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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales

versión impresa ISSN 20030507

Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.13 n.2 Caracas ago. 2007

 

 Cultura e intelectualidad en Cuba. De la utopía al desengaño revolucionario

Magdalena López

Resumen

Este ensayo constituye una aproximación al complejo entramado de las políticas culturales y sus principales actores en Cuba después del año 59, entendiendo que dicho entramado ha ocupado un espacio de primer orden en la construcción y sostenimiento de los imaginarios del régimen revolucionario. La utopía inicial de enlazar las vanguardias artística y política en un proyecto común emancipador se diluyó durante el "quinquenio gris" tras la institucionalización de un imaginario nacional homogeneizador y totalizante que terminó por desdecir el discurso integracionista oficial. Las últimas décadas señalan que no es suficiente establecer las identidades y las políticas culturales en términos inclusivos; se precisa además que ambos deriven de procesos horizontales de negociación entre múltiples actores.

Palabras clave: identidad, cultura, intelectuales, política cultural, Cuba.

Culture and Intellectuals in Cuba. From Utopia to Revolutionary Disillusionment

Abstract

This article attempts to approach he complicated question of cultural policies and actors in Cuba since 1959 and their importance for the construction and reproduction of the imaginary of the Cuban Revolution. The initial utopia was to fuse the political and cultural vanguards in a common emancipating project. This gave way, during the so-called ‘gray period’ of the early seventies, to the institutionalization of a homogeneous, overall imaginary that ended up belying the official discourse. More recent experiences suggest that it is not sufficient to apply identitary and cultural policies of inclusion; these must also be the product of horizontal processes of negotiation between multiple actors.

Key words: Identity, Culture, Intellectuals, Cultural Policy, Cuba.

Introducción

Elaborar un balance sobre el escenario cultural de la revolución cubana resulta una tarea ambiciosa. Tal como aclara Theda Skocpol, difícilmente puede hacerse una lectura de los procesos revolucionarios sociales en términos de dinámicas lineales, coherentes y con actores homogéneos (Skocpol, 1979, 14). Incluso en Cuba, con la centralidad del liderazgo político de Fidel Castro, resulta temerario concluir que las trasformaciones que han tenido lugar en esa sociedad en los últimos cuarenta años respondieron a un lineamiento voluntarista concebido de antemano por él y un estrecho círculo de colaboradores. Hacerlo sería eludir los intensos procesos de negociación y de intercambio político, económico y cultural para ceder ante las narrativas totalizadoras de los discursos hegemónicos, tanto los oficiales como los de la disidencia. Este ensayo constituye entonces un intento de aproximación al complejo entramado de las políticas culturales y sus principales actores, entendiendo que dicho entramado ha ocupado un espacio de primer orden en la construcción y sostenimiento de lo que se pensaba sería una sociedad utópica habitada por "el hombre nuevo" que visionaba Ernesto "Che" Guevara.

Una cultura revolucionaria

El libro La ciudad letrada de Ángel Rama establece una genealogía cultural en la que la historia política latinoamericana ha estado intrínsicamente ligada a su actividad intelectual (1984). Para el crítico uruguayo, los procesos de emancipación, modernización y posterior politización de las sociedades latinoamericanas estuvieron signados por la actuación de figuras como Andrés Bello, José Martí, Domingo Faustino Sarmiento, José Enrique Rodó, José de Vasconcelos, José Carlos Mariátegui, Rómulo Gallegos, Juan Bosch, Octavio Paz, Jorge Amado y Roberto Fernández Retamar, cuyas actividades políticas estuvieron y han estado legitimadas por su autoridad como letrados. En particular, algunas de estas voces tuvieron un decisivo papel en la conformación de los Estados nacionales y en los posteriores proyectos nacionalistas del siglo XX. La autoridad letrada fue la encargada de articular las identidades nacionales a fin, no sólo de legitimar la existencia misma de las nuevas "comunidades imaginadas" en América Latina sino también, de legitimar su propia autoridad intelectual en el diseño de las políticas idóneas para el bienestar nacional. El camino entre la definición identitaria, el diagnóstico nacional y la práctica política fue muchas veces el mismo.

La revolución cubana de 1959 no escapó a esta visión providencial del intelectual, a pesar de que el mismo "Che" Guevara llegara a asegurar que: "no hay ningún artista de gran autoridad que posea también gran autoridad política. Los miembros del partido deben tomar esa tarea en sus manos y lograr el objetivo principal: educar al pueblo" (en Franco, 2003, 121). Planteada como una ruptura radical con los regímenes anteriores, la revolución cubana repitió sin embargo el gesto de sus congéneres liberales al asumir que sus intelectuales y artistas debían ser creadores de identidades culturales, portadores de utopías y en última instancia las voces articuladoras –y educadoras-- del sujeto pueblo. La labor histórica del intelectual tuvo tal importancia, que Mario Benedetti llamó la atención sobre la mayor frecuencia con que el llamamiento a la responsabilidad se dirigía a ellos sin tener la misma urgencia o intensidad para los trabajadores, los técnicos y los deportistas (en Franco, 2003, 122).

Al triunfo de la revolución siguió una efervescencia cultural inmediata que reunió a los más diversos artistas. El soporte intelectual al proceso fue una prioridad. Personalidades como el poeta Nicolás Guillén, el novelista Alejo Carpentier, el músico Leo Brouwer y el dramaturgo Antón Arrufat regresaron a Cuba para incorporarse rápidamente a los debates y políticas culturales de la revolución. En pocos años, numerosas instituciones culturales como el Instituto de Arte e Industria Cinematográfica (Icaic) –referente obligado del cine latinoamericano--, Casa de las Américas, el Consejo Nacional de la Cultura, El Teatro Nacional de Cuba, el Teatro Escambray, la Unión de Escritores y Artistas (Uneac) y la Imprenta Nacional --que después pasó a ser la Editora Nacional de Cuba--, fueron creadas. Simultáneamente, se llevó a cabo una política de democratización de la cultura a todos los sectores de la sociedad a través de la campaña de alfabetización del 61, la difusión masiva de música, libros, revistas, espectáculos teatrales y las unidades de cine móviles que llegaban a los lugares más recónditos de la isla para proyectar filmes. Sobre aquellos años se refiere el novelista Leonardo Padura de la siguiente manera: "el sólido potencial artístico y la proyección de la cultura cubana reciben un importante impulso hacia adentro que sirvió para multiplicar aquellas potencialidades y revertirlas en una realidad cultural de alcance verdaderamente nacional, asequible a todas las capas de la población (como productores y consumidores de cultura), a la vez que alcanzaba nuevos niveles de prestigio internacional" (Padura, 2002, 322).

