente tutelar de Kristol es un indicador particularmente sintomático del diagnóstico e interpretación de la década de los sesenta que realizan los pensadores del neoconservadurismo estadounidense. Así, para Daniel Bell, el teórico más agudo del neoconservadurismo, los desbordes de la modernidad cultural ocasionaron una ruptura profunda en la tradición estadounidense y trastocaron los comportamientos, conductas y principios axiológicos que habían proyectado los fundadores de la nación. Semejante inversión histórica contravenía aquel dieciochesco emblema ético: vicios privados, virtudes públicas. La sociedad estadounidense se había desviado peligrosamente en los últimos tiempos y los daños de la vida cultural se habían diseminado en todas las esferas de la sociedad, incluida la política. En una frase: los vicios se habían vuelto públicos, y las virtudes asediadas ante la expansión del modo de vida cultural privadas. El hecho de que las prácticas hedonistas hayan alcanzado proporciones mayoritarias ocurrió –según los neoconservadores– debido a la estructura global del Estado de bienestar, que provocó, paulatinamente, una merma en la capacidad competitiva del sueño americano.

Para el neoconservadurismo las rebeliones de la década de los sesenta cuestionaban el proyecto histórico de los Estados Unidos como nación. En este último sentido se reconocía e invocaba el lugar perdido de las elites con el documento fundacional sobre la Crisis de la democracia de la Comisión Trilateral. Los neoconservadores añoraban consolidar un centro político, cultural y militar para restaurar la preeminencia de la cultura estadounidense; principalmente, en la línea que establece la incuestionable supremacía militar, económica y política de ese país. En esta línea programática, sin una civilización norteamericana vibrante, la barbarie, la violencia y la dictadura aumentarían en el planeta. Solo los Estados Unidos pueden dirigir al mundo. De allí la justificación de su presencia militar en otro país, como respuesta a la invitación de los Gobiernos solicitantes, en tanto defensa del deseo que esos Gobiernos y pueblos tienen de la libertad, la democracia y la libre empresa. En fin, la administración Reagan confirmó que el liderazgo político e ideológico era imprescindible para la articulación de un nuevo y renovado sentido para la nación estadounidense. Milton Friedman, desde la Escuela de Chicago como nuevo centro ideológico de la política económica, consignó que la competencia y la maximización de las utilidades del mercado son insuperables en la asignación de recursos. Y por último, Daniel Bell en tanto académico renombrado y de prestigio internacional, argumentó que el comportamiento desarticulado entre cultura y sociedad (vicio de la modernidad desbordada) había conducido a una crisis cuya solución prefiguraba en el retorno a las fuentes fundacionales de la ética de la religión protestante.

Este compendio entre política, economía, teoría, religión y filosofía se configuró en un programa político de reestructuración de la producción y la economía, las relaciones sociales y las regulaciones políticas en el capitalismo. Esta programática en clave interpretativa neoconservadora se convirtió en la condición de posibilidad de la nueva dinámica social y política. Implicó el triunfo del macarthysmo a una escala sin precedentes, criminalizó las alteridades críticas que emergieron en la década de los sesenta, principalmente al movimiento afroamericano y su defensa de los derechos civiles, aseguró el desmantelamiento ideológico y político del movimiento obrero en los Estados Unidos, consolidó el nuevo contrato social antipolítico entre las compañías estadounidenses y los sindicatos obreros, y creó una situación en la cual los privilegios de la fuerza productiva blanca y masculina tuvieron prioridad sobre las demandas de los trabajadores afroamericanos, las mujeres, los inmigrantes y otras minorías políticas y sociales.

La disyunción entre cultura y sociedad: dilemas neoconservadores

El neoconservadurismo, en tanto centro de producción de políticas globales, mantiene dos presupuestos centrales que defendió durante la década de los cincuenta. Por un lado, el anticomunismo, entendido en términos del concepto de totalitarismo. Esta categoría se encuentra desarrollada principalmente en la obra Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt. Para la autora, el nuevo totalitarismo (la Unión Soviética) supone que todas las instituciones intermedias o secundarias entre el líder y la masa han sido eliminadas, y que el gobernante, desprovisto de frenos legales o políticos, gobierna por el terror. Por otro lado, el antipopulismo, que se basaba en la teoría de las elites de poder democrático. Este presupuesto fue defendido por Joseph Schumpeter en Capitalismo, socialismo y democracia. Para él, la democracia no es más que un mecanismo para elegir y autorizar Gobiernos, no un tipo de sociedad ni un conjunto de objetivos morales. Es un modelo de equilibrio entre la oferta y la demanda del mercado político. Estos dos presupuestos servían de soporte al funcionalismo sociológico estadounidense en la década de los cincuenta.

    Esta distinción normativa, sin embargo, no pudo resistir al empuje de los cambios de los sesenta. Las plurales transformaciones sociales y la emergencia de alteridades críticas al capitalismo estaban socavando el consenso normativo de las sociedades industrializadas para los pensadores neoconservadores. En este contexto, el neoconservadurismo puede ser comprendido como una doctrina de reacción a los efectos disruptivos, conflictivos y transformativos de los años sesenta. En sentido estricto, sólo ha adquirido su propia y auténtica identidad en la reacción crítica a los movimientos sociales y contraculturales de esa década. Como lo sugiere Habermas (1991:129-130),

los neoconservadores reaccionaron a la derrota de Vietnam y a la política de deténte de Kissinger con el sentimiento de que la resistencia de América al comunismo mundial estaba siendo paralizada por un tipo de desarme moral. Por poco que se ajustasen los desarrollos internacionales al proyecto anticomunista, la movilización que unía a la sociedad después del movimiento de los derechos civiles, las protestas estudiantiles, la nueva izquierda, el movimiento de las mujeres y las contraculturas de evasión, no se correspondía con el saludable mundo de la elite, que mantenía un poder no ideológico. Además, la temática de la pobreza a mediados de los años sesenta fracturó el cuadro bastante armónico de la sociedad opulenta.

En tanto programática política, esta corriente movilizaba argumentos de la economía política neoliberal, de la sociobiología y de la genética humana, de la crítica al marxismo positivista, de la crítica cultural conservadora y de la teoría elitista de la democracia, para la defensa política de una racionalidad liberal de las sociedades occidentales percibida como amenazada. En fin, el neoconservadurismo se concibe como una síntesis intelectual de una variedad de tradiciones y paradigmas. En palabras de Kristol, es un movimiento intelectual sincrético que pretende ser algo más que un sincretismo; busca una nueva síntesis (1986:13). La búsqueda de los orígenes científico-sociales de este paradigma la podemos inscribir en los años cincuenta. En esa década los conceptos dominantes en las disciplinas sociológicas funcionalistas e institucionalistas tenían como supuesto fundamental la concepción de que los potenciales del desarrollo político de las sociedades occidentales estarían agotados en un sentido positivo. Las visiones escatológicas y apocalípticas de Max Weber y Schumpeter acerca del futuro de la sociedad capitalista se habían convertido en un sentido común de las reflexiones de los círculos neoconservadores. Para ellos, las sociedades capitalistas habrían entrado en un estadio casi entrópico, sin crisis económicas dramáticas, sin luchas sociales especialmente relevantes, sin competencia fundamental de ideologías.

En definitiva, los impulsos revolucionarios y las esperanzas milenarias de las ideologías radicales habían llegado a su fin. En su famoso libro sobre El fin de las ideologías, un teórico como Bell se orientaba por la idea básica weberiana según la cual la obstinada fuerza de la racionalidad científico-técnica sacaría a las sociedades capitalistas industriales de las aguas revueltas de la historia y las introduciría en las aguas estancadas de una poshistoria (Gehlen), en la que ya no existirían sorpresas fundamentales. En consecuencia, los portavoces de la idea del fin de las ideologías estaban convencidos de que la lógica obstinada de la racionalización técnico-social suprimiría el suelo al disenso normativo sobre la organización política de la sociedad. En tal sentido, concibieron un orden social-cibernético que, finalmente, no tuviese la necesidad de una legitimación democrática y de una identificación cultural. Esta concepción de la historia de una paz perpetua fundada en el equilibrio del terror hacia afuera y el compromiso del Estado de bienestar hacia dentro ha decaído en la última década (Dubiel, 1993:6-7).

Como es bien sabido, en La ética protestante y espíritu del capitalismo Weber establece la influencia de ciertos contenidos de fe religiosa en la formación de una mentalidad económica, de un ethos económico, fijándose en el ejemplo de las conexiones entre la moderna ética económica y la ética racional del protestantismo ascético. Lo decisivo de la crítica cultural de Weber consistía en que el desarrollo capitalista ya se había emancipado de los motivos religiosos a los cuales debía su existencia, en un complicado proceso cultural. Para él, la sociedad capitalista comenzó a desarrollarse por el impulso de una racionalidad que abarca los ámbitos de la economía y de la cultura, gracias a una singular correspondencia histórica entre las necesidades funcionales de un orden económico basado en el trabajo libre, la propiedad privada y la acumulación, por un lado, y una ética económica determinada por la cultura religiosa calvinista, por otro. La ruptura entre los principios de racionalidad de la esfera político-económica y de la esfera cultural ocupa la tesis central del libro de Bell Las contradicciones culturales del capitalismo.

