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Revista Venezolana de Estudios de la Mujer

versión impresa ISSN 1316-3701

Revista Venezolana de Estudios de la Mujer v.13 n.30 Caracas ene. 2008

 

Génesis de la onto-epistemología liberal

Sandra  Angeleri *  

Universidad Central de Venezuela, Caracas, Venezuela 

RESUMEN  

Este trabajo recrea parte de la conversación filosófica que instituyó al homo modernus como la entidad ontológica y epistemológica moderna. El objetivo es develar los efectos que en el plano del conocimiento -entendido éste como el principal instrumento de poder de la modernidad- han tenido la producción del sujeto moderno, sus discursos y sus auto-atributos. Reflexiona sobre los efectos de los obstáculos y de las negociaciones implicadas en el viaje filosófico que ha llevado al establecimiento de la autoconciencia del homo modernus como la referencia universal del saber científico. Plantea que al reducirse el cuerpo humano a instrumento de conocimiento -a cosa extensa- se instaura a la mente como la vía de acceso a otras cosas extensas, es decir, a todas las cosas que existen en el espacio. A su vez, se resignifica al espacio como exterioridad en la medida en que el conocimiento es concebido como mediado por las herramientas de la razón universal. El trabajo tiene entonces un doble argumento que lo atraviesa a todo lo largo de su desarrollo. Por un lado, sostiene que el encerramiento de la espacialidad permitió la formulación del homo modernus como una entidad sin cuerpo y fuera del espacio -el dominio específico de la determinación mediante el cual el ser es un efecto de las relaciones- circunstancia ésta que permitió que la conciencia moderna se escribiera como marcada por la auto-determinación y la transparencia. Por otro lado, el texto también sostiene que al proporcionar carácter corpóreo a los atributos definitiorios del homo modernus se abrió la posibilidad de que la dimensión extensa y exterior del ser humano, es decir del cuerpo, pudiera seguir la misma trayectoria propia de otras cosas semejantes, y justamente por ser un producto de la estrategia de la razón, convertirse en un objeto. 

Palabras claves: ontología liberal, epistemología liberal, conocimiento, cuerpo, mente. 

 ABSTRACT  

This article recreates part of the philosophical conversation which instituted the homo modernus as the modern ontological and epistemological entity. My task is to deveal the effects that the production of the modern subject, his discourses, and self-attributes have had in the cognitive order, understanding this knowledge as the main tool of power of modernity. It reflects on the effects of the obstacles and negotiations implied in the philosophical trajectory that led to establish the self-consciousness of the homo modernus as the universal reference of scientific knowledge. It states that by reducing the human body to an instrument of knowledge -as an extended thing- it established the mind as the access to other extended entities, i.e.to all things that exist in the space. At the same time, by conceiving knowledge as mediated by the tools of universal reason, space was resignified as exteriority. The argument is twofold. On the one hand, I argue that the foreclose of spatiality enabled the formulation of the homo modernus as the entity without a body, oustside of space -the domanin of determinacy, in which being is an effect of relationships- i.e., the writing of modern consciousness as marked by self-determination and transparency. I also contend that grounding the defining attributes of the homo modernus -self-determination and transparency- upon all-powerful reason opened up the possibility that the extended, exterior, immanent dimension of human beings -namely, the body- could follow the same trajectory as that of other similar things, to become an object, as production of the strategies of reason. 

Key words: liberal ontology, liberal epistemology, knowledge, body, mind.  

1 Quiero agradecer a mis estudiantes de las asignaturas Teoría(s) y Métodos, Género y Poder, y La Cuestión Étnico-Nacional de la Escuela de Antropología de la U.C.V. por el tiempo compartido, a partir del año 2005, conversando con pasión sobre los asuntos aquí expuestos. Quiero, asimismo, agradecer a la Escuela de Antropología y al Consejo de Desarrollo Humanístico y Científico de la U.C.V. por haberme proporcionado la oportunidad de llevar a cabo mi Doctorado en Estudios Étnicos en la Universidad de California, San Diego, postgrado donde comencé las reflexiones aquí presentadas. 

* Este artículo forma parte de mi búsqueda personal por establecer una epistemología de las y los excluidos de la globalización neo-liberal. Más concretamente, es parte del camino recorrido en mi disertación doctoral que compara dos procesos revolucionarios latinoamericanos, la Revolución Mexicana, llevada a cabo a principios del siglo XX, y la Revolución Bolivariana, llevada a cabo a principios del siglo XXI. El ángulo escogido para hacer esta comparación es el de la subjetividad de las mujeres indígenas y su victoriosa resistencia a la objetivización llevada a cabo desde la Historia y la Antropología masculinistas latinoamericanas.

