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Frónesis

versión impresa ISSN 1315-6268

Frónesis v.10 n.3 Caracas dic. 2003

 

El sentido histórico del proyecto educativo de Lutero (I)

Roldan Tomasz Suárez Litvin
Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa
Facultad de Ingeniería
Universidad de Los Andes
Mérida, Venezuela
roldansu@ula.ve

Resumen

El presente es el primero de un conjunto de artículos dedicados a la comprensión histórica de la reforma educativa que Martín Lutero impulsó en Alemania a principios del siglo XVI. Luego de ofrecer algunos indicios preliminares acerca de la vinculación entre el pensamiento de Lutero y la crisis del orden de sentido medieval, se procede a tratar en detalle las ideas educativas de este pensador. Se muestra, en primer lugar, de qué modo el tema educativo se le presenta a Lutero como problemático y digno de atención. En segundo lugar se despliega la propuesta educativa que Lutero formula en vista de la problemática que tiene entre manos.

Palabras clave: Reforma educativa, lutero, orden medieval, comprensión histórica.

The Historical Sense of Luther´s Educational Project

This is the first of two papers devoted to the historical comprehension of educational reform promoted by Martin Luther in early 16th century Germany. After showing some preliminary connections between Luther’s thoughts and the crisis of the medieval order, Luther’s educational ideas are treated in detail. First, the nature of the educational issue as seen by Luther is explained, and why it seemed to demand closer attention. Secondly, Luther’s proposals for educational reform are presented as a response to the wider problems confronted by him at that time.

Key words: Educational reform, Luther, medieval order, historical comprehension.

Recibido: 04-11-2002 · Aceptado: 20-10-2003

1. Introducción

El presente trabajo despliega un camino inquisitivo que busca comprender a fondo el pensamiento de Martín Lutero en el campo de la educación. La expresión “comprender a fondo” debe ser entendida, aquí, en un doble sentido. En primer lugar, se trata de superar (ir más allá de) el enfoque usualmente adoptado en esta clase de trabajos. Podríamos caracterizar tal enfoque diciendo que éste supone dogmáticamente que las ideas educativas de un pensador del pasado forman parte de un proceso histórico de continuo progreso del saber humano en esa materia; progreso que culmina –al menos por ahora– en nuestras presentes convicciones acerca de cómo y por qué debe educarse a los jóvenes de una cierta manera. Desde esta perspectiva, lo que interesa del pensamiento educativo de otras épocas es en qué medida y de qué forma éste hizo “avanzar” esa “área” particular del saber –de la cual se presume que está, y siempre ha estado, en continuo perfeccionamiento. Por eso esta clase de investigación busca detectar aquellas ideas del pensador que resultan novedosas para su época, y que parecen ser precursoras de las nuestras actuales, y distinguirlas de aquellas otras que lucen como conservadoras o retrógradas. Nótese que esto implica ver la obra del pensador como una especie de colección de ideas independientes entre sí, donde cada una de ellas puede perfectamente sostenerse por sí sola, sin necesidad de acudir a las demás. Más aún, de acuerdo con esa misma lógica, el conjunto de ideas educativas de un pensador forma un “área” de conocimiento auto-subsistente, es decir, fundamentalmente independiente de cualquier otra área en la cual haya podido trabajar ese pensador. Es por ello que las investigaciones realizadas bajo ese enfoque pocas veces necesitan recurrir a temas ajenos al estrictamente educativo para construir sus explicaciones.

Lo que el presente trabajo pretende “superar” con respecto a ese enfoque dominante es, en pocas palabras, la ingenuidad histórica en la que éste incurre. Por “ingenuidad histórica” entiendo la falta de conciencia crítica acerca del carácter históricamente contingente de los presupuestos sobre los cuales se basa ese (o cualquier otro) enfoque. Tal ingenuidad permite suponer que la problemática educativa de nuestra época particular fue el tema de fondo al que trató de dar respuesta el pensamiento educativo desde sus mismos inicios, y que nuestras convicciones actuales en ese campo fueron, desde siempre, el gran objetivo que ese pensamiento se propuso alcanzar –aunque ciertamente de manera defectuosa y balbuceante. Esta posición parece olvidarse de una de las mayores ganancias que, en términos de conocimiento crítico, nos ofrecieron la antropología y la filosofía del siglo XX: la noción de “relativismo cultural”, es decir, la idea de que toda realidad percibida y/o comprendida depende (y se da sobre la base) del sustrato cultural en el que ella aparece y del cual forma parte. Bien conocidos son, en ese campo, los trabajos filosóficos de pensadores de la talla de Heidegger, Foucault, Lyotard, MacIntyre y otros similares. De ellos se deduce, claramente, que el tratamiento que una cierta época da a una determinada temática sólo puede ser comprendido adecuadamente –es decir, “a fondo”– si logra comprenderse el sentido que dicha temática tenía en su contexto original. El despliegue de ese contexto de sentido epocal torna a ser, entonces, una tarea de vital importancia para el investigador (Fuenmayor, 1991).

Así arribamos al segundo significado de nuestro afán por “comprender a fondo” el pensamiento educativo de Lutero. Se trata de un tipo de comprensión que busca destapar el “fondo” de ese pensamiento –o, mejor dicho, su “tras-fondo”. Ese trasfondo no es otro que la época particular en la que Lutero vive, y que constituye el contexto fundamental e inseparable de su trabajo. La inseparabilidad de ambos puede ser pensada en términos de la relación figura-fondo de la Gestalt: cada uno de los lados de dicha relación implica al otro, al punto que intentar prescindir de uno de ellos es destruir al otro. De hecho, el procedimiento utilizado por el enfoque dominante que antes describimos no hace más que tratar de separar la “figura” de su “trasfondo”, obteniendo como resultado un conjunto inconexo de elementos –en este caso: ideas educativas o “áreas” independientes entre sí– carentes de un sentido unitario que los englobe a todos. Como veremos más adelante, lo particular del pensamiento educativo de Lutero es que éste parece responder a un cambio de fondo en la cultura occidental. En efecto, a lo largo de nuestro camino inquisitivo iremos mostrando cómo este pensamiento nace de la necesidad histórica de develar un nuevo orden de sentido para Occidente, capaz de sustituir al declinante orden de sentido medieval. Veremos, también, que ese momento histórico particular parece constituir el umbral de la Modernidad, es decir, prefigura el orden de sentido al que aún hoy nos hallamos sometidos, al menos parcialmente.

2. El rechazo del orden medieval

Cuenta la tradición que el día 31 de Octubre de 1517, Martín Lutero clavó en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, en Wittenberg, un escrito que pasaría a la historia como el punto de ignición de la Reforma Protestante. En dicho documento –conocido como las “Noventa y Cinco Tesis”– Lutero atacaba la práctica eclesiástica de la “indulgencia”, un procedimiento mediante el cual el pecador quedaba eximido de sus pecados a cambio del pago de una cierta cantidad de dinero a la Iglesia.

Aunque la indulgencia había sido practicada por la Iglesia cristiana desde la temprana Edad Media, en su forma original no era más que la conmutación de una pequeña parte de la penitencia por la donación de una suma de dinero para fines religiosos. Tal donación en ningún caso podía ser vista como mérito suficiente para el perdón de los pecados, pues ello exigía, además de la penitencia, la confesión ante un sacerdote, el arrepentimiento sincero y la absolución. A partir del siglo XII, sin embargo, las indulgencias se transformaron en algo más atractivo para los fieles y más lucrativo para la Iglesia. En ese su momento de mayor poder y esplendor, la Iglesia medieval estaba en pleno proceso de expansión, lo que implicaba, entre otras cosas, tener que multiplicar cargos eclesiásticos, construir todo tipo de edificaciones (catedrales, iglesias, monasterios, universidades, hospitales) e involucrarse en expediciones militares (como, por ejemplo, las Cruzadas). Las indulgencias se transformaron en la principal fuente de financiamiento de tales actividades y progresivamente empezaron a ser presentadas como el medio de expiación más seguro y expedito, sustituyendo incluso el acto de confesión. Con el paso del tiempo, el uso abusivo de las indulgencias se hizo notorio, y para la época de Lutero adquirió unas dimensiones francamente escandalosas. Así, por ejemplo, en 1476 el papa Sixto IV extendió la autoridad de las indulgencias al purgatorio, lo que significaba que gracias a una donación en efectivo era posible lograr la liberación inmediata de un alma que permaneciese atrapada en dicho sitio. Más tarde llegaron a ofrecerse indulgencias válidas para pecados futuros y otras que abiertamente eximían al pecador de la necesidad de arrepentirse por sus pecados. El tráfico de indulgencias llegó a convertirse en un negocio tan extenso y lucrativo que los banqueros más poderosos en la Europa de aquel entonces (los Fugger de Augsburgo) terminaron por encargarse de su manejo.

Las indulgencias fueron, pues, la causa inmediata de la protesta que Lutero hizo pública en aquellas célebres circunstancias. Al igual que muchos otros hombres educados de la época, Lutero vio en el tráfico de indulgencias la manifestación más cruda y descarnada del extremo de degradación al que había llegado la Iglesia para ese momento. Quizás por ello mismo las “Noventa y Cinco Tesis”, sin que nadie se lo propusiese intencionalmente, se difundieron por toda Alemania con inusitada rapidez y pronto levantaron una polémica que habría de incendiar a Europa entera. Pero las indulgencias no eran, ni mucho menos, la única situación percibida por Lutero como irregular dentro de la Iglesia. Tampoco constituían la causa de fondo que impulsaba el aún incipiente movimiento de Reforma. Muchas otras prácticas de la Iglesia estaban siendo puestas en tela de juicio: La opulencia y suntuosidad de la que vivían rodeados los altos jerarcas de la Iglesia (y cuyo punto cúspide lo representaba la corte del papa en Roma), contrastaban con su pretendido papel de guías espirituales. La posesión de ejércitos propios por parte del papa, su continuo involucramiento en diversas guerras, su intromisión en asuntos de política, el nepotismo patente en los nombramientos eclesiásticos, todo esto hacía ver al “Vicario de Cristo” como alguien preocupado más por asuntos mundanos que espirituales. A esto se le sumaba, además, un sinnúmero de prácticas que, como en el caso de las indulgencias, a todas luces no buscaban otra cosa que aumentar el drenaje de recursos materiales hacia la Santa Sede.

Ahora bien; Lutero veía estos males no como un alejamiento accidental y pasajero de lo que el discurso oficial de la Iglesia planteaba como ideal, sino como el resultado inevitable de una concepción totalmente errada del papel que debía jugar la Iglesia en el mundo. Las indulgencias, precisamente por llevar la depravación eclesiástica hasta su límite, revelaban con claridad cuál era ese problema de fondo que constituía la raíz de todos los males. En primer lugar, en la práctica de las indulgencias se hallaba implícita la suposición de que la Iglesia tenía el poder de influir en los juicios y en las decisiones divinas –si es que no gozaba de control completo sobre ellos. Sólo así podía explicarse que el perdón de los pecados (en principio, un acto libre de Dios) pudiese ser garantizado por decisión del papa o de alguno de sus agentes. Las implicaciones que esto tenía eran sumamente graves: si estaba en manos de los jerarcas eclesiásticos asegurar el perdón de los pecados, entonces de ellos dependía también la salvación del alma, que era el fin último de la vida humana y de la existencia de este mundo. La Iglesia parecía desplazar a Dios de su sitial de honor y atribuirse ella misma sus facultades. Por otra parte, la práctica de las indulgencias suponía y promovía un modo de relacionarse con Dios que se reducía a una simple negociación comercial. A Dios parecía no importarle otra cosa que el pago en efectivo que un pecador le pudiese hacer por concepto de los pecados cometidos. No importaba si el pecador se arrepentía o no de sus pecados, si estaba genuinamente dispuesto a enmendarse, ni siquiera importaba si tenía fe o no, lo único que le importaba a Dios, lo único que aseguraba la salvación, era cuánto dinero podía pagar esa persona. En pocas palabras, dejaba de tener importancia la disposición interna de cada individuo hacia Dios, su apertura hacia El, la experiencia personal que se pudiese tener de su presencia. Claro está, la imagen de Dios como un usurero universal difícilmente podía servir de inspiración para esta clase de experiencias.

