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Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales
versión impresa ISSN 20030507
Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales v.14 n.3 Caracas dic. 2008
Chávez y la búsqueda de una seguridad y soberanía alimentarias
Dick Parker
Historiador galés, educado en la Universidad de Oxford, Inglaterra, es actualmente profesor titular del departamento de Estudios Latinoamericanos en la Escuela de Sociología de la UCV. Hasta 1999 fue director de la Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales. Entre sus publicaciones más recientes: El chavismo: populismo radical y potencial revolucionario, Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, (1-2001) y Debilidades en la conducción política también facilitaron el golpe, Observatorio Social de América Latina (7-2002). dickparker@cantv.net
Resumen
Este artículo examina los conceptos de seguridad y soberanía y la manera como se han utilizado en la discusión sobre los problemas alimentarios. Sobre esta base, se analiza la política del gobierno de Chávez al respecto, empezando por señalar las dimensiones del reto asumido en 1999, resumiendo la política implementada por el gobierno y intentando evaluar los resultados durante la última década. Se concluye que el problema de soberanía sigue vigente y se hace más urgente con los inicios de una recesión mundial y la caída en los precios del petróleo.
Palabras clave: Venezuela, seguridad alimentaria, soberanía alimentaria, consumo de alimentos, producción agrícola, cooperativas.
Chávez and the Search for Food Security and Sovereignty
Abstract
This article examines the concepts of security and sovereignty and the way in which they have been used in the debates over food. After clarifying these issues, the author analyzes the policy of the Chávez government during the last ten years, underlining the dimensions of the challenge assumed in 1999, presenting the different measures adopted and their implementation and attempting to evaluate the results. The article concludes that the problem of food sovereignty has not been solved and could well become more acute with the onset of the world recession and the fall in oil prices.
Key Words: Venezuela, Food Security, Food Sovereignty, Food Consumption, Agricultural Production, Cooperatives.
Introducción
En el curso de este artículo, intentaremos entender en su justa dimensión el alcance de los conceptos de seguridad y soberanía y como se han utilizado en la discusión sobre los problemas alimentarios. También procuraremos establecer los criterios a aplicar para cualquier evaluación del desempeño del gobierno al respecto. Además, hemos intentado conseguir la información disponible para hacer una evaluación desde la perspectiva de 2008.
Sin embargo, más allá de registrar la información de relevancia y tratar de interpretarla, nos interesa entender por qué no se ha logrado más, identificándonos con una angustia que comparten muchos amigos que se han entregado hasta el alma para tratar de mejorar las cosas. Por supuesto, al plantear esta preocupación central, nos encontramos con las explicaciones ya adelantadas por el gobierno y por la oposición respectivamente. El gobierno, naturalmente, recurre a explicaciones que enfatizan los intereses oligárquicos incrustados en el campo, las resistencias que provocan y el sabotaje, mientras que, desde la oposición, vienen acusaciones respecto a lo dañino que ha resultado un reparto demagógico de la tierra a quienes no la saben trabajar, del hostigamiento al productor privado, de la fijación burocrática de precios que desincentivan las inversiones y hasta la producción, en fin, la incompetencia de un gobierno típicamente populista.
De hecho, la acentuada conflictividad en el campo y, en general, la polarización de la situación política del país nos enfrentan con dos versiones de la realidad contrapuestas, las dos tan alejadas entre sí y tan condicionadas por el compromiso político que cuesta mucho intentar cualquier evaluación que no se deje arrastrar por una de las dos. Sin embargo, contamos con una reconocida producción académica dedicada al análisis de los problemas agrarios, y de la cadena alimentaria en su conjunto[1]. Aspiramos aprovechar adecuadamente los aportes de estos estudiosos para hacer un análisis que calibre las verdaderas dimensiones del desafío que este gobierno asumió
A nuestro juicio, calibrar las verdaderas dimensiones del desafío significa, en primer término, entender las tendencias que venían imponiéndose en el mercado alimentario mundial durante las últimas décadas y, en particular, durante los años 90. De esta manera, se puede apreciar cuáles son los intereses internacionales en juego potencialmente perjudicados por un intento de revertir estas tendencias y construir alguna alternativa. Después, vamos a analizar algunas de las características de la economía venezolana y, en particular, las del sector agrario, comparando las circunstancias que rodeaban la reforma agraria de los años 60 y la situación actual, poniendo de relieve cómo habían cambiado las fuerzas sociales involucradas.
Las anteriores consideraciones nos ayudarán a calibrar las dimensiones del desafío asumido en 1999. Después, analizamos la política del gobierno frente al problema agroalimentario, conscientes de que los distintos objetivos que se planteaban no eran siempre fáciles de compatibilizar entre sí. En nuestra discusión de la aplicación de la política gubernamental seguimos haciendo hincapié en las dificultades, no buscando identificar responsables (esto lo dejamos al discurso político de gobierno y oposición), sino más bien tratando de precisar bien la naturaleza de los sucesivos problemas que han incidido en los resultados. Por último, intentaremos identificar las particularidades del momento actual y los potenciales problemas a corto plazo para seguir en la búsqueda de la seguridad y soberanía alimentarias.
Los conceptos y cómo se deslizan para acomodarse a los nuevos vientos
Hasta por lo menos los años 70 del siglo pasado, al referirse a la seguridad alimentaria en los países considerados más desarrollados, se daba por sentado que se trataba de un problema de soberanía. La seguridad alimentaria se veía como un problema de seguridad nacional[2]. Por eso, la producción de alimentos no se abordaba como si se tratara de cualquier mercancía. Además, quienes tenían mayor conciencia de la importancia de garantizar la producción doméstica de alimentos eran precisamente los gobernantes de los países desarrollados. Fue el gobierno de Estados Unidos el que insistió en 1955 para que los alimentos no se sometieran al régimen de liberalización del comercio promovido por el GATT. De hecho, después de la Segunda Guerra Mundial, fue Estados Unidos junto con los países europeos que conformaban el Mercado Común Europeo los primeros que deliberadamente buscaban cubrir sus necesidades básicas de alimentos con una producción nacional, montando sus respectivos sistemas de subvenciones y protección para los agricultores[3].
Sin embargo, a partir de los años 80, tanto los estadounidenses como los europeos adoptaron una postura distinta y, en 1986, empezaron las negociaciones para determinar los términos de la incorporación de los alimentos a los acuerdos del GATT, proceso que culminó en 1994 en la llamada Ronda de Uruguay. Este cambio se dio, básicamente, porque los incentivos proporcionados para la producción de alimentos en Estados Unidos y en Europa habían generado una capacidad productiva que sobrepasaba los requerimientos domésticos y buscaba salidas en el exterior. De allí que John Block, Secretario de Agricultura de Estados Unidos entre 1981 y 1985, pudo afirmar: El esfuerzo de algunos países en vías de desarrollo por volverse autosuficientes en la producción de alimentos debe ser un recuerdo de épocas pasadas. Éstos podrían ahorrar dinero importando alimentos de Estados Unidos (citado en Hernández Navarro, 2008). Ya en 1994, las exportaciones de Estados Unidos eran 30% del comercio de trigo a nivel mundial, 64% del maíz, cebada, sorgo y avena; 40% de la soya, 17% del arroz y 33% del algodón (McMichael, 1998, 5).
