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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales
versión impresa ISSN 20030507
Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.12 n.2 Caracas ago. 2006
Celso Furtado y el pensamiento estructuralista en América Latina
Enzo Del Bufalo
Economista. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Central de Venezuela. Profesor titular de Teoría Económica y coordinador del área de investigación: Producción de Subjetividad y Prácticas Sociales de la Coordinación de Estudios Postdoctorales Cipost/Faces de la UCV. Ha publicado numerosos libros y ensayos; entre los más recientes destacan El Estado nacional y la economía mundial, vols, I y II, Caracas, 2002, Ediciones Faces, Universidad Central de Venezuela; Americanismo y democracia, Caracas, 2001, Monte Ávila Editores. Caracas edelbufalo@cantv.net
Resumen
En ocasión de conmemorar la desaparición física del ilustre economista brasileño Celso Furtado, el autor analiza los fundamentos teóricos del estructuralismo latinoamericano, mostrando cómo no son incompatibles con la racionalidad de la teoría neoclásica-keynesiana que dominaba el pensamiento económico en las décadas de la posguerra. Por el contrario, lo que el estructuralismo hace es incluir la acción del Estado dentro de la racionalidad del mercado mediante el concepto de estructura. Los límites de la política desarrollista no se deben pues a una supuesta subestimación de la eficacia del mercado como mecanismo de desarrollo por parte de los estructuralistas, sino, más bien, a la inadecuación de la tecnología importada respecto de la dotación de los factores productivos de la región. Esta incongruencia terminó causando la marginalidad urbana y el estancamiento del proceso de industrialización.
Palabras clave: Celso Furtado, pensamiento estructuralista, América Latina.
Celso Furtado and Structuralist thought in Latin America
Abstract
On the occasion of commemorating the physical disappearance of the distinguished Brazilian economist Celso Furtado, the author of this article analyzes the theoretical underpinnings of Latin American structuralism, demonstrating that they are not incompatible with the neoclassical-Keynesian theory of the post-Second World War period. On the contrary, what structuralism does is include State action within the rationality of the market by way of the concept of structure. The limits of development policy are thus not the result of a supposed underestimation of the efficiency of the market as a mechanism for development; but rather, the inadequate nature of imported technology, given the endowment of productive factors in the region. This incongruence ended up causing urban marginality and the stagnation of the industrialization process.
Key Words: Celso Furtado, Structuralist Thought, Latin America.
El hombre y su disciplina
Esta ocasión en que la Academia de Ciencias Económicas rinde homenaje a Celso Furtado es propicia para preguntarnos si es posible para un latinoamericano ser un gran economista. Creo que es una pregunta de particular importancia en estos tiempos en que la mayoría de la profesión se ha empantanado en el ejercicio de una modelística estéril en el plano teórico y en propuestas de políticas económicas fútiles en el plano práctico. Si bien se trata de una condición mundial, tiene una incidencia especial en nuestro continente que ahora, después de haber padecido dos décadas de reformas neoliberales, se encuentra tentado por movimientos políticos izquierdizantes que, sin embargo, no tienen la menor idea de qué hacer con la economía. Hoy en día, la América Latina corre el riesgo de verse atrapada en un movimiento pendular entre propuestas neoliberales que le prometen un desarrollo promovido por el libre mercado y propuestas que muchos se empeñan en denominar neopopulistas o neoestatistas, pero que, a mi juicio, son caracterizadas mucho mejor por el término de neoarcaicas. Propuestas que reaccionan justamente frente al terrible costo social de las políticas neoliberales y su ineficacia, pero que, al igual que éstas, revelan una incomprensión radical de cómo funciona la economía moderna. Neoliberales y neoarcaicos se complementan unos a otros, puesto que cada bando extrae su fuerza política de los fracasos del otro.
Los neoliberales exaltan las virtudes de un mercado concebido por la teoría del equilibrio general neoclásica que nada tiene que ver con el mercado capitalista real. Aquél es un mercado de agentes económicos iguales que intercambian sus bienes de acuerdo con reglas que siempre definen curvas de demanda y oferta de buen comportamiento walrasiano y, por lo tanto, el equilibrio siempre es posible y es un equilibrio que asegura el óptimo social de Pareto. Éste es un mercado monetario de producción para el mercado donde la producción está organizada por una jerarquía despótica que nada tiene que ver con los principios de igualdad mercantil de los agentes económicos. Esta interferencia despótica afecta los mercados factoriales de tal forma que no tienen curvas de oferta y demanda de buen comportamiento walrasiano y, por lo tanto, ni el equilibrio ni el óptimo social están asegurados. En consecuencia, hablar de mercado refiriéndose al mercado real capitalista, pero pensando en el mercado neoclásico y sus virtudes, es el peor de los sofismas modernos. Un sofisma que, desafortunadamente, ha sido compartido también por las corrientes socialistas que, por no entender cabalmente que los males del capitalismo no derivan del intercambio mercantil como tal, sino de las relaciones despóticas de la producción capitalista, creyeron poder superar los males del mercado con la estatización de la economía, sin reparar en el hecho de que el Estado es la organización despótica por excelencia y de que hacer de este déspota el único propietario de los medios de producción no era eliminar el capitalismo, sino convertir a toda la sociedad en una única organización despótica bajo su mando, una sociedad fábrica, propiedad de un solo capitalista colectivo. De esta manera el ideal socialista se convirtió en estalinismo.
Los neoarcaicos de hoy que no puede soslayar la terrible experiencia estalinista, pero que están atrapados en el sofisma fundamental del mercado, reaccionan frente al malestar real que este mercado capitalista genera, confundiéndolo con el mercado a secas, y como no pueden apoyarse en la solución estalinista se ven obligados entonces a buscar en los meandros de la historia formas arcaicas de producción y resucitar retazos de viejas ideologías para darle contenido a su malestar actual. Un malestar siempre nuevo por actual, causado por el orden vigente, pero expresado con ideas y valores arcaicos cuya inercia ideológica los desencamina en el logro de una solución adecuada. De ahí su neoarcaísmo.
En realidad la solución es mucho más sencilla: se trata de liberar al mercado y a todas las prácticas sociales de las relaciones despóticas que impiden el logro de una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales. Una solución que lleva dicho sea de paso a su máxima fruición simultáneamente tanto el ideal liberal como el socialista. De hecho tanto el liberalismo como el socialismo son ideologías modernas que comparten el ideal común renacentista de un hombre que sea individuo soberano con una capacidad ilimitada de apropiación de la naturaleza. Ambas ideologías se diferencian, sin embargo, la una de la otra, por la manera en que limitan este ideal al hacer un compromiso con el despotismo. El liberalismo rechaza el despotismo tradicional encarnado en el Estado que constriñe la libertad del individuo, pero no es sensible al despotismo del capital que también limita la libertad individual de los trabajadores. El socialismo, por su parte, rechaza el despotismo del capital, pero no es sensible al del Estado.
Esta breve digresión sobre la naturaleza del mercado y su relación con las relaciones despóticas ha sido necesaria para entender mejor la causa de este movimiento pendular en el cual se agotan todos los intentos por superar el subdesarrollo que agobia a América Latina y que no es más que la expresión regional de un problema que afecta a todo el mundo. A la luz de este impasse la esterilidad de la teoría económica antes mencionada aparece menos casual. Es precisamente tal esterilidad la que le permite al neoliberalismo hacer un uso ideológico del mercado, que de hecho significa favorecer la expansión de la globalización, de una globalización que es expresión de la consolidación de un poder despótico capitalista que trasciende la forma del Estado nacional. Y es precisamente esta esterilidad la que repliega los empujes de superación del actual orden hacia formas neoarcaicas que a la larga no pueden sino ser propiciadoras, debido a sus disfuncionalidad, de la consolidación de ese mismo orden al que rechazan. De manera que una reflexión sobre la teoría económica es más necesaria que nunca para todos aquellos que no quieren resignarse a vivir en el estancamiento pendular en el que nos encontramos.
Para todos los que no queremos resignarnos, la figura de Celso Furtado nos ofrece un ejemplo a seguir, porque este economista brasileño demostró claramente que sí es posible para un latinoamericano ser un gran economista, porque, como los clásicos, era un teórico preocupado por elaborar un pensamiento original y pertinente para la realidad sobre la cual reflexionaba y, contrariamente a los neoclásicos actuales, no pretendía prescribir un modelo artificial a la realidad. Por esta razón he decidido aceptar la invitación de la Academia a participar en este evento, venciendo mis dudas, puesto que realmente no soy un experto en el pensamiento de Celso Furtado, Como casi todos los economistas de mi generación leí sus obras con gran interés, pero de eso hace ya muchos años y, aunque en fecha relativamente reciente volví a leer La economía latinoamericana desde la conquista ibérica hasta la revolución cubana (Furtado, 1973), durante la preparación de uno de los capítulos de mi libro Estado nacional y economía mundial, tengo que trabajar de memoria, para poder decir algunas cosas que honren la trayectoria de este ilustre economista.