El problema de fondo que las indulgencias ponían al descubierto era, entonces, el que los jerarcas de la Iglesia se habían elevado por encima de los hombres comunes para convertirse en una especie de elite de “allegados” a Dios, un grupo de privilegiados que tenía acceso directo al Creador, que podía influir en sus decisiones y que se arrogaba el derecho exclusivo de hablar en su nombre. Esta elevación, a la vez, rebajaba a Dios a la condición propia de un príncipe terrenal: incapaz de gobernar el mundo sin el apoyo permanente de sus funcionarios, eternamente rodeado de su séquito de cortesanos y alejado de las grandes masas, siempre ávido por acumular riquezas materiales para preservar su gobierno. De este modo entre el hombre común y Dios se abría un abismo insalvable. El contacto directo entre ambos, sin la intermediación de la Iglesia, resultaba impensable. Y lo único que los hombres le debían a Dios era una obediencia incondicional a sus leyes (so pena de tener que “pagar” las transgresiones en esta u otra vida), sin que importasen en lo más mínimo los móviles internos de esa obediencia.

Pero, ¿qué había llevado a la Iglesia a elevarse de esa manera por encima de los demás seres humanos? Para Lutero la causa estaba muy clara: la Iglesia había caído presa del pecado más abominable de todos: la soberbia. Desde la época de San Agustín la soberbia era entendida como el vicio fundamental del cual fluían todos los demás pecados (MacIntyre, 1998, p. 155). Era lo que hacía que el hombre se olvidara de Dios y concentrara todos sus deseos en torno a sí mismo, en el engrandecimiento de su propio ego. Por el contrario, la humildad, entendida como la sumisión y obediencia a Dios, era considerada como la virtud fundamental del buen cristiano. La soberbia ya se había hecho presente en los mismos orígenes de la humanidad, cuando Adán y Eva probaron el fruto del Arbol del Conocimiento movidos por el deseo de ser iguales a Dios. Ese primer acto de soberbia fue lo que desencadenó su expulsión del Paraíso y todos los males que sobrevinieron a consecuencia de eso. Del mismo modo, de acuerdo con Lutero, la soberbia de papa y sus acólitos parecía haberlos llevado a pensar que eran algo más que simples seres humanos, que estaban más cerca de Dios que los demás y que las limitaciones propias de la condición humana (como la imperfección del conocimiento y la debilidad de carácter) no los afectaban. El lujo, el esplendor mundano, las ansias de poder y todos las demás abusos en los que había incurrido la Iglesia de la época no eran para Lutero sino manifestaciones de esa gran soberbia. Por eso, cuando en 1520 Lutero hace su primer llamado público a romper definitivamente lazos con Roma, lo que denuncia en primer lugar es esa soberbia:

Es algo horrible y aterrador el que el líder de la Cristiandad, que se presume Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro, viva en un esplendor mundano tan grande que en este aspecto ningún rey ni emperador pueden igualarlo o, siquiera, acercársele, y que aquel que pretende el título de “más sagrado” y “más espiritual” sea más mundano que el mundo mismo. Lleva sobre su cabeza una triple corona, cuando los más grandes reyes usan una sola; si esto se parece a la pobreza de Cristo y de San Pedro, entonces se trata de un nuevo tipo de parecido.... Si el papa rezara con lágrimas a Dios, tendría que dejar de lado esas coronas, pues nuestro Dios no tolera la soberbia; y su cargo no consiste más que en esto: llorar y rezar a diario por la Cristiandad, y dar un ejemplo de toda humildad (Lutero, 1520, Abuses to be discussed in Councils; traducción y énfasis míos).

Más adelante, en el mismo texto, Lutero denuncia prácticas como la de besarle los pies al papa, cargarlo como un ídolo sobre los hombros, permitirle recibir la comunión sentado en vez de arrodillado, y otras. Pero su critica no se limita a estas cuestiones de carácter más superficial, sino que toca también asuntos de mucha mayor gravedad y trascendencia. Lutero pone en duda dos pilares fundamentales sobre los que descansaba el poder del papa en aquella época: su potestad exclusiva para interpretar normativamente la Biblia y su supremacía política sobre las autoridades temporales. Ambas pretensiones se basaban en la idea de la superioridad del “estado espiritual” (al que pertenecía todo el clero) sobre el “estado temporal” (al que pertenecían todos los laicos). Lutero rechaza categóricamente tal superioridad argumentando lo siguiente:

Es pura invención que el papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes deban ser llamados “estado espiritual”, mientras que los príncipes, señores, artesanos y campesinos deban llamarse “estado temporal”. Esto es, en verdad, una buena pieza de mentira e hipocresía. Pero nadie debería sentirse atemorizado ante esto, y he aquí la razón: todos los cristianos verdaderamente pertenecen al “estado espiritual”, y no hay diferencias entre ellos que no sean las del cargo, como dice Pablo en I Corintios 12:12. Todos somos un cuerpo, aunque cada miembro tenga su propio trabajo, mediante el cual sirve a todos los demás, y esto porque tenemos un mismo bautismo, un mismo Evangelio, una misma fe y todos somos igualmente cristianos; pues el bautismo, el Evangelio y la fe de por sí nos hacen un pueblo “espiritual” y cristiano (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía).

Nótese que Lutero parte aquí de una idea de igualdad fundamental entre todos los seres humanos (o, al menos, los cristianos) ante los ojos de Dios. Por ello nadie puede alegar, en virtud del cargo que detenta, que tiene un acceso privilegiado al Creador, y que esto lo autoriza a gobernar en la Tierra.

Tan extravagantes, presuntuosas y torcidas obras del papa han sido concebidas por el demonio, con el fin de que bajo su amparo pueda éste con el tiempo traer al Anticristo y elevar al papa por encima de Dios, como muchos están dispuestos a hacerlo y lo han hecho. No es propio de un papa exaltarse a sí mismo por encima de las autoridades temporales, excepto en labores espirituales tales como predicar o absolver. En otras cosas él debe ser súbdito.... Sus nobles están en el deber de impedir y castigar tal tiranía. El no es Vicario de Cristo en el Cielo, sino de Cristo tal como éste caminó sobre la Tierra (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción y énfasis míos).

Vemos, entonces, cómo el problema aparentemente simple de las indulgencias escondía en su seno una problemática de mucho mayor peso. Lo que Lutero estaba cuestionando era la posición que la Iglesia pretendía ocupar en el mundo, y por tanto el papel que le correspondía desempeñar ante Dios y los hombres. Pero no sólo eso. Si examinamos con cuidado las citas anteriores, notamos que el problema del papel de la Iglesia estaba llevando a Lutero a plantearse cuestionamientos aún más radicales, tales como: ¿cómo debe practicarse la virtud cristiana de la humildad? ¿en qué consiste nuestra condición como cristianos ante los ojos de Dios? ¿cuál es la naturaleza de una comunidad cristiana? ¿cómo debe ejercerse en ella la autoridad? Eran preguntas que interrogaban por la condición humana, por el papel que nos correspondía jugar dentro de la Creación, por el modo como debíamos conducir nuestras vidas y los bienes que debíamos perseguir. Pero, yendo aún más a fondo, la protesta de Lutero estaba poniendo sobre la mesa preguntas estrictamente teológicas, como por ejemplo: ¿Cómo gobierna Dios al mundo y por qué necesita a un Vicario? ¿En qué consiste la dualidad “espiritual” vs. “temporal”? ¿Qué es el bautismo? ¿De qué depende el perdón de los pecados y la salvación del alma? Las respuestas que Lutero estaba empezando a formular a todas estas preguntas entraban en conflicto con las doctrinas establecidas por la Iglesia –de hecho, con gran parte del acervo teórico acumulado durante los últimos siglos. Estas doctrinas dominantes, a los ojos de Lutero, no eran más que producto de la soberbia que había cegado a la Iglesia y que le había impedido atender e interpretar con el debido cuidado la palabra de Dios. La única función de tales doctrinas era justificar, legitimar y promover esa misma soberbia que las había originado.

No es de extrañar, entonces, que una de las reformas que Lutero vio como más urgente fue la de las Universidades. Las Universidades, por la naturaleza de su actividad, eran el lugar más indicado para llevar a cabo el tipo de debate que Lutero estaba proponiendo y para comprobar la legitimidad de sus planteamientos. De estas instituciones, por tanto, podía y debía partir un movimiento de profunda reforma de toda la cristiandad. Pero las Universidades eran, precisamente, los principales centros de elaboración, difusión y defensa de aquellas concepciones erróneas que Lutero estaba combatiendo:

Los asuntos de los que hablo son de domino público, y sin embargo carezco de palabras para contarlos. Los obispos, los sacerdotes y, sobre todo, los doctores en las Universidades, que cobran sus salarios para tales fines, debieron haber cumplido con su deber y haber escrito y gritado contra estas cosas; pero han hecho todo lo contrario (Lutero, 1520, Abuses to be discussed in Councils; traducción mía).

El que las Universidades hayan podido ponerse al servicio de los errores y abusos de la Iglesia le indicaba a Lutero que estas instituciones también habían caído presa de la generalizada decadencia espiritual y se habían olvidado de la misión original que les dio su sentido: defender la verdadera fe cristiana de todo error, pecado y herejía. Hacía falta, entonces, encaminarlas nuevamente hacia esa misión, lo que implicaba depurar el currículo universitario de gran parte del material de estudio que con el tiempo allí se había acumulado hasta obstruir por completo el acceso a la Palabra de Dios.

¿Qué otra cosa son las Universidades, si su condición presente permanece inalterada, que, como dice 2 Macabeos 4:9,12, Gymnasia Epheborum et Graecae gloriae (“lugares para entrenar a los jóvenes en la gloria de los griegos”), donde prevalece la vida disoluta, las Sagradas Escrituras y la fe cristiana poco se enseñan y el ciego y pagano maestro Aristóteles reina por doquier, incluso más que Cristo? (Lutero, 1520, Proposals for Reform, Part III; traducción mía).

El cambio curricular planteado por Lutero en ese mismo texto distaba mucho de ser superficial. Pedía la eliminación inmediata de toda la filosofía natural y moral de Aristóteles (Física, Metafísica, Del Alma, Etica Nicomaquea), que para aquel momento constituía el tronco central de la formación universitaria. En los estudios de teología proponía disminuir o eliminar la lectura de los Cuatro Libros de Sentencias de Pedro Lombardo y de los escritos de los Padres de la Iglesia, textos entonces considerados como básicos e indispensables para esa disciplina. En el campo del Derecho, Lutero abogaba por abandonar el estudio del derecho canónico, lo que para la gran mayoría de los juristas de la época debía significar, simplemente, la destrucción del objeto de estudio de su disciplina. En resumen, con estas propuestas Lutero estaba desmantelando no sólo el currículo universitario medieval –tal como éste había sido concebido y practicado al menos desde el siglo XIII–, sino las bases mismas de todo el cuerpo de conocimientos desarrollado en los siglos precedentes.

