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Cuadernos del Cendes

versión On-line ISSN 2443-468X

CDC vol.32 no.89 Caracas mayo 2015

 

Perú: de la Ley General del Trabajo al Régimen Laboral «Pulpín»

Apuntes para una aproximación al proceso laboral (2000-2014)

Enrique Fernández-Maldonado Mujica*

* Sociólogo con estudios de Maestría en Ciencia Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Consultor e investigador independiente (OIT, ONGs, etc). Correo-e: efernandezmaldonadom@gmail.com

Resumen

A inicios de 2015, una serie de protestas protagonizadas por colectivos juveniles actualizaron el debate laboral sobre el modelo de relaciones laborales vigentes. El actual gobierno nacionalista no cumplió su promesa electoral de aprobar la Ley General del Trabajo, sumándose a la lista de gobiernos que han mantenido el modelo de flexibilización laboral extrema. Actualmente el Estado peruano presenta profundas limitaciones (presupuestales y de personal) para fiscalizar adecuadamente las normas laborales. Por otro lado, los actores sociales no logran establecer relaciones laborales basadas en el dialogo social, lo que ha afectado negativamente la tasa de sindicalización y negociación colectiva. Esta situación ha generado, entre otros impactos, una situación extendida de bajos niveles de ingresos y profundas desigualdades salariales entre sectores ocupacionales, regiones, sexo, condición contractual, afiliación sindical, etc.

Palabras clave: Transición democrática / Agenda laboral / Dialogo social / Trabajo decente

Abstract

At the beginning of 2015 a series of protests by youth groups refreshed the labor debate on the model of existing labor relations .The current nationalist government did not accomplish its electoral promise of approving the General labor law, joining the list of governments that have maintained the model of extreme labor relaxation. Currently the Peruvian State has profound limitations (budgetary and of personnel) to properly supervise labor rules. On the other hand, the stakeholders have failed to establish labor relations based on the social dialogue, which has negatively affected the rate of unionization and collective bargaining. Among other impacts, this situation has generated a widespread reality of low income levels and wage inequalities between occupational sectors, regions, gender, contractual status, trade union membership, etc.

Key words: Democratic Transition / Employment / Social Dialogue / Decent Work

Recibido: FEBRERO 2015 Aceptado: ABRIL 2015

Introducción

Los peruanos iniciamos el 2015 en medio de una intensa movilización de protesta en contra de un régimen laboral que establecía estándares especiales para los trabajadores que contasen entre 18 y 24 años. Puesto contra las cuerdas, luego de que miles de jóvenes salieran a las calles a defender sus derechos laborales, el Congreso de la República se vio conminado a derogar el Régimen Laboral Juvenil que, a iniciativa del Ejecutivo, había aprobado cuarenta y seis días antes.1 La contundencia de las movilizaciones juveniles –realizadas simultáneamente en diversas ciudades del país– revela un hecho de especial importancia para la política peruana contemporánea.2 En principio, ubica la cuestión laboral en el centro del debate político nacional; una problemática largamente postergada, invisibilizada y subordinada en el orden de prioridades de los últimos gobiernos y de la agenda pública local. Las protestas contra la denominada «Ley Pulpín» introdujeron una cuña en el enfoque flexibilizador con que el gobierno nacional quiso justificar el régimen laboral juvenil. Al mismo tiempo, las movilizaciones de los jóvenes visibilizaron la potencialidad política de un movimiento generacional que, sobre la base de un uso intensivo de las redes sociales y de nuevas formas de organización de carácter territorial (sin subordinarse a las organizaciones sindicales y partidos políticos), logró jaquear al establishment político en su conjunto, forzándolo a retroceder en su intención de mantener el régimen laboral cuestionado (Manrique 2014; 2015).

Este artículo comenzó a escribirse con anterioridad a las movilizaciones juveniles, cuando nada hacía presagiar que el tema laboral ocuparía el centro de la agenda política nacional. Este hecho (imprevisto para muchos) obligó a replantear las conclusiones sobre el carácter actual del debate laboral en el Perú. Hecha esta salvedad, el objetivo del texto es brindar un panorama general sobre la situación del empleo en el Perú, el carácter de las políticas laborales y su impacto en las relaciones de trabajo, en el periodo que va del inicio del proceso de transición política en el 20003 a la fecha. En esa línea se buscará identificar algunas tendencias generales en el campo de las relaciones laborales y la política laboral y cómo estás pueden adquirir otro devenir a partir del éxito de las movilizaciones de protesta contra la Ley Pulpín; especialmente en el marco del debate laboral que vuelve a estar en el centro de la agenda política nacional. Para ello se revisarán documentos de trabajo, informes e investigaciones académicas sobre el tema, además de la estadística oficial en materia de empleo y derechos laborales publicada por el Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE) y otras fuentes oficiales.4

Informalidad, subempleo y precariedad laboral: un problema económico, político y cultural

Si hay un rasgo general que caracteriza la situación del empleo en el Perú es la compleja heterogeneidad de la fuerza de trabajo, su baja productividad y la extendida precariedad laboral reflejada en el amplio contingente de trabajadores informales (Verdera, 1983, 2007; García et al.,2004). De acuerdo a la Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO), en el año 2012 se registraron 16 millones 142 mil 100 personas como parte de la población económicamente activa (PEA). De este grupo, el 96,3 por ciento manifestó estar ocupado (15 millones 541 mil 500), mientras que un 3.7 por ciento mencionó estar desocupado (600 mil 600). Entre los años 2004 y 2014 se registró un incremento importante de la PEA con empleo adecuado de 38 por ciento a 66.1 por ciento, al tiempo que la tasa de subempleo descendía de 56.7 por ciento a 30.2 por ciento en el mismo periodo (gráfico 1). Aunque la conceptualización de lo que implica un «empleo de calidad» puede ser objeto de críticas por el bajo umbral con el que se define, escondiendo una diversidad de situaciones de precariedad laboral bajo el concepto de subempleo,5 lo cierto es que el celebrado «milagro económico peruano» –basado en un crecimiento significativo del PBI entre los años 2002 y 20136– tuvo un impacto positivo en la tasa de empleo urbano, incluido un descenso en los niveles de desempleo urbano (de 9 por ciento a 6.2 por ciento entre el 2003 y 2013) y un aumento en el porcentaje de trabajadores con seguridad y protección social. Sin embargo, las ventajas y «beneficios» obtenidos a partir de la generación de empleos bajo la formalidad laboral, no alcanzaron a todos los sectores laborales o económicamente activos, ni se experimentó en el conjunto del territorio nacional. En las zonas rurales y periféricas a las ciudades importantes persisten porcentajes altos de trabajadores que labora en condiciones de desprotección e informalidad laboral. La suma de estos sectores representa el 42.7 por ciento de la población ocupada (asalariada más «independientes») que trabaja al margen del ejercicio de los derechos laborales, sin acceso a la seguridad social ni a programas de capacitación laboral; sin garantías mínimas para ejercer el derecho a la libertad sindical y a la negociación colectiva.  

La persistencia de un amplio sector de la población peruana en situación de subempleo o informalidad laboral puede explicarse por la confluencia de una serie de factores estructurales de la economía peruana y por la dinámica propia de la política local. Estos factores se entrelazan en distintos ámbitos de acción e involucran a una diversidad de instituciones y actores con recursos políticos y económicos desiguales, configurando a partir de ello relaciones de poder asimétricas con implicancias concretas en la trama distributiva y la calidad del empleo. En este artículo abordaremos estas dimensiones de manera general y separada, tratando de identificar las múltiples conexiones que existen entre si y que dan forma al sistema de relaciones laborales en el Perú.

a. Factores económicos. El carácter del modelo de desarrollo primario exportador de la economía peruana –cuya evolución depende del desenvolvimiento y ciclos de los mercados internacionales– priorizó el fortalecimiento de actividades empresariales orientadas a la exportación, intensivas en el uso de capital y tecnología de punta, pero con una debilidad estructural para generar puestos de empleo directo de manera sostenible. Este modelo es altamente dependiente del ingreso de divisas por exportación o del efecto de la inversión extranjera directa; tiende a la concentración del ingreso y reproduce condiciones desiguales de desarrollo socioeconómico a nivel regional (Jiménez 2012; Verdera 1983, 1990, 2007).

b. Factores sociopolíticos. La desigual correlación de fuerzas políticas y sociales, especialmente en el terreno de las relaciones laborales, significó un relegamiento de la cuestión laboral en el marco de las políticas públicas. Esto sucedió por la escasa prioridad que le asignaron los últimos gobiernos desde Fujimori, pero sobre todo por el reducido poder de influencia que tienen los trabajadores y en particular los sindicatos peruanos para incidir en los espacios de toma de decisiones políticas (tanto ejecutivas como legislativas), así como en el ámbito de la negociación colectiva y la organización empresarial. Esta situación impidió avanzar hacia la implementación de las reformas laborales acordadas en el contexto de la transición política iniciada el año 2000; específicamente en lo que se refiere a la aprobación de una nueva Ley General del Trabajo que ordenara el entramado laboral peruano en un solo código de trabajo. La casi nula presión ciudadana y sindical durante la última década explica a su vez la situación de abandono y relegamiento en que se encuentra la Autoridad Administrativa de Trabajo, principal ente regulador del Sector; impedido de cumplir con su función de tutelar –de manera eficaz y oportuna– la normativa laboral en todo el territorio nacional, dadas las limitaciones de recursos humanos, logísticos, financiamiento e institucionales así como la ausencia de un claro apoyo político a la gestión (Bedoya et al., 2011).

c. Factores socioculturales. La fragilidad del dialogo social, producto de un clima extendido de desconfianza entre los actores empresarial y sindical, tiene en su base la persistencia de un sistema de relaciones de trabajo desigual y asimétrico en la organización del trabajo, la distribución del ingreso y el ejercicio restrictivo de los derechos laborales colectivos, lo que se expresa en la vulnerabilidad (extrema en algunos casos) en que se encuentran los trabajadores peruanos respecto a sus empleadores. En este contexto, la ausencia de una cultura del dialogo social (entendido como la voluntad expresa de los actores para el dialogo y la mutua tolerancia) viene constituyendo el principal obstáculo que impide avanzar hacia la formulación de una institucionalidad laboral y un modelo de relaciones laborales que promueva el desarrollo económico, asegurando niveles adecuados de ingresos y protección social para el trabajador y su familia.

