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Frónesis

versión impresa ISSN 1315-6268

Frónesis v.15 n.1 Caracas abr. 2008

 

Diversificación de las Formas de Resolución de Conflicto como Política Pública

Laura García Leal

Sección de Metodología Jurídica Instituto de Filosofía del Derecho Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas Universidad del Zulia Maracaibo-Venezuela lauragar@cantv.net

Resumen

El deber que tiene el Estado de tutelar los derechos amenazados de las personas no se satisface con la sola organización de un Poder Judicial eficiente, probo, transparente, sino que exige que se ofrezcan y se apoyen también otros mecanismos de solución de controversias que pueden resultar socialmente más valiosos si posibilitan y mejoran la relación futura entre las partes. Ahora bien, el aceptar el enunciado anterior hace necesario analizar algunos aspectos conceptuales y de política judicial que subyacen en los sistemas alternativos al estrictamente jurisdiccional, para la resolución de conflictos. El presente trabajo plantea, desde el análisis de la teoría del conflicto y de la decisión, determinar las insuficiencias de la justicia tradicional y la conflictividad social, la necesidad de reinterpretar la justicia a la luz de nuevas realidades y en esta interpretación trascienda de una legalidad formal a una justicia material que implique accesibilidad para el ciudadano, transparencia, idoneidad, autonomía, independencia, responsabilidad, equidad y rapidez.

Palabras clave: Medios alternos de resolución de conflictos, política pública, desjudicialización de los conflictos.

Diversification of Ways for Resolving Conflicts as Public Policy

Abstract

The duty the State has to protect the threatened rights of persons is not satisfied only by organizing an efficient, honest, transparent judicial power; it demands that other mechanisms for resolving controversies be offered and supported, which could turn out to be socially more valuable if they make possible and improve the future relationship among the parties. If the previous statement is accepted, it is necessary to analyze some aspects that are conceptual and about the judicial power underlying alternative systems to what is strictly jurisdictional, for resolving conflicts.  Starting with an analysis of the theory of conflict and decision, this study proposes to determine the inadequacies of traditional justice and social conflict, the need to reinterpret justice in the light of new realities and, through this interpretation, transcend from a formal legality to real justice that implies accessibility for the citizen, transparency, suitability, autonomy, independence, responsibility, equity and rapidity.

Key words: Alternative means for conflict resolution, public policy, de-judicializing conflicts.

Recibido: 21-11-2007 · Aceptado: 04-03-2008

1. Introducción

Una de las principales razones que han motorizado la reforma de la justicia civil es el importante incremento de la litigiosidad que se manifiesta en este campo. En tal sentido, el Tribunal Supremo de Justicia esta desarrollando políticas públicas para el sector justicia vinculados a varios procesos, así lo señaló la presidenta de la Sala de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia, Magistrada Yris Peña, al advertir sobre la imperiosa necesidad de modernizar los tribunales del país y trabajar por un Poder Judicial independiente con unos jueces preparados, dignos y un pueblo educado jurídicamente ya que, a su juicio, “es una trilogía indispensable para obtener una verdadera justicia”. (Http://www.tsj.gov.ve/informacion/notidem/ notidem_detalle.asp?codigo=881). Igualmente, hace referencia al problema del acceso a la justicia, el retardo procesal, la imperiosa necesidad de reformar el Código Procesal Civil, introducir la oralidad en el proceso y, en definitiva, mejorar la eficacia y la efectividad en los servicios de justicia (Idem).

La resolución alternativa de conflictos ocupa un lugar relevante en la reforma y modernización del sector justicia.

Se incluye bajo este nombre toda forma de resolución de conflictos que no pase por la sentencia judicial, el uso de la fuerza o el abandono del conflicto. Se ha sostenido que es obligación de un Estado democrático y moderno, preocupado por el bienestar social, proveer a la sociedad de un servicio de justicia heterogéneo (García, 2004).

