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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.26 n.72 Caracas dic. 2009

 

Los mitos de «izquierda» en la fundamentación del neofascismo

Humberto García Larralde*

* Economista. Doctor en Estudios del Desarrollo. Coordinador del Área de Desarrollo Económico del Centro de Estudios del Desarrollo, Cendes, de la Universidad Central de Venezuela. Correo-e: humgarl@gmail.com 

El presente artículo se basa en reflexiones que desarrollamos en el capítulo III del trabajo de ascenso para profesor titular «Socialismo o fascismo del siglo XXI. Una mirada al ideario político de Hugo Chávez Frías» (2006), publicado por Random House Mondadori, Colección Actualidad Debate, con el título El fascismo del siglo XXI (2009).

Resumen

La postura política contemporánea de la izquierda comunista se basa en mitos que sirven de pretexto para una conducta fascista, denominada aquí «neofascismo». Conceptualizar el mito, y un breve análisis de la teoría del valor-trabajo de Marx, permiten entender que muchos postulados del comunismo carecen de naturaleza científica. A partir de elementos definitorios del fascismo se discuten similitudes con categorías discursivas del comunismo: actitud ante la globalización y atrincheramiento nacional de la retórica de «izquierda»; reivindicación de valores tradicionales para posturas moralistas ante la «perversión» del capitalismo; antimodernismo como justificación de propuestas atrasadas y primitivas; carácter no científico; naturaleza totalitaria; y un carácter mesiánico. Se concluye que el comunismo es hoy un ropaje del neofascismo.

Palabras clave: Mitología / Socialismo / Fascismo

Abstract

The contemporary stance of the communist left is based on myths that serve as a pretext for fascist behavior, called here «neofascism». A definition of «myth» and a brief analysis of Marx’s labor theory of value allow the insight that many postulates of communism are unscientific. Together with a systematization of fascism’s defining elements, we discuss their similarity with certain categories of today’s communist discourse: attitude towards globalization and the nationalistic entrenchment of radical «leftist» rhetoric; vindication of traditional values as a basis for moralistic postures against «perverse» capitalism; anti-modernism that justifies backward and primitive political proposals; nonscientific character; totalitarian nature; and a similar messianic quality. The article concludes that communism today is a disguise for neofascism.

Key words: Mithology / Socialism / Fascism

RECIBIDO: SEPTIEMBRE 2009 ACEPTADO: NOVIEMBRE 2009

Introducción

Desde una perspectiva de «izquierda» –según las convenciones aceptadas–, el fascismo fue un fenómeno colocado en sus antípodas. Muchos historiadores y analistas han ayudado a cimentar esta noción al considerar el fascismo y el nazismo básicamente como una reacción de la derecha europea ante la amenaza que representaba el bolchevismo a comienzos del siglo XX. La representación de fascismo y comunismo como movimientos encontrados se nutre también de las propias afirmaciones de Mussolini al tratar de deslindar claramente el espacio político que pretendía ocupar del de las fuerzas socialistas de donde provenía –«El siglo presente es el siglo de la autoridad, un siglo de derecha, un siglo fascista»,1 afirmó– y se acentúa en la polarización que experimentó la lucha política en los años veinte y treinta, cuando los movimientos fascistas en muchos países europeos se entrelazaron en frontal y a menudo violenta lucha con los partidos socialistas y comunistas por el control de la calle y de los movimientos de masa. El antagonismo en referencia terminó por alojarse en el imaginario de la izquierda con la política del Frente Popular –alianza entre comunistas y partidos socialistas democráticos– instrumentada en Francia a mediados de los años treinta para intentar contener la amenaza hitleriana. En la concepción de la III Internacional (comunista) de esa época, el fascismo no era otra cosa que la última oportunidad del capitalismo financiero, desprovisto ahora de formalidades «seudodemocráticas» y desnudado en toda su ferocidad represiva, para arremeter contra el avance inexorable de la revolución comunista. Desde esta perspectiva, constituía la última fase del capitalismo imperialista, su expresión más virulenta. Paradójicamente, esta percepción alimentó la ilusión de que el ascenso del nazi-fascismo representaba el comienzo del fin del sistema capitalista, lo cual contribuyó a confundir los objetivos de política de los comunistas, amilanando el enfrentamiento al nazi-fascismo en diferentes momentos de la década de los treinta con la esperanza de que la «agudización de las contradicciones» del sistema aceleraría su irrevocable desaparición.

La guerra civil española también se ubicó como una contienda entre una izquierda representada por anarquistas, trotskistas, estalinistas, socialistas y un espectro de republicanos moderados, y una derecha también variopinta, pero en la cual destacaba el perfil de la Falange; fuerza de inspiración filo-fascista bajo su fundador, José Antonio Primo de Rivera, que, no obstante, proponía cambios radicales –«ni capitalismo, ni comunismo, sino nacionalsindicalismo»–. Con el triunfo de la rebelión franquista, el Caudillo, aliado de la Iglesia y de las fuerzas más conservadoras, hace de la Falange su partido principal de gobierno, institucionalizándolo y difuminando cualquier carga «revolucionaria» que pudiera haber perdurado en sus filas. Dejó de caracterizarse, por ende, como un partido fascista en los términos que habrán de analizarse aquí, no obstante continuar como partido doctrinario de la derecha. Esta evolución y el fuerte simbolismo que tuvo la guerra civil española para el ideario de libertad del mundo occidental, afianzaron la percepción de un fascismo dictatorial y retrógrado –de extrema derecha– y una izquierda libertaria –siempre con fuerte tinte marxista– como polos antagónicos e irreconciliables.

El historiador galo François Furet (1999:191) y otros disputan la noción anterior, señalando que las ideas básicas de lo que luego constituyó el movimiento fascista anteceden a la revolución rusa, y la génesis del pensamiento nazi se debe mucho más a sus raíces nacionalistas que a una respuesta frente al comunismo.2 Por su parte, el historiador alemán Ernst Nolte, criticado por su postura revisionista ante el fenómeno nacionalsocialista, sostiene (Furet y Nolte, 1999) que el antagonismo nazi con el comunismo internacional se debe en buena parte a la percepción de que este era liderado por judíos, y no tanto a consideraciones doctrinarias. La representación maniquea que se ha proyectado desde la izquierda en relación con estas dos fuerzas oculta la gran similitud de los movimientos comunista y fascista en cuanto a sus formas de ejercer el poder, y en cuanto al hecho de que ambos competían por la ascendencia política sobre las masas en su enfrentamiento a la concepción liberal de democracia. En su versión nacionalsocialista, totalitaria, el fascismo compartía con el régimen estalinista la disolución completa de las fronteras entre partido y Estado, confundiéndose ambos en un extendido mecanismo de control y regimentación de la sociedad, sujeta a los dictados del Führer o del Buró Político –Stalin–, según fuere el caso. Los dos movimientos proclamaban la superación del capitalismo y se disputaban las masas trabajadoras en aras de la prosecución de este fin, las más de las veces con procedimientos bastante similares.

En este trabajo se argumentará que lo que se califica como «comunismo» en el mundo de hoy, al estar desprovisto de toda noción de progreso, divorciado de la libertad y reducido a pretensiones de legitimidad con base en mitos, deviene simplemente en un fascismo con ropaje «de izquierda», tanto por la similitud de sus procedimientos para concentrar el poder y doblegar a sus «enemigos», como por el papel central que en ello juega la ideología, entendida esta en su forma extrema como una representación social sectaria y excluyente que reemplaza aprehensiones menos sesgadas de la realidad.3 Sin embargo, en el plano de la propuesta doctrinaria original hay diferencias importantes con el fascismo que es menester precisar, a pesar de que la práctica política de muchos de los partidos que reclaman ser herederos del legado marxista haya desdibujado con el correr del tiempo muchas de estas distinciones.

El concepto de fascismo

Existe una controversia sobre el uso del término «fascismo» para referirse a movimientos que fueron en algunos aspectos bastante disímiles entre sí. S. Payne (1997), Ch. Berlet (1992), R.O. Paxton (2005) y otros defienden la existencia de un «fascismo genérico», identificado por un conjunto de características bien definidas que fueron discernibles en muchos movimientos políticos europeos de entreguerras. No obstante, otros analistas dudan de la utilidad que pudiese tener esta categoría de análisis, dadas las diferencias entre distintas corrientes pretendidamente fascistas.4 Entre ellos puede citarse al filósofo Umberto Eco (1995), quien señala la indefinición ideológica de la experiencia mussoliniana y el hecho de que no podría considerarse «totalitaria» –aun cuando fuera el propio Duce quien acuñara el término–. Ello lo lleva a argumentar a favor de la especificidad del fascismo italiano, concluyendo que no debería ser considerado «padre» de movimientos autoritarios surgidos en otros países europeos para la época. En particular, pueden citarse importantes diferencias con la conducción del régimen totalitario nacionalsocialista, tal como lo hace S. Haffner (2002:60), quien insiste en la singularidad de esta última experiencia en tanto promovió la destrucción de las élites, a diferencia de la república fascista, que propiciaba más bien su incorporación en el Estado corporativo.5

En este artículo se defiende la existencia de un fascismo genérico como categoría de análisis, si bien con expresiones muy particulares, dependiendo de la sociedad y del tiempo histórico en que se desarrolla. Ello implica ubicar bajo esta denominación movimientos cuya legitimación política ante sus partidarios se construyó con base en imaginarios disímiles, en tanto se referían a mitos y referencias específicas a cada pueblo. Entender esta pluralidad lleva a descartar la idea de una doctrina o una ideología fascista única, no obstante el notorio uso de la ideología como herramienta para conquistar y concentrar el poder. El fascismo, en su acepción genérica, se distingue más bien por su comportamiento político, que exhibe el uso de herramientas y características comunes para conquistar la hegemonía sobre las masas, liquidar a sus rivales y apoderarse de manera exclusiva y excluyente del Estado.

La aclaratoria anterior permite utilizar el término «neofascismo» o «fascismo del siglo XXI» para referirse a fenómenos contemporáneos emparentados con las experiencias europeas de las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado, sin que ello pretenda que sean su mera reproducción. Es obvio que el transcurso del tiempo y, con ello, de importantes cambios en la cultura y en la institucionalidad política del mundo occidental desde la Segunda Guerra Mundial hacen que cualquier movimiento político que pueda tildarse de fascista o neofascista esté constreñido por una realidad bastante distinta a la que le tocó enfrentar a sus precursores «clásicos», por lo que adoptará formas diferentes a las asumidas por el fascismo en Italia y el nazismo en la Alemania. Específicamente, es notoria la ausencia de campos de concentración en países que, en otros planos, exhiben regímenes políticos con rasgos claramente fascistas; esto es así salvo en algunos casos de conflictos étnicos entre naciones africanas, la experiencia camboyana de Pol Pot y algunas prácticas vividas bajo el régimen fidelista en Cuba. Como se sabe, la figura del campo de concentración fue emblemática en la caracterización que hizo Hannah Arendt (2004) del totalitarismo. Esto obliga a entender el término «fascismo» como algo que engloba tanto regímenes de naturaleza totalitaria como otros a los que es dudoso atribuir esta identificación. No obstante, los emparenta un conjunto de rasgos comunes, descritos a continuación, que justifican, a nuestro juicio, el uso del término «fascista» para calificarlos.

El fascismo fue un movimiento revolucionario de profundo arraigo popular que se propuso la sumisión del individuo al Estado, por ser este depositario del bien común. Pretendió legitimarse representando la realidad con base en simbolismos que exacerbaban valores nacionalistas, reminiscentes épicos de un glorioso pasado. Un patriotismo deformado reivindicaba la conquista de fines trascendentes que habrían de restituir la supremacía de la etnia o de la nación en cuestión por sobre otros pueblos. Con este fin se valió de construcciones ideológicas maniqueas que identificaban a un nosotros en contraposición a unos otros tildados de enemigos. Estos eran descalificados a través de la propaganda política para minar todo respeto por su condición de iguales a los ojos de los adeptos de la revolución, «justificando» la manipulación del sistema jurídico en su contra y su sometimiento por acciones violentas de calle. La violencia, incluyendo la supresión física del otro, se entendió como recurso legítimo para «limpiar» la sociedad de los seres indeseables y para promover las transformaciones que plasmarían el nuevo orden fascista. En este proceder, la ideología asumía la vez de una «religión de Estado»6 que quiso legitimar la confiscación de los derechos individuales en nombre de un interés colectivo. Esta excusa servía también para movilizar a los partidarios en contra de las instituciones de la democracia liberal, legitimando las apetencias de poder del jefe indiscutido. Aparece irremediablemente el culto a la personalidad como consecuencia lógica de la imagen de representante privilegiado, visionario único de los mejores intereses del pueblo, con que este jefe se proyectaba. El fascismo condujo al entierro de la política como práctica para la negociación de acuerdos y para poder dirimir pacíficamente los conflictos, ya que la única versión aceptable era siempre la del Estado, es decir, la del caudillo. Finalmente, el ejercicio del poder fascista se apoyó en la militarización de la sociedad y en un llamado a la confrontación bélica –cobijada siempre en términos patriotas– para aglutinar a los partidarios y mantener siempre en zozobra a quienes eran percibidos como enemigos. Ello fundamentó un culto a la muerte, manifestación suprema del sacrificio que, en profesión de lealtad y sumisión a toda prueba, haría surgir el Hombre Nuevo.

