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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.12 n.3 Caracas dic. 2006

 

Las elecciones de diciembre 2005 y la cuestión democrática

Dick Parker

Historiador galés, educado en la Universidad de Oxford, Inglaterra, es actualmente profesor titular del departamento de Estudios Latinoamericanos en la Escuela de Sociología de la UCV. Hasta 1999 fue director de la Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales. Entre sus publicaciones más recientes: "El chavismo: populismo radical y potencial revolucionario", Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, (1-2001) y "Debilidades en la conducción política también facilitaron el golpe", Observatorio Social de América Latina (7-2002).

Parker, Dick dickparker@cantv.net

"Cuando yo uso una palabra, insistió Humpty Dumpty con un tono más bien desdeñoso,

significa justamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos".

Lewis Carroll: A través del espejo (1872)

Resumen

Faltando días para la celebración de las elecciones parlamentarias venezolanas de diciembre del 2005, los principales partidos de la oposición retiraron sus candidatos, dejando la Asamblea Nacional en manos de los partidos que apoyaban al gobierno de Chávez. Pareciera que el motivo de fondo era que las encuestas más confiables indicaban que los partidarios del gobierno iban a conquistar más de las dos terceras partes de la representación, lo que permitiría aprobar iniciativas gubernamentales que, según la Constitución, requerían de esa mayoría calificada. Sin embargo, la oposición explicó su decisión aducíendo una "falta de garantías democráticas". Tanto la oposición como los partidarios del gobierno proclamaban sus propias credenciales "democráticos" y tildaban a sus contrincantes de "antidemocráticos", el autor de este artículo pretende indagar qué se entiende por "democracia" de un lado y del otro.

Palabras clave: Elecciones parlamentarias, democracia, idearios políticos, Chávez, Venezuela.

The Venezuelan Parliamentary Elections in December 2005 and the Question of Democracy

Abstract

Just days before the Venezuelan parliamentary elections of December 2005, the main opposition parties withdrew their candidates, leaving the National Assembly in the hands of those parties which support the Chávez administration. Apparently, the decision was made, taking into account that the most reliable opinion polls indicated that the pro-government parties would manage to win more than the two-thirds majority necessary, according to the Constitution, in order to approve major legislative proposals. Nevertheless, the opposition parties explained their decision, adducing the lack of ‘democratic guaranties’. As both the opposition and the pro-government parties proclaimed their own democratic credentials and accused each other of being anti-democratic, the author of this article tries to examine what one and another understand when they talk about democracy.

Key Words: Parliamentary Elections, Democracy, Political Ideology, Chávez, Venezuela.

Introducción

Nunca he sido aficionado de las encuestas: Seguramente por estar demasiado consciente de sus limitaciones: De cómo se utilizan y manipulan con propósitos políticos; de cómo, en el mejor de los casos (es decir, cuando se efectúan con profesionalismo y honestidad), aportan una especie de fotografía "instantánea", que muchas veces se proyecta ilegítimamente hacia el futuro para hacer predicciones políticas, etc. Sin embargo, hacia finales del 2005, empecé a dedicar más atención a las encuestas serias y descubrí que aquellas que se hacen periódicamente (con criterios consistentes) pueden señalar tendencias de mucha relevancia para el análisis político (y no solamente para la política electoral).

Inicialmente, mi interés me llevó a examinar las encuestas publicadas por tres empresas encuestadoras venezolanas que, con razón, se considera "profesionales", aun cuando sean propiedad de conocidos simpatizantes de la oposición al presidente Chávez y que, en las actuales circunstancias de acentuada polarización política del país, se las podría sospechar de ser "interesadas". Se trata de las empresas Datanálisis, Consultores 21 y Keller Asociados. En los tres casos, los resultados de sus respectivas encuestas señalaban que, acercándose las elecciones parlamentarias de diciembre del 2005, la abrumadora mayoría de los electores favorecía a los partidos que respaldan al gobierno de Chávez (como también habían señalado la cómoda victoria de Chávez en el referendo revocatorio de 2004). Además, las encuestas indicaban que la "intención de voto" registrada hacía muy probable que los partidarios del gobierno llegaran a conquistar más de las dos terceras partes de la representación parlamentaria en la Asamblea Nacional. La seriedad de sus encuestas se había comprobado en el caso del referendo revocatorio en 2004, pero no podría reafirmarse en 2005 porque los partidos principales de la oposición retiraron sus candidatos faltando menos de una semana para las elecciones (a pesar de haber acordado con los observadores internacionales que estaban dadas las condiciones para celebrar las elecciones).

Yo, junto a unos cuantos más, sospechábamos que había alguna relación entre lo que decían las encuestas de estas empresas de simpatizantes de la oposición y la decisión de retirarse. Sin embargo, la decisión se justificó en términos de una supuesta "falta de garantías" democráticas o de un "ventajismo oficialista" incompatible con el ejercicio de una "verdadera democracia". Por su parte, los partidarios del gobierno interpretaban la decisión como una manifestación más de la vocación "golpista" de la oposición y de su desprecio por la voluntad de las mayorías y por cualquier elección democrática en que sabía de antemano que no podría ganar limpiamente.

En estas circunstancias, me acordé de Humpty Dumpty quien, por razones de mi procedencia personal, forma parte del imaginario infantil que me tocó. El personaje es un huevo, a quien se le ocurrió sentarse en un muro y (naturalmente, por la forma de su cuerpo) caerse. La rima infantil registra el hecho y señala que "ni con toda la caballería de Rey, ni con todos sus soldados" había manera remediar el desastre que se produjo cuando tocó tierra. En todo caso, antes de su desafortunada caída, el personaje se había revelado como bastante terco, un mandón poco dispuesto a escuchar a los demás, tal como se evidencia en las palabras geniales de Lewis Carroll que encabezan este ensayo. Lo que no quedó del todo explicitado es si la decisión de sentarse en el muro y la inevitable caída fueron consecuencia de la terquedad y de la prepotencia del huevo Humpty Dumpty (aunque el autor del cuento infantil me permite o me incita a pensar que sí).

De manera que se me ocurrió que valdría la pena explorar este fenómeno del diálogo de sordos, todos reclamando como propios los valores de la democracia y tildando a sus adversarios de antidemocráticos. Además, me animé en este propósito a consecuencia de los resultados que se presentaban en dos encuestas, registradas brevemente en la prensa venezolana en los mismos meses pero que nada tenía que ver con la coyuntura electoral venezolana y que, además, eran de empresas extranjeras ajenas a nuestras preocupaciones domésticas. Me sugerían que se trataba no solamente de discrepancias respecto a lo que se entendía por "democracia", sino de una situación en que se estaban produciendo cambios importantes en la manera de entenderla (por lo menos entre los encuestados venezolanos). Una, del Centro Nacional de Investigación de Opinión, basado en Chicago, Estados Unidos, mereció un tercio de columna discreto en El Universal (3 de marzo 2006, A-4). En su survey, diseñado para medir los niveles del "orgullo nacional" en 33 países, Venezuela encabezó la lista con un registro de 18,4 puntos sobre 25, seguido por Estados Unidos con 17,7, después venía Australia, etc. No encontré ningún medio de comunicación venezolano que comentara esta noticia, ni que se diera cuenta de que, de ser cierta, reflejaba un cambio dramático en la auto-estima de los venezolanos e iba a contrapelo de todos los estudios académicos que habían analizado los valores "nacionales" de los venezolanos en las últimas décadas.

La otra, ya comentada en un artículo anterior (Parker, 2006), también sugería que se habían producido cambios dramáticos en los "valores" de los venezolanos durante los últimos años. Esta vez se trataba de la última encuesta de la empresa chilena Latinbarómetro que viene midiendo la actitud de la población de los distintos países latinoamericanos sobre política desde 1996. Lo que resultó sorprendente en esta encuesta (tan sorprendente como los resultados de la encuesta del Centro Nacional de Investigación de Opinión) era que Venezuela había reemplazado a Uruguay como el país con mayores niveles de satisfacción respecto al funcionamiento de su democracia. Sobre una escala de 10, los encuestados en Venezuela calificaban a su democracia con 7,6 puntos, comparado con un 7,1 para Uruguay y un promedio regional de 5,5. Mientras que lo registrado en el caso uruguayo corresponde a los niveles de años anteriores, en el caso venezolano el registro resulta sorprendente precisamente porque, frente a la pregunta sobre su satisfacción con el funcionamiento de su democracia, el registro de 75% de respuestas positivas en 2005 contrasta con 30% en 1998 y un 55% en 1999-2000. Ninguna de estas dos encuestas provocó mayor comentario, ni en los medios de comunicación, ni entre los actores políticos.

De manera que, revisando las encuestas, me convencí de la importancia de entender la brecha que separa a los dos bloques que se enfrentan en Venezuela cuando hablan de "la democracia". Las encuestas me sugerían que había interrogantes importantes que plantear. Como ni los partidarios del gobierno de Chávez ni sus opositores llegan a los extremos de Humpty Dumpty (aunque algunos se acercan peligrosamente), me parecía importante tomar en serio los planteamientos de los dos bandos y examinar cuáles pudieron ser las claves para entender un enfrentamiento radical que se justificaba, de lado y lado, apelando aparentemente a los mismos valores básicos.

Para buscar respuestas, sentimos, como de costumbre, la necesidad de empezar tomando distancia de los términos de la polémica cotidiana. Parecía conveniente explorar una serie de problemas generales relacionados con la genealogía del concepto de democracia durante el llamado proceso de modernización en Occidente, haciendo hincapié en los más recientes deslizamientos de significado ocurridos durante la actual época de globalización neoliberal.

Tomamos como punto de partida el supuesto de que la noción de democracia siempre ha estado integrada a diversos imaginarios políticos y que resulta imprescindible entender cualquier uso del concepto en función del ideario político más general dentro del cual se encuentra inserta. Suponemos también que los distintos idearios políticos deben entenderse históricamente, es decir, que ellos forzosamente se adaptan en función de los problemas cambiantes que enfrentan a una sociedad cualquiera y que, por lo tanto, deben analizarse dentro del contexto de su momento histórico específico. Además, consideramos que las ideas más difundidas y más influyentes en cualquier época responden, en general, al ideario de los sectores dominantes de la sociedad.

En períodos de relativa estabilidad política suele haber un consenso amplio en torno al discurso dominante y en torno a la legitimidad de la institucionalidad vigente, y éstos pasan a alcanzar el estatus de una especie de "sentido común"; pero en períodos de crisis en el sistema de dominación, suelen hacerse visibles idearios contestatorios o alternativos que ponen en entredicho los conceptos fundamentales del ideario dominante. En estas circunstancias, el consenso se resquebraja, los enfrentamientos se agudizan y se revelan de forma más nítida las diferentes maneras de entender la democracia.

Sobre esta base, introducimos nuestra discusión examinando cómo se ha ido cambiando el concepto de democracia dentro del ideario de los sectores dominantes con el desarrollo del Occidente moderno, poniendo el énfasis en los deslizamientos de significado que han caracterizado las últimas décadas de transición política, desde el sistema construido a partir de la Segunda Guerra Mundial hasta los actuales momentos de globalización neoliberal. En segundo lugar, examinamos la importancia (sobre todo para América Latina) de la política de "promoción de la democracia" que el presidente estadounidense Ronald Reagan introdujera como una dimensión fundamental de la política exterior de su país, y que sigue siendo de central importancia en la actualidad. Después de examinar el lugar de la democracia en los idearios del liberalismo social y del marxismo, abordamos la experiencia venezolana de los últimos tres quinquenios, hasta culminar analizando los dos idearios enfrentados en torno a las elecciones parlamentarias de diciembre de 2005.

Deslizamientos semánticos hacia el neoliberalismo en el discurso dominante

el siglo xix al Estado de Bienestar

Desde sus inicios, la legitimidad del sistema político representativo en Occidente ha estado íntimamente vinculada a su supuesto carácter "democrático". Sin embargo, hasta una superficial comparación entre la concepción liberal de la democracia vigente durante el siglo xix y aquella que se consolidó a partir de la Segunda Guerra Mundial en los países capitalistas desarrollados, indica que el concepto de democracia se ha modificado en el transcurso de los años.

El sistema político que respondía al ideario liberal tenía, desde sus inicios, tres características generales: Primero, se basaba en una diferenciación entre el sistema político, la economía y la sociedad civil, otorgando a la economía una autonomía sobre la base del supuesto de que respondiera a la "mano invisible" del mercado y argumentando que el sistema político debiera responder a los intereses de la sociedad civil; en segundo lugar, se trataba de una institucionalidad republicana (dominio de la ley, división de poderes, alternabilidad en el poder y derechos civiles del individuo); y, por último, abarcaba una concepción particular de ciudadanía y de representación, como fuentes de legitimación de una soberanía enraizada en la sociedad civil. En su conjunto, estos tres elementos imponían límites a lo que se consideraba la legítima esfera de actuación del Estado.