La ruptura y confrontación entre ambas esferas ha desembocado en una América inestable. Para Bell (1977:48), la disyunción entre cultura y sociedad es el principal problema que enfrentan las sociedades capitalistas:

Lo que hallo hoy sorprendente es la radical separación entre la estructura social (el orden técnico-económico) y la cultura. La primera está regida por un principio económico definido en términos de eficiencia y racionalidad funcional, la organización de la producción por el ordenamiento de las cosas, incluyendo a los hombres entre las cosas. La segunda es pródiga, promiscua, dominada por un humor antirracional, antiintelectual, en el que el yo es considerado la piedra de toque de los juicios culturales, y el efecto sobre el yo es la medida del valor estético de la experiencia. (C.n).

Las contradicciones del capitalismo contemporáneo derivan del relajamiento de los vínculos que antes mantenían unidas la cultura y la economía, y de la influencia destructiva del hedonismo, que se ha convertido en el valor fundamental de la sociedad moderna.

Las causas del desacoplamiento entre cultura y sociedad no se buscan en la comprensión de ese relajamiento de la organización política y económica, sino en el derrumbe de la autoridad de los valores burgueses. Pero, también, la cultura modernista se define por su extraordinaria libertad para desbordar sus ámbitos de acción. Tal libertad proviene –según Bell– del hecho de que el principio axial de la cultura modernista es la expresión y remodelación del yo para lograr la autorrealización. En esta búsqueda constante de autorrealización hay una negación de todo límite fáctico, de toda frontera. Los neoconservadores explican el patrón autodestructivo de este desarrollo en términos de un desbordamiento entre cultura y sociedad. Analizan la tensión existente entre una sociedad moderna, que se desarrolla en términos de una racionalidad económica y administrativa, y una cultura modernista que contribuye a la destrucción de la base moral de una sociedad racionalizada. Para los neoconservadores la cultura modernista ha llegado a penetrar los valores de la vida cotidiana, ocasionando formas de vida hedonistas incompatibles con los prerrequisitos funcionales de la sociedad capitalista.

Esta cultura modernista mina la estructura social del capitalismo porque afecta el sistema de recompensas psíquico-motivacionales que lo sustenta, en tanto subvierte los prerrequisitos motivacionales de su propia continuidad. Una cultura hedonista dominada por un modernismo que subvierte la vida burguesa y los estilos de vida de la clase media socava la ética protestante de donde proviene el cimiento moral de la sociedad capitalista. Sobre esta comprensión de la crisis cultural se desarrolla una terapéutica para enfrentar las patologías de la modernidad occidental. Para Bell (1977: 89, 53-54),

el estilo característico del industrialismo se basa en los principios de la economía y el economizar: la eficiencia, los costes mínimos, la maximización, la optimización y la racionalidad funcional. No obstante, es este mismo estilo el que entra en conflicto con las tendencias culturales avanzadas del mundo occidental, pues la cultura modernista exalta los modos anticognoscitivos y antiintelectuales que aspiran al retorno a las fuentes instintivas de la expresión (...) En esta disyunción reside la crisis cultural occidental (…) lo que tenemos hoy en día es una disyunción radical de la cultura y la estructura social, y es esta disyunción la que históricamente ha preparado el camino de revoluciones sociales más directas. La nueva revolución ya ha comenzado en dos modos más fundamentales. Primero, la autonomía de la cultura, lograda en el arte, comienza a pasar a la arena de la vida. El temperamento posmoderno requiere que lo que anteriormente era fantasía e imaginación debe convertirse también en vida. No hay distinción entre el arte y la vida. Todo lo permitido en el arte es también permitido en la vida. Segundo, el estilo de vida practicado una vez por un pequeño cenáculo es ahora copiado por la mayoría y domina la escena cultural.

El abandono del puritanismo y de la ética protestante produce no sólo la disyunción entre las normas de la cultura y las normas de la estructura social, sino también una extraordinaria contradicción en el seno de la propia estructura social. Bell llegará a explicar la contradicción fundamental de la sociedad moderna capitalista a partir de tres órdenes básicos (el tecnoeconómico, el político y la cultura). Analiza la racionalidad y principios axiológicos predominantes en cada uno y llegará a la conclusión de que, en la sociedad capitalista, hay un desgarramiento central: el choque frontal de racionalidades y valores entre el orden tecnoeconómico y el cultural. Mientras en el primero priva la racionalidad instrumental (funcional) y los valores del orden, la jerarquía, la eficiencia, la rentabilidad, en el orden cultural moderno domina la búsqueda de la autorrealización, el hedonismo, la autoexpresión, el experimentalismo, típicos de una dimensión estético-expresiva de la racionalidad. Este choque se debe, a juicio de Bell, al predominio de la orientación cultural sobre la económica.

Para él, la cultura burguesa siempre estuvo amenazada por esta disyunción, pero logró mantener controladas sus consecuencias mientras las orientaciones del sistema cultural no fueron socialmente prevalecientes y estuvieron sometidas a los valores y orientaciones económicas (ética puritana). Cuando la dirección la han tomado estos nuevos principios axiológicos, el choque es inevitable y desgarrador. Desde su perspectiva, la crisis cultural, ética y espiritual se debe al déficit de las orientaciones axiológicas de la ética puritana, en tanto esta no ha podido controlar la orientación ético-valorativa y espiritual de la sociedad moderna. Entre tanto, urge recuperar las funciones de la religión y de la ética puritana, del trabajo, del orden y la productividad, para estabilizar al capitalismo. Esta terapéutica neoconservadora pretende integrar –en la perspectiva básica descrita por Weber– la ilustración del capitalismo económico-administrativo con la tradición de la ética puritana; no cuestionar la modernidad de la lógica capitalista y sostener la ética y los valores que ayudan a mantenerla.

Por una parte, la economía impulsa el empeño racional y sistemático de producir cada vez más, mejor y a menos costos. La eficiencia, la productividad y la búsqueda de óptimas condiciones es un objetivo central de la modernización social. Es una tendencia funcional, instrumental y estratégica. Por la otra, la modernidad cultural mira hacia la expresión de sí mismo, la realización propia, la originalidad. En el límite, conduce al ensimismamiento, al narcisismo y a la búsqueda del hedonismo como justificación de vida. En esta medida la cultura hedonista de la modernidad cultural es del todo incompatible con los principios morales de una conducta de vida racional. Bell atribuye el peso de la responsabilidad a la disolución de la ética protestante, y por tanto al tránsito del individualismo ascético al individualismo hedonista. La atención de lo social se vuelve hacia el individuo y se difunde el narcisismo individual y corporativo. El individuo sólo tiene ojos para sí mismo o para su grupo. El desplazamiento de lo ascético a lo hedonista acaba con la edad de oro del capitalismo competitivo. El hedonismo, que a principios de siglo era patrimonio de un reducido número de artistas antiburgueses, se ha convertido, con el consumo de masas, en el valor central de nuestra cultura. Entramos así en la cultura postmoderna, esa categoría que, según Lipovetsky, designa para Bell el momento en que la vanguardia ya no suscita la indignación, en que las búsquedas innovadoras son legítimas, en que el placer y el estímulo de los sentidos se convierten en los valores dominantes de la vida cotidiana.

La postmodernidad es de esta manera la continuidad del modernismo, al prolongar y generalizar una de sus tendencias constitutivas: el proceso de personalización. Al hacer hincapié en el divorcio entre el orden económico jerárquico-utilitario y el orden hedonista, Bell proclama que la modernidad como razón ilustrada ha muerto, el hedonismo ha desencadenado una crisis cultural que puede producir el hundimiento de las instituciones liberales y de los Estados Unidos en tanto nación. Este diagnóstico sobre la crisis cultural de Occidente realizado por Bell es compartido por otro de los estrategas fundamentales de los Gobiernos de los Estados Unidos, Zbigniew Brzezinski. Para él (1996:49, 54, 56), el hedonismo consumista que se ha impuesto en la cultura moderna socava las fuentes morales de la autoridad estadounidense:

es por ello que me preocupa que el apuntalamiento de la superpotencia norteamericana sea un tanto frágil (…) Esta sociedad desenfrenada, hedonista, orientada al consumo no puede proyectar un imperativo moral hacia el mundo (…) Si el indulgente cuerno de la abundancia en efecto se convierte en la realidad determinativa de Estados Unidos, entonces no creo que el liberalismo o la autoridad norteamericana puedan ser sustentables en una escala global.

Los neoconservadores estigmatizan la cultura moderna como irracional en tanto esta ya no produce los principios axiológicos y las motivaciones socio-psicológicas requeridos por el capitalismo tardío.6 El neoconservadurismo dirige hacia el modernismo cultural las incomodas cargas de los efectos de la modernización capitalista.

La doctrina neoconservadora definirá la relación entre el grato proceso de la modernización social, por un lado, y el lamentado desarrollo cultural, por el otro. Los neoconservadores no revelan las causas económicas y sociales de las actividades alteradas hacia el trabajo, el consumo, el éxito, y el ocio. En consecuencia, atribuyen al hedonismo, la falta de identificación social, la falta de obediencia, el narcisismo, la retirada de la posición social y la competencia por el éxito al dominio de la cultura (Habermas, 1986:25).