Introducción 

Desde los inicios de los tiempos occidentales, la filosofía se ha autoasignado la tarea de exponer la “verdad de las cosas”. Esto no le ha resultado fácil. Hay demasiadas cosas; hay cosas que existen hoy y cosas que ya no existen; hay cosas que son cercanas y otras que son supuestas. Este enfoque filosófico sobre el conocer de las cosas se hizo posible después que Parménides, luego de distinguir entre cosas aprehensibles por los sentidos y cosas aprehensibles por la mente, postulara que existe una conexión fundamental entre ambas formas de aprehensión. La trayectoria que sigue es conocida. Se comenzó con la distinción entre un mundo de las apariencias (del error) y un mundo de las ideas (de la verdad). En el cuerpo, el alma vive un mundo sensible: un mundo que está compuesto de copias imperfectas, que no llegan a tener la realidad de las Ideas. Peor aún, dejarse llevar por las sensaciones implica, para Platón, perderse como hombres, ser menos que lo que al ser humano le corresponde ser. Posteriormente, al introducir Artistóteles las condiciones necesarias para conocer las cosas como entes, el camino de la filosofía occidental se convirtió en una búsqueda permanente por encontrar el porqué y el cómo la mente puede capturar “el verdadero ser” de las cosas.

El modo de pensamiento derivado de las formulaciones anteriores se ha centrado en explicar porqué y cómo la captura de las cosas es una cuestión posible e importante. Esta tarea cognitiva no sólo ha perdurado hasta hoy -con múltiples modificaciones de por medio- sino que ha traspasado los límites espaciales del Occidente en búsqueda de apoyo para su verdad definitiva: es posible y deseable el acceso a la verdad de las cosas. La convicción de que el cumplimiento de este objetivo no sólo es posible, sino que la propia condición humana es inimaginable sino se es capaz de cumplir con tal característica, se ha instalado en las mentes. Es decir que, desde el principio, la prerrogativa de la mente como una cosa cognoscente descansó en una postulada intimidad con el logos (la razón y la palabra).

Sin embargo, el planteamiento de que la auto-determinación es una condición moral exclusiva de la cosa racional, apareció más tarde, en los escritos de los estoicos tales como Epicteto y Cicerón, y en los de San Agustín. A lo largo de este proceso, en el cual la mente se convirtió en el único determinante del ser humano, la razón que, al principio era una mera cualidad de la mente, se elevó. Llegó a ser no sólo el único fundamento de todo planteamiento válido sobre las cosas sino que, adicionalmente, pasó a ser el único referente autorizado para determinar lo que se puede conocer sobre ellas. Pero más importante aún, a lo largo de este viaje, la razón se constituyó en el único determinante de la condición humana dado que, a través de su rol mediador entre la mente y las cosas (ubicadas fuera de ella,) proporcionaría las bases del atributo más distinguido del homo modernus, la libertad.

Si bien hasta el día de hoy ningún cuestionamiento ha retado seriamente a la razón como fundamento del conocimiento, su poder como garante de la libertad humana se ha topado, en cambio, con sospechas de envergadura. La segunda crítica de Immanuel Kant, La Crítica a la Razón Práctica, y el cuerpo del trabajo de W. F. Hegel representan dos de los intentos más importantes por desentrañar tal poder ilimitado.2 Si bien el presente trabajo puede ser situado dentro del gran campo de las críticas erigidas contra los poderes de la razón, no está, sin embargo, dirigido a defender nuevamente a la libertad en contraposición a la razón. El mapeo que en este artículo se hace de la trayectoria de la razón inicia, en cambio, un camino personal para indicar porqué esta concepción de la razón y de la libertad, propia de La Ilustración, se ha convertido en la fuente más prolífica de las estrategias capaces de inscribir, en contextos globales, a la gran mayoría de los seres humanos por fuera del dominio de la libertad.

2 No se pone en discusión en este artículo la afirmación que establece que La Ilustración consolidó la razón científica como la fuerza intelectual, moral y económica del “progreso” y del “desarrollo”. A esto se le llama el “desencantamiento del mundo,” momento en el cual “la materia debería, por lo menos, ser controlada sin ilusión alguna de poderes o decisiones innatos, o de cualidades escondidas” (Horkeimer y Adorno, 2001, 6).

