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Utopìa y Praxis Latinoamericana

versión impresa ISSN 1315-5216

Utopìa y Praxis Latinoamericana v.12 n.39 Maracaibo dic. 2007

 

Algunas reflexiones en torno a la actualidad de la dialéctica hegeliana 

Some Reflections on the Current Status of the Hegelian Dialectic 

Alex PIENKNAGURA 

Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela 

RESUMEN 

En este trabajo, dirijo mi atención a la escritura dialéctica inaugurada por Hegel. La interpreto como una fuente de desmitificación y resistencia frente a la cosificación. El concepto positivista de hechos verificables ha moldeado la estructura y el funcionamiento de un mundo orientado hacia la división del trabajo, la buena marcha del mercado y el aparato administrativo, y la toma de decisiones por parte de expertos. Sin embargo, nuestro extrañamiento frente a nuestras creaciones es a la vez causa, efecto y emblema de la transformación de la dominación de la naturaleza en su progresiva destrucción. Mientras, son ideológicas las representaciones en las que se afinca el encasillamiento social.

Palabras clave: Hegel, dialéctica, cosificación, extrañamiento. 

ABSTRACT 

In this work, attention is directed to dialectical writing as it was introduced by Hegel. This writing is interpreted as a source of demythologizing and resistance in the face of reification. The positivist concept of verifiable facts has molded the structure and workings of a world oriented towards the division of labor, the proper functioning of both the market and the administrative apparatus and decision-making by experts. However, our alienation from our own creations is at once a cause, an effect and an emblem of transforming the domination of nature into its progressive destruction. Meanwhile, forms of social compartmentalization rest on ideological representations.

Key words: Hegel, dialectical, reification, alienation. 

Recibido: 18-03-2007  ·  Aceptado: 10-07-2007 

INTRODUCCIÓN: EL TIEMPO HISTÓRICO COMO CONCEPTO 

En un pasaje conocido del prefacio de los Principios de la filosofía del derecho, Hegel caracteriza la filosofía como ihre Zeit in Gedanken gefasst, como “su tiempo aprehendido en pensamientos”1. De otro lado, la famosa imagen del Búho de Minerva pone de relieve la idea de que el conocimiento filosófico no está reductivamente referido a lo que cierto sentido común podría tener por presente. Un presente tal sería plena e inmediatamente visible, objetivable, mientras que para Hegel la realidad, no sólo que no es inmóvil, sino que además está conceptualmente estructurada y moldeada. Como sostendré más adelante, el solo uso de términos deícticos versátiles como “esto”, “aquí” y “ahora” dirigido a señalar lo presuntamente singular pertenece para la Fenomenología del espíritu a un estado primitivo de la conciencia, a saber, al estado en el que gobernada por la llamada certeza sensible ignora su participación activa en los procesos de significación del mundo. Por otra parte, la idea de la filosofía como coronación conceptual de su propio tiempo es normativa. En ningún caso presupone que todas las corrientes de pensamiento que se han presentado como filosóficas constituyen una coronación tal, ni pretende dar cabida al mayor número posible de hechos, entendidos éstos en la línea de un empirismo craso. Como ya he sugerido, para Hegel los hechos no son aislables como hechos independientes de la actividad conceptual del sujeto. Dicha idea expresa el proyecto de Hegel de estructurar un sistema filosófico cuya contemporaneidad residiría en haber dilucidado la verdad de su época2. Como es sabido, Hegel entiende la verdad de manera compleja, como una síntesis del proceso histórico y sus resultados. No obstante, Georg Lukács sostiene que, a diferencia de la Filosofía del derecho, la Fenomenología del espíritu pretende pronosticar el sentido de su época. Le parecía a Hegel que con la universalización napoleónica de los ideales de la Revolución Francesa quedarían sentadas las bases políticas para la instauración de una eticidad centrada en el reconocimiento intersubjetivo. Si la interpretación de Lukács se sostiene, la Fenomenología esbozaría una sui generis hermenéutica de la historia que se estaba labrando en la Europa de su tiempo, sui generis en vista de su intención de dilucidar el futuro. Conforme a la interpretación lukacsiana, entender correctamente el presente en el marco de la política del tiempo histórico asociada a la Fenomenología del espíritu es entenderlo, no como una época clausurada, sino como un período al cual el progreso le es inherente. En todo caso, las dos obras que he mencionado buscan estructurar una filosofía en cierto sentido presencial. Se trata de pensar el presente, y ello implica para Hegel explicitar autoconscientmente la incrustación de la actividad pensante en una realidad procesiva. Implica, si se quiere, explicitar el estatuto óntico de la lógica. Se trata de estar presente en la actualidad significándola, subsumiéndola a conceptos, elevándola –diría Hegel– al pensamiento. Pero ya la Fenomenología del espíritu se deslinda expresamente tanto de las crónicas como del positivismo historiográfico; el presente no está pensado ahí como tajantemente separado del pasado y el porvenir. Hegel pretende demostrar que se ha vuelto concebible la culminación de la historia humana, no en un sentido físico ni apocalíptico del fin de los tiempos, sino en el sentido de que estarían dadas las condiciones políticas de posibilidad para la plena realización de la esencia de los seres humanos. 

El escepticismo y el desprestigio que en algunos círculos académicos e intelectuales, particularmente en Francia y el mundo anglo-sajón, asechan de un tiempo acá a la obra de Hegel presenta un desafío para mi interpretación de su filosofía como una filosofía que no ha caducado y que, particularmente en lo que a la exposición dialéctica del pensamiento se refiere, mantiene su vitalidad. Entre los blancos de la crítica a Hegel habría que destacar su visión estatalista del poder político y su concepto –por cierto, muy abusado posteriormente– de dialéctica, el cual está supeditado a la idea de totalidad. Habría que destacar, además, su prima facie contraintuitiva tesis de la racionalidad de lo real3 y su pretensión de haber coronado la historia del pensamiento filosófico. Mientras, si la influencia y la importancia de la obra de Hegel se redujesen en la actualidad a un interés más bien museológico de uno que otro filósofo académico, ello pondría en entredicho la tesis de Hegel de que su filosofía especulativa cierra, por así decirlo, el círculo del saber occidental habiendo captado el sentido de su época como una época en la que la idea del perfeccionamiento del mundo humano, lejos de ser una quimera, empieza a articular la vida en sociedad. Es decir que pondría en entredicho la intención expresa de Hegel de eternizar su filosofía como la filosofía de todo presente venidero. Independientemente de las diferencias entre las múltiples escuelas filosóficas, una de las características de la filosofía del último siglo ha sido, a partir de la crisis del espíritu de sistema desencadenada en buena medida por las críticas a Hegel posteriores a su muerte, la de ensayar un lenguaje cónsono con reflexiones acerca de los límites o, en su defecto, la obsolescencia del conocimiento filosófico. Claro que los intentos de destruir la filosofía académica a la par de la metafísica de la subjetividad, resolver de una vez por todas los problemas tradicionales de la filosofía debidos –supuestamente– a malos empleos del lenguaje, sustituir la presuntamente oscura jerga filosófica por el lenguaje ordinario, hacer efectivos por la vía de la praxis los ideales de autodeterminación, justicia, solidaridad y felicidad, o como fuere, no han dejado de enriquecer la discusión en las instituciones filosóficas y, en muchos casos, fortalecerlas. 

Ahora bien, una filosofía orientada al pasado no es intrínsecamente incompatible con la interpretación del presente. Es más, puede tácitamente arrojar luz sobre la contemporaneidad. Pero si comprendo bien a Hegel, una filosofía referida al pasado que no incorpore el pensamiento acerca de su modo de hacer presente el pasado distorsiona el pasado e incumple la tarea que corresponde a todo filósofo, la tarea, a saber, de entretejer su autorreflexión con la dilucidación conceptual del mundo histórico. Una filosofía tal no está a la altura de la tarea que Hegel impone al verdadero filosofar, a saber, la tarea de labrar el terreno de la autoconciencia. Para Hegel, son falsos tanto un subjetivismo enraizado en la idea de un sujeto monádico y ahistórico como un objetivismo fincado en la idea de una sustancia histórica desprendida de las formas en que los seres humanos la han conceptuado, experimentado y transformado. Siguiendo a Gadamer, el intento de objetivar el pasado fracasa en tanto que parte de una premisa falsa, a saber, que las preguntas y los intereses que animan a los historiadores contemporáneos dejan incólumes los materiales archivísticos y demás fuentes del conocimiento histórico. Tales preguntas e intereses están condicionados por el pasado. Claro que es descaminado el ideal de estar a tono con los tiempos que corren, si ese ideal presupone la inteligibilidad y la claridad de un tiempo presente clausurado. La experiencia humana del tiempo no se basa en la imagen espacial del tiempo como una línea en la que el pasado, el presente y el futuro aparecen nítidamente separados, como si cada cual fuese una unidad discreta. En todo caso, tanto teórica como prácticamente es muy difícil asir con exactitud el presente. Al margen de intentos de objetivar el tiempo por la vía de descripciones en tercera persona, los recuerdos, los traumas, la memoria, así como la historia pensada y experimentada como maestra de la vida, por una parte, y las expectativas, la anticipación imaginativa del porvenir, las esperanzas, los planes de vida, la angustia y el miedo, por otra, determinan la experiencia de lo que suele llamarse presente

