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Frónesis
versión impresa ISSN 1315-6268
Frónesis v.16 n.1 Caracas abr. 2009
El Sentido del proyecto de educación de la sistemología interpretativa (II)
Roldan Tomasz Suárez Litvin
Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela. roldansu@ula.ve
Resumen
Se presenta el camino de investigación que condujo a la Sistemología Interpretativa a enfrentar y conceptualizar de un cierto modo el problema de la crisis de sentido de nuestra cultura occidental actual. Se muestra que en tal camino de investigación pueden distinguirse dos etapas: una primera dedicada a comprender los supuestos teóricos que sirven de base a la noción de sentido holístico; y una segunda dedicada a comprender las condiciones culturales que sirven de base para la presencia (o ausencia) del afán de sentido holístico en la vida cotidiana. El Proyecto de Educación surge como la desembocadura de este largo camino de investigación.
Palabras clave: Educación, Sistemología Interpretativa, sentido holístico, pensamiento sistémico.
The Sense of Educational Project in Interpretive Systemology (II)
Abstract
This article presents the path of inquiry that led interpretive systemology to confront -and to conceptualize in a certain way- the problem of the crisis of meaning that affects our present culture. It shows that two phases can be distinguished in this path of inquiry: a first phase, devoted to understanding the theoretical assumptions that underlie the notion of "holistic sense," and a second phase, devoted to understanding the cultural conditions that act as a basis for the presence (or absence) of enthusiasm for the holistic sense in everyday life. The educational project emerges as the outcome of this long path of inquiry.
Key words: Education, interpretive systemology, holistic sense, systems thinking.
Recibido: 16-10-2008 Aceptado: 14-12-2008
1. Introducción
En Suárez (2008) iniciamos la presentación del Proyecto de Educación de la Sistemología Interpretativa introduciendo intuitivamente la noción de ausencia de sentido holístico como fenómeno central de la crisis que afecta profundamente a la cultura Occidental y señalando que dicho proyecto intenta ofrecer una posible respuesta a tal crisis por medio del rediseño de la educación básica venezolana bajo un conjunto de lineamientos expuestos por primera vez por Fuenmayor (2001).
Con la intención de hacer más claro y explícito el sentido del Proyecto, en el presente artículo nos dedicaremos a exponer el camino de investigación que condujo a la Sistemología Interpretativa a plantearse el problema de la Educación en el contexto de la crisis de sentido de Occidente. Dicho camino puede dividirse en dos momentos o etapas. Una primera etapa en la que la Sistemología Interpretativa está concentrada en comprender teóricamente la noción de sentido holístico (noción central para el enfoque de sistemas); y una segunda etapa en la que esta disciplina aborda el problema de las condiciones culturales que actualmente imposibilitan la presencia del sentido holístico en la vida cotidiana del hombre Occidental. Como veremos a continuación, al final de esta segunda etapa surge con fuerza la pregunta por el modo como la Sistemología Interpretativa podría contribuir a re-hacer las condiciones culturales adecuadas para la presencia del sentido holístico en nuestras vidas. El Proyecto de Educación surge como respuesta a esta interrogante.
Antes de continuar vale la pena hacer una breve acotación acerca del tratamiento dado en el presente artículo al tema del pensamiento de sistemas y al tema de nuestra presente condición cultural usualmente llamada posmoderna en el ámbito de la reflexión filosófica contemporánea. El articulo no pretende constituir una revisión exhaustiva del debate generado en las últimas décadas en torno a estas dos temáticas. (Para ello sería indispensable discutir la obra de autores como Lyotard, Heidegger, Gadamer, Wittgenstein, Habermas, Foucault, Derrida, Deleuze, MacIntyre, Taylor, Morin, entre otros.) El propósito del artículo es exponer el camino de investigación que la Sistemología Interpretativa efectivamente ha seguido a partir de su problemática inicial, y que la ha llevado a explorar de un modo particular el campo de la reflexión sobre el Enfoque de Sistemas y la Posmodernidad. Dado que la incursión sistémico-interpretativa en este campo ha estado guiada más por unos autores que por otros, el recuento que presentamos a continuación puede dar la impresión de un cierto sesgo en el tratamiento de la problemática. Se trata, sin embargo, de un sesgo constitutivo del proceso mismo que aquí pretendemos narrar, y cuya superación sólo se logra en etapas más avanzadas de dicho proceso.
2. Primera etapa de la Sistemología Interpretativa
El postulado básico del enfoque de sistemas es que los fenómenos deben ser concebidos y estudiados como totalidades y no como meras sumas de partes (Fuenmayor, 1991). Tal postulado constituye una reacción en contra del enfoque analítico-reduccionista dominante en la ciencia moderna, debido al cual se pierde de vista sistemáticamente el hecho de que las partes de un fenómeno no forman un simple conjunto de elementos dispersos, sino que constituyen una unidad. De acuerdo con el enfoque de sistemas, no podemos comprender esta unidad de los fenómenos si los concebimos, primariamente, como agregados de partes. Sin embargo, si la unidad no puede ser reducida a la reunión de las partes, ¿cuál es, entonces, su origen? En otras palabras: ¿cuál es la naturaleza de la unidad y cómo estudiarla?
En la comunidad de sistemas la convicción dominante era que atender al llamado del enfoque de sistemas significaba estudiar los fenómenos concentrándose no en las partes, sino en las relaciones entre ellas. De acuerdo con esto, la unidad del fenómeno es una propiedad emergente de las relaciones entre sus partes. Sin embargo, esta idea de emergencia sigue estando atrapada dentro de un pensamiento reduccionista que sólo puede concebir la unidad como producto de una composición de elementos existentes de manera previa a ésta (sean partes o relaciones entre partes). En cambio, comprender los fenómenos primariamente como unidades implica concebir la unidad como ontológicamente primaria con respecto a las partes. Pero, ¿cómo fundamentar teóricamente esta primacía ontológica de la unidad? ¿Cómo puede haber unidad antes de que haya partes?
