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Frónesis

versión impresa ISSN 1315-6268

Frónesis v.17 n.1 Caracas abr. 2010

 

El constructivismo kantiano según Rawls como fundamento de los derechos humanos

Luis Villavicencio Miranda

Universidad de Valparaíso Valparaíso, Chile lvillavicenciomiranda@gmail.com

Resumen

Este artículo postula que los derechos humanos deben ser entendidos como una clase de derechos morales si pretenden cumplir el papel de controlar el ejercicio del poder político. Luego, descarta al iusnaturalismo y al positivismo lógico como respuestas plausibles al problema de si es o no posible defender en forma racionalmente persuasiva ciertos principios morales básicos. Y, para terminar, sostiene que el constructivismo kantiano propuesto por Rawls es una vía intermedia que logra articular razones fuertes para la adopción de ciertos principios morales, los que constituirían las bases para la justificación última que los derechos humanos requieren.

Palabras clave: Derechos humanos, Iusnaturalismo, positivismo lógico, constructivismo kantiano.

Kantian Constructivism According to Rawls as a Basis for Human Rights

Abstract

This article upholds that human rights must be understood as a kind of moral right if they are to fulfill the role of supervising the exercise of political power. It discards iusnaturalism and logical positivism as plausible answers to the problem of whether or not it is possible to rationally defend certain basic moral principles. Finally, it concludes that Rawlsian constructivism is an intermediate route that is able to articulate strong reasons for adopting certain moral principles, those that will constitute bases for the ultimate justification that human rights require.

Key words: Human rights, iusnaturalism, logical positivism, Kantian constructivism.

“La filosofía (…) es algo que se encuentra entre la teología y la ciencia. Como la teología, consiste en especulaciones sobre temas a los que los conocimientos exactos no han podido llegar; como la ciencia, apela más a la razón humana que a una autoridad, sea ésta de tradición o de revelación. Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia (…) y todo dogma, en cuanto sobrepasa al conocimiento determinado, pertenece a la teología. Pero entre la teología y la ciencia hay una tierra de nadie, expuesta a los ataques a de ambas partes: esa tierra de nadie es la filosofía” (Bertrand Russell).

Recibido: 04-04-2009 Aceptado: 23-09-2009

1. Introducción. Los derechos humanos como derechos morales

Un aspecto conceptual que suele generar confusiones, cuando utilizamos la expresión «derechos humanos», es aquél que se refiere al problema de si los derechos humanos son de índole jurídica o moral, o si pueden ser a la vez jurídicos y morales. A primera vista, parece obvio que cuando se habla de derechos humanos se alude a situaciones normativas que están estipuladas en disposiciones de derecho positivo nacional e internacional, como son, por ejemplo, el artículo 19 Nº 12 de la Constitución y el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que consagran la libertad de expresión. Según esta interpretación los derechos humanos serían primordialmente derechos jurídicos. Pero ¿Qué sucede cuando los derechos humanos no están reconocidos en un ordenamiento? ¿Qué pasa cuando un régimen autoritario intenta blindarse a sí mismo dictando normas constitucionales que atentan, precisamente, contra las libertades más básicas?

Los derechos humanos surgieron como una herramienta argumentativa eficaz para controlar y contrarrestar el ejercicio del poder político (cfr. Matteucci, 1998: 23-28; Fioravanti, 1996: 35-46) y por esa razón no deben entenderse como una especie más de derechos jurídicos. ¿Cómo podrían ser eficaces en su objetivo fundamental si están expuestos al arbitrio de los que ejercen el poder político? Por otra parte, en los contextos en que la referencia a los derechos humanos adquiere una importancia radical para cuestionar leyes o políticas públicas, estos derechos no se identifican con los que surgen de normas del derecho positivo sino, cosa distinta, se entiende que los derechos jurídicos así creados constituyen sólo una consagración o reconocimiento de aquellos derechos que son lógicamente independientes de esa recepción jurídica. Se reclama el respeto de los derechos humanos aun frente a sistemas jurídicos que no los reconocen y precisamente porque no los reconocen (Peña, 1993). Según lo apuntado, entonces, los derechos humanos forman parte del discurso moral (1), o sea, se vinculan con la tarea de determinar qué derechos deben ser otorgados a las personas, aunque la forma proposicional que éstos adoptan corresponda a la de un derecho subjetivo que supone el deber correlativo de otros (2).

Ahora bien, si los derechos humanos son derechos de carácter moral, esto es, potestades cuyo fundamento último radica en un conjunto de principios de índole ético, no podemos eludir la necesidad de referirnos al problema de si es o no posible argumentar en forma racionalmente persuasiva a favor de ciertos principios morales básicos que constituirían la justificación de los derechos humanos. De esta forma, la formulación de los derechos humanos es una cuestión reservada a la ética normativa, es decir, tratar de responder a la pregunta cuáles derechos deben ser reconocidos y el problema de fundamentarlos es parte del ámbito propio de la metaética teórica (3). Por ejemplo, decir que debe respetarse la libertad de expresión de todo ser humano es una proposición ética de lo que debe ser, en cambio, preguntarse por qué es válida o qué significa dicha proposición es una cuestión metaética (4).

Pues bien, sobre ello se ocuparán las líneas que siguen: en primer lugar, descartaré al positivismo lógico y al iusnaturalismo racionalista como teorías que permitan fundamentar adecuadamente principios morales intersubjetivos; y, en segundo lugar, presentaré al constructivismo kantiano, particularmente en la versión de Rawls, como una vía intermedia que sí nos permite argumentar racionalmente a favor de ciertos principios básicos. Para concluir, expondré brevemente la forma en que los principios de justicia, que se acuerdan por medio del constructivismo kantiano, se pueden especificar hasta construir un catálogo de derechos humanos (5).

2. Dos extremos. El iusnaturalismo y el positivismo lógico

Sobre la cuestión de si es o no posible hallar algún fundamento suprapositivo para los derechos humanos podemos encontrar dos respuestas que se ubican en las antípodas del debate (Peña, 1993). En un extremo, la respuesta del iusnaturalismo racionalista o moderno (6) que, en términos conceptuales, suscribe tres tesis: a) una tesis metaética que sostiene que existe un conjunto de principios morales y valores universalmente válidos; b) una tesis que postula que las personas están en condiciones de conocer ese conjunto de principios y valores, es decir, acceder a ellos por algún método; y c) una tesis acerca de la definición del concepto de derecho, conforme a la cual un ordenamiento jurídico o una norma no pueden ser calificados como jurídicos si contradicen los principios morales y de justicia anteriores. En otras palabras, para que una norma sea considerada como derecho no basta que haya sido creada conforme a su modo de producción sino, además, debe concordar con ciertos principios morales universales (Nino, 1980). Luego, para el iusnaturalismo los derechos humanos se derivarían de ciertas constataciones de hecho que configurarían la naturaleza humana y que todo ordenamiento jurídico debería reconocer.

El iusnaturalismo, como es evidente, es una doctrina realista y objetivista. Aunque ambas expresiones son ambiguas (Álvarez, 2002: 77-89), aquí diré sencillamente que una teoría es realista cuando postula que los valores son realidades que forman parte de la estructura del mundo, existiendo en el sentido ontológico de la expresión y que pueden ser conocidos admitiendo juicios de veracidad. Luego, para el iusnaturalismo la bondad o el valor de una acción existe con prescindencia de las conductas concretas que calificamos como buenas o malas (7). Pero el iusnaturalismo es también objetivista, esto es, defiende la tesis de que el agente moral es capaz de deducir aquella verdad objetiva universal que se refugia en la constelación de los valores absolutos que existen en alguna dimensión de la realidad (8).

La teoría iusnaturalista, sin embargo, es metodológicamente errónea, puesto que intenta fundar enunciados referidos a derechos a partir de la constatación de ciertos caracteres, que en los hechos se dan (la naturaleza humana). Como queda claro, las tesis iusnaturalistas caen en la falacia naturalista, violando flagrantemente el axioma de Hume (9) puesto que es lógicamente imposible deducir una o más proposiciones prescriptivas de proposiciones exclusivamente descriptivas (Hudson, 1987: 237-240). Esta es, cabe precisar, una crítica metodológica y no de contenido, es decir, puede estarse eventualmente de acuerdo con algunos o muchos postulados del iusnaturalismo, pero éstos no pueden vincular racionalmente a las personas puesto que constituyen pura ideología y no teoría intersubjetivamente válida. Con todo, esta no es la única crítica que puede efectuarse al iusnaturalismo. Otros reproches que pueden hacérsele son, en términos breves, los siguientes: a) la imposibilidad de superar la vaguedad e imprecisión de la expresión «naturaleza humana» y, además, la falta de algún procedimiento que permitiera conocer los principios que se derivarían de esa naturaleza; b) el iusnaturalismo pareciera confundir la tarea de describir el derecho con la de valorarlo imposibilitando la crítica moral del derecho; y c) la supuesta invariabilidad y permanencia del derecho natural choca con la experiencia histórica, es decir, lo que ha sido «natural» en un momento histórico deja de serlo en otra época.