Si comparamos el ideario del siglo xix con el del período posterior a la Segunda Guerra Mundial podemos constatar que la diferenciación entre sistema político y sociedad civil se mantenía intacta, aunque había ciertos deslizamientos de la frontera que los separaba, mientras que la plena autonomía de la economía estuvo puesta en entredicho, planteándose como problema los límites apropiados de intervención política en el funcionamiento de la economía. La institucionalidad republicana seguía sin mayores modificaciones, salvo que el concepto de derechos individuales se amplió para abarcar lo que se llamaban los "derechos sociales". En todo caso, donde se produjeron los cambios más profundos fue en torno a la concepción de ciudadanía y de representación.

Así, durante el siglo xix, la concepción liberal de la democracia era explícitamente elitista: La ciudadanía se restringía a los propietarios y a quienes tuvieran una educación adecuada. No contemplaba el sufragio universal de los varones, ni mucho menos la incorporación de las mujeres. Ya, después de la Segunda Guerra Mundial, en los países capitalistas desarrollados (y en general), se incorporó el sufragio universal (incluyendo a las mujeres) como constitutivo y central para definir a un régimen como democrático. Además, se amplió el concepto de democracia más allá de lo estrictamente político y procedimental, para incorporar una dimensión social. Es más, la idea de "derechos sociales" se tornó medular para el concepto de democracia después de 1945, cuando se construyeron las bases del Estado de Bienestar en los países capitalistas desarrollados.

De hecho, el notable consenso en torno a la vigencia de la democracia en los países capitalistas desarrollados en esa época era en gran parte consecuencia del hecho de que, con tasas de crecimiento entre 1945 y mediados de los años 60 sin parangón en la historia del capitalismo, resultó factible combinar instituciones y procedimientos democráticos basados en el sufragio universal con una mejora notable en las condiciones de vida de amplias franjas de la población que, en consecuencia, sentían que sus intereses estaban reflejados a través de la institucionalidad vigente. La importancia de "la democracia" como concepto básico de legitimación para los sectores dominantes fue reforzada, por supuesto, por el hecho de que la Segunda Guerra Mundial se había justificado como una lucha en contra del totalitarismo (fascista) y porque, en el período de posguerra, la amenaza central al sistema era "el comunismo", definido como la nueva amenaza totalitaria.

Si en el siglo xix, la noción de democracia excluía a las mayorías en los países desarrollados (las mujeres y los varones no propietarios de bienes o educación), después de la Segunda Guerra Mundial la incorporación de estos sectores dentro de un sistema político basado en el sufragio universal en los países capitalistas desarrollados se combinaba con una notable renuencia de reconocer a los pueblos sujetados por el sistema colonial como candidatos para el ejercicio de estos mismos derechos democráticos. Así que la lucha por la liberación nacional en las colonias europeas en general fue combatida por la fuerza, hasta que, en los años 60, se lograra la independencia formal de la gran mayoría de las "ex colonias".

En el caso de Estados Unidos, la existencia de un sistema político doméstico enraizado en valores democráticos ampliamente consensuales (a pesar de que los negros seguían siendo ciudadanos de segunda) resultó compatible con el recurso a la invasión militar y el apoyo a regímenes dictatoriales en sus áreas de influencia, que ya cubrían más de la mitad del mundo. En el caso de América Latina, la democracia norteamericana aseguraba la estabilidad del continente durante los años 50 a través de los Batista, Trujillo, Somoza, Odría, Pérez Jiménez, etc. A partir de mediados de los años 60 y hasta comienzos de los 80, Estados Unidos apoyaba a los regímenes militares que ejercían el terrorismo de Estado en los países del Cono Sur, justificándolo sobre la base de la doctrina de Seguridad Nacional.

De la crisis de la democracia de los años 60 a la versión neoliberal de la democracia

Con la crisis de acumulación capitalista a escala mundial a partir de comienzos de los años 70 y la imposición del neoliberalismo desde los años 80, los sectores dominantes dieron una nueva inflexión a la manera de entender la democracia. Por un lado, la ofensiva en contra de las bases del Estado de Bienestar llevó de vuelta a una concepción estrechamente política y procedimental de la democracia en los países desarrollados, disociándola del contenido de derechos sociales que había adquirido con anterioridad. Por otro lado, a partir de la administración de Reagan, se inició una política de "promoción de la democracia" en los países del Tercer Mundo.

Como la política norteamericana de "promoción de la democracia" y la concepción neoliberal de la democracia pesan tanto en América Latina hoy en día y son de indudable relevancia para entender la polémica sobre la democracia en Venezuela, conviene examinar con más detenimiento cómo se justificaban en sus inicios, precisamente en el momento en que empezaba a manifestarse en círculos empresariales su descontento con aquel Estado de Bienestar construido a partir de 1945, el cual había llegado a ser visto como un obstáculo a la resolución de la crisis de acumulación.

El primer clarinazo para los sectores dominantes del mundo occidental la sonó la famosa Comisión Trilateral, el conocido think-tank compuesto por líderes políticos, intelectuales y de las corporaciones transnacionales occidentales. Significativamente, el informe preparado para la comisión por los profesores conservadores Crozier, Huntington y Watanuki en 1975 llevaba como título The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission. Los autores argumentaron que el problema de fondo que había llevado a las crisis políticas que se desataron a partir de 1968, año del Mayo francés, se debía a deficiencias no del capitalismo sino de la democracia. El problema era que un "exceso" de democracia había llevado a un cúmulo "excesivo" de demandas al sistema político, lo que a su vez provocaba un problema de "gobernabilidad". A todas luces, la solución era una modificación del sistema político "democrático", con vistas a limitar estas demandas tan poco convenientes. Era un anuncio del comienzo de la ofensiva del capital en contra de los asalariados, en contra de sus sindicatos y en contra del sistema de seguridad social construido a partir del Estado de Bienestar.

En los países capitalistas desarrollados, esta ofensiva asumió las características de una guerra de atrición. Dentro del marco del sistema político vigente, resultó ser cuesta arriba desmantelar todo el andamiaje de derechos sociales conquistados en las décadas anteriores, a través de un Blitzkrieg político. De hecho, el presidente republicano Reagan, enfrentado con un Congreso dominado por el Partido Demócrata (de oposición), avanzó relativamente poco (como también fue el caso de su homóloga británica, Margaret Thatcher). Por ejemplo, cuando, en 1983, se planteó el problema de un déficit financiero potencial en el sistema público de pensiones, en lugar de aprovechar la ocasión para debilitar este sistema, el gobierno de Reagan colaboró con la mayoría en el Congreso para proporcionarle bases financieras más sólidas. Recién con la elección del presidente Bush Jr. en 2000 y con una mayoría republicana en el Congreso, se pudo llegar a desatar una ofensiva a fondo en contra de este sistema público de financiamiento de las pensiones, al mismo tiempo que se intentó promover una privatización del sistema de seguros de la salud.

Con su acostumbrada candidez, Huntington llegó a comentar que "el mantenimiento de políticas democráticas y la reconstrucción del orden social son fundamentalmente incompatibles" (citado en Robinson, 1995, 26). En efecto, ha sido mucho más fácil reconstruir el orden social según los requerimientos del neoliberalismo sin los inconvenientes de una institucionalidad democrática, tal como se hiciera en Chile a partir del golpe de Estado en 1973. Pero también resultó más fácil en América Latina en aquellos países que disfrutaban del marco institucional de las democracias pactadas a partir de mediados de los años 80. Y fue así, en parte, porque las organizaciones sindicales eran más débiles que sus homólogos de los países centrales; en parte, porque, con la crisis de la deuda, el capital financiero internacional tenía una capacidad de presión potenciada que se utilizaba sistemáticamente para promover esta política. En todo caso, el resultado fue que en América Latina se dieron condiciones más propicias para la imposición del neoliberalismo que en cualquier otra región del mundo (tal vez con la excepción de Europa oriental después del desplome del Bloque Soviético).

De todas maneras, lo que nos interesa destacar para los propósitos de nuestro argumento son las implicaciones del ideario neoliberal para su manera de entender la democracia. Aun cuando la utopía neoliberal no se ha realizado plenamente en ninguna parte (ni siquiera en Chile), en la lucha por imponerla se han articulado claramente sus presupuestos fundamentales. Según Edgardo Lander:

Los supuestos y metas básicas que orientan a los actuales procesos de redefinición de las relaciones entre Estado y mercado, no sólo en América Latina sino en todo el mundo, tienen –como es bien sabido– su fundamentación teórica en el pensamiento de los economistas neoliberales. Este, además de ser una teoría económica, es una teoría política normativa que estipula las modalidades que deben asumir el Estado y los sistemas políticos para garantizar el máximo despliegue de las potencialidades del mercado (…) De acuerdo a los economistas neoliberales, hay sólo dos formas de organizar a la gente, la cooperación voluntaria a través del mercado o la coerción a través de la política. Se trata de dos opciones irreconciliables. De acuerdo a James M. Buchanan, la esclavitud es la forma pura de la relación política, mientras que las relaciones económicas son libres y cooperativas. El gobierno amenaza la libertad, mientras que el mercado la maximiza. El mercado al ser competitivo y descentralizado, responde ante los individuos y promueve la diversidad. El mercado es siempre libre porque la gente entra y sale de él de acuerdo a su voluntad. En el mercado no hay coerción, y es éste la garantía de la libertad… El mercado es la base de la libertad, incluso de la libertad política. La coerción es el único límite a la libertad, y sólo los gobiernos tienen el poder consistente como para ejercer la coerción. Por lo tanto, sólo el gobierno es una amenaza a la libertad. El grado de libertad existente en una sociedad es directamente proporcional a los límites existentes a la acción del gobierno (Lander, 1995, 168-171).

Estos supuestos básicos tienen consecuencias evidentes. Imponen restricciones radicales a la esfera de actuación legítima del Estado, a la vez que vacían de contenido la misma posibilidad de hacer política, si ésta se entiende como el proceso de elaboración de "políticas" capaces de incidir en los asuntos de interés colectivo. Dentro de este ideario, la noción de democracia necesariamente se limita a los procedimientos formales diseñados para cambiar los equipos que dirigen el aparato de Estado, y se niega radicalmente cualquiera posibilidad de alternativas políticas que cuestionen la soberanía del mercado. Las alternativas posibles son entre quienes prometen ser más eficaces en garantizar las condiciones jurídicas, institucionales y de gobernabilidad necesarias para que se desplieguen al máximo las potencialidades del mercado.

Tal vez el elemento del ideario anteriormente hegemónico que se desterró con mayor énfasis era la idea que asociaba la democracia con la aspiración de una mayor justicia social. Por supuesto, una concepción de la función del Estado tan acotada limitaba seriamente las posibilidades de que el Estado promoviera políticas de esta naturaleza. Sin embargo, el ideario neoliberal insistía en que la misma idea de justicia social era simplemente un sinsentido. En circunstancias en que rigieran debidamente los valores impersonales y benéficos del mercado, la pretensión de interferir en sus resultados distributivos simplemente perjudicaba a los supuestos beneficiarios, a la vez que representaba una intervención del Estado inadmisible, por ser una extralimitación coercitiva.

Evidentemente, este acotamiento radical del sentido de la democracia tiene implicaciones para la manera de entender la política. Como hemos visto, se ha restablecido aquella plena autonomía de la economía y del mercado respecto a la política, que observamos en el ideario liberal del siglo xix. Pero se ha hecho necesario reformular la relación entre el Estado y la sociedad civil, los mecanismos legítimos de representación y la misma manera de entender la sociedad civil, porque ya se había instalado el sufragio universal y se habían consolidado en la sociedad civil organizaciones poderosas que defendían intereses grupales. Lander sostiene que en América Latina:

En base al profundo (y justificado) desprestigio que tienen hoy el Estado, los partidos y los sindicatos en la mayor parte del continente, se postula la necesidad de una nueva forma moderna de hacer política: La política de los ciudadanos, en oposición a la política tradicional de los partidos. A las formas tradicionales de articulación organizada de intereses sociales confrontados, se opone la imagen del mercado político en el cual cada quien persigue su interés individual. En oposición a las perversiones del Estado y los partidos se defiende una mitológica sociedad civil, que abarca indiferenciadamente desde las cooperativas campesinas y las organizaciones populares urbanas, hasta las empresas transnacionales. Sobre el supuesto neoliberal de que la única amenaza a la libertad reside en el gobierno, se identifica automáticamente la reducción del poder del Estado con un aumento de la democracia (186).

Por último,

Apelando a un discurso sobre el fin de las viejas ideologías y al fin de la historia, el discurso neoliberal niega la posibilidad de que la sociedad pueda incidir democráticamente en la construcción de un orden social deseado. Aquí está en juego no sólo el papel del Estado y cambios en los sistemas políticos, están en cuestión las ideas mismas de política y de democracia (187-188).