Sin embargo, hay otra razón, más personal, por la cual decidí aceptar la invitación. En cierta forma, esta ocasión me permite hacer mi propio homenaje personal al que fuera mi profesor en la Maestría de Planificación del Desarrollo, en el Cendes-UCV en 1975. En efecto, entre las ilustres universidades en las cuales Celso Furtado desarrolló su actividad docente está también la Universidad Central de Venezuela. De aquellos días de estudiante recuerdo que el profesor Furtado que venía a dictar un seminario desde su exilio en París era un hombre amargado. Creo que estaba amargado por dos razones: una, por estar obligado a permanecer fuera de su país, pues Furtado sentía una gran pasión por Brasil y era evidente que sufría por no poder participar en la actividad política, porque, además de economista, era un hombre que sentía el compromiso político y en sus clases transparentaba siempre su deseo de contribuir directamente al desarrollo de Brasil a través de su participación personal en la política y no sólo en términos teóricos; la segunda razón de su amargura tenía que ver con la crisis del estructuralismo que, en aquellos años de mediados de los 60, empezaba a hacerse evidente. Junto a Raúl Prebisch, había sido Furtado el principal forjador del pensamiento estructuralista latinoamericano y a mi juicio su mente más brillante. La dinámica de las políticas desarrollistas estaba empezando a perder su empuje y Celso Furtado pensaba que la teoría estructuralista tenía que ser reelaborada en algunos aspectos importantes.
Con este fin, inspirándose en Ricardo, estaba tratando de desarrollar una teoría más elaborada de los salarios, porque creía que era uno de los elementos centrales del problema del subdesarrollo (Furtado, 1978). Le parecía que la diferencia entre salarios de subsistencia y excedente apropiado por los trabajadores era particularmente importante para entender los problemas del crecimiento económico. Recuerdo que en discusiones sobre el tema, en clase, se le objetaba con frecuencia que su tesis no se distanciaba mucho de la teoría de los precios de Piero Sraffa, jefe de la escuela neorricardiana, publicada unos quince años antes, sin embargo, él insistía en que su visión era totalmente original y que el estructuralismo podía tener nueva vida si eventualmente seguía esta línea de investigación. Refiero este episodio para ilustrar cómo este hombre con una obra teórica consolidada y reconocida, sin embargo, seguía insistiendo en abrir nuevos horizontes y ésta, a mi juicio, es la verdadera impronta del teórico original, que sabe que abrir nuevos caminos es una tarea permanente en el campo de la teoría económica y en el de la teoría en general.
Reflexionando con más calma sobre su pretensión de originalidad de su teoría sobre los salarios que entonces me parecía poco convincente, debo decir que hoy, en cambio, me parece claro que esa elaboración era en efecto una desarrollo natural de su pensamiento estructuralista inicial y, por lo tanto, compartía la originalidad de éste, sobre la cual no es posible tener dudas. Para ilustrar este punto, más que hacer un análisis detallado de las tesis técnicas del estructuralismo latinoamericano, intentaré contextualizarlo en el ámbito del pensamiento económico de los primeros años de la segunda posguerra y luego precisar su especificidad desde el punto de vista epistemológico a fin de que quede claro el alcance de su contribución al pensamiento económico universal. A mi juicio se trata de una necesidad muy actual en este momento en que el predominio absoluto de la teoría neoclásica y su derivaciones neoliberales empieza a mostrar las primeras fisuras de las cuales emergen tímidas dudas sobre las verdades recibidas y púdicas curiosidades por aquellos autores olvidados. Recientemente en algunas de las grandes universidades que son bastiones de la ortodoxia neoclásica, profesores, incluso muchos de ellos ya no tan jóvenes, han empezado a desempolvar los libros de los teóricos del desarrollo, después de más de dos décadas de olvido despectivo. Por ahora sólo empiezan a ser visitados los teóricos neoclásicos del desarrollo de los años 50, tales como Solow, Meade, etc. Pero quizás sea tan sólo cuestión de tiempo antes de que se empiece a mirar hacia otras partes, hacia los teóricos que hicieron una contribución original a la teoría del desarrollo y una mirada así orientada no podrá evitar toparse con el estructuralismo latinoamericano.
Después de que la contrarrevolución monetarista reemplazara el razonamiento teórico por la estadística y pusiera, en lugar del concepto, la correlación entre variables preseleccionadas, todos los fenómenos sociales desaparecieron del horizonte de la teoría económica. Incluso las diferencias clásicas entre trabajadores y capitalistas, consumidores y productores desparecieron del campo económico, ocupado por un único agente económico representativo: consumidor y productor que toma decisiones de consumir o producir más hoy y menos mañana o viceversa en una secuencia denominada intertemporal que con el tiempo real e histórico nada tiene que ver. La historia y su condicionamiento sobre la economía presente, que ya el primer neoclasicismo había expulsado del razonamiento teórico pero que se mantenía en el campo de la economía aplicada, fueron olvidados por completo por estos cultores de una modelística abstracta que no le interesa comprender la realidad, sino normarla de acuerdo con los axiomas del equilibrio general. Pero ahora que la arrogancia teórica empieza a amainar frente a la evidencia de los magros resultados obtenidos por la reestructuración neoliberal de las tres últimas décadas, observamos con cierta complacida ternura cómo algunos connotados representantes de la teoría económica ortodoxa empiezan a redescubrir el valor de la historia. Estos ingenuos exploradores del pensamiento económico olvidado no parecen tener ideas claras de cómo proceder para el rescate de una senda de desarrollo teórico fructífera. Quizás una relectura seria de los trabajos del estructuralismo latinoamericano pueda ayudar a abrir esa nueva vía que Celso Furtado hasta el final de su vida estuvo buscando, independientemente de que en sus últimos trabajos haya podido lograr ese objetivo o no. Esto no es tan importante como la intención misma de tratar de hacerlo.
El atraso y las teorías del crecimiento
Ya en las intervenciones anteriores se mencionaron algunos aspectos vinculados a las vivencias que llevaron al desarrollo del estructuralismo en América Latina. Por mi parte quiero hacer énfasis en el contexto teórico en el cual los economistas de la Cepal iniciaron su trabajo a finales de los años 40 y principios de los 50. En este primer período de la posguerra, la nueva teoría keynesiana se estaba imponiendo rápidamente como la nueva ortodoxia en la cual se sustentaban las políticas fiscales y monetarias que debían asegurar el crecimiento económico equilibrado. La nueva teoría prometía el fin del estancamiento y del ciclo económico en los países industrializados donde el recuerdo de la Gran Depresión estaba aún vivo. Esta teoría estaba basada en una síntesis de la vieja teoría neoclásica y de algunas propuestas teóricas formuladas por Keynes en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero. En esencia, la teoría sostenía que la economía de mercado tiende al equilibrio de pleno empleo tal como lo demuestra el modelo del equilibrio general walrasiano, pero, debido a que existe una permanente interferencia exógena con el mercado en la determinación del salario nominal, la demanda efectiva que en un momento dado enfrentan los oferentes de bienes y servicios puede ser inferior a la necesaria para asegurar el pleno empleo de los factores y, en consecuencia, puede aparecer un desempleo involuntario como el analizado por Keynes. En este caso, el incremento del gasto autónomo, es decir, del gasto que no depende de una relación funcional con el nivel de producción tal como lo establece Keynes puede ayudar a elevar la demanda efectiva y, por lo tanto, el nivel de producción y empleo.
En realidad el planteamiento de Keynes era muy distinto, puesto que había demostrado que la demanda de bienes de consumo dependía esencialmente de los hábitos sociales de los consumidores, que eran rígidos respecto de las variaciones de los precios, y que la demanda de bienes de inversión dependía principalmente de las expectativas de los inversionistas, que eran relativamente autónomas del comportamiento de los precios. Keynes sostenía que no existía un mecanismo de mercado que asegurara que todo el ingreso ahorrado se traduciría necesariamente en demanda de inversión. Una parte del ingreso ahorrado podía mantenerse en dinero sin que existiera un mecanismo de mercado para eliminar este exceso de demanda de dinero y convertirlo en demanda de bienes. Además, la oferta de trabajo no tenía para Keynes las características de una curva convencional walrasiana de ahí que la determinación del salario no obedeciera a la ley convencional de la oferta y la demanda. Por todas estas razones, el mecanismo de mercado no podía asegurar que cualquier nivel de producción escogido por los productores generara una demanda efectiva capaz de absorber toda esa producción.
Estos planteamientos heréticos eran no sólo inaceptables por parte de la ortodoxia neoclásica, sino incluso incomprensibles. De ahí que los economistas, antes que convertirse en keynesianos se dedicaron a demostrar que prácticamente todos esos planteamientos de Keynes contenían errores y omisiones conceptuales y de esta manera rehabilitaron el mecanismo automático del mercado, pero aceptaron que la eventual rigidez de los precios interferidos podía impedir que ese mecanismo asegurara una demanda efectiva de pleno empleo. Surgió así el famoso diagrama IS-LM, núcleo fundamental de la nueva teoría denominada macroeconomía, que permitía evaluar la eficacia de las políticas fiscales y monetarias y proporcionaba un instrumento operativo para regular el ciclo y asegurar el crecimiento. Incomprensiblemente, la nueva teoría aceptó también la división keynesiana entre gastos inducidos por el mecanismo de mercado y gastos autónomos porque estos últimos eran esenciales para justificar la política fiscal, pero contenían una incoherencia implícita con el fundamento macroeconómico neoclásico reivindicado por los keynesianos. Pero el interés de los economistas de esta época estaba centrado en la solución de los problemas del ciclo y del estancamiento económico, más que en el rigor teórico. El gasto autónomo de inversión permitió, además, construir el primer modelo de crecimiento económico de Harrod-Domar que ponía en guardia de los efectos explosivos que tenía la inversión si no estaba acompañada de una relación adecuada de la propensión a ahorrar y la tasa de ampliación de la capacidad productiva. Este modelo que sostenía la intrínseca inestabilidad del crecimiento económico suscitó la reacción de un numeroso grupo de economistas que ofrecieron modelos de crecimiento más neoclásicos. Así fue que la disputa teórica alimentó el interés por el crecimiento en una disciplina en la cual desde hacía mucho tiempo prevalecía el análisis estático.