Entre las causas de la crisis del hegelianismo en las últimas décadas me parece que está el descuidado uso –ya sea amarillista, mistificante, formulista o dictatorial– que se le ha dado a la palabra dialéctica. La aplicación inflexible de la tríada tesis-antítesis-síntesis a cualesquier contenidos sociohistóricos, su petrificación como método dialéctico, no se corresponde necesariamente con la inclinación del propio Hegel hacia un conocimiento sustantivo del mundo histórico, hacia una escritura que sea sachlich, compenetrada con las cosas mismas. Adorno llama la atención sobre la distorsión de la que fue objeto el concepto de dialéctica bajo la égida del robótico DIAMAT4. Transformada en un dispositivo de activación de reflejos condicionados, de operaciones mentales mecánicas, la palabra dialéctica no se condice con los compromisos de Hegel y Marx con la idea de que el ser humano es perfectible y de que su posible perfeccionamiento sería un proceso liberatorio. En la órbita soviética, una atrofiada visión de la dialéctica fue puesta al servicio de una política represiva, que en la línea de una de las expresiones de la voz narrativa de El Castillo de Kafka no tenía paciencia alguna para ver como podrían progresar las personas. Por su parte, Vincent Descombes afirma que hubo una época en Francia en la que el prestigio de la dialéctica se supeditó a que se la entendiera como numinosa, como un éter indefinible. Violar el tabú de su inefabilidad podía ser visto como una afrenta5. Recuerdo también haber escuchado en el postgrado la opinión de personas aparentemente muy seguras de sí mismas según la cual todo es dialéctico. Sospecho que esa opinión inelástica –Hegel la hubiese caracterizado como una determinación fija y unilateral– se ve envuelta en una paradoja autorreferencial, pues si algún sentido rescatable tiene la dialéctica ciertamente es el de constituir respecto del mundo histórico un conocimiento ramificado, matizado y abierto a la sofisticación de conceptos y proposiciones aislados. 

En lo que sigue, interpretaré la expresión dialéctica hegeliana como referida a una práctica discursiva que Hegel introduce y que, a mi juicio, Adorno modifica y mejora. Defenderé la dialéctica, tal como de manera introductoria la caracterizaré, como una fuente de desmitificación y de resistencia frente a los efectos políticos de ciertos usos clasificatorios del lenguaje. Ahora bien, la expresión dialéctica hegeliana podría dar a suponer que Hegel defiende su caracterización del desarrollo de la conciencia como uno entre varios modos de expresión que se han dado en el marco de la agonísitica historia de la filosofía. De otro lado, la expresión podría verse asociada, como en Marx, a una política deliberada del lenguaje filosófico, político, histórico y económico. O podría implicar que Hegel toma partido a favor de un método abstracto, un estilo filosófico o algún lenguaje formal. Hegel sostiene, en cambio, que su filosofía no constituye un lenguaje formal, y que es, más bien, el cúmulo de contenidos derivados de la contemplación del sinuoso y conflictivo proceso histórico. Su filosofía especulativa se entiende a sí misma como una síntesis conceptual que pone de manifiesto el sentido teleológico y la verdad de la historia de un conocimiento que progresivamente se va perfeccionando para culminar en la identidad diferenciada6 entre sujeto y sustancia. Pretende documentar el desarrollo de la razón en la historia, entendiendo dicho desarrollo como el despliegue de la interacción y progresiva convergencia entre el pensamiento y el ser. La conciencia, según Hegel, pasa a lo largo de la historia por desdoblamientos, inversiones, repliegues y etapas expansivas. Hegel busca conciliar –o, tal vez, superar de manera conservadora, en el sentido de la palabra Aufhebung– dos posturas ontológicas contrapuestas: la que se centra en la idea de la fundamental inmutabilidad del mundo y la que lo interpreta como un incesante fluir. Según Hegel, el conocimiento filosófico se realiza como espíritu absoluto, expresión que entre otras cosas designa la pretendida identidad de una razón autoconsciente y la realidad. Hegel evoca la culminación de un proceso histórico en el que se han ido sentando las bases categoriales y políticas para que el mundo histórico se vuelva inteligible como un mundo hecho conforme a la voluntad de seres humanos autoconscientes. 

LA FILOSOFÍA HEGELIANA DE LA HISTORIA Y LA DIALÉCTICA DE LOS CONCEPTOS 

Hegel caracteriza la meta del desarrollo cognitivo, ético y político de la especie humana como el estado de implicación mutua entre el conocimiento de sí de los sujetos y su conocimiento del mundo como un mundo suyo, es decir, como un mundo que han producido y del cual se han apropiado conceptual, desiderativa y afectivamente. Cabe recordar, brevemente, que Hegel pretende haber superado el conocimiento meramente representativo. En la introducción a la Enciclopedia de las ciencias filosóficas afirma que “…no es lo mismo tener sentimientos o representaciones, determinados y penetrados por el pensamiento que tener pensamientos sobre ellos.…”7. El conocimiento filosófico, tal como Hegel lo concibe, articula la presentación de los resultados con la reconstrucción racional de su génesis. Para expresarlo de manera esquemática, entre las capas que, a juicio de Hegel, constituyen la ciencia filosófica están las siguientes. Por una parte, Hegel se refiere a la latencia de tal o cual posición de la conciencia, como por ejemplo el estoicismo que anida en la actitud de resignación y paciencia del esclavo quien por temor al “amo absoluto”, es decir, la muerte, se subordina al poder relativo y progresivamente menguante de un amo dependiente de la capacidad del esclavo para satisfacer mediante el trabajo las necesidades básicas asociadas a la supervivencia. Por otra parte, está la expresión o, si se quiere, la exteriorización, la objetivación, de los valores, las normas, las costumbres, las opiniones, los hábitos y las ideas acerca de la verdad, el bien, la belleza asociados a tal o cual posición de la conciencia, como por ejemplo la difusión y escolarización del estoicismo y su penetración de las estructuras estatales romanas. Por último, está la mirada especulativa, más bien retrospectiva del filósofo, quien mediante su interpretación asigna su lugar a cada una de las determinaciones. Lo especulativo en Hegel no tiene el sentido corriente de lo vinculado a la mera elucubración y al libre juego de la imaginación. Etimológicamente especular se relaciona con observar. La ciencia filosófica defendida por Hegel se centra en la mirada del filósofo que se ve a sí mismo en el mundo histórico que lo constituye. Mientras, una eticidad llevada a feliz término se fundamentaría, para Hegel, en el pleno reconocimiento mutuo de sujetos autoconscientes. No obstante la acusación que se le ha dirigido a Hegel de haber sentado las bases filosóficas para un estatalismo iliberal, por no mencionar los intentos de hacerlo corresponsable del totalitarismo, la relación bicondicional a la que me he referido entre dos conceptos, el de sujetos autoconscientes y el de sujetos que superan la historia de la enajenación del ser humano respecto del mundo histórico, supone, si mi interpretación de las tendencias políticas de la Fenomenología es viable, que Hegel confiere autonomía relativa a la subjetividad, uno de cuyas condiciones históricas de posibilidad es el individuo moderno socializado como tal. No es una subjetividad encerrada en el solipsismo, que, en cualquier caso, está históricamente determinado. Las síntesis hegelianas no anulan las diferencias entre posiciones contrapuestas, ya sea que se trate de idearios, instituciones, corrientes políticas o conceptos. 

Si interpreto correctamente a Hegel, no podemos conocer la realidad si pretendemos neutralizar los efectos transformadores que nuestras acciones –incluidos los actos lingüísticos– tienen sobre ella. La falsificamos si tratamos de borrar las huellas de la presencia humana en el mundo. Conocer la realidad implica pensar el pensamiento como constitutivo de dicha realidad. Hegel recurre frecuentemente a palabras como wirklich y verwirklichen (real y realizar), derivadas del verbo wirken, que significa obrar, efectuar, producir, hacer. De acuerdo a la Fenomenología del espíritu, el conocimiento filosófico se afinca en la reconstrucción de la evolución de conceptos como los de ser, negación, deseo, libertad, conciencia y saber, rastreando su desarrollo desde lo que son en sí mismos a lo que llegan a ser para la filosofía especulativa. No queda claro, sin embargo, si el en sí hegeliano es puramente descriptivo, si algún sentido tiene haca conciencia8, y más precisamente como la documentación del tránsito de la conciencia natural hacia la captación de la identidad entre lo real y lo racional, hacia lo que en un sentido manifiestamente alejado del cientificismo hodierno Hegel llama ciencia. Entender los procesos contemporáneos de significación implica, siguiendo a Hegel, rastrear las huellas que las formas pasadas de la conciencia han dejado en el presente. No se evade el problema de las condiciones de verdad de los conceptos argumentando que el acceso a la realidad, por la vía –por ejemplo– de la observación y la experimentación, es directo, y que por lo tanto no está conceptualmente mediado. er referencia a lo puramente descriptivo. Podría ser que estuviese desde un principio gobernado por un interés reconstructivo. Como sea, Hegel define la Fenomenología como la ciencia de la experiencia de l

La crítica hegeliana a la certeza sensible ilustra la noción de mediación conceptual. Si bien se suele asociar lo abstracto a lo que no está inmediatamente dado, Hegel piensa que lo más abstracto es la suposición según la cual las experiencias sensoriales son directas, es decir, que carecen de toda mediación conceptual. La experiencia de la inmediatez de las sensaciones es abstracta en el sentido de que soterra la naturaleza universal de los conceptos que la condicionan. La capacidad humana para identificar un tiempo y un lugar específicos depende de conceptos que pueden ser usados para identificar otro tiempo y lugar específicos. Y depende, además, de que podamos recordar cómo usar términos deícticos. Las palabras esto, aquí y ahora son generalizables por antonomasia. La idea de que todo intento de identificar lo singular tropieza con la ineluctable naturaleza conceptual del lenguaje –Hegel diría: con la universalidad de los conceptos– está entre los hilos conductores de su filosofía. Inclusive si nos limitamos a pronunciar un nombre propio, introducimos ese nombre –así sea tácitamente– en una red de significaciones. Por ejemplo, una de las condiciones sociales de posibilidad de la práctica de nombrar es el ejercicio intersubjetivo de la mímesis y la memoria: de pequeños, vemos y oímos a los adultos hacer uso de los nombres, uso que vamos emulando sobre la base de nuestra capacidad para retenerlo en la memoria. 