En el otro extremo podemos encontrar la respuesta del no-cognoscitivismo ético que, tributario del positivismo lógico, o sea, inspirado en una concepción reduccionista de la racionalidad que considera que sólo es posible debatir racionalmente respecto de aquello que puede ser verificado empíricamente, sostiene una o más de las siguientes tesis: a) no existen principios morales racionales ya que la moralidad no es más que la expresión de preferencias subjetivas y emotivas; b) no existen principios morales con pretensiones de validez universal, puesto que la moralidad es un aspecto de la cultura humana indivisiblemente asociado a circunstancias históricas específicas y, en consecuencia, los principios morales son particulares e históricamente situados; y c) aun cuando pudieran existir principios morales, no contaríamos con ningún procedimiento racional para acceder a ellos.

El no-cognoscitivismo ético es, entonces, antirrealista y subjetivista. Antirrealista ya que los valores no constituyen propiedades objetivas de las cosas o de las conductas que evaluamos moralmente, es decir, niega la posibilidad de que existan valores objetivos y, por ende -al contrario del iusnaturalismo- responde negativamente a la pregunta de la metaética ontológica. Y subjetivista ya que defiende la tesis de que los juicios morales no pueden escapar de las preferencias puramente subjetivas del agente y, en consecuencia, la ética es necesariamente relativista, con lo que se niega la posibilidad de hacerse cargo racionalmente del problema de la metaética teórica (cfr. Mackie, 2000: 17-55).

Como se ve, sea que uno se identifique con una o más de las tesis del no-cognosctivismo, la discusión ética o queda relegada a la particularidad de cada comunidad o es, derechamente, un sin sentido. Así, por ejemplo, para Wittgenstein si “un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo. Nuestras palabras, usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces solamente de contener y transmitir significado y sentido, significado y sentido naturales. La ética, de ser algo, es sobrenatural y nuestras palabras sólo expresan hechos, del mismo modo que una taza de té sólo podrá contener el volumen de agua propio de una taza de té por más que se vierta un litro en ella” (Wittgenstein, 1990: 37).

Ahora bien, de esta postura no se sigue, como pudiera creerse erróneamente, un desprecio por los asuntos éticos, muy por el contrario, tras esta postura escéptica en cuestiones de metaética teórica hay -la mayoría de las veces- un profundo compromiso con los valores de la tolerancia, el pluralismo y la democracia (10) puesto que al no poder saber racionalmente lo que es bueno, no existen razones para considerar un juicio moral más recto que otro y, por ende, se deben respetar todos los planes de vida que las personas adopten. Nuevamente retomando a Wittgenstein, la irracionalidad de las cuestiones éticas nada tiene que ver con la trascendencia de estos temas. Lo dramático consiste en que el lenguaje y la razón son incapaces de preocuparse de lo que verdaderamente importa, por esto el silencio y no la habladuría es la única actitud genuina que un sujeto verdaderamente interesado en temas éticos puede asumir.

De cualquier modo, aunque las posturas escépticas puedan intentar construir una argumentación que, sustentada en el carácter relativo de los valores, nos permita argüir argumentos a favor de la tolerancia, su tesis es extremadamente débil puesto que se socava a sí misma. Y lo hace porque no existe ninguna razón de peso para preferir la tolerancia en vez de la intolerancia. En efecto, si no es posible desarrollar argumentos racionalmente compulsivos para fundamentar la tolerancia, ¿por qué deberíamos preferirla? Sólo dos caminos serían posibles: uno, no elegir ningún principio moral cayendo en el más absoluto nihilismo u, otro, deberíamos conceder que es tan legítimo y posible adoptar el principio contrario de la más radical intolerancia. Nino lo expresa con precisión: “Frente a defensores de concepciones totalitarias que no se ven mayormente perturbados en sus convicciones por escrúpulos racionalistas, puesto que tienen en general menos confianza en el valor de la argumentación racional (y, en consecuencia, son menos exigentes en cuanto a la fundamentación de tales convicciones), quienes propugnan una concepción liberal aparecen siempre en retirada, prontos a conceder que tienen tan pocos títulos teóricos como sus adversarios para mantener su posición. Esto parece inevitable, puesto que si uno de los principales argumentos a que pueden recurrir los liberales en apoyo de esa concepción es (…) que su puesta en práctica favorece el desarrollo del espíritu científico y racional, no pueden traicionar ese espíritu cuando el oponente les señala triunfante que han llegado al límite de la argumentación racional en apoyo de su posición” (Nino, 1989: 52. Véanse también 51-55).

Para finalizar este apartado, quisiera destacar -a propósito de la distinción entre realismo y antirrealismo tratada más arriba- que ésta es una diferencia en el plano de la metaética ontológica que no compromete ninguna tesis particular en el plano de la metaética teórica. Por ejemplo, una doctrina puede perfectamente negar que existan objetos éticos, pero defender un firme punto de vista ético sustentado en un procedimiento convencional que nos permita erigir un conjunto de principios morales básicos. El constructivismo kantiano es, precisamente, un intento de este tipo, o sea, una teoría moral que sostiene que no existen valores objetivos o, al menos, deja abierta la respuesta a esa pregunta y, sin embargo, respalda la posibilidad de hallar un método racionalmente fiable al cual recurrir para calificar la rectitud de las instituciones sociales básicas.

3. La alternativa entre dos extremos. El constructivismo kantiano

A medio camino entre las dos teorías opuestas que he presentado, se encuentra una tesis que defiende la posibilidad de argumentar racionalmente en favor del establecimiento de ciertos derechos básicos: se trata del constructivismo kantiano. Ésta es una concepción metaética que admite la posibilidad de justificar intersubjetiva y, al menos con pretensiones de universalidad, principios morales normativos. Aquí lo presentaré en la versión de Rawls.

Rawls comienza su artículo “El constructivismo kantiano en la teoría moral” (1999: 209-262) señalando que la justicia como equidad, presentada en A Theory of Justice, es una variante kantiana del constructivismo. Para el filósofo estadounidense, el rasgo más peculiar de una forma kantiana de constructivismo es “que especifica una determinada concepción de la persona como elemento de un procedimiento de construcción razonable cuyo resultado determina el contenido de los primeros principios de justicia. Dicho de otro modo: este tipo de visión establece un cierto procedimiento de construcción que responde a ciertas exigencias razonables, y dentro de ese procedimiento personas caracterizadas como agentes de construcción racionales especifican, mediante sus acuerdos, los primeros principios de la justicia” (Rawls, 1999: 210). Acto seguido, Rawls se apresura en marcar diferencias con Kant, aclarando que evidentemente la justicia como equidad no es la visión de Kant, ya que se separa de ésta en muchos aspectos, pero el adjetivo «kantiano» -que expresa analogía no identidad- implica que la teoría de la justicia se asemeja lo suficiente a la doctrina kantiana en rasgos fundamentales como para ubicarse mucho más cerca de ella que otras concepciones morales tradicionales (11).

Aparece como particularmente significativo que inmediatamente después de apuntada la distancia que separa la justicia como equidad de la teoría de Kant, Rawls enfatice la inevitable historicidad que subyace a su concepción de la justicia, en un claro afán de escapar del prejuicio de mera abstracción que recae sobre cualquier teoría que en algún sentido se declare a sí misma como kantiana. De este modo, la concepción kantiana de la justicia como equidad se articula en torno a un impasse de la historia política reciente: no hay un acuerdo acerca de cómo deberían articularse las instituciones sociales básicas a fin de que se acomoden a la libertad e igualdad de los ciudadanos como personas morales. El requerido entendimiento de la libertad y la igualdad, implícito en la cultura pública de una sociedad democrática, y la forma más adecuada de equilibrar sus pretensiones, no ha logrado una expresión que suscite una aprobación general. Por lo tanto, “una concepción kantiana de la justicia intenta disipar el conflicto entre las distintas formas de entender la libertad y la igualdad preguntando: ¿qué principios de libertad e igualdad de los tradicionalmente reconocidos, o qué variaciones naturales de los mismos, acordarían personas morales libres e iguales, si estuvieran representadas equitativamente sólo como personas tales y se viesen a sí mismas como ciudadanos que viven una vida completa dentro de una sociedad en marcha?” (Rawls, 1999: 211).

De este enfoque -centrar la investigación en la controversia que evidentemente se da entre la libertad y la igualdad en una sociedad democrática- se sigue que no estamos intentando hallar una concepción de la justicia adecuada para todas las sociedades sin considerar sus circunstancias sociales o históricas específicas. Antes bien, lo que buscamos es arbitrar un desacuerdo fundamental acerca del diseño justo de las instituciones básicas dentro de una sociedad democrática que se desenvuelve en condiciones modernas (Rawls, 1999: 212). En consecuencia, insiste Rawls, lo que se pretende alcanzar es un entendimiento practicable y operativo sobre los primeros principios de justicia.