Supongamos que trazamos sobre una pizarra dos líneas formando una figura semejante a la letra T. Resulta claro que diferentes personas podrían ver diferentes cosas en nuestro dibujo. Unos podrían ver una T, otros podrían ver el símbolo matemático +, otros una cruz. También podría ocurrir que alguien no viera ninguna unidad en ese dibujo, sino, simplemente, dos líneas inconexas. Sin embargo, las relaciones entre las partes (en este caso, la disposición de las líneas sobre el plano) obviamente no varían. Lo que sí varía es la interpretación o el sentido que hace del dibujo quien lo observa. La aparición de una unidad particular parece estar asociada, entonces, al modo como se relaciona el observador con el dibujo. Sin embargo, sería un error reduccionista pensar que la unidad surge del encuentro entre dos elementos con existencia previa e independiente entre sí, a saber, el dibujo y quien lo observa. Para preservar la primacía ontológica de la unidad es necesario suponer que la unidad funda una relación que, a su vez, funda los elementos que se relacionan. En términos de nuestro ejemplo, la aparición de la T es el acto primordial de donde emergen tanto el dibujo, como quien lo observa. Para que ambos elementos se funden en la relación entre ellos, deben emerger como lo-que-es-visto-como-una-T-por-quien-observa y quien-observa-como-una-T-lo-que-es-visto. Cada uno de ellos se define en términos del otro, de modo que el vínculo entre ellos no es accidental sino esencial: ninguno de los dos puede ser por sí solo. Se trata, en pocas palabras, de lo que Fuenmayor (1991: 439-446) llama la Forma de Recursividad Esencial. Esto, sin embargo, es altamente problemático: ¿cómo pueden surgir, tanto el dibujo, como su observador, de la relación que hay entre ellos? ¿Cómo puede iniciarse una relación sin que existan, previamente, los elementos que han de relacionarse mediante ella? Por otra parte, si el observador y el dibujo sólo se constituyen en un acto particular de observación, ¿cómo se explica la permanencia de ambos a través del tiempo?
Lo anterior pone de manifiesto que la oposición entre el enfoque de sistemas y la ciencia moderna no se reduce a una disputa de carácter metodológico, sino que implica un desacuerdo de carácter ontológico. El enfoque de sistemas no tiene sentido bajo una ontología dualista como la que funda a la ciencia moderna, donde sujeto y objeto existen de manera previa e independiente entre sí. La ontología implícita en el enfoque de sistemas postula que tanto el objeto como el sujeto apenas se hacen (o llegan a ser lo que son) en el seno de su relación. Esto planteó la necesidad de articular una concepción ontológica no-dualista cuya primera versión fue desarrollada por Fuenmayor (1991, 1991a y 1991b) que permita explicar en qué consiste, en general, la unidad de los fenómenos. Como hemos visto, tal unidad consiste en el sentido con el que los fenómenos se presentan en nuestra experiencia. Pero, ¿qué es el sentido? ¿Cómo conceptualizar el sentido de un modo no-dualista?
El punto de partida para la nueva ontología fue la idea de que el sentido consiste en una relación esencial entre sujeto y objeto. De acuerdo con esto, sujeto y objeto se deben el uno al otro: el objeto sólo puede ser ofreciéndose al sujeto; el sujeto sólo puede ser percibiendo al objeto. De aquí surgen dos consecuencias:
La primera es que el modo de ser de ambos lados de la relación sujeto-objeto no es el de una cosa fija o estática sino el de una actividad. La actividad de ofrecerse constituye la esencia del objeto, y la de percibir constituye la esencia del sujeto. Por tanto, el enfoque de sistemas no sólo invita a trascender una cierta división dualista del ser, sino que requiere concebir el ser de manera diferente a la usual: ser no es permanecer o durar, sino hacerse o devenir. En resumen: ser es ser-siendo (Fuenmayor, 1991: 443). ¿Cómo lidiar con un ser tan movedizo e inasible?
En segundo lugar, los modos de ser de sujeto y objeto son contrastantes y complementarios entre sí. Lo propio del ofrecerse es mostrarse, colocarse adelante, desocultarse, desplegarse. Lo propio del percibir es alojar, hacer lugar, ocultarse, retrotraerse. Mientras el objeto es siendo en primer plano, como lo que tiene lugar de manera abierta y visible, el sujeto es siendo en el trasfondo, como lo que da lugar de manera oculta e imperceptible. La relación sujeto-objeto es análoga a la relación figura-fondo de la Gestalt. El objeto es la figura que sólo se distingue como tal gracias a la co-presencia del sujeto que se repliega hacia el fondo. La aparición del sentido consiste en un acto de distinción (Fuenmayor, 1991a: 466) por medio del cual se separa un adentro (objeto) de un afuera (sujeto). El encaje creado por esta distinción el cual, a su vez, crea los lados que encajan es el sentido de lo que aparece. El estudio del sentido (es decir, de la unidad de los fenómenos) consiste en un examen del modo como la figura (objeto) encaja en su trasfondo (sujeto). Esto requiere hacer visible, al menos parcialmente, dicho trasfondo. Pero, ¿cómo es posible hacerlo visible? ¿En qué consiste, en general, este trasfondo?