¿Qué se puede entender como «mito»?

El concepto de mito suele abordarse con referencia a las creencias de sociedades primitivas, arcaicas. En esta acepción, el mito constituye una explicación fantástica, no científica, sobre el origen de una tribu o etnia, de sus costumbres, su lugar en el mundo y también de muchos de sus atributos o experiencias particulares.7 A pesar de que en el contexto de muchas conversaciones del mundo moderno la palabra «mito» tiende a entenderse como «ficción» o «ilusión», en estas sociedades es más bien una explicación que se tiene por verdadera, que se refiere a hechos que han tenido lugar realmente, que proporciona un referencial primordial a la conducta humana, capaz de «conferir significación y valor a su existencia» (Eliade, 1983:8). Sin embargo, sus «pruebas» son distintas a las de la validación científica, asumiendo más bien el carácter de una fe o una convicción sobre «hechos» que no requieren demostración y sobre los que no hay duda en cuanto a su veracidad. Los acontecimientos que constituyen su «argumento» ocurrieron en tiempos míticos –valga la redundancia– en los cuales seres sobrenaturales crearon las cosas, los animales y plantas, los hombres, el firmamento, etc. En este sentido, el mito asume la condición de una historia sagrada que, a diferencia de nuestro concepto de historia –cronológicamente irreversible–, puede ser invocada por el ejercicio de determinados ritos. Como señala el antropólogo francés Mircea Eliade, al rememorar los mitos se «es capaz de repetir lo que los Dioses, los Héroes o los Antepasados hicieron ab origine» (ibíd., p. 20). El mito evoca, en tal sentido, el retorno a una «edad de Oro»8 como fundamento de la moral y de la distinción entre el Bien y el Mal, que le confiere una naturaleza religiosa.9 Según Bronislav Malinowski, en las sociedades primitivas el mito «expresa, realza y codifica las creencias; salvaguarda los principios morales y los impone (…) y ofrece reglas prácticas para el uso del hombre».10

En este artículo argumentaremos que muchas de las categorías que estructuran cierto discurso de «izquierda» en América Latina constituyen en realidad mitos. Es menester aclarar, primero, lo que se entiende por «izquierda», término del que han abusado hasta el cansancio políticos o caudillos en Latinoamérica, en busca de una legitimidad popular. Para obviar disquisiciones, asumimos como pensamiento de izquierda al marxista y, con relación a su también disímil y muchas veces contradictoria agrupación de exégetas, nos remitimos a los elementos de la doctrina como fueron enunciados por el propio Marx. Con base en esta precisión, queremos argumentar que elementos como los siguientes, vulgarizados en el discurso de epígonos que buscan legitimar sus apetencias de poder, en la medida en que son refractarios a todo intento de validación científica han devenido hoy en meros artículos de fe. Constituyen, por tanto, «mitos de izquierda»:

1. la teoría del valor-trabajo;

2. el materialismo histórico como ciencia de la historia;

3. la idea determinista de que la superestructura política responde siempre –aunque sea sólo «en última instancia», como afirmara Nicos Poulantzas– a la «base» económica;

4. la pretensión de que el ser social irremediablemente determina la conciencia social; y

5. la suposición de que el socialismo deviene, por las inexorables leyes de la historia, en un estadio superior al capitalismo, proceso evolutivo que termina con la instauración del comunismo.

En apoyo a esta línea de argumentación cabe citar, de nuevo, a Eliade:

Hemos señalado (…) que Marx había vuelto a tomar uno de los grandes mitos escatológicos del mundo asiático-mediterráneo, es decir, el papel redentor del Justo (en nuestros días, el proletariado), cuyos sufrimientos están llamados a cambiar el estatuto ontológico del mundo. En efecto, la sociedad sin clases de Marx y la consiguiente desaparición de las tensiones históricas encuentran su más exacto precedente en el mito de la Edad de Oro, que, de acuerdo con tradiciones múltiples, caracteriza el comienzo y el fin de la Historia. Marx ha enriquecido este mito venerable con toda una ideología mesiánica judeocristiana: por una parte, el papel profético y la función soteriológica que concede el proletariado; por otra, la lucha entre el Bien y el Mal (…) Incluso, es significativo que Marx recoja en su doctrina la esperanza escatológica judeocristiana de un fin absoluto de la Historia. (Cursivas en Eliade, 1983:191).

La piedra angular sobre la cual descansan las formulaciones anteriores es la teoría del valor-trabajo de Marx, razón por la cual se procederá, primero, a desmontar la pretendida fundamentación científica de esta teoría, para después, junto a los demás elementos mencionados, argumentar su naturaleza mítica

Inconsistencias de la teoría del valor-trabajo de Carlos Marx

Marx y los marxistas pretendían haber descifrado las leyes de la historia. Según ellos, esta discurría mediante la sucesión de modos de producción, desde sus formas más simples o primitivas hasta la sociedad comunista, fase superior de la civilización humana. Si bien cada modo de producción se identificaba con una correspondiente «superestructura» política e ideológica –las instituciones comprometidas con su perpetuación–, en la medida en que estas constituían formaciones socioeconómicas caracterizadas por clases que se enfrentaban en lucha por el usufructo del producto social y, por otro lado, que el desarrollo de sus capacidades productivas ponía de manifiesto la agudización de esta contradicción, irremediablemente eran superadas por un estadio más avanzado de organización socioeconómica a través de cambios revolucionarios.

En las bases de este enfoque determinista se encuentra la teoría del valor-trabajo, heredada del economista inglés David Ricardo, y «perfeccionada» –según los exégetas de Marx– por el llamado padre del «socialismo científico». Conforme a esta teoría, el «valor de cambio» según el cual se transan las mercancías bajo el sistema capitalista es expresión del trabajo incorporado en ellas, la fuente y «esencia» de su verdadero valor. El valor de un bien o servicio no se determinaría, por ende, en el intercambio –la circulación– de mercancías, sino detrás «de los portones de la fábrica», en el ámbito de los agobiantes procesos laborales de la Inglaterra del siglo XIX, descritos por Marx y por Engels. Era el tiempo de trabajo requerido en la manufactura de un bien lo que le confería valor, y no la puja entre compradores y vendedores en el mercado. Para evitar la lógica objeción de que, en la medida en que requería más horas de trabajo, el fruto de la actividad productiva de un operario flojo o inepto tendría mayor valor, Marx precisó que su sustancia era el trabajo «socialmente necesario», es decir, aquel que expresaba las condiciones promedias de aptitud, destreza, disponibilidad de herramientas, máquinas, tecnología, etc., existentes en la sociedad en un momento determinado. En este sentido, el valor no podía entenderse sino como expresión de una relación social, ya que formaba parte de un proceso productivo social e históricamente determinado, cuya mensurabilidad requería enfrentar una mercancía con otra en el mercado. Esta confesión, empero, colocaba la teoría del valor-trabajo peligrosamente al borde del abismo: si el trabajo «socialmente necesario» no podía manifestarse sino a través de la relación social de intercambio, ¿no era esta la que determinaba el valor del producto y, por ende, el valor del trabajo? Dicho de otro modo, si no había otra manera de medir qué puede entenderse por «trabajo socialmente necesario» que no fuesen las transacciones de mercado, entonces el valor no podía constituirse previo al intercambio, sino que sería necesariamente resultado de este.

A esta conclusión llegó el economista soviético Isaac Ilich Rubin en los años veinte del siglo pasado (v. Rubin, 1980) pero, como era de esperar, sus hallazgos fueron rápidamente silenciados por los guardianes de las «verdades revolucionarias» sobre las cuales pretendía construirse la Patria del Proletariado. Cabe señalar, sin embargo, que el mismo Marx ya apreciaba la naturaleza contradictoria de su teoría, al intentar explicar la relación entre valor y precio. Según esta teoría el valor de cambio de una mercancía expresaría tanto el trabajo «vivo» expendido por los que laboraban directamente en su manufactura, como el valor del trabajo «muerto» incorporado en las maquinarias y demás insumos –cristalización de trabajos anteriores– que participaban o eran consumidos en su producción. Pero sólo el trabajo vivo era fuente de plusvalía, fundamento de las ganancias del capitalista dueño de la fábrica, ya que este le pagaba al obrero un salario que sólo bastaba para reponer su capacidad de trabajo, pero que era inferior al valor que sus esfuerzos incorporaban a la mercancía. Comoquiera que en distintas industrias la densidad del capital, es decir, la relación entre maquinaria e insumos con el número de trabajadores –lo que Marx llamó la composición orgánica del capital– variaba sustancialmente, la plusvalía incorporada a mercancías distintas pero de igual valor no tenía por qué ser la misma, contrariando una ley básica de la competencia capitalista, cual es la tendencia a la igualación de la tasa de ganancia.

 

La razón de lo anterior estriba en que si trabajos de igual calificación incorporaban el mismo valor a la mercancía por hora trabajada, y el valor de la fuerza de trabajo –el salario– tendía a igualarse por la competencia, el monto relativo del plusvalor, en comparación con el trabajo «muerto» incorporado, variaría según la densidad del capital de cada industria o proceso productivo. Una producción muy capital-intensiva resultaría en una mercancía con escasa incorporación relativa de trabajo «vivo» y, por ende, la plusvalía generada sería baja en comparación con bienes de fabricación más trabajo-intensivos de igual precio. Consciente de que esta discrepancia significaría que las tasas de ganancia tendrían que ser menores –permanentemente– en las industrias capital-intensivas, Marx entendió que los precios a que se intercambiaban las mercancías en una economía real, en la que las composiciones orgánicas del capital diferían para distintas actividades productivas, ¡no podían ser expresión fidedigna de su valor! Esta conclusión, que hubiese llevado a cualquier investigador menos comprometido ideológicamente a abandonar la teoría del valor-trabajo por quimérica, obligó al filósofo alemán a contorsiones argumentativas en el tomo III de El capital para explicar «la transformación de los valores en precios», con el fin de conservar sus postulados;11 de lo contrario, debía buscar otra fundamentación de su doctrina de explotación.

No es menester ser Thomas Kuhn12 para desechar la teoría del valor-trabajo por una explicación mucho más sencilla: la de que el valor de las mercancías se origina por la valoración que hacen los agentes económicos del bien en cuestión a través de las transacciones del mercado, es decir, de la relación entre oferta y demanda. Por demás, como hemos señalado, Marx reconoció que, sin tomar en cuenta la demanda, no podía explicar su concepto de «trabajo socialmente necesario» o la «relación» entre valores y precios. Más aún, su teoría nunca pudo explicar satisfactoriamente la renta de la tierra ni el valor de los objetos de arte –pinturas, esculturas y otras–. ¿Cuál es el trabajo «socialmente necesario» para obras de creación individual?

Esta última reflexión lleva a lo que es probablemente el fracaso más palmario de la teoría del valor-trabajo: su incapacidad para dar explicación del valor creado por la innovación tecnológica, proceso cada vez más característico del modo de producción capitalista. En efecto, ¿qué valor incorpora a la sociedad el trabajo de un innovador o de un grupo reducido de técnicos/obreros/empresarios innovadores que ahorra millones de dólares a través de innovaciones de proceso, o que aumenta inmensamente el total de satisfacciones –¡valor!– de un universo innumerable de consumidores, por intermedio de novedosos productos? ¿Cómo se transmite el valor del «trabajo muerto» de una innovación a los procesos productivos sucesivos a los cuales esta se difunde? ¿Cómo explicar que las ganancias extraordinarias –seudo rentas innovativas– que percibe el innovador original son rápidamente abatidas en la medida en que su innovación es producida por otros y/o superada por innovaciones ulteriores? ¿Desaparece ese valor o «nunca existió» porque no se cumplía con las condiciones de la competencia pura? ¿Cuál es la magnitud del valor contenido en el trabajo del (los) innovador(es) si resulta en la aparición de una mercancía de consumo masivo que simplemente no existía antes?