Se ha presentado este auge de las exportaciones de los países desarrollados como si fuera el resultado de sus ventajas comparativas. Sin embargo, como decía Luis Llambí por esa misma época, los mercados internacionales son construidos y no naturales (1995, 28). En consecuencia, suponer que es el libre juego de las fuerzas del mercado el que debe determinar la asignación de recursos entre las actividades económicas, en particular en el sector estratégico y tan intervenido como el agroalimentario, no solo es ingenuo, sino también suicida (ibíd.) Por último argumentaba que los alimentos tienen una significación estratégica que va más allá de la eficiencia económica a corto plazo (Ibíd., 27).
Los términos del acuerdo de la Ronda de Uruguay ilustraba el punto perfectamente porque, según comentó el experto británico Kevin Watkins al conocer el texto, tiene todas las características de un acto fraudulento. Exige a los países en desarrollo abrir sus mercados en nombre de los principios del mercado libre, mientras que permite a Estados Unidos y la Unión Europea proteger sus sistemas agrícolas y subvencionar las exportaciones (citado en McMichael, 1998, 1). En consecuencia, la supervivencia en los mercados agrícolas depende menos de las ventajas comparativas que del acceso comparativo a las subvenciones (ibíd.).
[4]En todo caso, el acuerdo efectivamente sancionó y reforzó un profundo cambio que ya se estaba produciendo en el funcionamiento del sistema alimentario mundial, con nuevas reglas del juego y también nuevos actores. Razones de espacio no nos permiten señalar todas las dimensiones de estos cambios, de manera que remitimos a los lectores a algunos de los autores que los han estudiado[5]. Basta decir que con la llamada revolución verde empezó a generalizarse el modelo industrial de producción de alimentos asentado en Estados Unidos: monoproductor, con insumos de maquinaria que exigían altos gastos en energía, con la aplicación permanente de fertilizantes y herbicidas químicos y, cada vez más, con la utilización de semillas genéticamente modificadas. Este modelo de producción agroalimentario fue promovido, impulsado y controlado por las grandes corporaciones transnacionales y exigía cambios en las condiciones del mercado alimentario mundial. Los países centrales, que ya habían cubierto sus requerimientos domésticos, se transformaron en exportadores de alimentos básicos, complementados por algunos países de la periferia que contaban con condiciones propicias para una rápida expansión del modelo de agricultura industrial, como Brasil y Argentina[6] o la India. Esta producción masiva para la exportación exigía una liberalización del mercado mundial y, como sabemos, las instituciones financieras mundiales se encargaron de imponer la apertura de los mercados de países que necesitaban recurrir a ellas. Los ajustes estructurales de los años 80 y 90 exponían los sistemas nacionales de producción agroalimentaria a la competencia de importaciones subvencionadas, según las reglas del juego finalmente formalizadas en la Ronda de Uruguay.
Fue en pleno apogeo del neoliberalismo, a mediados de los años 90, cuando la FAO formuló la definición de seguridad alimentaria que, a partir de ese momento, ha sido adoptado por la gran mayoría de los académicos estudiosos del tema[7]. Se entendió como la disponibilidad suficiente y estable de alimentos en el ámbito nacional y el acceso oportuno y permanente a estos por parte del publico consumidor.
Lo que llama la atención en esta definición (y también de la versión más larga) es que omite cualquier referencia a la procedencia y producción de los alimentos y, de esta manera, deja en el limbo el vínculo tradicionalmente central entre seguridad alimentaria y proyecto nacional. Pareciera dar por sentado que la nación ha dejado de ser un punto de referencia, avalando así los cambios que se estaban produciendo en el mercado alimentario mundial.
Fue precisamente esta manera de redefinir la seguridad alimentaria y la implícita aceptación de la nueva estructura del mercado mundial de alimentos, lo que provocó la reacción de la organización Vía Campesina y la propuesta, como alternativa, del concepto de soberanía alimentaria, recuperando así la previa asociación entre seguridad alimentaria y proyecto nacional[8]. Se trata de una organización fundada en 1993 que actualmente se ha consolidado a nivel mundial. Pero, hacia finales de los años 90, todavía luchaba para transformarse en una verdadera organización mundial y referencia obligada para quienes rechazaban las tendencias impuestas por el neoliberalismo,
Resulta importante apreciar que, desde el comienzo, el concepto de soberanía alimentaria no se limitaba a recolocar en la mesa el problema de la procedencia de los alimentos y la necesidad de garantizar su producción en el ámbito nacional. Vía Campesina también articula un profundo rechazo a las tendencias que se viene imponiendo en la producción de alimentos, a raíz de la imposición del modelo de agricultura industrial. Plantea el daño irreparable que acarrean para la sustentabilidad de la producción agrícola, las nefastas consecuencias para los sectores campesinos y la urgencia de rescatar la producción campesina como eje de una actividad agrícola, enraizada en la comunidad, y capaz de garantizar la producción de los alimentos que necesitamos sin provocar daños ecológicos. En resumen, coloca otra vez en la agenda la urgencia de una reforma agraria radical (Desmarais, 2005).
Algunas de las dimensiones del desafío
En 1998, cuando Chávez gana la elección presidencial en Venezuela, el contorno internacional parecía poco propicio para la búsqueda de una alternativa al neoliberalismo o para plantear un proyecto nacional de seguridad y soberanía alimentaria. Muchos seguramente compartían el juicio de Luis Llambí cuando opinaba que los proyectos de desarrollo nacional de posguerra están en proceso de desaparecer (2000, 92). Además, el mismo año 1998, otro de los más destacados estudiosos de los problemas rurales latinoamericanos pudo declarar que con la expansión de las políticas neoliberales por toda la región la década pasada, la época de las reformas agrarias ( ) parece haber llegado a su punto final en el continente (Kay, 1998, 63)[9].
No era que los problemas del campo se habían resuelto, ni siquiera que se podrían considerar en vías de solución. Al contrario, como hemos podido constatar por la trayectoria de la organización Vía Campesina, para los sectores campesinos se habían agudizado notoriamente. Hasta el Banco Mundial reconocía la urgencia de enfrentar estos problemas y de dedicar más recursos que antes al sector rural, pero sus propuestas (que eran la únicas que contaban con el potencial aval de los gobiernos de la región) apuntaban simplemente al fomento de un sistema de tenencia de la tierra más seguro a través de un proceso de titulación que facilitaría un mercado de tierras más eficaz. Supuestamente, esto favorecería a sectores campesinos que carecían de títulos firmes, abriéndoles la posibilidad de acceso al crédito. Tanto para Via Campesina, como para académicos estudiosos del tema, los proyectos financiados por el BM bajo este criterio no solamente han fracasado, sino que han perjudicado precisamente a sus supuestos beneficiarios (Vía Campesina, 2004; Kay, 1998).
Las protestas de Vía Campesina o de círculos académicos pesaban poco en aquel entonces. Parecían más bien protestas arrinconadas y condenadas a la impotencia. Los distintos gobiernos de la región ya se habían acomodado a las nuevas reglas del juego, y países como Brasil y Argentina experimentaban un dramático auge de la producción de soya, controlada por las transnacionales pero aportando de manera importante al balance de pagos. Los demás países latinoamericanos tampoco veían como problemáticos los niveles de dependencia de la importación de alimentos.
Aquellos del Cono Sur (con la excepción de Chile) importaban relativamente poco y habían sido tradicionalmente autosuficientes en la producción de alimentos. Países como Colombia y México, que también habían tradicionalmente cubierto las necesidades alimentarias con su producción doméstica, empezaban a aumentar el nivel de las importaciones, pero todavía no llegaban a niveles preocupantes[10].