El desborde de la modernidad cultural es una responsabilidad (culpa) de la nueva clase de intelectuales. «Ellos liberan, bien sea por negligencia o intencionalmente, los contenidos explosivos de la modernidad cultural; ellos son los partidarios de una cultura adversaria, adversaria al parecer desde las perspectiva de las exigencias funcionales de la economía estatal» (Habermas, 1991:132).

La noción de cultura adversaria, en el sentido otorgado por un notable neoconservador como Lionel Trilling, se refiere a la peculiar disposición de esta nueva clase intelectual, cuyo estado de ánimo se asemeja al de los movimientos contraculturales, a encontrar al Gobierno de los Estados Unidos responsable de los conflictos en que el país está comprometido. Evidentemente, el propósito del diagnóstico sobre la cultura adversaria es erradicar y estigmatizar el legado de los años sesenta, construyendo y consolidando los perfiles identitarios de una contrarrevolución en clave neoconservadora. «El tópico de la inteligencia destructiva y con afán de poder pertenece, desde los pensadores de la contrarrevolución, al repertorio estándar de la crítica social conservadora» (Dubiel, 1993:116). En sentido estricto, revertir la marea de la barbarie contracultural. Así, en su terapéutica de la modernidad occidental, Bell observa en la religión y en una autodisciplina para el trabajo las bases en la que ha de seguir operando el capitalismo. La fe religiosa (ética protestante) unida a la fe en la tradición proporcionaría individuos con identidades claramente definidas y seguridad existencial. Bell cree poder reconocer contornos de un nuevo tradicionalismo, capaz de contener las tendencias decididamente rechazadas de una cultura democrática de la modernidad. Parafraseando a Marshall Berman, si fuera posible expulsar a la serpiente modernista del jardín moderno, el espacio, el tiempo y el cosmo se arreglarían por sí solos. Entonces presumiblemente retornaría una edad de oro tecno-pastoral y máquinas y hombres podrían vivir juntos felices para siempre.

Daniel Bell une una interpretación tecnocrática de la sociedad moderna con una reevaluación funcionalista de la cultura tradicional. La explotación ideológica de la nostalgia de la naturaleza campesina-tradicional y del malestar de la civilización urbana se funda en la identificación subrepticia del retorno a la naturaleza con un retorno al derecho natural que puede operarse por vías diferentes, como la restauración de las relaciones encantadas, de tipo patriarcal, asociadas al mundo campesino, o más brutalmente, la invocación de las diferencias y de las pulsiones universalmente inscritas en la naturaleza. La naturaleza se relaciona con la memoria, no por motivos metafísicos, sino porque presenta el concepto y la imagen de un viejo modo de producción agrícola que se puede reprimir, recordar vagamente o recuperar con nostalgia en momentos de peligro y vulnerabilidad.

Para los neoconservadores, los fenómenos desagradables que no se acomodan a esta imagen pacificada en términos de compensación hay que imputarlos a una actividad revolucionaria que en la esfera de la cultura ejercen los mediadores de sentido. De la necesidad de compensación de una modernidad social inestable sacan otra consecuencia, la de neutralizar los contenidos explosivos de la cultura modernista. Tratando de disminuir el alcance de los faros de la conciencia del tiempo orientada hacia el futuro. Reduciendo todo lo cultural, que no se vea de inmediato engullido por el remolino de la dinámica de la modernización, a la perspectiva de una conservadora recordación. Bell dirige sus críticas hacia aquellos estilos de vida que alteran la modernización capitalista porque socavan el cimiento moral de la sociedad. Todos los estilos de vida que de una u otra forma no se correspondan con la visión protestante entran dentro de su esquema como elementos que desnaturalizan la tradición. Sin embargo, sin ese hedonismo estimulado por el consumo de masas, la industria de bienes colapsaría. «Peter Steinfels, un observador del estilo que lograron imponer los neoconservadores afirma: La lucha toma la forma de la denuncia de toda manifestación que pueda ser considerada propia de una mentalidad de oposición, diseñando su lógica para vincularla con las diversas formas de extremismos» (citado por Habermas, 1986:25; c.n.).

La modernización social, que seguiría discurriendo autárquicamente, se habría desprendido de la modernidad cultural, al parecer ya obsoleta; esa modernidad social se limitaría a ejercer las leyes funcionales de la economía y del Estado, de la ciencia y la técnica, que supuestamente se habrían aunado para construir un sistema ya no influenciable.

Por modernización estamos entendiendo a una gavilla de procesos acumulativos que se refuerzan mutuamente: a la formación de capital y a la movilización de recursos; al desarrollo de las fuerzas productivas y al incremento de la productividad del trabajo; a la implantación de poderes políticos centralizados y al desarrollo de identidades nacionales; a la difusión de los derechos de participación política, de las formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de valores y normas (Habermas, 1989:12-13).

En sentido estricto, al proceso de occidentalización que, teniendo a Europa como centro de gravedad narrativa, se hizo hegemónico desde la fecha de inscripción de 1492 en el sistema histórico capitalista.

Este adiós neoconservador a la modernidad no se refiere, pues, a la desenfrenada dinámica de la modernización social, sino a la autocomprensión de la modernidad, a la que se supone superada. Los neoconservadores asumen la necesidad de reorganizar en conjunto la sociedad, de fundar un nuevo orden, así como de reestructurar las bases del capitalismo global. Se trata de un proyecto de refundación total, que intenta reducir las expectativas, transformar las reivindicaciones, promover nuevos valores como la autolimitación, la disciplina y la competencia, y frenar los valores que giran alrededor del consumo. Para los neoconservadores, el sistema debe establecer un nuevo orden no político basado en la familia y el individuo, en vez de las clases sociales. La irracionalidad de las expectativas invadió el espacio de los sectores dominantes alterando la posición normal entre ambos. El mercado y su fortalecimiento deben volver a constituirse en el mecanismo que les devuelva su espacio.

El proyecto de refundación neoconservador se asienta en los profundos cambios económicos, políticos y culturales en las formas de acumulación y regulación de las sociedades en el sistema histórico capitalista de mediados de la década de los setenta. El neoconservadurismo en tanto movimiento político e intelectual debe interpretarse como un intento de responder al declive de la hegemonía de los Estados Unidos.

La crisis de 1973-1975 nació en parte de una confrontación con las rigideces acumuladas por las políticas y prácticas gubernamentales construidas durante el periodo keynesiano-fordista. La política keynesiana había aparecido como inflacionaria con el crecimiento de las obligaciones del Estado y el estancamiento de la capacidad fiscal. En la medida en que parte del consenso político del fordismo suponía que las redistribuciones debían surgir del crecimiento, la disminución del crecimiento significó, inevitablemente, un problema para el Estado de bienestar y para el salario social (….) El alejamiento paulatino de las concepciones del Estado de bienestar y el ataque al salario real y al poder sindical organizado que comenzaron como una necesidad económica durante la crisis de 1973-1975 fueron transformados por los neoconservadores en una simple virtud del Gobierno (Harvey, 1998:192).

Al estallar la crisis económica, todo este contexto epocal entró en combustión. En palabras de Milton Friedman (uno de los ideólogos fundamentales del neoliberalismo), sólo una crisis produce un verdadero cambio. Cuando esa crisis ocurre, las acciones de reconstrucción que son emprendidas dependen de un conjunto de ideas posicionadas en el ambiente político-cultural. Para él, la crisis del fordismo-keynesiano sirvió para establecer las condiciones de posibilidad del tratamiento de choque económico y político inspirado en los preceptos del neoliberalismo-neoconservadurismo. El conjunto de las estrategias neoconservadoras busca la despedida del Estado benefactor de la responsabilidad de legitimar la economía capitalista, la liberación de las empresas de imposiciones políticas ajenas a la economía, la reducción de la política social a una política de mercado laboral, el desmantelamiento progresivo de los derechos sociales, la remercantilización de las esferas de la salud y la educación, el aislamiento de la influencia de los sindicatos y la suspensión de estructuras corporativas. Es decir, hay que cortar, escotomizar y forcluir todos los restos sobrantes, extraños al sistema, que no se conforman con este nuevo marco regulatorio. Esta situación les permite replantear la problemática social que haga de las masas una mayoría silenciosa. No se trata de una pura reconstrucción, ni una simple renovación de la antigua estructura y métodos, se trata de la construcción de un nuevo proyecto social y cultural, en el que la necesidad de apelar a principios de legitimidad los lleva a invocar el tema de la democracia y la restauración de principios e instituciones renovadas y depuradas de sus vicios anteriores, en el marco de una nueva relación entre la tecnocracia y las instituciones emergentes.

El 11 de septiembre y el proyecto neoconservador

Los neoconservadores sostienen que existe una inflación de expectativas y una proliferación de demandas que hacen explotar drásticamente las actividades del Estado. Para ellos, el impulso hacia el Estado benefactor ha degenerado en una compleja lucha interna entre múltiples grupos de interés que persiguen una ventaja particular, bajo la consigna de la igualdad. El deterioro del Estado benefactor ha distorsionado la naturaleza humana y ha convertido a los ciudadanos en clientes, subordinándolos a los burócratas y sujetándolos a reglas que propician actitudes opuestas al trabajo, a la familia, a la propiedad y al aprovechamiento de las oportunidades. El Estado benefactor debe ser reemplazado, no reformado. Las consecuencias económicas de este deterioro son visibles: las tasas de crecimiento y la productividad son descendentes. Esto produce, en palabras de Kristol, un empobrecimiento colectivo que hace cada vez más ilusoria cualquier ganancia particular. Transforma la democracia liberal en un proceso de conflicto donde todos pierden, aunque de manera desigual. El declive de los actores tradicionales (elites) produce una crisis de gobernabilidad.