En lo que sigue desarrollaremos brevemente estas hipótesis o ideas fuerza. Cada uno de estos factores ha carecido de un adecuado debate ante la opinión pública peruana, pero, a partir de las protestas y reivindicaciones juveniles, han sido puestos sobre la mesa, analizándose y criticándose el régimen laboral juvenil que intentó aprobar el Gobierno con el apoyo del sector empresarial.

Los límites del modelo primario exportador

Como ha sido señalado, el mercado laboral peruano se caracteriza por su profunda heterogeneidad ocupacional, los bajos niveles de productividad promedio y la extendida informalidad laboral de la fuerza de trabajo (INEI, 2013). Esta situación –cuestionada en sus aspectos críticos por enfoques, especialistas y frentes diversos–, no ha podido ser revertida a pesar del proceso de crecimiento económico experimentado durante la última década (2004-2012).

En un informe reciente, Gamero (2013) señala que solo uno de cada 10 trabajadores urbanos en el sector privado asalariado accede a condiciones de trabajo decente.7 Este mismo análisis encuentra que existen diferencias –en algunos casos moderadas, en otras significativas– en la calidad del empleo de los trabajadores formales respecto de los informales; de los empleos e ingresos de los trabajadores hombres respecto de sus pares mujeres; entre regiones y con respecto a Lima; entre trabajadores de diferentes edades, etc.; diferencias que vistas en conjunto dan cuenta de una estructura laboral compleja y heterogénea, con un claro déficit de empleo adecuado y desigualdades salariales notables. En este contexto, son las mujeres, los jóvenes, la población indígena y los empleados en actividades de escasa productividad, los que encuentran mayores dificultades para insertarse laboralmente en condiciones de empleo adecuado. ¿Qué razones están a la base de esta extendida situación de precariedad laboral que caracteriza actualmente a los mercados de trabajo peruano?

Desde el punto de vista macroeconómico, la orientación del modelo de crecimiento adoptado desde la década de 1990 siguió similares procesos y tendencias a las registradas en la mayoría de las experiencias nacionales en la región latinoamericana (Weller, 2009; Álvarez Leguizamón, 2005). Si alguna vez se intentó transitar hacia un modelo de desarrollo industrial y centrado en el desarrollo de las fuerzas productivas nacionales, la crisis de la deuda y la recesión económica de los años ochenta –a lo que siguió el ajuste económico y las reformas estructurales implementas por el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000)–, terminaron de desmontar el Estado intervencionista y garantista que promovió el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975) para superar la etapa oligárquica y dependiente de la economía peruana. El impacto de la hiperinflación registrada en las postrimerías del primer gobierno aprista (1985-1990), así como la radicalidad de las políticas neoliberales adoptadas durante el primer fujimorismo (1990-1995), terminaron de liquidar los esfuerzos por impulsar un proceso de industrialización por sustitución de importaciones, en la línea de lo promovido en la región por la Cepal (Comisión Económica para América Latina) desde mediados del siglo pasado. Así visto, se puede decir que durante el último cuarto de siglo, el Perú experimentó una contrarreforma institucional basada en una agresiva política de liberalización económica y apertura comercial que facilitó la reinserción de la economía peruana en los circuitos financieros internacionales, pero a un costo social del que recién el país se está recuperando.  

A poco más de dos décadas de aplicadas las reformas neoliberales en el Perú, tenemos a un sistema político comprometido con la continuidad del modelo de desarrollo primario exportador, basado en la promoción y participación activa de la inversión privada como motor del crecimiento económico nacional, para lo cual el Estado debe cumplir un rol subsidiario para garantizar la continuidad y sostenibilidad de la actividad empresarial. La prioridad de los últimos gobiernos de promover la inversión privada y extranjera en las industrias extractivas (especialmente la minería y los hidrocarburos), y los servicios básicos (como telefonía, electricidad y la intermediación financiera en el manejo de fondos de pensiones, etc.), se convirtió en leit motiv de la élite empresarial y del sistema político en su conjunto (Cotler 2000). Así, al amparo de las coordenadas del Consenso de Washington, en el Perú se dio una suerte de «macro arreglo institucional» (Vergara, 2012) que permitió la vigencia del neoliberalismo económico a nivel de la opinión pública y del sistema político, sin que existan fuerzas políticas o sociales en condiciones de quebrar su hegemonía cultural y política.

Como ha quedado registrado en diversos documentos, el impacto de las reformas neoliberales en el empleo del Perú tuvo efectos diferenciados aunque con una tendencia general hacia la desigualdad salarial y la precarización de las condiciones de trabajo y de empleo (Jiménez, 2008; Verdera, 2007). Desde el punto de vista de la calidad del empleo, el descenso en los niveles de informalidad durante periodo de crecimiento económico se concentró en el ámbito urbano y se dio en paralelo al crecimiento de los contratos de trabajo temporales en empresas subcontratistas, tercerizadoras o de intermediación laboral; un proceso de «deslaboralización» de las relaciones laborales que difumina las responsabilidades legales de las empresas sobre el personal subcontratado (Villavicencio y Tostes, 2012), además de complejizar las labores de fiscalización laboral de la Autoridad de Trabajo. Desde un punto de vista estructural, el modelo de crecimiento primario exportador no contribuyó a expandir «(…) la producción de aquellas actividades que generan más empleo e ingresos: el índice de empleo de la manufactura ya no sigue el comportamiento del PBI, justamente desde los años en que empiezan a aplicarse las políticas neoliberales» (Jiménez, 2012: 57). Los sectores que más empleo generaron en este periodo provinieron de la construcción civil, los servicios y el comercio; precisamente los sectores orientados al mercado interno y donde existen mayores niveles de informalidad y empleo precario. El grueso de la PEA ocupada está empleada en el sector privado asalariado, como independientes o trabajadores autónomos (básicamente del sector servicios y comercio). El empleo público representa en la actualidad apenas el 10 por ciento, luego de alcanzar entre un 15 y 20 por ciento hasta la década de los años 80 (gráfico 3).  

La evolución de los niveles de empleo en el Perú (y particularmente del adecuado) es muy sensible a los ciclos económicos de los mercados internacionales, especialmente de aquellos con los que la economía peruana mantiene un mayor vínculo comercial (como China, la Unión Europea y los Estados Unidos). El dinamismo del empleo registrado en algunas actividades productivas vinculadas con la exportación (como la minería, la manufactura o la agroexportación) coincide con la evolución del producto bruto interno (PBI), favorecido por el alza de los precios internacionales de los comodities mineros y energéticos. La ampliación de mercados para las exportaciones no tradicionales (como las confecciones y la agroindustria), a partir de la firma de tratados de libre comercio entre el Perú y los Estados Unidos de Norteamérica, la Unión Europea, China, entre los principales, incidió también en este mayor dinamismo del empleo registrado en algunas zonas del país. Bajo esta lógica de dependencia comercial, el crecimiento económico experimentado por el Perú entre los años 2004 y 2013 sufrió una desaceleración abrupta con la crisis financiera norteamericana en los años 2008 y 2009, y su impacto en la economía peruana (el PBI apenas creció 0.9 por ciento en 2009) puso en evidencia su incapacidad para enfrentar shock externos relacionados con la demanda internacional concentrada en los productos de exportación.

El Perú resintió el impacto de la desaceleración global, lo cual se vio reflejado en la evolución del empleo en los sectores y actividades que lideraban el crecimiento económico (Cuadros y Poquioma, 2013).8 La crisis económica del periodo 2008-2009 afectó principalmente a los sectores que crecieron significativamente durante la década pasada (agroindustria, confecciones, minería, etc.), dando cuenta de las limitaciones del modelo primario exportador para dinamizar y potenciar a los sectores con mayor demanda de mano de obra y productividad laboral, adaptándose a los vaivenes de los mercados globales. Los sectores que compensaron la caída del empleo tras la crisis del 2008 y 2009 fueron aquellos vinculados con el mercado interno (construcción civil, comercio y servicios), teniendo a la capital Lima Metropolitana (que alberga al 33 por ciento de la PEA total) como centro del crecimiento del empleo. Otras actividades (como la agricultura, la mediana minería, la minería informal, etc.) ostentan los menores niveles de ingreso y protección social, debido a su baja productividad (servicios, comercio, pequeña agricultura) y a la ausencia de organizaciones sindicales y de la Autoridad Administrativa de Trabajo como ente regulador de las condiciones laborales.