Según la concepción marxista, el valor generado en una economía, como expresión de una relación social, crece sólo en la medida en que aumenta el número de trabajadores activos o porque se intensifique el proceso de su explotación en la actividad productiva, aspecto que engloba el mayor valor del trabajo calificado y la imposición de ritmos de trabajo acelerados a través de la mecanización. De acuerdo con esta perspectiva, el valor producido por obrero podría incluso disminuir en la medida en que se conquistaran jornadas laborales de menor duración, si bien ello tendía a compensarse con la aceleración del trabajo que imprimían las máquinas nuevas o con su mayor calificación. La diversificación de la producción y la prodigiosa introducción de inéditos y mejorados productos del capitalismo moderno implicaría que ese valor social se repartiría entre un número creciente de bienes. Por ende, el valor promedio de cada producto tendería a ser cada vez menor. A menos que se admitiera que el nivel de vida de los trabajadores mejoraba con ello, esto tendría que ser válido también para esa mercancía particular que es la fuerza de trabajo, definida precisamente por el valor de los bienes y servicios que permiten su reproducción. Pero es evidente que, desde mediados del siglo XIX, el nivel de vida promedio de los trabajadores industriales de los países avanzados se ha multiplicado significativamente. ¿Qué sentido tiene, en estas condiciones, afirmar que el valor de la fuerza de trabajo habría disminuido porque disminuyó el valor de los bienes y servicios necesarios para su subsistencia?13

La contradicción «insalvable» o antagónica entre trabajo y capital en Marx presuponía que la distribución de los frutos de la producción, de su valor total, constituye un juego «suma-cero»: lo que gana el capitalista es a expensas del obrero. Si se admite que el progreso tecnológico podía proporcionar una suma creciente de valor, más allá del crecimiento de la población y de la intensificación del proceso laboral, podría postularse perfectamente una alianza entre trabajo y capital para impulsar innovaciones y mejoras en la productividad que resultaran en ganancias para ambos; un juego suma positivo. En este caso, la relación no tendría por qué ser antagónica y, por ende, la caída inevitable del capitalismo no sería tal. Desde luego, ello constituye uno de los pilares base sobre el cual pudo desarrollarse la exitosa expansión industrial de Japón y de otros países del Lejano Oriente en la segunda mitad del siglo XX y un elemento central del (ya no tan) nuevo paradigma tecnológico del capitalismo actual (v., p. ej., Pérez, 2004).

Si una teoría no está en capacidad de dar explicación del fenómeno más característico de su objeto de estudio, es obvio que debe descartarse por otra u otras con mayor poder explicativo, si es que uno pretende circunscribirse al ámbito de lo científico. De hecho, muy pocos economistas hoy en día dan crédito a la teoría del valor-trabajo como explicación de la realidad. Incluso académicos marxistas debaten abiertamente su inutilidad y, por ende, su prescindencia con relación a otros postulados del pensamiento de Marx (v., p. ej., Roemer, 1986).

Otra cosa, empero, es sostener que el valor de una mercancía debe ser retribuido íntegramente a los trabajadores –presentes y anteriores– que la produjeron. Este «deber ser» puede perfectamente constituir la base de una prédica política, aunque inviable o de nula implantación práctica. En primer lugar, remunerar al trabajador con el valor íntegro de su producto sacrificaría la inversión neta e implicaría mantener la actividad económica en el mismo nivel, lo que los economistas neoclásicos denominan «el estado estacionario». Lo que Marx llamaba la reproducción ampliada del capital, base del incremento del bienestar material de la población, requiere obligatoriamente pagar un salario inferior al valor que aporta el trabajador, que permita la acumulación de excedentes invertibles para poder aumentar las capacidades productivas de la sociedad. Ello no sería llamado «explotación», sin embargo, si el régimen se autocalificara de socialista pues, por antonomasia, el usufructo de ese excedente obedecería a consideraciones «sociales» y formaría un componente indirecto, en última instancia, de la remuneración al obrero. Bajo el «socialismo realmente existente» tal función fue cumplida de manera discrecional y brutal por el Estado, sin correspondencia con criterio alguno de salario «justo»: este sólo podía entenderse como el nivel de remuneración que permitiese la inversión requerida para consolidar en el poder al régimen comunista. Por definición, empero, esta explotación brutal se ejercía en el interés del proletariado.

En realidad, la pervivencia de la teoría del valor-trabajo sólo se explica por razones ideológicas, es decir, mistificaciones de la realidad que buscan sostener valores y actitudes consustanciados con fines determinados: la «falsa conciencia» de que nos hablaba el propio Marx para encubrir posiciones de dominio. Tal argumentación, en última instancia, se encuentra en el mismo plano de otras valoraciones que han servido para sustentar proyectos totalitarios que podrían parecer bastante menos agradables, como las que sostienen que el bienestar y los derechos de usufructo del producto social corresponden exclusivamente a los nacionales, a un pueblo, a un Volk o raza. La propuesta marxista del valor-trabajo como fundamento de una nueva sociedad termina siendo un mero deseo, un «deber ser» a imponerse como principio «revolucionario». En la medida en que ello pretende sostener la inevitabilidad providencial de la sociedad comunista –una Edad de Oro para la humanidad– como una verdad que no necesita demostración, asume características de mito. A esto deben añadirse las ansiadas proyecciones moralistas de lo que sería esa sociedad comunista, sin contradicciones antagónicas y en la cual tenderían a prevalecer la cooperación y la solidaridad en vez del comportamiento egoísta e individualista propios del capitalismo, que contextualizan al Bien y el Mal con base en criterios ideológicos.

La inevitabilidad del comunismo y otros mitos

La falsedad de la teoría del valor-trabajo deja sin fundamento la postulación marxista de un antagonismo irreconciliable de clase entre propietarios de los medios de producción y trabajadores, en la economía capitalista. Desde luego, en estadios civilizatorios de escaso o nulo progreso tecnológico, en los cuales la productividad permanecía estancada, la repartición del producto social obedecía necesariamente a un esquema suma-cero: lo que ganaban los dueños de tierras, establecimientos comerciales o fábricas en la antigüedad o en la Edad Media era a expensa de los siervos, esclavos y/o trabajadores libres, reducidos a un estado miserable de vida, apenas de sobrevivencia. Pero, como se apuntaló arriba, el progreso tecnológico moderno ha permitido que empresarios y trabajadores puedan mejorar su situación al mismo tiempo, denotando que la distribución factorial del ingreso, en economías en las que aumenta de manera sostenida la productividad laboral, puede enmarcarse en un juego suma-positivo. Más aún, en la sociedad del conocimiento de hoy la cooperación entre gerencia y obreros en determinadas áreas es fuente importantísima de mejoras en la productividad y, por ende, de ganancia mutua. Las fuerzas prometeicas del capitalismo han dado campo a conquistas laborales y sociales que hubiesen sido imposibles de alcanzar y sostener en economías estancadas. Ello hace desaparecer la rigurosa determinación clasista del Estado, al que se ha ido dotando en los países avanzados de una institucionalidad crecientemente incluyente, como lo revela el Estado de Bienestar de las socialdemocracias europeas. Esto no quiere decir que los conflictos de clase hayan desaparecido, sino que no tienen por qué entenderse como antagónicos.

La reducción marxiana de lo político a lo económico –«en última instancia»– deja por fuera, además, la enorme gama de oportunidades que han abierto las conquistas libertarias en el campo de los derechos civiles, laborales, sociales, de la mujer, culturales, etc. La enorme riqueza de subculturas, cultos, modas, identidades colectivas e intereses que han aflorado en los países avanzados atestiguan lo fútil de pretender reducir la conciencia del hombre en sociedad a un mero reflejo de su posición en el proceso de producción y distribución de bienes. Deja de tener pertinencia, por ende, la reducción de la enorme vastedad de enfoques y puntos de vista que pueden adoptarse en torno a problemas de una comunidad, de la sociedad o de la humanidad general, a una proyección maniquea entre una visión «burguesa» o «capitalista» y otra «revolucionaria»; treta a la que se suele apelar, no obstante, para reclamar lealtades y aplacar disidencias, para exigir el cierre de filas detrás de un caudillo. Si en el plano económico ha dejado de operar el juego suma-cero, en el ámbito de lo político la ampliación progresiva de las libertades asume la característica de un bien público que beneficia crecientemente a todos (o a casi todos). Al no ser el Estado un instrumento al servicio exclusivo de las «clases dominantes», aparecen espacios de convivencia siempre normados en el Estado de derecho liberal.

Por último, la aceptación de que las contradicciones entre el capital y el trabajo no tienen por qué ser antagónicas, y el reconocimiento de la enorme variedad de intereses que pueden manifestarse en las sociedades abiertas, dejan sin piso la pretensión marxiana de construir una «ciencia de la historia» con base en este argumento medular. ¿Cómo insistir en la «inevitabilidad» del comunismo cuando día tras día la economía capitalista y las instituciones del Estado de derecho liberal muestran su inagotable capacidad de adaptación y su gran vitalidad ante las crisis y desafíos que genera su desenvolvimiento? Como muy bien lo explica Carlota Pérez, el nuevo paradigma tecnológico requiere de un importante cambio institucional que refuerce los valores de la iniciativa, la disposición al cambio y la capacidad de asimilar provechosamente la información, y que estimule la participación de los distintos miembros de una comunidad con base en su creatividad. Aquellos países con estructuras de poder rígidas que privan a sus ciudadanos del libre acceso a la información, refractarias al intercambio de ideas y que asfixiaban la iniciativa independiente fracasarían en el dominio de las corrientes de producción y comercialización basadas en el nuevo paradigma. Paradójicamente, las relaciones de producción «socialistas» del modelo soviético terminaron por ahogar el desarrollo de sus fuerzas productivas en la era de la revolución de la informática y precipitaron el colapso de su economía. La estructura descentralizada de toma de decisiones de la economía de mercado fue, por el contrario, muy permeable a las adaptaciones y cambios requeridos en las relaciones de producción para aprovechar plenamente las potencialidades del nuevo estilo tecnológico. La inversión en capital humano –educación, salud, asistencia social– pasó a constituir la fuente del crecimiento económico, como fue reconocido al fin por los teóricos de la economía (Romer, 1986). Lejos de perpetuarse el conflicto entre crecimiento y equidad que había plagado las etapas iniciales de desarrollo de los países capitalistas y que observó Marx en la Inglaterra de 1850, ahora una mayor equidad –a través de la inversión en «capital humano»– se convertía en un imperativo para que las naciones en desarrollo pudieran crecer sobre bases sólidas, como lo atestiguó la experiencia de muchos países del Lejano Oriente, incluido Japón.

Fascismo y comunismo, ¿polos opuestos?

Es notoria la admiración que profesaron tanto Hitler como Il Duce por los métodos utilizados por los bolcheviques para alcanzar y ejercer el poder –apenas unos años antes de sus propias experiencias–. Con el mayor celo y diligencia, cada uno por separado se propuso «superarlos» para sus propios designios. En una conversación en la primavera de 1934 con el entonces presidente del Reichstag, Herman Rauschning, Hitler declaraba:

No es Alemania la que se volverá bolchevique, sino el bolchevismo que se transformará en una especie de nacionalsocialismo. Además, hay más nexos que nos unen al bolchevismo que elementos que nos separan de él. Hay, por encima de todo, un verdadero sentimiento revolucionario, vivo por doquier en Rusia, salvo donde hay judíos marxistas. Siempre he sabido darle su lugar a cada cosa y siempre he ordenado que los antiguos comunistas sean admitidos sin demora en el partido. El pequeñoburgués socialista y el jefe sindical nunca serán nacionalsocialistas, pero sí el militante comunista. (Furet, 1999:223).