En efecto, la vitalidad artística y de fervor revolucionario vino acompañada también de la solidaridad y la participación entusiasta de intelectuales y artistas progresistas fuera de la isla, entre los que se contaron Jean Paul-Sartre, Simone de Beauvoir, Octavio Paz, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Marguerite Duras, Italo Calvino, Pablo Neruda, Susan Sontag, Hans Magnus Enzenberger, Mario Vargas Llosa, Juan y Luis Goytoisolo, José María Castellet, Jorge Semprum, Regis Debray y Alberto Moravia, quienes vieron en Cuba el modelo de inspiración socialista que había dejado de ser la Unión Soviética (Miller, 1992, 83). Casa de las Américas, fundada en 1960, abría por fin la posibilidad de quebrar las fronteras latinoamericanas con la circulación de debates y textos, la confluencia de diversos intelectuales y las convocatorias a sus premios anuales para obras inéditas de autores latinoamericanos (Miller, 1992, 84). En la misma línea de integración fue creada Prensa Latina como agencia que cubriría las noticias más relevantes de todo el continente. Al tiempo que escritores ya reconocidos encabezaban algunas de las nuevas instituciones, como en el caso de Guillén y Carpentier, las recientes generaciones también encontraron espacio para expresar sus ideas y obras. Varias fueron las publicaciones que atrajeron a jóvenes y no tan jóvenes simpatizantes de la revolución, entre ellas, el suplemento cultural Lunes de revolución (1959-1961) dirigido por Guillermo Cabrera Infante y Pablo Armando Fernández, El caimán barbudo (1966) y Juventud rebelde (1965). La revista Casa de las Américas por su parte, también ofrecía la oportunidad de divulgar gran cantidad de crítica literaria, ficción y poesía con criterios estéticos bastante amplios. El escenario cultural cubano de los primeros años lleva --todavía hacia 1967-- a Vargas Llosa a asegurar que "la cultural política cubana no había sido aun viciada por un espíritu de sectarismo y dogmatismo" (en Franco, 2003, 128).

Para los políticos e intelectuales cubanos revolucionarios estaba claro que la nueva sociedad tendría que partir de la reivindicación de todos aquellos sectores que históricamente habían estado marginados de las esferas sociales, económicas, políticas y culturales. No sólo había que cambiar entonces el sistema político y revertir la inequidad social, también tenía que operar un drástico cambio cultural emancipador, acorde con los nuevos tiempos. ¿Qué función debían cumplir el arte, la literatura, la filosofía en una nación socialista? Si, según la lógica del "Che", la legitimidad política venía dada por la militancia en la lucha armada, ya que "este tipo de lucha nos brinda la oportunidad de transformarnos en revolucionarios, el punto más elevado de la evolución humana" (en Franco, 2003, 121), entonces, ¿cuál podía ser el lugar de los intelectuales, la mayoría de los cuales no habían empuñado un arma en toda su vida? Y, aun en términos más dramáticos para muchos de ellos, ¿cómo purgar el "pecado original" de haber sido intelectuales de clase media en un orden anterior tremendamente desigual? Alrededor de estas interrogantes se suscitaron las polémicas de los primeros años. La respuesta más articulada en términos estéticos e ideológicos la ofreció sin duda el filme Memorias del subdesarrollo (1968). Considerada como la película emblemática de la revolución cubana, la obra de Tomás Gutiérrez Alea es una adaptación homónima de la novela de Edmundo Desnoes. Enmarcada en los sucesos recientes de Playa Girón (1961), y finalizando con la crisis de los misiles de octubre (1962), el filme desarrolla la problemática de la inserción del intelectual burgués en las nuevas dinámicas de la revolución. La propuesta formal de Gutiérrez Alea conjuga las estrategias del discurso ficticio y de la autoridad conferida por las imágenes documentales yuxtapuestas, para complejizar la realidad representada. Así, los conceptos de objetividad se relativizan, del mismo modo en que relativizan los límites entre ficción y documentación. El protagonista, Sergio --un intelectual atractivo e inteligente--, inicialmente provoca simpatía e identificación con el espectador. Sin embargo, su incapacidad de acción, su anonimia existencialista en medio de la crisis internacional que confronta la isla, nos lleva a cuestionar la simpatía inicial. En los conflictos internos y externos de Sergio se delata la dificultad de conciliar lo individual con lo colectivo, la nostalgia con el compromiso político (Burton, 1986). De allí que el filme produzca esa sensación de ambigüedad en el espectador, ambigüedad que llevó a las interpretaciones más contradictorias, fuera y dentro de Cuba. Al mostrar las contradicciones sin resolver de Sergio, que son en realidad las contradicciones del proceso y de sus intelectuales, la película fue leída tanto como contrarrevolucionaria como oficialista. En todo caso, la versión de Gutiérrez Alea fue que Memorias estaba dirigida precisamente a provocar la toma de conciencia en el espectador y no la asimilación pasiva de una moraleja o de un mensaje maniqueo al estilo de las películas hollywodienses (1994).

El desencuentro del personaje Sergio con su realidad inmediata es causado por su incapacidad para actuar. Al no decidirse por el exilio ni tampoco por su incorporación a las masas en la defensa de la isla frente a una posible intervención estadounidense, queda totalmente aislado, recluido literalmente en su apartamento lleno de libros y papeles. El intelectual que nos ofrece Gutiérrez Alea es de alguna manera la antitesis del ideal que visionaba el "Che", para quien la militancia era un factor indispensable para convertirse en un revolucionario. Si bien una de las virtudes del filme está precisamente en la complejización de la posición de Sergio como intelectual, una conclusión posible es la necesidad imperante de resolver esa ambigüedad política para finalmente eliminar las contradicciones en el seno de la revolución. De este modo, la obra podría leerse como el llamado a la militancia activa, dejando las dudas a un lado.

El clima de la indefinición de ideas, la experimentación artística, las diferentes tendencias estéticas y generacionales y los debates ideológicos de los diferentes grupos políticos --básicamente divididos en dos: los antiguos Movimiento 26 de julio (M-26-7) y el Directorio Revolucionario 13 de Marzo, los cuales aún no habían definido una ideología precisa y; el Partido Socialista Popular (PSP), de línea dura, que logró captar intelectuales orgánicos como Juan Marinello, Carpentier y Guillén (Martínez, 2006, 45)— fueron leídos como una debilidad del proceso. De igual manera en que Memorias muestra el ambiente suscitado por lo que se creía la inminente invasión imperialista sobre la isla, los sectores más radicalizados estaban alarmados ante una realidad urgente a la que era necesario responder con posiciones definitivas e inmediatas. Aunque no es materia de este ensayo juzgar esta percepción, sin duda alguna, los resultados fueron desastrosos para el sector cultural, sobre todo durante la primera mitad de la década de los años 70, conocida como el "quinquenio gris".

Siguiendo la propuesta de Skocpol, de entender los procesos revolucionarios no en términos de voluntarismo sino como el resultado de una dinámica de negociación entre diferentes actores internos y externos, resulta importante destacar algunos de los factores que contribuyeron al brusco cierre del ambiente cultural. Este giro estuvo determinado, en gran medida, por las dinámicas propias de la Guerra Fría y la polarización que ésta produjo a nivel mundial. Sucesos como la invasión de Bahía de Cochinos, la crisis de Octubre, la invasión soviética a Checoslovaquia (1968) y la muerte del "Che" Guevara en Bolivia (1967) suscitaron importantes diferencias entre los intelectuales que a la larga contribuyeron a provocar rupturas definitivas. Ante la extraordinaria política ofensiva estadounidense sobre la isla, la revolución cubana parecía insostenible sin el apoyo soviético. Sin embargo, era claro para muchos intelectuales que aquel régimen socialista difícilmente podía ser un modelo a seguir. De hecho, más de uno se pronunció públicamente contra la invasión a Checoslovaquia en solidaridad con sus pares de la primavera de Praga, a pesar del apoyo que Fidel Castro había manifestado a dicha acción militar. La posición frente a la Unión Soviética despertaba hondas polémicas que estaban ligadas, a su vez, a las diferentes facciones internas que luchaban por la hegemonía política. Al respecto, el escritor Pablo Armando Fernández señala: "En esa época había dos bandos en este país –el 26 de Julio y el Partido Socialista Popular, que editaba el periódico Hoy. Todas las semanas surgía un problema entre los dos bandos, por lo que constantemente había una controversia entre los periódicos y sus suplementos, Hoy Domingo y Lunes de la Revolución" (en Padura, 2002, 163).