Todo lo anterior pone en evidencia uno de los aspectos del pensamiento de Lutero que resulta de la mayor importancia para la investigación que aquí estamos adelantando. Se trata de que, más allá de los asuntos circunstanciales que ocupaban la atención de Lutero de manera explícita –como, por ejemplo, el caso de las indulgencias–, su pensamiento parecía estar destinado a cuestionar a fondo la totalidad del orden que hasta ese momento había regido a las sociedades europeas. Lo que Lutero estaba poniendo en tela de juicio, quizás sin ser plenamente consciente de ello, eran las bases mismas de las instituciones, de la religiosidad y del saber medievales. El terreno fértil en el que cayó tal cuestionamiento muestra que su llegada se dio en el momento oportuno, y que una nueva humanidad pugnaba ya por emerger de las ruinas del orden medieval.

Vale le pena detenernos un momento en torno a este último comentario sobre el carácter “arruinado” del orden medieval para la época de Lutero. Como hemos visto, Lutero estaba convencido de que los múltiples abusos de la Iglesia de su época se debían, en gran medida, a las falsas doctrinas que se habían impuesto en los siglos precedentes y que aún seguían dominando en sus tiempos. Parece claro, sin embargo, que ninguno de los pensadores medievales que contribuyeron a dar forma a tales doctrinas habría estado dispuesto a justificar o legitimar aquellos vergonzosos procederes que Lutero enfrentaba en su época. Ninguno de ellos habría esperado que su pensamiento algún día fuese a servir sistemáticamente como sustento para unas prácticas a todas luces perversas y viciadas. Cabría suponer, entonces, que el uso que se le daba a tales doctrinas a principios del siglo XVI constituía una degeneración del sentido que ellas tenían en su contexto original. Al parecer, entonces, ese contexto original, ese orden medieval que les había dado sentido, estaba ausentándose ya en la época de Lutero. Más aún, sólo de ese modo podemos explicar el hecho de que el pensamiento de Lutero haya podido poner en duda aspectos fundamentales del orden medieval. Si Lutero aún hubiese estado sometido a su poder, no habría sido capaz de distinguir esos aspectos fundamentales, de hacerlos tema, de planteárselos como problema. Por el contrario, habría permanecido aprisionado dentro de ellos: su pensamiento, sin él saberlo, los habría asumido como dogmas incuestionables.

Algunos acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante los dos siglos precedentes al comienzo de la Reforma parecen corroborar la idea de que el declive del orden medieval estaba en marcha desde hacía ya un bien tiempo. No hay duda de que la corrupción y la decadencia en el seno de la Iglesia, con la consiguiente caída de su prestigio y autoridad, habían comenzado ya desde principios del siglo XIV. El período conocido como el “Cautiverio Babilónico de la Iglesia” (1309-1377), durante el cual el papado cambió su tradicional residencia en Roma por la ciudad francesa de Avignon, inauguró una época de creciente confusión en torno a la legitimidad del papa de turno, precipitando, finalmente, la crisis conocida como el Gran Cisma de Occidente (1377-1417), cuando Europa tuvo que presenciar el insólito espectáculo de tres papas rivales disputándose la silla de San Pedro. Poco tiempo después el primero de los Borgia asumía el cargo de Sumo Pontífice (Calixto III), dando inicio a uno de los periodos más tristemente célebres en la historia de la Iglesia católica.

Pero no sólo el liderazgo espiritual, sino también el liderazgo temporal de Europa estaba atravesando por un proceso de fragmentación y desmoronamiento. Desde la coronación de Carlomagno como emperador, en el año 800, Europa había soñado con la unificación política de toda la cristiandad bajo un único gran Imperium Christianum (llamado posteriormente “Sacro Romano Imperio”). Este proyecto, aunque encontró siempre enormes dificultades a su paso y nunca llegó a realizarse de manera plena, siguió vigente como proyecto por lo menos hasta el siglo XIII. A partir de ese momento, sin embargo, pese a que el título formal de Emperador del Sacro Romano Imperio continuó siendo utilizado (de hecho hasta 1806), las pretensiones territoriales se hicieron cada vez más modestas, llegando finalmente a cubrir sólo el área correspondiente hoy día a Alemania. Al mismo tiempo Europa se dividía y fragmentaba en una serie de monarquías independientes que entablarían una multitud de prolongados conflictos armados en los siglos venideros.

Lo anterior muestra que las dos principales instituciones que reflejaban, en diferentes planos, el orden, la unidad y la armonía del mundo medieval, entraron en un proceso de franco deterioro después del siglo XIII. Dicho deterioro, junto con los conflictos y dilemas que traía para la sociedad europea, lo encontramos reflejado, por ejemplo, en una de las obras literarias más emblemáticas del siglo XIV: el Decamerón de Giovanni Boccaccio (1353). En ella su autor nos dibuja la imagen de una ciudad –Florencia– que, ante la expansión vertiginosa de la peste bubónica, se sumerge en el caos absoluto. Tanto las autoridades temporales como las espirituales abandonan sus cargos y deberes, dejando a la sociedad a la intemperie del “¡sálvese quien pueda!”. El egoísmo humano empieza a desbordarse y a producir innumerables horrores, ante lo cual aparecen no sólo difíciles decisiones morales sino también la necesidad de re-evaluar globalmente el sentido de la vida humana. En particular el valor de la vida monástica, con su ascetismo y desprecio por lo mundano, queda en entredicho: las difíciles circunstancias hacen que esa máscara hipócrita de elevación espiritual ruede por el suelo, revelando la ignorancia, la avaricia y la lujuria que reina en aquellos recintos. Por oposición, otro modo de vida, más condescendiente con las necesidades y los placeres del mundo natural, empieza a abrirse camino.

La imagen del monasticismo que nos presenta Boccaccio se ve reforzada por algunos datos historiográficos que dan cuenta de la decadencia intelectual que empieza a sufrir el clero desde fines del siglo XIII, y que se profundiza aún más en los siglos siguientes. Diversos documentos de la época revelan una creciente preocupación de algunos jerarcas eclesiásticos por el manifiesto desconocimiento del latín que reina en la mayoría de los monasterios. Cada vez más sacerdotes y monjes son incapaces de leer y entender correctamente el latín, mucho menos de hablarlo y escribirlo. Este problema sólo puede ser comprendido en toda su magnitud al recordar que, a lo largo de toda la Edad Media, el latín fue el único idioma de la cultura y del saber, al punto de que su desconocimiento cerraba por completo el acceso a cualquier tipo de formación intelectual. Quien no conocía el latín, ni siquiera podía leer la Biblia en su versión estándar (conocida desde el siglo VI como la Vulgata), y mucho menos interpretarla y exponerla de manera acertada. Obviamente esta situación tenía que traer consecuencias nefastas para la educación que se impartía en los monasterios de la época –que de hecho era la única educación pre-universitaria existente– donde la ignorancia de los profesores crecía a la par de la brutalidad de sus métodos (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 239).

Vale la pena observar que el problema de la desaparición del latín no constituía sólo un problema de la Iglesia y de la educación que ésta impartía en sus instituciones. Entre los siglos VI y IX el latín dejó de hablarse en su forma clásica y se transformó gradualmente en una serie de lenguas vernáculas que dieron origen a los idiomas modernos de Europa. Para el siglo X el latín ya no era el idioma de ningún pueblo en particular, y desde el siglo XI todo el que estudiaba latín no tenía más remedio que enfocarlo como una lengua extranjera. En los siglos XIII y XIV la pérdida del latín en el conjunto de la población ya era manifiesta (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 234). Ahora bien; como ya hemos dicho, el latín era el idioma en el que estaban contenidos todos los conocimientos y toda la tradición literaria de la Europa de aquel entonces. Era, por tanto, el idioma portador de la cosmovisión propia de aquellas sociedades medievales, el depositario de su orden de sentido. Sólo por intermedio del latín este orden podía subsistir, dominar y reproducirse en la cultura europea. Incluso las clases más bajas e incultas podían ser penetradas por esa cosmovisión gracias a que podían comprender lo que se decía en las misas a las que asistían regularmente (que hasta bien entrado el siglo XX se oficiaron exclusivamente en latín). Podemos imaginar, entonces, los efectos que debió haber tenido la pérdida del latín en el común de la sociedad, seguida de su pérdida hasta en las clases más cultas. Este evento no consistió, simplemente, en la sustitución de un “sistema de signos” por otro, como pensaríamos hoy en día. La pérdida del latín necesariamente tuvo que significar la pérdida del poder que aquel orden de sentido ejercía sobre la cultura europea. Por ello no sería descabellado afirmar que el desmoronamiento del orden medieval tuvo que estar estrechamente asociado a la pérdida del latín como idioma básico de la civilización europea.

Sea como fuere, todos estos acontecimientos sin duda eran testigos del proceso de declive del mundo medieval. A ellos habría que sumarles, también, dos importantes eventos históricos que tuvieron lugar en vida de Lutero: el descubrimiento de América (1492), y la aparición del modelo copernicano del universo (1543). Es bien conocido que ambos eventos chocaban abiertamente con la imagen medieval del mundo, e incluso con algunos de los supuestos más básicos sobre los que se fundaba el saber de la Edad Media. En términos generales, entonces, podemos decir que para la época de Lutero el orden medieval ya no parecía capaz de seguir dándole sentido ni a la vida humana en su totalidad, ni a los asuntos particulares que los seres humanos enfrentaban a su paso por esa vida. Pero tampoco había surgido aún un orden nuevo y diferente que fuese capaz de sustituir al anterior. En tales circunstancias era inevitable que la vida humana perdiese su sentido de trascendencia y, por consiguiente, fuese dominada por un afán egoísta de satisfacer deseos inmediatos. Esto, quizás, podría explicar el mar de excesos y vicios en los que parecía estar ahogándose la sociedad europea de aquel entonces.

3. La problemática educativa

Hasta ahora hemos estado bosquejando someramente la situación en la que se encontraba Lutero al momento de emprender su proyecto de Reforma, a principios del siglo XVI. Tal bosquejo constituye un primer intento por desplegar el contexto que impulsa y le brinda sentido a dicha Reforma y al proyecto educativo que la acompaña. Sin embargo, antes de pasar a examinar ese proyecto educativo debemos advertir que el mencionado contexto de sentido aún no ha sido desplegado por nosotros con suficiente profundidad. Se han anunciado algunos de los principales temas que la Reforma pone en juego, y se ha mostrado que dichos temas apuntan hacia una transformación de la cosmovisión o el orden de sentido de la cultura europea. Pero todavía no se ha hecho claramente visible en qué consiste esta transformación de fondo, cuál es el orden que cede y cuál el que avanza. Como veremos más adelante, la discusión en torno al proyecto educativo de Lutero nos ayudará a completar el despliegue en profundidad de ese gran contexto histórico que le da sentido.

Hemos visto que ya en 1520, cuando Lutero llama por primera vez a la nobleza alemana a rebelarse contra el papado en Roma, una de las reformas que más le preocupa es la de las Universidades. A partir de ese momento, la preocupación por el tema de la educación será una constante en la vida de Lutero y de sus más cercanos colaboradores. Uno de ellos, Philip Melanhtchon, jugará un papel de tan crucial importancia en el establecimiento de escuelas y la reforma de universidades, que aún en vida será conocido como Praeceptor Germaniae (“Maestro de Alemania”). Las voces de estos hombres no fueron desoídas por los gobernantes de su época, y bajo su patronazgo pronto se inició un proceso de transformación de las instituciones educativas alemanas. Dicha transformación rindió su fruto más maduro en 1537, cuando Johannes Sturm creó en Estrasburgo el primer Gymnasium alemán, institución que sería copiada en todo el resto del continente europeo, especialmente en los países que habían adoptado la Reforma protestante (Kimball, 1995. p. 93).