La pregunta anterior corre el riesgo de caer en la tentación reduccionista de describir el trasfondo de sentido como una colección de cosas particulares. Esto significaría olvidar que, así como objeto y sujeto sólo surgen como producto de un análisis operado sobre la unidad de sentido original, así también cualquier conjunto de elementos que podamos distinguir en el sujeto o en el objeto sólo es producto de un análisis ulterior operado sobre éstos últimos. Para evitar esta nueva trampa reduccionista hace falta concebir el trasfondo como tal, es decir, como una no-figura o no-cosa cuya esencia es ocultarse, hacerse indistinguible (Fuenmayor, 1991a: 464). Siendo lo-que-no-es-la-cosa-distinguida, el trasfondo corresponde a la totalidad de la situación particular en la que aparece una cierta unidad de sentido. En otras palabras, el trasfondo es el contexto global que se oculta en cada acto de distinción para dar lugar a lo que se desoculta u ofrece en ese mismo acto.
Nótese que lo anterior entra en conflicto con el afán cognoscitivo de hacer visible el trasfondo para mostrar cómo éste es constitutivo del sentido del fenómeno bajo estudio. ¿Cómo enfocar algo cuya esencia misma es estar desenfocado? Por otra parte, ¿cómo mantener enfocado algo que esencialmente depende de cada acto particular de distinción y que, por tanto, varía incesantemente? Pero la situación es aún más complicada. Si bien el trasfondo o contexto de sentido es particular para cada acto de distinción, a la vez tiene que ser trascendente con respecto al aquí-y-ahora instantáneo en el que tiene lugar tal acto. En efecto, el que algo tenga sentido en un determinado instante parece estar muy vinculado al hecho de que ese algo presenta alguna continuidad con anteriores situaciones. Algo completamente nuevo que no guarde la más mínima relación con nada que haya sido anteriormente sería algo completamente extraño y, por tanto, carente de sentido. Así, pues, lo que ocurre aquí y ahora sólo tiene sentido si es una continuación posible de lo sido. Pero tal continuación implica, además, un movimiento de transición desde lo sido hacia lo aún-no-sido. De aquí se deduce, entonces, que el trasfondo instantáneo de cada distinción comprime un sido proyectándose hacia el por-venir. Tal proyectarse tiende a hacer sido lo que aún no lo es, es decir, tiende a enriquecer lo sido. Este sido en proyección o enriquecimiento llamado sido-siendo por Fuenmayor (1991a: 452-459) constituye la no-instantaneidad requerida por la instantaneidad de la distinción.
Enfrentamos, pues, la necesidad de distinguir de manera rigurosa y sistemática algo cuya esencia es ser indistinguible, que además varía a cada instante, y que, finalmente, es esencialmente no-instantáneo es decir, comprime la temporariedad (sentido del tiempo) que necesariamente rodea a todo fenómeno presente. Ahora bien, el sido-siendo no corresponde a un pasado acaecido de manera objetiva e independiente de quien presencia un cierto sentido de algo. Por el contrario, el sido-siendo es resultado de un proceso de enriquecimiento que depende de la experiencia de vida particular de cada quien. Pero el sido-siendo tampoco es, simplemente, algo subjetivo. En primer lugar, porque el sido-siendo no es un atributo más del sujeto (comprendido como lado de la relación esencial sujeto-objeto) sino que constituye su ser más íntimo. Es el sujeto el que tiene carácter de sido-siendo y no viceversa. El sujeto, por tanto, no es reducible a un yo individual, portador de una serie de vivencias psicológicas y ubicable en un punto del eje del tiempo. El sujeto es el tiempo mismo de cada situación presente; pero no un tiempo abstracto, fijo y vacío de contenido, sino un tiempo concreto, en el que se ha sedimentado el acontecer pasado, y que se halla proyectado hacia un enriquecimiento aún mayor de ese sedimento.
Por otra parte, al calificar el sido-siendo como subjetivo, también corremos el riesgo de reducirlo al devenir particular de la vida de un individuo. Sin embargo, el sido-siendo guarda en su seno regiones de lo sido que corresponden a momentos muy anteriores a la vida del individuo. La mayor parte de lo que se sedimenta en el sido-siendo no proviene de una experiencia directa y personal de las cosas, sino de lo que nuestra cultura, por distintos medios, nos informa acerca del mundo en que vivimos. Sólo sobre esa base cultural, compartida con otros, puede hacerse una experiencia de carácter más privado o personal. De manera que el sujeto, entendido como sido-siendo, abarca una experiencia que es, primariamente, la experiencia adquirida por un nos-otros (Fuenmayor, 1991a: 461-462) y no, simplemente, por un yo individual.
En resumen, el sido-siendo, en su nivel más fundamental, comprime el devenir global del mundo sobre cuyo escenario (Fuenmayor, 1991a: 468- 469) ocurre lo que ocurre en un momento dado. Ese devenir global es producto del enriquecimiento de lo acontecido a un nos-otros y marca la temporariedad en la que habitan los miembros de una determinada cultura. El yo sólo puede constituirse sobre la base del nos-otros y no es más que una expresión particular de éste.
Lo anterior muestra que el revelado del sido-siendo no consiste ni en un estudio historiográfico de una realidad externa al yo, ni en un estudio biográfico o psicológico de una realidad interna a éste. ¿En qué consiste, entonces, el estudio del sentido? Este fue el punto culminante de la primera etapa de la Sistemología Interpretativa: el enfrentamiento con el problema de qué significa, cómo es posible y cuál es el horizonte último del revelado del sido-siendo. Aquí empezó a perfilarse una problemática nueva, que abrió una segunda etapa para la Sistemología Interpretativa.