Aun cuando los ideólogos más importantes del neoliberalismo eran ciudadanos de los países capitalistas desarrollados, hemos visto que los primeros intentos de aplicación sistemática de políticas neoliberales ocurrieron en América Latina, empezando con Chile. En consecuencia, hay aportes originales relacionados con las características típicas de las sociedades de este continente "subdesarrollado". El latinoamericano que hizo el aporte más original al pensamiento neoliberal fue el peruano Hernando de Soto y su originalidad fue resultado de abordar un problema que era fundamental para los países latinoamericanos y, en general, para los demás del Tercer Mundo: ¿Cómo incorporar al proyecto a aquellos sectores cada vez más amplios que vivían y trabajaban al margen de las relaciones formales del mercado y de las instituciones diseñadas para asentarlas, es decir, en la "informalidad"?

A estos "marginales", se les ofrece legalizar sus propiedades-inmueble (entiéndase el rancho) para poder pedir prestado con el necesario colateral y así liberar los potenciales dotes empresariales suprimidos por la situación de informalidad (de Soto, 1986). Aunque la propuesta era básicamente incorporar a estos sectores al mercado, y por eso parecía no ser una propuesta que incidiera mayormente en el sistema político, era, a la vez, la respuesta central del neoliberalismo a las crecientes exigencias de una mayor participación "popular" en el sistema democrático. Pero también había una propuesta de participación social para los sectores populares y que respondía al afán de liberar al Estado del peso que implicaban los programas sociales. Básicamente se ofrecía una participación que pasaba por la iniciativa individual de compartir los costos, abaratando así el aporte del Estado.

Por último, hay otra contribución latinoamericana que ha recibido menos reconocimiento y que también está relacionada con una de las características de nuestras sociedades: Se trata del continente con la más desigual distribución del ingreso y de la propiedad en el mundo entero, de manera que ha resultado cuesta arriba desterrar como totalmente inapropiada cualquier preocupación por la justicia en un sistema democrático. Frente a esta dilema, se ha incorporado la justicia al discurso neoliberal (hasta planteándola como un interés prioritario –como en el caso del partido venezolano Primero Justicia) pero, cuando se habla de justicia, ésta se entiende como acceso al sistema judicial para quienes se encuentren "marginados", de manera que lo que se ofrece es una participación concebida como sometimiento a las normas legales vigentes. Además, como en América Latina las limitaciones de los sistemas judiciales "realmente existentes" incluyen su limitado alcance efectivo (sobre todo en los barrios populares), se puede aceptar una participación de la misma comunidad en la administración de la justicia (Jueces de Paz), por supuesto siempre y cuando se aplique la normativa correspondiente.

Promoviendo la democracia en el mundo

Resulta que la transformación de la "promoción de la democracia" en un pilar fundamental de la política exterior de Estados Unidos, también tiene su explicación en las experiencias de los años 70, cuando una serie de regímenes autoritarios respaldados por los norteamericanos (con la justificación de la doctrina de Seguridad Nacional) empezaban a revelar su vulnerabilidad. El régimen que apoyaban los norteamericanos en Vietnam del Sur colapsó y, en 1975, Estados Unidos se encontraba obligado a firmar un Tratado de Paz que no disfrazaba las dimensiones humillantes de su derrota. Había protestas masivas en contra del régimen dictatorial en Corea del Sur que culminaron en el asesinato del mandatario general Cheng Hee Park en 1979, y una oposición creciente a Fernando Marcos en las Filipinas, después de haberse declarado presidente vitalicio en 1975. En África, el régimen colonial portugués se desintegró en 1975 y la rebelión de Soweto en 1976 sugirió cuán vulnerable era el régimen de apartheid dominado por los aliados blancos en África del Sur. Mientras tanto, en el Medio Oriente, persistía el problema palestino y, en 1979, se produjo la caída inesperada del Shah en Irán, la pérdida de una pieza clave en la política de seguridad estadounidense para la región. Por último, el mismo año, la victoria de los sandinistas en Nicaragua, resucitó el fantasma de la revolución en Centroamérica (Robinson, 1995, 17).

Como el mismo informe de Crozier, Huntington y Watanuki a la Comisión Trilateral ya había advertido respecto a los peligros de construir el sistema de alianzas mundiales sobre la base de regímenes autoritarios que podrían ser derrocados repentinamente, con consecuencias imprevisibles, empezaba a escucharse menos el argumento del autoritarismo como mal necesario y se destacaba cada vez más la importancia de una política que promoviera los derechos humanos y la democracia. Los argumentos que respaldaban lo que repentinamente parecía una cruzada a favor de la democracia en el mundo provenían de los sectores más conservadores del Partido Republicano de Estados Unidos y fueron incorporados a los conocidos Documentos de Santa Fe.

En 1981, dos de las figuras más destacadas de la nueva campaña, Michael Samuels y William A. Douglas, escribieron en la revista Washington Quarterly, explicando cómo, durante el curso del siglo xx, a los tradicionales instrumentos de la política exterior –los diplomáticos , los económicos y los militares– se había añadido dos más: "Uno es la propaganda (…) El otro nuevo instrumento de política –la ayuda a las organizaciones políticas amigas en el extranjero– (…) ayuda a formar a actores políticos en otros gobiernos, en vez de buscar simplemente ejercer influencia sobre los que ya existen" (citado en Robinson, 1995, 29). Se trataba de ayudar a potenciales líderes amigos capaces de encabezar gobiernos de relevo en caso de ser necesario para promover los intereses de Estados Unidos, pero de hacerlo dentro del marco de una institucionalidad democrática.

¿Pero en qué tipo de democracia se estaba pensando? Huntington tenía claro que no era ninguna democracia a secas, ni siquiera aquella que se venía practicando a partir de la Segunda Guerra Mundial en los países capitalistas desarrollados. Según Robinson (1995, 23), Huntington hasta "llega al extremo de afirmar que el capitalismo de mercado libre basado en el modelo neoliberal es un requisito previo para la democracia, y que cuestionar el modelo neoliberal significa cuestionar la democracia misma". De manera que se trataba de redefinir lo que se entendía por democracia para acomodarlo a los requerimientos de una reconstrucción del orden social de signo neoliberal.

Ésta era la democracia que se proponía promover como instrumento de la política exterior y de los intereses de Estados Unidos. Se trataba, según Douglas, de una democracia reglamentada. En Developing Democracy, el libro pionero que publicó en 1972, Douglas explicó que la alternativa democrática al autoritarismo no significaba un abandono del objetivo primordial que era garantizar la estabilidad: "Es innegable que se necesita una mano firme" dijo. Argumentaba que "la democracia puede brindar un grado suficiente de reglamentación, si logra fortalecer a las organizaciones de masas necesarias para que lleguen a la mayoría de las gentes cotidianamente. La dictadura no tiene el monopolio sobre el principio de tutelaje" (citado en Robertson, 1995, 31).

Por supuesto, esta nueva preferencia por una estabilidad basada en la promoción de la democracia no significaba que se descuidaban los demás mecanismos de influencia. Bajo la misma administración Reagan se produjo la invasión de Granada y la guerra "de baja intensidad" y de desgaste de los Contra en Nicaragua y se invirtió mucha "ayuda militar" para impedir la caída del régimen en El Salvador. Además, con la crisis de la deuda, las presiones ejercidas a través de los organismos financieros internacionales pesaban cada vez más. Sin embargo, para los propósitos de nuestra discusión, destacamos la "promoción de la democracia" por su innegable influencia en el ideario político de los sectores dominantes del continente.

El aporte del liberalismo social a la discusión

En el acápite anterior, enfatizamos la continuidad que existe entre el ideario liberal predominante en el siglo xix y aquel que se ha impuesto con el neoliberalismo señalando, al mismo tiempo, cómo se ha adaptado a las nuevas circunstancias de globalización neoliberal. También indicamos cómo, a partir de la Segunda Guerra Mundial y hasta los años 70, el ideario dominante en Occidente era más bien de un liberalismo social mezclado con las tradiciones socialdemócrata y socialcristiana. En este acápite, queremos examinar más de cerca esta otra vertiente del ideario liberal que pasa, en el siglo xix, por John Stuart Mill, a mediados del siglo xx por John Maynard Keynes, William Beveridge y Harold Laski, y que tiene su expresión más contemporánea en pensadores como John Rawls, Crawford MacPherson, Robert Gray, David Held y Carol Pateman. Se trata de enfatizar cómo se difiere de la vertiente más conservadora del liberalismo en su manera de entender el problema de la democracia.

El liberalismo social pone el énfasis en las condiciones consideradas necesarias para la construcción y consolidación de una "sociedad" democrática. A partir de los planteamientos de John Stuart Mill, que había sido influenciado por la descripción que ofreciera De Tocqueville de la vitalidad de la participación democrática en las ciudades pequeñas de Estados Unidos, las nociones de "autodesarrollo personal" y de "igualdad de oportunidades" son consideradas elementos constitutivos del ideario liberal. Mill argumentaba que el Estado no era la única fuente de amenazas potenciales a la libertad, que la misma sociedad estaba impregnada de relaciones autoritarias que limitaban la libertad y el despliegue del potencial de los individuos; y señaló como caso extremo la "esclavitud femenina" (Mill, 1859, 1861, 1869).

Bajo el impacto de la Gran Depresión, John Maynard Keynes estableció los fundamentos teóricos para justificar una intervención estatal en el funcionamiento del mercado (para contrarrestar sus "imperfecciones") y, durante el curso de la Segunda Guerra Mundial, William Beveridge sentó las bases doctrinarias para la construcción de un sistema comprensivo de seguridad social. Harold Laski, filósofo político de aquel Partido Laborista que introdujera las medidas básicas para construir el Estado de Bienestar británico, seguía con las preocupaciones de Mill y sirvió de puente entre el liberalismo social y la socialdemocracia.

Los ideólogos neoliberales de esa época, académicamente muy minoritarios y políticamente marginados, condenaban a los partidarios del liberalismo social, junto con los comunistas y los socialdemócratas. Se aferraban a una concepción de libertad que fue resumida en un famoso ensayo de Isaiah Berlin (de 1958) que distinguía la noción de "libertad negativa" (garantías para el individuo frente al Estado, del liberalismo clásico) de la de una ilusoria "libertad positiva", que implicaba un papel activo por parte del Estado en pos de ampliar la libertad sobre la base de la acción colectiva pero que, de hecho, era un simple paso en el "camino a la servidumbre". Los ideólogos neoliberales desarrollaron la lógica de esta argumentación negando toda validez a aquella tradición occidental que hubiera asumido los supuestos filosóficos del "racionalismo constructivo".

Frente a aquella "crisis de la democracia" identificada en el Informe a la Comisión Trilateral a mediados de los años 70, los pensadores del liberalismo social concentraron sus reflexiones en torno a dos problemas que consideraban indisolublemente relacionados con la salud de un sociedad democrática: La justicia social (Rawls) y la participación ciudadana (casi todos los demás). Para nuestros propósitos, quisiéramos concentrar la atención en la discusión sobre la participación ciudadana y sus implicaciones. Lo hacemos no porque consideramos la "justicia social" menos importante que "la participación", sino porque esta última ha tenido mayor impacto político, obligando a los distintos idearios en conflicto a asumir una postura al respecto.

De hecho, como hemos visto, el neoliberalismo simplemente rechaza los planteamientos en torno a la justicia social, argumentando que, en una sociedad regida por las leyes impersonales y benéficas del mercado, una discusión sobre justicia social es impropia y, a fin de cuentas, un simple subterfugio para volver a las ilusiones de una "libertad positiva". "La justicia" significa el imperio de la ley, para todos. Pero, en el caso de la participación ciudadana, resultaba difícil rechazarla así, de plano, porque hasta la concepción clásica y conservadora de la democracia suponía que el Estado y el sistema político debieran responder a los intereses y anhelos de la "sociedad civil". Además, se suponía que el sistema representativo garantizaba precisamente eso. De manera que no se podía rechazar de antemano interrogantes que simplemente pedían evidencia de que así fuera (en la práctica) o que, sin rechazar los supuestos, demostraban que el sistema político (realmente existente) no funcionaba así, planteando que, precisamente por eso, padecía de un "déficit democrático".

En la medida en que las propuestas neoliberales se han ido radicalizando, haciéndose más transparentes sus implicaciones prácticas, el ideario del liberalismo social se ha hecho más nítido y hasta más radical, distanciándose con mayor claridad de la vertiente conservadora del liberalismo. De hecho, fue precisamente durante aquella "crisis de la democracia" de los años 60 y 70 que comentaba Huntington cuando surgió de nuevo en círculos liberales la preocupación por el problema de la participación ciudadana en un sistema político democrático. Se trataba fundamentalmente de una reflexión sobre las condiciones sociales más propicias para que la igualdad política formal estuviera sentada en una "sociedad civil" compuesta por ciudadanos con iguales oportunidades de incidir efectivamente en las decisiones políticas. En este sentido volvían a plantear las preocupaciones originalmente expresadas por Mill.