Ahora bien, ¿cómo se conecta el constructivismo kantiano con la verdad? La respuesta que esté en condiciones de dar Rawls a esta pregunta es crucial puesto que podría permitirle escapar, por una parte, de la trampa realista que arrincona al iusnaturalismo, es decir, la pretensión de que los principios morales básicos existen per se, con prescindencia de toda experiencia y preferencia humana, formando una jerarquía indisponible a la que accedemos mediante la intuición; y, por otra, del atolladero subjetivista que asfixia al positivismo, o sea, la imposibilidad de acordar cualquier principio moral que sea intersubjetivamente persuasivo. Veamos, entonces, la forma en que el filósofo estadounidense contesta esta interrogante.

Rawls sostiene que la búsqueda de fundamentos razonables para arribar a un acuerdo que refleje la concepción que tenemos de nosotros mismos y nuestra vinculación con la sociedad substituye a la indagación de la verdad moral percibida como determinada por un orden de objetos y relaciones previo y autónomo, sea natural o divino, de cómo nos concebimos a nosotros mismos (Rawls, 1999: 192-208 y 212-213). Y luego insiste que la tarea es “articular una concepción pública de la justicia con la que puedan vivir todos los que conciben su persona y su relación con la sociedad de una cierta forma. Y aunque puede que hacer esto implique resolver dificultades teóricas, la tarea social práctica es primaria. Lo que justifica una concepción de la justicia no es el que sea verdadera en relación con un orden antecedente a nosotros o que nos viene dado, sino su congruencia con nuestro más profundo entendimiento de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones, y el percatarnos de que, dada nuestra historia y las tradiciones que se encuentran encastradas en nuestra vida pública, es la doctrina más razonable para nosotros (...) El constructivismo kantiano sostiene que la objetividad moral ha de entenderse en términos de un punto de vista social adecuadamente construido y que todos puedan aceptar. Fuera del procedimiento de construir los principios de justicia, no hay hechos morales” (Rawls, 1999: 213).

Esta noción del constructivismo justifica plenamente su afinidad con la teoría de Kant, al menos desde la lectura que hace el propio Rawls del filósofo de Königsberg. Según Rawls, Kant no busca ilustrarnos respecto de lo que está bien y mal, ya que lo consideraría presuntuoso, al contrario, intenta que adquiramos plena conciencia de que la ley moral está arraigada en nuestra libre razón y que despierta un intenso deseo de obrar conforme a ella. Este deseo es dependiente de una concepción, que nos pertenece en cuanto personas razonables, de obrar según un ideal sostenible en una concepción de nosotros mismos como agentes autónomos en virtud de nuestra libre razón, tanto teórica como práctica (Rawls, 2001: 166). Así pues, la concepción kantiana de la objetividad es una especificación de la siguiente caracterización general de la objetividad: las convicciones morales son objetivas si cuentan definitivamente con la aprobación de aquellas personas razonables y racionales que ejercen sus facultades de razón práctica en forma inteligente y escrupulosa, siempre que todas las personas referidas conozcan los hechos relevantes y hayan examinado debidamente las consideraciones relevantes. “Decir que una convicción moral es objetiva, pues, es tanto como decir que hay razones que bastan para convencer a todas las personas razonables de que es una convicción válida o correcta. Sostener un juicio moral es tanto como sostener que existen tales razones y que el juicio en cuestión puede ser justificado ante una comunidad de personas semejantes” (Rawls, 2001: 263; cfr. Peña, 2002: 333-437).

Consecuentemente con lo anterior, el enfoque de Rawls es constructivista porque dirige sus esfuerzos a la construcción de un procedimiento bajo términos equitativos, “con la idea de que si el procedimiento es equitativo el resultado también lo será. El enfoque es kantiano porque Rawls, como Kant, quiere proporcionar justificaciones para principios morales cuya legitimidad no depende de los caprichos de la naturaleza humana -de los deseos, las pasiones o los instintos humanos-. El constructivismo kantiano es un intento de hacer eso” (Kukathas y Pettit, 2004: 127).

Para Rawls, como ya puede intuirse, el constructivismo kantiano defiende una cierta interpretación de la objetividad estrechamente vinculada con la tesis de que la teoría moral es independiente de las otras partes de la filosofía (Rawls, 1999: 193). Esta interpretación “implica que, más que pensar en los principios de justicia como verdaderos, mejor es decir que son los principios más razonables para nosotros, dada nuestra concepción de las personas como libres e iguales y como miembros plenamente cooperantes de una sociedad democrática” (Rawls, 1999: 245). Expliquemos qué quiere decir el filósofo contrastando el constructivismo kantiano con el intuicionismo (12). El constructivismo kantiano se opone al intuicionismo racional fundamentalmente en que éste, al sostenerse en una visión ya dada de los primeros principios que rigen la moral, le resulta totalmente innecesario recurrir a cualquier concepción más compleja de la persona, de un tipo adecuado para establecer el contenido de la moral, así como también de una psicología moral acorde. Sin embargo, el constructivismo como rechaza cualquier noción de un orden moral previo, “acepta desde el comienzo que una concepción moral no puede establecer sino un marco laxo para la deliberación, la cual tiene que confiar de forma muy considerable en nuestras facultades de reflexión y juicio. Esas facultades no están fijadas de una vez por todas, sino que son desarrolladas por una cultura pública compartida y por ende modeladas por esa cultura” (Rawls, 1999: 251).

Ahora bien, de este contraste entre el constructivismo y el intuicionismo se sigue una objeción grave que puede hacerse a un rasgo esencial del constructivismo: la idea de que los hechos que deben considerarse como razones de justicia son determinados por las partes en la posición original y que, fuera de esta construcción, no hay razones de justicia sería incoherente. “Fuera del procedimiento de construir esos principios no hay razones de justicia. Dicho de otro modo, que ciertos hechos hayan de contar como razones de justicia y cuál haya de ser su fuerza relativa es algo que sólo puede establecerse sobre la base de los principios que resulten de la construcción” (Rawls, 1999: 255). Así pues, este rasgo característico del constructivismo hace dudar que éste pueda defender alguna concepción de la objetividad en cualquier sentido y creer, por tanto, que el acuerdo de las partes en la posición original se basa en elecciones radicales, es decir, una clase de elección no basada en razones. Esta noción de elección radical, que se asocia habitualmente a Nietzche y al existencialismo, se encuentra vedada para el constructivismo, o sea, éste exige que en la situación inicial de imparcialidad los agentes morales deban fundamentar sus elecciones en razones.

Pero, ¿cómo se satisface esta exigencia? La respuesta, sostiene Rawls, radica en distinguir cuidadosamente tres puntos de vista distintos: el punto de vista de las partes en la posición original; el de los ciudadanos en una sociedad bien-ordenada; y el de usted y yo que estamos escrutando la concepción de la justicia rawlsiana como base para una idea de la justicia que pueda darnos una comprensión plausible de la libertad y de la igualdad. En cada uno de estas tres perspectivas, las elecciones se fundan en razones. En la posición original, los agentes escogen en virtud de sus preferencias por bienes primarios, opción que a su vez tiene sus raíces en los intereses de orden supremo que poseen y en el ejercicio de sus facultades morales; todas ellas constreñidas por restricciones que expresan condiciones razonables. Los miembros de una sociedad bien-ordenada, a su turno, afirman la concepción pública de la justicia porque se condice con sus convicciones consideradas y es coherente con el tipo de persona que, tras la debida reflexión, desean ser. Y, en fin, usted y yo –ya que nuestra sociedad no se encuentra bien ordenada, es decir, la forma de entender la libertad y la igualdad son objeto de disputas- juzgamos la corrección de todo lo anterior a la luz de la reflexión de si las concepciones-modelo congenian suficientemente con nuestras convicciones consideradas, para ser afirmadas como un fundamento practicable de la justificación pública; en pocas palabras, enjuiciamos de acuerdo a la práctica filosófica (Rawls, 1999: 257-260; cfr. Peña, 2002: 389-394).

En definitiva, la justicia como equidad es objetiva en el siguiente sentido: “en el constructivismo los primeros principios son razonables (o irrazonables) más que verdaderos (o falsos) -mejor aún, que son los más razonables para quienes conciben su persona tal como está representada en el procedimiento de construcción-. Y aquí se emplea ‘razonable' en lugar de ‘verdadero’ no en virtud de ninguna teoría alternativa de la verdad, sino simplemente para seguir una terminología que indica el punto de vista constructivista como opuesto al intuicionismo racional. Este uso, sin embargo, no implica que no haya formas naturales de emplear la noción de verdad en el razonamiento moral. Al contrario, por ejemplo, los juicios particulares y las normas secundarias pueden ser considerados verdaderos cuando se siguen o son aplicaciones acertadas de primeros principios razonables” (Rawls, 1999: 260).