3. Segunda etapa de la Sistemología Interpretativa
En la primera etapa de su camino, la Sistemología Interpretativa atendió al llamado del enfoque de sistemas tratando de superar el reduccionismo propio de la ciencia moderna. Sin embargo, pronto empezó a hacerse evidente que el afán de sentido enfrenta obstáculos que trascienden a la actividad científica. Empezó a descubrirse que la pregunta por el sentido choca, de distintos modos, con una serie de convicciones y prácticas generalizadas en estas sociedades.
En efecto, la Sistemología Interpretativa empezó a comprender (Fuenmayor y López-Garay, 1991; Fuenmayor, 1993) que nuestra cultura se halla dominada por una concepción instrumental del conocimiento que hace que la pregunta por el sentido luzca ociosa e inútil. Descubre, también, que ello trae como consecuencia la subordinación de todo afán cognoscitivo al desarrollo de un aparato tecnológico cada vez más poderoso. Dicho desarrollo viene acompañado de una sistemática ausencia de debate acerca de los fines a los que éste sirve y del orden social en el que se inserta. Dicho orden, por su parte, es asumido dogmáticamente como único posible. Empezó a descubrirse, también, que todos estos rasgos culturales guardan un estrecho vínculo con la concepción dualista. El dualismo sustenta la actitud instrumental al reducir la realidad a un conjunto de objetos neutrales, carentes de significado propio, y, por tanto, susceptibles de ser puestos al servicio de cualquier fin. El dualismo también sustenta la ausencia de debate acerca de los fines al reducirlos a meras preferencias subjetivas entre las que no es posible elegir racionalmente. Finalmente, el dualismo sostiene un pensamiento y una práctica social que ven a la sociedad como una reunión de individuos que negocian entre sí para satisfacer intereses particulares.
El dualismo aparece, entonces, como una especie de lenguaje general en cuyos términos se constituye nuestra cultura. El enfoque de sistemas, en cambio, lleva en su interior la semilla de una cultura opuesta a esa; una cultura en la que el afán de sentido domina por sobre cualquier otra clase de interés, y donde las cosas no son vistas como cosas-en-sí, susceptibles de control instrumental, sino como distinciones cuya presencia es posible gracias (y hace posible) a un nos-otros. Una cultura, por tanto, en la que el cuestionamiento de los fines de las acciones humanas es una actividad central y sistemática de la sociedad en el entendido de que la relación social es primaria con respecto a (y constitutiva de) cada yo y donde, por tanto, la vida humana gira en torno al bien público y no los intereses privados.
Así, la Sistemología Interpretativa descubre que el enfoque de sistemas no sólo está llamado a trascender un pensamiento formal reduccionista, sino también la cultura con la que éste forma una unidad indisoluble. Pero, ¿qué implica y cómo es posible alcanzar esta transformación cultural de nuestras sociedades occidentales?
El problema en cuestión invita a reflexionar en dos direcciones estrechamente vinculadas. La primera apunta hacia una mejor comprensión de las condiciones culturales de posibilidad/imposibilidad de la pregunta por el sentido. Si las condiciones de imposibilidad las entendemos como una trampa en la que nos encontramos aprisionados, esta primera dirección de la investigación busca comprender la forma de dicha trampa, como paso previo para salir de ella. Ello requiere comprender, por contraste, cuáles son las cualidades propias de una cultura en la que la pregunta por el sentido sí encuentra acogida. La segunda dirección busca un mayor nivel de auto-conciencia por parte de quien impulsa la transformación, a saber, el enfoque de sistemas. Esta tarea resulta inevitable ante el descubrimiento de que el enfoque de sistemas, tal como lo comprende la Sistemología Interpretativa, constituye un elemento extraño dentro de la cultura en la que se desenvuelve.
Ahora bien, la primera etapa de la investigación mostró que explorar nuestras condiciones culturales actuales implica revelar la temporariedad general del mundo que habitamos en el presente. Debido a ello y pese a la falta de claridad teórica sobre cómo revelar el sido-siendo la Sistemología Interpretativa dirige su mirada hacia el proceso histórico que forjó los rasgos culturales anti-sistémicos antes señalados.
3.1. El Proyecto de la Ilustración y su fracaso
Al retroceder en el tiempo y examinar los orígenes de nuestra condición presente encontramos que la ciencia moderna, la ontología dualista, la racionalidad instrumental y las teorías sociales de corte individualista o liberal originalmente formaban parte de un proyecto que, paradójicamente, buscaba crear una cultura fundada en un pensamiento sistémico. El proyecto en cuestión es el de la Ilustración, un movimiento intelectual usualmente considerado como expresión máxima del horizonte de aspiraciones que originalmente impulsaron a la Modernidad (Fuenmayor y López-Garay, 1991: 402-404). En efecto, como bien lo muestra Immanuel Kant (1981), uno de los principales exponentes del movimiento en cuestión, el tema central que guió al pensamiento de la Ilustración es el logro de la autonomía individual por medio del uso de la razón. La razón es la fuerza interna que el individuo debe oponer a las fuerzas externas culturales y naturales que tratan de determinar su modo de pensar y actuar. Por medio de la razón el individuo puede verificar por su cuenta si lo que se le ofrece como verdadero o correcto efectivamente lo es. La razón es, por tanto, la fuente suprema de verdad para el hombre ilustrado. Sin embargo, el dominio en el que la razón opera es, en principio, el de las ideas y los conceptos abstractos. La razón, por tanto, sólo puede extender su validez al dominio de los fenómenos por medio de la representación de éstos en su propio dominio. Pero, si nuestro pensamiento siempre se da por medio de representaciones, ¿cómo podemos saber si la realidad tangible es, en general, representable en el dominio de la razón? ¿Y qué asegura que un cierto modo de representarla sea el correcto?
