SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.28 número76Eric Hobsbawm Marx fue un profeta sin armasLa participación de especialistas extranjeros en el proceso de modernización del sector público en Venezuela 1930-1958 índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.28 n.76 Caracas abr. 2011

 

Conferencia

Las figuras de la participación en el populismo de Hugo Chávez: ¿hacia una democracia «protagónica»?*

Nelly Arenas**

* Conferencia dictada en el marco del seminario «Populismo radical y democracia en América Latina», organizado por Flacso Ecuador y Plataforma Democrática, celebrado en la ciudad de Quito en julio de 2010.

** Profesora Titular del Área de Desarrollo Sociopolítico del Centro de Estudios del Desarrollo, Cendes, de la Universidad Central de Venezuela. Caracas-Venezuela Correo-e: narenas50@gmail.com

La participación en el proyecto bolivariano

Ante la desafección de los ciudadanos respecto del sistema democrático representativo, la fórmula de la participación se ha convertido en un valor universal compartido por casi todas las corrientes políticas de cualquier signo. Al contrario de lo que pudiera pensarse, no es patrimonio único de las izquierdas, porque también, y con antelación, lo ha sido de organizaciones partidistas liberales, las cuales han apelado a esquemas participativos más directos, como los comités locales, por ejemplo, con el propósito de insuflar mayor dinamismo al ejercicio de la democracia.

La onda expansiva de la participación se ha extendido vertiginosamente en los últimos tiempos, echándose a andar miles de experiencias que procuran seguir dicha filosofía. Una de ellas se ha desplegado en Venezuela donde, en la última década, un exacerbado discurso participativo ha dado lugar a un conjunto de figuras institucionalizadas en favor de aquel desideratum.

Aunque la puesta en práctica de esquemas de este tipo no se inaugura con el gobierno de Hugo Chávez, lo cierto es que este capitalizó la participación social que emergió en Venezuela en las décadas de los setenta y ochenta en forma de apoyo y fuerza política, prometiendo revertir el deterioro social y el desencanto con las instituciones políticas que se había apoderado del país. El Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, conformado principalmente por militares descontentos con ese estado de cosas, disponía de una visión propia del tipo de democracia que pretendía imponer –contradictoriamente– por la vía insurreccional. Así, el «Nuevo Orden Nacional» al que aspiraba se asentaba en la democracia directa o participativa en reemplazo de la democracia representativa, a partir de lo que esa organización concebía como «un nuevo contrato social» capaz de fundar una «democracia gobernante» en sustitución de una «democracia gobernada». El mismo Chávez diría, apenas dos años antes de su acceso al poder, que «si a algo le tengo temor es a eso de verme convertido en un gobernador, alcalde o Presidente utilizando lo mismo que combatiste…Un gobierno o régimen especial no puede ser producto de elecciones y con acuerdo entre los poderes. Nada que intente superar ese modelo de democracia liberal que para nosotros ya murió puede provenir de elecciones».

La inviabilidad histórica de la vía armada para la toma del poder, no obstante, convenció a Chávez y su movimiento de optar por la competencia en las urnas, dibujándose con ello una importante tensión entre el voto, principal mecanismo de la representación, y la democracia directa que se proclamaba. En adelante, ingresar a la liza electoral supondrá cohabitar con esa tensión, reproduciéndose así una de las paradojas del populismo: a pesar de su discordia con la democracia representativa, este sólo puede emerger de su seno y como reacción a la misma, como ha señalado Paul Taggart.

Una vez ganada la presidencia, y atendiendo a la lógica refundacional del populismo, el presidente Chávez convocó una Asamblea Constituyente la cual diseñó una nueva Carta Magna, pródiga en instrumentos participativos conforme a los principios originales del proyecto bolivariano.