De hecho, los únicos países del continente que tenían una dependencia crítica en este aspecto (aparte de Chile) eran Cuba y Venezuela. Para Chile, era un aspecto del modelo neoliberal que había adoptado hacía ya dos décadas y que, en lo que se refiere al suministro de alimentos, no le había provocado mayores problemas y, para Venezuela, era un gasto que estaba acostumbrado a financiar con la renta petrolera. Donde más pesaba la dependencia era en Cuba después del colapso de la Unión Soviética, y es precisamente por eso que muchas de las propuestas de una agricultura alternativa, menos condicionada por los insumos industriales, la disponibilidad de energía, y las importaciones, han venido últimamente de Cuba (Levins, 2004)[11]. En todo caso, el problema de la soberanía alimentaria, particularmente agudo en Venezuela, no era un problema que fácilmente pudiera suscitar convergencias a nivel continental.
Si bien es cierto que el entorno internacional era poco propicio, no debemos subestimar las potenciales dificultades domésticas. Desde los años 40, la producción agrícola nacional nunca había alcanzado para cubrir las necesidades domésticas del país (aunque puntualmente lo había logrado en algunos renglones). Como es generalmente el caso de las economías basadas en una renta petrolera, la llamada enfermedad holandesa lleva a una sobre-valuación de la divisa local, dificultando las exportaciones y haciendo más atractivas las importaciones en general, incluyendo los alimentos.
La reforma agraria de 1960, más allá del juicio general que merece, indudablemente contribuyó a que, entre 1960 y 1988, el PIB agrícola creciera a un ritmo mayor que el de la población, reduciendo, hasta cierto punto, los volúmenes de alimentos que, de otra manera, hubiera sido necesario importar. Sin embargo, cuando el gobierno de Carlos Andrés Pérez se sometió a los requerimientos del FMI en 1989, se hizo evidente hasta qué punto ese crecimiento se había producido gracias al apoyo de Estado. Los años 90, en general, eran de estancamiento de la producción agrícola, una reducción del área sembrada y más penurias para los campesinos.
Aparte de la acentuada dependencia de las importaciones de alimentos, Chávez heredó una agricultura en crisis y unos precios del petróleo por el suelo. Además, a diferencia de la situación cuando se había introducido la reforma agraria anterior (en 1960), no existían bases consensuales a favor de una reforma agraria. Como sabemos, las reformas agrarias se generalizaron en América Latina a comienzos de los años 60, básicamente por el temor provocado por la radicalización de la revolución cubana y por el aval proporcionado por el gobierno de Estados Unidos a través de la Alianza para el Progreso. Hacia finales de los años 90, como hemos visto, hacía tiempo que no se hablaba de reforma agraria entre los gobernantes del continente y se suponía que era una aspiración del pasado que ya se había agotado o superado.
Más allá del aval internacional dado a las reformas agrarias de hacía cuatro décadas, en Venezuela misma existían en aquel entonces bases más favorables para un amplio consenso interno entre los distintos factores del poder, que en la mayoría de los demás países latinoamericanos. Venezuela no contaba con un partido conservador poderoso y enraizado en las estructuras del poder rural. Por esta razón era factible construir un amplio consenso en torno a un proyecto ostensiblemente diseñado para romper con el latifundismo improductivo, abrir mercados y aportar insumos agrícolas para una industrialización por sustitución de importaciones ya iniciada y que involucraba a los intereses empresariales más importantes, a la vez que desactivara cualquier amenaza campesina.
La política promovida por Chávez también se dirigía contra el latifundismo, pretendía sentar las bases para aumentar la producción agrícola y, al mismo tiempo, proporcionar justicia para los campesinos. Sin embargo, en el curso de cuatro décadas, la situación en el campo se había modificado sustancialmente. En 1960, se trataba de desmantelar en parte una estructura de propiedad de la tierra dominada por grandes latifundios improductivos considerados, con razón, un obstáculo para la política industrial y responsables por el peligroso descontento en el campo. A finales del siglo, la proporción de la tierra en manos de grandes propietarios se había reducido sustancialmente y, por lo demás, se encontraban sobre todo en regiones del país con escaso potencial productivo y poca población (como las grandes extensiones de tierra ecológicamente frágiles al sur del río Orinoco y aquellos llanos al norte del río, expuestos a prolongados períodos de sequía, seguidos por inundaciones). La estructura de propiedad en aquellas regiones más aptas para la producción agrícola ya se caracterizaba por el predominio de una agricultura empresarial, con unidades productivas de entre 50 y 200 hectáreas. Es más, la agroindustria, incipiente a comienzos de los 60, ya representaba un sector de gran capital que dominaba (junto con los supermercados) la cadena alimentaria del país (Morales Espinoza, 2005).
Estos cambios se reflejaban en una correlación de fuerzas económicas y sociales en el campo radicalmente distinta a la de los años 60. Para empezar, el peso relativo del campesinado se había reducido notablemente y, en términos organizativos, se encontraba mucho más domesticado que antes. Al mismo tiempo, y otra vez a diferencia de la situación anterior, los campesinos se encontraban enfrentados a un abanico de organizaciones gremiales consolidadas que representaban los intereses de un empresariado agrario que se había fortalecido notoriamente en las décadas anteriores. Además, por mucho que hubiera conflictos de intereses entre los productores agrarios empresariales y la agroindustria, los dos sectores veían con suspicacia cualquier proyecto de justicia social para los pobres del campo, aún más cuando venía de un gobierno considerado desde sus inicios como populista y fundamentalmente hostil a los intereses del sector privado.
La propuesta
La propuesta del gobierno se presentó finalmente con la Ley de Tierras y Desarrollo Agrícola, introducida con los demás decretos con fuerza de Ley autorizadas por la Ley Habilitante en noviembre de 2001. Como sabemos, era una de las leyes que provocaron la movilización de las fuerzas opositoras, las protestas que se iniciaron con el paro del 10 de diciembre y la aguda polarización política que abarca los intentos insurreccionales del fracasado golpe de abril de 2002 y del paro petrolero de diciembre del mismo año a febrero de 2003. Hasta que el gobierno no consolidara su autoridad durante el curso de 2003 y 2004, culminando en la derrota del referéndum revocatorio hacia finales de ese último año, y hasta que la economía del país no se recuperara de los graves problemas provocados por los enfrentamientos de 2002-2003, se hizo muy poco para intentar aplicar su propuesta. Había alguna distribución de tierras a los campesinos, pero casi exclusivamente tierras en manos del Estado. Había también algunas medidas diseñadas a reactivar la producción en el campo, pero los recursos presupuestarios disponibles eran escasos. De manera que, durante los primeros cinco años de la administración, lo que se logró básicamente era definir la política, afinar el proyecto, sin mayores posibilidades de avanzar con su aplicación.
En todo caso, interesa saber porque una propuesta de soberanía alimentaria que se pronunciaba expresamente partidaria de dar un tratamiento preferencial a los sectores nacionales productores de alimentos, provocara una reacción tan hostil, inclusive antes de que hubiera intentos de aplicarla. La primera definición de la política se encuentra incorporada al texto de la Constitución de 1999 y, aun cuando no respondiera a las expectativas del sector privado, tampoco se entendía como una amenaza. Después de todo, las declaraciones de principios constitucionales son susceptibles de variadas interpretaciones y, hasta que no se presenta la legislación correspondiente y su reglamentación, no tienen la precisión suficiente como para identificar los sectores potencialmente perjudicados.