Hegel supone que el significado teleológico o, si se quiere, la razón de ser de la dinámica generada por las contradicciones internas tanto del pensamiento como del ser –incluidas, claro está, las que caracterizan a la experiencia de la certeza sensible– llega a cristalizar propiamente con el perfeccionamiento del conocimiento. El concepto de saber absoluto está entre los conceptos más enigmáticos de la filosofía hegeliana. No es clara, por ejemplo, la relación entre el intento de Hegel en la Fenomenología de poner en evidencia –en vez de simplemente mencionar– los giros, desdoblamientos e inversiones conceptuales, que a su juicio expresan el significado de las cambiantes relaciones entre el pensamiento y su contexto histórico, y el estado tanto contemplativo como participativo9 que el concepto de saber absoluto evoca. Hegel afirma en el prólogo de dicho libro que el desarrollo del conocimiento filosófico debe indefectiblemente pasar por la inmersión en la dinámica de los conceptos, a los cuales se refiere ahí de modo metafórico como susceptibles de vivir y fenecer. Para Hegel, la elaboración del conocimiento filosófico no puede rehuir la recapitulación de la “muerte” de las posiciones históricas de la conciencia. Parecería, entonces, que el saber absoluto fuera una lógica conciliatoria o, en la línea de una metáfora médica de la que se sirve Hegel, la sutura de las heridas acumuladas a lo largo de la tortuosa y conflictiva dinámica de la conciencia, sin que ello implique que la razón plenamente autoconsciente esté gobernada por dicha dinámica. Uno se pregunta si un saber tal es humanamente posible. Mientras, a pesar de la crítica de Hegel al formalismo de Fichte y Kant, da la impresión de que el saber absoluto no puede sino mantenerse escindido, en calidad de ideal, de una filosofía como la del propio Hegel que ha estado, más allá de toda duda, incrustada en el politizado mundo histórico. Cabe recordar que mediante lo que denomina como el trabajo del concepto Hegel busca rastrear la desgarradora y angustiosa experiencia de la conciencia y que concibe la dialéctica de la conciencia como autotélicamente encaminada hacia la instauración de un mundo social translúcido en tanto que expresión plena de la naturaleza esencialmente libre del sujeto autoconsciente. Se podría agregar que Hegel traza una analogía social de una idea que tiene raíces profundas en la historia de la filosofía, a saber, la idea de una elevación encaminada hacia el autodominio. En Hegel, el ascenso espiritual pasa por la elaboración de las contradicciones inmanentes tanto de las significaciones como de las prácticas sociales y concluye con una síntesis conceptual restaurativa. Como ya se ha advertido, dicha síntesis sería la columna vertebral y, a la vez, encarnaría el sentido y la verdad de una versión moderna de la polis, es decir, de la mentada comunidadad de sujetos que se reconocerían mutuamente como autoconscientes. Podría ser, sin embargo, que lo que Hegel llama espíritu absoluto fuese una abstracción como las que en nombre de un conocimiento sustantivo él pretende evitar. Una dinámica de los conceptos de ser, sustancia, pensamiento, sujeto, objeto, deseo, libertad, escepticismo, ciencia, autoconciencia y percepción, entre otros, parece desembocar al final de una teleología optimista, tal vez edificante –a pesar de la intención expresa de Hegel de decantarse por una ciencia filosófica– en una imagen de reposo, de armonía entre el pensamiento y el ser10. Sobre la base de las distinciones entre lo esencial y lo inesencial y entre lo históricamente efectivo y lo intrascendente, Hegel asume en la Fenomenología que la Revolución Francesa, la contribución de la Reforma al desarrollo de la responsabilidad individual y el principio idealista de la espontaneidad de la autoconciencia, sientan las bases para la realización de la libertad universal de la subjetividad y la armonía a la que acabo de hacer referencia. Podría ser que utópicamente se estuviese proyectando la reconciliación, tanto cognoscitiva como práctica, de los sujetos con su mundo, en cuyo caso la pretensión de elaborar un conocimiento filosófico recuperativo y consumado no habría sido sastisfecha. Cabe acotar que, como el propio Hegel sostiene, no es del caso que el pensamiento utópico se deslinde necesariamente de la historia, que –de acuerdo a un prejuicio muy difundido– no sea más que un espejismo o una fantasía alejada de la realidad. Los ideales y las expectativas están incrustados en el mundo histórico. Reflejan deseos, intereses, experiencias y necesidades, y son fuentes posibles del cambio social. 

La dinámica de los conceptos a la que me he referido no presupone que los significados sean indeterminables. No se trata de una semántica que, supeditada a una ontología heracliteana, evoque lo que sería la indetenible fluidez de los sentidos lingüísticos asociados a los estados ya superados de la conciencia. Hegel en ningún caso asume que los significados de los conceptos sobre los que versa la Fenomenología son inasibles. Tampoco piensa la actividad conceptual como si se asemejara a lo que la crítica literaria ha llamado flujo de la conciencia, ni concibe la historia del pensamiento como una suerte de libre asociación de ideas. Hegel afirma que las posiciones de la conciencia natural –tal como lo implica la palabra posición– son determinables, y que como tales han demostrado ser unilaterales y transitorias. Ello presupone la problemática categoría de totalidad, y el concepto a ella vinculado de unidad de la vida. Es sobre la base de la idea de la unidad de la vida que Hegel hace caracteriza como limitados y aislados a los elementos de las oposiciones binarias que le ocupan, como por ejemplo los polos de las distinciones entre sujeto y objeto, pensamiento y ser, forma y contenido, desarrollo y resultado, entre otros. La unidad original de la vida se habría roto con la irrupción de la historia de la dialéctica de ser y pensamiento, mientras que su restauración luego de un proceso de ramificación y enriquecimiento se habría vuelto cognoscible. Los conceptos y las proposiciones aislados son incompletos. Un concepto por si solo no es inteligible. Las proposiciones, por su parte, no están clausuradas semánticamente. Hegel contribuye a sentar las bases para lo que en el ámbito estadounidense se ha venido a llamar semántica holista, valga el anglicismo. En la Fenomenología, la elaboración de los conceptos y las afirmaciones pasa por el intento de pensar la síntesis de lo posible y lo actual, lo implícito y lo desarrollado, lo concebido como proyecto y lo plenamente realizado, lo irreflexivamente llevado a cabo y lo autoconscientemente practicado. Hegel postula, por ejemplo, la unidad de la identidad y la diferencia entre dos aspectos de la esclavitud: de un lado está el esclavo que por miedo a la muerte –la cual se ve caracterizada en la Fenomenología como el amo absoluto– trabaja y obedece ciegamente; de otro lado, el esclavo que empieza a producir su autonomía experimentando su actividad como medio para dar forma a la naturaleza y para irse formando a sí mismo como un ser autoconscientemente libre. La esclavitud ES circunstancial, mas no irremisiblemente un estado de postración abyecta, pero también ES potencialmente, en tanto que elemento constitutivo de la memoria histórica de una humanidad emancipada, proceso de construcción de la libertad. La idea de síntesis supone que una libertad autoconsciente implica necesariamente la anamnésis del trabajo, de la lucha por el reconocimiento, que la hizo posible. Hegel asume, además, que las formaciones sociales, políticas, económicas y culturales pertenecientes a estados formativos en el proceso fenomenológico contienen la semilla de su propia transformación. Toco así la tesis del carácter inmanentemente contradictorio de las posiciones de la conciencia y, se podría agregar, de las instituciones, los objetos materiales, los movimientos políticos y demás aspectos de la vida en sociedad. Cabe acotar que la palabra contradicción no tiene acá el sentido que se le da en el campo de la lógica formal. Asumo que Hegel la usa, más bien, para referirse a la naturaleza intrínsecamente relacional y, a la vez, oposicional de los significados. Por ejemplo, el sentido de la ciencia experimental moderna no es comprensible si se pierde de vista el proceso de consolidación de dicha ciencia por la vía de la exclusión del animismo, la magia, la astrología, la alquimia y la superstición, entre otros. Tal vez se podría afirmar que el ser de la ciencia experimental moderna incorpora el que no sea todo aquello de lo que se ha ido deslindando. 