No hay que olvidar que, tanto en Alemania como en Italia, los partidos nazi y fascista tuvieron su origen en desprendimientos o variantes nacionales del movimiento socialista. Puede argumentarse que la virulencia del enfrentamiento con esta corriente política se debe en gran medida a este origen común y al hecho de que rivalizaban, cada uno a su manera, por el favor de las masas, en su propósito de destruir la democracia «burguesa».

La colocación de comunismo y fascismo en polos opuestos también soslaya la existencia de variadas alianzas y/o acuerdos que se forjaron entre ambas corrientes durante esas décadas. Por ejemplo, Furet (1999:230, 253) insinúa que Stalin continuó la colaboración de la URSS con Alemania contemplada en el Tratado de Rapallo de 1922 –que ayudó a rearmar clandestinamente a Alemania en violación de las restricciones establecidas en el Tratado de Versalles– incluso después del ascenso de Hitler al poder. Previamente, el enfrentamiento de la Tercera Internacional comunista con los partidos socialistas y socialdemócratas –a los cuales se tildaba de «socialfascistas» (Trotsky, 1971)– había facilitado el ascenso al poder de los nazis, con quienes tenía el interés común de enterrar a la República de Weimar, hechura de la socialdemocracia alemana. Por lo menos en dos ocasiones –en un referéndum contra el gobierno socialista en Prusia en 1931 y durante la huelga de transporte de noviembre de 1932– los comunistas hicieron causa común con los nazis en su camino al poder (Koestler, 1974:94). Por su parte, la Italia fascista fue el primer país occidental en reconocer la naciente república soviética (Payne, 1997:223), y ello se expresó en importantes intercambios culturales cada año, hasta bien entrada la década de los treinta. Finalmente, el conocido pacto de no agresión entre la URSS y Alemania suscrito entre Molotov y Ribbentrop en 1939, y mediante el cual –entre otras cosas– se repartieron Polonia, traicionó la política antifascista concertada con los partidos socialistas democráticos. La similitud entre el accionar del régimen nacionalsocialista y el de Stalin en la ocupación de ese país se expresa en el hecho de que, mientras las SS hitlerianas rápidamente asesinaban o metían presos a los polacos opositores, el NKVD soviético mandaba a liquidar, en «su» parte de Polonia, a la élite dirigente, incluyendo 15.000 soldados fusilados en los bosques de Katyn (Furet, 1999). Si bien muchos apologistas de la URSS argumentarían la necesidad del pacto soviético-nazi para preservar la joven Patria del Proletariado,14 lo cierto es que puso de manifiesto el fuerte predominio del pragmatismo en la diplomacia estalinista y la prevalencia de los intereses propios de este régimen por sobre posiciones «principistas», supuestamente basadas en los intereses irreconciliables entre fascismo y comunismo.

Empero, la invasión alemana de la URSS en 1941 hizo trastabillar las consideraciones estratégicas que pudiese haber albergado Stalin y colocó por fuerza al comunismo al lado de las fuerzas libertarias en la lucha contra la barbarie hitleriana. En buena parte de la humanidad democrática fueron ignorados los crímenes estalinistas, bajo el chantaje de que la crítica a la Unión Soviética le hacía el juego a Hitler. Una vez victoriosa, la URSS cosechó, para prestigio de su proyecto marxista leninista, el enorme sacrificio en que incurrió para derrotar al enemigo de la humanidad y «liberar» de la bota nazi a los pueblos de la Europa oriental... a los cuales sometió prontamente a sus propios designios. En particular, desde la óptica comunista, el fascismo se retrataba como la antítesis de la democracia de avanzada que pretendía encarnar la revolución proletaria en el poder en la Unión Soviética: al ser antifascista simplemente no se podía ser anticomunista.

De la posguerra emergió la configuración de una antinomia entre toda expresión política que pretendiera esgrimirse de «izquierda» y la experiencia fascista, ubicada en la extrema derecha y expresión de las conductas más retrogradas y perversas del siglo XX. A partir de ahí, el uso del término «fascista» se fue generalizando para referirse a fenómenos con poca afinidad con las experiencias históricas referidas, salvo por sus prácticas dictatoriales y de negación de los derechos humanos. Se fue trivializando así el uso del vocablo, usándose frecuentemente como expediente para descalificar al adversario político. Ello encontró una aplicación profusa de parte de la izquierda latinoamericana en la denuncia de las dictaduras militares y de las expresiones políticas de extrema derecha en los años sesenta y setenta.15 Hoy el término es endilgado irracionalmente por el presidente Chávez y sus voceros a todo opositor al que les interese descalificar.

Al considerar al fascismo simplemente como expresión de una extrema derecha «enemiga de la humanidad» se suele pasar por alto sus enormes similitudes con la práctica política de los partidos comunistas. Además, se desestima el impresionante arraigo popular con que contaron las dos experiencias más conocidas –Mussolini y Hitler–, expresión de su capacidad para interpretar los sentimientos y frustraciones de las poblaciones de sus respectivos países para aquel entonces, así como la enorme energía revolucionaria que desataron y encausaron en pos de su apetito insaciable de poder. Fueron, quizás, los movimientos que mejor aprovecharon los cambios fundamentales en el acontecer político de las naciones europeas que inauguró el siglo XX, consistente en el protagonismo central de la masa informe, a diferencia del manejo bastante más excluyente bajo los «clubes» y asociaciones civiles a través de los cuales se dirimía durante el siglo anterior la contienda política entre facciones de las clases dominantes. En tal sentido, se distinguieron de los partidos radicales de inspiración marxista, como es el caso del partido bolchevique ruso, que tendían a concebirse más como partidos de cuadros, cerrados, de vocación conspirativa. En la medida en que fueron fenómenos de masa que apelaron a grandes movilizaciones y al discurso de calle para fortalecer el espíritu de pertenencia en torno a un ideal colectivo, los movimientos fascistas no se asemejan a las clásicas dictaduras militares, que más bien desconfiaron siempre del pueblo, a pesar de que pretendieron mandar en su nombre. A diferencia de la derecha conservadora, el fascismo, tanto en su vertiente mussoliniana como en su expresión nacionalsocialista, se proponía una ruptura con la sociedad existente y sus formas de representación política (parlamentarismo «burgués»), para reemplazarla por una nueva organización societaria capaz de encarnar los fines trascendentes que la Historia les había reservado conquistar: la supremacía de la nación o de la raza y la construcción de un hombre nuevo. En atención a ello, el uso de la violencia obedecía a un sentido diferente del de las tradicionales dictaduras militares de derecha. En estas, la violencia siempre ha sido un instrumento represivo para mantenerse en el poder, a falta, en última instancia, de mecanismos de cohesión social que asegurasen este fin. En las experiencias fascistas, la permanencia y consolidación en el poder se legitimaba por medios ideológicos dirigidos a movilizar el apoyo popular: la violencia era primordialmente una herramienta para forzar el cambio en la sociedad y en los ciudadanos, eliminando a los indeseables y a los que se interpusieran en este proceso. No cabe duda de que el fascismo fue claramente un fenómeno revolucionario que pretendía encarnar una energía «vital» del pueblo (Volk) para la conquista del «bien común» y el forjamiento de un hombre nuevo, que despertó esperanzas de redención y cambio, si bien sus resultados –como en la experiencia bolchevique– fueron diabólicos.

Los extremos se confunden

Los fines explícitamente profesados por el comunismo pueden diferenciarse de la prédica fascista, en particular la aspiración universal de liberar a la humanidad de la explotación capitalista a través de la lucha de clases que atravesaba a distintas naciones vs. la aspiración excluyente que significaba el dominio de una nación o pueblo –una supremacía de lo particular (Furet y Ernst, 1998)–, en efecto, ambos fueron enemigos encarnizados en las confrontaciones políticas y bélicas de los años veinte, treinta y cuarenta. Pero la base de una conceptualización de fascismo y comunismo como polos opuestos no puede ya sostenerse cuando las expresiones concretas de neocomunismo representan claramente hoy el atraso y la negación de toda aspiración de progreso económico, social y político, y cuando sus intentos de legitimación frente a un capitalismo «globalizado» lo ubican cada vez más como defensor de nacionalismos atávicos, aliado de las expresiones políticas más retrógradas y contrarias a la modernidad occidental, lo que lo llevan irremediablemente a solazarse en un aislamiento creciente. Tampoco puede sostenerse como elemento de diferencia la predicción marxiana referida a la desaparición del Estado, contrastándola con la posición suprema que este ocupó bajo los designios fascistas, la cual, en todo caso, fue superada con creces por la experiencia estalinista. Ambos regímenes se caracterizaron por la anulación del individuo y su sometimiento a un ideal de bien común encarnado en el Estado. Finalmente, cabe recordar que Stalin, en las postrimerías de su vida, comenzó a visualizar una conspiración del «judaísmo internacional» en su contra, cuya expresión sería el famoso «complot» de los médicos que supuestamente iban a matarlo. El «padrecito» murió antes de poder consumar esta última de sus sangrientas purgas. Empero, legitimó la incorporación de referencias a los enemigos «sionistas» en el discurso oficial comunista, acusación que –nos recuerda Hannah Arendt– fue utilizada en los procesos contra Rajk en Hungría, Slansky en Checoeslovaquia y Ana Pauker en Rumanía.16

Veamos a continuación algunos de los aspectos supuestamente diferenciadores de ambas experiencias.

La izquierda ante la globalización desigual

En el mundo de hoy suelen formularse denuncias de la globalización desde una posición pretendidamente de «izquierdas», en virtud de que sería la expresión más acabada del capitalismo. Sin embargo, la economía globalizada no es más que el resultado del desarrollo de fuerzas productivas que han logrado trasponer los límites geográficos y jurisdiccionales de los Estados nación. Oponerse a la globalización en sí misma implicaría retrotraer el mundo a estadios superados; algo imposible de lograr a menos que sea a un altísimo costo económico y social. Desde una perspectiva marxista no tendría sentido alguno enfrentar la globalización como tal, sino abordar la manera en que se manifiestan las contradicciones del capitalismo –y la lucha de clases– en ese espacio transnacional, para superarlas a través de propuestas actualizadas de cambio económico y social cónsonas con esa nueva dimensión que asume el acontecer humano.

Al respecto cabe mencionar la existencia de un importante rezago en el desarrollo institucional supranacional con respecto al desenvolvimiento de algunas expresiones del capitalismo actual, notoriamente del sector financiero. Se evidencia un fuerte desequilibrio entre la capacidad que tienen los flujos financieros de impactar economías diversas, y la ausencia o escasa presencia tanto de normas como de mecanismos de control y regulación para evitar o suavizar sus repercusiones negativas. Junto con las empresas transnacionales, el capital financiero ha sido artífice, a la vez que beneficiario privilegiado, de la reordenación de las actividades económicas en estos espacios ampliados o globalizados. Sus quehaceres rebozan el ámbito de acción de cualquier Estado nación particular, rompiendo con los equilibrios que los diversos actores económicos habían alcanzado a través de variadas luchas sociales que fueron plasmándose en los desarrollos institucionales del moderno Estado de Bienestar. En contraste con la volatilidad internacional del capital financiero o la «transnacionalización» del capital productivo, el sector laboral –sobre todo el menos calificado– sigue hoy confinado dentro de fronteras nacionales por todo tipo de trabas que impiden su movilidad, como tan claramente evidencian los lamentables incidentes de represión y repatriación de magrebís que intentan ingresar a la Unión Europea para conseguir trabajo, y de latinoamericanos buscando igual suerte en el mercado de los Estados Unidos.

Este desequilibrio entre actores en el aprovechamiento del espacio económico internacional ha llevado a analistas como Ulrich Beck (1998) a distinguir entre «globalización» y «globalismo», definiendo este último como la expresión ideológica del capital financiero. El llamado «Consenso de Washington», que orientó los programas de ajuste de las economías latinoamericanas a principios de los noventa, sería para este autor una manifestación de tal ideología. En efecto, estos programas buscaban restituir los equilibrios macroeconómicos internos y externos que permitiesen garantizar la capacidad de pago internacional de los países latinoamericanos y, con ello, su reinserción en los circuitos financieros y comerciales de la economía global.