Aclarada la noción del constructivismo kantiano en general, paso a revisar el núcleo central de su método. Para lograr superar el impasse de la cultura política a la que se dirige la justicia como equidad, Rawls sostiene que es necesario formular lo que denomina «concepciones-modelo». Éstas son útiles porque permiten comprender mejor, al aminorar el peso de la realidad y la tradición, el conflicto que aqueja a las sociedades democráticas modernas. Por esta razón, necesitan ser definidas sólo de forma lo suficientemente nítida para producir un entendimiento público aceptable entre la libertad y la igualdad. Pues bien, las dos concepciones-modelos básicas de la concepción de la justicia como equidad son las de sociedad bien-ordenada y persona moral, identificadas con la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, respectivamente. El propósito de las dos concepciones apuntadas es escoger los aspectos fundamentales de la idea que tenemos de nosotros mismos en tanto personas morales y del modo como nos relacionamos con la sociedad como ciudadanos y ciudadanas libres e iguales. Junto a ellas, la posición original se erige como una tercera y mediadora concepción-modelo, siendo su papel lograr una conexión entre la concepción-modelo de persona moral y los principios de justicia que rigen las relaciones entre los ciudadanos y ciudadanas en la concepción-modelo de una sociedad bien-ordenada (Rawls, 1999: 214; 2002: 27-33). Y logra cumplir su rol modelando la forma como los ciudadanos de una sociedad bien-ordenada, vistos como personas morales, seleccionarían idealmente los principios de justicia para su sociedad. Las restricciones impuestas a los agentes en la posición original, especialmente el velo de la ignorancia, permiten representarlos como personas morales libres e iguales. De modo que si “ciertos principios de justicia fueran en verdad acordados (...), entonces se alcanzaría la meta del constructivismo kantiano de poner en conexión principios definidos y una determinada concepción de la persona” (Rawls, 1999: 214).

Indicadas las tres concepciones-modelo, debemos ahora identificar los rasgos más relevantes de cada una (13). La concepción de sociedad bien-ordenada posee tres características distintivas:

a) Dicha sociedad está “efectivamente regulada por una concepción pública de la justicia” (Rawls, 2002: 31). Lo que significa que cada cual acepta y sabe que los otros también aceptan los mismos principios de la justicia; que la estructura básica de la sociedad satisface de hecho esos principios y así lo creen todos; y los mismos principios se fundan en creencias razonables establecidas por métodos de investigación o conocimiento generalmente aceptados.

b) Los “miembros de una sociedad bien-ordenada son personas morales libres e iguales, y como tales se ven a sí mismos y unos a otros en sus relaciones políticas y sociales (en la medida en que éstas son relevantes para cuestiones de justicia)” (Rawls, 1999: 215). Aquí concurren tres nociones diversas en juego: la moralidad aplicada a la persona, la igualdad y la libertad. Los miembros de una sociedad bien ordenada son personas morales que poseen, y ven a los demás poseyendo, un sentido de la justicia efectivo y una concepción del bien (14). Los ciudadanos son iguales en tanto que se consideran unos a otros como poseedores de un igual derecho a determinar y aceptar -tras la debida reflexión- los principios de la justicia que han de gobernar la estructura básica de su sociedad. Y, finalmente, los miembros de una sociedad bien-ordenada son libres por cuanto piensan que tienen derecho a plantear pretensiones y demandas respecto del diseño de sus comunes instituciones en razón de sus propias metas fundamentales y de sus propios intereses de orden supremo.

c) La sociedad bien-ordenada es estable, ya que se encuentra gobernada por un sentido de la justicia estable. La “estabilidad de una sociedad bien-ordenada no se funda meramente en un equilibrio percibido de fuerzas sociales cuyo resultado todos aceptan porque ninguno puede hacer nada por mejorar. Al contrario, los ciudadanos afirman las instituciones que existen en su sociedad en parte porque razonablemente creen que satisfacen su concepción de la justicia pública y efectiva” (Rawls, 1999: 229) (15).

Ahora bien, ¿cuál es la concepción de la persona que presupone el constructivismo kantiano? Rawls sostiene que las personas morales en una sociedad bien ordenada se caracterizan por dos facultades morales y dos intereses de orden supremo. “La primera facultad [lo razonable] es la capacidad para un sentido de la justicia efectivo, esto es, la capacidad para entender, aplicar y actuar a partir de (y no meramente de acuerdo con) los principios de la justicia. La segunda facultad moral [lo racional] es la capacidad para formar, revisar y perseguir racionalmente una concepción del bien. En correspondencia con estas facultades morales, decimos que las personas morales se mueven por dos intereses de orden supremo en realizar y ejercer esas facultades” (Rawls, 1999: 218). Al denominar a estos intereses como «de orden supremo», Rawls quiere enfatizar que, tal como se especifica en la concepción-modelo de la persona moral, “estos intereses son regulativos en grado supremo así como efectivos. Esto implica que siempre que las circunstancias son relevantes para su cumplimiento, estos intereses gobiernan la deliberación y la conducta. Puesto que las partes representan a personas morales, se mueven asimismo por esos intereses en asegurar el desarrollo y ejercicio de las facultades morales” (Ibíd).

En pocas palabras, lo racional y lo razonable pueden conceptualizarse así: por actuar racional se entienden aquellas acciones de los agentes orientadas a la satisfacción de sus deseos o fines, o sea, una razón instrumental o teleológica que busca el bien personal maximizando el propio interés. El actuar razonable, a su turno, supone que las personas están dispuestas a gobernar sus acciones por un principio de equidad desde el cual ellas y los demás puedan razonar en común, es decir, poseen un específico sentido del deber y de la justicia, que se origina en una interesada cooperación para lograr sus propios planes de vida.

Obviamente, continúa Rawls, las partes representan a personas morales desarrolladas, es decir, a agentes que poseen una específica concepción del bien. De modo que, el modelo define a las personas morales también como personas determinadas, aunque desde el punto de vista de la posición original las partes no conocen el contenido de su particular concepción del bien. Esto me lleva a decir algunas cosas sobre la concepción-modelo de la posición original y su relación con la concepción de la persona, ya que debe responderse la siguiente pregunta: ¿cómo ha de armarse la posición original de modo que las partes puedan llegar a un acuerdo racional?

La respuesta radica en una adecuada configuración de esa situación ideal de deliberación. Rawls explica que “la concepción de la justicia como equidad empieza con la idea de que la concepción de justicia más apropiada para la estructura básica de una sociedad democrática es aquélla que sus ciudadanos adoptarían en una situación que fuese equitativa entre ellos y en la que ellos estuvieran representados sólo como personas morales libres e iguales. Esta situación es la posición original: conjeturamos que la equidad de las circunstancias en las que se logra el acuerdo se transfiere a los principios acordados; puesto que la posición original sitúa a personas morales libres e iguales equitativamente unas respecto de otras, cualquier concepción de justicia que ellas adopten es asimismo equitativa. De ahí la denominación ‘justicia como equidad’” (Rawls, 1999: 216). Ésta opera, entonces, como un dispositivo que sirve para extraer los principios de la justicia apropiados para un sistema político que se sustenta, implícitamente, en los valores reconocidos en las concepciones-modelo de la persona y de la sociedad bien-ordenada. Para lograrlo, la posición original despliega el velo de ignorancia que asegura que el razonamiento o negociación al interior de ella sea equitativo, es decir, no se vea afectado por desigualdades de riqueza, estatus o talento y supone, además, que las personas tienen una preferencia por los bienes primarios porque son las “condiciones sociales de fondo y aquellos medios omnivalentes (all-purpose means) generales que normalmente son necesarios para desarrollar y ejercitar las dos facultades morales y para perseguir de forma efectiva una concepción del bien” (Rawls, 1999: 219) (16). Así, estipulando que las partes evalúan las concepciones de la justicia a través de una preferencia por este tipo de bienes, se les dota en cuanto agentes de construcción, de deseos suficientemente específicos, asegurando que sus deliberaciones racionales lleguen a un resultado definido.

La posición original, tal como ha sido descrita, es un caso de justicia procesal pura, o sea, cualesquiera que sean los principios que las partes seleccionen, de entre el listado de concepciones disponibles, éstos son justos. Dicho de otra forma, el resultado de la posición original define la justicia de los principios. La justicia procedimental pura se distingue esencialmente porque no existe un criterio de justicia independiente, lo justo viene determinado por el resultado del procedimiento mismo. Obviamente, esto difiere de la justicia procedimental perfecta que se caracteriza por disponer de un procedimiento que asegure la satisfacción de un criterio de justicia independiente. La justicia procedimental pura facilita que en la posición original las partes no requieran, para llevar adelante sus deliberaciones, ninguna idea de lo recto o de la justicia previa, es decir, “no existe ningún punto de vista externo a la propia perspectiva de las partes desde el que se vean constreñidas por principios previos e independientes en las cuestiones de justicia que surgen entre ellas como miembros de una sociedad” (Rawls, 1999: 217) (17).