También la dialéctica del escepticismo desarrollada en el capítulo sobre la autoconciencia ilustra el sentido que Hegel confiere a la unilateralidad y transitoriedad de los intentos de representar la relación entre la conciencia y su entorno. Cabe acotar, eso sí, que las referencias al escepticismo en la Fenomenología del espíritu no son muy precisas. Se puede señalar, en general, que el escepticismo es necesariamente parcial e intermitente. No puede extenderse simultáneamente a todo aspecto de la vida, ni sostenerse ad indefinitum. Más allá del ámbito del conocimiento proposicional, hay toda una gama de saberes entretejidos con la experiencia vital, que suelen permanecer sin explicitar y posibilitan los movimientos corpóreos de quienes alberga opiniones escépticas sobre esto o aquello. Pienso en saberes asociados a prácticas como tales como cruzar la calle, pagar la cuenta de la luz o comprar un boleto para asistir a una función de cine. Inclusive un estado crónico de desorientación o, si se quiere, una vida a la deriva, activan cierto savoir-faire, por más rudimentario que éste pueda parecer. Hegel asume que la conciencia escéptica no puede evitar la inestabilidad y, en última instancia, la propia disolución. La idea hegeliana de la insostenibilidad de la conciencia escéptica –es decir, la idea de que no puede tratarse de una posición experiencial, semántica y cognoscitiva absoluta– está supeditada a una visión teleológica de la historia. Dicha visión se apoya en la idea de que la verdad y la identidad de la identidad y la diferencia entre sujeto y objeto son cognoscibles. Como he sostenido anteriormente, Hegel afirma que el tránsito hacia el conocimiento perfeccionado pasa por la transformación de la conciencia representacional en autoconciencia plena, y ello implica tanto que el sujeto se conciba a sí mismo como conocedor y, a la vez, realizador del mundo como que se conciba a sí mismo como miembro de una eticidad fincada en el reconocimiento intersubjetivo. En la línea de Hegel, si representamos la alteridad del prójimo como absoluta, si lo vemos como un otro finito y autoconenido, no sólo que simétricamente nos cosificamos a nosotros mismos como un otro finito y autocontenido para el prójimo, para el otro, sino que por sobre todo soslayamos el horizonte hermenéutico intersubjetivo en el que anida tanto el sentido universal de la palabra otro como nuestra atomista y por ende pobre comprensión de nosotros mismos y los demás. De ello se sigue que, para Hegel, la división entre una subjetividad monadicamente encerrada en su escepticismo y un mundo tenido por irrelevante e insustancial es una figura subdesarrollada del pensamiento. Una conciencia escéptica que dichosamente se pretenda autosuficiente y que desde esa postura niegue la sustancialidad del mundo –su Bestimmtheit, su importancia y, si se quiere, su contundencia– no puede, según Hegel, sino estrellarse contra una facticidad obstinada y desgarrarse, devenir conciencia desgraciada. Si en el marco de una visión atomista de la sociedad, uno infantilmente supone que es una mónada libre, un individuo completamente autonomizado de su entorno, tarde o temprano experimentará y, quien sabe, reconocerá la heteronomía a la que conduce un estado psíquico en el que los condicionamientos sociohistóricos de la subjetividad no han sido autoconscientemente trabajados. El sufrimiento asociado a las heridas narcisistas del ególatra está entre los signos de la falta de autonomía, es decir, de la dependencia anímica a la que conduce un individualismo erróneamente entendido como autosuficiencia absoluta. A juicio de Hegel, la inversión que tiene que sobrevenirle al tipo de conciencia escéptica que he mencionado evidencia la dialéctica del ser, uno de cuyos elementos es la dialéctica de la conciencia. La conciencia escéptica es autosuficiente en la medida, pero sólo en la medida, en que viva de sus ilusiones. Mientras, desde la óptica del conocimiento filosófico defendido por Hegel esa conciencia es, como ya he señalado, relativa respecto de un saber perfeccionado, del llamado saber absoluto. He puesto de relieve en ambas oraciones la tercera persona en singular del verbo ser a fin de llamar la atención sobre la idea de Hegel de que el desarrollo espiritual, la dialéctica de la conciencia, es un proceso de enriquecimiento y perfeccionamiento del ser. 

En su intento de mostrar la dialéctica del logos y el mundo fenoménico, Hegel no usa el verbo ser de modo unívoco como si en cada caso dicho verbo permitiese la identificación definitiva de la naturaleza de las cosas y de las posiciones de la conciencia. Sin duda, el conocimiento de la identidad de la identidad y la diferencia, es decir, el conocimiento absoluto es, para Hegel, conocimiento del mundo histórico, de la sustancia que es a la vez sujeto, tal como son. Pero el tránsito hacia el saber absoluto pasa, según Hegel, por formas incompletas del ser. Hay obviamente identificaciones y predicaciones elementales, que cotidianamente orientan la realización de tareas y los intentos de sortear obstáculos. Precisamente porque son constitutivos de nuestras experiencias corrientes y forman parte de la historia del pensamiento, los usos habituales del verbo ser no son falsos, fantasmales o carentes de sentido. Pero la ciencia, conforme a una acepción amplia del término, presupone que los usos lingüísticos fincados en el sentido común no son incuestionables. Hegel piensa que, a pesar de que las significaciones asociadas al sentido común son pobres, no se comprende adecuadamente el desarrollo del conocimiento si se las soslaya, si no se tiene presente que son elementos constitutivos de dicho desarrollo. Cabe remarcar de paso, con miras a algunas ideas que elaboraré hacia el final del presente trabajo, que lo que ha venido a llamarse crítica a la ideología tiene sus raíces en la distinción hegeliana entre lo que las cosas son en sí, lo que son para sí y lo que son para el conocimiento filosófico11. La distinción entre un sentido simple y un sentido elaborado del verbo ser, entre la impresión primera que nos produce la alteridad y la comprensión profunda y ramificada que debería advenir con la reflexión filosófica, arroja luz sobre las razones por las cuales Hegel de manera inverosímil se refiere a la coexistencia del ser y el no-ser, a la inmanencia del devenir-otro en el ser, a la identidad de la identidad y la diferencia. Para Hegel, el conocimiento es inviable sin la constatación de diferencias, de determinaciones, como por ejemplo las que según Saussure dan lugar a los significados de las palabras. Pero el concepto de diferencia está en Hegel en función del concepto de identidad. La diferencia para Hegel es una relación. Las cosas diferentes comparten, si se quiere, un espacio hermenéutico en el que dicha relación se vuelve inteligible. 

Abundan en la obra de Hegel formulaciones que difícilmente se condicen con lo que, no sin una dosis de abstracción, se suele llamar sentido común. Hegel expresamente defiende el conocimiento filosófico frente al llamado sentido común. Como ya he advertido, hay referencias al devenir-otro y al ser-otro constitutivos de tal o cual posición de la conciencia. Por ejemplo, la tesis de la negatividad de la autoconciencia, es decir, de su inmanente mutabilidad, supone la necesaria transitoriedad de posiciones ya superadas. Los conceptos, conforme a lo que elásticamente he llamado dialéctica hegeliana, son signos de procesos, además de que son constitutivos del mundo histórico. Entenderlos adecuadamente implica entender su estructural contradictoriedad12. Cabe hacer hincapié, nuevamente, en que no se está postulando la arbitrariedad de los significantes, ni se está argumentando que las identidades –sean ellas personales, religiosas, semánticas o étnicas– son espejismos. Lo que Hegel pretende es desarrollar un lenguaje que exhiba los cambiantes e inmanentemente oposicionales significados que constituyen el mundo histórico. Se podría pensar, por ejemplo, en la idea de que lo animal (los apetitos, los deseos, los impulsos) y lo espiritual (en el sentido del vocablo Geist) forman un par antinómico. Lo cierto es que están imbricados. La sexualidad y la agresividad han estado siempre –aunque de diversas formas históricamente específicas– normadas, sujetas, si se quiere, a una variable economía de lo permitido y lo prohibido. No son unidades discretas, y su significado y función se han ido transformando. Los cambios han estado vinculados con la historia de las formas en que las instituciones civilizatorias han regulado nuestra biología. 

Hegel cree que el desarrollo espiritual está entre las necesidades de nuestra especie, y que los impulsos y deseos que podríamos asociar más bien a nuestra animalidad contribuyen a propiciar dicho desarrollo. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, Hegel se vale del siguiente símil: la gravedad es a la materia como la libertad es al espíritu. Hegel no concibe el espíritu de manera psicologista, como si se tratara exclusivamente de los contenidos de la conciencia individual. Para él, la palabra espíritu denota, más bien, el entramado de significaciones que se expresan política, cultural, económicamente. Y refiere el término espíritu al arte, la religión y la filosofía, a los conceptos a ellas vinculados, a las formas en que ellas se institucionalizan y a la relación –a veces tirante, a veces armónica– entre lo que cobra forma y los ideales que lo orientan. El mundo humano aparece aquí como un texto, en un sentido lato de la palabra, o sea, como un cúmulo de significados pasibles de ser interpretados filosóficamente. No se refuta a Hegel señalando que hay prisioneros que se acostumbran al encarcelamiento, o personas subyugadas que hacen suya la mentalidad del poder colonial o imperial. Hegel está perfectamente consciente de la multiplicidad de pasiones, intereses, deseos, logros y fracasos individuales, que la historia empírica registra. Su concepción de la historia humana, sin embargo, no se inscribe en la tradición de la historiografía positivista, la cual, dicho sea de paso, no puede evitar organizar de manera selectiva los datos archivísticos. Hegel interpreta el proceso histórico relacionándolo con el desarrollo de la autonomía de los seres humanos, y piensa la autonomía supeditada a un sistema de reconocimiento intersubjetivo. El devenir histórico, de acuerdo a la filosofía hegeliana de la historia, sería significativo, inteligible, en tanto que proceso de constitución de una eticidad de sujetos que intersubjetivamente tejen su libertad. Para Hegel, la realización de los seres humanos como sujetos autoconscientes que mutuamente se reconocen en tanto que tales depende fundamentalmente de la espiritualización del mundo. Es decir que depende de que se supere las formas de comprensión y autocomprensión ancladas en la finitud del pensamiento representacional. Hegel sostiene que la historia es inteligible, que su significado puede ser en última instancia conceptuado, aún cuando quienes la tejen sepan sólo incipientemente, si en algún grado lo saben, qué es lo que están haciendo. A Hegel se le ha endilgado haber pensado la historia de manera panlogista. Hegel replicaría, supongo, como en el prólogo de la obra que nos ocupa, afirmando que concibe la sustancia spinoziana concomitantemente como sujeto, como actividad encaminada hacia la autoconciencia. 