¿Por qué llevar a cabo una tarea tan alejada de la contemporaneidad? ¿Por qué volver a viejas ansiedades intelectuales? Para abordar eficientemente los intentos de eliminar las opresiones de clase, raciales y de género es necesario hurgar en la creación de la otredad hecha por la ciencia. Sostengo que el más crucial de los retos de las críticas del pensamiento moderno requiere un gesto radical que desplace a la transparencia, el atributo del cual ha disfrutado el hombre desde que emergió como el único ser autodeterminado. Dos décadas después de las celebraciones o del duelo por la muerte del Sujeto, los discursos del sujeto aún siguen vivos y los subalternos aún permanecen sujetos a la explotación y desposesión económica; se encuentran con la fuerza de la ley (la universalidad jurídica) casi exclusivamente en sus facetas punitivas y enfrentan la amenaza de la violencia neoimperial justificada por la defensa de los derechos universales del hombre. Para profundizar el proceso revolucionario que se lleva a cabo hoy en Venezuela es necesario, en mi opinión, crear una nueva epistemología. Este trabajo quiere ser un aporte en esta dirección.

Apropiaciones

A partir de la delineación inicial del texto Mathematical Principles of Natural Philosophy de Isaac Newton estableciendo los determinantes universales (racionales) del movimiento de las cosas ([1686] 1992); de los planteamientos de John Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano sentando las bases de la moralidad sobre los poderes universalizantes de la mente ([1690] 1980); y del esfuerzo de Immanuel Kant quien en su texto Crítica de la razón pura ([1788] 2007) trazó las estrategias de la razón universal a través de la noción de trascendentalidad, se fue consolidado la apreciación que considera que la cualidad racional de los procesos mentales y la naturaleza autodeterminante de toda interioridad son aspectos que van de la mano. Dado que el pensamiento occidental plantea que todo lo que sucede en la mente puede ser determinado sólo por aquello que comparte su naturaleza omnisciente, la primera entidad que adquirió tal privilegio cognitivo fue Dios. Apareció, por primera vez, con San Agustín quien formuló que “el hombre profundo” abandona la prisión de las pasiones del cuerpo para encontrar en las interioridades de un alma racional la libertad que se realiza en Dios. Hannah Arendt advierte en su texto Lectures on Kant’s Political Philosophy que en la formulación de San Agustín el cuerpo “representa (…) al mundo exterior y bajo ningún concepto es idéntico al propio ser” (1982, 473). Plantea Arendt que al reconciliar la vieja confianza en la mente racional con la certeza católica de un solo Dios masculino, San Agustín, rechazando la búsqueda de la libertad y de la verdad divina en la naturaleza, introduce una nueva idea. La conexión no-mediatizada entre la mente racional y un Dios sobrenatural, quien también es portador de “la verdad” es, para sus seguidores, la base de la libertad humana. Mediante este giro cognitivo, San Agustín logra conectar dos temas que guiarán las posteriores conversaciones filosóficas. El cuerpo humano será el lugar del error, de la pasividad y de las restricciones (y del pecado), mientras que la interioridad será el lugar que proveerá un acceso no mediatizado a Dios, a la “verdad” y la libertad.

Al aparecer estos temas en la conversación filosófica europea del siglo XVII, se instalan planteamientos sobre la entidad racional, que, como antes lo hicieran los estoicos, también buscan la libertad, aunque lo hacen desde una actitud diferente. Este modo de pensamiento, que Michel Foucault llama “pensamiento clásico”, rechaza la idea de la existencia de una conexión fundamental entre las palabras y las cosas (El orden de las cosas: Una arqueología de las ciencias humanas, 1994). Proyectos de conocimientos anteriores, basados en la premisa de la semejanza, no sólo asumían que las cosas participaban unas de las otras, sino que también concebían al ser cognoscente compartiendo los mismos atributos que las cosas.3 Para estas perspectivas, el conocimiento era posible justamente por no existir una separación fundamental entre quien conoce y la cosa a ser conocida. Hoy no nos sorprende que el rechazo posterior a la existencia de un enlace inmediato entre las palabras y las cosas indicara una disposición totalmente diferente hacia el conocimiento del ser de las cosas vis a vis el conocimiento del ser humano, quien a partir de entonces es concebido bajo la premisa de una total separación entre él y las cosas que persigue conocer. Desde Parménides, el ser racional estaba convencido que el camino seguro hacia la verdad residía en la mente, en el cómo ésta aprehende a las cosas. Lo que ha cambiado es la posición del ser racional en relación al conocimiento. Dado que la mente sólo tiene acceso a representaciones o, para decirlo en palabras de René Descartes formuladas en su texto Meditaciones metafísicas, a las imágenes de las cosas, el ser racional necesita a las representaciones aunque no puede confiar solamente en los símbolos (números y palabras) como condiciones sine qua non para manejarse con las cosas ([1641] 2006).4