La preocupación por el crecimiento económico en los países industrializados sirvió de preparación para educar la mirada hacia esos países que más tarde serían englobados en la denominación de Tercer Mundo, muchos de los cuales empezaban a emerger como Estados independientes gracias al proceso de descolonización. Los países de América Latina eran prácticamente los únicos de este grupo que ya tenían tiempo de haber alcanzado la independencia política. Todos estos países mostraban una economía pobre y de escaso dinamismo que se parecería al estado de estancamiento de las economías avanzadas. De manera que la primera opinión que, desde los países industrializados, se tuvo de la situación de estos países fue que se trataba de un problema de estancamiento debido al atraso en que se encontraban en su desarrollo económico. Por ejemplo los trabajos de Kuznets, que son, desde el punto de vista norteamericano, los primeros en dirigirse hacia América Latina y hacia estos problemas, hablan sistemáticamente de atraso.
Los economistas, acostumbrados a estudiar los problemas del crecimiento económico en los países industrializados, concentraban su atención en la insuficiencia de inversión para sostener una demanda efectiva creciente, de acuerdo con la teoría keynesiana en boga. Al dirigir su mirada hacia los países atrasados observaban que las economías de estos países eran esencialmente economías de subsistencia que generaban muy poco ahorro interno y, por lo tanto, el nivel de inversión era permanentemente insuficiente para elevar la producción y el ingreso a un nivel sustancialmente elevado que generase el ahorro requerido para la inversión necesaria. En otras palabras la economía atrasada no generaba ahorro suficiente para la inversión y la falta de inversión impedía que la economía saliera del atraso. Éste era el famoso círculo vicioso de la pobreza que economistas como Rosenstein-Rodam popularizaron y se convirtió en el centro de las explicaciones del atraso y la base para proponer el estímulo a la inversión extranjera en estos países como única manera de romper el círculo vicioso. De manera que, al igual que en los países avanzados, la inversión era la clave del crecimiento económico también en estos países atrasados. Había como una continuidad teórica entre el atraso y el estancamiento, en el fondo los países atrasados no eran sino países permanentemente estancados y ésta era la principal diferencia con los países industrializados que se estacaban tan sólo temporalmente. Los modelos teóricos del crecimiento de corte keynesiano como el ya mencionado modelo de Harrod-Domar y como los modelos denominados neoclásicos, porque incorporaban la función reproducción con factores elásticos eran aplicables tanto a los países industrializados como a los atrasados, puesto que el problema del crecimiento era esencialmente el mismo en todas partes. Esta visión keynesiana del crecimiento era pues el punto de partida para todo economista que quisiera trabajar sobre las economías atrasadas.
Había también otra perspectiva teórica disponible asociada al movimiento político dominado por la Tercera Internacional cuyo catecismo marxista-leninista ofrecía una explicación del desarrollo social en cinco fases que se sucedían de manera mecánica y que caracterizaba las sociedades latinoamericanas como sociedades feudales en proceso de transición al capitalismo. Esta tesis política en el fondo coincidía con la economía ortodoxa puesto que la única manera para una economía feudal de pasar a la fase capitalista era mediante la inversión capitalista, es decir, la inversión extranjera. Esta concepción era fundamentalmente dualista y en esto se diferenciaba de la visión de los economistas ortodoxos. Esta visión de sociedades con estructuras sociales duales como algo específico de los países atrasados tendrá mucho éxito y se convertirá en un elemento clave para todos aquellos que se sentían insatisfechos con la explicación demasiado lineal de la economía keynesiana. Refiriéndose a este marxismo, Celso Furtado consideraba que constituyó la tercera puerta, después de la neoclásica y la keynesiana, abierta para todos aquellos que querían estudiar los problemas económicos del mundo y, aunque este marxismo dogmático impedía el desarrollo del trabajo científico en economía, sin embargo, al subrayar las irracionalidades existentes en el orden social vigente, ayudó a estimular una actitud crítica. Y así resume, en el prefacio a la edición inglesa de su obra: Desarrollo y subdesarrollo, la influencia de las tres escuelas de pensamiento en los estudios sobre el subdesarrollo:
Were we to make to synthesis of the contributions made by these three currents of thought towards the arising of independent and creative economic thinking in the underdeveloped world, we should say that Marxism has spurred the critical and nonconformist approach, whereas the classic economics has served to impose methodological it disciplines without which analysis swerves toward dogmatism, and the Keynesian outburst there is favored to better understanding of the role of the state in economic processes; opening up new vistas in the process of social reform (Furtado, 1967).
El estructuralismo latinoamericano
La economía neoclásica centra su atención en el mercado como sistema de relaciones de intercambio mercantil entre agentes racionales. El resto de las prácticas sociales que conforman toda la sociedad son ignoradas por ser consideradas elementos exógenos al mecanismo de mercado y, por lo tanto, intrascendentes para estudiar su funcionamiento. Cualquier efecto que estas prácticas sociales exógenas puedan tener sobre el mercado tiene que reflejarse necesariamente en los cambios de las preferencias de los consumidores, de la dotación inicial de los recursos disponibles o de la tecnología. Ahora bien, es sabido que el mecanismo de precios es el que asegura el equilibrio con asignación óptima de los recursos. Pero los cambios en los precios tienen siempre un doble efecto: uno que incide directamente sobre las cantidades ofrecidas y demandas, o efecto precio propiamente, y otro que varía la capacidad adquisitiva de los intercambiantes, o efecto ingreso. Para que el mercado arroje resultados como los que predice la teoría neoclásica el efecto precio debe ser siempre y en todo caso determinante de tal forma que el efecto ingreso puede ser considerado intrascendente (Hicks, 1945). En otras palabras para que el mercado logre los resultados neoclásicos debe prevalecer en él el principio de sustitución bruta, de manera que las curvas de oferta y demanda mantienen una relación walrasiana con los precios, son curvas de buen comportamiento como las que usualmente se describen en los manuales de economía. De esta manera se asegura un sistema de decisiones perfectamente compatible por parte de los agentes económicos que reacciona consistentemente frente a los cambios de los precios. Estos agentes tienen todos ellos conductas congruentes unas con otras a tal punto que con frecuencia los modelos macroeconómicos neoclásicos utilizan la figura del agente racional representativo para consolidar en una sola serie todas las decisiones de los numerosos agentes que participan en una economía. De manera que el mercado neoclásico es un sistema de flujos compatibles endógenamente determinados, que pueden ser representados en un sistema de ecuaciones determinado que arroja un conjunto de precios relativos que equilibran las cantidades ofrecidas y demandadas en condiciones óptimas para todos los agentes económicos participantes.
Pero si el efecto ingreso incide considerablemente en las decisiones de los agentes económicos, entonces éstas no necesariamente serán congruentes unas con otras y los comportamientos descritos por las curvas de oferta y demanda no siempre serán de buen comportamiento. La revolución keynesiana de finales de los años 30 puso de relieve la importancia del ingreso. Así, por ejemplo, para Keynes el nivel de ahorro es una proporción constante del nivel de ingreso en el corto plazo que depende de la propensión marginal al ahorro, determinada exclusivamente por los hábitos de consumo y no por los precios incluyendo la tasa de interés. La demanda de fondos para la inversión depende de las expectativas de los empresarios y sólo parcialmente de la tasa de interés. La oferta de trabajo es perfectamente elástica en un rango de ingreso mínimo considerado aceptable por los trabajadores. De manera que, en estos mercados por lo menos, las curvas de oferta y demanda no son de buen comportamiento. Además, Keynes considera irrelevante el efecto ingreso en el único caso en que la teoría neoclásica afirma su importancia para restablecer el equilibrio de pleno empleo después de un shock. Se trata del famoso efecto Pigou o de los balances reales, que debería ocurrir durante una recesión cuando la deflación de los precios aumenta la capacidad de compra de los saldos nominales, lo cual significa un aumento del ingreso real que estimula la demanda agregada y sirve para frenar y revertir la recesión en crecimiento. La síntesis neoclásica de la teoría de Keynes corrigió en sentido neoclásico gran parte de estos planteamientos restableciendo la dependencia funcional del ahorro y la demanda de inversión de la tasas de interés corriente y restableciendo en principio la oferta de trabajo, pero con la simple aceptación de la rigidez del salario a la baja. Como se trataba de modelos estáticos cuyo propósito principal era fundamentar la política económica anticíclica, el ingreso tenía un interés limitado principalmente a su efecto sobre la demanda agregada.