Para no extendernos demasiado en la discusión del punto, vamos a señalar cómo, a partir de esta preocupación, se podría llegar a conclusiones muy radicales. De hecho, eran pensadoras feministas quienes siguieron con mayor consistencia estas implicaciones radicales. A pesar de que ya en los años 60 las mujeres tenían el derecho al voto, Carole Pateman, autora de uno de los libros de mayor impacto en las discusiones sobre la democracia en los años 70, llegó a afirmar que "para las feministas la democracia no ha existido jamás". En otra frase que resumía las implicaciones potencialmente radicales del planteamiento, argumentó que "lo personal es político".

Para Pateman, la persistencia de relaciones patriarcales en el seno de la familia (núcleo básico de la organización social) tenía implicaciones profundas para la vigencia de la democracia. Así cuestionaba la separación tajante entre lo privado y lo público. El mismo argumento evidentemente era aplicable a otros grupos sujetos a relaciones autoritarias en el seno de la sociedad civil: A los asalariados sujetos a relaciones de trabajo autoritarias en la empresa; a las exclusiones inherentes a la discriminación racial; a las desigualdades en el acceso a la propiedad o en el ingreso, etc. La misma Pateman llegaría a plantear un ingreso mínimo garantizado para todos los ciudadanos, como un aporte a la realización de la igualdad de oportunidades y, por extensión, a la democracia. Aun cuando eran pocos aquellos que sacaban las conclusiones más radicales de esta línea de pensamiento, su influencia práctica se encontró reflejada en la adopción, a partir de los años 70, de las políticas de affirmative action en el sistema de educación superior de Estados Unidos, con una "discriminación positiva" a favor de las minorías tradicionalmente marginadas.

Los planteamientos en torno a una "democracia participativa" no solamente apuntaban hacia el problema de la "igualdad de oportunidades", sino que rechazaban tajantemente la visión schumpeteriana de la democracia (Schumpeter, 1942) como un simple mecanismo para elegir aquellas elites destinadas a tomar e implementar las decisiones políticas. Se trataba precisamente de una participación en la toma de decisiones por parte del ciudadano común, y de romper el monopolio político de las elites. Se trataba, en fin, de alguna forma de "democracia directa". Por supuesto, en el contexto de la sociedad norteamericana, las oportunidades para implementar esta propuesta eran bastante reducidas y, de hecho, la discusión respecto a su aplicabilidad se restringía básicamente al ámbito local. En todo caso, los partidarios del liberalismo social han mostrado un notable interés en las experiencias participativas de otros países (como en el caso del "presupuesto participativo" de Porto Alegre), llegando hasta plantear su aplicabilidad en el contexto norteamericano (Goldfrank, 2005).

Aun así, la propuesta provocaba cuestionamientos entre quienes se identificaban con el liberalismo social. Se planteaba la inevitable persistencia de desigualdades, el peligro de la imposición de criterios mayoritarios a expensas de legítimos intereses de las minorías, dudas respecto a la "racionalidad" de decisiones adoptadas de esa manera, etc. (Fung, 2004). En fin, aun cuando se planteaban interrogantes legítimas con implicaciones potencialmente radicales, la discusión nunca pudo liberarse del todo del temor a una democracia desbordada. Finalmente, la discusión sobre el tema en el seno del liberalismo social en general se deslizó más bien hacia una visión menos radical de la democracia, adoptando las sugerencias sobre la "acción comunicativa" de Habermas, para redefinir la democracia deseable como más bien "deliberativa" (Young, 2000; Fung, 2004; Williamson y Fung, 2004; Avritzer, 2003).

Recientemente, se ha propuesto una crítica radical a las propuestas de una democracia deliberativa y, en general, a los supuestos que subyacen en las posturas del liberalismo social, desde una perspectiva que no proviene ni de neoliberales ni de marxistas. Chantal Mouffe (2002) señala lo que considera la influencia perniciosa de las tendencias actualmente dominantes en el campo de la teoría política y argumenta que:

… el abordaje identificado con la "democracia deliberativa", que está aceleradamente imponiendo los términos de la discusión actual [sobre la democracia], tiene como uno de sus supuestos centrales que cuestiones políticas son de carácter moral y, en consecuencia, susceptibles de un tratamiento racional. Desde esta perspectiva, el objetivo de una sociedad democrática es la creación de un consenso racional a través de procedimientos deliberativos apropiados, culminando en decisiones que reflejan de manera imparcial los intereses de todos. Todos aquellos que cuestionan la posibilidad misma de lograr este supuesto consenso racional y que sostienen que la discordia es una dimensión inherente a la política, se encuentran acusados de atentar en contra de la misma posibilidad de democracia.

Después señala cómo esta tendencia (de excluir la posibilidad de cualquier expresión de antagonismo de la esfera política) produce una inevitable apatía política, con todos los peligros que esto significa para la vida política democrática, insiste en que los antagonismos son inherentes a la política democrática. Es más, "la dimensión conflictiva es siempre presente porque de lo que se trata es de una lucha entre proyectos hegemónicos enfrentados que no se puede reconciliar racionalmente".

En el próximo acápite tendremos la oportunidad de explorar más a fondo la manera en que el pensamiento de Gramsci (patente en el caso de Mouffe) viene ejerciendo influencia en la discusión sobre la democracia, más allá de los círculos identificados con la tradición marxist

La democracia en la tradición marxista

Para los liberales conservadores, y para muchos de los liberales sociales, postular algún aporte del marxismo a una discusión sobre la democracia es un sinsentido. El ideario dominante, desde el siglo xix, pasando por la época de vigencia del Estado de Bienestar, hasta llegar al neoliberalismo, ha identificado al marxismo como una amenaza para la democracia, como la quintaesencia de los valores antidemocráticos. Sin embargo, es la tradición ideológica que ha estado más íntimamente vinculada a las luchas de los sectores subordinados en pos de su "emancipación", la que más estrechamente se identifica con la suerte de los "sectores populares", del "demos".

Por supuesto, resulta cuesta arriba hablar de la tradición marxista a secas, porque cubre demasiado. De manera que precisamos de antemano que no nos interesa la tradición socialdemócrata (que, como hemos visto, confluye con el liberalismo social a partir de 1945); tampoco nos interesa el marxismo como ideología de Estado en los países del bloque soviético. Nos interesa más bien aquellos aportes del mismo Marx y de aquellos de sus seguidores que han ofrecido reflexiones de relevancia para nuestra discusión de la política democrática: Básicamente Antonio Gramsci y Rosa Luxemburgo. También nos interesa hacer hincapié en las confluencias y discrepancias que tienen Marx y estos marxistas con la tradición del liberalismo social.

Marx mismo hizo una crítica demoledora a las pretensiones "democráticas" de los liberales de su época cuando mostraba cómo la distinción entre la "sociedad política" y la "sociedad civil" les permitía presentarse como partidarios de una igualdad frente a la ley e igualitarios en su concepción del sistema político, mientras que defendían una sistema social basada en la desigualdad y en la explotación. Propugnaba una práctica revolucionaria de los mismos explotados para superar esta situación. Aun cuando Marx tenía un horizonte utópico, el "comunismo", y contemplaba una etapa transicional llamada "socialismo", ni siquiera especuló sobre los problemas inherentes al proceso de transición, mucho menos sobre la dimensión "política" del problema. Fiel a su convicción de que las semillas de la nueva sociedad se encuentran en las entrañas de la actual (y no en la cabeza de soñadores utópicos), se limitó a explorar las implicaciones de las luchas prácticas del proletariado, sobre todo en las jornadas revolucionarias de la Comuna de París (1871).

En su análisis de la Comuna de París, Marx encuentra desarrolladas en forma embrionaria las características de una democracia obrera, es decir, de una democracia que respondiera a las necesidades y anhelos de las grandes mayorías, en circunstancias de efectiva igualdad de condiciones entre los participantes en el sistema político. Muchos autores han señalado que, si bien Marx no lo reconoce explícitamente, su planteamiento retoma los conceptos centrales de Rousseau de la "voluntad general" y de la democracia directa. Es decir, supone la posibilidad de llegar a una voluntad consensualmente acordada (siempre y cuando hay condiciones de igualdad efectiva entre los ciudadanos). Supone, además, la participación directa de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones, es decir, un sistema que, cuando va más allá de las posibilidades de una discusión en asamblea, se basa en la figura del "delegado" (es decir, vocero de decisiones ya acordadas) y no del "representante" (que implica una autonomía frente a lo que pudieran haber decidido o querido los "representados"). También implica un cuestionamiento radical de la separación liberal entre la sociedad civil y el sistema político, junto con una disolución de la estructura de separación de poderes, explícitamente aquella entre las funciones legislativas y ejecutivas.

Por supuesto, donde este enfoque se diferencia más nítidamente de cualquier enfoque liberal sobre la democracia (inclusive de sus versiones más radicales) es en su planteamiento de que "la emancipación de la clase obrera será obra de la misma clase obrera" y de que pasa por la superación del capitalismo como tal. Según Kohan (2005).

Si la pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se interroga por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de preguntas del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Desde este último ángulo lo central reside en las condiciones que legitiman no la obediencia sino la insurgencia y la rebelión; no la soberanía que corona al poder institucionalizado sino la que justifica el ejercicio pleno del poder popular. Antes, durante y después de la toma del poder.

Sin embargo, el marxismo compartía con la tradición del liberalismo social de Mill la convicción de que, más allá de las formalidades de derechos políticos y civiles, la construcción de la democracia requería la superación de relaciones autoritarias en la sociedad misma, para que hubiera posibilidades efectivas de participación en condiciones de igualdad. Para que estas condiciones se produjeran, hacía falta lo que Mill consideraba un proceso de autoformación personal y Marx concebía como el desarrollo de una conciencia de clase. De allí, el énfasis de Mill en la dimensión "educativa" de la participación en los asuntos públicos; y la convicción de Marx de que los explotados necesitaban un proceso de aprendizaje forjado en la lucha cotidiana contra la explotación (y su interés en los saltos cualitativos en la "conciencia" que se produjeran cuando la lucha de clases se agudizaba). En todo caso, lo que separaba irremediablemente a los dos pensadores era que Mill concebía la búsqueda de una democracia plena sin cuestionar el carácter capitalista de la sociedad, mientras que Marx consideraba que era precisamente la lógica inherente a esa sociedad lo que hacía imposible la realización de la igualdad y la libertad verdadera. Hasta los planteamientos más radicales de Mill apuntaban hacia la construcción de las condiciones necesarias para la resolución consensual de los conflictos políticos. Marx colocaba como problema político central la relación antagónica entre los beneficiarios y los perjudicados en el contexto de un sistema social de explotación, lo que se resumía con la expresión "lucha de clases".

El otro momento crucial para precisar la postura del marxismo frente a la cuestión democrática se produjo a raíz de la victoria de los bolcheviques en Rusia en 1917. La primera revolución anticapitalista estalló donde menos se la habían esperado, en un país notoriamente subdesarrollado, en medio de una guerra mundial y el colapso militar del imperio ruso. Además, los bolcheviques enfrentaban la tarea de "construir el socialismo" cercados por ejércitos enemigos y nunca pudieron contar con la esperada revolución en los países capitalistas desarrollados, condición que consideraban imprescindible para poder llevar a cabo la construcción del socialismo. Sobrevivieron, pero en el proceso edificando un Estado que poca relación tenía con las expectativas de Marx, ni de los marxistas de la época. Y adoptaron el marxismo como la ideología oficial de un Estado que, en efecto, llegó a negar los más elementales valores democráticos.

En todo caso, lo que interesa para nuestra discusión es la reacción de dos de los revolucionarios marxistas europeos más destacados de la época, cuando la Revolución Rusa y su posterior desenvolvimiento provocaron un debate en torno a la relación entre democracia y una transición hacia el socialismo. Se trata de las dos figuras marxistas cuyo legado más se discute hoy en día: Antonio Gramsci y Rosa Luxemburgo. Ambos militantes y dirigentes del Partido Comunista de sus respectivos países; ambos solidarios con la Revolución Rusa; ambos expresión de lo mejor de la tradición marxista en la medida en que se manifestaran su crítica radical al capitalismo y su dedicación a la acción revolucionaria; pero los dos también preocupados por el rumbo de la revolución dirigida por los bolcheviques.