Desde una lectura contemporánea, los pensadores clásicos parecen estar principalmente interesados en una pregunta muy específica, ¿cómo se puede tener certeza de la correspondencia entre las representaciones de las cosas en la mente y las propias cosas? ¿Cómo saber que las representaciones están en la verdad de las cosas? Al plantearse esta pregunta, los pensadores clásicos produjeron una formulación sobre aquello que para ellos creaba a las representaciones: La mente humana. Buscando resolver esta pregunta, Descartes ([1641] 2006) y Benedictus De Spinoza (Ethics, [1883] 2000) rearticularon la afirmación de San Agustín referente al interior del ser humano cognoscente como el camino que lleva a la verdad. Sin desplazar a Dios, le proporcionaron a la mente racional un rol mayor en la determinación del conocimiento mientras que construyeron al cuerpo humano como un mediador nada confiable entre la mente y las cosas que busca conocer. Más importante aún, dado que la mente y sus cualidades se convirtieron en el único determinante del ser del hombre, el cuerpo humano y sus atributos fueron totalmente desplazados de toda consideración sobre la “verdad” de la condición humana.5

3 Foucault describe al conocimiento del siglo XVI como “[h]echo de una mezcla inestable de conocimiento racional, nociones derivadas de prácticas y de toda una herencia cultural cuyo poder y autoridad se incrementaron de forma notoria por el redescubrimiento de los autores griegos y romanos (El orden de las cosas: Una arqueología de las ciencias humanas, 1994, 32).

4 Descartes adjudica el lugar del error a la decisión: “Pero la necesdiad de los negocios nos obliga muchas veces a decidirnos antes de haber hecho esos cuidadosos exámenes; y hay que confesar que la vida humana propende mucho al error en las cosas particulares; en suma, es preciso reconocer que nuestra naturaleza es endeble y dispone de pocas fuerzas” (Descartes, 2006, 189). 

Lo que quizás sea el primer antecedente del homo modernus aparece, entonces, bajo la figura de un ser pensante autoconsciente, la res cogitans de Descartes. Son bien conocidas las circunstancias que rodearon a la creación de la res cogitans. Al narrar su búsqueda de bases seguras para el conocimiento, el “primer principio” de su filosofía, Descartes introduce la noción del sujeto, la materia prima del homo modernus. Desplaza levemente a Dios de las consideraciones relativas a la certeza de la existencia humana y hace del cuerpo un mediador no fiable entre la mente y las cosas extensas. Ni la fe ni la moral, sin embargo, fueron sometidas a sus interrogaciones.

A partir de su ejercicio de duda sistemática, Descartes confeccionó la figura central de su filosofía, la cosa pensante, el “yo” que tiene seguridad de sí mismo, es decir, la gran idea de la auto-consciencia. En las Meditaciones, Descartes plantea que el “hombre” es el “yo”, el sujeto. Sin embargo, el filósofo reconoce de inmediato que el hombre posee dos aspectos: la mente y el cuerpo. Es decir que el hombre es la mente que está segura de su existencia; pero él, el hombre, tiene también una dimensión extensa, un cuerpo.6 En este punto del argumento cartesiano, lo crucial es la certeza de la existencia del “yo” que no necesita nada más allá de la auto-contemplación de su abstracción. El “yo” pensante, que es todo lo que queda en la medida en que Descartes duda de todo, requiere que no pueda compartir los atributos de las cosas extensas. Es decir que si bien el sujeto de Descartes posee un cuerpo, éste no juega rol alguno en la determinación de su existencia. “El pensamiento”, plantea Descartes, “es lo único que es inseparable de mí. Yo soy, yo existo, esto es cierto (…). ¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente. Ciertamente no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. Mas ¿por qué ha de pertenecerle? ¿No soy yo el mismo que ahora duda de casi todo y, sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, asegura y afirma que sólo éstas son verdaderas, niega todas las demás, quiere y desea conocer otras, o quiere ser engañado, imagina muchas cosas a veces, aun a pesar suyo, y siente también otras muchas por medio de los órganos del cuerpo?” (([1641] 2006), 131) En la determinación de la existencia del hombre, el desplazamiento del cuerpo hecho por Descartes, fue sólo un momento de enclaustramiento pero no un momento de borradura (por ahora).