Son especialmente problemáticas algunas de las ideas filosófico-históricas de Hegel. No es obvio que ha habido progreso hacia la libertad, la cual él afirma que se concretaría en una sociedad política estructurada alrededor del pleno reconocimiento intersubjetivo, o que la historia humana es providencial. Pero su tesis de que no sólo es necesario el trabajo mediante el cual luchamos contra la muerte y nos sobreponemos a la angustia y el terror ocasionados por fuerzas naturales superiores, sino que además necesitamos exteriorizar nuestra capacidad para la libertad, cobra sentido y plausibilidad cuando reflexionamos acerca de los conflictos, muchas veces explosivos, provocados por la manipulación del ser humano por el ser humano. En contraposición con el dualismo filosófico, Hegel sostiene que nuestra animalidad y nuestra espiritualidad están entretejidas. La dinámica oposicional entre el cuerpo individual y los universales insertos en el lenguaje conceptual hace que sea inevitable, necesario, el devenir otro del incompleto animal humano. Creo que la posibilidad de que nos realicemos plenamente pasa porque no desatendamos algo que le es esencial al espíritu, a saber, el deseo de no permanecer esclavizado a las cosas. El uso reflexivo del lenguaje y, en especial, la indagación crítica acerca de la historia de conceptos como el de autonomía es en Hegel necesaria para que podamos entendernos a nosotros mismos como seres libres. Concebirnos como tales es condición sine qua non de la plena realización del potencial de libertad que nos es propio. Pienso que se puede enriquecer la idea de Hegel vinculándola con la tesis psicoanalítica según la cual el lenguaje coherente es objeto de deseo. Las victorias en el marco de la lucha por el reconocimiento, conforme a la formulación hegeliana, pueden ser pírricas. Si se combate la agresión de manera agresiva, los oponentes se mimetizan, al menos en el sentido de que quedan por igual atrapados en un estado violento de cosificación de sí mismos y las demás personas. La llamada guerra preventiva se basa en lo que cabría llamar paranoia especular. Se asume que el adversario potencial pretende destruirnos y que ello sirve de pretexto para el intento de destruirlo primero. No es de extrañarse si dicho adversario piensa y trata de actuar de manera simétrica. Me parece que el concepto de pleno reconocimiento mutuo que he mencionado constituye una reformulación de la filosofía moral de Kant. No entraré en detalle, y me limitaré a señalar que dicho concepto está dirigido a poner fin a la mala infinitud, como diría Hegel, de una historia en la que los seres humanos hemos tendido a reificarnos. Kant propone que tratemos a los demás no sólo como medios, sino también como fines en sí mismos. Pero a diferencia de Kant, Hegel concibe el reconocimiento intersubjetivo, no como un deber ser formal, sino como una realidad histórica efectiva que ha alcanzado un grado elevado de madurez. 

HACIA UNA ESCRITURA DIALÉCTICA 

Procedo a caracterizar de modo más detallado lo que entiendo por escritura dialéctica. Hegel no se circunscribe a mencionar la dialéctica, sino que busca ponerla de manifiesto. Quisiera a continuación adelantar algunas ideas que, al igual que muchas de las anteriores, podrían parecer abstractas, pero que en cualquier caso trataré de ilustrar. Para Hegel, la concreción de un concepto se alcanza desplegándolo. En general, ello implica desarrollar y reconciliar las contradicciones que lo atraviesan, y en el contexto de la Fenomenología del espíritu, implica explicitar la historia de sus variaciones semánticas y articularla con la de otros conceptos dentro de un horizonte significativo. Tomemos como ejemplo el trabajo recuperativo que Hegel emprende en torno a la historia del concepto de libertad. A diferencia de Mill, para Hegel la libertad de los individuos se ve posibilitada por instituciones, como, por ejemplo, las instituciones jurídicas que reconocen y promueven la universalización de los derechos de los sujetos. La ontología social de Mill confiere primacía al individuo aislado. La libertad individual consiste, para Mill, en la ausencia de cualquier determinación que no obedezca al único fin supraindividual que por derecho corresponde a las colectividades, a saber, el de velar porque ningún individuo conculque la libertad del prójimo. Una libertad así entendida es compatible con una multiplicidad de contenidos, incluido el que una persona opte, con mayor o menor grado de deliberación, por una vida trágica, autodestructiva, y en el límite, por el suicidio. Como ya he indicado, Hegel concibe la libertad como la realización plena de nuestras potencialidades. Desde esa óptica, el concepto de libertad individual que Mill defiende es más bien abstracto, formal, puesto que da cabida a múltiples y, a veces, contrapuestas maneras de entender y experimentar la libertad en sociedades influenciadas por la tradición liberal. A grandes rasgos, en los Estados Unidos, por dar un ejemplo, coexisten –ciertamente desde la época del New Deal– la creencia en el laisser-faire y la idea de que el ejercicio de la libertad tiene condiciones políticas, económicas y familiares de posibilidad. Decir que en Mill hay un principio de libertad quiere decir que su formulación y su defensa son categóricas, que se trata, para Mill, de un valor absoluto e inmutable. Para Hegel, se trata de un universal más bien simple. Si Hegel está en lo cierto, el conflicto, la dinámica oposicional entre las contrapuestas maneras de entender y experimentar la libertad en sociedades en las que el liberalismo que se inspira en Mill es uno de los principios rectores y estructurantes no puede dejar intacto el significado de ese universal simple. Por supuesto, la dialéctica de la libertad en la sociedad estadounidense se vio impulsada también por la incongruencia entre la libertad formal, por una parte, y la esclavitud y la discriminación racial, por otra parte. Y persisten formas de marginalidad y exclusión interpretadas y, de ser del caso, experimentadas como sintomáticas de una libertad cercenada. Además, el divorcio entre la autocomprensión de una parte de la población acerca del sentido y el nivel de realización de la libertad, de un lado, y la concepción de John Stuart Mill, de otro lado, entorpece, de acuerdo al hegelianismo, el que esa concepción se vuelva plenamente inteligible. Podemos empezar a formarnos una idea, entonces, de lo que para Hegel encierra el intento de dilucidar el concepto de libertad. No basta con una definición sucinta del término. No basta tampoco con una mera declaración de principios. Se hace necesario articular –léase: oponer y a la vez cohesionar– diversos elementos dinámicos, que se ven alterados por su relación de oposición con otras determinaciones. Tanto el sentido del término libertad como las instituciones que pretenden regirse por dicho término se condicionan y transforman mutuamente. 

Creo que un segundo ejemplo contribuye también a ilustrar el sentido que deseo dar a la expresión dialéctica de los significados. Me concentraré en una palabra cuya interpretación podría parecer simple, a saber, la palabra carro. Sin duda, es posible estar en el mundo conforme a lo que Husserl llama actitud natural. Hay circunstancias, además, que llaman a la prudencia y en las que detenerse a reflexionar sobre la semántica del vocablo carro o la pregunta acerca de la universalidad de las leyes de la física no procede. Pero el mundo humano no se reduce a la lucha por la autopreservación, a la negociación efectiva de obstáculos físicos o a la reproducción de hábitos y de comportamientos reflejos. No es válida la generalización según la cual los seres humanos tienden por sobre todo a su conservación física. Sobre la base de la obra de Hegel, la indagación acerca de la naturaleza de los objetos materiales ha sido fecundamente llevada adelante por Marx y la Teoría Crítica. Pienso especialmente en la discusión inaugurada por Marx en torno al fetichismo de la mercancía, es decir, en torno al fantasmagórico mundo en el que la verdad acerca del sórdido proceso de producción de las mercancías se ve, por lo general, solapada bajo el efecto hechizante de su valor dinerario y su vistosidad. Productos del trabajo humano comunes y corrientes pierden, a la luz de la interpretación materialista de la dialéctica hegeliana, su aparente simplicidad, obviedad y banalidad. De modo muy fecundo, Adorno sustrae la dialéctica tanto a la idea rectora de totalidad. Y ubicándola en constelaciones conceptuales, la sustrae también al imperio del esquema tesis-antítesis-síntesis. 

La oración un carro es un carro constituye una tautología burda sólo si se la abstrae del contexto en el que es expresada. En una sociedad de consumo, por ejemplo, en la que los automóviles de marca y de último modelo son emblemas de status, alguien podría decirla con el propósito de desmitificar ciertas mercancías. No es difícil, por otra parte, imaginar en el plano de la pragmática del lenguaje –independientemente de la idea de que los juicios analíticos son empíricamente vacíos– algunos de los contenidos posibles de la frase un Mercedes es un Mercedes. Si definiésemos el sustantivo carro exclusivamente en términos de la física –tarea de por sí trabajosa– pasaríamos por alto la historia que constituye su campo semántico. Un carro refleja, además, las mayormente antagónicas relaciones sociales de producción. Es, de otro lado, un medio indispensable de transporte para millones de trabajadores en el mundo noratlántico, pero constituye también un artefacto que –si no me equivoco– puede ser interpretado de forma mágico-religiosa en pueblos como Tixán, Ecuador. Y es un signo de las políticas de transporte en los diferentes países, como la que en los Estados Unidos ha conducido a la infravaloración del ferrocarril. Lleva, además, las huellas de la mitificación de la carretera como metáfora de la libertad. Contribuye a la progresiva destrucción del medioambiente. Simboliza, también, los cambios modernos en la experiencia del tiempo. Es un medio de inclusión y exclusión social, de clasificación de las personas. Puede liberar, pero puede también esclavizar. La palabra carro en un texto de termodinámica se ubica en un campo semántico diferente del de un mitin ecologista. La prima facie inverosímil noción de la identidad de la identidad y la diferencia se apoya en la idea de que las verdades del sentido común son verdades rudimentarias necesitadas de elaboración. Si expresiones como he ahí un carro o acabo de reemplazar mi carro desvencijado se corresponden con la realidad observable, entonces son verdaderas, pero en un sentido elemental y pobre de lo verdadero. No se trata de obviar la experiencia cotidiana o abjurar del conocimiento constatativo, ni se trata de caer en contradicciones torpes. No es que un carro no sea un carro o que sea cualquier cosa. Tampoco se asume que no estamos en condiciones de diferenciar la física de una máquina compleja de la biología de los protozoarios. Pero en consonancia con la tradición de pensamiento que he mencionado un carro no es sencillamente el tipo de máquina que caracterizamos al paso cuando, por ejemplo, un niño que está aprendiendo el lenguaje nos pregunta ¿qué es eso? Resumiendo, cabe subrayar que para la crítica dialéctica son pobres las representaciones fetichistas del mundo de los automóviles. Bajo el hechizo de mercancías que a fin de cuentas son productos de la actividad creativa de seres humanos, lo que Hegel llama espíritu se postra, se entumece, se cosifica. 