Estos datos son especialmente útiles para abordar los términos del debate laboral en el Perú. Condicionada por una base industrial reducida y por factores externos que reducen la capacidad de agencia de los actores políticos y sociales, la economía peruana presenta limitaciones estructurales para generar empleo adecuado de manera descentralizada y sostenible. A esto hay que agregar una dimensión (que no es objeto específico de este ensayo) relacionada directamente con una brecha o desconexión entre la oferta y demanda de trabajo, a lo que se suma la deficitaria calidad de la educación pública y sus efectos sobre los niveles de calificación y productividad de un sector importante de la fuerza laboral.

Sin embargo, en el marco de los debates surgidos alrededor de las medidas que debe adoptar el actual gobierno para enfrentar la desaceleración económica prevista para el presente año, algunos sectores proponen profundizar los procesos de flexibilización y desregulación laboral como una forma de incentivar la iniciativa privada y promover la formalización laboral. Este enfoque –asumido indistintamente por los gobiernos de Toledo, García y Humala, los principales gremios empresariales y sus voceros mediáticos– es cuestionado por un sector de la academia y por las principales centrales sindicales del país. Para estos sectores, la estrategia que debe adoptar el Estado para generar empleos productivos –de manera sostenible y de calidad– supone transitar hacia un modelo de crecimiento basado en procesos de industrialización y diversificación productiva que dinamicen los mercados internos; con políticas distributivas que garanticen el incremento sostenido de las remuneraciones reales (para promover la demanda y el consumo interno) y la mejora de la calidad de vida de los trabajadores (Verdera, 2007; Jiménez, 2012; CGTP, 2004). Esto acompañado del fortaleciendo las capacidades y roles de la autoridad administrativa de trabajo a nivel nacional y descentralizadamente.

En resumen: desde el punto de vista sociopolítico, la década de 1990 significó la crisis del Estado benefactor e intervencionista surgido del periodo de industrialización por sustitución de importaciones iniciado en la década de los años 1950; y su reconfiguración bajo el enfoque tecnocrático y neoliberal en un contexto de autoritarismo político. La desregulación laboral y la privatización de las pensiones afectaron también el modelo de seguridad social pública y tripartita. Inspirado en el modelo de las asociaciones de fondo de pensiones (AFPs) chileno, el Perú transitó hacia un sistema privado basado en el principio de la capitalización individual. El Estado y las políticas sociales se «focalizaron» en atender a los sectores con dificultades de inserción laboral o con ingresos por debajo de la línea de pobreza. La seguridad social transitó de un modelo de universalismo corporativo –basado en la población asalariada– a uno fundado en la privatización de los servicios (AFPs) y en la selectividad del residuo (Gamero, 2008) a través de los programas focalizados de lucha contra la pobreza.

La política laboral: más de lo mismo

Junto con el modelo económico primario exportador, el enorme déficit de empleo adecuado en el Perú se explica a su vez por el carácter y orientación de las políticas laborales adoptadas en las últimas décadas. Diversos análisis encuentran un hilo de continuidad en los lineamientos de la política laboral puesta en práctica por los gobiernos que participan del último proceso de transición política a la democracia –Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011), actualmente en ejercicio–, con los del modelo de flexibilización y desregulación laboral impuesto bajo el régimen autoritario de Alberto Fujimori (1990-2000). Ninguno de estos gobiernos mostró voluntad política para impulsar los acuerdos adoptados en el marco del Acuerdo Nacional y que formaron parte de los objetivos de la transición democrática: la implementación de una reforma laboral que, al mismo tiempo que ordenara y diera coherencia al complejo entramado legal peruano (actualmente existen cuarenta regímenes laborales especiales), restituyera el equilibro de poder en las relaciones laborales, perdido con las reformas que desmontaron elementos claves del derecho laboral individual y colectivo (Verdera, 2000; Campana, 1999; Villavicencio, 2010). Durante este periodo la atención en materia laboral priorizó la implementación de programas sociales de empleo temporal o capacitación laboral para poblaciones vulnerables, así como la aprobación de regímenes «especiales» para promover el trabajo formal en algunos sectores con altas tasas de informalidad laboral.

El objetivo de lo que iba a ser –en términos de Oscar Ermida (2007)– una reforma laboral –«posneoliberal» (como parte de los esfuerzos democratizadores de la transición), pero que posteriormente sería dejada de lado por el sistema político en su conjunto, comenzó a delinearse durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua (2000-2001) con la reactivación del Consejo Nacional de Trabajo (CNT) el año 2001. Siendo parte de la institucionalidad del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE), esta instancia tripartita (compuesta por representantes del Estado, los trabajadores y empresarios) tenía por mandato debatir, promover y consensuar objetivos comunes en materia de política laboral y de empleo, así como la definición de los mecanismos para llevarlos a cabo. Posteriormente, con la conformación del Acuerdo Nacional –foro multisectorial creado el 2002 y que reúne a los principales partidos políticos y organizaciones sociales que participaron del proceso de transición–, se acordó la incorporación de una política de Estado explicita para lo laboral (N° 14: Acceso al empleo pleno, digno y productivo). Esta política concebía como pilar y objetivo del sistema democrático: (…) garantizar el libre ejercicio de la sindicalización a través de una Ley General del Trabajo que unifique el derecho individual y el colectivo en concordancia con los convenios internacionales de la Organización Internacional del Trabajo y otros compromisos internacionales que cautelen los derechos laborales (…).9

El contenido de esta política de Estado referida a lo laboral estuvo lejos de ser un acuerdo arbitrario o fuera de contexto. La aprobación de normas laborales durante el gobierno fujimorista –las principales de ellas con posterioridad al autogolpe de Estado de 1992– se dio sin preservar principios básicos del derecho laboral y de la normativa internacional en materia de derechos humanos laborales, suscrita en buena medida por el Estado peruano. Esto le valió al Perú ser uno de los países con mayor número de denuncias ante los órganos de control de la OIT por violación a los derechos sindicales (Canessa 2003), así como denuncias ante los procedimientos comerciales norteamericanos vinculados con incumplimiento de las clausulas laborales del sistema de preferencias arancelarias aprobado por ambos países, visibilizando su carácter anti laboral y anti sindical (Campana, 1999). En el contexto de la transición, la aprobación de una reforma laboral que restituyera parte del equilibrio perdido en el periodo autoritario se convirtió en una demanda prioritaria para las centrales sindicales peruanas; un actor importante en las movilizaciones sociales que forzaron la crisis del régimen fujimorista, su caída y el inicio del proceso de transición democrática.

El Acuerdo Nacional perdió relevancia en el transcurso de la década pasada. El reconocimiento que tiene, como instancia de diálogo político y social en el más alto nivel de la política peruana, no fue suficiente para generar consensos básicos y reducir la conflictividad al interior del sistema político. El impulso original que ostentó este foro multisectorial se fue diluyendo paulatinamente, mientras la política peruana era ganada por una lógica confrontacional entre los partidos en el gobierno y los de la oposición; en un contexto de creciente conflictividad social que tensaba las relaciones entre el Estado y la ciudadanía. En este contexto, el régimen político en su conjunto «congeló» el proceso de reforma laboral consensuado por las principales fuerzas políticas y sociales de la transición. Esto a pesar de que, entre los años 2002 y 2012, las representaciones empresariales y sindicales participantes del CNT lograron consensuar un proyecto de Ley General del Trabajo sobre el que existían importantes coincidencias (se estima que en un 90 por ciento del articulado), dejando en manos del Congreso de la República la redacción y aprobación de algunos de los aspectos más críticos en la regulación de las relaciones laborales (básicamente el número de modalidades de huelga, el alcance de la negociación colectiva y los montos de la indemnización por despido). Pese al nivel de avance, la ausencia de voluntad política de los gobiernos y de sus autoridades del trabajo, la oposición de un sector del empresariado a cambiar la actual legislación, así como las continuas e inacabables «evaluaciones técnicas para determinar su viabilidad» que lleva a cabo cada nueva gestión gubernamental, ha implicado que hasta la fecha el proyecto no se haya aprobado.

Lejos de retomar las banderas de la transición, los gobiernos de Toledo, García y Humala optaron por profundizar el proceso de flexibilización laboral iniciado en la década de los noventa. El mecanismo utilizado fue la aprobación e implementación de una serie de regímenes laborales especiales que, con el argumento de facilitar la inversión privada y promover la formalización laboral, reducían o eliminaban derechos para un conjunto de sectores, diferenciándolos de los comprendidos dentro del régimen laboral común para la actividad privada (Dec. Leg. N° 728). Esta tendencia se dio también en el sector público, donde se incrementó el porcentaje de trabajadores contratados bajo regímenes laborales del sector privado.