Ello significa que el deber que tiene el Estado de tutelar los derechos amenazados de sus ciudadanos no se satisface con la sola organización de un Poder Judicial eficiente, probo, transparente, sino que exige que se ofrezcan y se apoyen también otros mecanismos de solución de controversias que pueden resultar, de acuerdo con la naturaleza del conflicto, más efectivos y menos costosos en términos económicos, rápidos en relación con el tiempo empleado en su solución, convenientes en cuanto impidan la recurrencia del conflicto, y socialmente más valiosos si posibilitan y mejoran la relación futura entre las partes (Idem). Ahora bien, el aceptar el enunciado anterior hace necesario analizar algunos aspectos conceptuales y de política judicial que subyacen en los sistemas alternativos al estrictamente jurisdiccional, para la resolución de conflictos. Así surgen cuestiones como el de las ventajas que pueden suponer estos medios para una política de justicia que desee ser eficiente y socialmente adecuada; el modo en que la dogmática procesal encara estos sistemas alternos; cómo la promoción y fomento de ciertos sistemas alternativos exige redefinir el objetivo público en materia de justicia; cómo la consideración de sistemas alternativos se relaciona estrechamente con una conceptualización del conflicto y así, vienen exigidos no sólo por una eficiente política de acceso, sino por la especial naturaleza de cierto tipo de conflictos.

2. Los medios alternos de resolución de conflictos y el proceso

El análisis de los medios alternos de resolución de conflictos puede enfocarse desde dos puntos de vista. Una aproximación corresponde al ámbito de la dogmática procesal; en este caso, se debe situar a los medios alternos dentro del complejo mundo de conceptos, categorías e instituciones procesales que describe, y a la vez optimiza, los sistemas estatales de resolución de disputas. En tal sentido, los medios alternos se equiparan a figuras procesales como la transacción o la conciliación (Artículos 255 al 262 del Código de Procedimiento Civil venezolano -CPC-) y que plantean algunos problemas relativos a su homologación con la sentencia a fin de dotarla de coercibilidad (Fornaciari, 1988: 115).

Otra perspectiva de los medios alternos de resolución de conflictos la tenemos desde el punto de vista del análisis social y con miras a la formulación de una cierta política de justicia.

Al contraponer ambos puntos de vista, tenemos que para la dogmática procesal que enfatiza el mecanismo adversarial (Calamandrei, 1961: 266) (Carnelutti, 1944: 11); los mecanismos alternativos cumplen, desde el punto de vista conceptual, un papel análogo al que, para un civilista, cumplen fenómenos como el contrato por adhesión o la estipulación a favor de un tercero. La conciliación, por ejemplo, en el ámbito del derecho procesal - del mismo modo que la figura del contrato por adhesión en el ámbito civil- constituye un fenómeno que excede, y hasta cierto punto transgrede, el sistema de conceptos construido en derredor del proceso. Así Carlos Peña sostiene que la dogmática civil, erige el conjunto de sus conceptos sobre la base del principio de autonomía, de manera que los fenómenos que no se ajustan a él -como ocurre con la adhesión- sólo logran ser expuestos como excepciones o figuras anómalas con respecto a la limpia fisonomía del negocio jurídico. Algo parecido sucede en la dogmática procesal con respecto a figuras alternativas para la resolución de disputas (Peña, 1994: 5 y ss.). De tal manera que si el derecho civil, erige el conjunto de sus conceptos sobre el paradigma de la promesa autónoma; el derecho procesal, construye su entramado conceptual sobre la base del modelo adversarial y heterónomo representado por la figura de la jurisdicción tal como ella aparece en el Estado moderno (Peña, 1995).

De ahí que, los fenómenos alternativos son marginales frente al proceso, incluso su inclusión en los códigos al calificarlos como un modo “anormal” de terminación del proceso. Así, en el derecho procesal subyace una cierta representación del Estado moderno -monopolización de la fuerza, legitimidad procedimental, concepción adversarial del debate- que explica esa forma con que se conceptualizan los fenómenos y como se da un carácter tangencial y de excepción de los medios alternos.

A lo anterior, podemos sumar la concepción que, del propio procedimiento adversarial, suele arrojar la dogmática procesal, donde se concibe al litigio como una disputa en torno a derechos preexistentes contenidos en reglas. El derecho, según esta tesis, constituye un conjunto de reglas que instituyen títulos de propiedad o derechos de actuación exclusivos que, ex ante, confieren facultades (Peña, 1998: 3). La violación de esas facultades da origen a una disputa que competerá al juez decidir. El ordenamiento, según esta visión, equivale a una suerte de orden cósmico: la disputa equivale a su fractura. Por lo mismo, el proceso judicial -según lo han insinuado autores como Michel Foucault, por ejemplo- está dispuesto como un debate en pos de la verdad. Todo en él está previsto para develar o descubrir quien tiene la razón o la verdad o la justicia de su lado. Según lo ha sugerido Foucalt, ello explicaría que el modelo adversarial haya servido de base al paradigma de descubrimiento de la verdad que luego hizo fama en las ciencias duras (Foucault, 1986).