La primera en reaccionar fue Rosa Luxemburgo quien, apenas un año después del triunfo bolchevique, polemizó con Lenin, precisamente porque sentía que la revolución rusa se alejaba de los valores democráticos que ella consideraban parte integral de la herencia marxista. En su ya conocida polémica con Lenin, Luxemburgo criticó la eliminación de los órganos de la democracia representativa, y la pretensión de construir una democracia basada exclusivamente en los soviets, órganos que se suponían expresión de una democracia directa:

Toda institución democrática tiene limitaciones e insuficiencias (...) Pero el remedio que han encontrado Trostky y Lenin, la eliminación de la democracia en general, es peor que la enfermedad que ha de curar; porque obstruye la fuente viva de la que podrían emanar, y sólo de ella, los correctivos de las insuficiencias inherentes a las instituciones sociales (...) Y cuanto más democráticas sean las instituciones, cuanto más vivaz y enérgico sea el pulso de la vida política de las masas, tanto más directo y exacto será el influjo ejercida por éstas (...) Es innegable que sin una prensa libre y sin trabas, sin una libertad de reunión y de asociación ilimitada, es totalmente inconcebible precisamente el dominio de las amplias masas populares. La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por muy numerosos que puedan ser no es libertad. La libertad es siempre únicamente para el que piensa de otra manera (Luxemburg, 1918, citado en Vergara, 1998).

En su reacción en contra de lo que entendía como las "desviaciones" de los camaradas rusos, Luxemburgo resultó ser tan elocuente como Mill en su defensa de las libertades individuales y de las instituciones representativas. Sin embargo, su lucidez estaba al servicio de una ya comprobada vocación revolucionaria. Muchos años después, cuando las implicaciones de la toma del poder por los bolcheviques se habían hecho mucho más evidentes, Poulantzas retoma el planeamiento de Luxemburgo, proponiendo que la superación del capitalismo pasaba por:

… la transformación radical del Estado, la ampliación y profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades (...) con el despliegue de las formas de democracia directa de base y el enjambre de focos autogestionarios: Aquí está el problema esencial de "una vía democrática al socialismo y de un socialismo democrático" (Poulantzas, citado en Vergara, 1998).

En vez de la tesis de construcción de un doble poder, propone potenciar la lucha de masas orientada a la modificación de fuerzas en el seno del Estado. En vez de la idea de un movimiento de masas dirigido por un partido revolucionario, propone potenciar el movimiento autogestionario (Vergara, 1998).

Como, en general, el aporte de Gramsci es mejor conocido, nos limitamos por el momento a indicar que también se desarrolló a partir de la convicción de que la experiencia rusa no proporcionaba ningún modelo para los marxistas de Europa occidental. La dominación burguesa en los países europeos desarrollados era menos frágil que en Rusia, dependía menos del aparato represivo del Estado, y estaba más sentada en el mismo tejido de la sociedad. En lugar de adoptar la distinción liberal entre el régimen político y la sociedad civil, Gramsci planteaba que la hegemonía de las clases dominantes se descansaba sobre una combinación de coerción y de construcción de consenso, que atravesaba (con peso relativo variable) a todas las instituciones de la sociedad, tanto públicas como privadas. La consecuencia de esta línea de argumentación era que la posibilidad de una transición hacia el socialismo dependía de la conformación de un bloque "contrahegemónico" cuyo escenario prioritario de lucha era en torno a la creación de un consenso contrahegemónico. Es decir, Gramsci concebía la lucha revolucionaria, sobre todo, como una lucha por convencer a la opinión pública y por lograr lo que él llamaba la "dirección moral" de la sociedad, requisito imprescindible para ejercer una nueva hegemonía e iniciar una transformación revolucionaria de la sociedad.

De esta manera, Gramsci aportó a la tradición marxista una manera de concebir la lucha política revolucionaria, enraizada en la tradicional visión del papel central de la "lucha de clases" pero nutrida por su reconocimiento de la importancia fundamental de la creación de un amplio consenso popular, capaz de contrarrestar y eventualmente derrotar la hegemonía de las clases dominantes. Para los propósitos de nuestra revisión del debate sobre la democracia no interesa tanto seguir la posterior influencia de Gramsci en el pensamiento marxista, sino más bien señalar su importancia para un pensamiento que se identifica como socialista (pero no marxista), que se deslinde claramente del liberalismo precisamente porque toma de Gramsci no solamente su concepto de hegemonía, sino también el supuesto de que la profundización de la democracia y el proyecto socialista suponen la creación de un proyecto contrahegemónico capaz combatir y desplazar la hegemonía de las clases dominantes.

Este planteamiento, que se empata con las críticas de Mouffe al liberalismo (mencionadas al final de acápite anterior), ha sido desarrollado por Ernesto Laclau (2005) a partir de su interés en dar cuenta de la radical incapacidad, tanto del liberalismo como del marxismo, de entender ese fenómeno político recurrente y central en la experiencia política latinoamericana que se denomina "populismo". No es éste el lugar para examinar los argumentos de Laclau en detalle. Sin embargo, quisiéramos destacar cuatro de sus características que parecen relevantes para nuestra discusión sobre Venezuela. Primero, a diferencia de los liberales, coloca el conflicto y el antagonismo en el centro de su manera de entender la política democrática. Segundo, se deslinda de las posturas marxistas cuando deja de otorgar a los conflictos "clasistas" un estatus trascendental para entender la política y opta por asumir la heterogeneidad de lo social y la multiplicidad de los conflictos que confluyen en la arena política (de los cuales algunos son clasistas). Tercero, concibe el populismo como una práctica política discursiva cuya función es articular la multiplicidad de reclamos populares en torno a una identidad popular común ("el pueblo" o el "demos") enfrentada a un adversario común (la "oligarquía" o el conjunto de las clases dominantes). Por último, señala que este discurso populista tiene un potencial "contrahegemónico" mayor que el tradicional discurso clasista de los marxistas, aunque la conformación (y sobre todo la consolidación) de un bloque contrahegemónico está atravesada inevitablemente por fuertes contradicciones.

Los enfrentamientos en torno a la democracia en Venezuela y las elecciones parlamentarias de diciembre 2005

Después de haber dedicado tantas páginas a discutir cómo la noción de democracia se ha adaptado a los idearios más importantes del Occidente moderno, el lector podría esperar que en nuestra discusión de los idearios enfrentados en Venezuela en la actualidad se encuentren reflejados los enfrentamientos más generales que se dan en el mundo occidental globalizado. Resulta que sí consideramos que el ideario que predomina entre la oposición a Chávez refleja con sorprendente nitidez los valores neoliberales que hemos resumido, aunque hay quienes se identifican con los valores del liberalismo social y otros (muy marginales) que se declaran marxistas. Sin embargo, queremos argumentar que el ideario del chavismo, aun cuando recoge las preocupaciones del liberalismo social y del marxismo, no se puede entender en los mismos términos, y que resulta sui generis, con características que no se pueden entender sin ubicarlas dentro del contexto de la "razón populista" que tantos dolores de cabeza ha provocado entre quienes montan sus análisis de la política latinoamericana usando exclusivamente las herramientas conceptuales del Occidente desarrollado.

El ideario de la oposición

Como pudimos apreciar al inicio de este artículo, la situación política de polarización tan acentuada que experimenta Venezuela en la actualidad, se encuentra reflejada en visiones claramente encontradas en torno a lo que se entiende por la democracia. A continuación intentaremos explorar las raíces de estas visiones contrapuestas, empezando por analizar aquella que predomina en los círculos de la actual oposición a Chávez.

La prolongada crisis del sistema político venezolano estuvo acompañada por intentos por parte de las elites políticas de los partidos dominantes (AD y Copei) de superar sus limitaciones, cada vez más evidentes, por vía de una "democratización" del sistema. De allí, la labor de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre) a partir de 1984, el proceso de descentralización política a través de la elección popular de gobernadores y alcaldes y las reformas que apuntaban hacia una democratización de las estructuras partidistas. Sin embargo, como ha comentado acertadamente Edgardo Lander, "los procesos económicos y culturales de exclusión [reflejados en el alarmante aumento en los índices de pobreza] son mucho más potentes que los potenciales impactos democratizantes de las reformas políticas" (2005, 4).

A partir de comienzos de los 90, después del "Caracazo" de 1989 y los dos intentos de golpe de Estado en 1992, las bases electorales de los partidos AD y Copei empezaron a esfumarse y algunos de sus dirigentes más perspicaces se refugiaron en las gobernaciones, después de renunciar al partido para poder presentarse como "independientes" (Enrique Salas en Carabobo, Enrique Mendoza en Miranda y, posteriormente, Manuel Rosales en Zulia). Rafael Caldera, fundador de Copei y su figura dominante durante toda su larga trayectoria política, renunció a su partido para presentar su candidatura presidencial en 1993 como "independiente" y antineoliberal. Así daba por cerrado el ciclo histórico de su partido.

El desplome de los partidos AD y Copei representó un acentuado debilitamiento de todo el ideario político asociado con las tradiciones socialdemócrata y socialcristiana (que nosotros hemos identificado en términos gruesos con el liberalismo social). En palabras de Lander:

Como en el resto del continente, las nociones de origen socialdemócrata y demócrata cristianas con relación al Estado, la igualdad, la ciudadanía y la política, que habían sido compartidas por la mayor parte del espectro político durante décadas, fueron sometidas a severos cuestionamientos y dotadas de nuevos significados desde posturas ideológicas neoliberales y neoconservadoras (ibíd.., 4).

De esta manera:

En los medios de comunicación se hace dominante un discurso antipolítico y antipartido que establece una oposición maniquea entre Estado (caracterizado como corrupto, ineficiente y clientelar) y una mítica "sociedad civil" (que incluye a los medios) entendida como la síntesis de todas las virtudes: Creatividad, iniciativa, eficacia, honestidad, participación. El paradigma de los nuevos sujetos de la "democracia de ciudadanos" que debe reemplazar a la "democracia de partidos" es el ciudadano-vecino, concebido a partir de la experiencia de las organizaciones vecinales urbanas de clase media y clase media alta. En estas organizaciones ha sido preocupación central la defensa de la propiedad y la protección de las amenazas representadas por los excluidos. El horizonte normativo de esta idea de democracia conservadora es el de una sociedad apolítica, sin debates ideológicos, donde los principales asuntos de gobierno tienen que ver con la eficacia y la honestidad de la gestión y en la cual la participación y la toma de decisiones democráticas sobre la vida colectiva están estrechamente acotadas a los ámbitos locales. La economía debe estar vigorosamente protegida de las exigencias "demagógicas e irresponsables" que se formulan a nombre de la democracia. Toda política social y/o redistributiva del Estado es sospechosa de populismo (Lander, 1985, 87).

Era tal la eficacia de este discurso que pasó a constituir un especie de "sentido común" entre amplios sectores intelectuales y académicos, hasta tal punto que, cuando Chávez ganó las elecciones en 1998, uno de los más destacados científicos políticos del país confesó, con admirable candidez, que frente a la evidente crisis de los partidos políticos tradicionales, "el único discurso alternativo parecía ser el de la ‘modernización’, entendida como desplazamiento de los partidos por la sociedad civil, de las ideologías por el pragmatismo, de las utopías por el pensamiento tecnocrático y del Estado por el mercado (...) pocos pensaron que la fuerza capaz de desplazar a AD y Copei de sus posiciones iba a ser [el chavismo]" (Gómez Calcaño, 2000, 3-4).

Durante los casi siete años que lleva el presidente Chávez en el poder, la crisis de los partidos AD y Copei ha llegado a ser terminal, hasta tal punto que en las encuestas sobre intención de voto para las elecciones de diciembre del 2005 se les atribuían un escaso 5% (conjuntamente). Además, mientras que se hundían estos partidos, que se habían fundado y que había llegado a dominar la escena política del país con un ideario programático y un horizonte utópico de innegable eficacia, se encontraban incapaces de proponer alternativas políticas creíbles frente a un movimiento populista que les había quitado sus bases sociales populares. Conscientes de la necesidad de unificar al conjunto de las fuerzas opositores para reconquistar el poder, se encontraban forzosamente incorporados a una Coordinadora Democrática en donde su propio perfil se diluía y que tenía como único cemento para preservar la unidad la consigna "fuera Chávez" y el cuestionamiento de las credenciales "democráticas" del régimen.

En forma cada vez más clara, la dirección efectiva de la oposición pasó a manos de los dueños de los medios de comunicación y a organizaciones de su "sociedad civil", como Súmate, que compartían su ideario (y recibían generosos subsidios del gobierno norteamericano) o Gente del Petróleo, que asumió un papel decisivo, por razones obvias, en el momento del intento de tumbar el gobierno paralizando la industria petrolera. De hecho, el único partido de la oposición promovido por los medios de comunicación era nuevo, concebido a partir de una asociación civil y con el mismo ideario radicalmente neoliberal. Ya, para finales del 2005, Primero Justicia se perfilaba también como el único partido de la oposición con cierto arraigo nacional, con 13,7% de la intención de voto (aunque había partidos regionales con fuerza en los estados Zulia y Carabobo). Aun cuando la oposición incluía a AD y Copei, es decir, a los restos de partidos que arrastraban elementos de un ideario distinto y más afín al liberalismo social, la hegemonía del ideario neoliberal era aplastante.