Para terminar esta exposición del constructivismo kantiano debo volver sobre las dos facultades morales, los dos intereses de orden supremo y los tres puntos de vista diversos en los que opera el método constructivista, vinculándolos con las nociones de autonomía plena, autonomía racional y equilibrio reflexivo. Como ya dije, el primer punto de vista es el de los ciudadanos en una sociedad bien-ordenada, el segundo es el de las partes en la posición original y el tercero es, dice Rawls, el de nosotros mismos –usted y yo- que examinamos si la teoría de la justicia como equidad sirve como base para una concepción de la justicia que conlleve una comprensión apropiada de la libertad y la igualdad (Rawls, 1999: 226; y 2002: 76). A su vez, el primer punto de vista se vincula con la autonomía plena, es decir, a la noción comprehensiva que expresa un ideal de la persona afirmado por los ciudadanos de una sociedad bien-ordenada. El segundo punto de vista, en cambio, se relaciona con la autonomía racional, o sea, la manera como se manifiesta la autonomía plena en las deliberaciones de las partes como agentes artificiales de construcción dentro de la posición original. Y el tercer punto de vista, por último, se conecta con el test del equilibrio reflexivo, esto es, la determinación de en qué medida la concepción como un todo se ajusta y articula nuestras más firmes convicciones consideradas y maduradas.

Quiero detenerme en la forma cómo la noción de autonomía plena -y su respectiva concepción de la persona moral- se encuentra representada de forma oportuna en la posición original. Como se dijo, esta representación se traduce en el modo en que se describen las deliberaciones y la motivación de las partes en la posición original y, además, en el hecho que las partes son consideradas como agentes artificiales, no plenamente autónomas, sino sólo racionalmente autónomas. Pero, para comprender cabalmente lo anterior, es necesario explicar la autonomía plena, señalando los dos elementos de toda noción de cooperación social. “El primero es una concepción de los términos de cooperación equitativos, esto es, términos que puede razonablemente esperarse que cada participante acepte, con tal que todos los demás asimismo los acepten. Los términos de cooperación equitativos articulan una idea de reciprocidad y mutualidad: todos los que cooperan tienen que beneficiarse, o compartir las cargas comunes, de algún modo apropiado, juzgado desde un adecuado punto de comparación. A este elemento de la cooperación social lo denomino lo Razonable. El otro elemento corresponde a lo Racional: expresa una concepción del provecho racional de cada participante, que ellos, como individuos, están intentando promover. Como hemos visto, lo racional está interpretado en la posición original por referencia al deseo de las personas de realizar sus facultades morales y de asegurar la promoción de su concepción del bien. Dada una especificación de sus intereses de orden supremo, las partes son racionales en sus deliberaciones en la medida en que sus acciones se guíen por principios de elección racional sensatos” (Rawls, 1999: 221-222).

La idea de lo racional, observa Rawls, no parece muy difícil de delinear en la posición original, basta aludir a algunos principios de actuación bastante conocidos, por ejemplo, la adopción de medios efectivos para los fines perseguidos o la valoración de los fines de conformidad al impacto en el plan de vida concebido como un todo. Sin embargo, si vale la pena cuestionarse la forma cómo se representa lo razonable en la posición original. Esa representación se logra por la naturaleza de las restricciones dentro de las que tienen lugar las deliberaciones de los agentes, incorporándose lo razonable a la estructura de fondo de la posición original, que limita los debates de las partes y las sitúa, cubiertas por el velo de la ignorancia, simétrica y equitativamente. De forma más específica, además de las variadas condiciones y restricciones impuestas a los principios de justicia -generalidad y universalidad, ordenación y definitividad-, se requiere que las partes hagan suya una concepción pública de la justicia y que juzguen sus primeros principios teniendo esto presente (1999: 222).

Lo dicho debe unirse a dos características importantes: lo razonable presupone lo racional y, al mismo tiempo, lo subordina. Lo presupone porque sin concepciones del bien, perseguidas racionalmente por las personas, no es posible hablar de cooperación social. Lo subordina en virtud de la restricción en el alcance de la justicia como equidad, que se circunscribe a la estructura básica de la sociedad y, por lo tanto, la búsqueda de metas finales debe estar supeditada a los términos de la cooperación social susceptibles de ser aceptados por todos -lo que también aclara el carácter deontológico de la teoría-. Esta subordinación se explica porque Rawls es liberal, según la tradición más clásica, esto es, escinde las cuestiones de moralidad pública y privada. La justicia es una cuestión independiente de los ideales de excelencia humana que cada uno de nosotros, en ejercicio de su autonomía, puede trazarse para sí (18).

Rawls resume estas ideas centrales como sigue: “lo Razonable presupone y subordina a lo Racional. Define los términos equitativos de cooperación aceptables para todos dentro de un grupo de personas separadamente identificables, cada una de las cuales posee y puede ejercer las dos facultades morales. Todos tienen una concepción de su bien que define su provecho racional, y todo el mundo tiene un sentido, normalmente efectivo, de la justicia: una capacidad de hacer honor a los términos equitativos de la cooperación. Lo Razonable presupone lo Racional porque, sin concepciones del bien que muevan a los miembros del grupo, tanto la cooperación social como las nociones de lo recto y de justicia carecen de sentido, incluso aunque tal cooperación realice valores que van más allá de lo que especifican las concepciones del bien tomadas por sí solas. Lo Razonable subordina a lo Racional porque sus principios limitan, y en una doctrina kantiana limitan absolutamente, los fines últimos que pueden ser perseguidos” (Rawls, 1999: 223).

Para terminar este apartado, quisiera detenerme brevemente en la crítica que suele achacársele a la justicia como equidad, tal como aparece en la versión corregida de A Theory of Justice, de caer en el universalismo abstracto. Tomemos como ejemplo la crítica de Wolff (19). Este autor sostiene correctamente, según he apuntado hasta ahora, que la teoría de Rawls es contractualista y tiene fuertes vinculaciones kantianas. Ahora bien, de esto no se sigue, como Wolff pretende hacerlo, que la teoría rawlsiana arrastra muchas de las fragilidades propias de la doctrina kantiana, particularmente el fracaso “a la hora de descubrir un modo de deducir fines objetivos, obligatorios, del simple análisis de lo que tiene que ser un agente racional” (Wolff, 1981: 103).

Al contrario, ya desde la propia A Theory of Justice (por ejemplo el parágrafo 40, que al mismo tiempo que defiende una interpretación kantiana de la teoría, esboza la importancia del contexto reflejada en la incipiente elaboración de una determinada concepción de la persona), pero sobre todo a partir de “El constructivismo kantiano en la teoría moral”, la justicia como equidad supone articular una concepción pública de la justicia bajo la cual puedan vivir todas aquellas personas que se conciben a sí mismas y a los demás de un modo determinado, de modo que los principios que Rawls busca no son universales, sino aquellos apropiados paras las sociedades democráticas modernas. Con todo, como explícitamente sostiene Rawls, eso no quita que la teoría pueda interesar o llegar a ser relevante en un contexto más amplio, por ejemplo, en sociedades democráticas imperfectas o autoritarias. En esta última idea se resume mi convicción de que, no obstante la teoría rawlsiana no debe ser comprendida como una empresa universal, sí posee una profunda vocación cosmopolita ya que las intuiciones últimas en las que se funda surgieron bajo la promesa de transformarse en una realidad global (20).

4. Levantando el velo de la ignorancia

Habiéndose sometido a los agentes morales a las restricciones deliberativas ya expuestas, éstos deberían arribar, necesariamente, a dos principios de justicia (aplicables al diseño de las instituciones sociales básicas) que tienen pretensiones de universalidad:

a) “Cada persona tiene el mismo derecho irrevocable a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos [principio de igual ciudadanía o de igualdad en las libertades básicas]; y

b) Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades [principio de equitativa igualdad de oportunidades]; y, en segundo lugar, las desigualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad” (21). [principio de diferencia] (22).

Rawls propone dos reglas de prioridad en la interpretación y aplicación de los principios. Según la primera, los principios de justicia se ordenan lexicográficamente, es decir, el primero prima sobre el segundo; conforme a la segunda, la justicia es anterior a la eficiencia, o sea, la igualdad de oportunidades es previa a la aplicación del principio de diferencia (23). Así, todos los valores sociales habrán de ser distribuidos igualitariamente, a menos que una distribución desigual de alguno o de todos estos valores redunde en una ventaja para los menos afortunados. La injusticia consiste entonces, sencillamente, en las desigualdades que no benefician a éstos.