Un punto de vista distinto es el que supone el análisis social, donde ya no se trata de conceptualizar a los modelos alternativos por referencia a un sistema deductivo de conceptos, sino que, cosa distinta, se trata de identificar las ventajas relativas que diversas instituciones proveen respecto de una misma función, en este caso, la de resolución de controversias (Luhmann, 1990: 41 ss.), para, desde allí, formular una cierta política de justicia.

Si bien para los juristas el término “medios alternos” alude, básicamente al arbitraje, la mediación y la conciliación; en un sentido mas amplio, todos los conflictos (desde la guerra a la discordia intrafamiliar) acaban por resolverse -sea mediante la violencia, el abandono de la relación social, la sumisión autoritaria, el mercado o el olvido- de manera que, en los hechos, toda sociedad presenta una amplia gama de formas alternativas, algunas de las cuales son las que solemos denominar mecanismos alternativos. Por tanto, la conciliación, la solución autoritaria o la solución adversarial de una misma disputa, son funcionalmente equivalentes y de lo que se trata, entonces, es de buscar la mejor decisión alternativa, a la luz de un cierto ideal de moralidad política o social, entre esas varias formas posibles. Lo que interesa, entonces, supuesta la amplia oferta social de mecanismos alternativos- es determinar ¿cuáles de esas varias formas alternativas socialmente disponibles y funcionalmente equivalentes, debe ser de fomentada, y por qué? La respuesta a esa pregunta configura una cierta decisión en materia de política de justicia y contribuye a diseñar la mejor decisión en vista de un estado de cosas definido como deseable (Sen, 1976).

El análisis social de las formas alternativas de resolución de conflictos puede ser emprendido desde un punto de vista externo o bien, desde un punto de vista interno. En el primer caso, se trata de indagar por la situación que le corresponde a los sistemas alternativos en una política de justicia definida en base a criterios de bienestar social. Lo relevante, en este caso es el menor costo relativo de estos sistemas o la ampliación del acceso que provocan. En el segundo caso, en cambio, ya no se trata de postular a los sistemas alternativos como medios eficientes para el logro de una práctica social que provoque bienestar, sino que se trata de resaltar a esos mecanismos como formas interpersonalmente adecuadas de tratamiento del conflicto. Así, se destaca la mejor utilización que hacen estos sistemas del componente emocional insito a todo conflicto, o el menor grado de agresividad que suponen.

Ahora bien, el estar en una sociedad regida por una cultura del litigio hace que se les resten valor a estos mecanismos alternativos, básicamente por considerarlos ineficientes. Igualmente, contamos con razones prácticas (según la definición que de razón práctica daba Kant) (Kant, 1990) para desechar o inhibir el uso de algunos de esos mecanismos (por ejemplo, el uso de la violencia extraestatal o la mera sumisión autoritaria) y, en cambio, fomentar otros (por ejemplo, y para coger un caso de moda, la mediación) (Peña, 1994: 7 y ss).

El Estado moderno se ha caracterizado por reclamar para sí, con éxito, el monopolio de la fuerza física (Weber, 1980: 89), y por tanto, existe un sólo tipo de mecanismo de resolución que el Estado ha definido, diseñado y promovido: la decisión judicial. En favor de esa definición más o menos explícita de política pública en cuestiones de justicia, se allegaron múltiples razones de legitimidad y de garantía. Ahora bien, hoy debemos promover redefinición y ampliación del objetivo en materias de justicia, fundamentalmente por razones de eficiencia y por un motivo social.

3. Los objetivos de la política de justicia

La idea de promover los medios alternativos de resolución de conflicto supone hacer algunas referencias a la teoría del conflicto y de la decisión.