Como sabemos, los artículos de la Constitución de relevancia para nuestra discusión son los 305-307 que rezan así:
Articulo 305: El Estado promoverá la agricultura sustentable como base estratégica del desarrollo rural integral a fin de garantizar la seguridad alimentaría de la población; entendida como la disponibilidad suficiente y estable de alimentos en el ámbito nacional y el acceso oportuno y permanente a estos por parte del público consumidor. La seguridad alimentaría se alcanzará desarrollando y privilegiando la producción agropecuaria interna
Articulo 306: El Estado promoverá las condiciones para el desarrollo rural integral, con el propósito de generar empleo y garantizar a la población campesina un nivel adecuado de bienestar
Articulo 307: El régimen latifundista es contrario al interés social. La ley dispondrá lo conducente en materia tributaria para gravar las tierras ociosas y establecerá las medidas necesarias para su transformación en unidades económicas productivas, rescatando igualmente las tierras de vocación agrícola. Los campesinos o campesinas y demás productores agropecuarios y productoras agropecuarias tienen derecho a la propiedad de la tierra, en los casos y formas especificados en la ley respectiva...
Esta formulación no era demasiado problemática. Tomada junto con otros artículos que abordaban la cuestión crucial de la propiedad privada, dejaba margen para pensar que la correspondiente ley, al presentarse para su discusión o para su aprobación final, tendría garantías suficientes para incentivar a los productores privados del campo a invertir y a aumentar su producción.
Pero cuando se presentó la Ley de Tierras y Desarrollo Agrícola, los gremios empresariales reaccionaron airadamente. En primer lugar, les parecía insólito, que se presentara una ley de tanta trascendencia, sin que hubiera habido consultas previas con los interesados. Era su primera experiencia de un gobierno que legislara sin consultar, ni siquiera informar a los gremios empresariales más afectados[12]. Esta circunstancia, junto con la inclusión de varios artículos considerados verdaderas amenazas para la propiedad privada, condicionó la reacción, primero de Fedenaga y posteriormente de los demás gremios empresariales.
Sin embargo, la propuesta no era tan radical y, en efecto, tenía como uno de sus propósitos centrales fomentar la producción agroalimentaria nacional. El problema central de la propuesta, desde la perspectiva empresarial, era que indicaba que el gobierno tenía toda la intención de aprovechar la fragilidad (y hasta la naturaleza fraudulenta) de muchos títulos de propiedad en el campo, para obligar a quienes controlaban la tierra a adaptarse a las nuevas prioridades: sea modificando su utilización de la tierra para producir lo que, según el gobierno, más hacía falta o, por lo menos, lo que respondiera más adecuadamente a la calidad de la tierra; sea, sobre todo cuando se tratara de tierras ociosas, cediendo su tierra a campesinos que la pondrían a producir o pagando un impuesto si seguía ociosa. No es casualidad que los artículos cuya constitucionalidad se cuestionaba frente al Tribunal Supremo eran precisamente aquellos que introducían mecanismos procedimentales nuevos para determinar la validez de títulos de propiedad.
En todo caso, independientemente de las intenciones del gobierno o de la idoneidad del marco legal, había una serie de problemas que inevitablemente tenían que enfrentarse en el caso de cualquier iniciativa con pretensiones de incidir en el comportamiento de los actores fundamentales de la cadena agroalimentaria. A continuación, intentaremos señalar los más importantes.
¿Cómo estimular la producción, sin aumentar los precios al consumidor?
Sin lugar a dudas, el proyecto bolivariano abarcaba otros objetivos, a veces no fácilmente compatibles con la búsqueda de una soberanía alimentaria a través de estímulos a la producción agraria nacional. Un primer problema era cómo atender los reclamos de los campesinos para tener acceso a la tierra, cuando inevitablemente aumentaba el grado de conflictividad existente en el campo. Los campesinos querían hacer valer reclamos muchas veces de muy larga data y el gobierno tenía que asumir este problema no solamente porque era parte de su proyecto sino, además, porque el campesinado era la base social más importante de su apoyo en el campo. Más adelante discutiremos algunos de los problemas vinculados con los intentos de responder a las demandas de los campesinos.
Un segundo problema de fondo se relacionaba con lo señalado por los académicos que veían en el texto constitucional una contradicción conceptual[13]. Se suponía, y en ese momento con razón, que los alimentos importados salían más baratos que aquellos producidos en el país y que, por eso, importar era una manera de contribuir a la seguridad alimentaria, por cuanto proteger una producción nacional más cara sería perjudicial para los consumidores en general y, por supuesto, especialmente para los sectores más pobres.
Aun cuando hayamos criticado este planeamiento líneas arriba, no dejaba de señalar un problema que resultó ser central para el gobierno. En un país con 90% de la población viviendo en los centros urbanos, cualquier intento de mejorar la capacidad adquisitiva de los sectores más pobres pasaba por controlar la inflación, sobre todo en los precios de los alimentos. Este simple hecho, de una importancia política fundamental, hace inviable cualquier intento de estimular la producción agraria nacional a través de aumentos generalizados en los precios agrícolas, más aún cuando se mantenía un bolívar sobrevaluado y las importaciones resultaban artificialmente baratas.
Dentro del marco de una política económica que desde 1999 había tenido como norte controlar la inflación, el remedio más indicado parecía ser un control de precios, respaldado por medidas diseñadas para garantizarle un precio justo al productor nacional. Este último se podría alcanzar o subvencionando a los productores o atacando el problema de fondo: la diferencia abismal entre lo que recibía el productor y el precio que le tocaba al consumidor. Por supuesto, esta segunda alternativa implicaba enfrentarse a los intereses más fuertes de la cadena alimentaria.
De hecho, desde comienzos de 2003 un control de precios generalizado se combinó con un control de cambio. En principio, el control de cambio facilitó la aplicación de una política de permitir la importación de alimentos solamente allí donde la producción nacional fuera deficitaria. Paralelamente, se intentó establecer mecanismos para evitar que los precios establecidos perjudicaran al productor. Entre 2002 y 2006 funcionaban Juntas Nacionales Agrícolas con representantes del gobierno, de los productores y de la agroindustria, con el propósito de determinar los ajustes necesarios en los precios, para compensar aumentos en los costos de producción de los distintos renglones. Hay quienes opinan que entre los representantes del sector privado, pesaban más los de la agroindustria que los de los productores, en perjuicio de estos últimos. En todo caso, resultó inevitable en una economía sufriendo una inflación de dos dígitos que las negociaciones sobre los ajustes de precios asumieran una importancia central, y que reflejaran las tensas relaciones entre el gobierno y la agroindustria y también con los productores. Igualmente predecible era que hubiera demoras en hacer los ajustes, perjudicando al productor y, a veces, provocando el tipo de incertidumbre tan poco favorable a la toma de decisiones sobre inversiones. Con el abandono de las juntas en 2006, se optó más bien por una política de subvenciones para los productores de renglones considerados prioritarios: al comienzo, algodón, caña de azúcar, maíz, sorgo y arroz (Provea, 2006-2007, 205).
Pero paralelamente también se planteaba enfrentar la debilidad de los productores dentro de la cadena alimentaria en su conjunto, es decir, enfrentarse a la agroindustria que la dominaba. Después del paro petrolero, con el acaparamiento de alimentos por las grandes empresas de la agroindustria, se hizo evidente que una política diseñada a garantizar la seguridad y soberanía alimentaria no podría limitarse a intentos de estimular la producción nacional. Hacía falta mejorar la capacidad de incidir en la cadena alimentaria en su conjunto, sobre todo en el procesamiento y distribución de alimentos, dominados por grandes empresas como la Polar o Agroisleña que tenían la capacidad de imponer sus términos a los productores y poder de negociación frente al gobierno (Morales Espinoza, 2005). La agroindustria pasó a ser considerada no solamente una amenaza potencial para la seguridad y soberanía alimentarias (por su capacidad de paralizar el sistema de distribución de alimentos), sino también el obstáculo más importante para la implementación de una política que buscaba combinar una reducción en los precios para los consumidores con una remuneración adecuada para los productores directos.