Una de las debilidades de una oposición efectivamente liderada por los dueños de los medios de comunicación es que éstos no asumen ninguna responsabilidad por los errores políticos que cometen, ni tampoco pagan el precio político –que está asumido lastimosamente por los partidos tradicionales. Es más, los sucesivos fracasos de la oposición llevaron a la construcción de una realidad ficticia que se incorporó a su ideario. Arrinconados en su mundo de clase media, los dirigentes de la oposición se constataban cotidianamente que su "gente" (ya no se habla del "pueblo") era en su gran mayoría antichavista. Se sentían mayoría, y en su entorno social más inmediato lo eran, de manera que ni encuestas ni mucho menos resultados electorales podían convencerlos que fueran dirigentes de una fuerza política minoritaria. Si las encuestas de sus mismos partidarios sugerían otra cosa simplemente no las publicitaban o, si era necesario, se las descalificaban. Si perdían en una consulta electoral, como en el caso del Referendo Revocatorio de agosto del 2004, gritaban "fraude" y, cuando los observadores internacionales en que confiaban decían que no lo había, también los descalificaron (Lander, 2004). Llegaron al extremo de acusar al mismo Imperio de haberlos abandonado, a consecuencia de su interés en no perjudicar el suministro del petróleo.

Por supuesto, los dirigentes de la oposición no solamente construyen discursos. También consultan las encuestas, sobre todo aquellas que les inspiran confianza, y toda la evidencia indicaba en noviembre del 2005 que estaban a puertas de una derrota aún más humillante que las anteriores y que, en consecuencia, perderían su capacidad de bloquear las iniciativas oficialistas que requerían de una mayoría de dos tercios en la Asamblea Nacional. Por si eso fuera poco, saldrían de la coyuntura electoral con sus bases sociales de apoyo aún más desanimadas y la credibilidad de su discurso hecha añicos. Al mismo tiempo, las encuestas (esta vez las de Keller en septiembre) indicaban que su base electoral potencial (disminuida por la perdida de ánimo de amplios sectores) al mismo tiempo había ido radicalizando su postura frente al gobierno. Mientras que la proporción de su base identificada como entregada al abandono de la lucha, y que seguramente se abstendrían en la coyuntura electoral, había aumentado de 15% a 43% durante el curso del año 2005, aquella que buscaba una reestructuración de la lucha, la deslegitimación del gobierno pero a través de una participación electoral acompañada por una visón alternativa y un nuevo liderazgo, se redujo de 55% a 25%. El sector más radical que insistía en el carácter fraudulento del sistema electoral y promovía protestas callejeras, la desobediencia civil y hasta la actividad conspirativa se había consolidado (registró 32% comparado con el previó 30%), pero así pasó a ser mayoritario entre quienes persistían en la lucha contra el gobierno (32% contra 25%).

Para la oposición más radical, la decisión de retirar los candidatos de la oposición era lógica. Permitía seguir con el mismo discurso diseñado para descalificar las credenciales democráticas del régimen, atribuyéndose la abstención electoral (que se estimaba iba a ser mínimo 60%, que llegó a ser 75% y que se redondeaba 80% para los propósitos de la polémica) como un rechazo mayoritario al régimen y evidencia de que la oposición, en efecto, seguía siendo mayoría. Además, ofrecía un chivo expiatorio para los fracasos y frustraciones anteriores: Los partidos de la oposición, que no habían sabido interpretar, ni mucho dirigir, el sentir mayoritario de la "gente" de la sociedad civil. Como explicó un autoproclamado representante de esa "sociedad civil", los partidos de la oposición:

… se han visto obligados por la presión inclemente de una ciudadanía que dijo basta y echó a andar (...) Ni AD, ni Copei, ni muchísimo menos Primero Justicia –los más cercanos a nuestros corazones– quisieron prestarnos oídos (…) Incluso la observación internacional se prestó al juego: La OEA y la Unión Europea han hecho presencia activa pretendiendo mediatizar en la caminata al cadalso (…) El verdadero héroe de esta memorable jornada que recién comienza es la sociedad civil. Nadie más… (Sánchez García, 2005).

La encuesta de Keller nos sugiere que sería un error desestimar la presión proveniente de la "sociedad civil" (entiéndase las bases sociales de la oposición) porque, después de tantas frustraciones (ya Chávez iba a cumplir 7 años en el poder), efectivamente se había radicalizado y ya mayoritariamente no creía ni en sus propios partidos políticos.

Sin embargo, interesa examinar más de cerca cómo se logró convencer a los partidos para que retiraran sus candidatos. El anuncio inicial fue de AD y Copei, partidos que ya sabían que iban a perder todos (o casi todos) sus diputados. No tenían más nada que perder. El problema era convencer a aquellos dirigentes políticos de la oposición que iban a salir fortalecidos de las elecciones, a pesar de la derrota de la oposición, es decir, fortalecidos en sus aspiraciones de proporcionar el candidato presidencial de la oposición contra Chávez en 2006: Julio Borges de Primero Justicia, que ya se perfilaba como quien más pesaba en las encuestas (y no era para menos después de tanto tiempo contando con la promoción de los medios); Manuel Rosales, que todavía no tenía mucha presencia nacional pero que había mostrado en Zulia que sí había cómo derrotar a Chávez; y Teodoro Petkoff quien, con sus antecedentes de izquierda y eso de hablar "claro y raspao", gozaba de preferencias entre algunos círculos intelectuales.

El hueso duro era Primero Justicia, que ya se perfilaba como un partido con proyección nacional y que, además, contaba con casi 14% de las preferencias de los encuestados, dejando enterrados definitivamente a los partidos nacionales de antaño, AD y Copei. Para Primero Justicia, era el momento de asumir el liderazgo de la oposición, y el escenario tradicional y casi natural para eso era la Asamblea Nacional, en donde iban a tener una representación capaz de asumir ese liderazgo que le correspondía. En la pelea interna que se escenificó el día 31 de noviembre, cuando se reunió el Comité Nacional de emergencia para decidir qué hacer frente a las presiones que recibían para retirarse, el partido se dividió por la mitad y la decisión de retirar sus candidatos se impuso por 24 votos contra 22. A pesar de lo que Julio Borges reconoció como "fuertes presiones" provenientes de los dueños de los medios, el mismo seguía siendo partidario de participar en las elecciones.

Cuando hablamos de la hegemonía del ideario neoliberal entre la oposición, no nos referimos simplemente al papel clave que han asumido los dueños de los medios de comunicación en su dirección política, o de la transformación de Primero Justicia en el único partido de oposición con arraigo nacional, ni tampoco al peso cada vez más evidente del ideario neoliberal entre la oposición en su conjunto. Estamos pensando más bien en cómo aquellos elementos de la oposición que provienen de tradiciones claramente antineoliberales se iban acomodando a los vientos que soplaban. Al respecto, hay dos figuras que podrían considerarse emblemáticas: Teodoro Petkoff y Rafael Caldera.

Son dos personajes clave en la historia política venezolana, que se juntaron en 1996 cuando Petkoff aceptó ser ministro de Cordiplan y vocero del gobierno de Caldera, para justificar la aplicación de la Agenda Venezuela impuesta por el FMI. Lejos de ser ideólogos neoliberales, sus respectivas trayectorias anteriores sugieren que simplemente estaban convencidos de que era necesario ser realista y acomodarse lo mejor posible. Después de todo, era el momento de apogeo del neoliberalismo, justo antes de que la crisis económica en Asia empezara a minar las bases de su aplastante hegemonía intelectual (Parker, 2003). De hecho, Caldera (a diferencia de Carlos Andrés Pérez en 1989) había preparado cuidadosamente un colchón social diseñado para suavizar el impacto de las medidas de ajuste introducidas. En todo caso, lo que nos interesa es la actual coyuntura y examinar cómo estas dos figuras políticas, uno formado en las filas del marxismo y el otro la personificación del socialcristianismo venezolano, se acomodaron a la decisión política de la oposición de abstenerse en las elecciones de diciembre 2005.

Petkoff, desde su tribuna Tal Cual el 29 de noviembre, respondió a la decisión de AD y Copei de retirar sus candidatos con indignación, calificando la decisión de "desastre". El día siguiente, optó por no opinar, llenando su espacio acostumbrado con un enorme signo de interrogación, para volver a opinar a los dos días, el 31, recomendando que se postergaran las elecciones. Además, en los dos meses siguientes se limitó a escribir artículos criticando al gobierno, sin referirse más a las razones que lo habían llevado a calificar el retiro de los candidatos de la oposición de "desastre". Caldera, de quien no podríamos sospechar ya motivaciones y/o aspiraciones en relación con su futuro político, pero indudablemente consciente del peso de sus palabras, publicó un artículo casi dos meses después de las elecciones, avalando arteramente las fantasías más descabelladas de la oposición radical sobre el significado de la abstención: Hablando de las elecciones del 4 de diciembre de 2005, hizo referencia a "la actitud del ochenta por ciento de abstencionistas, que se supone que no eran partidarios del Gobierno, sino de la oposición" (El Universal, 1 de febrero de 2006).

Por supuesto, hay voces aisladas que reclaman por una discusión, con los pies puestos en la tierra, en torno a la estrategia política de la oposición. Parecen francotiradores y reciben como respuesta plomo cerrado. El más notable, pero de ninguna manera el único, es Claudio Fermín, figura también emblemática: Ex candidato presidencial de AD, ex alcalde de Caracas, expulsado de AD cuando intentaba enfrentar a aquel cogollo que llevaba a su partido hacia el triste fin que finalmente le tocó, la víctima más destacada del poder de los dueños de los medios que, ya antes de que ganara Chávez, lo habían matado políticamente, negándole acceso al escenario privilegiado para que cualquier político pueda proyectarse hoy en día.

Indudablemente, desde la oposición, se expresan críticas válidas, sobre todo aquellas dirigidas a repudiar los elementos autoritarios que se encuentran en el régimen de Chávez. Desafortunadamente, la hegemonía del ideario neoliberal entre la oposición significa una incapacitad para ir mucho más allá de una defensa de la "libertad negativa" (que defienden consecuentemente, por lo menos para quienes se sienten amenazados por el régimen). Además, se ha mostrado notablemente renuente de responder al reto de una profundización de la democracia a través de una participación y protagonismo de los sectores populares y, en consecuencia, tiene muy poco apoyo entre los sectores mayoritarios del país, es decir, entre los pobres.

A consecuencia de esta debilidad de las credenciales "democráticas" de la oposición (sin hablar de sus propias tendencias autoritarias tan nítidamente reveladas durante el efímero régimen de Carmona), los verdaderos problemas que se presentan para una profundización de la democracia, incluyendo aquellos relacionados con el funcionamiento de las instituciones republicanas que señala acertadamente la oposición, tienen que procesarse fundamentalmente en el seno del chavismo.

El ideario del chavismo

A primera vista, precisar el lugar y las características de la democracia en el ideario chavista parece relativamente simple. Frente al neoliberalismo y a aquella democracia burguesa que se limita a reclamar los aspectos formales y procedimentales de la institucionalidad democrática (mientras que defiende los intereses de la "oligarquía"), el chavismo es partidario de una "democracia participativa y protagónica". Para mayor precisión, se puede recurrir al mismo texto de la Constitución de la República Bolivariana de 1999 o a otros documentos del movimiento que desarrollan sus implicaciones.

El artículo 70 de la Constitución expresa en forma sintética lo que se entiende por la nueva modalidad democrática:

Son medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su soberanía, en lo político: La elección de cargos públicos, el referendo, la consulta popular, la revocación del mandato, las iniciativas legislativa, constitucional y constituyente, el cabildo abierto y la asamblea de ciudadanos y ciudadanas cuyas decisiones serán de carácter vinculante, entre otros; y en lo social y económico: Las instancias de atención ciudadana, la autogestión, la cogestión, las cooperativas en todas sus formas incluyendo las de carácter financiero, las cajas de ahorro, la empresa comunitaria y demás formas asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidaridad.

Omar Gómez (2004) precisa la diferencia fundamental entre esta concepción de la democracia y la democrático-representativa, cuando señala que:

En la Democracia Participativa el pueblo nombra voceros quienes llevan adelante sus planteamientos, pero cuando la gestión del vocero deja de ser expresión del pueblo, entonces éste tiene la posibilidad de revocar dicha vocería. Esa es la esencia de los referendos revocatorios: Una profundización de la Democracia. La concepción del vocero como expresión de las organizaciones de base, se contrapone a la del representante quien se adueña del poder de decisión del pueblo y lo ejerce en su nombre. El vocero expresa las discusiones y las posiciones de los colectivos. El representante, asumiendo su "representatividad", expresa sus ideas y posiciones en "nombre" de sus representados. Un vocero, como expresión de un colectivo, no es el dueño del poder, es sólo un instrumento y lo ejerce en tanto sea voluntad del colectivo. El representante ejerce y se adueña del poder para sí y lo ejerce hasta que se le termine el periodo. Por lo tanto, el referendo revocatorio es un proceso que sólo se puede aplicar a los voceros y no a los representantes, ya que devuelve al pueblo, el poder originario de decisión.