Quisiera traer a colación un tercer ejemplo, el esbozo de una constelación dentro la cual los conceptos de niño y adulto se condicionan y transforman mutuamente. El niño es un adulto en potencia. Hegel diría que el concepto de niño contiene el concepto opuesto de adulto. Durante buena parte de su etapa formativa y con mayor o menor grado de reflexividad, el niño está influenciado por su expectativa de devenir otro, de convertirse en adulto. Si llora y se angustia, lo hace en buena medida porque experimenta y sufre, así no sea de manera perfectamente consciente, su heteronomía. El psicoanálisis ha contribuido a iluminar los conflictos entre padres e hijos caracterizando el desarrollo de la autonomía como un proceso tortuoso y paradójico. En sociedades en las que la individualidad es valorada, madurar implica –al menos en principio– independizarse de las personas cuya independencia se pretende emular. El modelo debe ser imitado y suprimido. Si el término niño es entendido de manera reductiva para designar únicamente determinantes físicos fácilmente observables, se pierde de vista la evolución histórica de su significado, las diferencias culturales que lo vuelven polisémico, y la variable relación de oposición en la psique infantil entre los sentidos de los vocablos niño y adulto. El niño que desafía a sus padres puede estar buscando provocar que se comporten como él, que pierdan la compostura, que actúen caprichosamente, que demuestren que ser adulto no consiste en haber borrado todo trazo de la niñez. Y si Freud está en lo cierto, las perturbaciones emocionales de los adultos, tales como las neurosis, son signos de regresión. Pero no es necesario circunscribirse a la teoría psicoanalítica. La intensa curiosidad a la que, por ejemplo, Stephen Hawking atribuye su dedicación a la física teórica es una versión disciplinada y enormemente refinada de la curiosidad con la que todo ser humano viene al mundo, pero que no todo ser humano llega a cultivar. 

Hegel sostiene que el desarrollo del individuo y la evolución social son necesarios. No se trata de la necesidad asociada a un argumento válido en el campo de la lógica formal, ni tampoco de la inviolabilidad de las leyes naturales. La extraña idea de Hegel parece ser que la interrelación entre nuestros deseos, impulsos y voliciones, de un lado, y nuestra inteligencia, de otro lado, no puede sino producir inestabilidad política mientras no se establezca una eticidad fincada en el reconocimiento mutuo. Deseo y pensamiento, animalidad e intelecto, naturaleza e historia, poiesis e interacción social, se entretejen, a juicio de Hegel, para ir produciendo una libertad basada en el pleno reconocimiento entre sujetos autoconscientes. La actividad mental –la espontaneidad de la cual depende, a juicio de Kant, la libertad de los seres humanos– se apoya, según Hegel, en la disciplinarización de los impulsos animales en aras de la intersubjetividad. Se puede desarrollar esta idea teniendo en cuenta el pensamiento de Hegel en torno al estatuto ontológico tanto de la negatividad inherente al escepticismo empirista como de la superación de dicho escepticismo mediante el reconocimiento de los universales que lo subyacen. Recordemos que Hegel afirma en el prólogo de la Fenomenología del espíritu que es falso suponer que la nada y el error son inexistentes, que carecen de positividad. Esto que suena extraño puede verse iluminado del siguiente modo. Con Bacon y Hume, la metafísica es objeto de un escepticismo pronunciado. Hegel, sin embargo, no cree que la contribución del empirismo a que el mundo cobre consistencia o, si se quiere, “determinidad” (Bestimmtheit) implica que la necesidad de darle un sentido coherente y no cósico a una existencia autoconsciente haya desaparecido. Sin duda, Hegel busca explicitar un sentido tal –por ejemplo, en el marco de su idea de que la multiplicación de egos solipsistas genera una “mala infinitud”. Si representamos el yo y el otro como tajantemente separados y, por ende, los cosificamos, caemos en lo que Hegel llama mala infinitud, uno de cuyas formas extremas es la paranoia recíproca, especular. Se trata, para Hegel, de un empirismo que multiplica los entes sin tener presente el horizonte conceptual en el que cobran inteligibilidad. Si interpreto correctamente a Hegel, sólo podemos empezarnos a conocer en la medida en que entramos en una dinámica oposicional con el mundo que nos rodea y con el lenguaje conceptual, el cual rebasa los estrechos límites de nuestra animalidad y la relativa particularidad de nuestros cuerpos. Y no podemos evitar entrar en una dinámica tal. El lenguaje conceptual está entre nuestros haberes, y necesariamente interactúa con el resto de nuestra biología. Hegel presupone que tanto en el plano de la ontogenia como en el de la filogenia nos iniciamos en el mundo como seres incompletos. No podemos sino experimentar el mundo o, si se quiere, la sustancia, la totalidad de lo que existe y el lenguaje conceptual como alteridades, como lo otro que tenemos que ir conquistando. Si pretendemos mantenernos como mónadas radicalmente separadas de los demás, no nos es posible subsistir en sociedad. La intuición pura y el saber completamente silente son, desde una óptica hegeliana, vaciedades. El recogimiento del sabio que practica la introspección, que se aísla del mundanal ruido, anida en procesos de culturización y socialización. Para Hegel, el tipo de meditación a la que he aludido, por más iconoclasta e individualista que pueda parecer, no deja de tener un sentido social, de ser legible dentro de un horizonte significativo común. En esa línea, al interpretar lo otro y al otro como lo radicalmente diferente, lo completamente ajeno, nos interpretamos erróneamente a nosotros mismos, pues soslayamos la intersubjetividad que hace posible que digamos yo. Sólo si nos abrimos a la sustancialidad del mundo humano, podemos entrar, según Hegel, en lo que él llama verdadera infinitud, la cual no habría que concebir en términos topográficos, sino como sinónimo –ya lo he sugerido– de apertura, de diálogo libre con nuestra naturaleza autoconsciente y, a fin de cuentas, como sinónimo del reconocimiento del “yo que habita en el nosotros, y el nosotros que habita en el yo”, conforme a una idea famosa de la Fenomenología. Una infinitud tal es perfectamente congruente con la idea de lo absoluto, lo perfeccionado. No un absoluto inamovible, sino una condición en la que las personas, en vez de usar a los demás, se abrirían a lo que Hegel cree que son en esencia, a saber, sujetos autoconscientes instalados en el mundo. 

La teleología hegeliana, que se centra en la idea de la astucia de la razón, parecería caer en lo que a juicio de Popper es un error, a saber, que dicha teleología no puede ser empíricamente contrastada. Siempre se puede argumentar que la historia no se ha visto coronada, a menos que en efecto haya alcanzado su zenit. Creo, no obstante, que para el caso de la ontogenia, se podría –en términos muy generales– sostener lo siguiente. Como he anotado, algún concepto –o por lo menos, una imagen– de lo que es la vida adulta está entre las condiciones estructurantes de la maduración personal. En la época moderna en Occidente, la independencia ha sido uno de los ideales vinculados con la adultez. De modo análogo, Hegel sostiene en el capítulo sobre el señorío y la servidumbre que el deseo de ser-otro, de emanciparse de una atadura doble –tanto frente a una naturaleza inhóspita, que todavía no ha sido trabajada, como frente al amo, quien se ha establecido como tal habiendo vencido en la guerra y cuya ociosidad y dependencia respecto del trabajo del esclavo anuncian su eventual caída– conduce al esclavo a irse formando como un ser autoconscientemente independiente. La disciplina laboral es formativa para el esclavo, quien al ir dando forma a la naturaleza empieza a formarse a sí mismo como ser autónomo. El deseo de libertad da impulso a un movimiento de progresiva harmonización entre el animal laborans y el sujeto social autoconsciente. Dicho capítulo, que se basa en abstracciones tipológicas más que en descripciones históricas y se presta para interpretaciones tanto politológicas como psicológicas, ilumina la estructura social de la identidad subjetiva. Cada cual –amo y esclavo, por ejemplo– se ve a sí mismo viendo al otro y siendo visto por el otro. Amo y esclavo dependen funcional y semánticamente el uno del otro. Los conceptos de señorío y servidumbre se condicionan y transforman mutuamente. Hay simetría, pero también paranoia especular, entre dos bandos opuestos en pie de guerra: la suposición que el otro tiene intenciones destructivas le lleva a uno a estar siempre preparado a agredir a ese otro, quien –si es prudente– debe paranoicamente asumir lo propio. En ausencia de reconocimiento intersubjetivo13, o se cae en la indiferencia mutua, o –como sucede con demasiada frecuencia– se llega al enfrentamiento entre sujetos que tienden a encerrarse en sí mismos y a proyectar en los demás sus fantasías de omnipotencia. Como ya se ha advertido, Hegel concibe el pleno reconocimiento intersubjetivo como el único baluarte contra la beligerancia generalizada y, en el límite, contra la guerra de todos contra todos. En lo que respecta a la filogenia, la teleología hegeliana y conceptos como el concepto habermasiano de evolución social, el cual se deriva de dicha teleología, no dejan de despertar dudas. Más o menos en la línea de Charles Taylor, cabe tal vez argumentar lo siguiente. Los conflictos políticos serían fundamentalmente luchas por el reconocimiento. Dicho reconocimiento sería una condición indispensable de la estabilidad política. Una intersubjetividad fracturada, según el razonamiento que estoy esbozando, necesariamente desemboca en crisis de diversa índole. En cualquier caso, conviene caracterizar la teleología hegeliana de tal modo que quede claro que no se trata de predecir el futuro, sino de concebir la realización de la especie humana. De acuerdo a Hegel, reconocer al otro y conocerse a sí mismo como reconocido por el otro pasan por superar lo que ha venido a llamarse cosificación. Hegel intenta definir las condiciones históricas y políticas en las que se institucionalizaría el ideal kantiano de tratar a los demás no sólo como medios, sino también como fines en sí mismos. 