Ciertamente, para el PSP --alineado con las directrices soviéticas--, resultaba sumamente difícil tolerar la publicación y divulgación de "‘obras "heréticas’ como las de Trostky, Pasternak, Kafka y Joyce, cuando todas ellas había sido censuradas en la Unión Soviética" (Miller,1992, 88, trad. mía). Las tensiones entre los diversos grupos internos alcanzaron tal magnitud que en 1968 se produce el escandaloso enjuiciamiento por "microfacción" al secretario general de ORI –primera asociación política unitaria después de 1959— junto con otras 36 personas.

Bajo una mirada retrospectiva, es posible leer el asesinato del "Che" como la clausura simbólica de una época en que se aspiraba la consecución de una revolución socialista propia, autónoma. Las sanciones petroleras impuestas a Cuba por la Unión Soviética en 1968 como castigo por la promoción de la lucha armada que el gobierno cubano llevaba a cabo en América Latina, así como la posición de extrema dependencia y fragilidad en que quedó el país tras el fracaso de la recolección de las diez millones de toneladas de azúcar, pareció determinar la sovietización de las políticas económicas, así como las culturales. El fracaso del "Che" en Bolivia no hizo sino reafirmar la inviabilidad del proyecto revolucionario latinoamericanista de los primeros años. Así, pues, inmersos en la lógica de la polarización mundial, los años 70 respondieron en gran medida a las directrices del bloque socialista. Ello terminó por favorecer la hegemonía de los sectores más rígidos dentro del establishment cubano.

Desencuentros revolucionarios

Bajo la perspectiva de extrema resistencia frente el imperialismo estadounidense, la pluralidad dejó de ser una virtud para convertirse en una debilidad que atentaba contra la cohesión revolucionaria. El discurso de clara confrontación se tradujo en una narrativa épica en la que no había lugar para los personajes frágiles o dubitativos como el Sergio de Memorias del subdesarrollo. Se estaba ante la institucionalización de un imaginario fundacional cuyo carácter beligerante legitimaba el nuevo proyecto nacional. Plagado de combatientes, guerrilleros, mambíses, espías legendarios y calibanes, el imaginario nacional se caracterizaba por la centralidad de los atributos típicamente masculinos: la agresividad, el arrojo, la valentía, entre otros. La retórica revolucionaria recuperaría una figura como José Martí para encabezar su panteón historiográfico. El independentista cubano ofrecía el modelo ideal del nuevo intelectual. El hombre de ideas debía ser también el hombre de armas, aquel dispuesto a dar la vida por la revolución. Su pensamiento, además, se ajustaba a las aspiraciones del nuevo proceso. La Cuba revolucionaria prometía las reivindicaciones sociales y raciales de aquellos sectores de los que hablaba Martí en Nuestra América, aquellos sectores tradicionalmente marginados de la América mestiza. Visto así, la victoria de los barbudos de Sierra Maestra se planteaba como la culminación del proyecto inacabado de Martí. Paradójicamente, al afiliarse con una tradición de pensamiento liberal como la de Martí, el discurso fundacional de la revolución del 59 permaneció atrapado en una episteme occidentalista. La identidad se planteaba en los términos totalizadores y teleológicos de una narrativa homogenizante en la que finalmente las diversas voces disonantes al interior tendrían que ser silenciadas en aras de una identidad nacional única. Al igual que sus pares decimonónicos, los intelectuales cubanos revolucionarios tuvieron la tarea de reescribir la historia y sentar las bases de una narrativa fundacional epopéyica, suficientemente viril y "saludable" para hacer frente a los nuevos desafíos del Imperio estadounidense y a las oligarquías internas. La nueva sociedad, que prometía la reivindicación de los sectores históricamente excluidos, cayó en la contradicción de apelar a un universo simbólico que marginaba aquello que atentaba contra la unidad nacional, bien fuese en términos ideológicos, religiosos, étnicos, estéticos, de género y de orientación sexual.

Aunque esta narrativa totalizadora –y totalitaria– se institucionalizó en la década de los años setenta, ya habían surgido claros antecedentes. El más significativo lo constituyeron las famosas "Palabras a los intelectuales" de Fidel Castro, pronunciadas en la Biblioteca Nacional en 1961: "Dentro de la revolución: todo; contra la revolución ningún derecho". Las palabras del mandatario vinieron dadas por el primer gran choque en el medio cultural a propósito del cortometraje P.M. realizado por Saba Cabrera Infante y Orlando Jiménez. Exhibido en la televisión en el horario de programación patrocinado por la revista Lunes de revolución, la película fue rápidamente confiscada. Las escenas de una Habana nocturna, bohemia, no parecieron ser las más apropiadas en un imaginario revolucionario que se proponía como la antítesis del espacio urbano decadente y degenerado de la época de Fulgencio Batista. Exhibido seis semanas después de los acontecimientos de Playa Girón, las imágenes de P.M. contradecían el imaginario épico de la lucha antiimperialista. La prohibición despertó agrias protestas que terminaron finalmente con el cierre de Lunes. Sobre estos hechos, refiere Antón Arrufat:

Lunes era para ellos (los del Partido Socialista Popular) un francotirador, un liberal y la ocasión de terminar con el magacín surgió a partir del problema que hubo con la película PM, que parecía criticar hasta cierto punto la naciente institucionalización del cine que ya estaba realizando el ICAIC. Todo este episodio terminó con el fin de Lunes y la creación de la Unión de Escritores. Según el modelo soviético, había que unir todas las fuerzas en una sola institución y poner allí un hombre que fuera representante de esa tendencia y que tuviera prestigio y ese hombre fue Nicolás Guillén (en Padura, 2002, 72-73).