El artículo 62 de la Constitución establece que "la participación del pueblo en la formación, ejecución y control de la gestión pública es el medio necesario para lograr el protagonismo que garantice su completo desarrollo, tanto individual como colectivo. Es obligación del Estado y deber de la sociedad facilitar la generación de las condiciones más favorables para su práctica". Este artículo fue el sustento constitucional para la Ley de los Consejos Locales de Planificación Pública que regula la participación del pueblo en la formulación, ejecución y control de la gestión pública, siendo concebida ésta como parte de un sistema nacional de planificación participativa que integra los niveles nacional, estadal, municipal, parroquial y comunal. Sin embargo, la introducción de estos Consejos Locales de Planificación Pública ha avanzado muy poco, de manera que difícilmente podríamos argumentar que constituyen, hasta el momento, un instrumento eficaz de promoción de la participación protagónica.

De hecho, las instancias e instituciones en donde se empezó a aplicar los nuevos principios no fueron contempladas explícitamente en la Constitución. En otra publicación (Parker, 2006), hemos señalado la importancia de las Mesas Técnicas de Aguas a partir de 1999, de los Comités de Tierras Urbanas a partir de 2002 y del Plan Barrio Adentro, promovido por el Alcaldía del municipio Libertador a partir de abril del 2003, antes de que las Misiones pasaran a ocupar un lugar central en la estrategia política del gobierno. Argumentamos que la incorporación popular entusiasta a estas iniciativas tempranas era posible porque se trataban de solucionar problemas cotidianos que afectaban a todas las comunidades de los barrios. Además, en el caso de las Mesas Técnicas de Aguas, se contaba con una experiencia previa de iniciativas populares de las comunidades de Antímano y El Valle para solucionar sus problemas de agua, durante el período cuando Aristóbulo Istúriz era alcalde del municipio Libertador. De la misma manera, los Comités de Tierras Urbanas contaban con las luchas barriales de la década anterior.

Después de analizar estas experiencias, argumentamos que traducir los principios participativos en práctica no es simple. La participación popular no se puede legislar, ni se puede imponer; cuando mucho se puede contribuir a mejorar las condiciones para las luchas populares que, a fin de cuentas, son la única base sobre la cual una nueva institucionalidad puede construirse. Sostuvimos, además, que a pesar de los altos niveles de protesta popular a partir del Caracazo de 1989, la experiencia de organización popular autónoma acumulada era relativamente frágil, si la comparamos con aquella de otros países latinoamericanos. De esta manera, entendimos la dificultad de implementar la propuesta de Consejos Locales de Planificación Pública. Simplemente no había una tradición de organización popular dirigida a incidir sistemáticamente en los asuntos del municipio.

En todo caso, parece claro que, dentro del contexto general de los distintos idearios que hemos identificado como centrales en el desarrollo del Occidente moderno, la preocupación por entender la democracia en función de la participación protagónica refleja algo de las tradiciones tanto de los social-liberales como de los marxistas. Sin embargo, Chávez no se identifica con ninguna de estas dos tradiciones, ni mucho menos recurre a ellas como fuente de inspiración o de justificación para sustentar su concepción de la democracia. Es más, las fuentes de inspiración explícitamente reconocidas en el ideario "bolivariano" (Las Tres Raíces, Bolívar, Rodríguez y Zamora) tienen muy poco que ofrecer para un debate sobre la democracia. Podríamos concluir, entonces, que el chavismo se encuentra prácticamente huérfano de referentes teóricos para sustentar su concepción de la democracia.

Esta situación, algo incómoda para el analista intelectual acostumbrado a tener estos referentes como guía para su quehacer cotidiano, resulta doblemente desconcertante, si se toma en cuenta que esta ausencia de claridad (o más bien de referente) teórica se combina con una extraordinaria eficacia política, reflejada no solamente en los altos niveles de apoyo popular al chavismo sino, además, en el dramático mejoramiento en la imagen de la democracia entre la población venezolana durante el curso de los años que lleva Chávez en el poder (como hemos visto, según Latinbarómetro, de 30% de aprobación en 1998 a 75% en 2005).

Indudablemente, la experiencia práctica de participación "protagónica" en las misiones, la revalorización de lo "popular" en el discurso de Chávez, la reivindicación "simbólica" del pueblo por parte del "gran comunicador", junto con mejoras tangibles en las condiciones de vida de los sectores populares, sobre todo durante los últimos dos años (entre otras cosas por los recursos disponibles con los altos precios del petróleo) habrán contribuido a una extendida sensación de que el actual régimen político de veras toma en cuenta y promueve los intereses de las mayorías anteriormente excluidas y despreciadas. Además, el acentuado protagonismo de los sectores populares en los escenarios en donde se plantea la búsqueda de soluciones a sus necesidades más sentidas seguramente nutre la convicción de que esta nueva "democracia participativa y protagónica" efectivamente abre la perspectiva de una democracia que responde a los anhelos de pueblo, en lugar de acentuar sus problemas.

Sin embargo, como señala con insistencia la oposición, se trata de un régimen político en donde la toma de las decisiones políticas cruciales se concentra en manos de un solo hombre quien, por lo demás, encabeza un movimiento político en donde la práctica de una democracia interna brilla por su ausencia. Además, el liderazgo de Chávez se ejerce a través de un discurso construido sobre la división maniquea entre amigos y enemigos, patriotas y traidores, es decir, en términos que chocan con los valores de pluralismo y respeto por las minorías políticas, generalmente considerados inherentes a la democracia. Según la oposición, ni siquiera se respeta la misma Constitución Bolivariana, que consagra la separación de los poderes, cuando se lleva a extremos nunca antes visto (en forma tan evidente) la influencia del Ejecutivo en las decisiones de los demás poderes. Sin llegar a hilar muy fino respecto a las múltiples acusaciones de la oposición sobre las aspiraciones totalitarias de Chávez, difícilmente se puede negar la existencia de tendencias autoritarias que parecen contradecir el ideario construido en torno a una democracia participativa y protagónica. Es más, la oposición señala que el enorme poder acumulado por Chávez está acompañado por un afán de mandar hasta el año 2021 y por una vocación mesiánica que, a la larga, podría poner en entredicho hasta los avances democráticos ya alcanzados.

¿Cómo entender esta paradoja? ¿Cómo interpretar un fenómeno político tan aparentemente contradictorio? ¿Cómo plantear una incorporación política de las mayorías excluidas en circunstancias de una acentuada personalización del poder y un discurso político que es excluyente para aquellas minorías políticas que no apoyan al líder? En otra ocasión, hemos argumentado que la solución pasa por entender el peso de la tradición populista en América Latina, su función en momentos de crisis de hegemonía del sistema dominante, y su importancia como mecanismo de incorporación política de los sectores subordinados (Parker, 2001). No es éste el lugar para repetir los argumentos esgrimidos. Basta subrayar que el chavismo, que consideramos una forma radical del populismo con un horizonte de cambios revolucionarios (que no es simplemente retórico), está atravesado por una permanente tensión entre tendencias autoritarias y una efectiva promoción de la organización popular democrática.

Si bien el chavismo ha asumido elementos importantes del ideario popular tanto del social-liberalismo como de la izquierda marxista, lo ha hecho sin llevar el peso de ser un partido con ideario programático. En circunstancias en que hay un sentimiento generalizado de rechazo a los partidos políticos (incluso entre las bases sociales del chavismo), el MVR cumple un papel secundario en la organización de los sectores populares. De ninguna manera funciona como un instrumento de agregación de intereses para la formulación de políticas (como sugiere la teoría clásica). Su misma estructura vertical lo identifica más bien como un instrumento para cumplir directrices, y ha funcionado sobre todo para movilizar a las bases de apoyo en las coyunturas electorales y para llenar las curules en disputa en las mismas elecciones. Este problema fue reconocido por el mismo Chávez hacia finales de 2001, cuando lanzó la iniciativa de crear los Círculos Bolivarianos y de resucitar el MBR-200. En entrevista con Marta Harnecker, explicó que:

Fuimos sintiendo que el MVR se fue burocratizando y alejando de las masas. Había como una modorra, una pesadez, Marta. Empezaron a surgir elementos preocupantes, por ejemplo, la gente se quejaba mucho en las regiones de que no había dirigentes a la altura de las necesidades, de que había muchas divisiones internas, rivalidades. (...) Yo sentía que el Partido ya no convocaba, que ya no servía para la nueva situación estratégica en la que estábamos entrando: Una fase de profundización del proceso.

A la postre, ni el MBR-200 ni los Círculos Bolivarianos llegaron a llenar adecuadamente el vacío que había dejado el MVR. Después, se ensayaron otras iniciativas, pero el MVR quedó básicamente como un instrumento de lucha en el terreno de la institucionalidad democrático-representativa y con características que no permiten concebirlo como una alternativa más democrática que los partidos de la llamada Cuarta República.

En todo caso, como ha sido una constante en las experiencias populistas, el movimiento descansa más bien sobre una relación directa que se establece entre el "líder carismático" y las bases sociales de apoyo, entre la actuación "personalizada" del Ejecutivo y unas bases sociales organizadas en múltiples escenarios pero, hasta el momento, sin mayores articulaciones con los mecanismos políticos de toma de decisiones.

Para nuestra discusión, resulta crucial la manera de entender la relación dialéctica entre el liderazgo de Chávez y la participación "protagónica" de los sectores populares. Aparentemente, para la mayor parte de la oposición, Chávez es simplemente un dictador en potencia (o de hecho), sediento de poder, que simplemente aprovecha la credulidad de unas masas fáciles de engañar a través de una demagogia populachera, para asentar un proyecto que siempre ha sido profundamente antidemocrático. Por supuesto, quienes apoyan el "proceso" tienen que entender la relación de otra manera, porque el desprecio clasista (y hasta racista) que a menudo se evidencia en esta postura es precisamente lo que siempre ha provocado una fuerte reacción en los sectores populares y simplemente fortalece su lealtad hacia Chávez. Sin embargo, no es una relación fácil de entender, sobre todo cuando estamos empeñados en explorar el problema de la democracia.

Empezamos por reconocer que Chávez ha sabido expresar las frustraciones acumuladas de los sectores populares y transformarlas en esperanza. No es el "gran comunicador" simplemente porque tenga talentos histriónicos, sino porque entiende las angustias de las mayorías excluidas y, sobre todo, porque habla su lenguaje (lo que le parece escandaloso para las elites mejor educadas). Es más, el discurso de Chávez es un ejercicio permanente de pedagogía popular y su eficacia es el resultado de haber entendido (con Freire) que el proceso de aprendizaje no es simplemente cognitivo, sino que tiene una dimensión afectiva importante. Es más, se potencia en la medida en que va acompañado de un aumento en la autoestima, en una conciencia del propio valor. De allí, las expresiones despreciativas dirigidas hacia aquellos (opositores) que, anteriormente acostumbrados a mandar, también estaban acostumbrados a un trato respetuoso (pero que ahora se encuentran tildados de "oligarcas", "escuálidos", "frijolitos", "Míster Danger", etc.). Pero, paralelamente, se valoriza lo popular, se promueve la organización popular y se insiste reiteradamente en que los sectores populares son el sostén fundamental de la revolución bolivariana. Toda esta dimensión del liderazgo de Chávez se engarza con la convicción tradicionalmente expresada por liberales sociales de que la construcción de una sociedad democrática requiere de un proceso de autodesarrollo y de potenciación de las posibilidades de participación efectiva de las mayorías.

Parece innegable que Chávez ha logrado potenciar la autoestima y la participación política de amplias franjas de los tradicionalmente despreciados y excluidos. Sin embargo, se trata de un proceso que tiene que renovarse permanentemente y que, además, tiene que reflejarse no simplemente en el discurso, sino en la orientación de la política gubernamental. Entre finales de 2001 y de 2003, se produjo una erosión marcada de la popularidad de Chávez, reflejada en las mismas encuestas que estamos utilizando para analizar la situación en diciembre del 2005. No viene al caso analizar a fondo las razones; basta señalar que sectores populares importantes no veían el queso a la tostada.

Hemos señalado lo anterior porque queremos discutir hasta qué punto los voceros de la oposición tengan razón, no con la descabella afirmación de que la abstención del 4 de diciembre de 2005 refleja un simple rechazo al régimen, sino al argumentar que sí refleja importantes niveles de descontento entre las bases sociales del chavismo. Consideramos que tienen razón pero que tal vez no logran captar las razones, ni tampoco sus implicaciones políticas.

Empezamos por poner en perspectiva las cifras de abstención. Antes de producirse el retiro de los principales partidos de la oposición, las encuestas anticipaban una abstención por encima de 60%, pero no anticipaban que perjudicara al chavismo (ver el informe de Consultores 21). De hecho, se consideraba normal, tomando en cuenta que estas elecciones parlamentarias no coincidían con una elección presidencial. Es de suponer que gran parte del aumento en la abstención fue resultado de la no participación de aquellos que hubieran votado por los candidatos de la oposición. Podría suponerse, incluso, que la abstención chavista no aumentó de manera sustancial respecto a los niveles anticipados, a pesar de que sus candidatos ya habían ganado por forfeit. Sin embargo, la abstención entre las bases chavistas era alta y, más significativo, el presidente Chávez jugó su prestigio personal en un intento infructuoso de movilizar a estas bases cuando los partidos opositores anunciaron el retiro de sus candidatos.