LA ACTUALIDAD DE LA DIALÉCTICA HEGELIANA Y LA CRÍTICA A LA IDEOLOGÍA TECNOCRÁTICA 

Quisiera, ahora, considerar más detalladamente la pregunta acerca de la relevancia contemporánea de la dialéctica hegeliana. Anteriormente me he referido a su valor cognitivo frente a concepciones simplistas de la individualidad y el mundo de la mercancía. En la civilización material contemporánea, la idolatría de artículos de consumo como el automóvil va de la mano de una desidia bastante generalizada frente al deterioro ambiental y las relaciones sociales de producción. Centrándose en el concepto de alienación, Hegel da un giro de capital importancia a la reflexión sobre el concepto de objeto y las formas en que nos relacionamos con el mundo material. Como he venido sosteniendo, una experiencia humana plena –en un sentido que se le podría atribuir a Hegel– implica la integración armónica entre deseo, intención, poiesis, autoconciencia y reconocimiento intersubjetivo. En lo que sigue, no interpretaré la pregunta acerca de la importancia actual de la dialéctica hegeliana como una pregunta referida a su nivel de popularidad. La progresiva desvalorización de la palabra, tendencia que en nuestra época se ha agudizado en buena medida por la influencia de la industria de la cultura, amenaza con desfigurar el significado de vocablos como relevancia e importancia, que para la mercadotecnia son índices del market share. La mercantilización de las imágenes y las noticias se afinca en un lenguaje sofístico abocado a condicionar los reflejos de los espectadores y los agentes económicos. La posibilidad de mantener abierto un espacio para la autonomía intelectual, condición necesaria para la libertad, pasa por rehusarse a dar por sentada la equivalencia entre lo importante y lo que está de moda. Tampoco asumiré que la pregunta que me ocupa sea una pregunta de corte estadístico, como si los posibles resultados de encuestas de opinión fuesen decisivos. 

A pesar de que al final de la Fenomenología, en el oscuro capítulo sobre el saber absoluto, Hegel parece postular una filosofía contemplativa, su elaboración dialéctica de los significados contribuye a la crítica al positivismo, en un sentido lato del término que lo equipara, siguiendo a Adorno, al culto a la facticidad, a lo dado. Hegel da pie a que se interprete la experiencia humana, incluida la actividad científica, como normativamente estructurada. El término normativamente no implica un deber ser distanciado de toda realidad. Los valores, los ideales y las esperanzas están entre los existenciarios humanos. Sin duda, los historiadores profesionales influenciados por el empirismo o el positivismo critican la filosofía de la historia por su supuesta falta de objetividad. E independientemente de la pregunta acerca de su contenido empírico, a la filosofía de Hegel se le ha endilgado su innegable eurocentrismo. No obstante, el significado de los conceptos hegelianos no está reductivamente determinado por contextos históricos específicos. Los conceptos hegelianos, en su problemática abstracción, son relativamente autónomos frente a situaciones históricas específicas. Las narrativas históricas no agotan los significados de conceptos universales como los de lo singular y lo inmutable. Las dificultades exegéticas asociadas al grado de abstracción de la escritura hegeliana no deberían conducir a que se soslayara la elasticidad de las categorías fenomenológicas, su autonomía relativa respecto de contenidos históricos particulares. Es racista la tesis según la cual la idea del pleno despliegue de las capacidades humanas es inteligible y reviste interés exclusivamente para el mundo noratlántico. Pero para regresar a la discusión acerca del positivismo, la insistencia –como en Ranke– en la fidelidad a los hechos obedece a un interés, a una concepción normativa acerca de la ciencia histórica, concepción cuya validez universal no ha sido establecida. Se distorsiona la historia si se trata acerca de ella de la misma manera en que un físico trata acerca de los campos electromagnéticos. A diferencia de los objetos de las ciencias naturales, tanto los sujetos de la historia como los científicos sociales interpretan el mundo14

Ahora bien, no sólo las ciencias sociales influenciadas por la filosofía hermenéutica han tomado distancia respecto del positivismo. También lo ha hecho la Teoría Crítica. En ambos casos, la dialéctica hegeliana ha desempeñado un papel orientador. Ciertamente, criticar y entender no son necesariamente excluyentes. Así, la crítica inaugurada por Marx contribuye a un conocimiento sustantivo del mundo histórico poniendo de relieve la tesis según la cual se interpreta erróneamente la naturaleza humana, se la falsea, si se pasa por alto la capacidad humana para la autonomía. Si entiendo bien a Marx, interpretamos incorrectamente la sociedad capitalista si la interpretamos como necesaria y como telos del proceso histórico. Es decir que la comprendemos mal si nos abstenemos de criticar tanto el trabajo alienado y, cabría agregar la palabra, alienante, como la ausencia de oportunidades para tantos de nuestros congéneres de constituirse a sí mismos como seres libres en el marco de una interacción creativa y libre con el mundo material. Dicha crítica se nutre de la idea hegeliana de la constitución de sujetos autoconscientes por la vía de una poiesis libre. El concepto hegeliano de historia es ajeno a una política de la ciencia orientada a constatar los hechos de forma valóricamente neutral, es decir, desapasionada, imparcial, desinteresada. El positivismo lógico incurre en un error precisamente cuando limita el sentido de las expresiones lingüísticas a la posibilidad de verificar pública y experimentalmente su contenido. A manera de decreto, la poesía y la teología, por ejemplo, son descalificadas. El positivismo lógico, que Carnap en una ocasión define como una última metafísica destinada a allanar el camino para que la filosofía se convierta en la sintaxis lógica de la ciencia, se apoya en una teoría de la significación fincada en expresiones lingüísticas que dicha teoría tiende a desautorizar como carentes de sentido. Por su parte, el Esperanto filosófico, es decir, la lengua artificial preclara, carente de toda ambigüedad, ansiada por algunos filósofos analíticos, no ha dejado de ser un espejismo. En todo caso, las reglas de la lógica y los símbolos lógicos dependen genética y funcionalmente del sentido que desde el lenguaje cotidiano se les confiere. No es posible por la vía de la verificación experimental establecer la supremacía teórica de la semántica positivista. Y no es posible demostrar que los significados atribuibles a las experiencias estéticas o a las experiencias religiosas son vacíos. La semántica verificacionista estipula, pero no puede establecer, el sentido correcto de los procesos de significación, y refleja la creencia cientificista en la superioridad de una ciencia empírica reductivamente caracterizada. 

Sin duda, dicha semántica no cuenta con respaldo generalizado en medios filosóficos. Por otra parte, no es sencilla la tarea de determinar las formas en que las variantes del positivismo han moldeado la cultura del último siglo en occidente. Se pierde de vista la situación y la función social de la filosofía, si se exagera su influencia en el resto de la sociedad. No obstante, no es descabellado sostener que, a diferencia de la Teoría Crítica o el compromiso de la filosofía hermenéutica con el diálogo, el concepto positivista de hechos verificables ha moldeado la estructura y gobernado el funcionamiento de diversas instituciones modernas y contemporáneas. Me refiero, por ejemplo, a instituciones penitenciarias, académicas, militares, políticas y económicas. Dicho concepto armoniza bien con un mundo centrado, por ejemplo, en la división del trabajo, la técnica, la eficacia, la operatividad, la eficiencia, la mensurabilidad del éxito, el buen funcionamiento del mercado y el aparato administrativo, y la toma de decisiones por parte de expertos. No se trata de sostener apriorísticamente que el positivismo, en sus diversas vetas, sea la causa de la cosificación de la vida en sociedad, ni de atribuir intenciones políticas nefastas a todo aquel que se identifique con ideas positivistas. Pero tampoco cabe pasar por alto los usos tecnocráticos a los que, ciertamente en el campo de la psiquiatría y la criminología estadounidenses, por ejemplo, se han prestado ideas positivistas acerca del sentido de la palabra conocimiento. Ello arroja dudas sobre la pretendida imparcialidad de las corrientes positivistas de pensamiento, lo cual no implica que la politicidad de dichas corrientes obedezca por antonomasia a las intenciones de los pensadores positivistas. Se trata, más bien, de examinar críticamente el funcionamiento del acervo conceptual positivista en el capitalismo tecnocrático-militar. No es de sorprenderse que en sociedades como, a grandes rasgos, algunas de las sociedades noratlánticas, proliferen unas ciencias sociales basadas en el empleo de métodos cuantitativos y clasificatorios. 