En efecto, la centralización de las políticas culturales se tradujo en el cada vez más estricto control gubernamental. Prácticamente, se hacía imposible publicar dentro de la isla sin la aprobación estatal (Miller, 1992, 90). Publicaciones como Lunes eran vistas como un foco de indisciplina en el que se atacaba a la Unión Soviética al mismo tiempo que se abrigaba una cultura decadente burguesa, representada por movimientos como el surrealismo y el existencialismo (Miller, 1992, 87). La centralizadora Uneac llegó a imponer lo que se conoce como la "parametración", una serie de directrices que debían llevar a cabo los escritores, en los que la valoración de la "libertad" parecía subsumida a la de la "responsabilidad" (Franco, 2003, 134). La intervención del sector militar, con Raúl Castro a la cabeza, en el debate cultural hacia finales de la década, también contribuyó al endurecimiento de la atmósfera. En varios artículos publicados en la revista militar Verde Olivo, se hicieron fuertes acusaciones contra escritores como Cabrera Infante, Calvert Casey, Arrufat, Emir Rodríguez Monegal y Heberto Padilla. Arrufat, de hecho, fue destituido como director de Casa de las Américas y, la editorial independiente El Puente, que publicaba autores no estrictamente ceñidos a la literatura comprometida, fue clausurada en 1965 (Franco, 2003, 125). Ya para esa época, Jean Franco refiere que escritores como Cabrera Infante, Severo Sarduy y Calvert Casey habían decidido irse al extranjero. En 1966, Pablo Neruda recibe una carta crítica de escritores cubanos en protesta por su participación en una conferencia en Nueva York (Franco, 2003, 133). El escritor estadounidense Allen Ginsberg, a su vez, es expulsado de la isla en 1965 y al poeta Nicanor Parra se le retira una invitación para formar parte del jurado de Casa de las Américas por haber asistido a una recepción en la Casa Blanca en 1970 (Franco, 2003, 133). El ámbito musical tampoco escapó a las represalias dogmáticas. Silvio Rodríguez "fue suspendido de los programas de la televisión cubana, y se le prohibió cantar la canción ‘Fusil contra Fusil’. También (supuestamente en nombre de la pureza ideológica) fue criticado por su reconocimiento de la música de los Beatles –en una época en que los comisarios decían que representaba lo peor de la decadencia occidental. Y tanto él como Leo Brouwer fueron criticados por sus apariencia poco revolucionaria, ya que llevaban el pelo largo" (Kirk en Padura, 2002, 19).

La paulatina sovietización de las políticas culturales llevó al divorcio de la utópica alianza entre una vanguardia política y una avant-garde artística: "la construcción de una sociedad nueva requería disciplina, no ironía, trabajo duro, no un irresponsable estilo bohemio (….) Trasladado al arte y a la literatura, el término ‘revolución’ podía aludir al contenido, las afirmaciones retóricas de corrección política o a la definición de lo nuevo y lo experimental por parte del escritor. Era esto último lo que irritaba a los recién institucionalizados intelectuales cubanos" (Franco, 2003, 126).

Esta irritación llegó a su paroxismo debido a la publicación y premiación del libro de poemas Fuera de Juego de Heberto Padilla. Conocido como el ‘caso Padilla’, la encarcelación y autoinculpación pública al estilo soviético hecha por el poeta tras la publicación de su libro, marcó el quiebre definitivo entre ambas vanguardias, en 1971. El proceso contra Padilla en abril, originó el distanciamiento y el repudio internacional de muchos intelectuales simpatizantes de la revolución. Dos cartas de protesta fueron dirigidas a Fidel Castro condenando la persecución del escritor. Entre los firmantes de la primera se contaron personalidades como Beauvoir, Sartre, Calvino, Cortázar, Enzensberger, Fuentes, García Márquez, Juan Goytosolo, Alberto Moravia, Maurice Nadeu, Paz, Francisco Rossi y Mario Vargas Llosa. En un tono similar, la segunda carta fue firmada casi por los mismos intelectuales con las notables excepciones de Cortázar y García Márquez (Miller, 1992, 95). Para mayo de 1971, Vargas Llosa envió una carta pública renunciando a su cargo en Casa de las Américas, la cual fue respondida por Haydeé Santamaría acusándolo de contrarrevolucionario (Miller, 1992, 94). El clímax de aguda confrontación originado por el caso Padilla puso fin al idilio de muchos escritores y artistas con los ideales revolucionarios y marcó el inicio del ostracismo al que muchos intelectuales cubanos se verían condenados por más de una década. Atrás quedaba el fervor cultural inicial para dar paso a la "burocratización institucional".

La calibanización de la revolución

Los años 70 han sido generalmente interpretados como el período de dogmatización de la cultura, un período en que la actividad intelectual parece detenerse dramáticamente. La circulación de revistas y periódicos extranjeros escasea y los estantes de las librerías van vaciándose. La producción artística se encarece, se vuelve mucho más uniforme –son los años de la entronización del realismo socialista soviético— y se produce o continúa la represión y/o el marginamiento de muchos artistas e intelectuales como José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Pablo Armando Fernández, Miguel Barnet, Reynaldo González, Abelardo Estorino, César López, Eduardo Heras León, Norberto Fuentes, Delfín Prats, Raúl Martínez, y el mismo Padilla. Algunos se decidieron por el exilio, otros por el ostracismo dentro de la isla. En medio del desierto cultural, se produjo un boom literario en el género de contraespionaje. Patrocinadas por el Ministerio del Interior, en un intento por capitalizar la producción literaria desde el Estado, estas novelas se publicaron en extensos tirajes llegando a alcanzar cierta popularidad. Representativas del único tipo de imaginario oficialmente posible –el épico— ponen en escena las dicotomías morales propias de las narraciones de espionaje durante los años de la Guerra Fría, pero invirtiendo las asignaciones valorativas para exaltar la revolución cubana. Novelas como Y si muero mañana (1978), de Luis Rogelio Nogueras, se mueven en las polaridades morales de la solidaridad, el martirologio, el idealismo, el amor concretados en el espía cubano y, el individualismo, el materialismo, la tecnificación y la traición que caracteriza a los agentes de la CIA y a los cubanos exiliados en Estados Unidos. Se trató, pues, de la apropiación de las narrativas que se forjaron en el contexto de bipolarización mundial, al mismo tiempo que ofrecían propósitos pedagógicos y moralizantes. La idea era construir héroes literarios capaces de representar el modelo del ideal revolucionario. Había que forjar una identidad hegemónica que quedó articulada en términos esencialistas y planos.

Bajo esta misma orientación, se hacía imperante una reescritura de la historia que legitimara al régimen. En 1971 el escritor cubano Roberto Fernández Retamar publica su emblemático ensayo-manifiesto Calibán en la revista Casa de las Américas. Su texto, legitimado a la luz de las nuevas políticas culturales, supone una respuesta contundente a las polémicas que hacía más de una década llevaban políticos, intelectuales y artistas tras el derrocamiento del régimen de Batista. ¿Cuál debía ser la identidad nacional de la Cuba revolucionaria? Y, por sobre todo, ¿cuál era el rol que la nueva sociedad cubana demandaba de los intelectuales? Al recoger estas preocupaciones, Fernández Retamar inscribe simbólicamente las bases programáticas de la cultura nacional y del quehacer intelectual. Su "concepto-metáfora" de Calibán supone la narrativización oficial de la difundida frase "Dentro de la revolución: todo; contra la revolución ningún derecho". El texto define el hasta entonces ambiguo espacio del adentro y del afuera de la revolución cerrando así el intenso debate público y legitimando el quinquenio gris.