La mayor parte de las ideas educativas de Lutero se halla contenida en dos de sus obras: La primera de ellas, compuesta en 1524, tiene la forma de una carta abierta A los regidores de todas las ciudades de Alemania, para que establezcan y mantengan escuelas cristianas (“An die Radsherrn aller Stedte deutsches Lands: Das sie Christliche Schulen auffrichten und hallten sollen”). La segunda es el sermón De mantener a los niños en la Escuela (“Dass man Kinder zur Schulen halten solle”), escrito en 1530. En ambos escritos el pensamiento de Lutero está combatiendo, una y otra vez, a un mismo enemigo que se presenta bajo diferentes formas: la sujeción de la educación al poder de “Mammón” –el demonio que personifica la avaricia, la búsqueda desenfrenada de riquezas materiales. Consideremos la opinión de Lutero acerca del estado en el que se encuentra la educación en sus tiempos:

En primer lugar, hoy estamos presenciando, en todas las tierras alemanas, cómo por doquier las escuelas están siendo abandonadas y van a la ruina. Las universidades se están debilitando y los monasterios van en declive.... Pues ahora se está poniendo en evidencia, por medio de la Palabra de Dios, cuán poco cristianas son estas instituciones y cómo ellas están dedicadas únicamente a las barrigas de los hombres (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía).

El que dichas instituciones fuesen “poco cristianas” y estuviesen “dedicadas únicamente a la barriga de los hombres” significaba para Lutero dos cosas. Primero, que quienes enviaban a sus hijos a aquellas instituciones educativas no tenían en mente ponerlos al servicio de Dios, sino sólo hacerlos partícipes del bienestar material que normalmente brindaba la carrera eclesiástica. Prueba de ello es que, en el mismo momento en que el flujo de riquezas hacia los monasterios fue cerrado por la Reforma, los padres dejaron de enviar a sus hijos a estudiar en esas instituciones.

Las masas volcadas hacia lo carnal están empezando a darse cuenta de que ya no tienen la obligación o la oportunidad de empujar a sus hijos, hijas y familiares a los claustros y fundaciones, y de echarlos de sus propias casas y propiedades para establecerlos en las propiedades de otros. Por ese motivo ya nadie desea que sus hijos obtengan una educación. “¿Por qué”, dicen ellos, “debemos preocuparnos por enviarlos a las escuelas si no se van a convertir en sacerdotes, monjes o monjas? Mejor que aprendan a ganarse el sustento” (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía).
[Satanás] engaña a la gente común haciendo que no quieran mantener a sus hijos en las escuelas ni exponerlos a la instrucción. Pone en sus mentes la idea mezquina de que, dado que el monacato y el sacerdocio ya no ofrecen la esperanza que una vez brindaron, entonces ya no es necesario estudiar ni hace falta que haya gente educada, y que en vez de eso tenemos que pensar sólo en cómo ganarnos el sustento y hacernos ricos (Lutero, 1530, p. 217; traducción mía).

Pero estas instituciones también eran “poco cristianas” y estaban “dedicadas a las barrigas de los hombres” por el modo como funcionaban, el tipo de enseñanza que se impartía en ellas y, sobre todo, por lo que animaba su misma existencia.

[El estado espiritual] tal como lo conocemos hoy en los monasterios y fundaciones.... no es más que un estado fundado por la sabiduría mundana con el propósito de obtener dineros y rentas. No hay nada espiritual en él, excepto el hecho de que los miembros del clero no están casados.... aparte de esto todo lo demás es mera pompa externa, temporal y perecedera. Ellos no prestan atención a la Palabra de Dios ni al oficio de predicar –y donde la Palabra no se usa, el clero tiene que ser malo (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía).

Las escuelas no eran para los monasterios sino otra forma de asegurar que el dinero siguiese fluyendo a sus insaciables arcas. Pero, a pesar de las grandes sumas de dinero que los padres debían donar por la educación de sus hijos, el resultado de esta dicha educación era nefasto:

Los niños podían ser conducidos, empujados y confinados a los monasterios, iglesias, fundaciones y escuelas a un costo inexpresable –todo lo cual era una pérdida total (Lutero, 1530, p. 256; traducción mía).
En verdad, ¿qué es lo que los hombres han estado aprendiendo hasta ahora en las universidades y monasterios excepto cómo convertirse en asnos, brutos y tarugos? Durante veinte, incluso cuarenta años estudiaban minuciosamente sus libros, y aún así fallaban en dominar el latín o el alemán, sin hablar de la vida inmoral y escandalosa allí reinante, donde muchos buenos jóvenes fueron vergonzosamente corrompidos (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción mía).

Pero la avaricia también gravitaba sobre la educación por otra vía: era debido a ella que las autoridades temporales tampoco se afanaban demasiado en promover el establecimiento de escuelas. En vez de ello sólo tenían puesta la mira en su propia riqueza y poder, o, en el mejor de los casos, en la riqueza y el poder de sus países. Por eso Lutero tiene que recordarles:

Los príncipes y señores deberían estar adelantando [esta labor educativa].... pero sus inaplazables necesidades consisten en pasear en trineo, beber y desfilar en bailes de disfraces. Cargan con el peso de sus elevadas e importantes funciones en la bodega, en la cocina y en el dormitorio. Y los pocos que podrían estar dispuestos a adelantarla permanecen temerosos de los otros, no sea que los tomen por tontos o herejes (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía).
Mis queridos señores, si debemos gastar cada año sumas tan considerables en cañones, caminos, puentes, represas e innumerables cosas de ese tipo para asegurar la paz temporal y la prosperidad de una ciudad, ¿por qué no deberíamos destinar mucho más a la pobre juventud desatendida –al menos lo suficiente para emplear a uno o dos hombres competentes para enseñar en las escuelas? (Lutero, 1524, p. 350; traducción mía).
El bienestar de una ciudad no consiste únicamente en acumular vastos tesoros, construir poderosas murallas y magníficos edificios, y producir una buena provisión de cañones y armaduras. De hecho, cuando tales cosas abundan y se apodera de ellas algún tonto temerario, es tanto peor, y la ciudad sufre una pérdida tanto mayor (Lutero, 1524, p. 356; traducción mía).

Pero esta concentración de riquezas materiales, esta avaricia que conducía a un descuido de la educación, formaba parte, según Lutero, de una actitud más general: la de no agradecer a Dios los bienes que éste nos dispensa. En efecto, Lutero hace ver a sus lectores el importante papel que juega la educación en la preservación de dos oficios creados por Dios para nuestro bien: el llamado “estado espiritual” y el gobierno terrenal. El primero de ellos permite que los hombres alcancemos nuestro fin supremo en cuanto seres espirituales: la salvación del alma. El segundo nos permite alcanzar nuestro bien máximo en cuanto seres dotados de cuerpo: la protección de nuestras vidas. Lutero presenta la naturaleza de ambos oficios del siguiente modo:

Espero que los creyentes, aquellos que desean ser llamados cristianos, sepan muy bien que el estado espiritual ha sido establecido e instituido por Dios, no con oro y plata, sino con la preciosa sangre y la amarga muerte de su único hijo, nuestro Señor Jesucristo [I Ped. 1:18-19].... El pagó caro para que los hombres pudieran tener por doquier este oficio de predicar, bautizar, desenlazar, vincular, dar el sacramento, confortar, advertir y exhortar con la Palabra de Dios y todo lo que pertenezca al oficio de pastor. Pues este oficio no sólo ayuda a continuar y mantener esta vida temporal, y todos los estados mundanos, sino que también da vida eterna y libera del pecado y de la muerte, lo que constituye su labor más propia y principal (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía).

El gobierno terrenal es una ordenanza gloriosa y un don espléndido de Dios, quien lo ha instituido y establecido y desea que éste se mantenga como algo indispensable para los hombres. Si no hubiese gobierno terrenal, un hombre no podría mantenerse en pie frente a otro; cada uno necesariamente devoraría al otro, como las bestias irracionales se devoran entre sí. Así, pues, del mismo modo como es función y honor del oficio de predicar hacer santos a los pecadores, vivos a los muertos, salvos a los condenados e hijos de Dios a los hijos del demonio, así también es función y honor del gobierno terrenal hacer hombres de las bestias e impedir que los hombres se conviertan en bestias.... ¿No pensáis que si las aves y las bestias pudieran ver el gobierno terrenal existente entre los hombres dirían –si pudieran hablar– “¡Oh, humanos! ¡Comparados con nosotros no sois humanos sino dioses! ¡Qué seguridad tenéis, tanto vosotros como vuestras pertenencias, mientras que, entre nosotros, ninguno está a salvo del otro ni por un momento, en cuanto a la vida, al hogar y a la provisión de alimento se refiere! (Lutero, 1530, p. 237-238; traducción mía).

Ahora bien; estos magníficos dones de Dios –de los que dependen los dos bienes más importantes de la vida humana– sólo pueden ser mantenidos por nosotros por medio de la educación de nuestros hijos. En otras palabras, sólo gracias a una buena educación podremos formar a los buenos pastores y a los buenos gobernantes que Dios desea que tengamos. De manera que, cuando descuidamos la educación, no sólo estamos condenando nuestras almas y nuestros cuerpos a un infierno en ésta y en la otra vida, sino que, sobre todo, estamos despreciando esos dones maravillosos que nos ha otorgado el Creador en su infinita bondad.

Despreciamos vergonzosamente a Dios cuando nos negamos a entregar a nuestros hijos para este glorioso y divino trabajo y, en vez de ello, los sumimos en el servicio exclusivo de la barriga y de la avaricia, haciéndoles aprender nada más que a buscar el sustento, como puercos revolcando por siempre sus narices en el estiércol.... (Lutero, 1530, p. 241; traducción mía).
Descuidáis este servicio como si no fuese asunto vuestro, o como si fueseis más libres que otros hombres y no tuvieseis que servir a Dios, sino que pudieseis hacer con vuestros hijos y vuestras propiedades exactamente lo que os place, aún cuando Dios y su reino mundano y espiritual tengan que caer al abismo. Pero, al mismo tiempo, queréis hacer uso diario de la protección, la paz y la ley del imperio; queréis tener el oficio de predicador y la palabra de Dios disponibles y a vuestro servicio. Queréis que Dios os sirva de gratis, tanto con el predicar como con el gobierno terrenal, de manera que vosotros podáis tranquilamente alejar a vuestros hijos de El y enseñarles a servir sólo a Mammón. ¿No pensáis que Dios algún día lanzará una condena definitiva a vuestra avaricia y a vuestra preocupación por la barriga y os destruirá a vosotros, a vuestros hijos y a todo lo que tenéis aquí y en el más allá? Estimados amigos, ¿no se aterra vuestro corazón ante esta abominable abominación –vuestra idolatría, desprecio a Dios e ingratitud, vuestra destrucción de ambas instituciones y ordenanzas de Dios, la injuria y ruina que infligís a todos los hombres? (Lutero, 1530, p. 243; traducción mía).