Durante el gobierno de Perú Posible (2001-2006) –y a pesar de que se levantaron observaciones planteadas por la OIT a la legislación laboral de la década de los noventa (Canessa 2004) y del tímido intento por institucionalizar el sector luego del periodo autoritario (Villarán, 2005; Vildoso, 2005)–, se implementó una reforma que estableció un nuevo régimen laboral especial para las micro y pequeñas empresas, fijando un doble estándar de derechos y beneficios sociales respecto del régimen laboral común para el sector privado.10 Este régimen laboral especial –inicialmente concebido como de carácter promocional y temporal, y únicamente para las micro empresas–11 adquirió carácter de indefinido durante el segundo gobierno aprista (2006-2011), que a su vez amplió su alcance para incluir a las medianas empresas (hasta 100 trabajadores) como beneficiarias de los incentivos tributarios y laborales establecidos en el marco de las facultades legislativas (Fernández-Maldonado, 2008a).12

Asimismo, en el marco de las prerrogativas legislativas otorgadas por el Congreso al Ejecutivo para que adecuase la institucionalidad interna a los parámetros establecidos en el acuerdo de promoción comercial con Estados Unidos, el gobierno aprista aprobó una serie de leyes y decretos legislativos que, en materia laboral, estuvieron referidos a: i) la reforma del Empleo Público y la modernización del Servicio Civil, conjuntamente con un nuevo régimen de contracción laboral en el sector público que «deslaboraliza» el vínculo contractual precarizando el empleo; ii) reformas en los criterios de contratación y en las responsabilidades materiales en el uso de modalidades de tercerización e intermediación laboral; y iii) el fortalecimiento de las capacidades de fiscalización laboral de la Autoridad de Trabajo.

La reforma del empleo público es un tema discutido periódicamente en el Perú desde hace dos décadas. Representa un objetivo de Estado «políticamente correcto» y necesario para el conjunto del sistema político; es abordado en foros académicos y gubernamentales; cuenta además con el respaldo de un importante sector de la opinión pública. Los últimos gobiernos han impulsado una serie de políticas e iniciativas para encarar este objetivo, algunas de las cuales han sido seriamente cuestionadas principalmente por los grupos de interés involucrados. Durante el segundo gobierno aprista se constituyó la Autoridad del Servicio Civil y se aprobó el régimen laboral denominado Contrato por Administración de Servicios (CAS). Este nuevo régimen laboral continúa con la tendencia de convertir en civiles vínculos o relaciones que tienen un carácter laboral, negándole la posibilidad de ejercer una serie de derechos laborales, desde la estabilidad laboral hasta la sindicalización, la negociación colectiva, accediendo a estándares laborales disminuidos respecto de otros regímenes laborales utilizados en el sector público (Mujica, 2009; Balbín, 2010).

Por otro lado, a partir de las continuas denuncias presentadas contra los empleadores, que se aprovechaban ilegalmente de los mecanismos de tercerización y subcontratación laboral provocando situaciones de precariedad y abuso laboral, el gobierno aprista se vio conminado a modificar la legislación que regulaba dichos mecanismos, así como a fortalecer el sistema de inspecciones de trabajo.13 Esta decisión se tomó en el contexto de las negociaciones bilaterales para la aprobación del tratado de libre comercio (TLC) con los Estados Unidos y en medio de fuertes presiones del Congreso norteamericano y de diversos grupos de interés (nacionales y extranjeros) para que se establecieran compromisos y estándares laborales de obligatorio cumplimiento bajo riesgo de penalidades y sanciones comerciales para el país infractor (Fernández-Maldonado, 2008b; Mujica, 2009). De esta forma, la aprobación de la Ley de Tercerización laboral establecía el principio de «responsabilidad solidaria» para las empresas contratantes, las cuales asumían la responsabilidad legal sobre las obligaciones laborales del personal subcontratado si la empresa contratista las incumplía. No obstante ello, cambios operados en la norma (a un día de aprobarse)14 –sumados a la debilidad institucional de la Autoridad de Trabajo y su cercanía con el sector empresarial, además de las capacidades reducidas del movimiento sindical para ejercer presión e incidir sobre el comportamiento de su contraparte empresarial– dificultaron que estas disposiciones normativas alcanzaran los efectos esperados en la calidad del empleo y en el ejercicio de derechos laborales (PLADES, 2011).

En la misma línea que sus predecesores, el actual gobierno de Ollanta Humala ha significado, en la práctica, la continuación del enfoque neoliberal en la política económica y laboral (Fernández-Maldonado, 2013). Se han adoptado importantes iniciativas en los primeros meses del actual periodo: aprobación de la Ley de Seguridad y Salud Ocupacional, en un país con un alto número de accidentes de trabajo; creación de la Superintendencia de Fiscalización Laboral (SUNAFIL);15 incremento inmediato del salario mínimo comenzando el gobierno; e institucionalización del arbitraje potestativo para la solución de conflictos laborales,16 pero son medidas cuyos posibles avances o logros se relativizan ante los intentos (frustrados) de flexibilizar la legislación laboral y desregular las relaciones laborales, con el argumento de promover la inversión y la formalización laboral. Lo que en un inicio hacía presagiar un gobierno de carácter progresista en lo laboral, muy pronto decantó en un disciplinado guardián del modelo económico y laboral, al delegar en la tecnocracia neoliberal el manejo de la política económica, laboral y ambiental; lo que se ha traducido en el carácter y orientación de las iniciativas económicas adoptadas por el gobierno nacionalista para enfrentar la desaceleración de la economía peruana.

El gobierno de Ollanta Humala será recordado, en ese sentido, no solo por aprobar una Ley de Servicio Civil que restringe un conjunto de derechos colectivos para los trabajadores públicos, sino sobre todo, por su intento frustrado de implementar un régimen laboral especial con la denominada Ley «Pulpín», que, como se dijo, pretendía fijar un régimen especial de derechos para los trabajadores jóvenes, precisamente los que más dificultades tienen para «dejarse sentir» en los esquemas de representatividad política del país (Alayza, 2006). La forma poca transparente y oportunista con que se aprobó (sin mayor discusión parlamentaria y sin consultar a las organizaciones representativas), así como su carácter nítidamente discriminador17 fue el detonante de las cinco protestas masivas realizadas entre diciembre del 2014 y enero del 2015, y que tuvieron como desenlace no solo la derogatoria de dicha ley, sino sobre todo el haber puesto en cuestión algunos de los fundamentos ideológicos del «neoliberalismo peruano» en materia laboral. Con el argumento de la «progresividad» en el acceso a los derechos laborales, el régimen derogado buscaba legitimar el enfoque de la flexibilidad laboral que está en la base del conjunto de regímenes laborales especiales vigentes (micro y pequeñas empresas, trabajadoras del hogar, agroexportación, exportaciones no tradicionales), en una suerte de ensayo para la implementación de una reforma laboral de mayor alcance y profundidad.

Desde el punto de vista de la institucionalidad laboral y de la regulación de las relaciones laborales, los gobiernos que siguieron al proceso de transición política se caracterizaron por compartir su poco apego y voluntad para llevar a cabo la reforma laboral que suponía la aprobación de la Ley General del Trabajo.18 Esta demanda ha sido exigida inicialmente por el movimiento sindical como parte de los compromisos adoptados en el marco del Acuerdo Nacional (CGTP 2006) y más recientemente ha sido incorporada como una demanda central del movimiento juvenil que impulsó la derogatoria de la Ley Pulpín. Tanto el gobierno de Toledo como el de García y Humala tuvieron, por lo menos en sus primeros años, mayorías parlamentarias que les hubieran permitido aprobar la Ley General del Trabajo en el Congreso sin mayor resistencia. Sin embargo, ni el Apra ni la alianza Gana Perú –agrupaciones políticas que formalmente reivindican los intereses de los sectores laborales– impulsaron la discusión del proyecto de ley elaborado por consenso en el CNT; en parte por adherirse a la continuidad del modelo económico neoliberal, pero también por la débil capacidad de presión política de los sectores sindicales y laborales, excluidos de los espacios de decisión y gestión de las políticas públicas. Por el contrario, el diseño de las políticas públicas en materia económica y laboral suele «cocinarse» en los predios del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), del Ministerio de la Producción (Produce), de Energía y Minas (MINEM), y otros organismos «técnicos», bajo supervisión de estudios y consultoras vinculadas con los principales gremios empresariales, como la Confederación de Instituciones Privadas del Perú (Confiep), la Cámara de Comercio de Lima (CCL), la Asociación de Exportadores (Adex) y la Asociación de Empresas Peruano Norteamericana (Amchamp), entre otras, y con el respaldo de las principales corporaciones mediáticas (lideradas por el Grupo El Comercio).

Una segunda línea de continuidad entre los tres gobiernos está relacionada con la implementación de programas de empleo temporal y capacitación laboral. Estos programas, que comenzaron a gestarse en la década de los noventa para compensar el impacto del ajuste estructural en el empleo y los despidos masivos que acompañaron el proceso de privatizaciones, estuvieron dirigidos a generar puestos de trabajo para jóvenes y mujeres periurbanos y rurales; así como a la prestación de servicios de capacitación laboral e intermediación laboral. A pesar de que para los beneficiarios y sus familias formar parte de estos programas pueda significar una leve mejora en sus niveles de ingresos, en la práctica el impacto medido en el número de beneficiarios (50 mil anualmente, en promedio), resulta insuficiente considerando que cada año 300 mil personas pasan a formar parte del mercado laboral peruano. 