Cuando, en 2003, se lanzó la misión Mercal, se perseguía un doble propósito: primero, hacer llegar a los sectores populares alimentos más baratos y, segundo, crear una red de distribución de alimentos que pudiera, eventualmente, hacer contrapeso (si no reemplazar) a los intermediarios que tanto encarecían los alimentos[14]. Es decir, además de subvencionar a los consumidores, se planteaba atacar el problema de fondo: la discrepancia tan notoria entre lo que recibía el productor directo y el precio que le tocaba al consumidor.
La misión Mercal fue un éxito notable, llegando a dar cuenta de alrededor de 40% de la distribución de alimentos en el país, surtiendo la población con alimentos a precios subvencionados y, así, contribuyendo a abaratar los costos de los productos básicos para los sectores populares. Sin embargo, no alcanzaba para consolidar una red de distribución estatal. Hacía falta complementarlo con más silos para CASA, mayor capacidad de refrigeración, medios de transporte, etc. (Marcano, 2005). Algo se venía avanzando pero, evidentemente, se trataba de problemas que no se podría solucionar de la noche a la mañana.
Mientras tanto, había otra manera de lograr que los precios para los productores fueran más justos: abaratando sus costos, por concepto de crédito e insumos. De hecho, la disponibilidad de créditos blandos para financiar la cosecha fue promovida por el gobierno (ibíd.) y algo se hizo para que la industria petroquímica aumentara la oferta de fertilizantes.
Más adelante, intentaremos un balance del empeño del gobierno frente a los problemas que venimos discutiendo hasta el momento, pero primero queremos señalar otro problema grueso que era ineludible.
¿Cómo responder a los reclamos del campesinado y crear condiciones propicias para la producción?
Cuando discutimos arriba el problema de cómo estimular la producción, señalamos dificultades relacionadas sobre todo con el sector privado. Ahora queremos abordar problemas relacionados con la incorporación del campesinado a la producción a través de su acceso a la tierra. Consideramos la capacidad de responder a los reclamos de los campesinos, y crear condiciones propicias para que puedan producir, de vital importancia para el proyecto del gobierno; porque, a la larga, el daño que ha hecho el neoliberalismo a la seguridad y soberanía alimentarias de los pueblos puede revertirse solamente si, además de estar en curso un esfuerzo nacional dedicado a hacerlo, existan en el campo mismo las fuerzas sociales capaces de impulsar una agricultura distinta. En este sentido, asumimos la postura de Vía Campesina desde que empezara la campaña a favor de una soberanía alimentaria. No se trata simplemente de resguardar la capacidad de la nación de producir sus alimentos básicos; se trata de modificar radicalmente la manera de producirlos y de hacerlo a partir de la experiencia acumulada de los campesinos.
Lo que se aprendió de la experiencia del sector reformado de la reforma agraria anterior era que las consecuencias de una entrega de tierras en forma individual, sobre todo cuando la extensión promedio de lo entregado no llegaba ni cerca de las 10 hectáreas, dificultaba mucho que el campesino se asentara y produjera para el mercado. Durante los años 80, se quiso contrarrestar las consecuencias más dañinas para la economía campesina, promoviendo Uniones de Prestatarios y Empresas Campesinas, pero, de esta experiencia, el gobierno bolivariano sacó como conclusión que sería mejor construir el sector reformado con base en cooperativas, es decir, entregar la tierra a los campesinos, no en forma de lotes individuales, sino a cooperativas que se formarían para recibirla. Esta decisión, aun cuando significaba evitar algunos de los problemas de la reforma agraria anterior, también encerraba algunos problemas nuevos que intentaremos abordar enseguida.
No dudamos de la potencial idoneidad de las cooperativas como forma de organización para la producción de alimentos, mucho menos cuando se cuenta con una estructura de intercooperación que garantice la colocación de los productos[15]. El problema es que una experiencia cooperativa exitosa no se puede improvisar. Y se trataba de entregar la tierra no a cooperativas ya constituidas y consolidadas, sino a cooperativas formalizadas como tales en el momento de la entrega o, por lo menos, como condición de ella[16].
Siendo la cooperativa una forma organizativa exigente, entre otras razones por los mecanismos democráticos que rigen su funcionamiento, inciden en las perspectivas de éxito las características del grupo de personas que la integran. En el caso de las cooperativas agrícolas, quisiéramos mencionar dos casos contrastantes, en los cuales los integrantes provienen de experiencias anteriores muy disímiles. También queremos plantear los problemas que los potencialmente más exitosos tienen para llevar a cabo una organización cooperativa efectiva. El primer caso sería una cooperativa formada por excursantes de los programas de la misión Vuelvan Caras, que demasiado a menudo han tenido en común poco más que la experiencia de haberlos cursado. En general, fracasaron. En consecuencia, el gobierno se encontraba obligado a repensar la misma misión.
El segundo caso, que merece más atención, es de cooperativas formadas sobre la base de una lucha previa por tener acceso a la tierra, a veces a partir de la creación del Comité de Tierra contemplado en la legislación de 1960. Aquí los problemas son de otra índole. En el caso de una prolongada lucha por acceso a la tierra, se forma un grupo que por lo menos cuenta con una solidaridad forjada en la lucha misma, lo que pudiera facilitar la transición a su funcionamiento como cooperativa. Sin embargo, hasta en estas circunstancias aparentemente bastante más favorables, la transición encuentra problemas que no se pueden resolver simplemente a través de un adecuado apoyo por parte del Estado. Para empezar, muchas veces los Comité de Tierra llegan a tener un número bastante elevado de asociados, a veces mayor que el número que, en las condiciones más favorables, pudiera vivir de la tierra reclamada.
Recurrimos a un caso hipotético que, sin embargo, resume las experiencias que hemos conocido en un trabajo de campo. Un productor empresarial con 200 hectáreas dedicadas a la producción de maíz tal vez tenga hasta 5 empleados permanentes y contrata jornaleros para enfrentar los períodos de siembra y cosecha. A pesar de que se encuentra sometido a las condiciones impuestas por la agroindustria, el rendimiento le alcanza para lograr una ganancia razonable. Con una extensión de tierra parecida en manos de una cooperativa de, digamos, 50 socios, aun suponiendo que la producción sea igual o hasta mejor y que se cuente con las ventajas que ofrece el Estado para el financiamiento y la colocación de la cosecha, los ingresos no dan para cumplir con las necesidades de 50 familias durante todo el año. En consecuencia, los socios tienen que contar con otras fuentes de ingreso: algunos tienen un trabajo permanente de algún tipo y colaboran con la cooperativa en su tiempo libre. Quienes no hacen eso, suelen matar tigres para sobrevivir.
La necesidad de contar con recursos complementarios para sobrevivir provoca otro inconveniente: las responsabilidades asumidas por quienes resultan electos para los puestos directivos de la cooperativa limitan sus posibilidades de complementar sus ingresos. En caso de que las eventuales ganancias de la cooperativa estuvieran divididas equitativamente entre los socios, quienes dedican más tiempo a la cooperativa paradójicamente saldrían perjudicados precisamente por tener menos oportunidad de suplementar sus ingresos fuera de la cooperativa.