Y de estos principios de justicia, podemos deducir un catálogo que constituiría el índice de bienes primarios, o sea, aquellos medios polivalentes que nos permitirían a todos y cada uno de los seres humanos desenvolvernos como agentes morales en condiciones igualitarias y así poder alcanzar nuestros planes de vida autónomamente. A su vez, teniendo a la vista este índice de bienes primarios podemos construir el listado de los derechos humanos básicos que debería reconocer cualquier ordenamiento constitucional. Este listado debería satisfacer las siguientes posiciones y prerrogativas: a) Los derechos y libertades básicos: libertad de pensamiento, libertad de conciencia, y libertad de expresión; libertades políticas (por ejemplo, derecho de voto y derecho a participar en política) y libertad de asociación, así como los derechos y libertades determinados por la libertad y la integridad física y psicológica de la persona; y los derechos y libertades amparados por el imperio de la ley (libertad de no detención arbitraria); b) La libertad de movimiento y la libre elección del empleo en un marco de oportunidades variadas que permitan perseguir fines diversos y que dejen lugar a la decisión de revisarlos y modificarlos; c) Los poderes y las prerrogativas que acompañan a cargos y posiciones de autoridad y responsabilidad; d) Ingresos y riquezas, entendidas ambas cosas como medios de uso universal que se requieren para lograr un amplio margen de fines, cualesquiera que sean éstos; y e) Las bases sociales del autorrespeto, lo que incluye todos los aspectos de las instituciones sociales básicas normalmente esenciales para que las personas, teniendo una clara conciencia de su valor como tales, puedan promover sus fines con autoconfianza.

Ahora bien, Rawls, en su libro Teoría de la Justicia (1971: 195-201), sostiene un mecanismo, que opera como una secuencia en cuatro etapas, para la aplicación de los principios de justicia y en cada una de ellas el velo de la ignorancia se irá levantando progresivamente hasta desaparecer por completo. En síntesis, las cuatro etapas comienzan por la creación de una asamblea constituyente, una vez que se han adoptado los principios de justicia en la posición original, en la que se decidirá fundamentalmente un sistema relativo al funcionamiento de los poderes constitucionales del gobierno y el reconocimiento de los derechos fundamentales. El primer problema en esta etapa es el diseño de un procedimiento justo para la adopción de decisiones políticas. Para poder hacerlo, es indispensable que las libertades reconocidas por el primer principio de justicia sean incorporadas y protegidas por la constitución. Estas libertades incluyen, como ya se ha dicho, la libertad de conciencia y de expresión, la libertad personal y la igual repartición de los derechos políticos. Lo relevante, para efectos del análisis que vengo haciendo, es que Rawls está convencido que un sistema político que no incorpora estas libertades para todos los ciudadanos por igual no garantizará jamás los requisitos de un procedimiento que pretenda, al menos, ser justo. Como se ve, existe una relación necesaria entre el discurso político libre y la justicia de la democracia constitucional, sin el primero no hay, sencillamente, decisiones políticas que puedan obligar moralmente, pero además, en verdad, no existe algo así como un sistema democrático constitucional (24).

La segunda etapa de la secuencia está dominada por la actividad legislativa, caracterizada por una especie de juego de ida y vuelta con la asamblea constituyente, en la que deberán elaborarse las leyes respetando directamente los límites constitucionales e indirectamente, por tanto, los principios de justicia. La tercera etapa de la secuencia se ocupará, ya en sede legislativa exclusivamente, que las políticas sociales y económicas tengan como objetivo la maximización del bienestar de los menos aventajados, bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades, o sea, la aplicación del segundo principio de justicia. Por último, la cuarta etapa -en la que el velo de ignorancia estará descubierto íntegramente- se procederá a la aplicación de las reglas a casos particulares en instancias administrativas y judiciales (25).

Planteada la secuencia de las cuatro etapas, volvamos a la pregunta: ¿qué procedimiento nos asegura, de mejor manera, la justicia real de las leyes y políticas públicas? La justicia se encontraría en mejor pie para prevalecer en la realidad si las personas se encuentran bien informadas, se preocupan de buscar sus propios intereses e ideas de la vida buena pero, al mismo tiempo, son capaces de admitir objeciones razonables que puedan ser sostenidas por los demás. Es tarea del marco institucional de un sistema político, asegurar a todas las partes una posición igual que les permita vetar aquellas propuestas que no pueden aceptar razonablemente. Parece obvio que en las sociedades reales y en las condiciones efectivas de negociación -ya no en la situación ideal de imparcialidad de la posición original- las leyes y las políticas que se ejecuten serán más justas cuanto más se aproximen a las condiciones ideales del debate (Barry, 1997: 148-168). Barry ha acuñado la expresión circunstancias de imparcialidad para referirse a las “condiciones en que las reglas reales de justicia de una sociedad tenderán verdaderamente a ser justas” (1997: 149; cfr. 1995: 365 y ss.). Probablemente, piensa el autor inglés, la más importante de las circunstancias de imparcialidad y la más difícil de satisfacer es aquella que tiene que ver con la motivación, esto es, la disponibilidad a admitir las objeciones razonables a una propuesta con independencia de quienes las hagan. Es iluso esperar, por tanto, que se acerquen a la justicia aquellas decisiones políticas y leyes que han sido elaboradas en un país a costa de la exclusión, estigmatización y desconsideración de grupos minoritarios por parte de la mayoría. Una de las reglas de oro del discurso político libre debería ser que todas las reivindicaciones se pesen igual a la hora de su expresión.

Pero no sólo se requiere poder expresar las opiniones y acceder a los medios de difusión de modo que se respete la igualdad de oportunidades en condiciones equitativas, más que eso, se impone, desde el punto de vista del receptor, que la gente se informe en términos medianamente adecuados. Para lograr este objetivo y satisfacer mínimamente las circunstancias de la imparcialidad, se necesita que el sistema político dote de las herramientas necesarias a los ciudadanos para que sean capaces de entender y valorar las diversas propuestas políticas en juego (26).

Conclusiones

Reflexionar sobre el fundamento suprapositivo de los derechos humanos es una tarea ineludible si pretendemos dotarlos de la fuerza normativa que les permita situarse efectivamente como un límite al ejercicio del poder político. En este trabajo he pasado revista a dos posibles formas antagónicas de justificar tales derechos desde la metaética teórica: el iusnaturalismo racionalista y el positivismo lógico. Ambas han sido descartadas pues no dan una respuesta satisfactoria a dicha cuestión. El iusnaturalismo racionalista es, por una parte, metodológicamente erróneo pues intenta cimentar enunciados normativos –como son los que se refieren a derechos- a partir de la verificación de ciertas propiedades de hecho vinculadas a una determinada concepción de la naturaleza humana. El positivismo lógico, por otra parte, aunque pudiera ofrecernos una vía para justificar los derechos humanos como expresión del principio más abstracto de la tolerancia, termina por socavarse a sí mismo ya que no ofrece un argumento fuerte que permita defender esa tolerancia frente a principios morales rivales menos atractivos o, derechamente, contradictorios.

Sin embargo, como la pregunta que nos asalta sigue ocupando el sitial de aquellas interrogantes de las que nos podemos zafarnos, es inevitable examinar si existe una vía alternativa que nos permita dotar a los derechos humanos del imprescindible soporte moral para que cumplan su trascendental función. He defendido que esa ruta intermedia está constituida por una versión del constructivismo kantiano erigida por Rawls, particularmente a partir de las Conferencias Dewey. Ahora me interesa destacar tan solo que el constructivismo establece ciertas restricciones deliberativas que harían que los resultados a los que se lleguen, siguiendo un determinado procedimiento, tuvieran pretensiones de validez universal. Dicho de otro modo, el constructivismo que hemos analizado postula que, dadas unas condiciones “ideales” o hipotéticas, las conclusiones morales a las que llegarían los sujetos satisfarían el requisito de la imparcialidad y, por tanto, aspirarían –al menos conceptualmente- a tener valor prescriptivo universal fundamentando, de paso, un catálogo de derechos humanos entendidos como derechos morales. El constructivismo kantiano debemos comprenderlo como una versión de la objetividad moral asociada a la construcción adecuada de un punto de vista social que todas y todos puedan aceptar. Una versión débil de la objetividad que se aleja del realismo propio del iusnaturalismo pero que, al mismo tiempo, se escapa de la paradoja positivista de creer que nuestras disputas morales no tienen ningún sentido mientras consideramos a los debates éticos como asuntos muy serios e importantes.