La crisis de la ingobernabilidad, según la fórmula de los neoconservadores, consistiría en que las instituciones previstas por el Estado para la formación política de la voluntad llegarían a depender de corrientes extraparlamentarias, mientras que los órganos de funcionamiento estatal se bloquearían en el tiempo por una sobrecarga de tareas. La magnitud de la activación contra el status quo y la declinación de los actores que gobernaban tradicionalmente la sociedad son parte de las causas de la crisis. Según los neoconservadores, el mayor peligro para las comunidades democráticas es la exaltación anárquica del principio de autodeterminación. Así, el crecimiento de una cultura de protesta orientada a la participación y al uso extensivo de las instituciones democráticas existentes ocasiona la inflación de expectativas. Para ellos, los gobiernos democráticos de Occidente estaban amenazados por las demandas plurales de los movimientos contraculturales. En este sentido, el diagnóstico de Samuel Huntington, Michel Crozier y Joji Watanuki, autores del libro La crisis de la democracia, escrito por recomendación de la Comisión Trilateral, fue que la democracia peligra en los Estados Unidos desde la década del sesenta por el exceso de participación y de reivindicaciones que planteaban los movimientos contraculturales. Para estos autores, algunos de los problemas relacionados con la gobernabilidad provienen de un exceso de democracia. Las demandas igualitaristas de los sesenta habían transformado el presupuesto federal. De allí el requerimiento de una mayor moderación de la democracia. Para Huntington,

la esencia de la ola demócrata de los sesenta era un reto general al sistema de autoridad existente, tanto el público como el privado. De una forma u otra, este reto se manifestaba en la familia, la universidad, los negocios, en las asociaciones –tanto públicas como privadas–, en la política, la burocracia gubernamental y las Fuerzas Armadas. La gente ya no sentía la misma obligación de obedecer a aquellos que antes habían considerado superiores en edad, rango, posición social, pericia, carácter o talento (citado por Zinn, 2006:414).

En retrospectiva, el texto La crisis de la democracia de la Comisión Trilateral puede ser visto como el suplemento ideológico del ataque neoconservador contra los logros democráticos de estos movimientos en las décadas de los sesenta y setenta. Así, desde una perspectiva schumpenteriana de la democracia, esta es concebida como un mercado político elitista: los votantes son los consumidores y los políticos los empresarios. Ello equivale a decir que la democracia responde a los mismos principios que rigen el mercado (mano invisible). «El mercado es, según los neoconservadores, la autoridad social en última instancia» (Lechner, 1982:49). Este contenido normativo de la comprensión de la democracia se contrastaba con la idea de totalitarismo, la cual se contraponía analítica y políticamente con la idea del mundo libre y democrático. Esta concepción de la democracia no pudo resistir los embates transformativos de la década de los sesenta, esos cambios profundos habían desencadenado un espiral de nuevos fenómenos que cuestionaban la capacidad de legitimación de una concepción elitista de la democracia. La distinción entre una elite ilustrada (empresarios) capaz de cultivar la virtud y una masa amorfa e ignorante (consumidores) que acepta ser guiada por ella se hace insostenible desde la perspectiva abierta por los movimientos contraculturales. La emergencia de la idea de una democracia participativa se había difundido en los movimientos estudiantiles y en el movimiento obrero, sin duda como consecuencia del creciente descontento por los escasos logros en esta materia en las sociedades occidentales (Macpherson, 1991:113).

Entre tanto, la distinción analítica totalitarismo versus democracia fue desplazada por un nuevo frente político-espiritual que se debatía entre una comprensión elitista y otra participativa de la democracia. El crecimiento exponencial de movimientos contraculturales orientados hacia la participación representó un desafío para los neoconservadores y les ofreció motivos para la formulación de la tesis de la ingobernabilidad. De esta forma los autores neoconservadores proponen cambios radicales en el sistema político:

Así, Brezezinski sugiere separar crecientemente el sistema político de la sociedad, y comenzar a concebir a los dos como entidades separadas. El objetivo es sustraer de más en más las decisiones públicas del control político, y hacer de ellas la responsabilidad exclusiva de los expertos. En tal caso el efecto sería una despolitización de las decisiones fundamentales, tanto en el ámbito económico como en el ámbito social y político (Laclau y Mouffe, 1987:195).

Con la idea de que el Estado se ha visto superado por un exceso de demandas, el objetivo de la programática neoconservadora es transferir las funciones del Estado al mercado. Esto contribuye a despolitizar las relaciones sociales, separa de modo tajante la economía de la política y limita la participación democrática. Urge, desde la perspectiva neoconservadora, recuperar las funciones de la religión y de la ética puritana, del trabajo, el orden y la productividad, para estabilizar el sistema. El neoconservadurismo quiere integrar la ilustración del capitalismo económico-administrativo con la tradición de la ética puritana y sostener la ética y los valores que ayudan a mantenerla. Para Kristol, enfrentar al futuro desde las auténticas y probadas maneras de ser de nuestro pasado es algo que renovará la civilización norteamericana. Es algo que asegurará el papel de nuestro liderazgo en tanto que colaborará a que la raza humana, como un todo, se dirija hacia la prosperidad, la libertad y la seguridad.

El problema central de la ofensiva neoconservadora era reordenar la producción, la economía, la democracia y la desbordada cuestión social. En tal sentido, parafraseando a Norbert Lechner,7 la ofensiva neoconservadora debe ser comprendida como una contrarrevolución que invierte el secular proceso de democratización de las diversas esferas del mundo de vida que abrieron los movimientos contraculturales en la década de los sesenta. El neoconservadurismo en tanto movimiento intelectual, político y económico se autointerpreta como una reacción a la amenaza contra la libertad burguesa que implicó la emergencia de la democracia participativa en la pluralidad de movimientos y tramas de esa época. En sentido estricto, la contrarrevolución neoconservadora se puso en marcha (Lechner, 1982:40). Este proyecto (neoconservador) de refundación total de las relaciones sociales implicó una transformación radical y autoritaria en las formas de regulación de las sociedades modernas. En cierto modo, la coincidencia programática entre el neoconservadurismo político y el neoliberalismo económico significó la construcción, sedimentación y consolidación de nuevos imaginarios sociales de amplias consecuencias para las sociedades modernas. El deslizamiento retórico en el campo de la política suponía extender la libertad, la democracia y la libre empresa como principios axiológicos de la ofensiva neoconservadora-neoliberal.

En tanto historia efectual, el 11 de septiembre de 1973 puede comprenderse como el principio de inscripción de esta ofensiva cultural, económica y política. Los cambios en las formas de interpelación que desencadenó este acontecimiento histórico implicaron profundos procesos de reinscripción simbólica de los imaginarios de las sociedades, pueblos y culturas en el sistema histórico capitalista. Es en este contexto que precisamos comprender el significado de la experiencia de la Unidad Popular chilena de construcción de un horizonte democrático y socialista. Para Lechner (2007:189), «en las elecciones presidenciales de 1970 la mayoría de los chilenos votó por un cambio profundo de las estructuras sociales dentro del marco de la Constitución y del derecho vigente. Tanto el programa básico de la Unidad Popular como el presidente Allende proponen e impulsan una transformación radical de la sociedad chilena a partir del régimen jurídico-institucional existente».

Ciertamente, el golpe de Estado al presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 puso punto final al primer experimento de un Gobierno socialista elegido democrática y popularmente en Occidente.8

Pese a que la Unidad Popular chilena manifestaba someterse al sistema de las democracias capitalistas representativas patrocinadas por Washington, la administración estadounidense la consideró intolerable.

El golpe de Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, que llevó a la muerte de Salvador Allende y a la destrucción del régimen de la Unidad Popular en Chile, fue el evento mayor con el cual se inició este específico período histórico y en particular su dimensión contrarrevolucionaria (…) Se puede entender ahora que la decisión del Estado de Estados Unidos, entonces bajo la conducción de Nixon y Kissinger, primero de impedir la elección de Allende y después de destruir a cualquier costo el régimen de la Unidad Popular, que él presidía, no fue sólo, ni principalmente, el resultado de la presión de las empresas estadounidenses afectadas por la política de nacionalizaciones, ni de las disputas hegemónicas con la entonces Unión Soviética en la llamada Guerra Fría, aunque, sin duda, esos elementos no dejaron de estar en juego. Tras las derrotas en Vietnam y en Argelia, que continuaban las ocurridas antes en China y Corea del Norte, para la coalición imperialista y su Estado hegemónico, la revuelta nacionalista y socialista latinoamericana, en el momento mismo en que se hacían explícitas dificultades crecientes en la estructura mundial de acumulación, no podía ser tolerada. Y muy en especial, un régimen como el de Allende, que era nada menos que el resultado del desarrollo de un movimiento político-social que había logrado, después de varios intentos, usar con éxito las propias reglas de juego de la democracia liberal, para establecer el control de los representantes políticos de los trabajadores y de las capas medias asociadas, sobre el Estado. Y que precisamente por eso era mundialmente acogido por los trabajadores y socialistas de todo el mundo, como una genuina alternativa al socialismo real (Quijano, 2003:2-4).

El golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, promovido por la administración Nixon, produjo la primera avanzada del neoliberalismo disciplinario. En sentido estricto la organización de la producción y la seguridad y con ello de la población y el territorio con métodos militares suponía un conjunto de dispositivos, procedimientos y tecnologías que inauguraban la nueva anatomía del poder. La concentración del mando militar sobre toda la producción hace que la sociedad retorne al estadio del dominio inmediato. La dictadura impuso el orden a través de pelotones de fusilamiento para facilitar un programa económico basado en una terapia de shock, diseñado por los denominados Chicago boys bajo la fórmula de la derecha: una economía libre en un Estado fuerte. El tratamiento de choque económico neoliberal de los Chicagos boys implicaba una cruzada radical de promoción de políticas de librecomercio. El golpe de Estado se convierte en el lugar fundamental de instrumentación de las medidas económicas, políticas y militares que inauguran una época signada por la contrarrevolución neoconservadora-neoliberal. Así, el golpe del 11 de septiembre de 1973 marcaría el inicio de un nuevo modelo económico de privatizaciones y liberalización, el cual sería replicado, instrumentado e impuesto en la mayoría de las sociedades del sistema histórico capitalista bajo una variedad de modalidades, con el argumento de que fomentaba la libertad de empresa y aumentaba la productividad.

El monetarismo remplazaría al viejo modelo proteccionista de industrialización con fuerte intervención estatal y sustitución de importaciones. En sentido estricto, el 11 de septiembre de 1973 sentó las bases de la globalización neoliberal sustentada en el principio rector de desmantelamiento y reducción del Estado para permitir que la empresa privada (libertad) pueda expandirse creando riqueza y bienestar. Pero, además, preparó el camino para la liberalización del mercado de los años ochenta y noventa. Para los economistas de la Escuela de Chicago se imponía dar paso a una economía abierta a las importaciones y al libre flujo de capital extranjero. Pese a que ello implicaría una inicial destrucción de muchas industrias que producían para el mercado interno, el aumento del desempleo y la reducción de salarios reales y condiciones laborales, a la larga –se sostenía– permitiría una nueva acumulación de capital. Desde entonces se fue diseñando una estrategia destinada a facilitar el libre movimiento de capitales con el propósito de ir reduciendo los costes de la fuerza de trabajo y de lograr una recuperación de la tasa de ganancia mediante una política económica neoliberal (liberalizaciones, privatizaciones, despojo de bienes comunes) que se ha ido extendiendo a escala global, especialmente durante el decenio de los ochenta.

En todo caso, en el 11 de septiembre de 1973 como fecha de inscripción de la ofensiva neoconservadora están subsumidos un conjunto de acontecimientos que señalan el fin definitivo de los sesenta en un modo global.

El fin de los reclutamientos y la retirada de las tropas estadounidenses de Vietnam (1973) significan el fin de la política de masas del movimiento pacifista americano, mientras la firma del Programa Común entre el partido comunista y el nuevo partido socialista en Francia pareciera marcar un estratégico rechazo al tipo de actividades políticas asociadas con mayo del 68 y sus consecuencias. Este es también el movimiento cuando, como resultado de la guerra de Yom Kippur, emerge el arma del petróleo y administra un diferente tipo de shock en las economías, las estrategias políticas y en los hábitos de la vida diaria de los países avanzados (Jameson, 1997:72-73).

De manera concomitante, los intelectuales neoconservadores comenzarán a repensar el fracaso en Vietnam en términos de una estrategia global para los intereses estadounidenses. Pero también el establecimiento de la Comisión Trilateral será, al menos simbólicamente, un marcador significativo en el reestablecimiento de la autoridad de las clases dirigentes. Así, como lo diría el propio Fredric Jameson, parece apropiado marcar el definitivo final de los sesenta en el área general de 1972-1974.

En esta fecha, en tanto marcador temporal, se anota el inicio de una crisis económica mundial, cuya dinámica de reestructuración global está simbolizada en los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en sus luchas contra el comunismo de la Unión Soviética y en las recomendaciones de política económica neoliberal que se imponen como sentido común a partir de este momento. A mediados de los años setenta Kristol patrocinó desde la revista The Public Interest (un importante centro de difusión de ideas neoconservadoras) las teorías de la supply side economy que tanta importancia tuvieron luego bajo la gestión de Reagan. La misión que se dio a Reagan fue, en el plano interno, la de desmantelar el Estado de bienestar, reducir las funciones reguladoras y distributivas del Estado en beneficio de las grandes corporaciones, y fuera de sus fronteras, detener el avance del movimiento crítico y revolucionario contra el capitalismo. La profundización de esta dinámica neoconservadora tendrá en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 el punto de inflexión del neoliberalismo disciplinario como nueva forma de regulación social y política. El 11 de septiembre del 2001 sienta las bases para la promoción de un nuevo orden económico y militar en el cual los Estados Unidos conciben, desarrollan y fortalecen su rol de policía mundial para erradicar al terrorismo, teniendo licencia de intervención militar en los lugares que consideren necesario. Tras este dramático acontecimiento, el gobierno de G.W. Bush desarrolló un proyecto de incremento militar y desarrolló una justificación de la intervención con el concepto de guerra preventiva. La doctrina de la prevención significó un desplazamiento de la contención y la disuasión selectiva características de la Guerra Fría.

Ciertamente, el 11 de septiembre (1973 y 2001) ha servido como justificación esencial de la ofensiva neoconservadora para explicar las patologías de la modernidad occidental y desarrollar en consecuencia, desde su perspectiva, un conjuntos de políticas terapéuticas que atiendan esa compleja situación. Entre tanto su visión se ha consolidado como resultado de las transformaciones globales que ha impulsado en una diversidad de ámbitos. En sentido estricto, el 11 de septiembre ha fortalecido el proyecto de la derecha republicana y su agenda de refundación total de los dispositivos de regulación social y política, permitiendo el despliegue de una estrategia militar, económica y política de escala planetaria. Estrategia inscrita en el proceso de transformaciones que se inició el 11 de septiembre de 1973 y se profundizó el 11 de septiembre de 2001. Las concepciones teóricas e ideológicas del neoconservadurismo se han convertido en suplemento fundamental de la política del presidente G.W. Bush. En este sentido, uno de los think tanks9 más importantes de los últimos años ha bosquejado la hoja de ruta de la política exterior estadounidense en uno de sus documentos fundacionales. El documento del «Proyecto para un nuevo siglo americano» titulado Rebuilding America´a Defensas: Strategy, Forces and Resources for a New Century (Reconstruyendo las defensas americanas, estrategia, fuerza y recursos para un nuevo siglo), publicado en 2000, y también presente en los análisis de la National Security Strategy de 2002, puede comprenderse como una estrategia de mediano plazo para alcanzar la pax americana. Para los autores del documento, William Kristol y Robert Kagan, el principio esencial que guía las acciones del proyecto es desarrollar una política reaganniana de fortalecimiento militar y claridad moral. En este documento se establece como objetivo esencial transformar a Estados Unidos, la única superpotencia en este momento, en un imperio planetario por la fuerza de las armas (neoliberalismo disciplinario). El proyecto se basa en el presupuesto de que el liderazgo estadounidense es bueno tanto para los Estados Unidos como para el resto del mundo, y que tal liderazgo requiere fuerza militar, energía diplomática y compromiso para la consecución de este principio moral universal de pax americana. Para ello, contradictoriamente, precisa un incremento general del gasto en defensa y varios escenarios de guerra, a fin de establecer el dominio estadounidense.

De esta manera, conformar el siglo a los principios e intereses estadounidenses supone cuatro objetivos principales: a) aumentar considerablemente el gasto militar; b) fortalecer los lazos con los aliados democráticos y retar a los regímenes opuestos a sus intereses y valores; c) promover en el exterior la causa de la democracia y la libertad económica; y d) aceptar la responsabilidad del papel único de los Estados Unidos para promover un orden afín a sus principios. Así, para los autores del documento es necesario reafirmar el rol esencial de la fuerza militar estadounidense desplegando efectivos militares en distintos puntos del planeta, desarrollando dispositivos tecnológicos de sensores remotos y aumentando la capacidad de largo alcance y precisión de armas nucleares contra objetivos hostiles a ese país. Pero también recopilando información –dentro y fuera del territorio estadounidense– susceptible de ser utilizada por los servicios de inteligencia para los fines de la seguridad nacional. La meta de estas recomendaciones de políticas es dotar al Presidente de un rango más amplio de opciones militares. Ahora bien, una capacidad militar imperial tiene tres funciones esenciales para los analistas del documento: dominar, castigar y patrullar.

Para el año 2000, los autores del proyecto argumentaban que Irak ofrecía a los Estados Unidos el escenario ideal para mostrar su determinación y su capacidad para convertirse en el eje rector del orden internacional del nuevo siglo. El conflicto no resuelto con Irak, decían, ofrecía a los Estados Unidos la justificación inmediata para lograr el control del Golfo Pérsico, una región clave en la visión estratégica del «Proyecto para un nuevo siglo americano». En una carta al presidente Bush, nueve días después del 11 de septiembre, los directores del proyecto propusieron atacar Irak, independientemente de que este país estuviese o no involucrado en la acción terrorista.