Mientras, no son inmediatamente funcionales las reflexiones, como las de la Teoría Crítica y la filosofía hermenéutica, que no están supeditadas a las exigencias del mercado y el aparato administrativo. Pero el conocimiento abocado a la acumulación de los llamados datos de la experiencia y a la orientación de actividades técnico-científicas es un conocimiento que permanece pobre si no llega a articularse con potencialidades humanas como cuidar de la naturaleza y las demás personas. La falta de armonía entre conocimiento, amor, belleza, bondad y amistad no es necesaria. Marx, Freud y la crítica francfortense han contribuido a la dilucidación del precio que la humanidad ha pagado por un desarrollo civilizatorio unidimensional conducente al predominio de la racionalidad instrumental. Pese a los avances técnico-científicos y al aumento exponencial en la capacidad humana para dominar la naturaleza, tendemos a experimentar el mundo histórico, que en cierto sentido hemos creado, como un mundo ajeno. En una época en la que se acumulan los daños ambientales, nuestro extrañamiento frente a nuestras creaciones es a la vez causa, efecto y emblema de la transformación de la dominación de la naturaleza en su progresiva destrucción. Sigue siendo lejana la materialización de la idea, que Hegel contribuye a enriquecer, de que la marca distintiva de lo humano es nuestra capacidad para convertirnos, por la vía de un trabajo y una interacción social libres, en autores de nuestras vidas. El funcionalismo de la civilización material contemporánea no se condice con el pleno desarrollo de la autonomía. De otro lado, la tradición liberal desatiende la ubicua falta de autonomía en el lugar de trabajo. 

Entre los usos clasificatorios del lenguaje está el que posibilita la parcelación del mundo social. Pienso, por ejemplo, en la compartimentación del trabajo intelectual y en el reforzamiento, con miras a obstaculizar las migraciones de personas indigentes, de las fronteras de las zonas dominantes del planeta. Las formas de segmentación del mundo histórico son convencionales, pero ello no quiere decir que las líneas divisorias a las que de manera introductoria me he referido puedan como por arte de magia verse escamoteadas. Suelen ser experimentadas como reales, y –ciertamente en el caso de las barreras migratorias– pueden llegar a ser trágicamente vividas como si fueran leyes férreas de la naturaleza15. El encasillamiento social posibilitado por ciertas convenciones lingüísticas inflexibles es, en el presente estado de la sociedad, ideológico, en el sentido que la tradición inaugurada por Marx le da a la palabra ideología. A pesar de la extemporánea idea de Hegel acerca de la racionalidad de lo real y la realidad de la razón, la dialéctica que él desarrolla aporta elementos para una crítica a la arbitrariedad con la que, por lo general, los seres humanos fraccionamos la sociedad. Sobre la base de un interés hegeliano por la articulación de las diversas esferas de la vida en sociedad, Habermas argumenta con razón que si se pretende resolver el problema hobbesiano del orden exclusivamente por la vía del cálculo mercantil y la administración tecnocrática del sistema capitalista se subestima los efectos destructivos de una racionalidad funcional sobredimensionada sobre la cultura democrática que se ha ido tejiendo en occidente en la época moderna. La crítica a las petrificadas definiciones en las que se asienta la arbitraria distribución del bienestar es una de las condiciones de posibilidad de una poiesis y una interacción social libres. A pesar de su desprestigio, ocasionado en parte por el falseamiento propagandístico del lenguaje en la órbita soviética y por los crímenes de la nomenklatura, la escritura dialéctica puede todavía ser puesta al servicio de la democratización de la autonomía. Claro que, por lo general, aquí me he limitado a elogiarla. No la he desplegado propiamente. Entre los méritos de Hegel está el de no haberse circunscrito a describir la dialéctica de los conceptos. Trata, así sea de modo frecuentemente oscuro, de ponerla en evidencia. 

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Notas.

1 HEGEL, GFW (2004). Principios de la filosofía del derecho. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, p. 19. 

2 Véase “Georg Lukács: Nachwort”, en: HEGEL, GWF (1973). Phänomenologie des Geistes. Frankfurt/M: Verlag Ullstein, pp. 451-588. 

3 Como ya he advertido, el concepto hegeliano de realidad que aquí interesa no remite a una facticidad terminada de una vez por todas que el sujeto cognoscente debería limitarse a constatar. Se trata, más bien, de una realidad teleológicamente entendida, una realidad producida (verwirklicht) por animales racionales que verían plenamente realizada su racionalidad. 

4 Las siglas se refieren al materialismo dialéctico (dialektischer Materialismus) oficial de la órbita soviética. Véase ADORN, Th (1997). “Marginalien zu Theorie und Praxis”,en: GS 2. Ed. Rolf Tiedemann. Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag, pp. 759-782. 

5 Véase DESCOMBES, V (1998). Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa. Madrid: Cátedra, p. 28. 

6 Identidad aquí no quiere decir homogeneidad. 

7 HEGEL GFW (1999). Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid: Alianza Editorial, pp. 101-2. 

8 El concepto hegeliano de espíritu contribuyó a que más adelante se problematizara lo que Habermas ha llamado filosofía de la conciencia y filosofía sujetocéntrica. Hegel, eso sí, no esclarece bien los significados que atribuye a la palabra conciencia. Por lo general, la palabra denota las diversas etapas formativas de un mundo intersubjetivo plenamente articulado, y suele estar adjetivada. Hay referencias, por ejemplo, a la conciencia estoica, la conciencia piadosa y la conciencia inmutable. De otro lado, conforme a la definición de la Fenomenología como ciencia de la experiencia de la conciencia parecería que el término conciencia englobara la totalidad del proceso fenomenológico. En el prólogo, da la impresión que la conciencia está definida en términos de la res cogitans cartesiana, mientras que –como ya se ha indicado– la palabra espíritu hace referencia a la posible objetivación en el mundo de la política moderna de significados intersubjetivamente compartidos. En general, el sustantivo conciencia–que me parece más difícilmente comprensible que los verbos asociados al concepto de actividad mental, sea ella específicamente lingüística o, más ampliamente, neurofisiológica–suele estar referido en Hegel a los deseos, las pasiones y los pensamientos de sujetos que permanecen extrañados del mundo objetivo. Como sea, conviene recordar que las reflexiones de Hegel son anteriores al giro lingüístico. 

9 Como he sostenido anteriormente, el saber absoluto se desmarcaría de la reflexión representacional. No sería un saber sobre el ser, y por ende divorciado del ser, sino que sería un saber orgánicamente articulado con la experiencia. 

10 Véase, no obstante, la excelente interpretación que Herbert MARCUSE ofrece del concepto hegeliano de saber absoluto en Eros y civilización. Barcelona: Editorial Ariel, 1981 y 2002, pp. 111-6. 

11 Se entiende mal dicha crítica si se la practica obviando la necesidad de interpretar cuidadosamente el sensus comunis, el mundo de la vida. Gadamer caracteriza el sensus comunis persuasivamente como la matriz de los significados de los que la crítica a la ideología depende. En su debate con Habermas, Gadamer pone en duda la idea de Habermasde que los lenguajes de la teoría psicoanalítica y la crítica de Marx a la irracionalidad del capitalismo, lenguajes herederos de la ilustración, constituyen metalenguajes esclarecidos, estables y soberanos a partir de los cuales la ideología puede ser desenmascarada. Según Gadamer, Habermas pierde de vista la dependencia tanto semántica como genética de dichos lenguajes respecto de su matriz, verbigracia, el mundo de la vida. Habermas, por su parte, reconoce la incrustación de la crítica a los usos distorsionados del leguaje en la tradición cultural de occidente, y particularmente en el iluminismo moderno, pero hace hincapié en que se entiende mal dicha tradición si se soslaya su característica fundamental, a saber, su reflexividad, su fuerza autocrítica. Para Gadamer, la filosofía hermenéutica consiste en el arte de comprender y comprender implica develar el mundo histórico o, si se quiere, la substancia históricamente efectiva, que estructura y posibilita toda interpretación, incluida la crítica ilustrada. Mientras, Habermas endilga a Gadamer un tradicionalismo conservador y autoritario, que infravalora la institucionalización en la época moderna de un lenguaje elástico, autorreflexivo, que hace posible la evaluación crítica de las pretensiones de validez de los hablantes corrientes. 

12 Habría que acotar que, como filosofía de la naturaleza, el hegelianismo está desprestigiado. Podría ser, sin embargo, que Hegel arrojase algo de luz sobre las mutaciones semánticas que las teorías de la naturaleza experimentan, sobre la relación entre lo natural y lo cultural, y sobre la relación entre los lenguajes técnicos de las ciencias experimentales y las lenguas maternas. 

13 En este contexto, Habermas haría hincapié en el uso comunicativo y no coercitivo, estratégico o manipulador, del lenguaje. 

14 Sigo aquí a Anthony Giddens. Tengo en mente su concepto de doble hermenéutica. 

15 A manera de ejemplo, paso a considerar la distinción entre lo económico y lo político. Formulaciones reduccionistas como las que sostienen que todo es político o que todo se reduce al juego de intereses económicos expresan una verdad parcial, y es que la economía y la política tienden a ser experimentadas hoy en día como si estuviesen disociadas. Frecuentemente participamos en el mercado sin estar conscientes de su entrelazamiento con la política, es decir, sin estar conscientes de los efectos económicos de, por ejemplo, las formas en que se distribuye el poder en las instituciones gubernativas, los conflictos de intereses entre los estados nacionales y el ejercicio hoy en día hegemónico del poder militar estadounidense. Pero sería falso concluir que, en última instancia, lo económico y lo político son unidades disjuntas o, en la línea de las paradójicas interpretaciones tecnocráticas de la política económica, que la economía matemática no tiene nada que ver con la política, como si su prestigio académico y los recursos que se le asignan para la investigación y la docencia obedecieran a decisiones desinteresadas.