5 Antonio Negri, en una lectura que recupera los potenciales emancipatorios del sistema de Spinoza, describe el texto Ethics como una “biblia moderna cuyos varios niveles teoréticos describen un curso de liberación, comenzando por la existencia inescapable y absoluta del sujeto a ser liberado, viviendo el curso de su praxis en terminus ontológicos, y por lo tanto reproponiendo la teoría en cada dislocación sucesiva de la praxis” (Negri, 1991, 48). La recuperación de Spinoza hecha por Negri concuerda con las preocupaciones de los proyectos políticos postmodernos globales que no aceptan ni la visión del sujeto como una individualidad ni del Sujeto como una totalidad unificada. No ha de sorprender entonces, que el frecuentemente mencionado panteismo de Spinoza, más precisamene su concepto de multitud, haya sido apropiado por Hardt y Negri en el texto Empire (2000) que muchos llaman la biblia de los movimientos socials contra la globalización.

6 Descartes define al cuerpo como “todo aquello que tiene una forma determinada, una ubicación definible y llena un espacio de tal forma que excluye a cualquier otro cuerpo; todo aquello que pueda ser percibido mediante el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que pueda moverse en varias maneras, no ciertamente por sí mismo, pero sí por alguna cosa extraña que lo toque y le comunique la impresión; pues no creía yo que a la naturaleza del cuerpo perteneciese la potencia de moverse por sí mismo, de sentir y pensar; por el contrario, hubiérame extrañado ver que estas facultades se encontrasen en algunos” (Descartes, ([1641] 2006), 129).

En un primer momento, antes de volver completamente irrelevante al cuerpo, se le reduce a sentidos no confiables, y, en un segundo momento, se transforma a la propia pregunta inicial sobre la certeza del conocimiento. Esta pregunta se vuelve un problema para la conciencia racional dado que todo lo que se puede conocer con claridad y distinción (los criterios de verdad de Descartes) sólo puede ser aprehendido por la mente. Lo que se puede conocer con certeza no son los atributos cambiantes y no confiables de las cosas -forma, gusto, olor, etc.- que son conocidas por los sentidos, por el cuerpo, sino las cualidades perdurables del ser “extenso, flexible y movible” que sólo la mente racional aprehende. La verdad sobre la existencia del hombre y de las cosas se funda en la certeza que la mente humana posee, de tener acceso, a lo que comparte con las otras cosas que ella misma busca conocer. Ambas pertenecen al dominio de la interioridad, entidad que Dios aún conducía.

El quid del asunto está en que, aunque la mente es capaz de comprender las cualidades abstractas de las cosas, el error aún permanece como una posibilidad. El error, de acuerdo a Descartes, proviene de la facultad de conocimiento que está en el sujeto cognoscente y de su capacidad de elección o libertad de la voluntad. En este punto Descartes encuentra un dilema. Dado que para este filósofo ambas habilidades son proporcionadas por Dios, no pueden ser la fuente de error. Descartes postula entonces que el error reside en que el alcance de la voluntad es más amplio que el alcance del intelecto. El hombre extiende la utilización de su intelecto a asuntos que no entiende en lugar de restringirlo dentro de sus propios límites. En tales casos, la voluntad es indiferente, fácilmente se aparta de la verdad y de lo bueno, y ahí se encuentra el origen del error (y del pecado). Al atribuir el error a la libertad, Descartes sugiere que el sujeto puede perseguir al conocimiento sin Dios. Sin embargo, la razón, aquello que asegura la certeza de la existencia del hombre, que en Descartes constituye el primer principio del conocimiento, no puede ocupar, por ahora, el lugar soberano.