Puede ser que el Gobierno de Irak haya participado en el ataque (...) pero aún si no existen evidencias de esa participación, cualquier estrategia para la erradicación del terrorismo debe incluir un claro esfuerzo por remover a Saddam Hussein. El régimen de Hussein constituiría una temprana y tal vez decisiva victoria en la guerra contra el terrorismo internacional que también deberá apuntar contra Hezbolá, Siria e Irán.10

La justificación ideológica del expansionismo estadounidense se encuentra inscrita en el destino manifiesto que se invoca como suplemento fundacional del actual excepcionalismo en política exterior. En consecuencia, el Gobierno estadounidense tiene una misión especial de difusión, incluso por la fuerza militar si es necesario, de los ideales de la libertad, la democracia y la libre empresa por todo el mundo. El fortalecimiento del poder de los Estados Unidos en el ámbito internacional se presenta como la garantía necesaria del progreso de la Humanidad hacia formas de organización social y política mejores. Este expansionismo estadounidense no es, por tanto, más que una versión exclusivista y radicalizada de la supuesta misión civilizadora invocada por las potencias europeas decimonónicas para justificar sus imperios coloniales. Entre tanto la guerra imperial-colonial se ha convertido en un régimen de bipoder –como lo dirían Hardt y Negri– cuya forma de dominio tiene entre sus objetivos fundamentales controlar la población, producir y reproducir todos los aspectos de la vida social. Este principio de guerra permanente como guerra imperial-colonial contra el terrorismo está lejos de convertirse en una catástrofe para los actuales consejeros del príncipe. Es, por el contrario, un dispositivo de normalización en una diversidad de planos. La guerra se ha convertido en un dispositivo productor de orden, de un orden global e integrado, una guerra de policía que vigila, controla y ordena un mundo globalizado.

El propio presidente G.W. Bush argumentaba que la guerra contra el terrorismo es la lucha decisiva del siglo XXI, y el despliegue militar estadounidense solo se encuentra en la etapa inicial. Así, el día de los dramáticos acontecimientos, con una entonación claramente religiosa decía en su discurso a la nación: «Hoy, nuestra nación conoció el mal, lo peor de la naturaleza humana». Y citando el salmo 23, agregaba, «cuando camino por el valle de la sombra y la muerte, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo».11 En este breve discurso empleó la palabra «mal» cuatro veces, lo que marcaría el tono apocalíptico de sus futuros discursos e interpelaciones. Pero, además, reafirmando el carácter cristiano-apocalíptico de esta guerra contra el terror y su indeterminación temporal en tanto lucha decisiva del siglo XXI, en su conferencia de prensa del 16 de septiembre de 2001, dijo: «esta es una nueva clase (…) una nueva clase de mal. Y el pueblo norteamericano está comenzando a entender. Esta cruzada, esta guerra contra el terrorismo va a tomar un tiempo».12 La justificación de la guerra ilimitada se fue consolidando en las diversas presentaciones que hiciera el presidente G.W. Bush en el contexto del 11 de septiembre. En el discurso del 20 de septiembre de 2001 ante el congreso afirmó: «la guerra contra el terrorismo comienza con Al Qaeda, pero no se acaba ahí. No terminará hasta que cada grupo terrorista de alcance global sea encontrado, inutilizado y derrotado».13

Ciertamente, como lo sugiere Richard Bernstein, cuando los estadounidenses tomaron dolorosa conciencia del trauma y su vulnerabilidad frente al terror engendrado el 11 de septiembre de 2001, el fundamentalismo religioso del presidente G.W. Bush se convirtió en una efectiva política de persuasión para el desarrollo de una agenda global descrita y formulada inicialmente en el «Proyecto para un nuevo siglo americano» (Bernstein, 2006:198-199). Pero, además, con esta retórica apocalíptica el presidente G.W. Bush ha justificado una programática militar y económica de largo alcance inscrita en la consolidación de los Estados Unidos como imperio planetario. En las admonitorias palabras del vicepresidente Cheney la guerra contra el terrorismo puede no acabar nunca. En tal sentido, para los consejeros del príncipe esta guerra abarca todo el planeta y no tiene un periodo definido de tiempo para alcanzar los fines de la pax americana. «Una guerra dirigida a crear y mantener el orden social no tiene fin. Ha de requerir el uso continuo e ininterrumpido del poder y la violencia. En otras palabras, una guerra así no se puede ganar, o mejor dicho, hay que ganarla todos los días. De ese modo, la guerra pasa a ser virtualmente indistinguible de las actividades policiales» (Hardt y Negri, 2004:36).

Plantear que el enemigo es el mal confiere un carácter absoluto a ese enemigo y a la lucha contra él, y lo expulsa del campo de la política, puesto que el mal es enemigo de toda la humanidad. «Los Estados Unidos son lo Uno que no tiene otro. Y el modo de ser de ese Uno es la destrucción del otro, que no es una destrucción, sino una liberación, puesto que el otro no existe. Liberar a los iraquíes de su aspiración al ser, conducirlos al bienestar de su inexistencia: he aquí la esencia espiritual de la guerra estadounidense» (Badiou, 2005b:38). Así, en palabras del presidente G.W. Bush, Dios no está del lado de ninguna nación, pero sabemos que está del lado de la justicia. Y la principal virtud de Estados Unidos es que, desde el momento de su fundación como nación, ha optado por la justicia.

Ver el mundo como un conflicto entre las fuerzas del bien y del mal no constituye, sin embargo, la visión cristiana ortodoxa: se trata de una visión asociada a la herejía del maniqueísmo (…) La tendencia de Bush de ver a los Estados Unidos como una nación pura y buena, y a sus enemigos como países sumamente malvados, se enraíza en esta tradición maniquea estadounidense (Singer, 2004:275).

En cierto modo, la teología escatológica que envuelve la actual doctrina de seguridad y defensa estadounidense promueve, bajo el nombre de la guerra global contra el terrorismo, la universalización del asesinato selectivo como objetivo colateral de la seguridad nacional.

El 12 de septiembre, un día después de los atentados terroristas, en una sesión extraordinaria del Consejo de Seguridad de la ONU convocada con carácter de urgencia por el Gobierno de los Estados Unidos, se aprobó de manera unánime y con una hora de debate la Resolución 1368, en la que se reconoce el derecho de esa nación a su legítima defensa individual o colectiva, instando a todos los Estados a que colaboren con urgencia para someter a la acción de la justicia a los autores, organizadores y patrocinadores de los ataques terroristas (Montoya, 2003:112). Por una parte, el presidente G.W. Bush declaró el 19 de septiembre la determinación estadounidense de librar guerras preventivas –de forma unilateral, si fuera necesario– contra aquellos Estados canallas que posean armas de destrucción masiva o protejan a los terroristas. Por la otra, el 20 de septiembre de 2001 anunció que Estados Unidos decidiría qué Estados están aportando ayuda o refugio seguro a los terroristas y los perseguiría. El 7 de octubre Estados Unidos envió una carta a las Naciones Unidas en la que se reservaba el derecho de emprender acciones militares unilaterales contra países distintos a Afganistán (Kolko, 2003:99). Las resoluciones fueron interpretadas de acuerdo con un lenguaje que, en realidad, era metafórico: se transfirió el discurso que servía al sistema legal nacional del Estado liberal democrático al ámbito de la política mundial.

En esta cronología de la justificación de la guerra perpetua, debemos reconocer que la guerra contra el terror es distinta de cualquier otra guerra en la historia de la modernidad occidental. No es una guerra contra un Estado soberano, ni siquiera una guerra de guerrillas. En todo caso, la Resolución 1368 autorizó al Gobierno de los Estados Unidos para atacar e invadir Afganistán y sirvió de justificación para la posterior ocupación de Irak. En sentido estricto, esta resolución le otorgó a ese Gobierno el equivalente a una ley habilitante para la guerra sin restricciones temporales ni geográficas. Una licencia para el ejercicio de la guerra en tanto los Estados Unidos son depositarios del progreso humano. Con ello se descartó la posibilidad de un debate democrático en el seno de la ONU, en el que los puntos de vistas en disenso sean considerados y respetados para una toma de decisiones con claras repercusiones globales.

Tal debate pondría en cuestión la convicción que se desea fomentar en Norteamérica y en el resto del mundo de que ya estamos en guerra contra el terrorismo y los Estados canallas, y que el Presidente los Estados Unidos debe contar con poderes extraordinarios similares a los que se le otorgaron a Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, además, estos poderes militares y económicos deben operar en una escala transnacional, siguiendo la interpretación dominante de la legislación estadounidense. En particular, el Presidente debe poder mantener en secreto todo aquello que crea conveniente, incluso las razones para escoger un determinado momento y/o lugar para atacar militarmente. Se bombardea antiguas capitales (Belgrado, Kabul, Bagdad) sin que jamás se haya hecho una declaración de guerra. La base legal se encuentra en el decisionismo de Carl Schmitt. Para él, «las reglas no prueban nada, la excepción lo prueba todo. Confirman no solo la regla sino también su existencia, que proviene precisamente de la excepción» (citado por Anderson, 2005:26). Esta impresionante autonomía del complejo industrial-militar se constituye alrededor de la irreversible desproporción entre los Estados Unidos y el resto del mundo. Desde el 11 de septiembre de 2001 la administración Bush ha intensificado una guerra permanente, sin fronteras territoriales ni plazos temporales, teniendo como supuesto el monopolio global de la fuerza militar. La pax americana –en la perspectiva del proyecto neoconservador– requiere el recurso del uso de las armas para poder finalmente crear el orden jurídico global. Para decirlo con Perry Anderson: la ley sin espada no es más que papel.