Así, trata de esclarecer cuál es la mejor decisión posible para alcanzar un cierto estado de cosas definido como deseable amerita un análisis desde el sujeto-actor (racionalidad individual) y desde el conjunto de personas (racionalidad social). Desde el punto de vista de un actor individual, la elección -según lo ha sugerido Elster- (1988: 23) puede ser vista como el encuentro de dos variables, a saber, los deseos del agente y el conjunto de sus oportunidades (o, como ha insistido Douglas North (1993: 31), el conjunto de creencias del agente acerca de sus oportunidades). Sostiene Hahn, “Dado el conjunto de acciones disponibles, el agente escoge racionalmente si no está a su disposición otra acción cuyas consecuencias prefiera a las de la acción escogida” (1986: 14).

Ahora bien, la teoría de la elección sugiere que una elección es racional cuando es derivable de un ordenamiento. El actor individual actúa racionalmente, entonces, cuando según una escala ordinal de preferencias escoge el medio más eficiente, de los que dispone, para alcanzar esas preferencias, supuesto un cierto conjunto de oportunidades.

Al hablar de racionalidad social, “dado que las acciones tienen una naturaleza colectiva o interpersonal -expresa Arrow- (1986: 218) lo mismo debe ocurrir con la elección entre ellas. Un sistema de valores públicos o sociales en esencia es una necesidad lógica". La racionalidad social equivaldría, desde este punto de vista, a un sistema social cuyos resultados fueran adecuados y coincidentes con un sistema de prioridades -o conjunto de valores, según la terminología de Arrow- bien establecido. Una colectividad o unidad social cualesquiera que contara con un sistema ordinal de preferencias que resultara coincidente con sus resultados, sería, desde el punto de vista que he venido analizando, una unidad dotada de racionalidad social (Idem).

Lo anterior supone problemas para el diseño de las políticas públicas, como lo son, si es posible construir un sistema de preferencias sociales a partir de preferencias individuales y si es posible alcanzar el bienestar social definido por el sistema de preferencias.

El primer problema intenta ser resuelto en la economía del bienestar por el conocido criterio del “óptimo de Pareto” (Arrow y Scitovsky, 1974). Según el criterio de Pareto una situación social cualesquiera es óptima cuando es el caso que no se puede aumentar la utilidad de un miembro sin empeorar, por ese hecho, la situación de otro. El principio de optimalidad de Pareto define, pues, el momento de eficiencia (económica) como una situación de suma cero, es decir, como una situación tal que lo que uno gana inevitablemente el otro lo pierde, por tanto, solo sería posible decisiones distributivas. Al respecto, Buchanan y Tullock (1980) observan que el óptimo de Pareto posee una justificación ética consistente en que entre dos situaciones cualesquiera se considera superior aquella en que todos sus miembros están mejor o en la que alguno al menos está mejor sin que ningún otro esté peor. Por tanto, un sistema de administración de justicia es eficiente cuando es el caso que no se puede mejorar el nivel de tutela que proporciona sin desproteger a alguien, pero no sería “óptimo”, y por tanto ineficiente cuando admite dfisminuciones de costos sin alterar el nivel de tutela disponible, es decir, cuando puede aumentar el nivel de tutela, a menor costo y sin desproteger a nadie que esté ya protegido (Peña, 1998: 15). Sen, ha observado que un estado social cualesquiera puede ser óptimo en el sentido de Pareto con algunas personas en la más grande de las miserias y con otras en el mayor de los lujos, en tanto que no se pueda mejorar la situación de los pobres sin reducir el lujo de los ricos (1976, 50). De tal forma que, en el caso venezolano, una administración de justicia caracterizada por la composición del conflicto a través del litigio y regresiva en la distribución del gasto público, puede ser una situación social eficiente, aunque puede no serlo desde el punto de vista social distinto al que define la economía del bienestar y que obliguen, por ejemplo, a mejorar no la cantidad tribunales sino las oportunidades de acceso a la justicia.

Es necesario por tanto, tomar en cuenta una serie de cuestiones para las cuales los aspectos normativos del análisis económico -en la medida que no contienen decisiones distributivas- resultan inadecuados. Esto supone precisar objetivos en materia de justicia y en tal caso, tomar partido por: 1) brindar la posibilidad, a los sujetos de derecho, de acceder a la tutela judicial; o, 2) brindar la posibilidad de acceder con el menor costo posible a un procedimiento efectivo -no necesariamente judicial- de tutela de los propios derechos.