Atendiendo a este espíritu, el Gobierno implementó en el año 2001 la figura del Consejo Local de Planificación Pública, concebido como el órgano encargado de la planificación integral del gobierno local, cuyo fin era lograr la integración de las comunidades y grupos vecinales en los procesos de descentralización y desconcentración de competencias y de recursos financieros. Empero, estos cuerpos perdieron rápidamente interés no sólo por parte de la sociedad, sino también por el propio Gobierno. Factores como falta de información a la comunidad sobre la actuación de los mismos; escasa formación de sus integrantes para acometer las tareas inherentes; y, sobre todo, cooptación de sus miembros por las autoridades locales, contribuyeron al estancamiento de estas instancias deteniéndose, según voces oficiales, el «empoderamiento de la ciudadanía» por ausencia de voluntad política de las autoridades locales. En este punto fue posible detectar otra fuente de tensión entre la democracia participativa concebida como un telos y la realidad con la cual la misma debe confrontarse; tensión que se intentó resolver profundizando aún más el discurso de la participación directa y afinando los instrumentos para hacerla posible. Es esto lo que está en la base de la puesta en acción de los Consejos Comunales (CC) y, más recientemente, de las Comunas, entes a partir de los cuales se pretende enderezar, desde 2006 con la creación de los CC, los torcidos rumbos de la participación.

Las «Misiones», otro de los rostros de la participación

Entre tanto, ante los riesgos que se le presentaron al Presidente de ser desalojado del poder como consecuencia del referendo promovido por los sectores opositores en el año 2003, Chávez, en alianza con el Gobierno cubano, diseñó el programa conocido como «las Misiones». Aunque estas no pueden ser estrictamente categorizadas como estructuras para hacer posible la participación ciudadana en la toma de decisiones públicas, las mismas fueron pensadas para incrementar canalizadamente la participación de las franjas más depauperadas de la población en el disfrute de la renta petrolera. Con este propósito fueron diseñados programas en el área educativa, de salud y de distribución de alimentos a bajo precio. Con las Misiones se configuró una nueva institucionalidad suprasectorial que ha sido fuente de descoordinación, duplicación de competencias y costos, de acuerdo a estudiosos del tema como Carlos Aponte. Sin embargo, las mismas fueron bien recibidas y valoradas por la comunidad. A pesar de que han dado lugar a espacios para el clientelismo, han sido fuente de corrupción y se han manejado ineficientemente en algunos casos, si se quiere conocer la perdurabilidad de una significativa base de apoyo al Gobierno debe tomarse nota de este mecanismo de integración social. Las Misiones deben ser evaluadas a partir de la recuperación de elementos de carácter simbólico, presentes en la perspectiva de los beneficiarios, tal como ha señalado Javier Auyero para el caso del peronismo, tan importantes como los propios intercambios tangibles que se producen en la díada patrón-cliente.

 Por otra parte, el  lazo de reciprocidad amorosa que se arma entre el líder y los receptores de los programas misionales puede revelar también el doble juego que Francisco Panizza descubre en el populismo, a saber, el de la despolitización de lo político e hiperpolitización del vínculo social al mismo tiempo. En efecto, en las Misiones puede constatarse la difuminación de la frontera que separa lo público y lo privado al desdibujarse la política en un acto de amor por parte del Presidente hacia los pobres, quienes a su vez le devuelven su incondicionalidad absoluta, también como expresión cabal de su amor. Simultáneamente, con las Misiones se hiperpolitiza la acción social pública al partidizar totalmente su desenvolvimiento, identificándose, como nunca antes, una política social con una gestión gubernamental en particular.

Comunas y Consejos Comunales: entre Marx y Rousseau

Como se dijo, el fracaso de los Consejos Locales de Planificación llevó al diseño de los Consejos Comunales y las Comunas en actual gestación, amparados conceptualmente en las ideas más simples tanto del marxismo como de Rousseau.

Los CC dependen directamente de la «rectoría» del Ejecutivo, en una articulación vertical que prescinde de las instituciones intermedias de poder, bajo el principio de que «este Estado debe seguir transformándose, del Estado burgués anterior al Estado socialista. Y el Estado socialista debe subordinarse al poder popular, que es el que tiene que reemplazar a la vieja sociedad civil burguesa», como ha sostenido el Presidente. Los CC son concebidos, según apunta la ley, como espacios de participación, articulación e integración ciudadana que permiten al pueblo organizado ejercer directamente la gestión de las políticas públicas y proyectos orientados a responder a las necesidades de las comunidades. Los CC tienen un amplio rango de atribuciones, entre las cuales destacan elaborar planes de desarrollo, responsabilizarse por su ejecución y, además, ejercer funciones contraloras y administradoras, lo que de alguna forma equivale a un cierto retiro del Estado de las funciones que le son consustanciales. Esto hace que algunos estudiosos del tema hayan hablado de «explotación del trabajo comunal» o de «esclavitud comunal».