Adicionalmente, cabe mencionar las asimetrías en las negociaciones internacionales para liberar el comercio entre países avanzados y economías en desarrollo. Es condenable la renuencia de la UE y EE. UU. a abrir sus mercados a la importación de productos agrícolas y a eliminar los subsidios a estas actividades en sus propias economías –como ha quedado manifiesto en las hasta ahora infructuosas negociaciones de la Ronda de Doha de la Organización Mundial de Comercio–, a la vez que presionan para que los países menos desarrollados terminen de abrirse a los productos manufacturados y a los servicios producidos en el norte.

Por último, es menester tomar en cuenta los efectos ecológicos de largo plazo del crecimiento desenfrenado de una industria basada en la explotación de recursos naturales, en ausencia de mecanismos de regulación, y de una estructura de premios y castigos destinados a controlar y/o a revertir los efectos dañinos del crecimiento sobre el medio ambiente.17

Lo anterior resulta en unas reglas de juego sesgadas en contra de los sectores más débiles y vulnerables del mundo actual, que se traducen en un disfrute muy desigual y excluyente de las oportunidades que ofrece la economía globalizada. Las bondades del comercio sin trabas y de la libre movilidad de los factores que pregona la teoría económica, y que se traducirían en una tendencia a la igualación en las remuneraciones,18 se frustran, dificultando el desarrollo de los países más pobres y la mejora en los ingresos de sus habitantes. Por otro lado, las externalidades negativas del crecimiento en el mundo de hoy, asociadas a los desastres ecológicos que parecen presentarse con creciente frecuencia, tienden a afectar más adversamente –ahí donde ocurren– a la población de menores recursos, como quedó dramáticamente expuesto luego de que el huracán Katrina abatiera Nueva Orleáns en 2005. Mientras tanto, los foros internacionales sirven de escenario para abogar por una ayuda que alivie las condiciones de vida paupérrima que soporta tanta gente en las naciones menos desarrolladas, cuando el libre acceso de sus exportaciones agrícolas a los mercados del norte tendría un impacto mucho más beneficioso.

El breve análisis expuesto va en la dirección de señalar que la iniquidad y la exclusión social no se combaten enfrentando la globalización; más bien obligan a asumir una postura proactiva de reforma de las instituciones internacionales y nacionales (v. Rodrik, 2000), a fin de ponerlas a tono con las exigencias de justicia en el teatro económico ahora mundializado. Así como los Estados nación eran escenarios de luchas reivindicativas que terminaron influyendo para que se legislara a favor de un mayor reconocimiento de los derechos laborales, sociales y humanos en general, corresponde ahora luchar por el desarrollo de los mecanismos institucionales que, a nivel internacional, aseguren iguales propósitos. La desigual distribución de los frutos de la globalización en el plano económico está asociada a una correlación de fuerzas políticas y militares también desbalanceada en el espacio mundial. En este escenario ocurren intervenciones unilaterales basadas en la fuerza, desconociendo las normas acordadas entre las naciones para procesar sus diferencias y mantener la paz. Como señala Beck, es menester desarrollar las organizaciones y las reglas de juego necesarias para restablecer en la dimensión supranacional los equilibrios rotos por la disímil transnacionalización de las actividades económicas y contener los abusos de las grandes potencias dentro de un tramado de compromisos multilaterales, a fin de reducir el desigual aprovechamiento de los frutos del proceso globalizador. Una expresión de ello sería, según ese autor, la conformación de los órganos de gobierno supranacional y de coordinación entre países miembros de la UE.

En los espacios «globalizados» del mundo actual se desenvuelve la confrontación entre el atraso y el progreso, entre la justicia y la injusticia, entre la igualdad y la desigualdad. De tal manera que la globalización representa una especie de frontera novedosa, poco normada y de compleja conformación –dada la variedad y cantidad de actores–, en la que fuerzas contradictorias luchan por aprovechar las oportunidades y afrontar exitosamente los desafíos. Si bien es cierto que la ordenación de los ámbitos político, económico y social en esta nueva realidad ha respondido fundamentalmente a los intereses de los más poderosos, el mundo entero se convierte ahora en el espacio para avanzar en la conquista de mayores oportunidades también para las poblaciones desfavorecidas, para la promoción del empleo productivo, la defensa de los derechos humanos, el resguardo del ambiente y tantas otras luchas hasta hace poco restringidas a los espacios nacionales. En última instancia, la globalización no es más que el espacio ampliado donde se entrecruzan y confrontan fuerzas e intereses muy variados en el campo de la cultura, la economía, la política, lo militar, la ecología y los movimientos sociales. Negarla es ignorar las enormes potencialidades de transformación que anidan en los cambios tecnológicos y culturales que la han hecho posible, como revelan las experiencias de China, la India y Vietnam. Una perspectiva de avanzada, que pretende abogar por la justicia social, trataría de desarrollar mecanismos que permitiesen aprovechar este espacio ampliado también para los sectores menos favorecidos, de reorientar el proceso «globalizador» hacia un mundo más justo, pero no de negar las ventajas potenciales que para ello trae el progreso tecnológico en la informática, las telecomunicaciones y el transporte, así como la flexibilización y apertura de las instituciones de los Estados nación para el incremento del producto social. Pero una autoproclamada «izquierda» se empeña más bien en resucitar banderas ludditas19 negando a la globalización.

Por último, la reforma y el fortalecimiento del Sistema de Naciones Unidas, el perfeccionamiento de las normas que rigen la convivencia entre naciones y el respeto «universal» por los derechos humanos, junto al debate informado en la opinión pública de los países avanzados –ajeno a las visiones simplificadoras de un fundamentalismo de cualquier signo–, constituyen el mejor instrumento para subvertir el orden de dominio, la estructura de poder y de privilegios, de toda pretensión imperialista. Para ello el intercambio cultural e informativo entre sociedades asociado a la globalización deviene en una poderosa herramienta de justicia internacional: el conocimiento y entendimiento del «otro», y el desarrollo de las normas de convivencia para acomodar, en iguales términos, las distintas manifestaciones de pluralidad cultural. Por el contrario, las peores facetas que puedan distinguirse en la conducción de la política exterior de los EE. UU. se nutren y legitiman internamente –bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo– por el discurso antiestadounidense, de confrontación también fundamentalista, representada en posturas como las de Fidel Castro, como las de los regímenes musulmanes fanatizados, que lamentablemente se afana en asumir Hugo Chávez.

Del internacionalismo proletario al atrincheramiento nacionalista

La metamorfosis de la vocación universal, anteriormente difundida por la prédica comunista (el «internacionalismo proletario), en una ideología que reivindica el atrincheramiento en lo nacional como mecanismo de defensa ante las fuerzas de la globalización se remonta al aislamiento del nuevo poder soviético, luego del fracaso de las insurrecciones socialistas en el norte de Italia, Hungría y Alemania inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial. La construcción del «socialismo en un solo país» pronto hizo de la defensa de la URSS el objetivo principal del movimiento comunista internacional,20 y la emancipación del proletariado en los países de Occidente pasó a requerir, como preámbulo, el triunfo de la experiencia adelantada en Rusia. En su afán por evitar el naufragio de la nueva experiencia revolucionaria para proseguir con sus apetencias personales de poder, Stalin supo aprovechar la incondicionalidad de los partidos «hermanos», subordinándolos a directrices que, en buena medida, terminaban fortaleciendo designios imperiales de la «patria socialista». En esta veta, la defensa de la URSS durante la Segunda Guerra Mundial fue librada bajo el lema nacionalista de la Gran Guerra Patria, y la «liberación» de los pueblos de la Europa Oriental terminó haciendo de ellos satélites del poder ruso.

Luego de la Segunda Guerra Mundial el apoyo a las pretensiones nacionalistas de los movimientos de liberación en las colonias europeas y en los países latinoamericanos –a los cuales se catalogaba como semicolonias de los EE. UU.– fue convertido paradójicamente en la nueva expresión del «internacionalismo proletario». Bajo consignas nacionalistas, las llamadas «guerras de liberación» ofrecían oportunidades que fueron aprovechadas por el poder soviético para alinear a su favor y en contra de los EE. UU. a distintas fuerzas del Tercer Mundo. El pragmatismo de esta postura fue retribuido en igual intensidad por su peligroso rival, instituyéndose, a la luz del principio de acción y reacción que caracterizó la Guerra Fría, un tinglado de alianzas a ambos lados de la confrontación, totalmente desdibujadas en cuanto a sus pretendidas justificaciones ideológicas. Así vemos desarrollarse en África durante los años sesenta una competencia entre la URSS y los EE. UU. por patrocinar distintos movimientos de «liberación nacional» para evitar que cayeran bajo la influencia del rival. En nombre de la lucha por la libertad y en contra de la opresión comunista, EE. UU. apoyó las dictaduras sangrientas del Cono Sur. En nombre de la revolución socialista, y del progreso y la autodeterminación de los pueblos, la URSS le metió el hombro a cuanto régimen despótico y atrasado encontrara que quisiera liberarse de la influencia occidental.

Por otro lado y como lo reseña el historiador Mark Mazower, en la medida en que se empantanaban irremediablemente los países socialistas del este europeo, en la insalvable contradicción que representaba la prédica de una superioridad económica y social del comunismo mientras crecía la brecha que los alejaba de los niveles de bienestar de los países occidentales, las élites comunistas intentaron recobrar cierta popularidad cultivando las aspiraciones nacionales postergadas. En palabras del historiador:

El nacionalcomunismo se convirtió en parte de una estrategia común para aferrarse al poder. En la liturgia marxista leninista surgieron antiguos dioses del panteón nacionalista: el mariscal Pilsudski comenzó a aparecer en los sellos postales polacos; Lutero y Federico el Grande fueron conmemorados en Alemania oriental. Profesores sumisos elaboraron obras como la Historia de Bulgaria en catorce volúmenes de la correspondiente Academia de Ciencias o el infame memorando nacionalista de la Academia Serbia de Artes y Ciencias. La arqueología, la historia y la etnografía contribuyeron a descubrir en la nación las hondas raíces del socialismo. (Mazower, 2001:414).

Ante la globalización actual, las expresiones más radicales de la prédica anticapitalista suelen refugiarse en el nacionalismo y en la búsqueda de respuestas en el pasado –precapitalista– de los pueblos. Reivindican el regreso acrítico a formas culturales y de organización societaria propias de estadios primitivos en cuanto al desarrollo tecnológico y científico se refiere, pasando por alto las particulares expresiones de injusticia y de penuria material a ellas asociadas. De ahí lo paradójico de fenómenos como el de algunas manifestaciones de la «contracultura» que se citan en el Foro Social de Porto Alegre y la alianza con regímenes despóticos y/o ultraconservadores del mundo musulmán o africano en nombre de un ideal revolucionario que antes esgrimía ser la mejor ruta hacia el progreso económico, social y espiritual de los pueblos. Fiel a este atrincheramiento atávico, la «salvación» frente a la globalización implica contrarrestar el portentoso intercambio de ideas y desarrollos culturales diversos que son consustanciales a esta –la mayor integración de la humanidad experimentada hasta la fecha– y refugiarse en verdades establecidas, en nombre de la lucha antiimperialista. Esta reacción –de ahí que es en realidad una postura reaccionaria– lleva a legitimar prácticas totalitarias de control de la información, de restricción del intercambio con otras sociedades y de exclusión de importantes sectores del disfrute de sus derechos individuales, cobijados en la lucha contra una tradición democrática liberal demasiado «permeable» a las influencias malignas del capitalismo global. En efecto, la lucha contra la globalización termina irremediablemente en la negación de la diversidad y de la pluralidad del pensamiento asociada a ella, para refugiarse en verdades únicas que deben ser celosamente guardadas por los guardianes de la pureza «revolucionaria».