Es en este ambiente cultural que aparece el escrito de Prebisch El desarrollo económico de la América Latina y algunos de los principales problemas, en el cual plantea el efecto ingreso como elemento central para estudiar los problemas del desarrollo económico de América Latina. Partiendo de la formulación neoclásica de la teoría de los costos comparativos, Prebisch sostiene que:
es cierto que el razonamiento teórico acerca de las ventajas económicas de la división internacional del trabajo es de una validez teórica inobjetable. Pero suele olvidarse que se basa sobre una premisa terminantemente contradicha por los hechos. Según esta premisa, el fruto del progreso técnico tiende a repartirse parejamente entre toda la colectividad, ya sea por la baja de los precios o por el alza equivalente de los ingresos. Mediante el intercambio internacional, los países de producción primaria obtienen su parte en aquel fruto. No necesitan pues industrializarse. Antes bien, su menor eficiencia les haría perder irremisiblemente las ventajas clásicas del intercambio (Prebisch, 1982, 99).
Prebisch pensaba que la difusión de los efectos del progreso técnico a todos los grupos y clases sociales es válida para los grandes países industriales, pero no para países exportadores de productos primarios. Apoyándose en un informe del Naciones Unidas, Prebisch observa que la información estadística muestra que el progreso técnico ha sido más acentuado en la industria que en la producción primaria. En consecuencia, cabía esperar que la mayor productividad haría descender los precios de los productos industriales más rápidamente que los precios de los productos primarios, de tal suerte que la relación de precios entre ambos grupos de bienes hubiera ido mejorando a favor de los bienes primarios, y los países productores de estos últimos hubieran ido captando los beneficios del incremento de la productividad. En este caso, los países exportadores de productos primarios no hubieran tenido ningún incentivo en industrializarse, puesto que tal cosa hubiese significado una perdida neta de ingreso tal como lo muestra la teoría de los costos comparativos. Sin embargo, el informe de Naciones Unidas muestra que desde los años 70 del siglo xix hasta antes de la Primera Guerra Mundial la relación de precios se ha movido constantemente en contra de la producción primaria. La explicación de este fenómeno que contradice la teoría de los costos comparativos radica en el comportamiento diferente de los ingresos en los países industriales y los países exportadores de productos primarios, especialmente a lo largo de las distintas fases del ciclo económico.
Para Prebisch la diferencia más importante entre países industrializados y países exportadores de productos primarios se encuentra en la posición que ocupan en el ciclo económico: los países industrializados son centros cíclicos, es decir, que el proceso cíclico se genera en el seno de sus economías, mientras que los países productores de bienes primarios constituyen la periferia del sistema económico y sufren el impacto de las distintas fases del ciclo generado en los países del centro. Ahora bien, durante la fase inicial de auge del ciclo económico, la demanda tiende a crecer más rápidamente que la oferta, incrementando los precios y el beneficio de los empresarios. Pero, a medida que los precios crecen, la oferta empieza a subir más rápidamente que la demanda hasta revertir la diferencia, entonces la economía entra en la fase de recesión en la cual los precios bajan y los beneficios se comprimen. El ciclo en los centros afecta la periferia porque los precios de los productos primarios suben más rápidamente que los industriales y esto hace que:
El beneficio se traslada desde los empresarios del centro a los productores primarios de la periferia mediante el alza de los precios. Cuanto mayores son la competencia y el tiempo que se requiere para acrecentar la producción primaria, en relación con el tiempo de las otras etapas del proceso productivo, y cuanto menores son las existencias acumuladas, tanto más grande es la proporción del beneficio que se va trasladando a la periferia. De ahí un hecho típico en el curso de la creciente cíclica: los precios primarios tienden a subir más intensamente que los precios finales en virtud de la fuerte proporción de los beneficios que se trasladan a la periferia.
Pero si los precios de los productos primarios suben más rápidamente durante el auge también bajan todavía más rápidamente durante la recesión, de forma tal que ciclo tras ciclo los precios de los bienes industriales y de los productos primarios se van apartando más y más. Esta asimetría entre las dos fases del ciclo es el resultado de la distinta manera como se distribuyen los ingresos en los centros cíclicos y en la periferia.
La razón es muy sencilla. Durante la creciente una parte de los beneficios se ha ido transformando en aumento de salarios, por la competencia de unos empresarios con otros y la presión sobre todos ellos de las organizaciones obreras. Cuando en la menguante, el beneficio tiene que comprimirse aquella parte que se ha transformado en dichos aumentos y que ha perdido en el centro su fluidez, en virtud de la conocida resistencia a la baja de los salarios. La presión se desplaza entonces hacia la periferia con mayor fuerza que la naturalmente ejercible, de no ser rígidos o los salarios o los beneficios del centro, en virtud de las limitaciones en la competencia. Cuanto menos pueden comprimirse así los ingresos en el centro tanto más tendrán que hacerlo en la periferia.
La desorganización característica de las masas obreras en la producción primaria, especialmente en la agricultura de los países de la periferia, les impide conseguir aumentos de salarios comparables a los vigentes en los países industriales o mantenerlos con amplitud semejante. La compresión de los ingresos es, pues, menos difícil en la periferia (Prebisch, 1982, 113).
De manera que la asimetría del movimiento cíclico de los precios depende de la diferente dinámica en la distribución del ingreso entre el centro y la periferia que a su vez es el resultado del diferente grado de desarrollo de las subjetividades sociales y del conflicto social entre ellas.
La mayor capacidad de las masas, en los centros cíclicos, para conseguir aumentos de salarios en la creciente y defender su nivel en la menguante, y la aptitud de esos centros, en el papel que desempeñan en el proceso productivo, para desplazar la presión cíclica hacia la periferia, obligando a comprimir sus ingresos más intensamente que en los centros, explican por qué los ingresos en éstos tienden persistentemente a subir con más fuerza que en los países de la periferia, según se patentiza en la experiencia de la América Latina.
En ello está la clave del fenómeno según el cual los grandes centros industriales no sólo retienen para sí el fruto de la aplicación de las innovaciones técnicas a su propia economía, sino que están asimismo en posición favorable para captar una parte del que surge en el progreso técnico de la periferia (Prebisch, 1982, 114).
La introducción del efecto ingreso como elemento determinante del comportamiento de los agentes económicos tiene importantes implicaciones para los resultados dinámicos del mercado. Cuando se toman en cuenta los efectos sobre la distribución del ingreso del conflicto entre subjetividades sociales, las decisiones de los agentes racionales dejan de ser congruentes entre sí y sus comportamientos compatibles con el desarrollo equilibrado. De ahí la necesidad de corregir estos comportamientos para reorientarlos hacia el desarrollo, mediante la intervención directa de la política económica del Estado. En la medida en que el conflicto distributivo prevalece sobre el mecanismo de los precios, el mercado deja de ser un sistema formal de relaciones funcionales entre precios y cantidades, en el cual el agente económico es una figura vacía y excedente, para convertirse en una serie de intercambios mercantiles conectados con una serie de decisiones políticas y sociales de un agente económico que aparece siempre desplazado, porque como agente económico no encuentra un lugar en las decisiones políticas y sociales. En otras palabras, el sistema de mercado tiene un agente económico que se desplaza libremente por estas series heterogéneas conectándolas al mismo tiempo que las diferencia. Un agente económico que se convierte en un elemento paradójico puesto que aparece como sobrante y vacío en la primera serie y como faltante y permanentemente desplazado en la segunda serie, sin embargo ambas series convergen hacia este agente económico que, por lo tanto, las conecta una con la otra al tiempo que las diferencia. La serie de intercambios mercantiles conectados de este modo con la serie de las decisiones políticas y sociales constituyen una estructura1.
De esta manera el estructuralismo se plantea superar el formalismo del mercado neoclásico en el cual las decisiones de los agentes económicos, por ser todas congruentes, se reducen a una sola decisión vacía y ubicua que conduce a un equilibrio que sólo admite un crecimiento cuantitativo de los valores de las variables de acuerdo con el crecimiento natural de la población, los cambios tecnológicos y las variaciones de las preferencias que son totalmente independientes de esas decisiones. Por lo tanto, estas decisiones del agente económico, si bien son determinantes para lograr el equilibrio de pleno empleo de los factores productivos dados, no necesariamente son compatibles con el desarrollo económico que depende de la adecuada composición de los factores productivos, de las preferencias de los consumidores y de la tecnología, debido a que existe una relación unívoca entre condiciones iniciales y decisión del agente económico. En otras palabras, no existe una relación estructural entre las decisiones del agente económico y las condiciones iniciales del crecimiento. Las decisiones que el agente económico toma racionalmente ciertamente aseguran el equilibrio, pero no aseguran la distribución de ingreso adecuada para asegurar el perfil de la demanda, una dotación de factores y un cambio tecnológico necesarios para un crecimiento económico compatible con las decisiones sociales y políticas de optimizar el bienestar social, es decir, con el desarrollo. Por el contrario, el óptimo social neoclásico es un derivado del equilibrio de pleno empleo. En efecto se considera óptimo social aquel estado en el cual la situación de ningún agente económico pueda ser mejorada sin desmejorar a la de otro. Ahora bien, en situación de equilibrio, todos los agentes económicos están maximizando su utilidad sujetos a sus respectivas restricciones presupuestarias, por lo tanto están gozando del óptimo social así definido. Esto muestra cómo la serie de decisiones políticas y sociales no son series heterogéneas respecto de la serie de decisiones de intercambio mercantil y, por lo tanto, el mercado es un sistema de relaciones funcionales formales presididas por una figura vacía y ubicua que es el agente económico, pero no es una estructura económica.