Si hemos insistido en señalar algunos de los problemas que enfrentan las cooperativas agrarias, es porque gran parte de los esfuerzos del gobierno se ha dirigido hacia ellas, de manera que las aspiraciones de mejorar sustancialmente los niveles de producción en el campo y de fomentar una agricultura sustentable están íntimamente relacionadas con su desempeño. Además, el empeño del gobierno en democratizar el acceso a la tierra ha favorecido a un número importante de campesinos. Según declaró el presidente del INTI en diciembre del 2006, en cinco años fueron otorgadas 74.342 cartas agrarias, 3.363 constancias de derechos de permanencia y 558 títulos de adjudicación; es decir, se han otorgado 78.463 unidades productivas en 3.499790 hectáreas (Provea, 2006-2007, 203). Aunque resulta difícil calcular la cantidad de personas beneficiada (que no hemos logrado precisar a partir de la información oficial), no cabe duda de que se trata de un contingente humano muy importante.
Por supuesto, la entrega de tierras no tenía como objetivo único aumentar los niveles de producción. Era también parte del empeño de mejorar las condiciones de vida de los campesinos (junto con los demás pobres del país). Y si bien es cierto que todavía no se ha logrado sentar las bases para una economía cooperativa capaz de garantizar el sustento de la familia campesina, no debemos suponer por eso que su situación ha empeorado. Otros aspectos de la política gubernamental han permitido mejoras, aunque resulta difícil cuantificarlas. La misma recuperación económica de los años posteriores a 2003 llevó a una caída importante en los niveles de desempleo rural, Mercal logró establecer una cobertura adecuada en las áreas rurales y, cosa comentada reiteradamente por campesinos con hijos jóvenes, el acceso a la educación sin pago y tener servicios de salud a su alcance han tenido un gran impacto.
En todo caso, a la larga, hace falta mejorar la capacidad de producción de las cooperativas, hasta para sentar las bases en la defensa de las condiciones de vida del sector. Desafortunadamente, no contamos con información estadística que nos permita precisar qué proporción de la producción agrícola proviene de las cooperativas y qué porcentaje del sector privado. Sin embargo, sospechamos que el aporte de las cooperativas sigue siendo modesto, a pesar de la cantidad de recursos que se han dedicado a fomentarlas.
Elementos para un balance
En mayo del 2008, el representante de la FAO en el país, Fernando Arias Milla, manifestó su satisfacción con la política del gobierno venezolano en materia de seguridad alimentaria, entendiéndola por supuesto en los términos definidos por la misma FAO:
calificó de positiva las políticas gubernamentales desarrolladas por el Estado para garantizar el abastecimiento del país. Tal condición ( ) se desprende de los programas sociales impulsados por la actual gestión como las redes de seguridad social, Pdval, Mercal, Casas de alimentación, entre otros planes, que posibilitan el ejercicio del derecho a la alimentación por parte de la mayoría. Paralelo a esto ( ) el gobierno viene estimulando la producción agrícola nacional mediante la asistencia a los agricultores, con la dotación de tierra, agua, insumos y conocimiento y tecnología para elevar la productividad del sector. Sobre la base de este escenario ( ) desestima que en Venezuela exista un alto índice de vulnerabilidad frente a la crisis mundial de alimentación (Radio Nacional, 30 de mayo de 2008).
En efecto, a partir de 2004 la situación venía mejorándose, por lo menos en lo que se refiere a los niveles de consumo de alimentos registrados y los índices de pobreza.
Sin embargo, y paradójicamente, el representante de la FAO para América Latina, José Graciano da Silva, en una entrevista de octubre del 2007 había afirmado que: En cuanto al cumplimiento de los Objetivos del Milenio de reducir a la mitad el número de personas hambrientas para el 2015 ( ) los más rezagados [de América Latina] son Bolivia, Paraguay, Perú y Venezuela (citado en Provea, 2006-2007, 47). De hecho, los índices de pobreza crítica que se reflejan en las estadísticas venezolanas de Bajo Peso al Nacer, y Déficit Nutricional, parecen no haberse modificado mucho (ibíd.)[17], prestando cierta credibilidad a quienes consideran exageradas las cifras sobre mejoras. Además, no sabemos hasta qué punto los posteriores aumentos en los precios de los alimentos (sobre todo en 2008) habrán atenuado o hasta comprometido cualquier mejora. En todo caso, podemos suponer que, en los términos definidos por la FAO, el balance sigue siendo positivo. En todo caso, el apoyo masivo con que cuenta el gobierno entre los campesinos sugiere que ellos se sienten beneficiados.
Donde la situación luce mucho menos alentadora es en relación con la cuestión de soberanía. Se suponía que la política del gobierno de estimular la producción agrícola nacional llevaría a una menor dependencia de los alimentos importados. Pero no ha sido así. Durante los quince años anteriores a 1999, la importación de alimentos representaba un valor promedio anual de alrededor de $1.200, con un pico en 1995 cuando llegó a $1.665. Entre 1999 y 2001, el valor de las importaciones aumentó pero no de una manera demasiado preocupante: los montos eran $1.762, $1.627 y $1.748 para los respectivos años. Los siguientes dos años de crisis económica provocaron una caída, a $1.350 en 2002 y $1.520 en 1993. Pero a partir de 2004, con la recuperación económica, las importaciones de alimentos se dispararon: en 2004 superó por primera vez los $2.000, llegando a $2.194, el año siguiente se registró $2.378, en 2006 se llegó a $3.290 y en 2007 a $4.000, con cifras aún más altas para 2008 (Gutiérrez, 2007). Las cifras de 2007 y 2008 fueron infladas sobre todo por el inusitado aumento de los precios en el mercado mundial. Definitivamente, los alimentos importados habían dejado de ser baratos, a pesar de la sobrevaluación del bolívar.
El aumento inusitado de las importaciones de alimentos de 2003 en adelante haría sospechar que la producción nacional se hubiera estancado o hasta retrocedido. Pero no fue así. Al contrario, hubo un aumento importante en la producción nacional durante estos mismos años. En la tabla A, ofrecemos la información respecto a la superficie cultivada por grupo de rubros de 1988 a 2006[18]. Como se puede apreciar, comparado con el año anterior al comienzo de la administración Chávez (1998), hubo un aumento sustancial en el área cosechada en los años 2000 y 2001, un retroceso en 2002, y de 2003 en adelante aumentos todos los años. De 1.638.295 hectáreas cosechadas en 1998 se llega a 2.057.326 en 2006. Por supuesto, no todos los rubros se portan de la misma manera. De hecho, los cereales y las hortalizas son los rubros que dan cuenta del aumento en el área cosechada, mientras que los demás rubros manifiestan un comportamiento errático.
En todo caso, el crecimiento en la producción de cereales, sobre todo maíz y arroz, era notable y llegó a cubrir gran parte de las necesidades del mercado doméstico. En este rubro, no se llegaron a cubrir todas las necesidades, básicamente por la importancia del trigo en las costumbres alimentarias de la población, tratándose de un alimento que no se produce en el trópico y que, por lo tanto, se tiene que importar. El crecimiento en la producción de hortalizas también es muy marcado y hay un sólido aumento en la producción de azúcar. No viene al caso entrar en detalles respecto al comportamiento de los distintos productos. Para nuestros propósitos, lo fundamental es dejar constancia de cómo, de 2003 en adelante, se combinaron crecientes volúmenes de alimentos importados con aumentos en la producción local, lo que evidencia un importante mejoramiento en los niveles de consumo.