Dialogo social o diálogo de sordos

El tercer factor general que está en la base de la situación de precariedad laboral en el Perú, sobre todo en lo que respecta al sector asalariado, está relacionado con la calidad del dialogo social (en todos los niveles) y las posibilidades de entablar relaciones laborales equilibradas a partir del ejercicio de la negociación colectiva. De acuerdo con el MTPE (2013), apenas un 4.9 por ciento de la población laboral ocupada forma parte de un sindicato y, por tanto, puede verse comprendido dentro de los alcances de un convenio laboral. En el Perú, los espacios de negociación y dialogo laboral bipartito son escasos, como lo es también el contenido de los convenios firmados.19 Esta es una situación que se origina en los años noventa, con las reformas neoliberales aplicadas por el régimen de Alberto Fujimori. Desde entonces y a pesar de la recuperación registrada en el número de organizaciones sindicales nuevas, trabajadores afiliados y negociaciones colectivas celebradas en el periodo que se inicia con el proceso de transición (2000-2014), el sindicalismo peruano sigue en crisis y las posibilidades de superarla aparecen aún remotas (Gil y Grompone, 2014).

Confluyen en este escenario una serie de elementos de contexto y de la propia dinámica del dialogo social en el país. La persistencia de un sistema institucional y normativo que agudiza las desigualdades inherentes a las relaciones laborales, se ve legitimado por una cultura anti sindical extendida, la cual, a través de los medios de comunicación y diversas vocerías, construye una representación social del trabajo y de las relaciones laborales que distorsiona la imagen de los sindicatos. Así, es usual escuchar en los medios de comunicación masiva referirse a las posturas defendidas por los sindicatos como «populistas», «inviables», «anacrónicas» o «circunscritas a una aristocracia sindical», al tiempo que las propuestas que vienen del ámbito empresarial aparecen revestidas de «racionalidad», son presentadas como «técnicas» u orientas a mejorar la «competitividad del país», etc.

Durante los años noventa, el movimiento sindical y social en su conjunto fue objeto de acciones de hostigamiento por parte del régimen fujimorista, que al tiempo que despedía a los dirigentes sindicales del sector público en el marco de los procesos de privatización, labró una imagen distorsionada y negativa del sindicalismo ante la opinión pública. El impacto fue brutal. El movimiento sindical peruano –que había sido fuertemente golpeado por la violencia terrorista y paramilitar (Canessa 2011)– fue objeto de una campaña sistemática de desprestigio promovida desde el poder oficial, sembrando dudas sobre el rol jugado por el sindicalismo en el contexto de guerra interna y crisis económica de finales de los años ochenta. En 1992, poco antes del asesinato del secretario general de la CGTP, el dirigente sindical Pedro Huilla Tecse, Alberto Fujimori había calificado, en el marco de la Conferencia Anual de Empresarios (CADE), a los sindicatos como obstáculo para el desarrollo del mercado y el progreso en el país. Esta caracterización del sindicalismo y del movimiento social en su conjunto sigue vigente en muchos sectores sociales. Se asentó con mayor fuerza durante la década del 2000, como parte de las estrategias orientadas a garantizar la continuidad del «macroarreglo institucional» neoliberal (Vergara 2013), financiadas y alentadas por el poder económico y mediático. El objetivo de estos sectores es mantener intactos los pilares de la reformas estructurales impuestas en los años 1990 –sobre todo la Constitución Política de 1993 y el manejo de la política económica–, buscando su permanencia aún a costa de cooptar, distorsionar y manipular el sistema democrático representativo. Como bien apunta Adrianzén: «Los últimos tres procesos presidenciales han dado como ganadores a candidatos de agrupaciones diferentes, cuyo único elemento en común fue quizá la promesa de ejecutar cambios (de diversa magnitud) en el macroarreglo institucional vigente, para al final conservarlo sin mayores modificaciones» (Adrianzén, 2014:107).

Es en este contexto, de crecimiento económico y de una accidentada transición política (2000-2014), que las organizaciones sindicales peruanas vienen intentando recomponer su capacidad de acción frente a su contraparte empresarial y en su relación con el Estado, en una lógica de acercamiento y confrontación que en la práctica no les ha permitido superar el statu quo neoliberal vigente. Se ha producido una confluencia de un conjunto de condiciones económicas e institucionales: excedente económico; crecimiento del empleo a nivel nacional; apertura democrática y mayores garantías para ejercer derechos civiles y colectivos, etc., que permitieron que el número de sindicatos, trabajadores afiliados y negociaciones colectivas creciera en términos absolutos a lo largo de la década pasada. Sin embargo, el sindicalismo peruano no pudo superar las limitaciones propias y las relacionadas con un sistema de relaciones laborales (desde el punto de vista del derecho laboral) asimétrico y favorable al sector empresarial. La capacidad de agencia del sindicalismo peruano se reflejó en la pobre performance desplegada en los espacios institucionales en los que tiene un nivel de representación corporativa o social: ya sea en el ámbito de la negociación colectiva, disminuida respecto de décadas pasadas; ya sea en el ámbito del Consejo Nacional del Trabajo y de la política representativa, donde los avances en materia de políticas públicas laborales es prácticamente nulo.

Recuperando una tradición postergada en las ciencias sociales peruanas (como es el estudio sociológico de los sindicatos y sus procesos de organización),20 Manky (2014) nos presenta un panorama actualizado sobre la situación del sindicalismo peruano, identificando algunas tendencias que dan cuenta de la compleja realidad de un sector que, a pesar de su importancia relativa como en toda sociedad democrática y con economía de mercado, no logra sintonizar con las demandas e imaginarios de un segmento mayoritario de la población peruana.

Como tendencia general, Manky (2014) encuentra que, a pesar del crecimiento económico y de la transición hacia un régimen democrático, el aumento en el número de organizaciones sindicales creadas y trabajadores sindicalizados no significó –en términos generales– una mejora en los niveles de negociación colectiva y, por tanto, tampoco en los salarios y condiciones de empleo. Si bien el número de afiliados a una organización sindical se duplicó en la primera década del presente siglo (pasó de 60 mil en el 2001 a 123 mil en el 2012), al mismo tiempo se registró una mayor fragmentación entre las organizaciones de trabajadores. De igual forma: aunque aumentó el número de huelgas y la capacidad de movilización sindical, no siguió la misma tendencia el número de convenios colectivos resueltos por la vía de la negociación colectiva y el trato directo (Manky 2014:196).

El aumento de trabajadores afiliados y de organizaciones sindicales nuevas registrado en el periodo de transición política está lejos de recuperar los niveles de organización alcanzados en décadas pasadas (en 1990 el 30 por ciento de la PEA asalariada privada pertenecía a un sindicato). En la medida que el empleo global siguió un ritmo de crecimiento mayor al de la afiliación sindical, las mejoras numéricas no significaron un cambio sustancial en la tasa de sindicalización (la cual, en la práctica, descendió de 6,6 por ciento a 4 por ciento de la PEA asalariada privada entre el 2001 y 2012 -gráfico 4). La relación entre el número de sindicatos creados (se pasó de 38 en el año 2000 a 265 en el 201521) y el de convenios colectivos resueltos, no ha sido directa ni proporcional durante la última década.22 El aumento de la sindicalización no ha significado un mayor y mejor dialogo social. Tampoco contribuyó a apuntalar la negociación colectiva como medio pacífico de solución de los conflictos laborales. En última instancia, esta relación complementaria –entre sindicalización y negociación colectiva– ha dependido de la existencia de condiciones legales que la posibiliten (en el Perú para formar sindicatos se requiere una organización de cuando menos 20 trabajadores), siendo solo efectiva en algunos sectores productivos (Manky, 2014:197-200). En la actualidad solo dos nichos del sector privado –construcción civil y portuarios– pueden negociar por rama de actividad; en el resto de industrias y actividades económicas, la negociación colectiva, cuando se da, es a nivel de empresa.  

En este contexto, las posibilidades de entablar un dialogo social en los diversos niveles de interacción, ya sea en el ámbito de la negociación colectiva, como en los de representación sectorial como el Consejo Nacional del Trabajo (CNT) o el Acuerdo Nacional, se han vistas reducidas sustantivamente; en parte por la lógica de confrontación que adquirió por momentos la interacción al interior del sistema político y cómo se expresaba esta en la arena de los movimientos sociales; en parte por el consenso cerrado de buena parte de los actores políticos en torno a la vigencia del modelo neoliberal en el país.