Ésta, la estructura, sólo existe si el agente económico es de manera paradójica un agente de decisiones políticas y sociales que divergen de las decisiones de intercambio mercantil y de este modo actúa como diferenciador de la serie de decisiones mercantiles con respecto de las decisiones sociales y políticas. Esta conexión disyuntiva es la que hace posible que las distintas series heterogéneas se constituyan en estructura. En la estructura económica, las variaciones de las condiciones iniciales del mercado son paradójicamente el objetivo de las decisiones políticas y sociales del agente económico ausente. Como este agente económico está ausente, permanentemente desplazado, sus decisiones aparecen como un dato no ubicado en las decisiones individuales. Por lo tanto, las decisiones del agente económico que constituyen estructura son decisiones racionales que tienden al equilibrio de pleno empleo, pero, al mismo tiempo, no son decisiones necesariamente compatibles con el desarrollo de condiciones iniciales adecuadas para lograr el óptimo social decidido por él en ausencia de manera heterogénea respecto de su racionalidad económica. De ahí que la ausencia de este agente económico aparece como decisión del Estado que interviene para corregir las decisiones incompatibles con el desarrollo. La racionalidad de esta intervención es comprensible tan sólo en el marco de la estructura, puesto que la política desarrollista del Estado no es más que la serie de decisiones políticas y sociales del agente económico ausente y, por lo tanto, son endógenas a la estructura. Tan sólo desde una perspectiva formalista neoclásica, la política económica del Estado puede ser vista como una interferencia exógena al sistema del mercado, pero en este caso no hay estructura económica, puesto que el agente económico no funciona como elemento paradójico hacia el cual convergen las distintas series heterogéneas de decisiones, sino simplemente como un elemento vacío que articula relaciones funcionales entre cantidades.
El estructuralismo es, pues, una modificación de la teoría de la síntesis neoclásica keynesiana que toma, como elemento determinante, la distribución del ingreso y sus efectos sobre la dotación de factores productivos es decir, sobre la cantidad y composición de fuerza de trabajo, capital y tierra disponibles, sobre el perfil de la demanda y el cambio tecnológico. Se trata del mismo mercado neoclásico, pero ahora keynesianamente dominado por el efecto ingreso que, mediante las decisiones disyuntivas del agente económico, permite integrar este mercado a una estructura económica en la cual el óptimo social está conectado al mecanismo de mercado, pero diverge de su crecimiento de equilibrio, porque está determinado por decisiones heterogéneas respecto de las decisiones de intercambio mercantil, aunque tomadas por el mismo agente económico. En la estructura, el crecimiento económico depende de las decisiones racionales del agente económico en la serie de transacciones mercantiles a partir de condiciones dadas, pero el desarrollo es el resultado de las decisiones racionales de ese mismo agente económico ausente en las serie de transacciones políticas que alteran las condiciones dadas. Ahora bien esta ausencia es racionalidad desplazada, un dato supernumerario y no ubicado, un ocupante sin lugar y siempre desplazado, es decir el Estado2.
En este sentido el estructuralismo difiere del keynesianismo tradicional que concibe la política económica anticíclica como una intervención exógena al mercado neoclásico que es un mecanismo independiente del agente económico ausente, es decir, el Estado que representa una serie de decisiones no conectadas con las transacciones mercantiles. La política económica, aunque necesaria para compensar los desequilibrios del mercado causados por otras interferencias exógenas, no es parte de las decisiones del agente económico racional, sino de un agente externo hacia el cual la serie de las transacciones mercantiles no convergen.
Difiere también de la escuela institucionalista americana que concibe la economía como una serie única de decisiones racionales a las cuales se le agregan las instituciones, el mercado como institución legal para asegurar las transacciones (Commons, 1995) u otras instituciones como la empresa y el Estado cuando los costos de las transacciones son superiores a cero (Coase, 1988). En todo caso, las instituciones no tienen una conexión estructural con las decisiones del agente racional que en principio podrían abarcar en una única serie todas las actividades posibles, si los costos de transacción son nulos. Y, aunque los costos de transacción permiten diferenciar entre series de decisiones heterogéneas, sin embargo todas ellas convergen hacia un solo elemento que es la decisión racional única del agente económico en la medida en que estos costos se reducen a cero. La política económica del Estado o la presencia de la empresa puede ser siempre sustituida por una reducción de los costos de transacción que haría colapsar el sistema económico real en un mercado puro neoclásico. De ahí que para institucionalistas como Coase, por ejemplo, ni siquiera la vieja distinción neoclásica entre bien privado y bien público, que permitía justificar la acción reguladora del Estado, es aceptable, puesto que la existencia de externalidades que causan la diferencia entre ambos tipos de bienes no es suficiente para asegurar que hay una reducción del valor económico total, cuando la intervención del Estado para corregir estas externalidades podría significar un costo mayor y, por la tanto, una reducción del valor total (Coase, 1988, 27). De manera que el sistema económico de los institucionalistas no es una estructura porque en la medida en que los costos tienden a cero todas las series colapsan en una única serie de transacciones mercantiles3.
El estructuralismo se diferencia también del sistema de Marx en el cual las series de las transacciones no convergen hacia un único agente económico racional, sino son divergentes entre sí y cada una converge hacia una subjetividad distinta que se relaciona con la otra por relaciones de poder que se van desplazando a medida que la propia relación de poder cambia la composición social de las subjetividades. Por lo tanto, la serie de transacciones mercantiles está permanentemente interrumpida por relaciones de poder entre subjetividades que se separan en una lógica de la valoración del capital opuesta diametralmente a una lógica de la autovaloración del trabajo. De manera que, en este caso, no es una única racionalidad la que establece una conexión disyuntiva, sino la transacción misma es la que conjuga dos relaciones distintas y opuestas simultáneamente. No hay pues estructura, sino un sistema de discontinuidades que se desplazan de acuerdo con la tendencia que las relaciones de poder establecen y la transformación que estas relaciones sufren por los cambios en la composición social de las subjetividades que emergen de esas mismas relaciones de poder. Desde luego que hay también un marxismo estructuralista que hace colapsar las relaciones de poder entre las subjetividades en una única racionalidad que es la del agente económico mercantil, aunque mantiene la ficción nominal del llamarlo una vez capitalista otra vez trabajador, se trata siempre del mismo agente económico que toma decisiones congruentes con la de cualquier otro. De manera que la serie de las decisiones del capitalista se conecta de manera disyuntiva con la serie de las decisiones del trabajador mediante la transacción mercantil. El antagonismo entre subjetividades ya no conduce sino a una separación que es dialécticamente recuperada permanentemente por el proceso de acumulación del capital que de este modo forma una estructura. Para confundirse con este tipo de marxismo, el estructuralismo sólo tiene que incorporar el movimiento dialéctico del conflicto social reducido a conflicto distributivo que es ajeno al keynesianismo neoclásico de donde se origina.
La reestructuración desarrollista
En la estructura, como se desprende del análisis anterior, la racionalidad económica se mueve constantemente a lo largo de la serie de decisiones individuales y de la serie de decisiones públicas, pues, está en el mercado y al mismo tiempo es desplazada en la serie de decisiones del Estado y es este desplazamiento permanente que forma la síntesis disyuntiva el que da origen a la estructura. Mercado y Estado, como denominaciones de las dos series de decisiones, forman pues una estructura gracias a esta síntesis producida por el permanente desplazamiento de la racionalidad de una serie a la otra. Es disyuntiva puesto que la racionalidad económica es o individual o pública, sin embargo es una o, o que afirma siempre una única racionalidad económica mercantil y, por lo tanto, no excluye la decisión del agente económico, sino que la extiende a la serie de decisiones políticas y por eso forma una estructura. De manera que la decisión pública, en la estructura, no es exógena al mercado, sino que es una sustitución de la decisión individual sin trascender la racionalidad económica mercantil. De ahí que tipos de consumo, inversión, importaciones y exportaciones elegidos individualmente pueden ser sustituidos por otros tipos escogidos públicamente para maximizar la racionalidad económica de la estructura.
Acaso sea muy difícil establecer tales distinciones en los gravámenes sobre los ingresos y resulte preferible, en la práctica, gravar directamente ciertas formas de consumo de los grupos de altos ingresos. Entre las formas conspicuas de este consumo se mencionan a menudo ciertas importaciones características; pero suele suceder que, en ciertos casos, cuando se las ha restringido o prohibido para mitigar desequilibrios exteriores, han surgido formas equivalentes de producción interna, desviando la inversión de capitales de otras aplicaciones socialmente más útiles. Esto ha llevado a considerar la necesidad de impuestos internos que restrinjan estas formas de consumo y permitan un mejor encauzamiento del capital disponible. En este orden de consideraciones, suele mencionarse, asimismo, el impulso que en muchas ciudades latinoamericanas ha tomado la edificación de lujo. Es cierto que en los años de la guerra, ante las dificultades de importar bienes de capital, se desviaron hacia ese tipo de edificación fondos que acaso hubieran ido a aplicaciones más productivas de haber sido posible. Pero aparte de esta expansión circunstancial, no cabe duda de que ésta es una de las manifestaciones inflacionarias que debieran observarse con mayor atención y en la que el impuesto pudiera actuar con eficacia económica y social (Prebisch, 1951, 259).