Tabla A
Superficie cosechada por grupo de rubros (Hectáreas)
Año | Cereales | Granos Leguminosos | Textiles y Oleaginosas | Raíces y Tubérculos | Frutales | Hortalizas | Tropicales Tradicionales | Total |
1988 | 1.150.446 | 91.184 | 325.502 | 79.215 | 202.132 | 29.879 | 457.886 | 2.336.244 |
1989 | 823.758 | 95.132 | 369.001 | 81.265 | 204.624 | 31.732 | 458.498 | 2.064.010 |
1990 | 752.954 | 101.287 | 347.090 | 75.190 | 207.437 | 30.159 | 451.160 | 1.965.277 |
1991 | 878.304 | 97.243 | 248.725 | 79.094 | 220.700 | 32.558 | 462.859 | 2.019.483 |
1992 | 762.226 | 69.499 | 163.793 | 74.617 | 227.614 | 34.439 | 470.654 | 1.802.042 |
1993 | 737.311 | 52.429 | 132.081 | 63.037 | 220.875 | 32.322 | 443.052 | 1.681.107 |
1994 | 765.211 | 49.741 | 128.668 | 65.524 | 243.305 | 33.086 | 444.947 | 1.730.482 |
1995 | 815.164 | 53.824 | 144.345 | 67.734 | 249.992 | 31.510 | 349.746 | 1.712.315 |
1996 | 740.929 | 49.142 | 153.532 | 73.173 | 243.239 | 35.738 | 358.052 | 1.653.805 |
1997 | 782.001 | 47.820 | 167.785 | 76.474 | 215.374 | 45.550 | 354.246 | 1.688.147 |
1998 | 689.636 | 43.882 | 151.848 | 81.134 | 221.678 | 41.815 | 400.330 | 1.638.295 |
1999 | 672.221 | 37.402 | 149.891 | 82.393 | 220.092 | 42.097 | 404.736 | 1.619.029 |
2000 | 907.566 | 33.702 | 126.920 | 83.925 | 225.934 | 39.590 | 417.474 | 1.845.448 |
2001 | 941.818 | 29.659 | 121.868 | 85.003 | 227.272 | 38.027 | 428.740 | 1.884.191 |
2002 | 806.606 | 24.847 | 77.241 | 81.796 | 211.507 | 50.024 | 424.502 | 1.676.543 |
2003 | 970.635 | 38.238 | 66.878 | 78.094 | 198.200 | 47.953 | 405.055 | 1.805.053 |
2004 | 1.082.055 | 51.464 | 113.337 | 80.284 | 202.685 | 48.906 | 390.991 | 1.969.722 |
2005 | 1.068.449 | 55.002 | 151.869 | 90.210 | 220.189 | 54.323 | 402.026 | 2.041.888 |
2006 | 1.183.974 | 25.941 | 129.631 | 89.247 | 198.264 | 62.250 | 368.019 | 2.057.326 |
Fuente: Fedeagro con datos del MAT
A pesar de las mejoras que acabamos de comentar, se puede leer la misma tabla de otra manera, sacando conclusiones menos optimistas. Si comparamos la superficie cosechada en 2006 con aquella de 2001, se puede apreciar que, a pesar de los esfuerzos del gobierno y los cuantiosos recursos dedicados al sector de 2003 en adelante, se ha avanzado poco. Y, si se hace la comparación con el año 1988, nos encontramos con que todavía no se han recuperado los niveles de hace casi veinte años, lo que pareciera particularmente grave tomando en cuenta que en ese lapso la población del país debe haber aumentado en algo como 30%.
Estamos todos conscientes de la importancia de los elevados precios del petróleo para el desempeño de la economía venezolana y para la capacidad financiera del Estado durante estos mismos años. De hecho, sin las divisas que proporcionaba Pdvsa, habría sido imposible cubrir los gastos de tantos alimentos importados. También posibilitó que el gobierno dedicara cuantiosos recursos financieros a fomentar la producción nacional (Gutiérrez, 2007). De manera que se impone como interrogante: ¿qué capacidad tendría el gobierno de enfrentar una situación en donde las divisas escasean? Encontrar respuestas es urgente porque, después de llegar a un precio para el petróleo de $146 el barril en 2008, la demanda empezó a aflojar y el presidente Chávez a finales de septiembre anunció que se esperaba que los precios se estabilizaran entre $80 y $90. El mismo septiembre, el colapso del sistema financiero norteamericano reforzó la perspectiva de una recesión económica mundial prolongada que pudiera incidir en la demanda del crudo y llevar su precio por debajo de los $80. Al mismo tiempo, hay pocas perspectivas de un abaratamiento de los precios de los alimentos en el mercado mundial. Por algo será que el ministro de Finanzas ya declaró la necesidad de amarrarse el cinturón.
¿Hasta qué punto se han sentado las bases para lograr una seguridad y soberanía alimentarias en estas circunstancias? ¿Qué capacidad tendría el aparato productivo nacional de responder frente al reto de suplir los alimentos importados, por lo menos en el caso de aquellos alimentos que se pueden producir en el país? El sector privado sigue con sus suspicacias frente al gobierno y no será fácil inducirlo a asumir las inversiones necesarias para aumentos adicionales en la producción, sobre todo tomando en cuenta que el gobierno tendría menor capacidad que en los últimos cuatro años de dedicar recursos al sector. Aun cuando carecemos de estudios de evaluación que nos permitieran calibrar adecuadamente la potencial capacidad de las cooperativas agrarias de responder al reto, tal como argumentamos arriba, los elementos de juicio con que contamos sugieren que es limitada.
Otra pregunta gruesa apunta hacia las perspectivas de introducir cambios sustanciales en la cadena alimentaria en su conjunto: ¿Qué queda de los esfuerzos por construir una red estatal de distribución de alimentos que fuera contrapeso a la del sector más poderoso de la cadena: la agroindustria y los supermercados? La importancia de un sistema de distribución fluida y confiable se había hecho evidente cuando empezaban a escasear distintos productos básicos durante el curso del año 2007. Los partidarios del gobierno rápidamente recurrieron a acusaciones de acaparamiento[19] pero hay una explicación mucho más convincente (aunque tampoco excluye posibles acaparamientos): una falta de capacidad por parte del gobierno de responder a una escasez local que (por muy artificial que fuera), en principio, podría solventarse sin mayores problemas a través de la importación.
Y se está lejos todavía de tener montada una alternativa. De hecho, la crisis de desabastecimiento demostró la fragilidad del sistema estatal de distribución. A mediados de junio de 2007, se reportó que Mercal continúa a la cabeza en cuanto a su nivel de desabastecimiento, con 42,4%; le siguen los abastos y bodegas con 30,3% ( ), los supermercados independientes con 29,7% y las cadenas de supermercados con 23,3% de escasez (Últimas Noticias, 15 de junio de 2007, citando una encuesta de Datanálisis). Pero no era simplemente un problema de abasteciemiento. Ya durante 2006, mientras que el nivel de consumo de alimentos aumentara en 16%, los beneficiarios de Mercal disminuyeron abruptamente: según fuentes oficiales en por lo menos 30% (Provea, 2006-2007, 57). Además, a esas alturas, los supermercados parecían haber recuperado su tajada tradicional del mercado (Gutiérrez, 2007).