Esa “objetividad débil” no olvida que la moral humana es un complejo sistema de múltiples preferencias éticas, a veces concordantes y otras muchas veces contrapuestas, creadas por el ser humano en momentos históricos específicos, que demandan para sí igual validez, las que una vez puestas sobre la mesa permiten a los seres humanos, en un juego dialógico y simétrico de libre intercambio de opiniones, llegar, en algunos casos, a ciertos consensos sobre lo que debe considerarse bueno o malo. De este modo, esa “objetividad débil” es, en rigor, la intersubjetividad, parecida a la objetividad –o incluso confundida con ella- pero conceptualmente diferente. Señalar que no hay valores objetivos no equivale a sostener que no existen cosas que todo el mundo valora. Puede haber, perfectamente, un acuerdo entre las personas para calificar una conducta como buena o mala surgiendo de esos acuerdos intersubjetivos valores intersubjetivos. En suma, la intersubjetividad es, permítanme la licencia, una especie de objetividad “social”, producto del consenso alcanzado por las personas en sus discusiones morales que permite atribuir a cierto estado de cosas un valor universal. Obviamente, el problema y el desafío ético, que el constructivismo kantiano hace suyo, radica en encontrar esas zonas comunes de consenso o, aunque no lleguemos a él, intentar aducir argumentos que se sustenten en razones universales, o sea, que todo sujeto que se colocara en condiciones ideales de deliberación acordaría o aceptaría, las que pudieren ser suficientes, en una discusión ética, para lograr salvar el test de la intersubjetividad, es decir, razones adecuadamente persuasivas para convencer a otros que, de buena fe, están dispuestos a aceptar aquellos argumentos que satisfagan dicho test.

Notas

1) Laporta lo explica como sigue: “(...) ¿dónde situamos los ‘derechos humanos’? Si los situamos en el orden jurídico positivo como derechos legales nos vemos en la tesitura de tener que afirmar que sólo tienen ‘derechos humanos’ aquellos seres humanos que son destinatarios de las normas y demás elementos de ciertos sistemas jurídicos empíricos. Y, entonces, a la pregunta ingenua ¿viola [violaba] el régimen de Pinochet los derechos humanos?, tenemos que contestar: NO, porque los chilenos no tienen [tenían] derechos humanos (...) Esto no sólo me insatisface personalmente sino que me parece contrario a la más elemental semántica de la expresión ‘derechos humanos’. Siempre se ha dicho que la condición de ‘ser humano’ era lo único que se necesitaba para ser titular de ‘derechos humanos’ y creo, por mi parte, que en Chile se violan [violaban] y en la Alemania Nazi se violaron gravemente los derechos humanos, fuera cual fuera el sistema jurídico-positivo imperante. Pues bien, el único camino para conferir un significado libre de aporías a estas ideas es mantener que tales derechos son derechos morales, de forma tal que los sistemas jurídicos que no los reconozcan traicionan exigencias morales de gran importancia y violan derechos. Esas exigencias o pautas morales, esos derechos morales, son tales que su desconocimiento justifica acciones como la desobediencia a las leyes y la resistencia a la opresión jurídico-positiva” (1987: 73-74). Puede revisarse, en el mismo número de Doxa, la polémica completa, a propósito del concepto de derechos humanos, entre el autor citado, Atienza, Bulygin, Pérez Luño y Ruiz Manero (1987: 23-84). Una buena defensa de la tesis de que los derechos humanos son derechos morales se puede encontrar en Ruiz Miguel (1990: 149-160).

2) El concepto de «derecho subjetivo» es uno de aquellos conceptos jurídicos fundamentales que preocupa a la teoría general del derecho. Por supuesto, su caracterización rebasa, con creces, las posibilidades y objetivo del presente trabajo. Para una aproximación preliminar puede revisarse Hierro (2000: 139-173).

3) La metaética suele dividirse en los siguientes apartados: i) Metaética descriptiva: En este apartado la filosofía moral se ocupa de registrar las diferentes convicciones morales que los distintos grupos y sociedades han tenido históricamente; ii) Metaética analítica: En esta parte la filosofía moral trata de indagar si los enunciados éticos son o no significativos y, en caso de serlos, establecer cuál es su significado; iii) Metaética teórica: En esta área la filosofía moral tiene como objetivo indagar si es posible hallar razones que nos conduzcan, en términos lógicamente compulsivos, a convenir un conjunto de proposiciones morales básicas; se trata de la averiguación acerca de si las proposiciones éticas pueden ser justificadas racionalmente o, dicho de otra manera, si existe algún método fiable al cual echar mano para la calificación de las acciones que consideramos buenas o malas (cfr. Peña y Toro, 1993: 105-127).

4) Una de las características más importantes del lenguaje es la posibilidad que tiene de referirse a sí mismo. La frase “el derecho es indispensable para la supervivencia humana en sociedad” (y), por una parte, y “la palabra derecho es ambigua” (z), por otra, se diferencian -desde este punto de vista- en que (y) se refiere a un hecho extralingüístico (el carácter necesario del derecho) y (z) se refiere a una parte del lenguaje (la palabra «derecho»). Mediante el lenguaje, entonces, podemos referirnos a entidades extralingüísticas o entidades lingüísticas. Este fenómeno ha dado lugar a una distinción lógica entre lenguaje y metalenguaje, reservándose la palabra lenguaje para identificar a aquel discurso que alude a entidades extralingüísticas y la expresión metalenguaje para nombrar a aquel discurso que se refiere a entidades lingüísticas. Teniendo en cuenta la distinción recién anotada, se suele distinguir también entre ética y metaética. Las proposiciones éticas –o de primer orden– se refieren a las acciones que calificamos como buenas o malas, en cambio, las proposiciones metaéticas –o de segundo orden– se refieren al lenguaje de la ética, intentando, por ejemplo, escudriñar su significado (metaética analítica) o arguyendo razones que nos permitan encontrar un método racional para determinar su corrección (metaética teórica). Véase Hudson (1987: 17-32).

5) Si intentamos aproximarnos de forma sistemática al examen teórico de los derechos humanos, debemos ocuparnos al menos de dos cuestiones: establecer, por un lado, qué significado debe asignarse a la expresión “derechos humanos”; y, por otro, determinar la fundamentación o justificación de tales derechos. Como queda claro, este trabajo se refiere a lo segundo. Para un análisis de los dilemas asociados al primer problema puede verse Villavicencio (2008: 33-51).

6) Cuando me refiero al iusnaturalismo racionalista o moderno lo hago en contraposición al iusnaturalismo teológico de inspiración escolástica. Quisiera aquí apuntar nada más una idea muy general sobre el tránsito desde el iusnaturalismo teológico al iusnaturalismo racionalista. Durante la Edad Media el mundo occidental estuvo caracterizado por una férrea unidad temporal y espiritual. Hacia fines del siglo XIV, sin embargo, la unidad temporal comenzó a hacer crisis con el surgimiento de una pluralidad de Estados soberanos que no reconocían superior, otorgándose autónomamente leyes. Este desmoronamiento sólo se acentuó más tarde cuando la reforma protestante terminó por pulverizar cualquier posibilidad de encuentro al caer el último bastión de la hegemonía medieval: la unidad religiosa. Así pues, el escenario geopolítico era muy incierto producto de una rivalidad cada vez más intensa no sólo entre los nuevos Estados soberanos y los antiguos, sino también en torno a la disputa por las tierras recién descubiertas y por el mar, que desde el otrora insignificante Mediterráneo se había transformado en el mar de los grandes océanos. En ese escenario debía definirse con urgencia las bases jurídicas de las relaciones entre los Estados y es, en ese preciso momento, cuando entran a escena una serie de juristas que se echan sobre los hombros la difícil tarea de intentar organizar un nuevo «derecho de gentes» que ya no puede, claro está, encontrar su fundamento en ninguna norma de derecho positivo sino que en ciertas leyes innatas que emanan de la naturaleza humana, es decir, el derecho natural. (cfr. Fasso, 1982: 67-85; Ruiz Miguel, 2002: 169-239). Para un análisis general del iusnaturalismo racionalista, puede verse Vernengo (1996: 25-40) y Nino (1980: 16-43).

7) Se trata, en consecuencia, de una tesis ontológica y por lo mismo podemos agregar a nuestro mapa de la metaética (véase nota 3) un nuevo apartado: el de la metaética ontológica, esto es, aquella que se ocupa de responder a la pregunta de si existen o no entidades de carácter ético equivalentes a las entidades u objetos físicos.

8) Como queda claro “el realismo moral implica más de lo que está comprendido en la idea de objetividad, ya que ésta descansaría en la capacidad del agente racional para desentrañar dicha verdad (objetiva), mientras que para el realismo la verdad de los juicios morales no depende de ninguna capacidad relativa al agente. Si existe alguna conexión insalvable entre objetivismo y realismo sería que todo realista es objetivista, pero no todo objetivista es necesariamente realista” (Álvarez, 2002: 81). Nagel es un buen ejemplo de un objetivista que no es realista, al menos en los términos en que aquí he definido una y otra tesis, aunque él mismo parece calificarse como realista lo que, en mi opinión, oscurece su planteamiento (cfr. Nagel, 1996: 200-235).