En la teoría neoclásica hay una distinción irreconciliable entre bien privado y bien público. Las decisiones privadas pueden causar externalidades que el mecanismo de mercado no puede resolver. De ahí que sea necesaria la acción del Estado para lograr el bien público. La tesis tradicional de la escuela neoclásica desarrollada en el concepto de Estado del bienestar de Pigou ha sido cuestionada por los institucionalistas neoclásicos como Coase que sostienen que el problema no reside en una supuesta limitación de la decisión individual para copar todos los problemas sociales, sino que el mecanismo de mercado tiene un límite impuesto por los costos de transacción. Es decir que, con cero costos de transacción, todas las decisiones individuales forman una serie convergente hacia el equilibrio con óptimo social. En todo caso, esta discusión en el seno de la escuela neoclásica tan sólo muestra que el Estado es un agente exógeno a la racionalidad mercantil. En cambio, en el estructuralismo, el Estado complementa disyuntivamente al mercado en una única afirmación de la racionalidad económica. No se puede pues hablar de interferencia estatal con el mecanismo de mercado, sino de complementariedad en el logro del óptimo social que es exógeno al mercado, pero endógeno a la estructura.
En esto el estructuralismo demuestra su especificidad, no sólo frente al neoclasicismo y al liberalismo tradicional como acabamos de mostrar, sino también frente a las grandes reestructuraciones del siglo xx. El socialismo, por ejemplo, parte de la misma oposición entre Estado y mercado que el liberalismo, sólo que revierte la solución liberal que quiere un Estado mínimo, para convertir al Estado en la única serie de decisiones económicas reduciendo al mínimo el mercado. Lo mismo puede decirse del fascismo donde el Estado compite en la formación de capital y en la corrección de las externalidades con una racionalidad que no es la mercantil. En el keynesianismo, la misma oposición se mantiene y el Estado tiene una función más amplia que en el Estado del bienestar neoclásico, pero constituyen siempre un interferencia exógena con el mercado. En todos estos sistemas el Estado no pierde el carácter despótico originario que lo hace irreconciliable con la racionalidad mercantil. En cambio en la estructura, Estado y mercado forman parte de la misma síntesis disyuntiva lograda por la misma racionalidad mercantil, pero en la serie de decisiones políticas alternativas a las de la agente individual se expresa la composición social del Estado y, en una sociedad atrasada, el Estado puede tener una racionalidad mercantil atrasada en la fijación de prioridades. De ahí la necesidad de fijar un programa de desarrollo para lograr el más intenso crecimiento de la economía sin aquellos desajustes que la perturban y la retardan. El desarrollo no se asegura con un mero agregado de proyectos individuales para desarrollar tales y cuales industrias, sino que se necesita un programa que permita escoger entre las distintas decisiones individuales de invertir para determinar cuáles son las más aconsejables, en vista del objetivo perseguido que es el desarrollo de esas condiciones que están dadas para el mercado y que, por lo tanto, no puede modificar.
Esto no significa que el Estado, al trazar un programa de desarrollo, tenga que extender sus funciones de empresario más allá de lo que le impongan consideraciones de otra índole. Se concibe un programa muy completo, que abarque las más diversas ramas de la economía, y en el cual, sin embargo, la acción del Estado se limite a crear condiciones favorables a la iniciativa privada y ejercer sobre ella los estímulos indispensables para lograr el cumplimiento de las metas propuestas. Y también se concibe un programa en que el Estado asuma una posición dominante de empresario. Por donde se desprende que el reconocimiento de la necesidad de un programa de desarrollo económico, en los países latinoamericanos, es materia ajena a la discusión doctrinaria acerca del grado de intervención directa del Estado en la actividad económica (Prebisch, 1951, 263).
De manera que del análisis de la estructura se desprende un programa práctico de desarrollo. El estructuralismo se convierte así en el soporte teórico de la cuarta de las grandes reestructuraciones del orden social del siglo xx4. El Estado desarrollista no se va a limitar simplemente a la política anticíclica, como el Estado keynesiano tampoco va a pretender construir un orden social ajeno a la racionalidad del mercado como el Estado socialista o a competir con el capital privado con una lógica antiliberal como el Estado fascista. El Estado desarrollista va a incidir en la composición de la demanda agregada, en la dotación de capital y trabajo y sobre todo en el cambio tecnológico para asegurar un crecimiento económico que converja hacia un óptimo social que, si bien no es incompatible con el mercado, no depende exclusivamente de su mecanismo de precios. Desde luego que entre teoría estructuralista y Estado desarrollista media la dinámica del conflicto social de manera que el programa de desarrollo estructuralista va a estar condicionado por un populismo de derecha que intenta reducir el programa a un proteccionismo indiscriminado, a abusar de los subsidios estatales para estimular la formación de capital privado, y por un populismo de izquierda que intenta independizar la distribución de ingreso de la racionalidad económica. Esta deformación práctica del programa desarrollista era posible contemplarla en la propuesta inicial y al pasar de las décadas se convertirá en una realidad, llegando a su culminación en los excesos de la década de los 70 durante la cual el programa desarrollista parece concluir en un estancamiento económico y en la crisis de la deuda externa.
Es en este contexto que Celso Furtado reflexiona sobre una nueva economía política (Furtado, 1976), porque para la época se había hecho evidente que el mal manejo de la política económica no era la única causa de la crisis del desarrollismo. Su programa de investigación será a partir de entonces conseguir una teoría general de las formaciones sociales. Furtado había sentido, desde los años 60, la necesidad de complementar el análisis estructuralista con el conocimiento de la historia de los países latinoamericanos y ahora quería integrar a todas las ciencias sociales en una teoría articulada consciente de que el desarrollo atañe a todas las prácticas sociales y no solamente a una parcela de ellas. Este esfuerzo que no fue muy lejos, sin embargo, tuvo el mérito de navegar contracorriente, puesto que Furtado se embarca en su búsqueda precisamente en el momento en que, en los centros, se iniciaba la contrarrevolución monetarista que reducirá la macroeconomía a la elaboración de modelos macroestadísticos muy sofisticados en su instrumental matemático, pero cada vez más estériles y que servirán de respaldo teórico a la estrategia neoliberal. Esa misma estrategia se ofrecerá, en América Latina, como la receta para curar los males causados por el estructuralismo. El neoliberalismo se apoya en una única serie de decisiones individuales racionales que pretende conectar a todas las prácticas sociales. De manera que se opone al estructuralismo también y, sobre todo, desde la perspectiva del método, de ahí la radical incapacidad de los economistas neoliberales (deberíamos decir mejor nuevos clásicos) de comprender los planteamiento estructuralistas.
Los límites del estructuralismo
El programa desarrollista fue instrumentado con distintos grados de intensidad en casi todos los países de América Latina e impulsó cambios considerables en estas sociedades. En los países más grandes la industrialización logró grandes avances y sentó las bases para que dos de estos países estén hoy entre las diez primeras economía del mundo. Sin embargo, dos objetivos fundamentales del programa desarrollista no sólo no fueron alcanzados, sino que los problemas que querían resolver se agravaron.
En primer lugar, se quería alcanzar el desarrollo elevando el ingreso per cápita a un nivel y con una distribución que se aproximara a los de los países más avanzados. Se trataba pues de eliminar la pobreza asociada a una economía de subsistencia. Podemos resumir la estrategia desarrollista de la siguiente manera: para sacar a los países del subdesarrollo es imprescindible elevar la productividad la cual depende del cambio tecnológico que se da principalmente en la industria. La industrialización es pues la clave del desarrollo. A medida que crece la productividad en el sector industrial, se elevan los salarios en ese sector primero y a las actividades comerciales y de servicios vinculadas a él, luego este aumento se extiende al sector atrasado de la economía también, al tiempo que más y más fuerza de trabajo fluye hacia el sector industrial y a los sectores que sienten el efecto del incremento del ingreso. De manera que el sector atrasado se reduce y poco a poco siente la presión del incremento salarial que lo obliga a introducir mejoras tecnológicas que a la larga lo convierten en un sector de producción primaria de alta productividad. Cuando esto ocurre el país habrá alcanzado el estatus de país desarrollado.
Los obstáculos mayores a ser superados para lograr este programa son: a) la escasez de capital, y b) una clase empresarial exigua y sin capacidad de innovación tecnológica propia. De manera que la estrategia depende de la importación de capital, de la capacidad empresarial y de la tecnología. De estas tres carencias, la más fácil de resolver es la falta de capital, puesto que se puede recurrir al financiamiento internacional bilateral o multilateral. El financiamiento externo es el que menos consecuencias negativas tiene para la economía nacional, puesto que lo único que genera es un endeudamiento que, si es bien manejado, puede ser útil. Las otras dos, la falta de capacidad empresarial y de tecnología adecuada, van juntas e implican abrir la economía nacional a las empresas extranjeras que son las que tienen tanto la capacidad empresarial como la tecnología requerida. Sin embargo, sus efectos sobre el desarrollo de la economía nacional son distintos y vale la pena analizarlos por separado.