Según muestra Heidegger (1977), para el pensamiento moderno lo que asegura la posibilidad y legitimidad de representar los fenómenos en el dominio de la razón es que éstos son de antemano concebidos como representaciones. En efecto, en Kant (1978) la razón es pensada como una fuerza que, desde el interior del ser humano, ordena o estructura la realidad que percibimos como externa con el fin de hacérnosla comprensible (darle sentido). Cuando enfrentamos un fenómeno en la experiencia, éste se nos presenta ya estructurado en términos de un orden inherente a la razón y, por ende, universal (es decir, válido para todos los seres racionales). Dicho orden es responsable de que la variedad presente en el fenómeno se nos ofrezca de antemano sintetizada en una totalidad trascendente. El orden de la razón constituye el trasfondo general, continuo, invisible y necesario para la constitución del sentido en la experiencia. Sin embargo, debido a esa misma invisibilidad, nuestra conciencia de la existencia de tal fundamento de sentido suele ser opacada por fuerzas externas que nos inducen a interpretar erróneamente la naturaleza de los fenómenos. El afán racional de autonomía se opone a tales fuerzas intentando exponer en su totalidad la estructura y el carácter de fundamento del orden universal de la razón. Esto significa que la libertad humana no consiste más que en pensar y actuar a partir de la comprensión del sentido de lo que ocurre en el contexto del orden universal de sentido o, lo que es lo mismo, consiste en pensar y actuar con plenitud de sentido.
Lo anterior pone en relieve el afán sistémico que se halla implícito en el pensamiento del Proyecto de la Ilustración (Fuenmayor, 1994: 114-124). Sin embargo, ¿cómo puede coexistir tal afán con aquellos otros elementos, claramente anti-sistémicos, que también forman parte de aquel Proyecto? Nótese que, de acuerdo con el razonamiento anterior la noción ilustrada de autonomía requiere, por una parte, que la razón sea considerada como el interior esencial del ser humano, y, por la otra, que los fenómenos sean considerados como representaciones en el dominio de la razón. Más aún, la noción de autonomía requiere que la naturaleza del hombre (su racionalidad) sea pensada como esencialmente independiente de (o no condicionada por) cualquier cosa externa a ella. Lo que es externo a la razón y, por tanto, sustancialmente diferente a ella recibe el nombre de materia. La materia es lo que, por medio de la representación, se presenta bajo la forma de un fenómeno particular. Los fenómenos son, pues, cuerpos materiales (materia con forma). Una representación puramente racional de los cuerpos materiales elimina de ellos todo aquello que provenga del influjo de fuerzas culturales y naturales. El cuerpo material, por tanto, se concibe como esencialmente desligado de todo significado que pueda tener en un contexto particular. Sólo el significado que le brinda el contexto universal del orden de la razón fundado en el afán de autonomía es considerado como propio y constitutivo del cuerpo material. Los cuerpos materiales son, pues, aquello que ofrece resistencia a la razón y que, por tanto, puede y debe ser controlado y dispuesto en concordancia con los planes de ésta. De aquí la concepción específicamente moderna del cuerpo material, como una entidad cuyo comportamiento responde de manera regular y, por tanto, predecible ante determinados estímulos externos (causas, fuerzas).
Vemos, entonces, que el afán ilustrado de autonomía requiere de dos tipos de reducción (Fuenmayor, 1994: 125-126): la reducción de los seres humanos a seres racionales (sujetos), cuya naturaleza es independiente de las circunstancias concretas de vida que enfrentan, y la reducción de los fenómenos a cuerpos materiales (objetos), también independientes del contexto particular en el que ocurren. Así, pues, el dualismo ontológico parece formar una unidad indisoluble con el afán sistémico de la Ilustración. Por otra parte, vemos también cómo la ciencia moderna forma parte de todo este proyecto. La ciencia produce conocimiento racional sobre los fenómenos (reducidos a priori a cuerpos materiales). De este modo, por una parte, permite darles sentido sobre bases puramente racionales y, por la otra, permite controlarlos para ponerlos al servicio de fines racionales. El control instrumental de la realidad fenoménica es una actividad que tiene pleno sentido dentro del Proyecto de la Ilustración en tanto sirve para alcanzar la autonomía racional. Finalmente, las teorías sociales liberales surgen en el seno de este proyecto como resultado de la reducción de los seres humanos a la condición de sujetos racionales. El hombre ilustrado no se entiende a sí mismo como esencialmente constituido por las relaciones sociales que mantiene en el seno de su sociedad, sino que las ve como aspectos externos y accidentales de su existencia. Bajo esta concepción, toda relación social concreta se sostiene sobre un conjunto de voluntades individuales que buscan alcanzar ciertos fines preconcebidos. Sin embargo, no se trata de fines egoístas. Al contrario, el individuo ilustrado reconoce que todos los seres humanos están igualmente llamados a realizar su naturaleza racional, y que, por tanto, relacionarse racionalmente con los demás implica favorecer la realización del ideal de autonomía en la Humanidad entera. El individuo ilustrado se entiende, entonces, como esencialmente vinculado a los demás por medio de la idea abstracta de una comunidad universal de seres racionales reino de los fines en términos de Kant (1785: 117) destinados a desarrollar a plenitud su naturaleza. Así, pues, la vida del individuo ilustrado tiene como eje central el bien público y no el interés privado (Suárez, 2000: 40-45).