9) Cabe destacar que este famoso axioma se construye a partir del siguiente pasaje textual de la obra de Hume: “(…) No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que puede resultar de alguna importancia. En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud ni está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón” (Hume, 1986: 177). Con todo, sosteniéndome en Rawls, creo que la interpretación tradicional del pasaje citado no es del todo precisa, debido a una lectura descontextualizada de las palabras de Hume. Lo que el filósofo escocés realmente dijo es que la moralidad no es una cuestión de hecho que sea descubierta por el entendimiento, sino que es objeto del sentimiento y, por ende, cuando sostuvo que el «debe» no se sigue del «es» sólo estaba afirmando que no hay una ley demostrativa o normativa que conecte el sentimiento del «debe» o «no debe» con la cuestión de hecho. Sólo en este sentido el «debe» no se sigue del «es». Véase Rawls (2001: 100-101).

10) Quizás no haya mejor ejemplo del compromiso con estos valores que la vida de Bertrand Russell, un positivista convencido que, sin embargo, fue un activista en permanente lucha por los valores del pluralismo y la tolerancia y en razón de ella estuvo en la cárcel, fue censurado como profesor y fue víctima de un atentado. Véase Ayer (1973: 204-229).

11) Rawls, por razones que no explicaré aquí, transita desde el constructivismo kantiano al constructivismo político, la que será la filiación metaética definitiva de la justicia como equidad en Political Liberalism. Con todo, este tránsito no es relevante para efectos de este trabajo. Sobre las diversas formas en que Rawls ha comprendido el constructivismo kantiano y como éste puede contrastarse con el modo más adecuado de entender el constructivismo para Kant mismo, véase O’neill (2003: 347-367).

12) Comparación que en lo que aquí importa puede extenderse perfectamente al iusnaturalismo racionalista.

13) No voy a tratar todos los aspectos de cada una de las concepciones-modelo, éstos se encuentran esparcidos por toda A Theory of Justice, Political Liberalism y también en “El constructivismo kantiano en la teoría moral”. Me concentraré en aquellos indispensables para comprender cabalmente el modelo constructivista. Para un análisis panorámico, puede verse Vallespín (1985: 58-84).

14) Por «concepción del bien» entenderé aquellos modelos o ideales de vida personal que expresan un conjunto, relativamente articulado, de juicios sobre el valor y mérito de una forma específica de vida, o sea, sobre la medida en que esa vida y sus componentes -fines, actividades, relaciones y compromisos- son intrínsecamente valiosos o perfeccionan las capacidades primordialmente humanas que el sujeto posee. Véase Colomer (2001: 256). Rawls señala algunos de estos elementos cuando sostiene que “una concepción del bien normalmente consiste en un esquema más o menos determinado de objetivos finales, esto es, objetivos que queremos realizar por sí mismos, así como vínculos con otras personas y lealtades para con varios grupos y asociaciones. Esos vínculos y lealtades dan lugar a devociones y afectos, de modo que el florecer de las personas y asociaciones que son objeto de esos sentimientos forman parte también de nuestra concepción del bien. También ligamos a esa concepción una noción de nuestra relación con el mundo -religiosa, filosófica y moral-, en referencia a la cual se entienden el valor y el significado de nuestros objetivos y de nuestros vínculos. Por último, las concepciones que se tienen del bien no están fijadas, sino que se forman y desarrollan a medida que las personas van madurando, y pueden cambiar más o menos radicalmente en el curso de la vida” (Rawls, 1996: 49-50).

15) En la segunda lección de “El constructivismo kantiano en la teoría moral”, se ofrece una descripción más detallada de la naturaleza de una sociedad bien-ordenada, particularmente, su carácter estable y la relación que la estabilidad tiene con la noción de publicidad, ya que una sociedad bien-ordenada satisface lo que el filósofo anglosajón llamó la condición de publicidad plena. Véase Rawls (1999: 228 y ss.). Otras características del modelo de la sociedad bien-ordenada son las restricciones a las que está sometida: en primer lugar, el objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad; en segundo lugar, la sociedad se entiende como un sistema cerrado, aislado de otras sociedades (Rawls: 1971: 8) y excluye la búsqueda de principios que regulen nuestras relaciones con la naturaleza y otros seres vivientes (1971: 512); y, en tercer lugar, la sociedad bien-ordenada debe estar sometida a las circunstancias de la justicia (1971: 128).

16) No me referiré a la noción de los bienes primarios, sólo haré una referencia bibliográfica. Aunque Rawls expone en varias partes de A Theory of Justice la cuestión de los bienes primarios y su relación con las libertades básicas (1971: 61-62; y §15, entre otros), sólo en “El constructivismo kantiano en la teoría moral” y especialmente en Sobre las libertades -que, para ser exacto, es una versión preliminar de la última conferencia de Political Liberalism- se extenderá en los dos siguientes temas claves: primero, la aclaración de que la lista de los bienes primarios descansa en una particular concepción de la persona; y, segundo, en la especificación de las libertades básicas a ser distribuidas igualitariamente conforme al primer principio de justicia, su relación con la idea de bienes primarios y la regla de la prioridad de la libertad, con el fin de responder a las críticas de Hart sobre el tratamiento de la libertad en A Theory of Justice.

17) Sobre la justicia procesal pura y sus diferencias con la justicia procesal perfecta e imperfecta, véase Rawls (1971: 83-90).

18) Dworkin ha defendido, en sus últimos trabajos, una versión del liberalismo que niega la tesis rawlsiana de la discontinuidad entre lo público y lo privado. Para el filósofo estadounidense, el problema es que ese distanciamiento y esa imparcialidad son totalmente extraños a nuestra forma ordinaria de vivir. Como agentes morales estamos, al menos parcialmente, comprometidos con algunos valores e ideales específicos y, aún más, nos sentimos satisfechos de comportarnos de esa manera. El liberalismo rawlsiano se asemeja, remata Dworkin, a una política de la esquizofrenia ética y moral. Parece pedirnos que nos transformemos, cuando discutimos asuntos políticos, en agentes incapaces de reconocernos a nosotros mismos, en una especie de criaturas políticas completamente diferentes de las personas corrientes que eligen por sí mismas en su vida cotidiana. Véase Dworkin (2000: 211-284).

19) Probablemente el comunitarismo y el feminismo sean las dos corrientes que más clara y sistemáticamente le han reprochado al liberalismo rawlsiano su excesiva abstracción. Walzer escribe por ejemplo, desde las filas comunitaristas que “[c]iertamente, es de dudar que los mismos hombres y mujeres, si fueran transformados en gente común, con un firme sentido de la propia identidad, con los bienes propios a su alcance e inmersos en los problemas cotidianos, reiterarían su hipotética elección [adoptada en la posición original] e incluso la reconocerían como propia. El problema no reside, en primer lugar, en la particularidad del interés, que los filósofos siempre creyeron que podían poner cómodamente de lado -esto es, sin controversia alguna-. La gente común puede hacer esto también, digamos, por el interés público. El problema más grave reside en las particularidades de la historia, de la cultura y de la pertenencia a un grupo. Incluso si favorecieran la imparcialidad, la pregunta que con mayor probabilidad surgirá en la mente de los miembros de una comunidad política no es ¿qué escogerían individuos racionales en condiciones universalizantes de tal y tal tipo?, sino ¿qué escogerían personas como nosotros, ubicadas como nosotros lo estamos, compartiendo una cultura y decididos a seguirla compartiendo?” (Walzer, 1993: 19). Respecto al feminismo puede verse Frazer y Lacey (1993: 53-77).

20) Para una aproximación crítica al problema de si el constructivismo kantiano sirve para fundar principios de justicia que, al menos, tengan pretensiones de universalidad puede verse Villavicencio (2007: 29-49).

21) Se transcribe aquí la última formulación de los principios de justicia (Rawls, 2002: 73). Para un análisis de los principios véase Ruiz Miguel (2002: 211-242).

22) Las cursivas entre corchetes son mías.

23) En otras palabras, se trata de un orden serial en la satisfacción de los principios. Sólo una vez satisfecho el primero se pasa al segundo y, dentro del segundo, solamente una vez alcanzada la igualdad de oportunidades equitativas se puede pasar al principio de diferencia.

24) Sobre la relación de lo aquí vengo diciendo con los requisitos de un Estado de Derecho, véase Díaz (2002: 55-104).

25) Recientemente Dworkin ha intentado sistematizar algunas de las contribuciones más relevantes de Rawls a la filosofía jurídica. Para los efectos de este trabajo, resulta particularmente interesante la forma en que Dworkin esboza críticamente cómo los jueces deberían resolver los casos difíciles si se sometieran a las restricciones impuestas por la razón pública rawlsiana. Véase Dworkin (2006: 251-254).

26) Barry va más allá en su planteamiento. Sostiene que el ciudadano no sólo debe conocer los hechos que afectan a su propia sociedad, sino que también toda información que le permita hacer comparaciones con otras sociedades con el fin de evaluar su situación particular en el contexto en que él vive. El filósofo inglés coloca el siguiente ejemplo: “(…) en otros tiempos, un intocable indio de una aldea remota podría haber estado bastante bien informado sobre las realidades del sistema de castas en el ámbito local, pero desconocer su peculiaridad dentro de los sistemas sociales del mundo” (1997: 159).

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