La diferencia entre ambas formas de definir el objetivo de bienestar en estas materias, se aprecia fácilmente al advertir que la primera definición conduce, como objetivo de política pública, a la creación de más tribunales o a la mejora de su eficiencia, en tanto que la segunda definición puede conducir -y de hecho ha conducido en el derecho comparado- a diversificar las formas de resolución, alentando los mecanismos alternativos, y eventualmente, a desjudicializar el sistema de administración de justicia en su conjunto.

En tal sentido, pareciera que una política de justicia debe redefinir sus objetivos hacia brindar a los ciudadanos una genuina posibilidad de protección, no necesariamente jurisdiccional, de los propios derechos, estableciendo formas de protección accesible, plural y hetereogénea, y no necesariamente jurisdiccional (García, 2004: 9).

4. El conflicto y las formas alternas de resolverlos

Existen diversas formas de afrontar un conflicto y mecanismos para resolverlo. Así, las soluciones de mercado constituyen una eficiente forma de resolver conflictos y sublimar importantes formas de agresividad. La sumisión autoritaria a los deseos de otro sujeto con el cual se guardan permanentes relaciones de interacción, suele ser una eficiente forma de resolver lo que los teóricos llaman “disonancia cognoscitiva” (Elster, 1994: 31). La negociación es una muy utilizada estrategia para alcanzar puntos de equilibrio entre intereses opuestos (Bazerman y Neale, 1993: 19). El olvido -como alguna vez lo anticipó Nietszche- constituye el más importante remedio a nuestras frustraciones (causa de muchos conflictos). La violencia, en fin, es otra forma muy recurrida para resolver conflictos. Todos ellos formas alternativas a la jurisdiccional.

Ahora bien, así como tenemos una amplia grama de formas para afrontar un conflicto, también se debe observar una gran variedad de tipos de conflictos.

Lewis Coser (1970) destaca, en particular, las vinculaciones entre el conflicto y el cambio. El conflicto no es malo por sí, sino que, como lo afirma una larga tradición que culmina en Hegel y Marx (Dahrendorf, 1971: 184), constituye una importante fuente de dinamismo social -que acaba en el lugar común, según el cual no importan los conflictos sino el modo de resolverlos. Desde ese punto de vista, Coser, partiendo de algunas distinciones efectuadas por Parsons (1959: 66 y ss), sugiere distinguir entre conflictos conducentes a un cambio de sistema y conflictos conducentes a un cambio en el sistema social.

En el análisis jurídico el primer tipo de conflictos (conducentes a un cambio de sistema) resulta irrelevante. El análisis jurídico (no obstante esfuerzos que alguna vez hizo Cossio) resulta insuficiente -como lo muestra Carrió (1973: 150)- para analizar las revoluciones, ya que las mismas constituye un hecho antijurídico, ilícito, desde el punto de vista del ordenamiento jurídico que la revolución pretende derrocar (Petzold-Pernía, 1978: 92). Por tanto, si de análisis jurídico se trata, pareciera que sólo resultan relevantes desde el punto de vista conceptual los conflictos conducentes a cambios en el sistema.

Ahora bien, dentro de los conflictos conducentes a cambios en el sistema es posible distinguir entre conflictos subjetivos y conflictos intersubjetivos.

El conflicto subjetivo es abordado fundamentalmente por el psicoanálisis y ha sido tratado también por otras escuelas como el estructuralismo y la reflexología. En los humanos el conflicto típico es el que se plantea cuando sentimientos chocan entre sí o eventualmente, existen en el propio ser necesidades antagónicas. En caso paradigmático y famoso de conflicto subjetivo es el de Ulises que quiere llegar a puerto pero, simultáneamente, sabe que se dejará seducir por los cantos de sirenas (Elster, 1980: 78).

En cambio, en el conflicto intersubjetivo -que es el que en particular nos interesa- una o varias personas persiguen una meta única.

La descripción más famosa de los orígenes del conflicto intersubjetivo, nos la proporciona Hume, al sugerir que la pluralidad de planes de vida, sumada a la escasez de medios para lograrlos, configura inevitablemente el conflicto (Hume, 1992). Hobbes, sobre esa imposibilidad de erradicar el conflicto se refirió al mismo afirmando que en un mundo como ese -el estado de naturaleza- la vida sería “pobre, triste, solitaria y cruel”. El estado de naturaleza es un estado de conflicto generalizado carentes de formas genuinas de resolución. Hobbes opinó que la superación del estado de naturaleza acaeció merced a una concentración de la fuerza cedida cooperativamente por los partícipes a un tercero -el Leviatán (Hobbes, 1979).