Al contemplar nuestra presente condición cultural sobre el fondo del Proyecto de la Ilustración, ésta aparece como resultado de una especie de derrumbe, catástrofe o fracaso sufrido históricamente por dicho proyecto. Aún persisten en nosotros algunos fragmentos de lo que, una vez, fueron los pilares fundamentales de aquel proyecto. Pero se ha perdido la unidad y el sentido que les brindaba a todos ellos la noción de autonomía racional a la que se debía aquel pensamiento. De hecho, nuestra noción dominante de libertad no guarda ninguna relación con el afán de comprender el sentido del ocurrir. Tampoco se vincula con la preocupación por el bien público, ni con cuestionamientos morales. Significa, por el contrario, la posibilidad de actuar de manera arbitraria, atendiendo a meros gustos y preferencias individuales. De este modo, la pregunta sobre nuestra presente condición cultural se transformó en la pregunta por las condiciones de posibilidad del fracaso del Proyecto de la Ilustración. La investigación en torno a esta cuestión condujo a tres niveles de respuesta.
3.2. Las condiciones de posibilidad del fracaso del Proyecto de la Ilustración
En su nivel más superficial, el fracaso del Proyecto de la Ilustración puede atribuirse a la contradicción lógica existente entre dos de sus elementos fundamentales: el afán sistémico y el dualismo ontológico (Fuenmayor, 1994: 140-146). El afán sistémico de la Ilustración busca explicar el ser de los fenómenos en términos de un orden trascendente fundado sobre y motorizado por el afán de autonomía del sujeto racional. El afán de autonomía constituye, pues, el bien supremo del sujeto racional, pero, simultáneamente, constituye el fundamento ontológico de toda presencia (Fuenmayor, 1994a: 18-19). Esto significa que el afán de sistemas de la Ilustración sólo tiene sentido bajo el supuesto de que el dominio de los hechos (lo que es) no es independiente del dominio de los fines o valores (lo que debe ser) sino que, por el contrario, se funda sobre éste último. El dualismo, sin embargo, conduce a concebir los hechos como existentes de manera independiente de la valoración que se pueda hacer (o no) de ellos, y los valores como meras expresiones de preferencias subjetivas y arbitrarias. Esto, por una parte, hace que pierda poder de convocatoria cualquier concepción del bien humano (incluyendo el ideal de autonomía racional) y, por la otra, abre una brecha insalvable entre los dos dominios que pretende relacionar entre sí el afán sistémico de la Ilustración.
Sin embargo, algún otro proceso destructivo del afán de autonomía debió haber tenido lugar para que la tensión dialéctica entre el afán sistémico de la Ilustración y el dualismo ontológico finalmente se resolviera a favor de éste último. Para comprender este segundo nivel del proceso de fracaso del Proyecto de la Ilustración debemos comprender el afán ilustrado de autonomía dentro de su contexto histórico. ¿A qué condición cultural respondía el afán ilustrado de autonomía? ¿Cuál era el poder experimentado como opresivo contra el cual iba dirigido tal afán?
El esfuerzo filosófico por erigir a la razón como fuente suprema de verdad y, a la vez, como interior esencial del ser humano, iba dirigido en contra de la fuente de verdad y la concepción del hombre dominantes hasta ese entonces. El pensamiento de la Ilustración se opuso al poder que la Iglesia católica había venido ejerciendo, desde la Edad Media, sobre las sociedades europeas. El poder en cuestión era, fundamentalmente, hermenéutico: la Iglesia medieval pretendía autoridad exclusiva en la determinación de lo que era verdadero (o falso) y de lo que era bueno (o malo). Como muestra Fuenmayor (1994: 134-138), para liberar a los seres humanos de este poder, el pensamiento de la Ilustración tuvo que escarbar un interior esencial en el ser humano que, simultáneamente, constituyese una nueva fuente universal de legitimidad. Esto condujo al rechazo del modo como el hombre medieval se entendía a sí mismo a saber, como esencialmente constituido por (y dependiente de) el papel particular que cumplía dentro del orden al que estaba subordinado a favor de la creación de una identidad humana universal, en esencia desvinculada o descomprometida de sus circunstancias concretas de vida. Sin embargo, pese a esta pretensión, tanto la figura del sujeto racional, como el afán de autonomía que la funda, sólo tenían sentido en las circunstancias históricas concretas del rechazo al poder de la Iglesia medieval. Al desvanecerse tal poder, la reacción en su contra tuvo que perder sentido y vitalidad, lo que implicó el debilitamiento del afán de autonomía y, finalmente, el derrumbe de todo el Proyecto de la Ilustración.
Pero hay, además, un tercer aspecto, aún más de fondo, del proceso de derrumbe de este proyecto. Aunque la Ilustración creó una disposición ontológica completamente nueva y opuesta al modo medieval de experimentar al ser humano y a la realidad, tal oposición sólo podía darse sobre la base de un piso común a ambas perspectivas; piso que sólo se hace claramente visible por contraste con su ausencia en nuestra época presente. En efecto, como observa Heidegger (1977a), tanto la concepción medieval como la ilustrada comparten la convicción de la primacía ontológica del dominio de lo suprasensible (o metafísico) sobre el dominio de lo sensible (o físico). En la Edad Media la base suprasensible de la realidad fenoménica es el Dios personal del cristianismo, mientras que, para la Ilustración, tal base radica en el orden de la razón. En ambos casos, el mundo suprasensible constituye la fuente de sentido de todo lo que es. Puesto de otro modo, ambas culturas intuían que el ser de los fenómenos no estaba dado en sí mismo, sino que dependía de un trasfondo intangible o inmaterial, temporalmente trascendente a cada ocurrencia particular. Por el contrario, hoy en día pensamos que la realidad material es el sustrato básico e incondicionado que sostiene y condiciona lo intangible (que ubicamos dentro de lo mental o subjetivo). Lo intangible no es más que una propiedad emergente de un alto nivel de organización de la materia. Vemos, entonces, que el derrumbe del Proyecto de la Ilustración marca el fin de algo de aún mayor envergadura histórica que la disolución de la tensión entre la Edad Media y la Modernidad. Marca una inversión de la jerarquía ontológica entre lo sensible y lo suprasensible; inversión que requiere y, a la vez, posibilita, el olvido de la pregunta por el sentido. Pero, ¿cuál es el espacio histórico en el que fue dominante lo metafísico? ¿Qué hizo posible que tal dominio apareciera y que llegara a su fin?