Una interrogante final
Frente al cúmulo de dilemas que venimos discutiendo, el gobierno sancionó el 31 de julio de 2008, y bajo el amparo de la correspondiente Ley Habilitante, cinco decreto-leyes que afectan al sector agrario. La más importante para nuestra discusión es una que, por su mismo título, no podría quedar fuera de nuestra discusión. Se trata de la Ley Orgánica de Seguridad y Soberanía Agroalimentaria. ¿Qué nos sugiere los términos en que se ha redactado esta ley, respecto a las actuales intenciones del gobierno frente al problema que venimos discutiendo?
Lo primero que llama la atención es su objeto (¿objetivo?), que restablece plenamente el vínculo tradicional entre el problema agroalimentario y la seguridad nacional. Se trata de:
Garantizar la Seguridad y Soberanía Agroalimentaria, en concordancia con los lineamientos, principios y fines constitucionales y legales en materia de seguridad y defensa integral de la nación.
Segundo, aparentemente refleja una lectura de los problemas de desabastecimiento de alimentos a partir de 2007 que influye en el tenor general de su articulado. Expresa cómo
Situaciones políticas coyunturales han demostrado la vulnerabilidad de la seguridad interior ante las distorsiones provocadas por los actores con mayor influencia en las cadenas agroalimentarias, degenerando incluso en alzas de precios inflacionarias con fines políticos, desabastecimiento de la población (sic).
En sus 172 artículos, se sientan las bases jurídicas para que el Estado intervenga con mayor propiedad en toda la cadena agroalimentaria, fijando penas ejemplares (1.000 U.T. a 10.000 U.T. o prisión de 6 meses a 3 años) para quienes produzcan daños premeditados a la producción o se dediquen a la obstrucción, destrucción o deterioro de reservas estratégicas (que están propuestas en la misma ley). También se les atribuye a los Consejos Comunales un papel crucial en la vigilancia del cumplimiento de la ley.
A nivel del discurso jurídico, el problema parece estar resuelto; pero, como comentaba alguien, después de haber participado en una reunión convocada con el propósito de informar respecto al contenido de la ley, ¿y el cómo?. Aunque pudiera haber aspectos positivos en el articulado de la ley, termina siendo un ejercicio legal despejado de esa realidad que empieza precisamente cuando se pregunta ¿cómo? En los mismos días en que terminábamos de redactar este artículo, se produjo una situación que ilustraba la peligrosa brecha que puede existir entre las aspiraciones transformadoras en normativa legal y los problemas reales. El café desapareció de los anaqueles. Para que reapareciera, no se recurrió a los Consejos Comunales, ni tampoco se aplicaron las medidas represivas contempladas en la nueva legislación. Simplemente se terminó de negociar los nuevos precios para el café, después de una demora que los productores, con toda razón, consideraban excesiva.
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Notas
1 Los investigadores más importantes se encuentran en el IVIC, la ULA, la UCV-Maracay, el IESA y la Fundación Empresas Polar. También hemos podido contar con los informes anuales de Provea.
2 Ha sido el mismo presidente de Estados Unidos, George W. Bush, quien ha expresado este tradicional supuesto en los términos más diáfanos. Hablando con agricultores de su país, dijo: Es importante para nuestra nación construir y cultivar alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden ustedes imaginar un país que no fuese capaz de cultivar alimentos suficientes para alimentar su población? Sería una nación expuesta a presiones internacionales. Sería una nación vulnerable. Y por eso, cuando hablamos de la agricultura norteamericana, en realidad hablamos de una cuestión de seguridad nacional (citado en Suárez Montoya, 2008).
3 Indudablemente, después de la experiencia de las dos guerras mundiales, esta preocupación por garantizar la seguridad alimentaria como un problema de soberanía pesaba notablemente en el pensamiento militar, porque para un militar la soberanía se define, en último término, en las condiciones extremas de un enfrentamiento bélico; y en estas dos guerras la lucha por controlar el acceso a los alimentos había sido de una importancia crucial.
4 Aparte de las publicaciones de Llambí y McMichael ya citadas, interesa para la situación en América Latina, Bisang y Gutman, 2005; Graciano da Silva, 2002; Gumaraes, 2003; Ribeiro, 2007 y Schaper & Parada, 2001
5 Aparte de las publicaciones de Llambí y McMichael ya citadas, interesa para la situación en América Latina, Bisang y Gutman, 2005; Graciano da Silva, 2002; Gumaraes, 2003; Ribeiro, 2007 y Schaper & Parada, 2001.
6 Las transformaciones en Argentina han sido particularmente dramáticas. De la abundante literatura, mencionamos Bisang (2003), Lapolla (2005) y Teubel (2003).
7 En el caso de Venezuela que, como veremos, tiene un problema particularmente grave de dependencia de alimentos importados, había quienes argumentaban que el fomento de la producción nacional, en cuanto resultara más costosa que importar, sería perjudicial para la seguridad alimentaria (Acción Campesina, 2004; Gutiérrez, 2005; Rodríguez Rojas, 2005). Provea, por su parte, argumenta, a nuestro juicio con razón, que: La seguridad alimentaria de un país se encuentra seriamente comprometida si el consumo de alimentos proviene en un porcentaje significativo de las importaciones (Informe Anual, 2005-2006, p. 66).
8 Para una introducción a la trayectoria general de Vía Campesina, se puede consultar Demarais (2002). Por supuesto, no son los únicos dedicados a luchar contra la agricultura industrial, la utilización de semillas genéticamente modificadas y, más recientemente, los biocombustibles. Entre los autores que hemos consultados merecen mención Altieri y Bravo, Rossett y Ribeiro. Hay ya muchas revistas dedicadas a problemas ecológicos, y se destacan organizaciones como Food First, Grain, etc.
9 Sintomático era el hecho de que la última reunión convocada por la FAO para discutir el tema de la reforma agraria se había celebrado en 1979. Fue recién en 2006, veintisiete años después, cuando se sintió la necesidad de convocar otra.
10 En el caso de México, las nuevas tendencias están reforzadas a raíz de su incorporación al Tlclan a partir de 1994. Se puede consultar Celaya, Marañon y Fritscher (2004) y Rubio (2004) para apreciar las consecuencias para los productores nacionales de maíz, hasta culminar en la llamada crisis de la tortilla a comienzos de 2007. En el caso de Colombia, la preocupación ha surgido más recientemente (ver Suárez Montilla, 2008).
11 Rodríguez Rojas (2007) proporciona la información sobre dependencia alimentaria en los distintos países de América Latina.
12 Esta manera de aprovechar las Leyes Habilitantes para evitar cualquier discusión pública e introducir los textos legales como faits accomplis se repitió en 2008 cuando se introdujo la Ley Orgánica de Seguridad y Soberanía Alimentaria. Pareciera responder al afán de sorprender al enemigo, tan importante en cuestiones de logística militar. Tiene como desventaja evidente que los afectados sienten que los están tratando como enemigos.
13 Ver nota nº 6
14 Sobre Mercal, ver Morales Espinoza, 2006.
15 Ver Richer & Alzuru (2004) para detalles sobre la exitosa experiencia de Cecosesola en Lara.
16 Desde el comienzo, había representantes del cooperativismo ya establecido en el país que señalaban el problema.
17 En todo caso, como señala Provea, es motivo de preocupación la ausencia de data específica sobre los índices de desnutrición de la población, siendo que las últimas cifras existentes corresponden al año 2005.
18 En la página web de Fedeagro, también se encuentra la información para los mismos años respecto a las cantidades producidas, el valor de la producción y rendimientos.
19 Incluso, en febrero del 2007 pasaron una Ley contra el Acaparamiento y la Especulación.