La naturaleza moralista de la prédica «revolucionaria»

Aun cuando la postura antiglobalizadora en absoluto plantea salidas viables, reivindica valores tradicionales que afianzan certidumbres y seguridades del pasado sobre las cuales consolidar el liderazgo retrógrado de quienes se autocalifican como los «auténticos» intérpretes del interés popular: los «verdaderos» revolucionarios. Esta simbología de lo puro, de lo básico en cuanto a patrones de vida, frente a la corrupción, la injusticia y la «falsedad» de la vida moderna globalizada, recoge posturas contra la internacionalización económica similares a las que inspiraron, a principios del siglo XX, las doctrinas fascistas de Europa. Igual que entonces, el enfrentamiento a las fuerzas expansivas del capitalismo internacional se convierte en pasto fecundo de demagogos talentosos y bien provistos de capacidad de oratoria que sobreponen sus ambiciones personales a toda otra consideración. Pero a diferencia de la prédica fascista, la crítica neocomunista de hoy lleva a proponer –y a intentar hacer realidad– un igualitarismo que necesariamente se materializa en acciones que llevan al empobrecimiento de las capas consideradas privilegiadas y no a la mejora en las condiciones de vida de los más pobres, como lo ilustra el triste ejemplo cubano. Se trata de «igualarnos a todos por abajo», lo cual busca legitimarse propagandísticamente resaltando las bondades de una vida sana, austera y moralmente superior, sin los excesos y consumos dispendiosos propios de clases privilegiadas que parasitarían del resto de la sociedad en el «capitalismo salvaje». De esa manera, la prédica «revolucionaria» deviene en una cruzada moralista que suele ensalzar acríticamente las sociedades rurales, de existencia sencilla y espartana –es decir, primitivas– frente a la «degradación» de las formas de vida modernas de las sociedades de Occidente,21 haciendo abstracción de las implicaciones asociadas, en términos de mayores niveles de mortalidad y de severidad en las condiciones de subsistencia de esta vida pretendidamente idílica.

La penuria resultante de aquellos intentos por hacer realidad el proyecto «socialista» –escaseces, deterioro de servicios– se esgrime como virtud, como expresión de la ruptura con los valores del capitalismo materialista, casi de la misma manera como lo plantearían las prédicas religiosas fundamentalistas, católicas o islámicas. Con esta postura los herederos actuales del comunismo se apartan de la mitología prometeica que inspiró la construcción del socialismo soviético, hábilmente propagada a través del movimiento estajanovista, y se acercan a las respuestas nihilistas frente a la modernidad que caracterizaron ciertas corrientes fascistas. Elemento constitutivo de esta actitud es la negación de los aspectos positivos del pasado inmediato para postular una especie de «borrón y cuenta nueva» que inaugure una era deslastrada de los vicios de la civilización occidental, inspirada en una «esencia» nacional a imagen de las prédicas del líder de la «revolución». El ansiado «Hombre Nuevo», quintaescencia del paradigma fascista, es adoptado también como fin de la «revolución».

El antimodernismo de cierta prédica «revolucionaria»

Frente a la globalización, la prédica de los escasos países y/o de los movimientos que se autodenominan comunistas suele plegarse ahora a la llamada visión «altermundista» de «contracultura», basada en la negación de aspectos definitorios de la civilización moderna –en tanto expresión de los valores de la economía de mercado– en nombre de un pensamiento utópico redentor (Lander, 2002). En esta dinámica el «antiglobalismo», asumido como bandera «revolucionaria, desestima la importancia de ampliar las bases materiales del bienestar de esa masa de individuos excluidos a quienes pretende reivindicar, para negar de plano a la civilización occidental que domina el mundo de hoy. Con ello busca distanciarse de las nefastas experiencias asociadas al comunismo soviético, alegando que este no rompió con la racionalidad tecno-productiva del sistema que pretendía superar –el capitalismo– sino que la asumió. Ello se traduce en la adopción de una prédica «antimoderna», negadora del progreso.22 Curiosamente –ya que reclama ser un cuestionamiento desde la izquierda– tiende a descartar también la lucha por una nueva institucionalidad «globalizada», para refugiarse en la defensa de formas y valores propios de estadios civilizatorios ya superados, en tanto presuponen el retorno a la supremacía de lo nacional, irreversiblemente desbordado por el avance tecnológico y cultural de las últimas décadas.

Una expresión particular de este enfrentamiento con todo lo que significa la modernidad es, valga la paradoja, vertiente del llamado pensamiento «posmodernista». Uno de sus más conocidos portavoces en Venezuela, el sociólogo Rigoberto Lanz, propugna, entre otras cosas, «relativizar» el conocimiento científico –quizás el principal aporte de la civilización occidental al mundo moderno–, exaltando otros «saberes», producto de experiencias populares, que serían igualmente válidos. El conocimiento científico convencional sería más bien un componente de la superestructura ideológica de dominación, una especie de «sentido común» que atraparía a los ciudadanos de hoy en paradigmas que impiden trascender a otras formas de pensar y de ver el mundo. En este sentido no sería éticamente «neutro», por lo cual se justifica explorar nuevas fuentes de conocimiento que sirvan para fundamentar la necesidad de un cambio «revolucionario». Para ello es menester «de-construir» las categorías del pensamiento imperante o hegemónico y reinsertar los elementos de información considerados válidos en un nuevo marco valorativo que fundamente el nuevo orden que se propone.

Desde luego, esto no es más que la reedición, bajo nuevo formato, de la misma prédica antiliberal, de exaltación de la irracionalidad de fuerzas vitales, afectivas, que anidan en el seno de los pueblos, que inspiraron los movimientos protofascistas de comienzos de siglo XX. Como se recordará, el nacionalsocialismo estimaba de gran importancia lo tecnológico en la instrumentación de formas de control y dominio, mas aborrecía los valores libertarios, de pluralidad del pensamiento, asociados a la modernidad. Igualmente, la prédica comunista de los comienzos creía posible deslastrar los poderes prometeicos de la ciencia y la tecnología de su envoltorio liberal, garante de la creatividad requerida para que estos pudieran desplegarse, y de su institucionalización en formas de gobierno democráticas. De ahí la mentada consigna de Lenin, de que el socialismo no era más que «electrificación y soviets». Esta ilusión condujo irremediablemente al fracaso, por la contradicción entre la centralización y concentración del poder soviético frente a las demandas de creatividad, apertura y descentralización inherentes al paradigma tecnológico que emerge en la segunda mitad del siglo XX. Quizás la postura de postmodernistas como el profesor Lanz pueda explicarse por tener conciencia de la dificultad insalvable de pretender extraer la médula científico-técnica de la modernidad de su envoltorio liberal, desechando los valores con base en los cuales se genera el «caldo de cultivo» necesario para que esta se desarrolle. De ahí la coherencia de una detracción de la modernidad que, a la vez, reconoce la necesidad de criticar la hegemonía del pensamiento científico. Deliberadamente «se bota al bebé con el agua del baño», en aras de la consistencia de la argumentación. Pero con el enfrentamiento «holístico» a la sociedad y la cultura liberal desaparece el portentoso desarrollo de las fuerzas productivas que trajo el matrimonio entre ciencia, tecnología y producción durante las últimas décadas. Esta versión del postmodernismo deviene así, aun cuando se cuide de manifestarlo abiertamente, en justificación del primitivismo, del atraso, ¡pero en nombre de la «revolución»!

El debate anterior se inscribe en la lógica de poder que inspira a tentativas autoproclamadas «revolucionarias». Enfrentar o restarle legitimidad a la racionalidad científica abre las puertas al voluntarismo, a la construcción de utopías que se niegan «tercamente a reconocer la inexorabilidad de lo existente» (Lander, 2002:51) y cuyo único sello de legitimidad lo constituye su profesión de defender los intereses del Pueblo (en mayúscula). Se reivindican los llamados saberes populares por razones meramente ideológicas, porque se inscriben dentro de un discurso «revolucionario» y «antiimperialista», y se soslaya el análisis crítico, la evaluación de los costos de oportunidad de emprender determinadas iniciativas y sus posibles impactos en el largo plazo. Así se menosprecia el más poderoso instrumento de desarrollo hoy, el talento humano, y se menoscaba el funcionamiento de universidades de excelencia, en nombre de un nuevo modelo de sociedad.

Al no abordar los problemas de injusticia social desde una óptica que incluya el desarrollo productivo imprescindible para elevar las condiciones materiales de vida de los más pobres, esta cosmovisión aterriza necesariamente en la idea de una regimentación de la sociedad: todo tiene que discurrir de acuerdo a la disciplina y las previsiones señaladas por el líder justo y visionario, de manera de poder compartir el insuficiente producto social entre todos. La idea de la productividad como base de la mejora del nivel de vida de la población simplemente no entra en esta novel concepción «revolucionaria». La economía abierta, que funciona «anárquicamente» en manos de la iniciativa privada, sólo puede producir injusticias. Los intelectuales sobrevivientes de la vieja izquierda, tanto en el plano nacional como el internacional, cumplen un importante papel en la construcción de este imaginario, al ofrecer las ideas, códigos y argumentaciones claves con los cuales convertir estas prácticas empobrecedoras y reductoras de la libertad en representaciones políticas del «interés popular». La «revolución» se convierte así en instrumento de revancha para cobrar resentimientos largamente incubados y no en el proceso liberador que proclama ser. En algunos casos lleva a proferir reclamos abiertamente racistas, xenófobos, como es el caso del dirigente indígena boliviano Felipe Quispe o de Isaac Humala en Perú (padre del ex candidato presidencial Ollanta Humala, aliado de Chávez), quienes insisten en expulsar de sus respectivos países a todo el que no tenga ascendencia amerindia.

Y esto permite abatir otra distinción que vincula el pensamiento de cierta autoproclamada «izquierda» latinoamericana con la experiencia nacionalsocialista. Tanto en el discurso del mencionado Quispe, como del movimiento etnocacerista de la familia Humala en el Perú y de otras manifestaciones (como el Movimiento Pachakutik en Ecuador), puede discernirse un discurso «panlatinoamericano» que evoca el pangermanismo del que se nutrió el discurso nacionalsocialista alemán. Se hace referencia a una nación latinoamericana, pero no compuesta por ese crisol de culturas y legados históricos y étnicos que produjo la mezcla desde la conquista entre indígenas, europeos y africanos, sino exclusivamente por las tradiciones indígenas y negras, las cuales le dan identidad a un concepto sumamente restringido –«revolucionario»– de pueblo. Los latinoamericanos o inmigrantes de piel blanca no tendrían cabida en este diseño, pues son expresión de las fuerzas colonizadoras que sometieron y degradaron al indio y al africano. Esta manera de encarar la identidad nacional llevó en Venezuela a derribar en octubre de 2004 la estatua de Cristóbal Colón en una calle céntrica de Caracas, bajo el pretexto de reivindicar al indio y rechazar la influencia europea, así como a cambiar el nombre con el que se celebraba el 12 de octubre –«encuentro de dos mundos»– por el de «Día de la Resistencia Indígena». En nombre de ese pueblo afloran así manifestaciones de un racismo de reminiscencia fascista, que se inscriben bajo la bandera de un nacionalismo revolucionario supuestamente de «izquierda».

El carácter pretendidamente científico del comunismo

El comunismo siempre apeló al carácter «científico» de su doctrina, en contraste con la inspiración mítica evocadora de energías vitales que nutrían al ideario fascista. El fascismo sería expresión de fuerzas irracionales, bárbaras, mientras que el comunismo encarnaría la mejor herencia de la racionalidad que emerge de la Ilustración europea: significaría el progreso por antonomasia. Esta pretensión hoy en día no aguanta una discusión seria, ni en lo que atañe a la teoría del valor-trabajo sobre la cual sustentaba Marx su tesis de explotación económica (Gómez, 1980) y, con ello, su alegato de que las contradicciones «insalvables» del capitalismo darían al traste con este sistema, ni en cuanto a la idea de que la revolución socialista permitiría superar la alienación del trabajador y los antagonismos entre los humanos para recuperar la «unicidad» del ser. Esta emergencia de un hombre nuevo que subsumiría el interés privado en el interés colectivo a partir de la abolición de las instituciones capitalistas resultó ser pura ideología, así como la pretensión de que el Estado se marchitaría progresivamente hasta desaparecer. Contrario a lo que caracteriza a la ciencia, el enfoque marxista terminó en un determinismo que sólo lograba acomodarse con la evolución efectiva de los acontecimientos a través de argumentaciones casuísticas ex post facto. La discusión anterior ha puesto de manifiesto un discurso pretendidamente de «izquierda», muchas veces invocando a Marx, para reivindicar esquemas civilizatorios alternos cuya valoración como ejemplos de mayor bienestar para la población carece de toda fundamentación científica. Puede argumentarse, en tal sentido, que el marxismo que hoy pretenden invocar las escasas experiencias que insisten en proclamarse como comunistas sólo puede sustentarse sobre una construcción ideológica que, frente a los profundos cambios que ha experimentado el mundo durante los últimos cincuenta años, termina como mera excusa del progreso material, social y cultural que le niega a sus pueblos.