La indagación histórica en torno a la primacía de lo metafísico en Occidente muestra que ésta tiene su origen en el pensamiento filosófico de la Grecia clásica, de donde extiende su dominio hacia la Antigüedad, la Edad Media y la primera etapa de la Modernidad. En efecto, es en la obra de Platón donde se formula por primera vez, de manera explícita, la necesidad de suponer la existencia de un mundo intangible de Ideas abstractas que permite reconocer (dar sentido) a las apariencias concretas (fenómenos) que nos ofrece la experiencia. Como muestra Fuenmayor (1991: 425-431), esta necesidad surge en el pensamiento griego antiguo como solución a dos problemas estrechamente vinculados. El primero podría formularse de este modo: si el sentido de un fenómeno depende de un acto de re-conocimiento, ¿qué es exactamente lo que se re-conoce en tal acto? Obviamente, lo que se re-conoce no es una aparición anterior del mismo fenómeno, pues todas las apariciones instantáneas son diferentes entre sí. Lo que se re-conoce tiene que ser algo que no tiene carácter de aparición, que permanece inalterado en el tiempo, y que constituye, además, la mismidad del fenómeno, es decir, su identidad primordial. Pero hay, además, otra razón por la que se hace necesario suponer que el ser de los fenómenos radica en ese algo fijo e invisible. Se trata de que sólo bajo tal suposición puede existir un conocimiento acerca de los fenómenos que pueda ser comunicado a (y verificado por) otros seres humanos en cualquier tiempo y lugar; que tenga la universalidad y certeza propias del conocimiento matemático. Puesto de otro modo, el conocimiento científico o filosófico de los fenómenos no sería posible si la naturaleza de los mismos fuese variable. Ambos problemas conducen, pues, a postular la existencia de un mundo de entes fijos, a los que sólo puede accederse por medio del intelecto, y que fundan ontológicamente la realidad fenoménica. Es este mundo metafísico (o mundo de las Ideas) el que más de veinte siglos después se constituirá en el interior esencial del ser humano.
Pero, si la aparición de la metafísica estuvo estrechamente vinculada a la pregunta por el sentido, ¿por qué su desarrollo histórico desembocó en el actual desvanecimiento del afán de sentido? Una respuesta a esta pregunta surge del contraste entre la ontología del pensamiento metafísico y la ontología de la Sistemología Interpretativa. Mientras ésta última mantiene una aguda conciencia del carácter esencialmente in-distinto y dinámico del trasfondo que brinda sentido al ocurrir, el pensamiento metafísico reduce tal trasfondo a una estructura fija de Ideas particulares. Debido a esta fijeza, el pensamiento metafísico tiene que postular, además, que dicha estructura es independiente de los fenómenos particulares de la experiencia. La Sistemología Interpretativa, en cambio, entiende que la aparición del sentido se da como un acto primario de distinción que crea una relación esencial entre el fenómeno y su trasfondo. Desde el punto de vista de la Sistemología Interpretativa, el pensamiento metafísico, si bien intenta atender a la pregunta por el sentido, presenta un claro sesgo anti-sistémico en su respuesta. Una de las causas de dicho sesgo es el afán por hacer posible un conocimiento sobre los fenómenos que emule el conocimiento matemático. Este afán epistemológico conduce a identificar los fenómenos con entidades conceptuales (o ideales) existentes en sí, es decir, de manera independiente de toda circunstancia. El desarrollo histórico de este tipo de pensamiento desembocó, finalmente, en la reificación del concepto de cuerpo material, con lo cual éste adquirió carácter de cosa-en-sí, borrándose toda noción de dependencia ontológica del fenómeno con respecto a un trasfondo.
Ahora bien, lo anterior muestra que la cultura occidental, desde sus mismos orígenes, es movida por la pregunta por el sentido o el ser de los fenómenos, pero, a la vez, es movida por un afán por dominar ese ser dominarlo, primero, intelectualmente, mediante la argumentación discursiva (logos o razón), y, finalmente, dominarlo en términos instrumentales. De aquí se concluye que ninguna de las épocas metafísicas de Occidente puede ser considerada por nosotros como ejemplo supremo de una cultura que acoge y estimula la pregunta por el sentido. Ciertamente, cada una de ellas proporciona un cierto contraste con nuestra época presente, pero también cada una presenta aspectos anti-sistémicos que responden al ya señalado afán de dominio sobre el ser. Pero, ¿qué ocurre si retrocedemos aún más en el tiempo, hacia esa etapa pre-clásica de la cultura griega en la que brotó, por primera vez, la pregunta por el sentido? ¿Quizás allí el pensamiento sistémico aún no estaba contaminado por ese afán de dominio que resultó tan destructivo para la pregunta por el sentido? ¿Quizás allí encontremos un ejemplo más puro de una cultura plenamente dominada por el pensamiento sistémico?