Calibán, como luego explica el mismo Fernández Retamar, surge en una "encendida coyuntura polémica" (2003,102) relacionada principalmente con dos hechos: uno, el referido anteriormente "caso Padilla" y, el otro, la circulación de la revista Mundo Nuevo en la que participaban activamente intelectuales como Carlos Fuentes y Emir Rodríguez Monegal. Esta revista aparentemente era financiada y controlada por la CIA para neutralizar a Casa de las Américas. El ensayo-manifiesto de Fernández Retamar propone la figura de Calibán para definir la identidad latinoamericana y para asignar las funciones éticas-políticas del intelectual latinoamericano (Beverley, 1995, 804).

El título se refiere a uno de los personajes de La tempestad de Shakespeare, a la vez que funciona como anagrama de caníbal, asociado "con las voces ‘caribe’ y ‘pueblos del Can’, que se empleaban para designar a los indígenas del Nuevo Mundo" (Beverley, 1995, 803). En la conocida obra isabelina, Calibán es el esclavo deforme, originario de la isla, que se rebela ante el amo, el rey-mago Próspero. Por su parte, Ariel, también originario de la isla, es el esclavo dócil que se somete a la voluntad del amo. A Retamar le interesa alinearse en una línea de pensamiento "calibánico", cuya matriz se sustenta en el carácter mestizo de Nuestra América (1891) de José Martí en contraposición a la América sajona y al discurso "nordomaníaco" de un Domingo Faustino Sarmiento, quien proponía y defendía el blanqueamiento y la aculturación de América Latina a ejemplo de "países civilizados". Fernández Retamar polariza el discurso en dos bandos. Por un lado, los actuales herederos del colonizador Próspero y de su siervo Ariel y, por el otro, los herederos del rebelde Calibán. En el primer bando identifica a Estados Unidos y a todos aquellos "arieles" criollos aliados con ese país. Estos últimos son representados por una intelectualidad latinoamericana al servicio del imperialismo, como Sarmiento, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes y Emir Rodríguez Monegal. Calibán, por el contrario, es el personaje mestizo que se resiste a la opresión aprendiendo el lenguaje del amo para revertirlo en su contra. A este correspondería una intelectualidad latinoamericana verdaderamente revolucionaria, emparentada con una tradición de resistencia que viene desde los sectores "subalternos": Tamanaco, Guaicaipuro y demás indígenas caribes, pasando por Túpac Amaru, las guerras independentistas y la figura de Sandino. En particular, la figura del esclavo cimarrón funciona en consonancia con el ideario de la revolución cubana. Frente a la absoluta sumisión ante la opresión, el cimarrón presenta los paradigmas de lucha y liberación nacional. Desde su condición étnica –mulato, negro o mestizo– y política –de autodeterminación, y rebeldía ante el estatu quo– fundamenta las bases de la nueva identidad en el estado socialista cubano. Una identidad en la que las alteridades subalternas –tal como se queja el ex-esclavo Montejo después de haber logrado la independencia de España en Biografía de un cimarrón (1966)--, no habían tenido cabida en el pasado, y cuya rebeldía y sufrimiento hacían posible la utopía del presente.

La propuesta de Fernández Retamar va a ser recogida por el cine cubano en esa misma década de los 70 al recurrir al pasado esclavista "en busca de una raíz genuinamente nacional que sirva de sostén ideológico a la práctica revolucionaria" (West, 1987, 183). Una serie de filmes van a abordar la figura histórica del cimarrón. Se dirigen varios documentales, Sergio Giral produce su trilogía del tema en El otro Francisco (1973), Rancheador (1975) y Maluala (1979); y Tomás Gutiérrez Alea dirige La última cena (1976). La idea en palabras de este último director, no estaba en "reconstruir de una manera espectacular el hecho en sí. [Ni le] (...) interesa el trabajo arqueológico, sino aprovechar de la historia algún momento, debido a la repercusión que eso puede tener en nuestro presente" (en Oroz, 1989, 155). Sin embargo, algunos estudiosos considerarán estas películas históricas como intentos escapistas frente a un régimen que se había vuelto demasiado sensible a las críticas. Contrariamente, Gutiérrez Alea esgrime, "nuestros filmes históricos son necesarios particularmente porque la visión que existe del pasado ha sido sistemáticamente distorsionada por la historiografía burguesa. Afortunadamente, tenemos también pocos historiadores que han dedicado sus vidas a estudiar nuestro pasado con un óptica diferente –incluyendo a algunos que han usado la óptica marxista decididamente- y sus estudios algunas veces fueron actos genuinos de rebelión en el medio de una sociedad racista y reaccionaria que estaba sujeta a los intereses de capitalismo" (en Oroz, 1989, 68).

El llamado escapismo, por otro lado, pudo haber funcionado como una estrategia efectiva para evadir la censura. Ello resulta evidente, por ejemplo, en el filme La última cena, donde se juega con ciertos niveles de ambigüedad ideológica. El tema de la esclavitud, de las relaciones entre el amo y el esclavo, pudo resultar adecuado para contemporaneizar con el del autoritarismo. Tal como sucede con el conocido poema de Nancy Morejón "Amo a mi amo", publicado en 1986, una lectura posible sobre el tema de la esclavitud puede conllevar a una crítica no explícita sobre el autoritarismo.

Más allá de las posibles ambigüedades interpretativas que el tema del cimarronaje suscita, es claro que la sustentación por parte de Fernández Retamar de una identidad nacional cimarrona y de una identidad intelectual calibánica, fue sin duda problemática. Proponiéndose como una identidad originaria, contradictoriamente se definía en la lógica binaria de tesis y antítesis; como si la propia identidad estribase simplemente en contrariar al otro hegemónico (Torres-Saillant, 2000), Calibán obviaba, así, cualquier oportunidad de legitimarse a partir de sus propias especificidades culturales y quedaba adherido, por oposición, a un centro occidental. La proposición del mestizaje como resultado "sintético" de las diferencias y particularidades latinoamericanas conllevó, a su vez, a la articulación de una identidad homogeneizante. Calibán no sólo excluía a aquellos intelectuales que identificaba con el imperialismo, sino que también lo hacía con aquellas voces al interior que difícilmente eran identificables con este modelo único. ¿Dónde quedaban, por ejemplo, las voces femeninas de la revolución en una genealogía cultural y política conformada sólo por hombres como Simón Bolívar, Martí, Julio Antonio Mella, Franz Fanon, Fidel, Augusto César Sandino, y el Che? ¿En qué espacio ubicar la propuesta estética-poética del negrismo, que partía desde su propia diferencialidad étnica ante una narrativa hegemónica del mestizaje? Y, finalmente, ¿cómo incluir la homosexualidad en una narrativa masculinista?

La articulación de una identidad monolítica revolucionaria se tradujo en una política cultural intransigente en la que las diferencias quedaban subsumidas a las de clase. Preocupada por las histórica inequidad racial, de género y de clase, la revolución efectivamente llevó a cabo una serie de políticas integradoras. Como nunca antes, estos problemas fueron inicialmente debatidos y ferozmente atacados. A la vuelta de los años, sin embargo, las premisas de una nación igualitaria conllevaron a ciertas paradojas.