Una expresión particular de ello se encuentra en la negación de la institucionalidad del Estado de derecho propio de las democracias liberales. Asumiendo acríticamente la noción leninista de que este constituye sólo un instrumento de la «dictadura de la clase capitalista», esta «izquierda revolucionaria» pretende acabar con conquistas sociales como la existencia de sindicatos y de otras organizaciones independientes y autónomas. Se arremete, asimismo, contra la libertad de expresión y de comunicación en nombre de una lucha contra «conspiraciones desestabilizadoras». Por último, se va cercando progresivamente el derecho a disentir, a ejercer la actividad política como tal, descalificando toda protesta por estar subordinada a «intereses políticos». En esta connotación lo político pasa a ser expresión de intereses subalternos, parciales, que atentan contra los intereses superiores de la «revolución», del bien común evocado por el líder indiscutible. Y por esta vía, se van eliminando los derechos civiles y la libertad en general, otrora bandera inalienable de la izquierda.

Por otro lado, el cambio de paradigma basado en la revolución tecnológica del último cuarto de siglo ha vaciado de significación toda idea de que existe una contradicción insalvable entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción capitalistas, tesis sobre la cual se profesaba como inevitable la revolución socialista. Pero de manera obstinada, los guardianes de la fe siguen repitiendo las consignas simplificadas de un marxismo fosilizado, ante el terror de quedarse sin argumento que logre justificar toda una vida en trincheras políticas equivocadas.

Pero, además, la dicotomía entre una revolución socialista con base científica, resultado de una correcta interpretación de la dinámica de fuerzas socioeconómicas que permite discernir «leyes de la historia», y un fascismo más bien primordialmente político que apela más a lo emotivo-visceral para transformar a la sociedad y crear al hombre nuevo, también muestra ser falaz a la luz de un examen más detallado de este último. Hannah Arendt (2004) señala que las llamadas «leyes de la naturaleza», con base en las cuales una seudociencia europea buscaba fundamentar la doctrina racista del nacionalsocialismo alemán, necesariamente tenían que entenderse como «leyes históricas», pues su devenir no podía sino expresarse a través de la evolución histórica. Y con este carácter fueron evocadas en los discursos nazis, notoriamente en la defensa de sí mismo que Adolf Hitler esgrimió en el juicio en su contra por el Putsch de la cervecería en Munich,23 así como en las investigaciones antropológicas que ordenó Goering en territorios ocupados para obtener «evidencias históricas» de que la grandeza de la civilización europea era obra de pueblos germanos que los habían poblado en el pasado. Se borra así una importante distinción entre el alegato «científico» del marxismo frente a lo místico e irracional del fascismo: ambos alegaban ser expresión de «leyes históricas».

Totalitarismo y apoliticismo o reino de la antipolítica

Como ha señalado Hannah Arendt, ambas experiencias, la estalinista y la fascista, terminaron vaciando la política de todo contenido al suplantar la controversia y/o la búsqueda de acuerdos entre distintos sectores de la sociedad como medida para dirimir sus diferencias, por la imposición de una verdad única, la que representaba los intereses históricos de la clase o de la nación. La supresión de lo político condujo a la implantación de un Estado totalitario cuya misión sería hacer realidad el Nuevo Orden que se derivaba de la doctrina. Ambas corrientes coincidían, a tal respecto, en su abominación de la concepción de Estado liberal. «El fascismo italiano siente el mismo odio por el liberalismo burgués, la misma obsesión por la unidad del pueblo en el Estado, el mismo acento indispensable de refundación de lo social, la misma imitación de los métodos bolcheviques...» (Furet, 1999:217-218) que la experiencia nazi. «A diferencia de Mussolini, [Hitler] combate contra el cristianismo en nombre de la selección natural» (ibíd.), es decir, de una concepción de supremacía racista basada en el reino de los fuertes sobre los débiles. En este marco no cabía discutir acerca de los fines propuestos, so pena de ser tildado de «enemigo del pueblo», por lo que todo debate se reducía a los aspectos instrumentales, es decir, al cómo hacerlos fructificar.

Del interés en lo instrumental se desprendía, en la interpretación de Fernando Mires (2001), la fijación por la burocracia, por la maquinaria del Estado. Según este politólogo y profesor de la Universidad de Oldenburg, Alemania, de origen chileno, una diferencia entre las experiencias históricas de fascismo y comunismo consistiría en que el fascismo requiere de un líder mesiánico, carismático, para «legitimar» la conducción de la maquinaria estatal en función de los propósitos revolucionarios que él encarna, mientras que esa maquinaria obra sin conductor individual aparente en el caso del comunismo, al obedecer a los intereses históricos «científicamente determinados» de los trabajadores: una especie de piloto automático programado por el materialismo histórico. Desde luego, detrás de la fachada impersonal, pretendidamente «objetiva» –en tanto expresión de designios históricos inexorables– de las decisiones del Estado soviético se atrincheraba la voluntad muy personal de un líder absoluto muy «concreto», Stalin. Y como bien lo expresa Mires (ibíd., p. 129),

el dictador confunde su propia biología con el Estado, y el Estado con el pueblo, y al pueblo de nuevo, consigo mismo. El dictador no escucha las voces de los demás, sólo escucha sus voces internas. La realidad del dictador es alucinatoria, fantasmagórica, fragmentada. (…) Cuando Fidel Castro decía, por ejemplo: «socialismo o muerte», estaba hablando de su propia muerte, no la del socialismo que, parece, nunca lo ha habido en Cuba.

Por coincidencia, la situación planteada en Cuba por la gravedad de Fidel Castro desde julio de 2006 explica, mejor que ninguna otra referencia, el sentido de esta cita. No en balde los detalles de su enfermedad se mantuvieron ocultos por mucho tiempo por considerarlos «secreto de Estado».

Hoy, con la disolución de las pretensiones científicas de la doctrina comunista, su legitimidad y su poder de atracción sobre las masas dependen mayormente de las cualidades carismáticas del líder y de las relaciones afectivas, emocionales, que este invoca entre sus partidarios. La «magia» del conductor mesiánico, inquebrantable en sus convicciones «revolucionarias» –caso de los cincuenta años de Fidel Castro enfrentando al imperialismo– lleva a una sumisión del pueblo a una visión que sólo puede ser articulada convincentemente por él, a pesar de todos los fracasos a que ha conducido. El discurso o la retórica comunista o de izquierda primitiva se convierten, como bien lo apuntaló Américo Martín (2001) con relación a la utilidad del leninismo para la hegemonía de Fidel, en excusa, en pretexto, para el ejercicio de un poder excluyente y autoritario. Salvo, entonces, por las categorías discursivas y por ciertas frases características de la retórica de «izquierda», no hay distinción con las prácticas fascistas, a no ser por el hecho de que el grado de totalitarismo haya sido aún más completo en las experiencias comunistas. Ante el fracaso del «socialismo realmente existente», termina emergiendo en el discurso de Fidel, pero más aún en el de su discípulo predilecto, Chávez, la evocación de una utopía difusa, nunca explicada en sus detalles definitorios, que debe ser conquistada a fuerza de sacrificios, para poder superar la descomposición que caracteriza a la realidad social capitalista. La prédica neocomunista deviene así en una cruzada moralista, orientada a limpiar «impurezas» que mancillan la construcción de la «nueva» sociedad, es decir, en un discurso típicamente fascista. La violencia es un instrumento imprescindible para este propósito. En perspectiva, puede argumentarse que ambas doctrinas carecen de base científica y que la prédica comunista ha devenido también en mitología, si bien con códigos y supuestos fundacionales en principio diferentes a los del fascismo.

La legitimidad del comunismo

Finalmente se llega a una última línea de defensa de los que niegan la similitud entre comunismo y fascismo, aquella referida a la intencionalidad y, por ende, la diferencia en cuanto a la legitimidad o no de ambas experiencias ante la humanidad. Esta perspectiva se alimenta de la historiografía dominante de la posguerra que fue comentada arriba, y se reduce básicamente al hecho de que el fascismo, sobre todo el nazi-fascismo, fue intrínsecamente malo, diabólico, mientras que el comunismo, a pesar de los lamentables excesos cometidos en aquellos países que trataron de aplicarlo, tiene propósitos muy altruistas: nada más y nada menos que la liberación de la humanidad de la injusticia social y de las condiciones de penuria en que se ha visto forzada a vivir a través de los siglos. Desde luego, es esta una distinción basada sólo en la fe, y obvia la incómoda pero incontrastable verdad de que durante los años veinte y treinta del siglo pasado el fascismo y el nazismo fueron movimientos sumamente atractivos para aquellos que buscaban la justicia social. Por muy embarazoso que sea, los europeos de hoy tienen que reconocer que millones de sus compatriotas sucumbieron en el pasado a los cantos de sirena fascistas, no porque fuesen ellos intrínsecamente perversos, sino porque el mensaje les prometía justicia y bienestar. Es decir, se percibían como propuestas ¡bien intencionadas!

Según esta argumentación, el carácter revolucionario del comunismo devenía de su propósito de plasmar una nueva sociedad que superase los antagonismos del orden capitalista y crease las condiciones para la convivencia armónica, liberando a sus integrantes para la prosecución de bienes de orden superior. De ahí la referencia a la solidaridad y al amor como inspiración. Por contraste, y como lo remarcan Paxton (2005, cap. 5) y Eco (1995), el fascismo se veía obligado a una radicalización incesante, promoviendo el odio contra el «enemigo», con la excusa de enfrentar las amenazas al bien común.

Los regímenes fascistas tenían que causar una impresión de empuje dinámico («revolución permanente») para cumplir esas promesas. No podían sobrevivir sin ese impulso resuelto y embriagador hacia delante. Sin una espiral incesante y creciente de retos cada vez más audaces, los regímenes fascistas se arriesgaban a caer en algo parecido a un autoritarismo tibio. Con ella se dirigían hacia un paroxismo final de autodestrucción. (Paxton, 2005:175).

De hecho, la tesis estaliniana de que luego de la toma del poder por las fuerzas revolucionarias, lejos de superarse los antagonismos de clase estos se agudizaban, dio pie a la violación de toda garantía o de norma preestablecida para instaurar un régimen discrecional de terror a la medida de los caprichos y paranoias del «Padrecito». A pesar de la retórica evocando el fin por construir, la «condición revolucionaria» fue identificándose cada vez más con el proceso; un camino pedregoso en el que se apostaban los enemigos de la causa a los que había que vencer una y otra vez. La introducción incesante de nuevas metas por alcanzar y nuevos desafíos por superar –posponiendo reiteradamente el destino ofrecido, que no terminaba en materializarse– pasó a ser la esencia de la revolución en la prédica neocomunista. Los sacrificios demandados ponen a prueba el tesón revolucionario, siendo la muerte por la causa la máxima expresión de la virtud, como lo revela el culto al Che Guevara. Por esta vía se introduce en el ideario de «izquierda» el culto a la muerte tan central al fascismo, fuerza que habría de limpiar a la sociedad de la podredumbre y catalizador del Hombre Nuevo que habría de surgir de las cenizas del viejo orden. Termina así desdibujada toda distinción entre los fines expresos de la retórica comunista, supuestamente orientados a la institucionalización de un orden superior, y la lucha sin descanso contra el enemigo para mantener permanentemente en tensión a la sociedad fascista. La victoria final sobre el «enemigo» se convierte en un fin en sí mismo, y no como medio para construir un «orden superior». Ante la desestabilización inmanente a esta manera de entender la «revolución», se legitima como única referencia segura la sabiduría del líder: en él hay que confiar absolutamente, sin disidencia alguna. De ahí la instauración del culto a la personalidad en reemplazo de un orden establecido que dé seguridades a los ciudadanos. La institucionalización de un orden revolucionario termina siendo una contradicción en sus propios términos, y la evocación de un «socialismo del siglo XXI», en Venezuela, una referencia nebulosa que sirve como excusa para llamar a cerrar filas en torno a Hugo Chávez.