El lenguaje excluyente que importantes voces oficiales manejan con respecto al desenvolvimiento de los CC replica la lógica maniquea del populismo. Así, el presidente de la Comisión de Participación de la Asamblea Nacional, refiriéndose al respaldo que el Gobierno brinda a estas figuras, ha señalado que: «Apoyamos a las organizaciones populares que trabajen por el socialismo, no podríamos hacerlo por alguna que declare como objetivo hacerlo por el capitalismo». Esto evidencia lo que Kirk Hawkins denomina «insularidad» para aludir al aislamiento que las organizaciones «antisistema» generan al erigir una muralla contra otras organizaciones que no adhieren a la causa populista.

La ley que rige los CC fue reformada en el año 2009, profundizándose de este modo su sujeción al Poder Ejecutivo al obligarlos a prestar apoyo a las Milicias Bolivarianas, cuerpos armados creados al margen de la Constitución, que obedecen directamente al Presidente. La idea del pueblo en armas, tan repetida en Chávez, encuentra en esta disposición la evidencia de que, como este ha señalado, «el poder militar es parte del poder popular».

Sin que todavía la experiencia de los CC hubiera madurado, el Gobierno relanzó la figura de las Comunas, propuestas por vez primera en el marco de la reforma constitucional sometida a consulta por el Presidente en el 2007 y derrotada en las mesas electorales a finales de ese año. Con la reforma, el Presidente pretendía emplazar las bases del socialismo del siglo XXI. El rechazo del modelo propuesto no fue óbice, sin embargo, para que el mandatario intentara por otros medios concretar lo que no pudo a través del sufragio; tal es el propósito de las leyes habilitantes y el diseño de una arquitectura jurídica que contraviene, casi enteramente, la Carta Magna. Es este el caso de las Comunas, las cuales procuran la construcción de un «nuevo espacio geográfico socialista» que «exige modalidades diferentes de gestión de políticas públicas» bajo el supuesto de que «la actual división político territorial ya fue superada». Una visión como esta revela la intención del Gobierno de anular las entidades federales y los municipios, y exige para su concreción una nueva Constituyente.

El edificio de la participación cuya construcción se adelanta, reposa en el principio de la «voluntad general» de Rousseau. De acuerdo al Proyecto Nacional Simón Bolívar (2007), en el cual se delinea el Primer Plan Socialista de Gobierno para el período 2007-2013, «la soberanía popular, la cual se hace tangible en el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse nunca y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser presentado más que por sí mismo… si la soberanía reside en el pueblo y este acepta obedecer a un poder distinto, por ese mismo acto se disuelve como pueblo y renuncia a su soberanía».

Según esta narrativa, la democracia participativa que se pretende viabilizar a través de los Consejos Comunales y las Comunas no tiene otro fin que recuperar al pueblo, sacrificado en el pasado en el altar de la democracia «burguesa representativa». Con este planteamiento, el proyecto original bolivariano, con los matices del caso, toma de nuevo protagonismo en el programa de acción oficial, al vindicar al pueblo como entidad que no puede ser representada. De este modo el vacío debe ser llenado por quien, o por quienes, se arrogan su encarnación, con exclusión de aquellos que se oponen.

Esta visión «sustantiva de la democracia» concebida como la «voluntad homogénea del pueblo» o como la «solidaridad comunal del cuerpo ciudadano» propicia formas autoritarias de gobierno «que pasan por alto el marco normativo existente que es visto como un impedimento para que se exprese la voluntad popular encarnada en el líder», como ha indicado Carlos de la Torre.