Así, pues, una abominable ingratitud domina a los hombres haciendo que se olviden de Dios y no vean más allá de sus barrigas. Pero esta ingratitud luce aún mayor ante una nueva observación de Lutero: Dios no sólo ha ordenado, en general, la existencia de muchas cosas buenas para los seres humanos, sino que, además, en ese momento histórico particular, ha hecho aparecer ciertas condiciones especialmente propicias en Alemania para fomentar la buena educación. Entre tales condiciones Lutero destaca la presencia de muchos hombres cultos y educados que podrían brindar un gran servicio como educadores:

No debemos aceptar la gracia de Dios en vano y descuidar el tiempo de salvación. Dios todopoderoso graciosamente nos ha visitado a nosotros los alemanes y proclamado un verdadero año de jubileo. Hoy tenemos el grupo de los mejores y más educados hombres, adornados con las lenguas y todas las artes, que podrían también rendir un verdadero servicio si sólo nosotros los utilizáramos como instructores de la juventud. ¿No es evidente que ahora somos capaces de preparar a un muchacho en tres años, de modo que a la edad de los quince o dieciocho sabrá más que lo que han sabido todos los monasterios y universidades?.... Ahora que Dios nos ha bendecido tan ricamente, y provisto con tantos hombres capaces de instruir y entrenar bien a la juventud, sin duda es imperativo que no arrojemos tal bendición al viento ni desoigamos su llamado (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción mía).

Pero la aparición de estos hombres “adornados con las lenguas y todas las artes” sólo forma parte de un acontecimiento histórico de aún mayor envergadura que Dios ha dispuesto para beneficio de la educación y de la Reforma: el renacimiento de las lenguas latina, griega y hebrea. En efecto, Lutero dice:

Ahora que las lenguas has sido revividas, están trayendo consigo tanta luz y logrando cosas tan grandes, que el mundo entero se maravilla y tiene que reconocer que tenemos el evangelio tan puro y inmaculado como lo tuvieron los apóstoles, que ha sido completamente restaurado en su pureza original, mucho más que en los tiempos de San Jerónimo y San Agustín (Lutero, 1524, p. 361; traducción mía).

Para comprender la importancia de este punto debemos recordar que la Biblia fue escrita en hebreo (el Antiguo Testamento) y en griego (el Nuevo Testamento) y que se difundió por todo el antiguo Imperio Romano gracias a su traducción al latín. Este hecho histórico no es visto por Lutero como algo casual, sino como prueba de que estas tres lenguas fueron escogidas intencionalmente por Dios para difundir su Palabra entre los hombres. No se trata, por tanto, de tres “sistemas de signos” cualesquiera que podrían ser sustituidos por cualquier otro sin que se vea afectada nuestra comprensión de la Palabra de Dios. Muy por el contrario, Lutero sugiere que la decadencia espiritual de la Iglesia empezó, precisamente, en el momento en que empezaron a declinar las lenguas, lo que trajo como consecuencia la pérdida del evangelio en su pureza:

Tan pronto como las lenguas, luego de la época apostólica, declinaron hasta casi esfumarse, el evangelio, la fe y la cristiandad declinaron más y más hasta que, bajo el papa, desaparecieron por completo. Luego del declive de las lenguas, la cristiandad presenció pocas cosas de valor; en su lugar emergieron muchas terribles abominaciones a causa de la ignorancia de las lenguas (Lutero, 1524, p. 361; traducción mía).

Efectivamente, desde los mismos inicios de la Edad Media el conocimiento del griego y del hebreo desapareció casi por completo en Europa. Un pensador de la talla de San Agustín, por ejemplo, cuyo obra dominó por siglos a la teología medieval, tenía sólo un conocimiento muy rudimentario de ambos idiomas. En los escritos que estamos discutiendo, Lutero indica, de hecho, explícitamente, varios errores de interpretación cometidos por San Agustín en su exposición de la Biblia, mostrando que éstos provienen de un dominio deficiente del hebreo. El latín, por su parte, como ya lo mencionamos anteriormente, fue perdiendo el carácter de lengua básica de la civilización europea para convertirse paulatinamente en el lenguaje especializado de una minoría de estudiosos. Esta condición de lenguaje técnico o especializado inevitablemente fue restándole al latín la vitalidad y el vigor propios de una lengua viva. A esto hay que agregarle, además, el hecho de que gran parte de las obras clásicas de la antigüedad se perdieron al principio de la Edad Media, razón por la cual durante siglos escasearon buenos ejemplos de un uso excelente de estas lenguas. Fue apenas en el siglo XIV, con el trabajo de Petrarca, que ciertos círculos intelectuales se dieron a la tarea de recuperar el legado discursivo de la antigüedad, explorando sistemáticamente los sótanos olvidados y las bibliotecas polvorientas de muchos monasterios, iglesias y conventos. Esta fue la labor que dio origen al humanismo renacentista y que trajo consigo, también, el “renacimiento de las lenguas” del que habla Lutero.

Esta situación duró hasta que, como hemos visto, las lenguas y las artes fueron recuperadas laboriosamente –aunque de manera imperfecta– de pedazos y fragmentos de viejos libros, ocultos entre polvo y gusanos. Los hombres aún los buscan penosamente cada día, como gente que escarba entre las cenizas de una ciudad arruinada, buscando tesoros y joyas (Lutero, 1524, p. 374; traducción mía).

Nótese, sin embargo, que este Renacimiento tampoco podía ser visto por Lutero como un hecho fortuito:

Anteriormente nadie sabía por qué Dios había revivido las lenguas, pero ahora vemos, por primera vez, que esto fue hecho por el bien del evangelio; El se propuso traerlo a la luz y utilizarlo para exponer y destruir el reino del Anticristo (Lutero, 1524, p. 359; traducción mía).

Ahora bien; retomado el hilo de nuestro argumento, nótese que esta ingratitud que Lutero identifica como la causa de fondo de los males que aquejan la educación de sus tiempos, está estrechamente vinculada con la incapacidad para apreciar el orden global en el que se inserta la vida humana. “Apreciar” en el doble sentido de ver dicho orden y de reconocer su valor, su bondad. Los hombres, en lugar de “apreciar” tal orden, lo han estado “despreciando”, han estado viviendo como si no hubiese nada “más allá de sus propias barrigas”. Hemos visto que esta situación en buena medida se debe a la pérdida de las lenguas, que trajo como resultado una comprensión deficiente de la Biblia. Ahora, gracias a que Dios ha “revivido las lenguas”, tenemos la oportunidad de recuperar la Biblia en toda su pureza y, a través de ella, aprender nuevamente a apreciar el orden de la Creación. Es por eso que todos los esfuerzos de Lutero van dirigidos a lograr que sus lectores puedan apreciar ese orden global y, gracias a ello, reconocer la terrible ingratitud en la que han estado sumidos.

Sólo pensad cuantas cosas buenas Dios os ha dado y os sigue dando todos los días de manera completamente gratuita: cuerpo y alma, casa y hogar, esposa e hijo, paz terrenal, el servicio y uso de todas las criaturas en el Cielo y en la Tierra; y, además, el evangelio y el oficio de predicar, el bautizo, el sacramento y todo el tesoro de Su Hijo y Su Espíritu. Y todo esto no sólo sin ningún mérito de vuestra parte, sino además sin costo ni inconveniencias para vosotros.... Lotenéis todo, y todo de manera gratuita, y sin embargo no mostráis ni una partícula de agradecimiento. En vez de ello dejáis que el reino de Dios y la salvación de las almas de los hombres vayan a la ruina; incluso ayudáis a destruirlos (Lutero, 1530, p. 254; traducción mía).

Vale la pena hacer tres observaciones en relación con esto. La primera es la estrecha relación que aquí se establece entre la capacidad o incapacidad para entender globalmente el sentido de las cosas y la actitud o el humor bajo el cual vivimos nuestras vidas. Cuando no logramos ver “más allá de nuestra barriga” –es decir, cuando no vemos aquello que nos trasciende, aquello que da “lugar” a nuestra existencia– no podemos preocuparnos por otra cosa no sea nuestra barriga: sólo atendemos nuestras necesidades inmediatas, nuestros deseos inmediatos, nuestro entorno inmediato, nuestro futuro inmediato, etc. Nuestra vida no se debe a nada más allá de sí misma, no se debe a nada más que a ella misma, en una palabra, carece de trascendencia. Por el contrario, cuando vemos que, más allá de nosotros, hay un orden que le ofreció espacio a nuestra existencia, y que nos sigue acogiendo para que podamos seguir siendo en su seno, nuestra vida se transforma en un interminable gesto de agradecimiento que se realiza cuidando y preservando dicho orden para que éste pueda seguir siendo. Se trata de una vida que no se vive para sí misma, sino para algo que va más allá de ella misma. Es una vida que eternamente se debe a (está en deuda con) el Todo en el que se inserta. En pocas palabras, se trata de una vida con sentido de trascendencia.

La segunda observación es que ahora, a la luz de lo anterior, podemos entender mejor por qué en los momentos históricos de debilitamiento de un orden de sentido pueden cobrar fuerza la avaricia, el egoísmo, la ingratitud y todas estas actitudes que Lutero resume bajo la idea de “no ver más allá de la propia barriga”. Se trata de síntomas de pérdida de trascendencia de la vida humana. Y son esos síntomas, precisamente, los que está enfrentando Lutero al momento de lanzar su proyecto de Reforma de la cristiandad. Esto parece corroborar la idea de que el problema de fondo al que responde el pensamiento de Lutero es la pérdida del poder del orden medieval de sentido, con su consiguiente incapacidad para brindarle trascendencia a la vida humana. Recuperar tal trascendencia requiere desplegar un nuevo orden de sentido que pueda establecerse como dominante. Los esfuerzos de Lutero por lograr que los hombres puedan apreciar el orden de la Creación en todo su esplendor –y de un modo que, según él, había sido inaccesible a lo largo de toda la Edad Media– podemos interpretarlos, precisamente, como un intento por desplegar ese nuevo orden, diferente al medieval. El punto de partida para este despliegue, según lo entiende Lutero, es la recuperación de la Palabra de Dios en toda su pureza, lo que implica remover todos los obstáculos que hasta ese entonces habían estado obstruyendo el acceso a la Biblia.

Y esto nos trae a la tercera observación: dado que el despliegue de ese nuevo orden de sentido requiere que los seres humanos lleguen a apreciarlo como tal, resulta claro que el tema de la educación tiene que jugar un papel central en el pensamiento de Lutero. Sólo por medio de la educación los hombres pueden llegar a ver “más allá de sus barrigas” y aprehender ese orden trascendente que los aloja. De hecho, podría decirse que la educación constituye la forma más básica e importante de agradecer y velar por el orden, pues cualquier otra forma de cuidado presupone y requiere que éste sea apreciado como tal. Este papel central de la educación en la preservación del orden también se hace manifiesto en el argumento que Lutero construye para establecer la importancia de la educación. Recordemos que el punto central de dicho argumento es que la educación permite mantener dos oficios de enorme importancia: el “estado espiritual” y el gobierno terrenal. Pero la importancia de estos oficios radica en que ambos están directamente relacionados con la preservación del orden que hace posible nuestra existencia como seres dotados de cuerpo y alma. En efecto, por una parte, los teólogos y predicadores tienen la misión de comprender la Palabra de Dios y enseñársela a los demás seres humanos. Con ello contribuyen a que Dios gobierne las almas de los hombres, y que todos sus dones sean debidamente cuidados y preservados:

Por medio de su trabajo se mantiene en este mundo el reino de Dios; el nombre, el honor y la gloria de Dios; el conocimiento verdadero de Dios; la fe y el conocimiento rectos de Cristo; los frutos del sufrimiento, de la sangre y de la muerte de Cristo; los dones, las obras y el poder del Espíritu Santo; el verdadero y salvador uso del bautismo y de los sacramentos; la pura y recta enseñanza del evangelio (Lutero, 1530, p. 228; traducción mía).
Más allá de esto, sin embargo, el [predicador] hace grandes y maravillosas obras para el mundo. Informa e instruye a los diferentes estados acerca de cómo deben conducirse externamente en sus diferentes oficios, de manera que puedan hacer lo que está bien a los ojos de Dios.... El refrena al rebelde; enseña la obediencia, la moral, la disciplina y el honor; instruye a los padres, madres, hijos y sirvientes en sus deberes; en una palabra, da orientación a todos los estados y oficios temporales (Lutero, 1530, p. 226; traducción mía).