El tema racial resulta particularmente revelador. Con el tiempo, se produjo la ausencia de un debate público sobre el asunto, puesto que la revolución ya había solventado los problemas raciales del pasado (De la Fuente, 2001, 279). Al respecto, Alejandro de la Fuente refiere en su libro A Nation for All lo siguiente: "Tal como uno de los informantes de Sutherland estableció, ‘El problema en Cuba es que es un tabú hablar sobre racismo porque oficialmente ya no existe más. Y nadie, negro o blanco, desea hablar sobre eso’. Si abiertamente los comportamientos racistas fueron condenados por contrarrevolucionarios, los intentos por debatir públicamente las limitaciones de la integración en Cuba, fueron de igual manera, considerados como tarea del enemigo" (2001, 279, trad. propia).

La cancelación del debate racial puedo haber influido en el cambio temático de la poesía de Guillén, quien desplazó los tópicos negristas por los sociales y políticos a partir del 1959 (Duno, 2003,162). Su conocido poema "Tengo" (1964) resumió la posición oficialista, estableciendo "el nexo histórico entre el período antes y después de la revolución, por el cual se solidifica el discurso identitario nacional bajo el término birracial" (Branche, 1999, 495). La poesía negrista no sólo dejaba de dar cuenta de una realidad nacional sino que peligrosamente minaba la armonía sintética-racial de la identidad. Jerome Branche aclara que, "si bien los conceptos de nación y mestizaje van de la mano en la Cuba posrevolucionaria, es la misma lógica de la revolución la que dicta que por cuestiones de seguridad, que lo nacional supere cualquier interés partidario o racial" (1999 ,499). Este hecho nos permitiría especular sobre las razones del ostracismo cultural durante la década del setenta de la poeta Nancy Morejón, quien fuera seguidora de Guillén y heredera del movimiento negrista cubano (Branche, 1999, 499).

La posición gubernamental frente al tema racial tuvo también sus efectos sobre la cultura popular. Paralelamente al silencio en el debate público, las manifestaciones culturales afrocubanas fueron recuperadas e institucionalizadas como parte de la nueva identidad inclusiva mestiza. Con tal fin fueron creados organismos como el Instituto Nacional de Etnología y Folklore y el Conjunto Folklórico Nacional (De la Fuente, 2001, 289). Las tradiciones afrocubanas fueron reapropiadas a fin de articularse a una matriz revolucionaria. Un ejemplo claro de ello fue el control que el gobierno asumió de la celebración anual del carnaval, "transformado de suceso religioso en acontecimiento secular, ahora tiene lugar el 26 de julio, fecha del fallido ataque de Fidel al cuartel Moncada de Santiago en 1953" (Franco, 2003, 127). No obstante las directrices revolucionarias, las relaciones entre la cultura oficial y la popular fueron siempre tensionantes. Para la línea partidista más dura, manifestaciones afrocubanas como la religión de la santería representaban prácticas arcaicas propias de sociedades alienadas y colonizadas. En otras palabras, las manifestaciones afrocubanas ofrecían un atractivo en tanto fuesen supeditas a la autoridad estatal, en tanto eran susceptibles de transformarse en folklore, sufriendo una desacralización (De la Fuente, 2001, 290). Aunque las prácticas religiosas afrocubanas nunca fueron prohibidas oficialmente, numerosos estudios señalan el ambiente de hostilidad –frecuentemente ligado a prejuicios raciales–, que sus practicantes tuvieron que confrontar. La capacidad de supervivencia de religiones como la santería demuestra hasta qué punto las dinámicas culturales son complejos procesos de negociación nunca determinados unidireccionalmente de arriba hacia abajo.

Los intentos de apropiación cultural del establisment revolucionario surgían por la necesidad de disciplinamiento de sus ciudadanos. La nueva sociedad demandaba una profilaxis de todos aquellos elementos asociados con la corrupción colonialista del pasado. Así como la noción de raza debía ser eliminada de la conciencia social (De la Fuente, 2001, 280), así también prostitutas y homosexuales debían sujetarse a las prácticas profilácticas de rehabilitación. El lado más oscuro de dichas prácticas delató la terrible homofobia institucional. Ya en 1965 se habían creado los campos disciplinarios de la Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP), los cuales tenían por objetivo la rehabilitación de los homosexuales. Aunque la UMAP fue prontamente desmantelada y Fidel Castro ofreció disculpas públicas, la verdad es que la política de discriminación homosexual en el sector cultural continuó a lo largo de los años setenta produciendo estragos. El dramaturgo Abelardo Estorino testimonió sobre aquello: "Lo primero que ocurre es el Congreso de Educación y Cultura de 1971, donde sí queda establecido que los homosexuales no podían trabajar ni en la educación ni en la cultura. Ese fue el inicio de una década muy dura para el teatro cubano" (en Padura, 2002, 122). No fue solamente el sector teatral el único que sufrió las directrices homofóbicas, aunque ciertamente ha de haber sido uno de los más afectados. El encarcelamiento de Virgilio Piñera y Reynaldo Arenas, el marginamiento de Lezama Lima –y el retraso de la publicación de su novela Paradiso, la cual contenía un capítulo en el que abordaba una relación homosexual– fueron algunos de los ejemplos que demostraron cuán extendidas se hicieron estas prácticas represivas. Decididamente el énfasis masculino en la beligerancia calibánica que enunciara Fernández Retamar hacía de la homosexualidad una práctica peligrosamente transgresora (Franco, 2003, 133).

La apertura del desengaño

Las dos décadas subsiguientes entrañaron un giro de apertura con respecto al dogmatismo anterior. Las dramáticas imágenes del éxodo de Mariel demostraron hasta qué punto una cantidad significativa de cubanos no habían sido alcanzados por la utopía socialista. A nivel internacional, las expectativas de escritores y artistas por conjugar la vanguardia estética con la política se trasladaron al escenario nicaragüense, tras la victoria de los sandinistas. Allá como en la Cuba de los primeros años, el fervor revolucionario conjugaría nuevamente a intelectuales y guerrilleros. En Cuba, mientras tanto, siguió el proceso de "rectificación" dirigido a una reorientación política alejada de los modelos normatizadores soviéticos, los cuales no habían resultado muy eficientes. El tema de la libertad creativa apareció discretamente en el tapete de discusión ante la necesidad de una mayor iniciativa de las bases por combatir las enquistadas y verticales estructuras gubernamentales que habían causado vicios como el de la corrupción burocrática (Franco, 2003, 137). En esta dirección, la creación del Ministerio de Cultura (1976) comenzó a operar un cambio significativo en ese sector. Las llamadas "rehabilitaciones" paulatinas de aquellos escritores y artistas que, marginados por el establishment durante la década de los setenta, habían permanecido en la isla, ofreció una nueva oportunidad para los primeros "balbuceos críticos" (Padura, 2002, 327). Este accidentado proceso estuvo lleno de tensiones, como lo demostrara la censura del filme El techo de vidrio (1981) de Sergio Giral. Sin embargo, no cabe duda del debilitamiento de las rígidas posturas partidistas. Para el dramaturgo Arrufat, "gran parte de los escritores y artistas que fueron excluidos por homosexualismo, que se consideraba una aberración política, son readmitidos (…) Los años 80 son de la rehabilitación pública. La gente empieza a dar conferencias, a publicar y, sobre todo, empieza a viajar" (en Padura, 2002, 83). Escritores como Pablo Armando Fernández, Nancy Morejón y Antón Arrufat vuelven a publicar después de un silencio de 14, 12 y 9 años respectivamente. Esta distensión en el ambiente permitió que "pintores, escritores, teatristas y hasta cineastas y bailarines comiencen tímida y arriesgadamente a optar por una creación cultural que se comprometía, otra vez, con la función estética del arte, antes que con la directa expresión política de sus contenidos" (Padura , 2002, 324). Las artes plásticas cubanas se permitieron un mayor experimentalismo estético al tiempo que el Icaic produjo filmes distanciados de las narrativas épicas y más conectados con la realidad cotidiana. Aunque desde una perspectiva todavía oficialista, el filme Lejanía (1985) de Jesús Díaz se propone la exploración del hasta entonces maniqueo tema del exilio bajo una mirada más compleja, aproximando la línea divisora entre los que se fueron y los que se quedaron. Con un tono poético, la película aborda el trauma afectivo de una familia escindida por el exilio.