Empecemos primero por la tecnología, la cual ha sido diseñada en países cuyo nivel de desarrollo ya se encuentra en una fase muy avanzada de industrialización. De hecho el programa desarrollista coincide con la consolidación en los países desarrollados de la sociedad de consumo, centrada en la producción de bienes durables mediante sistemas coordinados de máquinas sumamente rígidos con planta de escalas fijas y discretas con coeficiente técnicos que engloban años de esfuerzos para ahorrar trabajo como respuesta al conflicto social de décadas. Es este tipo de tecnología la que hay que trasplantar porque no hay otra en sociedades con abundancia de trabajo y tierra y poco capital. En otras palabras, la dotación de factores de los países subdesarrollados es muy distinta a la implícita en la tecnología importada. De ahí una profunda incongruencia que sólo puede generar desequilibrio expresado en una incapacidad para absorber el trabajo de acuerdo con el esquema antes mencionado. Otra cosa hubiera sido si la estrategia de desarrollo se hubiese instrumentado a principios del siglo xix, cuando las condiciones en que se daban los primeros desarrollos tecnológicos eran parecidas a la de los países de América Latina, pero, después de casi dos siglos de intenso desarrollo tecnológico sesgado por el conflicto social europeo, el desfase entre dotación factorial de América Latina y orientación de la tecnología era incorregible.
El resultado de todo esto fue la creación de la marginalidad urbana. En efecto, la industrialización incrementó el ingreso promedio en el sector industrial y servicios colaterales en las ciudades que atrajo una gran cantidad de población rural que, sin embargo, no pudo ser absorbida por una industria en la cual prevalecían procesos de producción intensivos de capital. Esta población que abandonaba el sector atrasado dejaba de ser una población de subsistencia para convertirse en marginal urbana. Aparecía así un nuevo tipo de pobreza, con características sociológicas distintas a la antigua pobreza del sector de subsistencia y era la consecuencia de la industrialización sustitutiva que no podía absorber todo el flujo de fuerza de trabajo que era expulsado del sector de subsistencia. La estrategia desarrollista de integrar todas las actividades económicas a un mercado capitalista nacional encontró su límite en una industrialización intensiva de capital que ciertamente acabó con el sector precapitalista, pero que creó el sector marginal que no es ni capitalista ni precapitalista, sino compuesto por unas personas que, habiendo perdido la posibilidad de aplicar sus habilidades tradicionales, no pueden constituirse en fuerza de trabajo ofertable en el mercado capitalista. No disponen pues de ningún factor de producción y, por lo tanto, no participan de la economía nacional, son excluidos. Curiosamente, Prebisch en su artículo de 1951 hace este mismo análisis, considerando que la causa del éxodo del campo se debe a una elevación general del ingreso y al progreso técnico genéricamente identificados, y cree ver en la industrialización sustitutiva la solución a este problema. Aunque ya en el artículo de 1949 tomaba en cuenta la incongruencia que había entre la orientación de la tecnología importada y la dotación de factores de la región, pero allí se limitaba a observar que había que adaptar la técnica moderna a estos países y no limitarse a trasfundirla (Prebisch, 1951, 256). Y en el artículo de 1951 le dedica un capítulo completo al tema para concluir que:
Esos equipos de alta densidad de capital, aunque no representan en países de abundancia de mano de obra la mejor solución en los problemas del desarrollo, pueden constituir la solución menos mala entre las prácticamente posibles ya que mediante ella puede aumentarse la productividad más que con otros procedimientos (Prebisch, 1951, 256).
Furtado, en cambio, supo prever claramente el problema y ya en 1952 escribía:
Dentro de los límites de las técnicas conocidas, hay siempre una subutilización de los factores de la producción en una región subdesarrollada. Subutilización que, sin embargo, no surge necesariamente de la combinación defectuosa de factores existentes. Casi siempre es el resultado de la escasez de capitales; y debido a esa escasez se malgasta parte de la fuerza de trabajo disponible. Es más, la productividad promedio de una combinación de factores en una economía subdesarrollada es más baja de lo que se esperaría de la observación de la utilización de esos mismos factores en las economías desarrolladas. Esta baja productividad existe debido a la rigidez relativa de los coeficientes técnicos (ninguna posibilidad de combinar los factores excepto en las proporciones fijas) y porque la tecnología se desarrolla de acuerdo a líneas determinadas por la disponibilidad de factores y recursos de los países que liderizan el proceso de industrialización. Por lo tanto si ha de tomar por descontado que los países subdesarrollados crecen por la asimilación simple de técnicas conocidas (y por la acumulación correspondiente de capital), entonces se sigue que casi siempre el trasplante de esas técnicas implica el subempleo estructural de factores. Este problema puede superarse tan sólo mediante la adaptación de tecnología que es de lo más difícil por cuanto los países subdesarrollados, por lo general, carecen de una industria de bienes de capital propia. En este desequilibrio fundamental entre la oferta de factores y la orientación tecnológica radica el mayor problema que enfrentan los países subdesarrollados en la actualidad (Furtado, 1967, 61-62).
Presumiblemente consciente de esta dificultad, adoptó el planteamiento de Lewis sobre la mano de obra ilimitada para teorizar sobre al especificidad del subdesarrollo. En efecto, fue Arthur Lewis el que introdujo una nueva explicación más compleja de la relación entre los salarios y la acumulación de capital en los países subdesarrollados (Lewis, 1953). Estos países, según Lewis, se caracterizan por tener un sector capitalista muy pequeño que recibe mano de obra de un sector de economía de subsistencia. Esto hace que la oferta de trabajo en el mercado capitalista sea prácticamente ilimitada a la tasa corriente de salario que es ligeramente superior al ingreso promedio por hombre en el sector de subsistencia. En tales condiciones, un incremento de la productividad en el sector capitalista no se reflejará en un aumento del salario real, porque éste depende del nivel de ingreso del sector de subsistencia, Esto explica porque los salarios reales se mantienen bajos en los países subdesarrollados.
Desde luego que al aumentar el ingreso en el sector capitalista, por la mayor productividad, aumentará el ahorro y la inversión en el sector y eventualmente el crecimiento del sector capitalista debería absorber todo el sector de subsistencia y entonces los salarios empezarán a crecer puesto que la oferta de trabajo se habrá hecho inelástica. Esto fue lo que en efecto ocurrió en los países desarrollados. Pero en los países subdesarrollados el sector capitalista es tan exiguo que es prácticamente imposible incrementar el ahorro para elevar la productividad; de ahí su estancamiento. El problema no es tanto la falta de ahorro, dice Lewis, sino la falta de un número suficiente de capitalistas que permita expandir el sector moderno. De ahí la necesidad de compensar esta carencia con el capital extranjero. Llama la atención la asimetría en esta interpretación sociológica del subdesarrollo. Los beneficios no crecen porque no hay gente con una conducta empresarial, pero en el caso de los trabajadores se trata de un problema de cantidad simplemente, a menos que no se sobrentienda que pertenecer al sector de subsistencia implica conductas que no permiten el desarrollo de la autovaloración del trabajo mediante la organización y la acción política. Aquí como en toda la bibliografía estructuralista el conflicto social está siempre señalado, pero nunca integrado en el análisis.
Furtado asume el planteamiento de Lewis para afirmar que la expansión de la economía industrial europea, en aquellas áreas densamente pobladas y con economías precapitalistas, creó una estructura híbrida con un sector capitalista vinculado al sector precapitalista en los términos antes descritos. Esta situación es estructural y, por lo tanto, permanente, y tiene su especificidad. El subdesarrollo no debe confundirse con una fase transitoria de simple atraso.
De todos modos el resultado casi siempre fue el de crear una estructura híbrida que en parte tendía a comportarse como un sistema capitalista y en parte perpetuaba las características del sistema anterior. El fenómeno del subdesarrollo es hoy precisamente una cuestión de este tipo de economía dual. Por eso no debe confundirse simplemente con atraso, el subdesarrollo es pues un proceso histórico discreto por el cual las economías que han logrado un elevado grado de desarrollo no han tenido que pasar necesariamente (Furtado, 1967, 129).
Con esto Furtado es el primero en caracterizar el subdesarrollo como un resultado del desarrollo capitalista originado por el mismo proceso histórico de expansión del capitalismo en el mundo y no una consecuencia del atraso. Sin embargo, con el desarrollo de la marginalidad urbana, el dualismo estructural cambió radicalmente: ya no se trataba de un sector capitalista exiguo en relación simbiótica con un extenso sector precapitalista, sino, cada vez más, de un mercado capitalista moderno que encontraba un límite a su expansión y esta fuerza de trabajo, no pudiendo ser absorbida en parte considerable por ser proveniente del languideciente sector precapitalista, de hecho dejaba de ser un factor de producción para convertirse en una población excluida de la propia estructura al no pertenecer ni al mercado moderno ni a lo que iba quedando del sector precapitalista. Sin duda que Furtado hubiera podido seguir esta línea de pensamiento, pero pareció preocuparse más por los efectos negativos de las empresas extranjeras y el reto que esto planteaba para la integración de la economía nacional.