Por otra parte, los gobernantes, cancilleres, consejeros y sobre todo, los juristas, son los encargados de comprender y dar vigencia al orden temporal –codificado en leyes– al que deben plegarse las acciones humanas en esta vida. Ellos constituyen los principales pilares del gobierno terrenal, y, por tanto, de la paz en el mundo. De modo que los juristas cumplen, en el plano material, un papel similar al que los teólogos cumplen en el plano espiritual. Los primeros protegen el “reino terrenal”, mientras que los segundos protegen el “reino de Dios”:

Los juristas y estudiosos en este reino terrenal son las personas que preservan esta ley, y por tanto mantienen dicho reino. Y así como en el reino de Cristo un devoto teólogo y sincero predicador es llamado un ángel de Dios, un salvador, un profeta, un sacerdote, un sirviente, un maestro,.... así también un devoto jurista y verdadero académico puede ser llamado, en el reino terrenal del emperador, un profeta, un sacerdote, un ángel, un salvador (Lutero, 1530, p. 240; traducción mía).

Si no hubiese educación, no habría buenos teólogos y juristas, y sin ellos el orden instituido por Dios para nosotros iría a la ruina, trayendo como consecuencia la total degradación de nuestra condición humana, tanto a nivel espiritual como material.

Nosotros, los teólogos y juristas debemos permanecer o todo lo demás irá a la destrucción con nosotros; podéis estar seguros de ello. Cuando los teólogos desaparecen, la Palabra de Dios también desaparece, y no quedan sino paganos y demonios. Cuando los juristas desaparecen, desaparece la ley, y con ella la paz; entonces sólo queda el robo, el asesinato, el crimen y la violencia, de hecho sólo quedan bestias salvajes (Lutero, 1530, p. 251; traducción mía).

4. Las propuestas educativas de Lutero

La discusión adelantada en la sección anterior ha permitido revelar la importancia y el sentido que Lutero le atribuye a la educación, así como también su explicación de por qué la mayoría de los hombres de su época no logra ver la educación de esa manera. En pocas palabras, educar a los jóvenes es uno de los mejores modos que tenemos para agradecer a Dios por el orden que éste nos ha dado para que podamos ser lo que somos. Es uno de los mejores modos porque sólo gracias a la educación ese orden puede ser apreciado, lo que constituye una condición fundamental para su preservación. Claro está, cuando no somos capaces de apreciar ese orden, tampoco podemos entender el papel que la educación juega dentro de él, lo que hace que entonces la pongamos al servicio exclusivo de nuestra barriga. Esta visión de la educación es el elemento fundamental establecido por Lutero en sus escritos y, por consiguiente, el punto de partida para todas sus propuestas de reforma en este campo. Pero veamos en qué consisten tales propuestas.

La consecuencia más obvia de las ideas de Lutero es la necesidad de un cambio en el currículo de la educación básica y universitaria. En la sección 2 de este artículo ya habíamos mostrado que Lutero descarta una gran parte del material de estudio que, hasta entonces, había formado parte del currículo universitario. Desde su punto de vista, la mayor parte de estas obras surgían de una comprensión deficiente de la Biblia o, incluso, eran completamente contrarias a la fe cristiana. De manera que, en vez de perder el tiempo estudiando esos libros perniciosos, había que dedicarse a estudiar las lenguas, pues sólo mediante ellas podía lograrse un auténtico acceso a la Biblia.

Es una empresa estúpida intentar ganar una comprensión de las Escrituras escarbando entre los comentarios de los padres [de la Iglesia] y una multitud de libros y glosas. En vez de ello los hombres deben dedicarse a las lenguas.... Dado que es de cristianos hacer un buen uso de las Sagradas Escrituras, nuestro único libro, y es un pecado y una vergüenza no conocer nuestro propio libro, ni entender el lenguaje ni las palabras de nuestro Dios, es un pecado y una pérdida aún mayores no estudiar las lenguas, especialmente en estos días en que Dios está ofreciéndonos hombres, libros y todas las facilidades y estímulos para el estudio, pues desea que su Biblia sea un libro abierto (Lutero, 1524, p. 364; traducción mía).

No es necesario que tengamos todos los comentarios de los juristas, todas las sentencias de los teólogos, todas las quaestiones de los filósofos y todos los sermones de los monjes. De hecho, yo descartaría todo este estiércol y llenaría mi biblioteca con el tipo adecuado de libros, consultando con los estudiosos para hacer mi selección (Lutero, 1524, p. 375-376; traducción mía).

¿Cuáles son los libros que Lutero recomienda cultivar y preservar? En primer lugar, claro está, la Biblia –en latín, griego, hebreo, alemán y cualquier otro idioma al que haya sido traducida– y una selección de los mejores comentarios que se puedan hallar sobre ella, preferiblemente los más antiguos. Luego libros que sean útiles para aprender las lenguas, como los de los poetas y oradores de la antigüedad: Homero, Ovidio, Virgilio, etc. También libros referentes a las llamadas “artes liberales” –gramática, retórica, lógica (conocidos como el “trivium”), aritmética, geometría, astronomía y música (conocidos como el “cuadrivium”)– que proporcionaban un entrenamiento básico en lengua latina y matemáticas. Además, buenos libros sobre derecho y medicina –que, junto con la teología, conformaban las tres facultades superiores de las universidades. Y, finalmente, Lutero recomienda estudiar y conservar crónicas e historias, en cualquier lengua que se consigan, pues “ellas son una magnífica ayuda en la comprensión y la dirección del curso de los eventos, y especialmente para observar las maravillosas obras de Dios” (Lutero, 1524, p. 376).

De manera que lo que Lutero despliega como plan de estudios para las universidades está en perfecta consonancia con su proyecto de hacer accesible a los hombres el verdadero orden de la Creación, tal como éste se halla contenido en la Biblia. En cuanto a la educación básica, ésta no constituye más que un entrenamiento preparatorio para acceder a esa clase de estudios universitarios. Así, según lo establecen las Instrucciones para los Visitadores de las Escuelas Parroquiales (“Unterricht der Visitatoren an die Pfarherrn im Churfürstenthumb zu Sachsen”) –documento escrito conjuntamente por Lutero y Melanchthon en 1528 con el fin de normar el funcionamiento de estas escuelas–, la educación básica debía constar de tres etapas. En la primera de ellas los niños aprenderían a leer y escribir en latín, enriquecerían su vocabulario y se les dictaría los primeros rudimentos de gramática. La segunda etapa estaría dedicada por completo a la gramática y a las primeras lectura de obras de autores clásicos (como, por ejemplo, las fábulas de Esopo). Finalmente, en la tercera etapa se les daría a los estudiantes obras de autores como Virgilio, Ovidio, Cicerón y se les introduciría al estudio de la lógica y de la retórica. Vale la pena destacar que durante las tres etapas a los niños se les haría leer y memorizar fragmentos de la Biblia, empezando por los pasajes más sencillos y fáciles de explicar, y luego siguiendo con los de mayor dificultad. Pues recordemos que,

Por encima de todo, el más importante y general objeto de estudio, tanto en las escuelas superiores como en las inferiores, deben ser las Sagradas Escrituras, y para los niños, el Evangelio.... ¿No debería todo cristiano, a los nueve o diez años de edad, conocer todo el Santo Evangelio, del que deriva su nombre y su vida? Una hilandera o una costurera le enseña a su hija el oficio en sus años mozos; pero ahora ni siquiera los grandes y doctos prelados y obispos conocen el Evangelio (Lutero, 1520, Proposals for Reform, part III; traducción mía).

Esta última cita nos lleva a un segundo y muy importante aspecto de la reforma educativa de Lutero: la idea de que la educación debe alcanzar a todos los niños, independientemente de su condición social. En efecto, la tarea de la educación, según Lutero, no se reduce únicamente a formar doctores en teología y derecho. Estos, sin duda, representan la cúspide del proceso educativo y los niños más talentosos deben ser educados para estos oficios. Pero el mundo también necesita hombres de menor preparación para ocupar una multitud de importantes cargos.

Los niños de gran habilidad deben ser mantenidos en sus estudios, especialmente los hijos de los pobres.... Pero también los demás niños deben estudiar, aún los de menores habilidades. Ellos deben, cuando menos, leer, escribir y entender el latín, pues no sólo necesitamos doctores altamente instruidos y maestros de las Sagradas Escrituras, sino también pastores ordinarios que enseñen el Evangelio y el catecismo al joven y al ignorante, bauticen y administren el sacramento. No importa que sean incapaces de batallar con los herejes. En una buena construcción no sólo hacen falta finos revestimientos, sino también piedras rústicas que le sirvan de apoyo. Del mismo modo debemos tener, también, sacristanes y otras personas que sirvan y apoyen el oficio de predicar la Palabra de Dios (Lutero, 1530, p. 231; traducción mía).
Cuando hablo de juristas no me refiero sólo a los doctores, sino a toda la profesión, incluyendo cancilleres, secretarios, jueces, abogados, notarios y todos aquellos que tienen que ver con los aspectos legales del gobierno; también los consejeros de las cortes, pues ellos también trabajan con la ley y ejercen la función de juristas.... Todos los condes, señores, ciudades y castillos necesitan síndicos, empleados y toda clase de gente estudiada. No existe un noble que no requiera de un secretario. También los necesitan los mineros, los comerciantes y los hombres de negocios (Lutero, 1530, p. 240-244; traducción mía).

La educación, incluso, les servirá a aquellos que se van a dedicar a cualquier otra clase de oficio, pues gracias a ella podrán conducirse mejor en su trabajo y en su hogar:

Aún cuando un niño que haya estudiado latín deba luego aprender un oficio y convertirse en artesano, siempre estará disponible en caso de ser requerido como pastor o para algún otro servicio a la Palabra. Por otra parte, en ningún caso este conocimiento dañará su capacidad para ganarse el sustento. Al contrario, podrá gobernar su casa mucho mejor gracias a él (Lutero, 1530, p. 231; traducción mía).

Esta sola consideración sería suficiente para justificar el establecimiento por doquier de las mejores escuelas para niños y niñas: que el mundo tiene que tener buenos y hábiles hombres y mujeres, hombres capaces de gobernar bien sobre tierras y gentes, mujeres capaces de administrar la casa y entrenar correctamente a los niños y a los sirvientes (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía).

Todo esto no hace sino confirmar que, en la visión de Lutero, mientras más y mejor educación haya, mejor será preservado el orden en todos sus aspectos, tanto a nivel de la sociedad como un todo, como a nivel de la familia, el trabajo y la vida privada. Tómese en cuenta, además, que en las circunstancias históricas que vivía Lutero la extensión de la educación se hacía aún más urgente debido a la necesidad de enraizar sólidamente el nuevo orden de sentido en aquella cultura. Sin embargo, la necesidad de extender la educación a todos no obedecía únicamente a la necesidad de imponer y preservar un orden. Había un asunto más de fondo que presionaba en esa dirección independientemente de las bondades que pudiera traer el disponer de muchos hombres y mujeres bien educados.