La década de los ochenta también ha sido interpretada como el período de gestación de una nueva generación de artistas e intelectuales nacida bajo la revolución, que florecería finalmente en la década de los noventa.

La aparición del filme Fresa y chocolate (1993) de Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío concretiza finalmente el cambio radical en el escenario cultural. Criticada por su supuesto tono "comprensivo" y "displicente" al abordar el tema de la intolerancia sexual y estética durante el quinquenio gris, la realización de la película supuso una clara señal de apertura para las nuevas generaciones intelectuales:

… una película en específico mostró por dónde iban los intereses de los cineastas cubanos y cuáles eran sus urgencias expresivas: así, Fresa y Chocolate, dirigida por el veterano Tomás Gutiérrez Alea, en colaboración con Juan Carlos Tabío y a partir de un guión de Senel Paz, funcionó como un verdadero revulsivo estético y marcó, como ninguna otra obra, los reclamos y las posibilidades del arte cubano de los 90, bien distantes del romanticismo épico de los 60, el maniqueísmo ideológico de los 70, y los balbuceos críticos de los 80 (Padura, 2002, 327).

Retomando el ‘género menor" del melodrama, Gutiérrez Alea recrea la amistad entre una heterosexual del partido –David– con un homosexual –Diego–, que ha sido víctima de las rígidas directrices culturales oficialistas. El abrazo final entre ambos personajes, simboliza el reconocimiento de las diferencias y funciona a manera de desagravio frente a todas aquellas personas que sufrieron la represión y la persecución en años anteriores. El final feliz del filme no deja de ser problemático, ya que, al constituir una autocrítica impensable en el pasado, termina por absolver veladamente las terribles prácticas discriminatorias que pretende denunciar. En este sentido, Fresa y Chocolate supone una reapropiación de las denuncias descarnadas de muchos intelectuales que terminaron en el exilio como Reynaldo Arenas y el director Néstor Almendrós. De hecho, el filme de Gutiérrez Alea se propone como una respuesta institucional frente al documental Conducta impropia (1984) de Almendrós y Orlando Jiménez en el que se denunciaban los campos de trabajo forzados a los que fueron sometidos muchos homosexuales:

ratándose la película (Fresa y chocolate) del tema de un homosexual en Cuba pues inevitablemente tenía que asociarla con lo que había hecho Néstor; de modo que sí, de alguna manera Fresa y chocolate es una repuesta a Conducta Impropia (…) Los hechos que se resaltan en Conducta impropia son casi todos ciertos, pero se cuenta solamente una parte y no se contextualiza, no se da la medida real de ese hecho sino simplemente se dice que hubo represión. A mí me pareció muy elemental lo que había hecho Néstor, algo que no estaba a la altura de su talento. En fin, que con medias verdades se pueden hacer grandes mentiras y a mi juicio eso es lo que él había hecho (Gutiérrez Alea, 1996 71-72).

Desagravio complaciente o significativa autocrítica, lo cierto es que este filme forma parte de un conjunto de obras que marcaron una década de producción reflexiva no sólo sobre el quehacer intelectual y artístico, sino sobre los aciertos y errores de la revolución cubana. Tal libertad crítica se produjo paradójicamente en uno de los peores momentos económicos y políticos de la isla: el periodo especial. El encarecimiento de recursos durante este período alcanzó también a la industria cultural. La situación se hizo insostenible para un significativo número de intelectuales que hasta entonces había apoyado el proceso revolucionario. Se produjo el éxodo de personalidades como el historiador Manuel Moreno Fraginals, el novelista y cineasta Jesús Díaz, el pintor Tomás Sánchez, el músico Arturo Sandoval y el periodista Norberto Fuentes entre muchos otros (Padura, 2002, 329). Ello debe haber disuadido a los funcionarios de la cultura a un cambio estructural.

Finalmente, la terrible crisis económica por la que pasaba la isla obligó a una flexibilización de las políticas. Con el derrumbe del bloque socialista parecieron sucumbir también las restrictivas posturas dogmáticas que habían limitado las áreas económicas y culturales. El gobierno cubano se vio obligado a liberalizar varias de sus normativas, lo cual favoreció el sector cultural. Como parte de una visión menos estricta sobre el quehacer intelectual, altos funcionarios gubernamentales, como el novelista Abel Prieto, permitieron a artistas y a escritores publicar, exhibir y comercializar sus obras directamente en el exterior. Ello obviamente redundó no sólo en una mejora sustancial de la calidad de vida de las personas que conforman este sector, sino también en una mayor libertad creativa. Los filmes Madagascar (1994), La vida es silbar (1998) y Suite Habana (2003) de Fernando Pérez y, Lista de espera (2002) de Tabío; así como las novelas Pasado perfecto (1991) de Leonardo Padura, Tuyo es el reino (1997) de Abilio Estévez, Muerte de nadie de Arturo Arango (2003) y los sórdidos cuentos que componen la Trilogía sucia de La Habana (1998) de Pedro Juan Gutiérrez, son apenas algunos ejemplos de la excelente producción artística en años recientes. Dicha producción se ha dado irónicamente desde una perspectiva desengañada de los grandes relatos revolucionarios. La crisis de los 90 posibilitó así un riquísimo florecimiento cultural, intrínsicamente ligado al autocuestionamiento y la deconstrucción de la épica revolucionaria. Vendedoras ambulantes, borrachos, escritores fracasados, adolescentes desorientados, prostitutas, amas de casa, madres sobrevivientes, homosexuales, funcionarios corruptos, detectives empobrecidos son los nuevos personajes que vienen a desplazar al heroico Calibán en el imaginario de la Cuba actual.

La trágica paradoja de las rígidas directrices culturales de la revolución cubana fue que la controlada apertura al libre mercado en los años 90 conllevó a prácticas democratizadoras –¿emancipatorias?-- en el sector cultural, que no fueron posibles durante la Cuba calibánica que imaginaba Fernández Retamar. Esta contradicción nos lleva a redefinir el papel asignado por la izquierda a las prácticas culturales en el nuevo contexto del siglo XXI. La tarea, tal como propone John Beverley, debe comenzar por el "reconocimiento de que la globalización y la economía política neoliberal han hecho mejor que nosotros un trabajo de desjerarquización cultural. Este hecho explica en parte por qué el neoliberalismo —a pesar de sus orígenes en una violencia contrarrevolucionaria inusitada— llegó a ser una ideología en la que sectores de clase o grupos subalternos pudieron ver también cierta posibilidad para sí mismos" (2004, 26).