Luhmann (1980), defiende la idea que las reglas jurídicas disminuyen, de un modo contrafáctico, la contingencia de las acciones individuales en contextos interactivos. Las instituciones permiten, en efecto, que la subjetividad no se exacerbe y, por la vía de disciplinar nuestros deseos y nuestras oportunidades, nos ayudan a resolver nuestros conflictos o a plantearlos de un modo susceptible de resolución.

Ahora bien, examinar el conflicto a la luz de la teoría de la decisión racional y la elección, igualmente nos aporta una visión interesante a la hora de afrontar su solución.

Elster ha sugerido distinguir entre dos tipos de racionalidad, a saber, la racionalidad paramétrica y la racionalidad estratégica (Elster, 1988). La racionalidad paramétrica se caracteriza porque el agente considera que el medio en el que se desenvuelve es una constante. Para un actor con racionalidad paramétrica, los otros actores y el medio en su conjunto son nada más parámetros estables de su propia decisión, en tanto que su propia conducta es la única variable a considerar. La racionalidad estratégica, en cambio, se caracteriza porque el agente integra al ambiente en el que se desenvuelve -desde el punto de vista económico, a su conjunto de oportunidad- las expectativas cambiantes de los demás. El actor estratégicamente racional se considera -según explica Elster- participante en un juego, que, en el caso ideal, es definido como una información perfecta en el sentido que todos los jugadores tienen un conocimiento cabal de las preferencias y del conocimiento de los demás. En palabras de Elster, quien posee racionalidad estratégica “no sólo toman sus decisiones sobre la base de sus expectativas del futuro, sino también sobre la base de sus expectativas acerca de las expectativas de los demás” (Elster, 1988: 39).

La racionalidad estratégica, corresponde a las reconocidas por Luhman como las situaciones sociales de doble contingencia, y que suelen denominárselas “juegos”; y a la teoría que las examina la “teoría de juegos” (Howord Raiffa, 1992: 5 y ss); de aquí que la teoría de los juegos constituya herramienta para el análisis del conflicto.

Aspectos importantes que podemos rescatar de esta Teoría nos indican que ante un conflicto la falta de comunicación entre las partes y el hecho de que generalmente se persiga el interés propio hace que se obtenga el menor beneficio. De aquí que, lo relevante es buscar soluciones cooperativas, y para ello, la comunicación y la interacción son imprescindibles.

El problema es que el litigio es la forma menos efectiva para lograr la comunicación y la interacción capaz de acercar a las partes a una solución cooperativa. Esto porque al litigar los intereses de las partes (el conjunto de sus expectativas) padecen tres transformaciones: en primer lugar, sus intereses y expectativas se estandarizan en base a reglas; en segundo lugar, se interpone entre los actores un representante (abogado) que guarda con los primeros asimetrías informativas y objetivos divergentes; en tercer lugar, el conflicto así presentado se resuelve echando mano a razones previas y adjudicando el litigio a uno y negándoselo al otro. Esto en supondría en el caso de un conflicto entre sujetos dotados de racionalidad estratégica un caso de juego de suma nula o de suma cero, donde las ganancias de uno de los partícipes equivalen necesariamente a las pérdidas del otro. Esto es contrario a lo que ocurre, en mecanismos “no adversariales” o de suma no nula, donde se procuran soluciones que maximizan por parejo la utilidad o el beneficio de los partícipes.

El análisis del tipo y grado de los conflictos reclama formas de solución diferente. Algunos conflictos requieren de un procedimiento “adversarial” o de adjudicación previsto por el sistema jurídico resulta, pero este sistema puede resultar inadecuado, provocar insatisfacción y genera nuevos conflictos en otros casos.

El conflicto, en muchos casos, no resulta ser equivalente al que subyace en el diseño de nuestros tribunales.