Recordemos que, según Lutero, la incapacidad para apreciar el orden de la Creación nos conduce a una vida en la que lo único que apreciamos son nuestras propias barrigas. Cuando no logramos apreciar ese orden nos hacemos soberbios, avaros, egoístas y terminamos sirviéndole a Mammón. Por el contrario, cuando apreciamos ese orden en todo su esplendor, nuestra vida es poseída por la humildad, la generosidad, el agradecimiento y el servicio a Dios. Pero resulta que sólo podemos ser buenos cristianos si vivimos nuestras vidas de este último modo. En caso contrario nos convertimos, como ha dicho Lutero, en paganos, demonios, bestias salvajes, puercos escarbando por siempre en el estiércol. Cuando nuestras almas se corrompen de ese modo, no sólo dejamos de ser cristianos, sino que dejamos de ser seres humanos y nos convertimos en seres infrahumanos. De esa manera perdemos nuestro ser distintivo dentro de la Creación, por lo que, en esencia, dejamos de ser.

De lo anterior resulta que la educación es absolutamente indispensable para que un niño pueda llegar a ser (humano, cristiano). La condición humana es algo que se desarrolla a lo largo de la vida en la medida en que se va apreciando y agradeciendo más el orden que permite nuestra existencia. Ser un ser humano es un oficio que hay que empezar a aprender desde temprano –al igual que las hilanderas y las costureras aprenden su oficio desde temprano. No basta con haber sido bautizado, asistir a misa, obedecer las leyes humanas y divinas, ser caritativo, etc., sino que hace falta aprender a ver el mundo y a disponerse hacia él de una cierta manera. Sólo por medio de la educación, entonces, es posible avanzar hacia la plena realización de nuestra humanidad. Y es por eso que todos los hombres estamos en la obligación de proporcionarle a todos los niños encomendados por Dios a nuestro cuidado, la oportunidad de llegar en su educación tan lejos como puedan, lo que equivale a desarrollar su humanidad tanto como les sea posible.

Ahora bien; la idea de que cada recién nacido estaba llamado por Dios a apreciar el orden global de la existencia no sólo era contraria a lo que se pensaba y se practicaba en los tiempos de Lutero, sino que rompía por completo con el legado de la tradición medieval en ese aspecto. En efecto, a lo largo de toda la Edad Media se había dado por sentado que el tipo de educación que conducía a la posibilidad de contemplar el orden del universo era dominio exclusivo de un grupo social particular: el clero. No es que los demás grupos sociales careciesen de toda educación. Al contrario, cada uno de ellos mantenía en su seno el tipo de educación que le era propio. Pero, aparte del clero, ningún otro grupo social cultivaba sistemáticamente la lectura, la escritura y la oratoria en latín, y mucho menos la filosofía, la teología, el derecho, la medicina y las demás artes en las que se hallaba comprimido el conocimiento del orden del mundo. Así, por ejemplo, entre la nobleza dominaba el ideal del caballero de armas, y sus hijos recibían un entrenamiento orientado hacia las proezas militares –manejo del caballo, de la lanza, de la espada, código de conducta caballeresca, etc. Por su parte, los artesanos y comerciantes solían preparar a sus hijos para los oficios que ellos mismos ejercían, por lo que cada gremio o cofradía mantenía escuelas dedicadas a la formación de sus miembros. Finalmente, los campesinos formaban a sus hijos en el seno de sus propias familias y comunidades a través de su participación cotidiana en las labores del campo y del hogar, sin que mediara ninguna clase de educación formal. Como resultado de esto, la inmensa mayoría de la población europea se mantuvo completamente analfabeta a lo largo de toda la Edad Media, y no era infrecuente que hasta los mismos emperadores, reyes y príncipes fuesen iletrados.

Esta diversificación de la educación medieval muestra que aquella época estaba lejos de dar por sentado que todos los seres humanos estaban destinados a contemplar el orden global del universo. Por el contrario, diferentes grupos de seres humanos estaban destinados a diferentes tipos de vida y a diferentes clases de bienes. El destino de cada quien estaba determinado por la clase social en la que había nacido, lo que imponía límites precisos e intransgredibles a lo que la persona podía ser y hacer. Por ese motivo, la clase social tenía que formar parte fundamental de la identidad básica de cada quien: era aquello que uno no podía dejar de ser a lo largo de toda su vida. En otras palabras, la pertenencia a una determinada clase social no podía ser vista como un hecho accidental o una circunstancia externa al individuo. Por el contrario, el ser de cada individuo su hundía profundamente en su pertenencia a esa clase social. Al punto que para el campesino (al igual que para el noble o el artesano), dejar de ser campesino debía significar algo muy cercano a dejar de ser en general. Perder esa identidad básica significaba perder toda orientación con respecto a las acciones, actividades y bienes que se debían realizar o perseguir. Más aún, dado que las diferentes clases sociales representaban diferentes tipos de oficios por medio de los cuales los individuos contribuían con el funcionamiento armonioso de su sociedad, dejar de pertenecer a cualquiera de ellas tenía que implicar una grave pérdida de trascendencia de la propia vida. Podríamos decir, en resumidas cuentas, que la diversificación social de la educación medieval obedecía a una situación en la que el lugar que cada quien ocupaba dentro de la sociedad le era consustancial a su identidad individual.

Podemos ver, ahora, que cuando Lutero plantea la necesidad de brindar a todos el tipo de educación que antes estaba reservado para el clero, entra en conflicto con ciertos aspectos muy básicos del orden medieval. Bajo la perspectiva medieval tal expansión de la educación resulta completamente innecesaria, tanto desde el punto de vista de la preservación del orden, como del logro de la plenitud humana de cada quien. Para vivir una vida plena de sentido en la Edad Media no hace falta ser capaz de apreciar el gran orden de la Creación. Basta con realizar de manera excelente la tarea que nos ha sido encomendada dentro de ese orden. Esto, ciertamente, requiere que vivamos dicha tarea como “encomendada”, es decir, que experimentemos su carácter trascendente, pero tal experiencia no necesariamente requiere de una aprehensión directa del orden. Puede ocurrir, por ejemplo, que el proceso de entrenamiento para un oficio particular no simplemente forme destrezas técnicas (como lo pensamos hoy en día), sino que, en el mismo acto, enseñe una cierta actitud hacia el trabajo, y, en general, hacia la vida, sin la cual todas aquellas destrezas perderían sentido. Es lógico suponer que en una cultura en buen estado, el orden de sentido en gran medida ejerce su poder por vías invisibles y poco explícitas como ésta. Tal invisibilidad, de hecho, constituye un elemento esencial de su poder. Sólo cuando ese poder se deteriora, como ocurre en la época de Lutero, aparecen la necesidad urgente y generalizada de buscar el orden y el afán por contemplarlo directamente.

Por otra parte, debemos recordar que todos los individuos de esta sociedad estaban sujetos a una educación regular, aunque informal, ejercida por la Iglesia por medio de las misas y de la confesión. Como mencionábamos en la sección 2 de este artículo, en la medida en que el latín era comprendido por todos, la Iglesia, por medio de estas prácticas, podía instruir a la población acerca del mundo en que vivía, y cuáles eran sus deberes dentro de él. Se trataba, muy probablemente, de una enseñanza de carácter dogmático, enfocada más en aspectos cotidianos de la vida que en temas generales. Más que comprensión, exigía obediencia a las autoridades establecidas. Pero este hecho resultaba perfectamente natural en un mundo en el que de antemano se suponía que los únicos capaces de ganar claridad acerca del orden del mundo eran los clérigos, quienes se encontraban en una situación de cercanía al Creador, y, por tanto, eran directamente iluminados por esa fuente suprema de toda luz y toda verdad. Los demás grupos sociales sólo podían recibir una luz tenue de esa fuente –y ello sólo gracias al papel mediador que jugaba la Iglesia. Más allá de eso se abría ante ellos un misterio insondable con el que debían convivir hasta el fin de sus días. No era de esperar, entonces, que estos “legos” ganasen mayor comprensión acerca de temas de trascendencia, sino que obedeciesen respetuosamente a quienes sí eran capaces de esa clase de conocimiento. Sobre la base de tal obediencia se sostenía todo el orden social medieval.

La propuesta de Lutero, entonces, no sólo resultaba innecesaria dentro del orden medieval, sino que era, inclusive, altamente peligrosa para él. Lo que Lutero estaba proponiendo no podía significar allí más que una grave confusión de papeles sociales, un caos en el que las funciones de unos serían usurpadas por otros, lo que aparentemente sólo podía conducir a una situación en la que ya nadie sabría cual es su rol en la sociedad y cómo debía conducir su vida. Además, era de suponer que al expandir de ese modo la educación, todos se sentirían autorizados para debatir acerca del orden de la Creación, lo que resultaría destructivo para aquella obediencia respetuosa a las autoridades sobre la que se sostenía el mundo medieval. En pocas palabras, la propuesta de Lutero “des-ordenaba” el orden medieval al deshacer la jerarquía de roles sociales que le era constitutiva.

No en vano Lutero abogaba por incluir a todos los cristianos en el llamado “estado espiritual” (véase la sección 2 del presente artículo). Con ello pretendía mostrar, precisamente, que todos los hombres estamos llamados a comprender y a predicar la Palabra de Dios. Esa igualdad fundamental no sólo implicaba que todos podían poner en duda, cuestionar y discutir lo que decían y hacían quienes ocupaban algún puesto de autoridad, sino que, yendo más a fondo, modificaba la idea misma de autoridad que había dominado a lo largo de la Edad Media. En efecto, como ya hemos visto, la autoridad de la Iglesia medieval se derivaba de una presunta cercanía que mantenían los miembros de ésta con el Creador. Esa cercanía hacía que los clérigos formaran una clase aparte, claramente separada de los demás hombres y jerárquicamente superior con respecto a ellos. Los clérigos se distinguían de las demás clases sociales por una serie de poderes particulares (recordemos, por ejemplo, la infalibilidad del papa) o por marcas particulares en su ser (como el character indelebilis que Dios le imprimía al sacerdote al momento de su ordenamiento). En todo caso eran algo más que hombres comunes. Pero si se aceptaba la igualdad fundamental que postulaba Lutero, ningún tipo de autoridad podía seguir derivándose de esa fuente, pues era inadmisible la existencia de seres sobre-humanos que gozaran de un acceso privilegiado a Dios. Quienes ocupaban un puesto de autoridad no podían hacerlo, entonces, en virtud de algún poder especial que les fuese consustancial, sino simplemente porque tenían el consentimiento de sus pares: los demás miembros de la comunidad, cada uno de los cuales también estaba facultado para ejercer ese puesto. Debido a eso, además, quien ocupaba algún puesto de este tipo era responsable ante la comunidad y podía ser removido por ella cuando fuese necesario.

Mediante el bautismo todos somos consagrados al sacerdocio.... Así que, cuando un obispo consagra [a un sacerdote] es como si él, en nombre de toda la congregación, cuyos miembros tienen todos igual poder, escogiese a uno de entre ellos y lo encargase de usar ese poder en nombre de los demás.... Ahora; precisamente porque todos somos igualmente sacerdotes, nadie debe colocarse por encima de los demás y encargarse, sin nuestro consentimiento ni elección, de hacer lo que está en poder de todos. Pues lo que es común a todos, nadie debe atreverse a arrogarse a sí mismo sin la voluntad y el mandato de la comunidad; y si ocurriese que alguien escogido para tal cargo fuese depuesto por malos manejos, pasaría a ser exactamente lo que era antes de asumir el cargo. De manera que un sacerdote en la Cristiandad no es más que un funcionario. Mientras está en el cargo, tiene precedencia; cuando es depuesto, es un campesino o un citadino como los demás (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía).
Así que, del mismo modo como aquellos que ahora son llamados “espirituales” –sacerdotes, obispos o papas– no son diferentes de los demás cristianos ni superiores a ellos (excepto por el hecho de que se les ha encargado la administración de la Palabra de Dios y los sacramentos, que es su trabajo y oficio), así también ocurre con las autoridades temporales –ellas detentan la espada y la vara con la que se castiga al malvado y se protege al bueno. Un zapatero, un herrero, un granjero: cada uno tiene la labor y el cargo de su oficio, y sin embargo todos ellos son sacerdotes y obispos consagrados, y cada uno, por medio de su propio trabajo u oficio debe beneficiar y servir a todos los demás, de manera que muchos tipos de trabajo puedan hacerse para el bienestar corporal y espiritual de la comunidad, del mismo modo como todos los miembros del cuerpo se sirven entre sí (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía).