A nivel del CNT, los procesos de dialogo e interacción han sido intermitentes. En algunos casos se han dado situaciones de crisis. Desde su reconstitución en el 2001 a la fecha, hubo periodos en los que el CNT dejó de funcionar ante el retiro de las principales centrales sindicales –la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP) y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT)– que denunciaron no encontrar voluntad en sus contrapartes empresarial y estatal para avanzar hacia la definición de políticas laborales concretas. Sucedió hasta en dos oportunidades durante el segundo gobierno aprista (2006-2011), cuando desde el Ejecutivo se bloqueó la aplicación de un aumento del salario mínimo vital a pesar de haberse consensuado en el CNT una fórmula de cálculo que definía el nivel de incremento en función de la productividad laboral y la inflación. Un balance que rescata lo positivo y lo negativo del proceso de formación del CNT, señala:

A la fecha, el CNT ha tenido una participación activa en el debate de los principales temas laborales en nuestro país y se ha consolidado en un espacio de diálogo que ha permitido a los actores sociales involucrarse activamente en la creación o modificación de las leyes laborales. Sin embargo, en estos últimos años poco se ha avanzado en la dirección de alcanzar un sistema integral de relaciones laborales. Por el contrario, se han elaborado disposiciones superficiales como las referidas a control de asistencia, a planilla digitalizada, al tiempo de lactancia y otras de menor jerarquía han marcado el desarrollo de las modificaciones. Sucede que a pesar de todo el esfuerzo desplegado, la Ley General de Trabajo no ha sido aprobada. Esto pese a haberse alcanzado consensos entre trabajadores y empleadores en un notable 90 por ciento de su articulado (Aparicio Valdez 2008: 32).

Las dificultades para avanzar hacia un sistema de relaciones laborales equilibrado se refleja con mayor nitidez en los bajos niveles de negociación colectiva, la forma como se da esta en el Perú y sus resultados. Para Manky (2014), a pesar de las dificultades legales y procedimentales vigentes en la legislación laboral peruana, formar un sindicato puede resultar menos complejo y engorroso que lograr un acuerdo (vía el trato directo) con la empresa. Durante la última década, se llevaron a cabo una serie de simplificaciones procesales y administrativas para agilizar el registro sindical, situación que no se replicó para el caso de la negociación colectiva y el ejercicio de la huelga. A estas limitaciones debe sumarse, por un lado, las deficiencias y parcialización mostrada por la Administración del Trabajo en la inscripción de los registros sindicales y en la regulación de la negociación colectiva (CGTP 2012); y por otro, la incapacidad (por inexperiencia) de los sindicatos nuevos para plantear estrategias de negociación colectiva exitosas. La suma y confluencia de estos factores está en la base del porqué el número de convenios colectivos no experimentó un aumento constante, como tampoco la cantidad de pliegos presentados (Manky 2014).

Por eso, el crecimiento en el número de convenios colectivos solucionados respecto de los pliegos presentados23 no implicaba necesariamente un aumento en la capacidad del dialogo social de los actores para concretar las negociaciones colectivas (gráfico 5). De hecho, el porcentaje de pliegos solucionados a través del trato directo se redujo en 10 por ciento en el periodo 2000-2012 (Manky, 2014), al tiempo que se incrementaba el número de pliegos resueltos con intervención de la Autoridad de Trabajo; particularmente a través de los mecanismos de solución alternativa de los conflictos, como la conciliación o reuniones extraproceso (Manky 2014:214).  

Situación similar se registró con respecto al ejercicio de la huelga (gráfico 6). En el Perú, con excepción de algunos sectores estatales con probada capacidad de negociación (médicos y docentes), para la mayoría de trabajadores asalariados la experiencia sigue siendo costosa. Con las reformas neoliberales de los años 1990 la práctica de la huelga cayó notablemente: pese a duplicar su número entre el 2000 (37) y 2012 (90), actualmente representa la sexta parte de las realizas en 1990 (613). Sobre el desarrollo de la huelga en el Perú se identifican dos tendencias. Por un lado, el extremo intervencionismo estatal en su regulación (más del 90 por ciento de los plazos de huelga presentados son declarados ilegales por la Autoridad de Trabajo) explica en parte por qué una porción importante de las huelgas realizadas (65 por ciento) tiene una duración de entre uno y dos días (Manky, 2014). El amplio número de requisitos (decisión de asamblea, verificación notarial de la misma; etc.) y la eliminación de varias modalidades (brazos caídos, de solidaridad con otros sectores) reducen los márgenes de maniobra sindical. La proliferación de contratos temporales (3/4 de la PEA asalariada privada) hace que participar en una huelga (poco importa que sea legal) pueda costar el empleo. Por otro lado, la debilidad del dialogo social y la institucionalidad de la negociación colectiva, como medio de solución de los conflictos laborales, se expresa en el número de huelgas que tiene como principal causa el estancamiento de la negociación o el incumplimiento de convenios colectivos (MTPE, 2014).  

A manera de conclusión: ¿se abre un nuevo escenario laboral en el Perú?

La situación actual del empleo en el Perú presenta un conjunto de problemas estructurales que afectan a un porcentaje importante de la PEA, en un contexto histórico en el que confluyen dinámicas externas e internas que acentúan la heterogeneidad ocupacional, la precariedad laboral y la desigual distribución del ingreso salarial (Jiménez 2008). En los diagnósticos y propuestas sobre la cuestión laboral han prevalecido dos posiciones antagónicas: una basada en mecanismos de mercado, para los cuales una regulación estricta distorsiona el funcionamiento de mercado de trabajo (enfoque neoliberal); y la otra que plantea mayores garantías y protecciones para los trabajadores en un mercado caracterizado por una desigualdad estructural entre los actores (Weller 2009). En el Perú ha prevalecido en las últimas dos décadas la primera de estas dos posiciones; durante este periodo, desde el Gobierno y el sector privado se destacó en el peso de las regulaciones en la evolución de los mercados de trabajo, las cuales había que flexibilizar (o eliminar) para facilitar la inversión privada y la formalidad laboral (Kucczynski y Ortiz de Zevallos, 2001). En la acera de enfrente se ubicaban quienes apostaban por un cambio en el modelo de relaciones laborales que, en el marco de una estrategia de desarrollo económico orientada a la industrialización y crecimiento del mercado interno, podía incidir positivamente en los indicadores de empleo y calidad de vida. Para ello había que apostar por una Administración del Trabajo fortalecida e institucionalizada que encarase el problema de la baja productividad, inestabilidad y precariedad laboral con políticas alternativas al enfoque desregulador y flexibilizador. Este debate, desarrollado muy marginalmente en el Perú, de pronto adquirió actualidad y se colocó en el centro de la agenda política nacional a inicios de este año, con las movilizaciones juveniles contra el Régimen Laboral Juvenil.

De esta forma, las protestas contra la Ley Pulpín abren una etapa en el proceso político peruano que se define por la puesta en cuestión –de manera rotunda y exitosa– del enfoque neoliberal en materia laboral. La instalación en la opinión pública peruana de una posición crítica frente a las políticas de flexibilización y desregulación laboral, utilizadas (erróneamente) como medio para enfrentar la desaceleración económica y promover el empleo adecuado, es un aspecto clave que influenciará en el debate laboral de los próximos años. De hecho, un elemento que coadyuvó a que la protesta juvenil lograra su objetivo (y que forzó a los partidos que apoyaron inicialmente la iniciativa en el Congreso –el APRA y fujimorismo, principalmente– a recular sobre su decisión original), está relacionado con la publicación de una encuesta de opinión en la que un 72 por ciento de los consultados se mostró solidario con la protesta y movilización de los jóvenes, y se manifestaba a favor de la derogatoria del régimen laboral.24 La importancia de las movilizaciones aparece más clara si consideramos que durante dos décadas de neoliberalismo, el movimiento sindical peruano no logró detener ninguna de las reformas laborales implementadas en este periodo: no lo pudo hacer cuando se aprobó el Régimen Especial de Promoción de la Micro y Pequeña Empresa, durante el gobierno de Perú Posible (2001-2006); tampoco cuando el segundo gobierno aprista (2006-2011) decretó su ampliación y conversión en permanente; y no lo pudo hacer tampoco durante el actual gobierno cuando se aprobó la Ley de Servicio Civil (Régimen Servir) que limitaba derechos sindicales básicos en el sector público. En este escenario, cuando ya todo parecía indicar que culminaría un tercer periodo gubernamental sin aprobarse la Ley General del Trabajo –uno de los acuerdos principales del proceso de transición–, las movilizaciones juveniles pusieron el tema nuevamente en agenda; solo que con una capacidad de movilización e incidencia política inusual en el medio.