A manera de conclusión

Como signo histórico, sólo la historia efectual decide acerca de la magnitud extra-temporal de un acontecimiento histórico. Cada acontecimiento produce más y también menos cuando está incluido dentro de circunstancias sociales, políticas y culturales que posibilitan y refuerzan un decurso histórico previo: de ahí su novedad en algunos casos sorprendente. Ciertamente la solidaridad entre pasado, presente y futuro no implica, en fin, una sustancialidad del devenir. El mundo definitivamente cambió su fisonomía a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001. «Diremos (…) aquello que el crimen de Nueva York y las guerras subsiguientes revelan es la síntesis disyuntiva de dos nihilismos» (Badiou, 2005a:69). Ambos acontecimientos, el terrorismo y la guerra contra el terrorismo, están desvinculados de todo derecho y son indiferentes a todo proyecto. El primero ha permitido la declaración de guerra global contra el terror como un objetivo transnacional legítimo y ha desarrollado nuevos mecanismos de ejercicio y regulación del poder estadounidense en el ámbito internacional; creando un Estado de excepción permanente bajo la idea de guerra contra el terrorismo. En este sentido, asistimos a un proceso de desdemocratización que supone la entronización del fascismo social y político como nueva forma de regulación. Este giro autoritario se ha visto profundizado tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en dos planos fundamentales: uno, el de anteponer la búsqueda de la seguridad nacional de los Estados Unidos a la protección de los derechos y las libertades de la ciudadanía; y otro, el de afirmar la superioridad de la civilización occidental frente a otras culturas y pueblos, convirtiendo así a los inmigrantes –especialmente a los procedentes de países árabes, africanos y asiáticos– en enemigos potenciales o combatientes enemigos ilegales. Ambos planos suponen un nivel de actuación extraterritorial, transnacional y extraterritorial del Gobierno estadounidense.

En tal caso, el 11 de septiembre en tanto fecha de inscripción, por un lado, y de profundización, por otro, de los dispositivos neoconservadores en la orientación de políticas de conjura, contención y confrontación a las fuerzas críticas al capitalismo se ha visto fortalecida en las últimas décadas. Pero, al mismo tiempo, la resistencia, contrahegemonía y emancipación de una pluralización de energías sociales, políticas y culturales ha sido la respuesta al agotamiento y crisis de la hegemonía neoliberal en los dos últimos decenios. El escenario de acción que se está configurando por el accionar de los nuevos movimientos antisistémicos es, sobre todo, más polimórfico, más amplio, más desafiante de concebir teóricamente y de transformar prácticamente que el escenario en el que aparecieron los viejos movimientos. Se trata de un caótico, disperso y plural campo en formación y en gran medida en curso. Este tejido plural y crítico se ha convertido paulatinamente en una naciente estructura social abierta a las interacciones recíprocas, en la misma medida en que se incrementan y multiplican los respectivos puntos nodales y las múltiples intersecciones de las redes y se hacen más fuertes mediante su uso sus líneas expansivas. La ampliación, liberación y descargas de energías sociales y culturales portadoras de nuevos sentidos, símbolos y reivindicaciones se han convertido en los signos de cambios profundos, configurando con su accionar imaginarios insurgentes que desestabilizaban la imagen afirmativa del logos colonial moderno. El resurgimiento de discursos y movimientos anticapitalistas marca, por tanto, la quiebra de la hegemonía neoliberal. En nuestra época han empezando a emerger una pluralidad de movimientos críticos y nuevas utopías inscritas en un radical cuestionamiento al capitalismo. Estos visibilizan las asimetrías en el poder de las fuerzas sistémicas y antisistémicas a escala mundial.

Estamos asistiendo a una situación límite, crítica y caótica en el sistema histórico capitalista que se caracteriza por el declive de la hegemonía neoliberal, el desarrollo del desempleo crónico-estructural, la flexibilización y precarización laboral, la feminización de la pobreza, la migración subordinada, los desplazados de las guerras neocoloniales, el incremento de las desigualdades sociales (excluidos de las acciones de redistribución del Estado social de derecho), el aumento de la segregación y discriminación cultural (creación de murallas fronterizas y guettización de la sociedad) y la aceleración de las presiones ecológicas en el sistema histórico capitalista. Situación que plantea interrogantes, desafíos y dilemas acuciantes a los movimientos antisistémicos y a la teoría crítica para pensar alternativas socio-históricas radicales a este estado de cosas. La escala de tiempo para tales acciones puede medirse en décadas, pero no en siglos. De modo que solamente una alternativa radical al modo establecido de controlar la reproducción metabólica social puede ofrecer salidas para la crisis estructural del capital. Para ello, es necesario profundizar en los espacios y oportunidades que crean los agenciamientos sociales, políticos y culturales de los movimientos antisistémicos, y recuperar, como diría Norbert Lechner, el espacio de lo político como construcción deliberada del futuro.

Sobre la superficie de proyección de este enfrentamiento fundamentalmente estocástico, inscribimos las reflexiones crítico-deconstructivas del significado del 11 de septiembre de 2001 y sus consecuencias más dramáticas para las formas de convivencia, los derechos de ciudadanía y la democracia en un sistema histórico en transformación. Para decirlo con palabras de Jacques Derrida (2005:53 y 59):

cuando tienen la garantía de la mayoría aritmética, los peores enemigos de la libertad democrática pueden, al menos en virtud de un simulacro retórico verosímil, presentarse como los más demócratas de todos (…) al pretender iniciar una guerra contra el eje del mal, contra los enemigos de la libertad y contra los asesinos de la democracia en el mundo, tiene inevitable e irrefutablemente que restringir, en su propio país, las libertades denominadas democráticas o el ejercicio del derecho, extendiendo los poderes de la inquisición policial, etc., sin que nadie, sin que ningún demócrata, pueda oponerse seriamente a ello ni hacer otra cosa que deplorar estos o aquellos abusos en el empleo a priori abusivo de la fuerza en virtud de la cual una democracia se defiende contra sus enemigos, se defiende ella misma, de sí misma, contra sus enemigos potenciales. Esta debe parecerse a ellos, corromperse y amenazarse ella misma para protegerse contra las amenazas de aquellos.

En los últimos años, la política unilateral del gobierno del presidente G.W. Bush se ha enfrentado a un conjunto de críticas y cuestionamientos que evidencian el resquebrajamiento en la unidad del proyecto neoconservador. El distanciamiento de Francis Fukuyama –figura fundamental del neoconservadurismo estadounidense– respecto a la actuación del Gobierno en el Oriente Medio es una expresión de las críticas en lo interno de la política unilateral. En todo caso, las críticas y cuestionamientos al proyecto neoconservador tienen dimensiones más globales y dramáticas y apuntan a los objetivos políticos, económicos y militares del proyecto. Por un lado, el recrudecimiento de políticas discriminatorias y racistas respecto a la inmigración, el adelgazamiento de los derechos civiles, el inadecuado desempeño del Gobierno federal ante la tragedia del huracán Katrina en Nueva Orleans, el estallido de la burbuja hipotecaria y la emergencia de una crisis económica con manifestaciones de recesión, las críticas más abiertas a las invasiones de Afganistán e Irak y la baja popularidad presidencial, son todas expresiones de la crisis interna que enfrenta la administración Bush. Por otro lado, en América Latina el giro global hacia la izquierda muestra desafíos acuciantes al unilateralismo estadounidense; fortaleciendo elementos indiciarios a la globalización neoliberal en la región. Pero, sobre todo, el menguado apoyo político a las invasiones en Afganistán e Irak en Europa, el cuestionamiento a la expansión de la OTAN por intermedio de Rusia, las críticas a una eventual incursión militar en Irán, muestran las dificultades políticas del proyecto neoconservador. En definitiva, este proyecto se encuentra en un punto de inflexión fundamental; sin embargo, sus líderes centrales han tenido una habilidad para imponerse en las situaciones más dramáticas y cuentan con portavoces fundamentales en la campaña electoral de 2008.

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Notas

1 «Cabe señalar que la frase Guerra Fría fue popularizada por Walter Lippmann (CFR) en el año de 1947, aludiendo a la expresión utilizada por primera vez por el escritor español del siglo XIV don Juan Manuel, quien la utilizó para referirse al conflicto entre la Cristiandad y el Islam. Don Juan Manuel decía que, a su juicio, una guerra caliente terminaba en la muerte o en la paz, mientras que una Guerra Fría, no trae ni paz ni honor a aquellos que la pelean» (citado por Salbuchi, 2005:209; cursivas nuestras).