Sospechamos que una razón de fondo para esta abstención es que las bases del chavismo todavía comparten con amplias franjas de la oposición un rechazo a los partidos, y que no se identifican con el MVR, salvo en la medida en que representa un necesario apoyo a Chávez. En todo caso, para una primera aproximación a los distintos motivos por detrás de la abstención chavista, recurrimos al testimonio de un militante del MVR que cuenta sus experiencias intentando movilizar a los electores. Entre los militantes más activos encontró varios elementos que motivaban la abstención:

Está el sentimiento de abstención como un freno a la velocidad que el presidente le da al proceso bolivariano al plantear como rumbo el socialismo del siglo xxi cosa ésta que no había hecho antes de agosto de 2004. La línea de pensamiento que expresaba esta conducta se aprovecha de que las elecciones parlamentarias no ponen en cuestión al presidente y eso permitía tomar distancia sin expresar rechazo. Está el sentimiento que interpretó la decisión judicial que permitía los enmorochamientos como una agresión a la conciencia. Ese sentimiento tenía y tiene claro que el espíritu y el texto constitucional privilegian y defienden la representación de las minorías, que era a quienes aplastaban los procesos de enmorochamientos. Está el sentimiento de utilizar a la abstención como una protesta frente a agresiones a la democracia en la confección de las listas parlamentarias, ineficacias gubernamentales e indolencia frente a los hechos de corrupción (Arconada, 2005).

De estos factores, queremos destacar aquellos directamente vinculados al funcionamiento del sistema representativo. El descontento con "las morochas" no surge porque debilita a la representación de la oposición, sino porque excluyen a alternativas populares en el seno del chavismo. Ya, en las elecciones locales de agosto de 2005, el partido Tupamaros y otros habían protestado formalmente por los mismos motivos. La protesta contra la manera de confeccionar las listas de candidatos del chavismo refleja una inquietud similar: Indica un convencimiento arraigado entre importantes sectores del chavismo de que el sistema representativo, tal como viene funcionando, no refleja adecuadamente las preferencias de los sectores populares, que no permite la incorporación a las instituciones de representación popular a quienes efectivamente tengan la confianza de las bases, en fin, de que la "partidocracia" sigue viva.

Como se puede apreciar de lo anterior, hay tensiones importantes en el seno del chavismo respecto a los alcances efectivos de una "democracia participativa y protagónica". Conviene recordar que los planteamientos originales del MBR-200 en torno a la Constituyente la concebían más bien como una asamblea popular revolucionaria que reemplazara al sistema democrático-representativo vigente. Además, durante el curso mismo de las deliberaciones de la Asamblea Constituyente, surgieron protestas respecto a la limitada participación de las organizaciones populares (Denis, 2001; Pérez Martí, 2004). Es más, a partir de ese momento, sectores importantes de aquel chavismo dedicado a potenciar las organizaciones populares siguen manifestando escepticismo frente a la institucionalidad democrático-representativa (Denis, 2005; Pérez Martí, 2004, Izarra, 2004).

En cuanto al problema de la representación proporcional de las minorías, el sistema electoral consagrado en la Constitución de 1999 es mixto (parecido al alemán), combinando elementos de proporcionalidad con otros uninominales. Lo curioso es que, en los debates dentro de la Constituyente, los partidarios de un sistema uninominal eran los opositores y quienes defendían la representación proporcional de las minorías con más vehemencia eran chavistas (Camejo, 2005). La razón básica era que el voto uninominal (que cuadra perfectamente con el ideario de "la política de los ciudadanos") también favorece a quienes tengan mayor acceso a los medios de comunicación, de manera que los políticos tradicionales o aquellos nuevos promovidos por los medios de comunicación, aun representando un ideario minoritario en el país, tendrían posibilidades de una representación mayoritaria.

Ésta era la lógica que había llevado a la comisión del antiguo Senado (dominado por la oposición a Chávez) a optar por un sistema uninominal para la elección de los miembros de la Asamblea Constituyente. Frente a este sistema, los chavistas lograron hace valer su apoyo mayoritario, recurriendo a un mecanismo que siempre habían condenado: Las listas de partido, el famoso "Kino de Chávez". En aquellas circunstancias, era difícil criticarlos, porque el objetivo era evitar que una oposición minoritaria se apoderara de una representación mayoritaria en la Asamblea Constituyente. Había sido un recurso defensivo de la representación mayoritaria (que también tiene que defenderse en contra de minorías que quieren imponerse). Desafortunadamente, el resultado fue una sobrerrepresentación acentuada de las fuerzas políticas mayoritarias y esto, inevitablemente, marcó la experiencia de la Asamblea Constituyente.

Pero, en circunstancias en que el sistema electoral incorporado a la Constitución de 1999 (con su sistema mixto) garantiza que no haya mayor peligro de que una oposición minoritaria se quede con una representación mayoritaria, seguir con la misma lógica a través de "las morochas" es visto como una agresión hacia los sectores minoritarios, tanto de la oposición como del chavismo mismo. Además, con toda razón, se denuncia como un debilitamiento del principio de representación de las minorías incorporado a la Constitución Bolivariana. Por lo tanto, debe considerarse, al mismo tiempo, un reflejo de las tendencias autoritarias dentro del chavismo y del afán de reducir a la oposición (tanto de la oposición misma como de los sectores del chavismo que pudieran tener visiones discrepantes) a su mínima expresión en la Asamblea Nacional.

A manera de conclusión

Hemos argumentado que el ideario dominante entre la oposición es claramente neoliberal y que condiciona la concepción de la democracia que defiende. A estas alturas, debe ser claro para el lector que el autor de este artículo tiene mayor simpatía para con la concepción de la democracia tal como ha sido presentado en los idearios del liberalismo social y del marxismo y también, de manera sui generis, a través del chavismo.

Sin embargo, esta postura de ninguna manera nos lleva a despreciar las críticas válidas que hace la oposición, sobre todo aquellas dirigidas a repudiar los elementos autoritarios que indudablemente se encuentran en el régimen de Chávez. Es más, al referirnos a estas críticas como "válidas", las estamos avalando. Desafortunadamente, la hegemonía del ideario neoliberal entre la oposición significa una ya evidente incapacidad de ir mucho más allá de una defensa de la "libertad negativa" (que defienden consecuentemente, por lo menos para quienes se sienten amenazados por el régimen). Además, se ha mostrado notablemente renuente de responder al reto de una profundización de la democracia a través de una participación y protagonismo de los sectores populares y, en consecuencia, tiene muy poco apoyo entre los sectores mayoritarios del país, es decir, entre los pobres.

A consecuencia de esta debilidad de las credenciales "democráticas" de la oposición (sin hablar de sus propias tendencias autoritarias tan nítidamente reveladas durante el efímero régimen de Carmona), los verdaderos problemas que se presentan para una profundización de la democracia tienen que procesarse fundamentalmente en el seno de las bases sociales del chavismo.

Hemos podido apreciar cómo se ha mejorado la imagen del sistema democrático actual entre las mayorías (a través de Latinbarómetro), cómo se ha potenciado la participación y el protagonismo de quienes estuvieron anteriormente excluidos de una efectiva ciudadanía y cómo la organización popular ha avanzado. Por último, hemos visto cómo se ha producido un acentuado sentido de autovalorización reflejado en un "orgullo nacional" potenciado. No obstante, la notable polarización política del país y los elementos de poder real con que todavía cuenta la oposición (más allá de su debilidad electoral) refuerzan tendencias de solidaridad "automática" con el gobierno e inhiben o, por lo menos, dificultan la lucha en contra del autoritarismo, del burocratismo, del sectarismo y de la corrupción, en sus propias filas.

Hemos sugerido, además, que una lectura apropiada de los niveles de abstención de los chavistas en las elecciones parlamentarias de diciembre 2005 señala en qué dirección debe dirigirse la lucha nunca acabada por una profundización de la democracia. De hecho, la respuesta central de Chávez ha sido una campaña dirigida a hacer de los Consejos Comunales y los Consejos Locales de Planificación Pública escenarios efectivos de una participación protagónica. Sin embargo, si las organizaciones populares no se apropian de éstos y de los otros instrumentos legales (y financieros) disponibles para profundizar su papel protagónico, existe el real peligro de una involución de este proceso que tantas esperanzas ha despertado. En todo caso, las perspectivas de una profundización de la democracia en Venezuela parecen pasar por la dialéctica entre el chavismo y los movimientos populares. Pero explorar los múltiples problemas que esta dinámica encierre tendrá que postergarse para un próximo artículo.

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Notas

1. Estas restricciones al derecho de sufragar hacían que las credenciales “democráticas” del sistema representativo se cuestionaran a nombre de aquellos que quedaban descalificados.

2. Como nuestro interés es precisar el ideario detrás de estas políticas, no abundamos en detalles respecto a su implementación, siendo ampliamente documentado el papel crucial del Nacional Endowment for Democracy como mecanismo para canalizar fondos del Estado norteamericano para estos propósitos.

3.Para un buen resumen de los argumentos, presentados por un neoliberal, ver De Diego, 1989.

4. Cuando, a comienzos del siglo xx, ya había empezado el proceso de ampliación del sufragio (por lo menos de los varones), se hicieron presentes las teorías sociológicas (Pareto, Mosca) que analizaban los mecanismos de control del sistema por parte de las elites (para una discusión reciente, ver Larrique, 2006). El economista Joseph Schumpeter (1942) finalmente proporcionó el argumento que tuvo mayor impacto en los debates sobre la democracia (ver Mediaris, 1997).

5. Así, Gramsci indicaba que las fuerzas armadas, instrumento privilegiado de la coerción, sin embargo son objeto de toda una mitología “patriótica” diseñada para robustecer su legitimidad. Por otro lado, los medios de comunicación, instituciones privadas dedicadas prioritariamente a la labor de construcción de consenso, no obstante se asientan sobre la institución de propiedad privada garantizada, en última instancia, por el poder represivo del Estado.

6. Hace falta explorar más a fondo el papel que han asumido los dueños de los medios de comunicación (y sus periodistas) en esta coyuntura política. No se trata simplemente de reconocer cómo, en las últimas décadas, la manera de hacer política se ha transformado por la importancia de la televisión como medio privilegiado de comunicación política, de señalar que se trata de un actor político de indudable peso, o de sugerir que, en circunstancias de crisis política y de debilitamiento de otros actores políticos (más tradicionales), el peso político de los medios se potencia. Se trata más bien de analizar hasta qué punto los medios pretenden, de verdad, asumir el papel de “cuarto poder”, de manera que el poder informativo “se impondría al legislativo, trazaría los criterios judiciales y tendría la fuerza para designar, mantener o destruir al ejecutivo, condicionando a los tres poderes clásicos” (Soria, 1994, 24). También de analizar si, de verdad, como estamos sugiriendo, ha asumido aquellas funciones de dirección política que correspondían, tradicionalmente, a los partidos políticos. Al respecto, nos parece interesante el análisis que hace Gramsci de la trayectoria de la política italiana durante las últimas décadas del siglo xix, cuando argumenta que la misma dispersión y fragmentación del sistema de partidos llevó a que “la prensa” cumpliera el papel de verdadero “partido de la burguesía”.

7. El caso del partido marxista Bandera Roja es distinto, pero no tiene peso en el conjunto de la oposición.

8. Las malas lenguas dicen que un conocido dueño de una televisora de la oposición le llamó y amenazó con impedir su acceso a los medios si Primero Justicia no retiraba sus candidatos. Era un recurso que los medios habían utilizado anteriormente para anular las aspiraciones de Claudio Fermín de transformarse en abanderado de Acción Democrática.

9. La respuesta de Claudio Fermín a sus detractores de la oposición radical, de mucha altura, puede consultarse en La Región, Los Teques, 21 de febrero del 2006, p. 9. José Vicente León, de Datanálisis, argumenta que la oposición radical “tiene mucha resonancia en los medios y está políticamente muy motivado, pero no representa más de 15% del electorado potencial (…) Que la oposición sea sólo la oposición radical constituye una falacia. Normalmente suele confundirse la exposición comunicacional de este segmento, su presencia en los programas de opinión, con su impacto real en la gente”. (citado en el excelente reportaje del periodista Alonso Moleiro en El Nacional, 19 de febrero  de 2006, A-2).

10. Para una discusión a fondo del debate en la Asamblea Constituyente y de los problemas de su implementación, ver Camejo, 2005.

11. Para más detalles, se puede consultar Alayón, 2005; Antillano, 2005 y Arconada, 2005b.

12.El tiempo populista.