La experiencia cubana plantea a la izquierda latinoamericana el desafío de repensar un imaginario estratégico emancipador desde abajo, no ya en términos cerrados –esencialistas, monocordes y atemporales—, sino abierto al constante movimiento de las negociaciones culturales entre todos los diferentes actores. En esta dirección, sería posible entonces pensar nuevamente en la conjunción de una vanguardia artística y una política que se caracterice por su naturaleza no sólo inclusiva, sino también, verdaderamente horizontal.

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Nota

1.  Se trató de un teatro de masas, distinto al tradicional teatro de sala.

2.  Su primer tiraje de libros fue una edición de Don Quijote de la Mancha de 150.000 ejemplares.

3. Pablo Armando Fernández  --Premio Nacional de Literatura 1996--  recuerda:

“Yo estuve en la Unión Soviética en 1960, y realmente aquello me espantó. Y, porque hice una crítica a la Unión Soviética, aquí fui públicamente regañado-en buen cubano me dijeron que no hablara tanta mierda--. También estuve en China, en el mismo año 1960, cuando Mao Tse-Tung hizo un discurso donde decía que Cuba, era un astro más en la constelación del socialismo. Luego yo repetí la frase en un brindis, y la jefa de nuestra delegación me dijo que no tomara más, que Cuba no era socialista…” (en Padura, 2002, 162)

4.  Para el novelista Manuel Matos Moquete, la derrota de la expedición del coronel Francisco Caamaño en 1973 a la República Dominicana se debió en gran parte al vacilante apoyo recibido por Cuba a raíz de estos giros políticos internos (2000).

5. Carlos Franqui refiere la lógica histórica de aquellos días: “Haremos la revolución/la revolución que no se hizo en el 98 ni en el 33” (81, 13). Ésta sería la propuesta de narrativas como las del filme Lucía (1968) de Humberto Solás. Por su parte, Liliana Martínez Pérez señala que durante los primeros años, “la inclinación de la cultura revolucionaria a favor de los revolucionarios del siglo XIX antes que los de los del siglo XX, tenía un doble sentido: por una parte, colocaba a la cultura nacionalista y antiimperialista como el ‘cemento social’ más poderoso de la revolución cubana y, por la otra, permitía a los políticos retrasar, por omisión, el enfrentamiento ideológico con la cultura marxista en su versión estalinista” (2006, 48).

6. Algunas de estas acusaciones eran francamente homófonas.

7. Aunque ha sido una historia menos difundida, la pieza teatral Los siete contra Tebas de Arrufat  corrió una suerte similar al poemario de Padilla, tras haber ganado junto con aquél el premio del la Uneac ese año.

8. Heberto Padilla ya había provocado algunas polémicas. En 1968 publicó un artículo en El Caimán Barbudo atacando la novela La pasión de Urbino de Lisandro Otero, quien era en ese momento el vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura. En ese artículo se quejaba además de la no publicación en Cuba de la novela de Cabrera Infante Tres tristes tigres, obra que consideraba superior a la de Otero. A raíz del artículo de Padilla, el consejo editorial de El caimán tuvo que renunciar (Miller, 1992, 90).

9. Con anterioridad Vargas Llosa había sido criticado en 1969 por no haber adjudicado el dinero del premio Rómulo Gallegos a una causa revolucionaria tal como lo había hecho García Márquez con el partido venezolano MAS (Franco, 2003, 133).

10. Sobre el tema se ha escrito abundantemente. Para mayores detalles del caso Padilla ver artículo de Miller incluido en la bibliografía.

11. Existen importantes excepciones en este período. Algunas de ellas lo constituyen las obras El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974), La consagración de la primavera (1978) de Alejo Carpentier, El pan dormido (1975) de José Soler Puig y Onoloria (1973) de Miguel Collazo. 

12. La “nordomanía” es el término utilizado por Rodó en su Ariel (1900) para caracterizar negativamente a Estados Unidos.

13. Fernández Retamar invierte la valoración positiva que elabora Rodó en el personaje de Ariel.

14. Esta novela testimonial inicia de alguna manera una nueva propuesta político-literaria desde la izquierda, que pretendió revertir el carácter “burgués” y elitista de la literatura tradicional. En contextos de clara insurgencia o emergencia, las voces “subalternas” irrumpen en la escritura desestabilizándola. Quizá el testimonio más conocido ha sido el libro de Rigoberta Menchú. Sobre el tema han debatido ampliamente autores como Miguel Barnet, Juan Duchesne, Arturo Arias y John Beverley, entre otros.  

15. Una de las razones específicas para esta vuelta al pasado pudo haber estado las directrices rígidas expresadas en el Congreso Nacional de Cultura y Educación realizado en 1971. Allí, Fidel Castro Fidel fue particularmente beligerante al atacar a una “mafia de seudoizquierdistas” intelectuales (Miller, 1992, 94).

16.  La única excepción en esta genealogía la constituye Violeta Parra. Sobre el tema de la exclusión de género Jean Franco exalta la ausencia de mujeres en el pensamiento posrevolucionario. Haydeé Santamaría y Wilma Espín serían más bien funcionarias públicas con altos cargos ( 2003,123). 

17.  Al respecto la bailarina Alicia Alonso refiere que no fue sino hasta el año 59 que los afrocubanos se integraron al ballet clásico (en Padura, 2002, 101).

18. Resulta interesante observar que la hostilidad estatal no sólo se limitó entonces al tratamiento de la religión católica asociada con los sectores oligárquicos y reaccionarios del país. El “opio de los pueblos” estuvo identificado con las prácticas religiosas de muy variados sectores.

19. Jean Franco señala la satanización de la que fue objeto el imaginario urbano. La vieja ciudad de La Habana, con sus casinos, prostíbulos y clubes sociales estaba asociada a la dominación estadounidense. Por el contrario, el espacio rural fue concebido en términos positivos y de allí algunas de las políticas que incentivaban la vuelta al campo (Franco, 2003, 127).

20.  El humor y/o la narración de pequeñas historias fue una tendencia preponderante en esto años con películas como Se permuta (1984) y Plaff (1988) de Juan Carlos Tabío , Una novia para David (1985) de Guillermo Orlando Rojas y Vampiros en La Habana (1985) de Juan Padrón.

21.  El escandaloso enjuiciamiento a íconos del mundo militar y político como el general Arnaldo Ochoa en 1989 por sus nexos con el narcotráfico, fue un acontecimiento de significativa importancia para una generación intelectual que vio el derrumbe de los ideales revolucionarios.

22.  Esta libertad sigue estando condicionada en la medida en que aún existen líneas dogmáticas al interior del aparato gubernamental En 1991 la película Alicia en el pueblo de las maravillas de Daniel Díaz Torres fue censurada y la Guantanamera (1995) de Tabío fue acusada de contrarrevolucionaria por Fidel Castro.

23. Prácticas que por el contrario han conllevado a un significativo retroceso en la consecución de una sociedad más igualitaria en términos raciales y económicos para Nancy Morejón (Padura, 2002, 216-217).