Así, buena parte de los conflictos entre partes destinadas a interactuar indefinidamente en el futuro, por ejemplo, los miembros de una familia, las partes de una empresa, los vecinos de un mismo barrio- no son de suma cero, sino que, lo ideal es ir hacia soluciones cooperativas. Cuando un tribunal resuelve adjudicando derechos a alguna de las partes y negándoselos a la otra se obtiene una tasa de beneficio menor que la que se lograría de alcanzar la solución cooperativa y a un costo mucho mayor que a veces se hace inútil cuando las partes, luego de la adjudicación judicial, deciden abandonarla por ineficiente o porque el conflicto, en vez de acabar, se exacerbó.

Así, pues, no sólo existen razones de bienestar, sino, además, razones referidas a la naturaleza misma de los conflictos, para favorecer otras formas diferentes al litigio para la resolución de conflictos.

5. La conflictividad y la litigiosidad

El nivel de desarrollo económico y social condiciona la naturaleza del conflicto social e interindividual, la propensión a litigar, el tipo de litigio, y por lo tanto el desempeño de los jueces como expresión del patrón de consumo de la justicia, entendido este como oferta efectiva de tutela judicial ante la demanda efectiva (García, 1999).

Las transformaciones del conflicto en litigio es solo una alternativa entre otras y no es, de ninguna manera, la más probable aunque esa posibilidad varíe de país a país, según el grupo social y el área de interacción. Además, el propio proceso de aparición del litigio es mucho menos evidente de lo que parece a primera vista.

El comportamiento lesivo de una norma no es suficiente para que por si solo pueda desencadenar un litigio. La gran mayoría de los comportamientos de ese tipo suceden sin que los lesionados tengan en cuenta el daño o identifiquen a su causante, sin que tengan conciencia de que tal daño viola una norma, o aún sin que piensen que es posible reaccionar contra el daño o contra el causante (Idem).

Así, diferentes grupos sociales tienen percepciones diferentes de las situaciones de litigio y niveles de tolerancia diferentes ante las injusticias en las que se traducen. Por esta razón, niveles bajos de litigio no significan necesariamente una baja incidencia de comportamientos injustamente lesivos y por tanto, conflictividad. Por ejemplo, muchos trabajadores tienen dificultad en saber si están enfermos, si la causa de su dolencia está relacionada con el trabajo, si el trabajo causante de su enfermedad viola alguna norma, si es posible alguna reacción contra eso. Lo cierto es que las personas se exponen a daños y son injustamente lesionadas en muchas más situaciones que aquellas de las que tiene conciencia.

Ahora bien, indudablemente que hay factores sociales que condicionan la capacidad para tener en cuenta los daños y evaluarlos como tal. Factores personales como clase social, sexo, nivel de escolaridad, etnia, edad; variables interpersonales, es decir, la naturaleza de las relaciones entre individuos en el contexto de las cuales surge una situación en potencia con carácter de litigio.

Una vez desencadenado el conflicto su ámbito puede variar enormemente, no solo en función de los factores o variables ya nombrados, sino también de los objetivos de los litigantes y de los mecanismos que juzgan tener a su disposición para llevar a cabo esos objetivos. Además, como bien observó Aubert, la relación entre objetivos y mecanismos de solución es reciproca: los objetivos influyen la selección de los mecanismos y los mecanismos escogidos alteran los objetivos (Aubert, 1963: 33). Los objetivos dependen aún de la evaluación que se hace de la lesión y de la injusticia que constituye. Dicha evaluación tiene mucho que ver con la conciencia de los derechos, y en última instancia, con la cultura jurídica dominante en el grupo de referencia del lesionado. Una elevada conciencia de derechos tiende a ampliar el ámbito de la lesión, y en correspondencia con este, los objetivos de la reparación.

Las sociedades mínimamente complejas poseen a disposición de las partes un conjunto más o menos numeroso de mecanismos de solución, como ya se ha señalado, algunas de ellas susceptibles de funcionar como tercera parte, es decir, como instancias decisivas exteriores a las partes en conflicto. Los jueces tienden a ser, de todos los mecanismos de solución de litigios, los más oficiales, los más formales, los más especializados y los más inaccesibles. Por tanto, no es sorprendente que antes de recurrir a los jueces, las partes intenten resolver el conflicto en instancias no oficiales más accesibles, más informales, menos distantes culturalmente, y que garanticen un nivel aceptable de eficacia. Las soluciones aquí sugeridas o decididas son generalmente aceptadas, aunque no dispongan de ningún medio formal para imponer sus decisiones. El acatamiento de la decisión puede surgir de consideraciones de oportunidad y del calculo del costo en el caso de no ser acatada, pero muchas veces tiene su origen en la propia autoridad que decide (Junqueira y Rodríguez, 1992).