Esto es lo que ha venido ocurriendo desde que se formó la Asamblea Nacional Constituyente en 1999, en el seno de la cual se diseñaron mecanismos no previstos en la Constitución que este organismo confeccionó, los cuales posibilitaron una gran concentración de poder en manos del Presidente; esta concentración no ha hecho sino ampliarse en el tiempo por medio de la creación de instrumentos ajenos al espíritu democrático. El resultado ha sido un entramado de gobierno cuyos rasgos encajan más o menos cómodamente en la tipología que J. Linz y A. Stepan elaboraron para analizar los regímenes autoritarios. Destaca entre estos rasgos la limitación del pluralismo político, a partir de la cual se han reducido los espacios y derechos de los factores opuestos al proyecto chavista, obedeciendo a la lógica populista que divide al cuerpo social entre el pueblo unido, sano y virtuoso por un lado, y elites traidoras y perversas por el otro.

Las inhabilitaciones de candidatos opositores a cargos públicos, así como el despojo de competencias y recursos de funcionarios electos a través de la creación de órganos paralelos de poder con autoridades impuestas por el Ejecutivo, constituyen algunas de las prácticas desplegadas para diezmar a la disidencia política y en consecuencia a la democracia. Uno de los argumentos que algunos voceros del Gobierno han esgrimido para justificar estas acciones es que aquellos fueron elegidos obedeciendo al patrón de la democracia representativa. 

Participación y autoritarismo

Es en este contexto, finalmente, donde debe ser evaluado el modelo de participación que se impulsa desde el Estado, su significado y alcance.

En primer lugar se trata de una participación dirigida desde arriba; encorsetada en los designios del vértice del poder ahogando o desconociendo las prácticas sociales participativas que provienen de abajo. Este modelo no es la consecuencia de un proceso de búsqueda organizativa de las comunidades en el tiempo. Ello se compadece con la desconfianza que el populismo ha mostrado históricamente con respecto a las iniciativas sociales autónomas, como ha indicado Benjamín Arditi.

En segundo lugar, esta desconfianza se produce, sobre todo, en relación con aquellas organizaciones que atienden al interés de la vieja sociedad burguesa según el parecer del Presidente, las cuales son previas al momento que, como todo gobierno populista, se presenta como recomienzo nacional.  Si, como se sabe, el país está profundamente polarizado, ¿qué participación pueden invocar quienes adversan al proyecto del Presidente? En este sentido es posible prever una restricción de los recursos hacia aquellos CC y Comunas que no estén enfilados con el Gobierno y un freno a los proyectos que los mismos formulen.

En tercer lugar, el alcance de estas formas participativas directas no trasciende los espacios locales pues las mismas se reducen a enfrentar los problemas cercanos y cotidianos; por tanto no inciden en los arreglos que fundan la comunidad política. Poseen sí, estas modalidades de participación, un carácter innegablemente pedagógico, no debiéndoselas sacralizar ni avizorar en ellas la «la clave suficiente del progreso democrático», en palabras de Pierre Rosanvallon.

Esto nos obliga a pensar que no necesariamente la democracia participativa, al menos en la forma como el chavismo la concibe, incrementa la calidad de la democracia. Antes bien, esta pudiera ser funcional a los populismos autoritarios en tanto que las prácticas locales a las que se remite no generan rutas de acción capaces de afectar las decisiones políticas de envergadura, como fue el caso del Perú de Fujimori, quien creó y estimuló figuras institucionales en atención a la participación sin que las mismas alteraran el ejercicio autoritario de su gobierno.

En atención a lo anterior nuestra conclusión es que el caso venezolano demuestra que esquemas participativos verdaderamente respetuosos de la diversidad social sólo pueden prosperar en el marco de una democracia representativa capaz de ampliar el campo de las mediaciones políticas en vez de socavarlas, tal como nos lo recuerda Enrique Peruzzotti. No obstante, la cultura democrática presente en una buena parte de la sociedad pareciera estar incidiendo en algunas respuestas que se han producido en defensa de la autonomía de estas organizaciones frente al encasillamiento y la sujeción a que las obliga el poder. Agendas distintas a las del régimen pudieran estarse armando en algunos de estos espacios de cara al futuro de la democracia venezolana.