2 Existen dos versiones (no necesariamente opuestas) de cómo se inventó el término neoconservador. La primera es que fue creado por los demócratas para definir y deslegitimar a antiguos compañeros cuyas ideas habían cambiado, impulsándoles hacia las filas del conservadurismo. La paternidad de la segunda es de los propios neoconservadores, quienes quisieron destacar así la novedad temporal y conceptual de sus creencias conservadoras. Para los efectos de la presente investigación estamos estableciendo una unidad programática entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo. Ambos movimientos comparten una visión del progreso, la ciencia y la tecnología como un horizonte ineluctable. Pero, además, tienen notables coincidencias y afinidades teóricas, económicas, culturales y políticas. En tal caso, podemos observar en su programática política una concepción restringida e individualista de la democracia y los derechos de ciudadanía. En el campo económico defienden las libertades individuales y una economía de mercados abiertos (Dubiel, 1993:XXIII).

3 En Schmitt lo político se entiende como una decisión fáctica que tiene como objetivo establecer una identidad positiva en torno a la cual se unifique el pueblo. La función de lo político, de esa decisión originaria, es agrupar el pueblo alrededor de un determinado contenido fundamental, y defenderlo frente a los que no comparten esa identidad, ya procedan del exterior o del interior. «El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación» (Schmitt, 2006:57).

4 Consúltese www.infokrisis.blogia.com2004/101105-america-america-quien-esta-detras-de-bush-.php.

5 Algunos acontecimientos, expresiones y manifestaciones fueron narrados de manera brillante por Howard Zinn en su libro La otra historia de los Estados Unidos. Estos registros pasan por los objetores de conciencia, las movilizaciones en contra de la guerra de Vietnam, el despertar colectivo de la población negra, de las mujeres y los pueblos indígenas, entre otros tantos. La formidable reconstrucción de Zinn se convierte en un texto obligado para comprender las actuaciones de los Gobiernos de los Estados Unidos. «El 16 de mayo de 1968, una compañía de soldados entró en la aldea de My Lai 4, en la provincia de Quang Ngai. Reunieron a los habitantes, incluyendo ancianos y mujeres con, bebés en brazos. Se les ordenó que se metieran en un hoyo, donde fueron metódicamente asesinados a tiros por soldados americanos». Fred Branfman, un estadounidense que vivía en Laos, contó en su libro Voices from the Plain of Jars: «Se realizaron más de 25.000 ataques aéreos contra las llanuras de Jars entre mayo de 1964 y septiembre de 1969; se lanzaron más de 75.000 toneladas de bombas; en tierra hubo miles de muertos y heridos, decenas de miles de personas tuvieron que esconderse bajo tierra, y toda la superficie fue arrasada». En 1973, un antiguo oficial del Gobierno de Laos, Jerome Doolittle, escribió en el New York Times: «Cuando llegué a Laos por primera vez dieron órdenes de que respondiera a todas las preguntas de la prensa acerca de nuestra campaña de crueles bombardeos masivos en aquel diminuto país diciendo: ‹por petición del real Gobierno de Laos, Estados Unidos está dirigiendo vuelos desarmados de reconocimiento›. Era mentira. Cada uno de los periodistas a los que se los dije sabía que era mentira». Los testimonios de los soldados chino-americanos Sam Choy y Ron Kovic contribuyeron a construir un sentimiento antiguerra en los Estados Unidos. «En total, unos 563.000 soldados fueron licenciados sin honores. En 1973, una de cada cinco licencias expedidas por el ejército lo eran sin honores, lo cual indicaba que esos soldados no habían mostrado una obediencia sumisa hacia el ejército. El número de desertores pasó de 47.000, a 89.000 en 1971, casi el doble». Una mujer llamada Johnnie Tillmon escribió en 1972, «Soy una mujer. Soy una mujer negra. Soy una mujer pobre. Soy una mujer gorda. Soy una mujer de edad media. Y me mantiene la asistencia social (…) Para muchas mujeres de clase social media en este país, la Liberación de las Mujeres es una cuestión interesante. Para las mujeres que dependemos de la asistencia social, es una cuestión de supervivencia». George Jackson en su libro Soledad Brother, uno de los textos más importantes del activismo militante negro, escribía, «Nacido para una muerte prematura, trabajador de sueldo mínimo y chapucero, hombre de la limpieza, el atrapado, el hombre debajo de las trampillas, sin libertad bajo fianza: ese soy yo, la víctima colonial. Cualquiera que hoy pueda aprobar el examen de la administración pública puede matarme mañana (…) con completa impunidad». El Jefe Luther Standing Bear (Oso Tieso), en su autobiografía Desde la tierra del águila moteada, decía: «Es verdad que el hombre blanco trajo grandes cambios. Pero a pesar de que las frutas variadas de su civilización son de muchos colores y tentadoras, causan enfermedades y muertes. Y si el papel de la civilización es mutilar, robar y frustrar, entonces ¿qué es el progreso?» (Zinn, 2006:357, 381, 386 y 390). Las cursivas son nuestras.

6 «La expresión capitalismo organizado se refiere a dos clases de fenómenos, reconducibles ambos al avanzado estado del proceso de acumulación: por una parte, el proceso de concentración de las empresas (el surgimiento de corporaciones nacionales y, entre tanto, multinacionales) y la organización de los mercados de bienes, capitales y trabajo, y por otra, el hecho de que el Estado intervencionista hace acto de presencia en las cada vez más numerosas lagunas funcionales del mercado (...) La contemplación y, en parte, sustitución del mecanismo del mercado por la intervención estatal significa igualmente el final del capitalismo liberal» (Habermas, 1981:275).

7 «Lechner también fue un hombre que se jugó por sus ideas, por ejemplo cuando firmó junto a muchos otros intelectuales latinoamericanos un manifiesto contra el clima de hostilidad y persecución contra intelectuales y profesores de universidades de los Estados Unidos por no haber levantado la voz más fuertemente después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001» (www.revistapolis.cl/7/lega.doc).

8 En 1975, los comités de las Cámaras y del Senado abrieron investigaciones sobre el FBI y la CIA. Por un lado, entre 1956 y 1971 el FBI llevó a cabo un masivo programa de contraespionaje conocido como Cointelpro que violaba abiertamente los derechos de la ciudadanía estadounidense. La investigación sobre el FBI había puesto al descubierto las acciones ilegales encaminadas a destruir el movimiento afroamericano de defensa de los derechos civiles, los grupos estudiantiles contra la guerra y la diversidad de manifestaciones contraculturales de la década de los sesenta. Por otro lado, se tenía entre los resultados de la investigación que la CIA había introducido el virus de la peste porcina africana en Cuba, y también se reveló que la CIA, en connivencia con un secreto Comité de los Cuarenta encabezado por Henry Kissinger, había trabajado para desestabilizar al gobierno de Salvador Allende. «El Comité Church puso al descubierto operaciones que tenían como propósito influir en las mentes de los americanos de forma secreta: la CIA está en estos momentos utilizando a varios de cientos de académicos americanos quienes, además de proporcionar accesos y, en ocasiones, hacer presentaciones que benefician a los servicios de inteligencia, escriben libros y otros materiales que se utilizan para hacer propaganda en el extranjero (…) Estos académicos se encuentran localizados en más de cien colegios y universidades de América, así como en instituciones relacionadas con ellas. El Comité descubrió que la CIA había publicado, subvencionado o patrocinado más de mil libros antes de finales de 1967» (Zinn, 2006:411).

9 Una de las características de los think tanks de la derecha estadounidense es el financiamiento, entrenamiento y facilitación del personal requerido con el fin de transformar el espíritu de época y el clima intelectual en los Estados Unidos. «En la actualidad hay más de 1.200 tanques pensantes que influyen en la elaboración de políticas en Estados Unidos. Algunos como la Heritage Foundation, el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales y la Fundación Brookings son activos en asuntos externos y de seguridad. Uno de los aspectos cruciales de los think tanks es proveer personal en los niveles medios y altos de la rama ejecutiva. En Estados Unidos, cada administración trae consigo un trasiego enorme de miembros de ese personal. Los centros de investigación y análisis ayudan a los presidentes y a los secretarios a llenar ese vacío (…) George W. Bush ha ocupado a importantes think tanks individuales de carácter conservador en los más altos niveles de gobierno. Condolezza Rice, consejera de Seguridad Nacional; Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa, Richard Perle, ex Chairman del Defense Policy Board, entre otros» (Mendoza y Villanueva, 2005:91). El mejor ejemplo de un think tank al servicio de los neoconservadores es el «Proyecto para un nuevo siglo americano». Creado en 1997 y centrado en temas de relaciones internacionales, ha desarrollado su influencia publicando cartas abiertas a presidentes firmadas por personalidades de gran relevancia, no necesariamente neoconservadoras, e informes. En todo caso, hay otros think tanks que albergan analistas o directivos adscritos a las tesis neoconservadoras. El principal es el American Enterprise Institute for Public Policy Research (AEI), creado en 1943. Sus áreas de interés se centran en la política económica, exterior y de defensa. Los investigadores del AEI claramente neoconservadores son Irving Kristol, Richard Perle, Lynne Cheney (esposa del vicepresidente Richard Cheney), Michael Ledeen y Dave Wursmser. El AEI es elegido eventualmente como lugar para dar importantes discursos de política exterior. El presidente G.W. Bush dio un discurso sobre el futuro de la democracia en Irak y la reforma política de Oriente próximo.

10 Disponible en www.newamericancentury.org.

11 Disponible en www.whitehouse.gov/news/releases/2001/09/20010911.

12 Disponible en www.whitehouse.gov/news/releases/2001/09/20010916.

13 Disponible en www.whitehouse.gov/news/releases/2001/09/20010920.