Es infantil, por decir lo menos, la ubicación maniquea del comunismo como una fuerza, en esencia, del «bien», mientras el fascismo fue –como harto demostró la historia– una fuerza del mal. En realidad, ambos se vendieron como fuerzas del «bien», enfrentadas en combate mortal contra los designios malignos de los enemigos del Volk o de la clase, y de ahí las terribles consecuencias de sus acciones. Un movimiento, partido o religión que asume representar el bien de manera exclusiva cree poseer la única verdad con la cual se habrá de liberar a la humanidad o la nación, y entiende que su misión es imponerse como sea sobre otros movimientos o religiones rivales por el «bien del género humano». Se cae en un fundamentalismo de fuerte carga moralista, en el que la distinción tajante entre el bien y el mal rechaza la tolerancia de aquellos a quienes la verdad «única» ubica en el lado equivocado. Es fácil demostrar que las «buenas intenciones» o la profunda «convicción moral» de los cruzados, de la Inquisición y del fanatismo musulmán de hoy responden básicamente a los mismos condicionamientos de que se valieron sus parientes seglares para dominar buena parte de Europa durante la primera mitad del siglo pasado. «El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones».

Pero además, así como la derrota nazi permitió conocer a posteriori la tragedia que significó ese régimen, ya no es posible negar lo mismo con relación a las experiencias soviéticas, este-europeas, maoístas y cubanas. Si todavía existían incautos dispuestos a creer en las bondades de estos regímenes, la caída del muro de Berlín puso fin a toda duda. Sólo la negación a ver la realidad por razones de fe puede desconocer la inocultable similitud entre los horrores del ejercicio comunista y fascista del poder.

Conclusiones

Las expresiones contemporáneas de comunismo se manifiestan adversas a la modernidad y tienden a refugiarse en nacionalismos atávicos que reivindican particularismos étnicos que bordean las más de las veces concepciones abiertamente racistas, fundamentándose en dogmas que han mostrado estar de espaldas a las realidades del mundo actual. La prédica comunista ha devenido en ideología pura, muy a pesar de las pretensiones científicas que inspiraron sus fundadores, y hoy sirve para apuntalar regímenes despóticos basados en el culto a la personalidad y la subyugación totalitaria de la población a los designios de un líder «histórico», bajo la excusa de estar «profundizando» la democracia. Como las experiencias fascistas, el neocomunismo ha hecho de su doctrina una mitología que busca justificar y legitimar sus acometidas en nombre de unos intereses superiores de la Revolución y del Pueblo (con mayúsculas). En lo económico, los gobiernos comunistas –incluyendo a la antigua URSS y sus satélites– demostraron ser un obstáculo al desarrollo de las fuerzas productivas en la era de la electrónica, sumiendo a sus poblaciones en una marginación creciente de los frutos del desarrollo tecnológico de la humanidad. La excepción notoria es, desde luego, China y, en bastante menor medida Vietnam, países en los cuales, no obstante las jefaturas autoritarias y centralizadas que todavía gobiernan en nombre del comunismo, se ha desatado un verdadero «capitalismo salvaje», desprovisto de instituciones que resguarden los derechos de los trabajadores y de los consumidores de las ambiciones desmedidas de beneficio. La muerte de la política y la imposición de una concepción militarizada de partido único y su aplicación en la regimentación de la vida social hacen que en esos aspectos los regímenes comunistas no tengan nada que los distinga de la experiencia nazi.

A diferencia de fascismo, la palabra comunista no está definitivamente execrada del vocabulario político finisecular. Todavía el imaginario de algunos se aferra tercamente a la idea de bienestar, justicia y libertad que inspiraba la cosmogonía marxista en sus inicios. Están dispuestos a «mirar hacia otro lado» antes que enfrentar la incontrovertible realidad de que la negación de los derechos humanos y, en consecuencia, la injusticia, están intrínsecamente asociadas al comunismo. Para estos siempre habrá oportunidad para demostrar que la utopía se puede construir sin las lacras de la represión, la burocratización y el ahogo de las libertades personales. Fracasaron los hombres, no la idea. ¡La intención fue buena y sólo falta aprender de los errores para, ahora sí, construir el paraíso terrenal! El imaginario que evoca la consigna del «socialismo del siglo XXI», un socialismo nuevo, inédito, que no incurrirá en las equivocaciones del pasado, responde a este tipo de planteamientos. Pero los que honestamente albergan todavía esta esperanza no se dan cuenta, como afirmara el filósofo polaco Leslek Kolakowski, de que todo intento de implantar una utopía, por más bella que parezca, pasa por obviar las diferencias de intereses y de opiniones de los demás y termina matando a la política para instaurar, inexorablemente, un ejercicio totalitario. Si bien el comunismo de carne y hueso, como también los postulados doctrinarios a partir de los cuales Marx quiso fundamentar su propuesta de liberación social e individual, aniquilaron toda posibilidad, teórica y práctica de que pudiese materializarse como utopía, ello no termina de ser reconocido por quienes siguen esgrimiendo los ideales que le sirvieron de motivación, para argumentar que la propuesta continúa con vida. Es menester insistir en que las aspiraciones utópicas nunca podrán trascender el hecho de ser construcciones idealizadas, meras fuentes de inspiración, a riesgo de trastocarse –en su intento de plasmarse en realidad– en trágicas negaciones de todo lo que profesan.

Pero, además, la práctica de los regímenes y/o fuerzas que en el mundo de hoy pueden denominarse comunistas o de izquierda marxista se divorcia significativamente de lo que fue el ideario del filósofo alemán, como se argumentó en este artículo. La caracterización de «socialista» de estas fuerzas resulta, por lo tanto, de su autoproclamación como tal y de los convencionalismos que se fueron anidando en el imaginario colectivo, alimentados por la apelación a ciertas categorías retóricas –de «izquierda»–, en particular su postura antiimperialista. Como lo revelan las prácticas de intimidación a la disidencia con bandas auspiciadas por el Gobierno, la restricción a las libertades individuales, el apartheid y la edificación de una falsa realidad con base en la ideología y el control total sobre los medios de comunicación en Cuba, la prédica «comunista» no es más que un ropaje «justiciero», «antiimperialista», para encubrir hoy prácticas abiertamente fascistas.

Por si faltara todavía remachar las similitudes del nazismo con cierto pensamiento de «izquierda», la siguiente cita de Haffner (2002:77-78) es aleccionadora:

Hitler no encaja tan fácilmente en la extrema derecha del espectro político como acostumbra pensar mucha gente. Naturalmente, no era un demócrata, pero sí un populista, un hombre que basaba su poder en las masas, no en las élites; en cierto modo un tribuno popular que consiguió el poder absoluto. Su recurso más importante fue la demagogia, y su instrumento de poder no fue una jerarquía estructurada sino un caótico atajo de organizaciones de masas sin coordinación y únicamente aglutinadas por su persona. Todos ellos constituyen elementos más propios de la «izquierda» que de la «derecha».

Notas:

1 El fascismo, Barcelona, Ediciones Wotan, 1976, citado en Mazower, 2001:31.

2 Según Furet, la procedencia socialista «ultrarrevolucionaria» de Mussolini le facilitó imitar el bolchevismo, pero para combatirlo (Furet, 1999:189).

3 Para un análisis concienzudo de lo que puede entenderse como «ideología» desde la perspectiva cognitiva, social y del discurso, véase Van Dijk, 2006.

4 Ver las referencias hechas por Payne en ob. cit., pp. 461-467.

5 En este orden de ideas podría argumentarse que el fascismo italiano, en la medida en que se vio obligado a buscar apoyo en los factores de poder existentes –el Rey, los militares, el poder económico– tiene un tinte conservador, a diferencia de la experiencia nazi, mucho más revolucionaria en tanto que se propuso destruir el sistema existente. No obstante, muchos pronunciamientos de Mussolini no avalan esta hipótesis: propugnaba, igualmente, hacer una revolución fascista, si bien las fuerzas que pudo aglutinar a su favor podrían no haber sido suficientes para garantizar su permanencia en el poder sin las alianzas antes referidas. Quizás fuese esa correlación de fuerzas no del todo favorable lo que llevó a que el fascismo italiano no mostrase los rasgos totalitarios del régimen nazi, pese a las pretensiones del propio Duce.

6 Expresión acuñada por Jean Francois Revel (1976) para referirse al estalinismo.

7 Según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, 22a ed., 2001, la palabra «mito» tiene los siguientes significados: 1). «Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la humanidad. 2) Historia ficticia o personaje literario o artístico que condensa alguna realidad humana de significación universal. 3) Persona o cosa rodeada de extraordinaria estima. 4) Persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen».

8 Eliade (ibíd., p. 42) mantiene que muchas sociedades tradicionales atestiguan una idea de «renovación universal operada por la reactualización cultural de un mito cosmogónico», es decir, el mito podría asumir un carácter fundacional de una civilización determinada.

9 Sería más completo hablar de una naturaleza mágico-religiosa. Al dominar un mito se conoce el origen de las cosas o de los seres, lo que otorga un «poder» sobre ellos que permite afrontar los avatares de la realidad, sean la curación de enfermedades, asegurar cosechas o una cacería abundantes o librar guerras exitosas.

10 Myth in Primitive Psychology (1926), citado en Eliade, 1983:26.

11 La explicación parte de la existencia de un fondo social de plusvalor, resultado del proceso social de producción, del cual se servían los capitalistas individuales en su lucha competitiva y que resultaba en la igualación de la tasa de la ganancia.

12 Ver The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, University of Chicago Press, 1962.

13 Los marxistas saltan esta inconsistencia señalando que el valor de la reproducción de la fuerza de trabajo está «históricamente» condicionado, reconociendo que un trabajador de hoy en un país desarrollado no iría a laborar sólo por condiciones materiales que resguardaran su subsistencia y la de sus familiares.

14 Entre estos argumentos, quizás el más difundido sea aquel que justifica el pacto porque resguardaba la joven URSS en momentos en que las potencias occidentales, por su anticomunismo, se negaban a velar por su defensa ante una eventual agresión hitleriana. Por otra parte, desviar las probabilidades de guerra a una confrontación «inter-imperialista» –Alemania contra Francia e Inglaterra– indudablemente estaba en los cálculos de Stalin. Ver Furet, 1999:360-381.

15 Ver, por ejemplo, la edición de la revista Nueva Política (Nº 1, 1976) titulada «El fascismo en América».

16 Arendt, 2004, prólogo a la tercera parte: «Totalitarismo».

17 Tal es el propósito del Protocolo de Kyoto, firmado por casi todos los países del mundo –con la notable excepción de EE. UU.– que intenta disminuir la emisión de gases invernadero a la atmósfera.

18 Aún en ausencia de movilidad internacional de factores, el teorema Stolper Samuelson demuestra que el libre comercio, suponiendo competencia perfecta, bienes homogéneos y rendimientos constantes a escala, iguala la remuneración a la unidad de trabajo por producto, entre los países que comercian. Cuando hay libre movilidad de factores, esta igualación es mucho más fácil de entender, convergiendo hacia la baja las remuneraciones de los trabajadores en los países avanzados y hacia el alza en los países en desarrollo. Diferencias en la productividad seguirían, empero, determinando diferencias de salario. La veracidad de esta predicción se confirma precisamente por las trabas que anteponen los países más avanzados en su comercio con las economías pobres –como a la inmigración de mano de obra barata–, temerosos de una disminución en sus propios niveles de remuneración.

19 Según la leyenda forjada en torno a su nombre, Ned Ludd, obrero británico de principios de siglo XIX, habría roto intencionalmente un par de máquinas textiles como protesta ante el trabajo esclavizador que imponían. Esta acción sería recordada como emblemática en la lucha por la liberación de la fuerza de trabajo, pero daría lugar a un movimiento anarquizoide de rechazo –reacción– ante la mecanización, denominado «luddita».

20 Reveladora la semejanza que nos hace ver S. Haffner (2002:78) entre «socialismo en un solo país» y «nacionalsocialismo».

21 La similitud con el arraigo en la tierra que servía de fundamentación ética para la supremacía del Volk germano en el ideario nacionalsocialista –Blut und Boden– no es un mero paralelismo, en tanto hunde sus raíces en el mismo antagonismo con las sociedades liberales del mundo moderno.

22 En el contexto de esta argumentación cobra sentido la observación de Marx, siempre lamentada desde la izquierda, sobre el papel modernizador de Inglaterra en la India, publicado como artículo en 1851 en el New York Times.

23 «Porque no son ustedes, caballeros, los que nos juzgan. Ese enjuiciamiento lo dictamina la eterna corte de la historia. (...) Podrán pronunciarnos culpables mil y una veces, pero la diosa de la eterna corte de la historia sonreirá y hará trizas el alegato del fiscal y la sentencia de esta corte. Ella nos absolverá». Ver, Schirer, 1966:78.

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