Las distinciones posibles entre las terceras partes son muchas. En cuanto a los poderes de decisión se distinguen tres tipos principales de solución alterna del conflicto: mediación, arbitraje y conciliación.

Una vez sometido a un mecanismo determinado de solución, cualquiera sea su tipo, el litigio es transformado por los poderes, estilos y recursos normativos del mecanismo. Así, el familiar, el terapeuta, el vecino, la asociación, la iglesia, cada uno a su manera, reformula, contrae o expande el conflicto a medida que se informa sobre él, a fin de adaptarlo al tipo de solución que pueda elaborar a la luz de sus poderes, estilos y recursos normativos. La solución dada puede ser aceptada o no, en el segundo supuesto, el conflicto continua, frente a otro mecanismo ya sea informal o formal (jueces). En este último supuesto, estaremos en presencia de la judicialización conflicto (García, 1999).

6. Conclusión

El sistema jurídico, especialmente en su faz judicial, tiene un objetivo abstracto como es el de “descubrir la verdad”; con lo que no siempre se soluciona el problema, menos aún en forma rápida y económica, como le es necesario al hombre común, al ciudadano, al hombre de negocios, quienes desean dejar el conflicto atrás, terminar con el mismo para poder así continuar con su vida normal, con mayor razón si el litigio es con alguien a quien deben continuar viendo o con quien debe o le convendría seguir manteniendo relación.

Los tribunales necesariamente utilizan un método adversarial de adjudicación, de modo tal que una vez que el pleito se ha desarrollado entre las partes, las que han ofrecido o producido prueba, un tercero neutral -en nuestro país el Juez- resuelve la controversia. El Juez arriba a su decisión después de que se han ventilado los hechos en tal procedimiento contencioso, lo que demanda tiempo, dinero, angustias y nuevas fricciones entre los contendientes. Además esto puede llevar aparejada la no deseada publicidad del juicio o de los hechos que en el se ventilan.

Lamentablemente, nuestro sistema de resolución de conflictos es ineficaz ya que entran al tribunal mas causas de las que salen; la duración de los procesos excede el tiempo razonable, a los que debe sumarse otro tanto para lograr la ejecución de las sentencias; y el costo de litigar es alto no solo en términos económicos sino de energías, ansiedades, esperas e incertidumbre.

La optima directriz desde la cultura del litigio sería lograr el máximo posible de litigiosidad, de modo tal que la correlación entre agravio a un sujeto de derecho en intervención jurisdiccional fuera uno a uno. Dicho de otra manera, en este sencillo esquema, un sistema sería eficiente para cuando cada agravio proporcionara una intervención jurisdiccional, o sea, cuando para cada conflicto hubiese un litigio ante la judicatura. Este esquema, si embargo, resulta erróneo.

Un sistema de resolución de conflictos es eficiente cuando cuenta con numerosas instituciones y procedimientos que permiten prevenir las controversias y resolverlas, en su mayor parte con el menor costo posible, partiendo de las necesidades e intereses de las partes, sobre la base del principio de subsidiariedad que se expresa así: “las cuestiones deberán ser tratadas al mas bajo nivel en la mayor medida posible, en forma descentralizada; al mas alto nivel se trataran los conflictos en que ello sea absolutamente necesario. Obvio es que el mas alto nivel esta dado por el sistema judicial. Los tribunales no deben ser el lugar donde la resolución de disputas comienza. Ellos deben recibir el conflicto después de haberse intentado otros métodos de resolución, salvo que, por la índole del tema, por las partes involucradas o por otras razones el tratamiento subsidiario no sea aconsejable.

Es necesario, en consecuencia, pasar del sistema ineficaz o frustrante a un sistema efectivo. La ausencia de mecanismos diversos y adecuados para resolver los conflictos hace que se recurra a los tribunales de justicia en forma irracional. Hay una cultura de litigio enrraizada en la sociedad actual, que debe ser revertida si deseamos una justicia mejor.

Lista de referencias

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