Como vemos, el cargo, oficio, puesto o, en general, el lugar particular que alguien ocupa en la sociedad no le añade nada adicional a lo que la persona ya es antes de asumirlo y lo que seguirá siendo luego de abandonarlo. El que alguien juegue un papel social determinado no hace que sea otra cosa que un hombre como los demás. En pocas palabras, lo que la persona es –su ser– no depende del oficio particular que desempeñe. Por el contrario, desde el nacimiento y el bautizo hasta la muerte todos somos lo mismo: seres con cuerpo y alma llamados a alabar a Dios y predicar su Palabra. Esa es nuestra identidad fundamental; con respecto a ella todas lo demás en nuestras vidas es circunstancial y contingente. Y en ello consiste la igualdad fundamental que hay entre nosotros.

Esto, evidentemente, significa negar ese aspecto fundamental del orden social medieval que mencionábamos antes: la suposición de que cada ser humano pertenece de manera necesaria y esencial a una determinada clase social, que constituye el eje central de su identidad como individuo. Bajo esta visión medieval, el orden social era algo que fundaba lo humano, en la medida en que sólo dentro de él los hombres podían ganar su ser individual. Puesto de otro modo, el ser humano sólo podía fluir por los cauces que le ofrecían las clases sociales. En ese sentido podría decirse que las jerarquías sociales medievales tenían un carácter ontológico. Pero, en la visión luterana, el orden social es secundario con respecto a lo que los hombres son. La jerarquías sociales y la división de labores sin duda son indispensables para que los hombres puedan llegar a ser hombres en el pleno sentido de la palabra. Pero son indispensables no porque sean el lugar donde se realiza lo humano sino sólo porque constituyen un mecanismo para la producción de ciertos bienes fundamentales –educación, seguridad, etc. Tales jerarquías, por tanto, tienen un carácter operativo: los seres humanos asumen los diferentes puestos que las conforman sin que su ser, su pensamiento y su acción se vean confinados a ellas.

Vemos, entonces, que la idea luterana de extender la educación a todos traía consigo una idea de sociedad muy distinta a la medieval. Una de las consecuencias de esta nueva visión de la sociedad era que los hombres no podían limitar el campo de sus preocupaciones a sólo una pequeña parcela dentro de la totalidad del orden social. Nuestra vocación a apreciar y cuidar la totalidad del orden exigía que estuviésemos permanentemente atentos al funcionamiento de toda la sociedad. Cada quien debía vigilar y contribuir con el buen desempeño de todas las funciones sociales. En pocas palabras, todos éramos responsables de mantener en buen estado cada una de las actividades necesarias para la buena convivencia. Esta idea novedosa, de que todos eran responsables por todo, obviamente tenía que modificar sustancialmente la concepción acerca de quién y cómo debía encargarse de mantener los procesos educativos en la sociedad. Como veíamos antes, los diversos procesos educativos de la Edad Media no eran instaurados, supervisados ni coordinados por ninguna institución en particular. Cada clase social, cada tipo de oficio estaba encargado de darse continuidad a sí mismo. Dado que cada oficio era algo “encomendado” a nuestro cuidado, educar a las futuras generaciones tenía que formar parte esencial de cada oficio, pues sólo de ese modo evitábamos que éste pereciera. El oficio de clérigo, y su correspondiente tipo educación, estaban, claro está, a cargo de la Iglesia. La Iglesia medieval, en otras palabras, tenía total exclusividad en lo referente al mantenimiento y la orientación de la clase de educación que Lutero pretendía extender a todos.

Esta situación necesariamente tenía que cambiar. Había dos razones de carácter circunstancial para ello y otra de fondo. La primera razón circunstancial era que el tipo de educación que para la época se brindaba en los establecimientos controlados por la Iglesia era considerado como pernicioso por los reformadores. Hacía falta sustraer todos aquellos establecimientos al control eclesiástico para poder imponer en ellos los nuevos programas educativos. La segunda razón circunstancial era que, en las regiones que adoptaban la Reforma, uno de los primeros actos de las autoridades era cortar inmediatamente el flujo de dinero, donaciones, tierras y otros bienes que habían estado alimentado la actividad de los monasterios, conventos y demás fundaciones de dicha región. Esto obviamente traía como resultado el cierre de tales instituciones, así como también de las escuelas que éstas solían mantener. De modo que algún otro agente social tenía que encargarse de mantener escuelas. Lutero vio a las autoridades temporales como las indicadas para llevar a cabo esta labor. En esto, precisamente, consistió el tercer aspecto importante de su reforma educativa.

Las razones de fondo que llevaron a Lutero a postular como deber de las autoridades temporales el mantener escuelas gratuitas para todos los niños, eran las mismas que lo habían llevado a ver a tales autoridades como las más indicadas para luchar contra el poder de la Iglesia y promover, en general, la causa de la Reforma. En la sección 2 de este artículo vimos que, en la visión luterana del orden social, las autoridades temporales no están sometidas o gobernadas por las autoridades espirituales –como era lógico que sucediese dentro del orden jerárquico medieval. Por el contrario, dentro de la organización global de la sociedad, las autoridades temporales tienen una función propia y claramente diferenciada en la que son plenamente soberanas –debiendo sometérseles, en ese campo, incluso la Iglesia misma. Esa función consiste, como ya hemos visto, en preservar el “reino terrenal”, es decir, el orden social que le permite a todos realizar su vocación como cristianos. Con el fin de preservar ese orden las autoridades temporales ejercen un poder coercitivo sobre los hombres, obligándolos a hacer (o dejar de hacer) todo cuanto sea necesario para alcanzar dicho objetivo. Si bien las autoridades espirituales también cumplen un importante papel en la preservación del orden, su función es predicar, exhortar, traer las almas hacia Dios por medio de la Palabra, pero no tienen facultades para obligar a nadie por la fuerza, pues no les corresponde gobernar sobre las acciones humanas. De modo que es prerrogativa de las autoridades temporales refrenar a todo aquel que atente contra el orden, incluso si se trata de un alto jerarca eclesiástico:

El poder temporal es un miembro del cuerpo de la cristiandad, y pertenece al “estado espiritual”, aunque su trabajo sea de naturaleza temporal. Por tanto, su trabajo debería extenderse libremente y sin obstáculos hacia todos los miembros de todo el cuerpo; debería castigar y usar la fuerza siempre que la culpabilidad lo merezca o la necesidad lo exija, sin detenerse ante papas, obispos o sacerdotes (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía).

Dado que la educación de todos los niños lucía, ahora, como uno de los principales modos de preservar el orden, parecía evidente que las autoridades temporales debían asegurarla, incluso por la fuerza. Este era uno de estos casos en los que “la necesidad lo exigía”. Ciertamente a lo largo de la Edad Media las autoridades temporales también tenían por misión preservar el orden social. Pero su condición de subordinación a la Iglesia hacía que fuese impensable que ellas pudiesen encargarse de una labor que era dominio exclusivo de su superior jerárquico. Eso sería una escandalosa usurpación de funciones, algo tan absurdo como proponer que los artesanos se encarguen de la educación de la nobleza y de los hijos de la familia real. Por otra parte, como hemos visto, la preservación del orden medieval no requería extender a todos el tipo de educación brindado en las instituciones eclesiásticas. Era suficiente con asegurar la obediencia de todos a la autoridad de la Iglesia. El papel de los reyes y príncipes en la preservación del orden se limitaba, entonces, a servir de brazo armado para afianzar la autoridad de la Iglesia en el mundo. De aquí que las expediciones militares en defensa del papa, de la Santa Sede o del Santo Sepulcro, fuesen un ejemplo paradigmático del tipo de actividad que era considerado como más propio de un gobernante medieval. No en vano los reyes medievales eran coronados por la Iglesia, juraban obedecerla y protegerla, y se comprometían a combatir a los infieles. Por eso, precisamente, cuando Lutero exhorta a las autoridad temporales a que funden escuelas, compara esta labor con la de mantener ejércitos, y muestra que esto último no es suficiente para preservar el orden.

Mantengo que es deber de las autoridades temporales obligar a sus súbditos a que mantengan sus hijos en las escuelas, especialmente a los más prometedores. Pues verdaderamente es deber del gobierno mantener los oficios y estados que hemos mencionado, de manera que siempre haya predicadores, juristas, pastores, escritores, médicos, maestros, etc., pues no podemos prescindir de ellos. Si el gobierno puede obligar a los súbditos aptos para el servicio militar a cargar lanzas y mosquetes, proteger murallas y hacer otras clases de trabajos en tiempos de guerra, cuanto más puede y debe obligar a sus súbditos a mantener sus hijos en las escuelas. Pues aquí enfrentamos una guerra peor, una guerra contra el demonio (Lutero, 1530, p. 257; traducción mía).

Lo distintivo del nuevo papel que Lutero le estaba asignando a las autoridades temporales era, por tanto, no sólo su independencia de la Iglesia, sino también el hecho de que la preservación del orden debía lograrse no tanto por vía de la fuerza, sino haciendo que todos los súbditos pudieran apreciar ese orden, se responsabilizaran de su mantenimiento y participaran activamente en su cuidado. Esto nos hace volver a un punto que dejamos abierto unos párrafos atrás: la idea de que todos somos responsables por todo y las consecuencias que esto traía para el campo de la educación. En efecto, estrictamente hablando, la responsabilidad por la educación recaía en todos los miembros de la sociedad. Cada quien debía hacer su aporte a ella del mejor modo que se lo permitiera su posición en la sociedad. Así, en las autoridades temporales recaía la responsabilidad de recoger impuestos, construir escuelas e imponer como ley la asistencia obligatoria de todos los niños a ellas. En los predicadores y sacerdotes recaía la responsabilidad de exhortar a todos, por medio de la Palabra, a asumir su responsabilidad en el mantenimiento de escuelas (como, por cierto, lo hace Lutero en sus escritos). Y en los padres recaía la responsabilidad de enviar a sus hijos a las escuelas, así como también de contribuir económicamente con su mantenimiento en la medida de sus posibilidades.

5. Transición

Con esto cerramos nuestra discusión en torno a los principales aspectos de la reforma educativa impulsada por Lutero. Dicha discusión nos ha permitido ver que tras esta reforma se perfilaba ya un nuevo modo de concebir a la sociedad y al individuo. Vimos que ella apuntaba hacia una transformación del modo de ser del ser humano en el mundo, lo que necesariamente tenía que estar en estrecha correspondencia con el modo de ser de todas las cosas en general. De manera que no podemos seguir postergando la pregunta por la naturaleza exacta del orden de sentido que parecía estar retrocediendo en la época de Lutero, así como también por la naturaleza de aquel otro orden que parecía estar emergiendo. A este tema nos dedicaremos en el segundo artículo de este ciclo.

Lista de Referencias

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