Las movilizaciones juveniles abren, en ese sentido, una serie de interrogantes que no serán abordadas en este artículo, pero que consideramos importante dejar punteadas: ¿Alcanzarán los núcleos juveniles movilizados niveles de organicidad que le den sostenibilidad en el tiempo y los posicionen como actores permanentes y relevantes en la política peruana? ¿Qué alcance territorial y político tendrán sus acciones futuras? ¿Qué alianzas son capaces de construir para fortalecer sus demandas y propuestas? ¿Cómo encararan el proceso electoral nacional que tendrá lugar en el primer trimestre del 2016? ¿Cuál es el rol que tienen las centrales sindicales en esta etapa que se abre con la derogatoria del régimen laboral juvenil? Es probable que en el corto plazo la discusión laboral en el Perú esté precedida por el recuerdo del Régimen Laboral Juvenil derogado y la derrota del argumento flexibilizador cuyo cuestionamiento estuvo en la base de las movilizaciones juveniles. La fluidez con que circuló la información sobre las características de la «Ley Pulpín» (sus probables impactos, los antecedentes y mecanismos de aprobación, etc.), favorecida por el uso intensivo de las redes sociales, no solo explica la masividad de la respuesta juvenil; nos coloca también ante la posibilidad de estar asistiendo a cambios sustantivos en las coordenadas y clivajes del debate político y laboral en el país. Con posterioridad a la derogatoria de dicha ley, algunos de los núcleos movilizados –especialmente los articulados en torno a la Coordinadora #18D por el Trabajo Digno, que agrupa a sindicatos, universitarios y colectivos políticos, pero también a las organizaciones territoriales autodenominadas «Zonas»– han seguido con las coordinaciones para planificar la derogatoria de otros regímenes laborales «especiales» relacionados con sectores y actividades económicas (agroexportación, trabajado doméstico, exportaciones no tradicionales, etc.) donde se registran prácticas laborales precarias y escasa regulación estatal (MTPE/Plades, 2012). El éxito de estas coordinaciones y de los objetivos planteados dependerá necesariamente de varios factores (principalmente políticos y económicos). Pero sin duda un elemento clave para el éxito de sus reivindicaciones estará vinculado con los niveles de organicidad que alcancen concretar los grupos de interés movilizados, el apoyo que logren de otros sectores de la sociedad y su capacidad para incidir en la agenda laboral.

En este punto es preciso apuntar que a pesar del crecimiento económico alcanzado entre los años 2004 y 2012 y de la continuidad del proceso de transición política iniciado en el 2000, el aumento en el número de trabajadores sindicalizados y de organizaciones sindicales no propició una mejora general del nivel de los salarios a través de la negociación colectiva (Manky, 2011). Tampoco el fortalecimiento del movimiento sindical en su conjunto. En esta situación confluyen diversos factores. Por un lado, el marco institucional que dificulta una organización sindical más extendida y reduce la capacidad de presión del actor sindical en la relación con su contraparte empresarial, pero también con relación al Estado (Balbín, 2005; Villavicencio, 2010). Por otro lado están los problemas internos y de funcionamiento de las propias organizaciones sindicales, con dificultades reconocidas para ampliar su base sindical y sintonizar con las nuevas sensibilidades e identidades políticas coexistentes en el mundo laboral (CGTP, 2012). Algunos autores encuentran que el sindicalismo peruano se encuentra demasiado centrado en las demandas de los trabajadores tradicionales –aquellos empleados directamente y a plazo indeterminado en la empresa privada y el Estado–, ahondando la crisis de representatividad del movimiento obrero respecto de un amplio contingente de trabajadores no-clásicos (autónomos, personal de micro empresas, pequeños agricultores, trabajadores domésticos, etc.). Así, al no haber todavía una alternativa coherente a la ideología clasista de los años setenta, la centralidad de los sindicatos en las movilizaciones populares no ha logrado recuperarse, a pesar de ser el único actor de la sociedad civil con institucionalidad en todas las regiones del país (Manky, 2014: 215).

En este escenario, en el que la capacidad de movilización y acción del movimiento sindical peruano está disminuida respecto de su contraparte empresarial; con un marco institucional que mantiene el desequilibrio de poder entre empleadores y sindicatos; y una Administración del Trabajo funcional al sector empresarial, todo parecía indicar que los cimientos del modelo de relaciones laborales neoliberal se mantendrían intactos, por lo menos en lo que resta del presente gobierno. El sindicalismo peruano –si nos atenemos a su situación actual– está lejos de constituir el sujeto social con capacidad para confrontar al modelo político, económico y cultural sostenido por los grupos de poder económico, mediático y militar. Por el contrario, su contraparte empresarial ha demostrado vehemencia y disposición para movilizar recursos con el objeto de garantizar la continuidad del macroarreglo institucional que sostiene al neoliberalismo, a pesar que en el ámbito político-electoral los peruanos hayan optado por modelos alternativos o de cambio respecto del statu quo. El surgimiento espontáneo y oportuno de un movimiento juvenil de protesta, en respuesta a políticas que se aprueban silenciosamente y en contra de intereses colectivos del país, puede llegar a constituirse en un actor con capacidad para enfrentar la crisis del neoliberalismo en el Perú.

Notas:

1 El 11 de diciembre del 2014, el Pleno del Congreso de la República aprobó la Ley N° 30288, que promueve el acceso de jóvenes al mercado laboral y a la protección social, dirigida a los trabajadores entre 18 y 24 años que se insertaran por primera vez en el mercado de trabajo o buscaran empleo luego de estar tres meses en el desempleo. Tres días después de su aprobación, el día 18 de diciembre, miles de jóvenes se convocaron en la Plaza San Martín (centro de Lima), para protestar por la aprobación de una ley que reducía los derechos laborales respecto de lo establecido en el régimen de la actividad privada (D. Leg. N° 728, Ley de Fomento al Empleo). http://www.mintra.gob.pe/archivos/file/SNIL/normas/2014-12-16_30288_3812.pdf 

2 Entre el 18 de diciembre y el 23 de enero se realizaron cinco movilizaciones masivas en el centro de Lima y diversas ciudades del país. Dos rasgos caracterizaron este reciente movimiento juvenil: por un lado, la capacidad de convocatoria por medios electrónicos y el surgimiento de agrupaciones de carácter territorial (denominadas «Zonas» por los jóvenes) a partir de las cuales se coordinaron las acciones, reivindicaciones, alianzas con las organizaciones tradicionales –sindicatos, organizaciones estudiantes y partidos políticos– y coordinaciones con los medios de comunicación. Un segundo rasgo novedoso del movimiento juvenil fue su crítica frontal no solo al gobierno, sino principalmente al gremio representante de la gran empresa en el Perú: la Confederación Nacional de Instituciones y Empresas Privadas (Confiep), a donde se movilizaron en dos oportunidades; hecho inédito en el Perú. Testimonios de algunos de los actores de las movilizaciones contra la Ley Pulpin (Ene/2015). http://www.tempusnoticias.com/politica/reportaje-protestas-juveniles-en-el-peru-una-ley-laboral-saca-a-miles-a-las-calles/ 

3 Entre los años 1992 y 2000 el Perú vivió bajo un régimen autoritario al mando de Alberto Fujimori, líder del movimiento Cambio 90, que llegara al poder luego de vencer en segunda vuelta electoral al escritor Mario Vargas Llosa en las presidenciales de 1990. Luego de clausurar el Congreso y copar instituciones claves del sistema democrático, intentó reelegirse por segunda vez el año 2000, para lo cual se valió de una mayoría parlamentaria que «interpretó» la norma constitucional a favor de esa posibilidad cuando la Constitución lo prohibía. El año 2000, tras ganar el gobierno por tercera vez consecutiva, se vio obligado a renunciar desde el exterior al evidenciarse públicamente el comportamiento corrupto de su gobierno y las mañas ilegales para reducir a la oposición política y controlar los órganos electorales, de control constitucional, fiscalización, etc. a favor de su proyecto reeleccionista. Actualmente cumple una condena de 25 años por violación a los derechos humanos y corrupción, principalmente.

4 El autor quiere agradecer las referencias, estadísticas y opiniones brindadas por el economista Fernando Cuadros Llanos, quien colaboró con la sistematización gráfica de la data disponible.

5 De acuerdo a la definición y metodología utilizada por el Instituto Nacional de Estadística e Informativa (INEI: 2013: 103) del Perú, se entiende por «empleo adecuado» aquel compuesto por los trabajadores que laboran 35 o más horas a la semana y reciben ingresos por encima del ingreso mínimo referencial, y por aquellos que trabajan menos de 35 horas semanales y no desean trabajar más horas. Asimismo, define como «subempleo Invisible» o «por Ingresos», aquel empleo (asalariado o independiente) que demanda normalmente 35 o más horas a la semana, pero cuyos ingresos son menores al valor de la canasta mínima de consumo familiar por perceptor de ingreso.

6 De acuerdo a la series estadísticas del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), el PBI tuvo un crecimiento promedio de 6.16 por ciento en entre los años 2002 y 2013, alcanzando niveles de hasta 8 por ciento anual entre los años 2006 y 2008.

7 Con base en una metodología inspirada en el concepto de trabajo decente de la OIT y sobre la base de la información disponible en fuentes estadísticas oficiales, Gamero evalúa la situación de la PEA nacional a partir de cruzar información sobre cuatro indicadores relacionados entre si: dos indicadores básicos (salarios y contrato de trabajo) y dos indicadores complementarios (jornada y seguridad social).

8 Así, entre los años 2004 y 2008 –periodo en el que el Perú alcanzó los niveles máximos de crecimiento del PBI cercanos al 8 por ciento–, el crecimiento del empleo (en empresas de 10 o más trabajadores del ámbito urbano) estuvo liderado por los sectores extractivos (7.7 por ciento), servicios (6.3 por ciento) y comercio (6.2 por ciento), superando el promedio general anual de crecimiento (6.2 por ciento). Por debajo de estos sectores y del promedio nacional, se ubicaron los sectores de manufactura (6 por ciento) y transporte, almacenamiento y comunicaciones (4.7 por ciento). Con la crisis económica global del 2008, la expansión del empleo se redujo a una tasa anual promedio de 3.7 por ciento; y paso a ser liderada por el sector comercio (5.3 por ciento) y servicios (5.1 por ciento), seguidos de las industrias extractivas (3 por ciento), transporte, almacenamiento y comunicaciones (3 por ciento) y manufactura (0.8 por ciento).