3.3. En busca de un modelo cultural cultivador del afán de sentido
En efecto, como muestra Fuenmayor (1993: 476-479 y 1994: 128-132) existen indicios de que la cultura griega pre-clásica estaba involucrada en un tipo de pensamiento que guarda notables similitudes con algunas de las principales ideas ontológicas de la Sistemología Interpretativa. Como ya señalamos, el pensamiento griego intuía que, en la vida cotidiana, lo que se presenta siempre tiene un carácter dinámico, variable, y que la posibilidad de la permanencia y la continuidad descansa en algo que no está presente. Al parecer el pensamiento griego partía de una base cultural que concebía la presencia de una cosa como un incesante actualizarse de ésta sobre el piso de lo necesariamente no-actual. Eso necesariamente no-actual y, por tanto, esencialmente oculto y misterioso constituía el origen o la fuente del ser de cada cosa, de manera que las cosas llegaban a ser gracias a un proceso de des-ocultamiento (aleteia). Cada cosa, por tanto, debía su ser a ese misterio desde el cual se desocultaba. La existencia de las cosas no podía nunca darse por sentado, como algo seguro y evidente por sí mismo con lo que puede contarse sin necesidad de prestarle mayor atención. Por el contrario, el ocurrir estaba envuelto en un hálito de misterio y asombro, era experimentado como algo frágil y efímero, como una dádiva que exigía respeto y agradecimiento. Nótese que, bajo este tipo de ontología, la actitud humana dominante es la de recibir (o percibir) y velar respetuosamente por aquello que se ofrece como dádiva. En vez de someter lo que se presenta al dominio de lo enunciable y manipulable en términos lógico-matemáticos, lo apropiado es replegarse y ofrecer espacio para que la dádiva pueda brillar en todo su esplendor. Pero replegarse y ofrecer espacio no implica permanecer pasivos ante la presencia; por el contrario, implica prestarle la mayor atención posible, ofrecerle abundante y profundo pensamiento, abonar el terreno necesario para su despliegue. En tales circunstancias, el llamado hacia la comprensión de la presencia es decir, hacia la búsqueda profunda de su sentido debía poder escucharse con gran claridad. Fue a ese llamado que atendió el pensamiento de los primeros filósofos griegos, aún cuando terminó respondiendo a él de un modo que traicionaba su propia esencia.
Lo anterior permite hacer dos observaciones. En primer lugar, se pone en evidencia que, así como el empobrecimiento del sentido de la realidad está asociado a una especie de des-mistificación (olvido del carácter esencialmente oculto) del fundamento de sentido, del mismo modo la riqueza de sentido guarda estrecha correspondencia con el mantenimiento del carácter misterioso de tal fundamento. La pregunta por el modo como se constituye el sentido no luce relevante en la primera situación, mientras que se hace notoria y llamativa en la segunda. Es, pues, una situación cultural como ésta la que parece más propicia y acogedora para el pensamiento de sistemas. Más aún, para que el pensamiento de sistemas pueda mantener sus propias condiciones de posibilidad, es necesario que se plantee su tarea no como una des-mistificación del fundamento de sentido, sino, por el contrario, como una mistificación (des-olvido del carácter esencialmente oculto) del mismo que, simultáneamente, enriquezca el sentido de la realidad. Sin embargo, recordemos que el pensamiento de sistemas busca comprender, y, por tanto, des-ocultar el fundamento de sentido. Por otra parte, preservar el carácter oculto del fundamento no puede equivaler, simplemente, a hacerlo tan radicalmente ausente que no sea posible dar cuenta de lo que ocurre como es el caso de nuestra cultura actual, o como suele suceder con los niños en cualquier cultura pues con ello estaría contribuyendo al empobrecimiento del sentido. En conclusión, el pensamiento de sistemas está llamado a desocultar el fundamento de sentido de tal modo que haga brillar, a la vez, la necesaria imposibilidad de su desocultamiento. Pero, ¿en qué puede consistir tan paradójica tarea? ¿Guardará ella algún vínculo con las formas discursivas que, desde muy temprano, fueron abiertamente rechazadas por la metafísica, a saber, las formas poéticas, narrativas, metafóricas, proverbiales y mitológicas de la Grecia pre-clásica? La segunda observación es la siguiente. Resulta claro que la riqueza de sentido, el carácter misterioso del fundamento y la presencia de un pensamiento sistémico están asociados a una actitud de respetuoso y agradecido acogimiento que constituye la contrapartida del carácter de dádiva frágil y efímera que tiene el desocultarse del ocurrir a partir de lo oculto. De acuerdo con esto, un ocurrir rico en sentido sólo puede darse bajo la forma de una armoniosa relación de mutua entrega entre quien ofrece la dádiva y quien la recibe (o percibe). Sin embargo, claramente no se trata de una actitud subjetiva o disposición moral en el sentido moderno de la palabra. Se trata de un tono, un ambiente, una atmósfera que domina la situación completa y le imprime la dinámica necesaria para que ocurra el ocurrir. Actuar de modo no acorde con dicho tono moral situacional es atentar contra el ocurrir de la situación. Bajo esta ontología, el bien es constitutivo del ser, y la separación entre hecho y valor no tiene ningún sentido. ¿Cómo puede, entonces, el pensamiento de sistemas en-tonar nuestra cultura con este tono propio de un ocurrir con riqueza de sentido? ¿Existe algún mecanismo que permita sentar las condiciones de posibilidad necesarias para ello?
A estas cuestiones nos dedicaremos en un siguiente trabajo.
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