A principios de los 70, Furtado detecta el incipiente fenómeno de la transnacionalización que socavará las bases de una posible economía nacional. Esa industrialización tendría consecuencias de diversa índole: a) debilitaría el proceso formativo de los centros nacionales de decisiones, creando una forma nueva de desarticulación de las decisiones económicas; b) limitaría las posibilidades de integrar el sector industrial en expansión con las actividades exportadoras; y c) pondría en marcha un proceso de integración multinacional esencialmente fundado en la articulación de decisiones al nivel de las grandes empresas extranjeras que se instalaran en la región (Furtado, 1967, 57).
Esto nos lleva al segundo gran fracaso de la estrategia desarrollista: la vulnerabilidad del sector externo de las economías latinoamericanas, que condiciona la economía interna al ciclo económico de los países centrales, no ha sido superada. Ya en 1968 Celso Furtado observaba:
Que países como el Brasil y la Argentina hayan alcanzado un grado relativamente elevado de industrialización sin conseguir modificar en nada la estructura de sus exportaciones las cuales continúan reflejando las viejas estructuras exportadoras de materia prima constituyen una clara indicación de que este tipo de industrialización es una simple adaptación de una nueva forma de dependencia exterior (Furtado, 1967, 57).
Las viejas estructuras exportadoras se mantuvieron porque la sustitución de importaciones respondía al principio de productividad marginal social condicionado:
El capital deberá aplicarse de tal forma que traiga consigo el máximo de productividad, lo cual sólo ha de lograrse cuando se igualen las productividades marginales en las distintas aplicaciones (Prebisch, 1951, 278).
Este es el principio neoclásico de asignación de recursos en un mercado de libre competencia. Por lo tanto, el propio Prebisch se pregunta si entonces, de ser así, no sería mejor dejar que las fuerzas del mercado actuaran sin traba para lograr el óptimo de producto. Pudiera ser responde si no hubiese necesidad de protección para lograr la sustitución de importaciones (Prebisch, 1951, 278). Esta protección implica escoger a veces proyectos de menor productividad, pero que disminuyen la vulnerabilidad del país del ciclo económico internacional o porque permiten utilizar recursos que de otra manera no podrían ser utilizados y así sucesivamente. El resultado final de esta asignación protegida es que la productividad de las empresas nacionales puede ser muy inferior al promedio internacional y, por lo tanto, no estarán en capacidad de competir.
De manera que la industrialización sustitutiva de importaciones no sólo significó una incongruencia entre tecnología y dotación doméstica de factores, sino también ineficiencia respecto al mercado internacional que impidió que, a medida que la industrialización sustitutiva avanzaba, las empresas nacionales pudieran expandir sus ventas también al exterior, diversificando así la estructura de las exportaciones. Esta situación conducirá a un endeudamiento creciente de los países de la región que, en su esfuerzo por sostener el crecimiento y paliar el conflicto social, empezaron a recorrer la senda del gasto fiscal desmedido aprovechando el fácil acceso al crédito internacional propiciado por los petrodólares de la década de los 70 que conducirá a la crisis de la deuda externa de 1982.
Conclusiones
El estructuralismo latinoamericano extendió el concepto del agente neoclásico para que abarcara la acción política del Estado de forma tal que fuese el mercado el supeditado al óptimo social y no al revés como ocurre en la teoría neoclásica. Logró esto haciendo prevalecer a la manera keynesiana el efecto ingreso sobre el efecto precio. Todo esto fue posible en virtud de una síntesis disyuntiva, lograda mediante la decisión racional, de la serie de las decisiones mercantiles individuales y la serie de las decisiones políticas; síntesis que articula el mercado al Estado en una estructura. Éste es el principal aporte metódico del estructuralismo que no rechaza la ortodoxia neoclásica-keynesiana de la época, sino que trata de complementarla con la relectura de los clásicos, especialmente Ricardo. Relectura que con el tiempo derivará, en el caso de Furtado, por lo menos, en una aproximación al dependentismo marxista primero y luego hacia una concepción de la economía como ciencia social más amplia.
La política desarrollista a la cual el estructuralismo le dio un soporte teórico, pero que lo precede, tuvo indiscutibles éxitos iniciales, pero luego se estancó sin poder extender el mercado capitalista a toda la sociedad, ni resolver el problema de la vulnerabilidad externa de las economías latinoamericanas. La industrialización en la época en que prevalecía la producción de bienes durables resultó ser más complicada de lo que los estructuralistas imaginaron inicialmente, en virtud de la rigidez de la tecnología basada en los sistemas coordinados de máquinas. Si comparamos el esquema desarrollista con otro esquema de industrialización iniciado también en condiciones de subdesarrollo: la industrialización estalinista, observamos que en este último caso la estrategia seguida es diametralmente opuesta a la desarrollista latinoamericana. En este último caso, se intentó ir de la implantación de la industria de bienes de consumo final a la industria de bienes de capital y el salto del primero al segundo resulto ser imposible de alcanzar para la mayoría de los países y los pocos que lo lograron tuvieron que recurrir al capital extranjero. En cambio, el modelo estalinista empezó por la industria de capital con buen éxito, pero luego no pudo dar el salto hacia las industrias de bienes de consumo durable y el modelo colapsó. Solamente cuando intervino masivamente el capital extranjero fue posible desarrollar las industrias de consumo final en estos países. Más allá de las grandes diferencias sociales, políticas y culturales entre las dos regiones, que explican posiblemente la diferente elección del punto de partida, queda el hecho cierto de que ambos modelos de crecimiento no pudieron superar una discontinuidad fundamental en el desarrollo tecnológico interno. En ambos casos, está presente una fuerte incongruencia entre la dotación inicial de recursos de cada país y la orientación tecnológica de la época.
Más allá de que el desarrollismo se haya estancado por los limites impuestos por la incongruencia recién señalada, y que el populismo desenfrenado lo haya convertido en un medio para sobrecargar la sociedad, y que el mercado de regulaciones excesivas, y con frecuencia absurdas, haya favorecido un proteccionismo agobiante y creado los canales para una corrupción desbordada, queda el hecho incuestionable de la gran transformación que las sociedades latinoamericanas lograron por esta vía. Una simple mirada a la información estadística más elemental muestra que el crecimiento económico durante las décadas desarrollistas fue muy superior al logrado durante las décadas neoliberales y esto, más que hablar bien del desarrollismo, habla muy mal del neoliberalismo. La lección que podemos extraer de esto es que el desarrollo no puede ser reducido a un objetivo asegurado fundamentalmente por el mecanismo de precios del mercado neoclásico, porque es un objetivo complejo que implica a todas las prácticas sociales. Ésta es la lección que los estructuralistas nos dieron hace cincuenta años y nos siguen dando. Si la aprendemos quizás seamos capaces de construir una teoría económica que valga la pena en un futuro no muy lejano.
Bibliografía
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Notas
1 Gilles Deleuze, retomando la paradoja de Lévi-Strauss que vincula dos series donde una funciona como significante y la otra como significado, afirma que: Peut-être pouvons-nous déterminer certaines conditions minima dune structure en général: 1°) II faut au moins deux séries hétérogènes, dont lune sera déterminée comme signifiante et lautre comme signifiée (jamais une seule série ne suffit a former une structure). 2°) Chacune de ces séries est constituée de termes qui nexistent que par les rapports quils entretiennent les uns avec les autres. A ces rapports, ou plutôt aux valeurs de ces rapports, correspondent des événements très particuliers, cest-à-dire des singularités assignables dans la structure: tout a fait comme dans le calcul différentiel, ou des répartitions de points singuliers correspondent aux valeurs des rapports différentiels (Deleuze, 1969, 65).
2 Es característica fundamental de la estructura la circulación de este elemento paradójico entre las series que es exceso vacío en una, y carencia que ocupa un lugar permanentemente desplazado. II faut comprendre à la fois que les deux séries sont marquées lune dexcès, lautre de défaut, et que les deux déterminations séchangent sans jamais séquilibrer. Car ce qui est en excès dans la série signifiante, cest littéralement une case vide, une place sans occupant, qui se déplace toujours; et ce qui est en défaut dans la série signifiée, cest un donne surnuméraire et non placé, non connu, occupant sans place et toujours déplacé. Cest la même chose sous deux faces, mais deux faces impaires par quai les séries communiquent sans perdre leur différence. (Deleuze, 1969, 65).
3 En palabras de Coase: It needs to be realized that, when economists study the working of the economic system, they are dealing with the effects of individuals or organizations actions on others operating within the system. That is our subject. if there were not such effects there would be no economic system to study. Individuals and organizations will, in furthering their own interests, take actions which facilitate or hinder what others want to do. They may supply labour services or withdraw them, provide capital equipment or decline to do so, emit smoke or prevent it, and so on. The aim of economic policy is to ensure that people, when deciding which course of action to take, choose that which brings about the best outcome for the system as a whole. As a first step, I have assumed that this is equivalent to maximizing the value of total production (and in this I am Pigovian) (Coase, 1988, 27).
4 Sobre las grandes reestructuraciones del siglo xx, véase Del Bufalo, 2002.