9 Acuerdo Nacional. Políticas de Estado. N° 14. http://acuerdonacional.pe/ 

10 La Ley de Promoción y Formalización de la Micro y Pequeña Empresa, N° 28015, aprobada en el 2003, establecía un estándar de derechos y beneficios laborales menor al establecido en el régimen laboral para la actividad privada (aprobado en 1991), específicamente: en materia de vacaciones (15 días en lugar de 30) y de indemnización por despidos arbitrario (15 en lugar de 30); establecía el derecho pensionario como opcional y no obligatorio; e incluía una disposición complementaria a la indemnización especial, que se aplicaba en los casos en que un trabajador del régimen común era despedido para contratar a otro bajo el nuevo régimen, en cuyo caso estaba sujeto a una indemnización especial [equivalente a dos (02) remuneraciones mensuales por cada año laborado], pero la carga de la prueba recaía sobre el trabajador y debía hacerlo dentro de los treinta (30) días posteriores al despido.

11 La estructura empresarial peruana está dominada por emprendimientos de menor calado; básicamente micro y pequeñas empresas (entre 1 y 100 trabajadores, con los últimos cambios legales), lo que representan el 70 por ciento de las unidades productivas. La gran empresa representa poco más de un cuarto del número total de unidades productivas.

12 Las modificaciones introducidas por el gobierno aprista –a través del Decreto Legislativo N° 1083, Ley de Promoción de la Competitividad, Formalización y Desarrollo de la MYPE y del acceso al Empleo Decente, aprobadas el año 2008–, ampliaron deliberadamente y sin sustento técnico, el alcance del régimen «especial» de las microempresas a la pequeña y mediana empresa, a través de dos mecanismos: por un lado, extendiendo el tope de facturación (de 150 a 3.000 unidades impositivas tributarias [UIT]) y elevando a 100 el número de trabajadores para acogerse a los «beneficios» laborales (y tributarios) del nuevo régimen «especial» en calidad de pequeñas empresas. En la práctica, esta medida implicó que un amplio porcentaje de trabajadores viera reducido su periodo de vacaciones remuneradas (a la mitad de lo establecido para el régimen de la actividad privada), al tiempo que el pago de gratificaciones y compensación por tiempo de servicios (CTS) pasarían a formar parte de la remuneración ordinaria (cuadro 1).  

13 En mayo del 2008, el Congreso aprobó la Ley N° 29245 mediante la cual se regulaban las situaciones en las que procedía la tercerización e intermediación laboral: requisitos, derechos y obligaciones, así como las sanciones correspondientes a los casos de desnaturalización de la modalidad contractual (Mujica: 2009).

14 Los alcances de esta medida serían, por cierto, limitados. Al día siguiente de su aprobación, el gobierno aprista aprobó un nuevo decreto legislativo (N° 1038) a través del cual flexibilizaba los alcances de la Ley, restringiéndolo para cuando hubiere desplazamiento continuo de los trabajadores tercerizados o subcontratados y no de manera esporádica o eventual (Mujica, 2009: 80).

15 La SUNAFIL es una suerte de organismo regulador en materia de inspecciones de trabajo, constituido para fortalecer el sistema nacional de estas. Sin embargo, el limitado número de funcionarios con el que nace este nuevo sistema hace también limitado el alcance de sus operaciones (cubriría al 18 por ciento de los asalariados del sector privado, lo que representa 957 mil 980 de un total de 5 millones 295 mil 328 trabajadores). Por lo demás, son conocidos los conflictos laborales con el Sindicato Nacional de Inspectores de Trabajo, el cual ha denunciado en diversas oportunidades los incumplimientos por parte de la Autoridad de Trabajo con sus derechos laborales y sus convenios colectivos.

16 El arbitraje potestativo es un mecanismo alternativo de solución de la negociación colectiva que fue activamente resistido por el sector empresarial. Este sector cuestiona que en la aplicación de los criterios utilizados para ir al arbitraje (demostrar la «mala fe» de alguna de las partes), existe una fuerte carga subjetiva por parte del funcionario encargado de validar el pedido de una de las partes. Un análisis temprano sobre el impacto de este mecanismo arrojó información ilustrativa de la actitud empresarial. En el periodo que va de octubre 2011 a setiembre del 2012 (un año antes y después de la aprobación del dispositivo), el número de negociaciones colectivas solucionadas vía arbitraje potestativo se incrementó en 115.4 por ciento, pasando de 13 laudos a 28 a nivel nacional. En el caso de las negociaciones colectivas solucionadas en trato directo se redujeron en números absolutos, pero aumentaron en términos porcentuales de 80.1 por ciento a 81.6 por ciento. Asimismo, el número de trabajadores comprendidos en huelgas se redujo en 10.6 por ciento; mientras que la presentación de pliegos de reclamos creció en 20 por ciento con posterioridad a la aprobación del arbitraje potestativo [MTPE, 2013].

17 La Ley Nº 30288, que promueve el acceso de jóvenes al mercado laboral y a la protección social, reduciría el tiempo de vacaciones de 30 a 15 días al año y elimina las dos gratificaciones anuales (equivalentes a un sueldo cada una) y el seguro de salud.

18 Otro elemento en común entre estos gobiernos es su adscripción a los TLC como enfoque de crecimiento económico. Toledo y García iniciaron las negociaciones y aprobaron, respectivamente, un acuerdo comercial con los Estados Unidos y otros países, abriendo la economía peruana a la inversión extranjera, estableciendo nuevas condiciones de propiedad intelectual, explotación de recursos naturales, compras estatales, trato igualitario para la inversión extranjera, entre otras medidas. Similares políticas viene impulsando el actual gobierno nacionalista. Los tres gobernantes comparten también una forma de hacer política, definida por la discrecionalidad y falta de transparencia en la construcción y aprobación de políticas públicas y marcos legales, al margen de la opinión y participación de los sectores directamente afectados.

19 Existe una visión crítica dentro del propio sindicalismo peruano respecto del carácter eminentemente economicista de la negociación colectiva; particularmente en la elaboración del pliego de reclamos (Mejía, 2012). Los principales reclamos levantados por una mayoría significativa de sindicatos peruanos (aumento salarial, bonificaciones salariales, pago de utilidades, etc.) no son acompañados de demandas vinculadas a la capacitación laboral, hacia el diseño y perfeccionamiento de los procesos organizativos internos, incentivos para la actualización de conocimientos, idiomas, etc. Esta situación limita en gran medida las oportunidades de empoderarse individual (como trabajador) y colectivamente (como organización sindical) a partir de apoyos puntuales negociados con el empleador.

20 El estudio del movimiento sindical, de la cultura obrera y de la acción colectiva sindical fue objeto de una intensa atención por parte de las ciencias sociales peruanas entre los años 70 y 80; particularmente las décadas de mayor actividad sindical. Desde los años 90, con las reformas neoliberales, el trabajo perdió centralidad y la atención que la academia prestaba al movimiento obrero migró hacia otros temas y campos de estudios. Las últimas investigaciones realizadas sobre el sindicalismo peruano fueron las publicadas por Portocarrero y Tapia (1993); Gárate (1993); Franco (1993); Sulmont (1993); Vildoso (1992); Balbi (1989). Desde entonces el sindicalismo ha sido abordado a través de artículos de divulgación o estudios sobre la calidad del empleo en algunos sectores estratégicos (Cedal, 2000) o privatizados (Plades, 2004), pero no como un actor o sector propiamente dicho.

21 En la misma línea, mientras que en 2000 se cancelaron 41 registros sindicales, apenas 10 sindicatos perdieron su registro en 2012. A partir del año 2001, siempre hubo más sindicatos nuevos que sindicatos cuyo registro fuera cancelado.

22 Tres factores permiten comprender este desfase. Primero, que el 33 por ciento de nuevos sindicatos aparecieron en el sector construcción. Dado que en este sector la negociación es por rama de actividad, los sindicatos no se ven en la necesidad de firmar convenios por su cuenta.

23 La brecha entre los presentados y resueltos se redujo, de 31 por ciento en el periodo 1993 y 2000, a 25 por ciento en el periodo 2001-2012.

24 La encuesta realizada en el ámbito nacional urbano, encuentra que un 60 por ciento de los encuestados cree que esta norma no servirá para que las empresas formalicen a sus trabajadores jóvenes, mientras que el 29 por ciento piensa que sí lo hará y el 11 por ciento no sabe ni precisa. La encuesta resalta el hecho de que el 90 por ciento considera que debe haber un debate general sobre la Ley del Trabajo para todos por igual. Sin embargo, un 60 por ciento dijo estar en desacuerdo con un régimen laboral general con todos los beneficios sociales (CTS, 30 días de vacaciones y gratificaciones) pero que permita interrumpir el contrato en cualquier momento sin más gastos para la empresa. El 30 por ciento respaldó la medida y el 9 por ciento no sabe y tampoco precisa. Encuesta de opinión publicada en el Diario La República. Domingo 25 de enero de 2015.

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