Antonio Negri (The Savage Anomaly, 1991) plantea que el muy denso y complejo texto Ética de Spinoza ha influenciado profundamente la trayectoria posterior del pensamiento moderno, principalmente a la crucial reconfiguración llevada a cabo por Hegel.7 En este punto del artículo, la lectura se centra principalmente en reflexionar sobre el lugar de la razón y del cuerpo humano en las formulaciones de Spinoza. En realidad, no se encuentra nada muy diferente en Spinoza a lo propuesto por Descartes. El primero hace hincapié en la capacidad de ser afectado, escribiendo a la afectabilidad como si ésta fuera una cualidad del cuerpo. Spinoza, en cambio, suspende, aunque sea por corto tiempo, las preguntas anteriores referentes a la certeza del conocimiento. Al resolver la “verdad” y la “esencia” de las cosas a través de Dios, Spinoza cierra el problema de la correspondencia entre las ideas y las cosas que se había abierto con el fallecimiento de la semejanza. Ambos atributos de Dios, la mente y el cuerpo humano, son ahora entidades dependientes, si bien es importante acotar que la primera disfruta del poder de entendimiento y libertad, cualidades derivadas de su participación sin mediaciones en la esencia de Dios. La formulación de Spinoza sobre el cuerpo humano concebido, como un instrumento no confiable de la mente y como una entidad factible de ser afectada, es central para sentar las bases de la libertad sobre la proximidad a Dios de la mente racional. La pasividad es una cualidad peligrosa del cuerpo humano, había ya advertido San Agustín. Para Spinoza, así como también para Descartes, el cuerpo, por ser una cosa extensa, es factible de ser afectado y comparte la naturaleza de aquellas cosas que existen fuera de la mente mientras que simultáneamente afecta y es afectado por ellas. Por esta razón, el cuerpo juega un rol crucial en el conocimiento, dado que la mente sólo percibe las cosas porque ellas afectan al cuerpo. Más importante aún, al postular que la mente se relaciona con el afuera a través de la mediación del cuerpo, Spinoza hace hincapié en la independencia de la mente de aquello que la rodea ([1883] 2000: 8). Ninguna cosa extensa, ni siquiera el cuerpo humano, su propio objeto, jamás afecta directamente a la mente.

7 En este artículo no se explora esta conexión que indica como las formulaciones de G.W. F. Hegel trataron preocupaciones propias de J. G. Herder y de toda la generación de Sturm and Drung. Ver Rockmore, On Hegel’s Epistemology and Contemporary Philosophy, 1975.

Por ser la mente doblemente pasiva -un objeto de la mente activa y una cosa factible de ser afectada- la apropiación del cuerpo humano parece ser necesaria para la implementación de la espacialidad, de la coexistencia entre la mente y lo que se encuentra fuera de ésta, y de cualquier relación sincrónica con el exterior. Si el cuerpo juega algún papel en la constitución del sujeto cognoscente, entonces la extensión y la factibilidad de ser afectado -como supuestas premisas de la relación con el afuera- se convertirían en atributos de la entidad racional. No es sorprendente, entonces, que Spinoza postule que Dios reside en la fundamentación de las ideas verdaderas o del conocimiento, o en la auto-certeza de la mente porque es en Dios que está la fuente de la adecuación, es decir, de las ideas claras y distintas. Aún más, en la formulación de Spinoza encontramos también la afirmación de la razón universal, si bien Dios es todavía el único fundamento de la “verdad” y la “libertad”. Spinoza distingue tres modos a través de los cuales la mente produce representaciones: 1) opinión o imaginación, 2) razón, y 3) intuición. Las representaciones subjetivas derivadas de la experiencia así como aquellas relacionadas con los símbolos pertenecen al primer tipo. Es de estas representaciones, dice Spinoza, que surge el error. De los últimos dos tipos de formas de trabajo de la mente se deriva la verdad: (1) la razón produce las representaciones comunes a todo, los universales; y (2) de la intuición se deriva el conocimiento de Dios y de la verdadera esencia de las cosas. La razón -entre la imaginación y la intuición- es más que una cualidad de la solitaria conciencia dubitativa. “Está en la naturaleza de la razón”, postula Spinoza, “percibir a las cosas no como contingentes sino también como necesarias. La razón percibe verdaderamente esta necesidad de las cosas, pero esta necesidad de las cosas es la propia necesidad de la naturaleza eterna de Dios; está por lo tanto en la naturaleza de la razón el ver a las cosas bajo esta forma de eternidad” (Ethics [1883] 2000, 117).8 Esta universalidad es lo que asegura que la mente racional no sea factible de ser afectada, no esté condenada a reaccionar ante determinaciones exteriores. El Dios de Spinoza, como lo es también el de San Agustín, es accesible por estar justamente en la mente. A través del poder de conocer su esencia, la mente busca a la verdad, y a través de la intuición entra en la esencia de las cosas y de sí misma, es decir, en la libertad. La senda hacia la verdad es el camino seguro hacia la libertad. El deseo por la verdad y la esencia (el amor intelectual de la mente) constituye el amor por Dios, plantea Spinoza. Es en él, en este amor, que reside la libertad. “Él, quien posee un cuerpo capaz del mayor número de actividades es menos agitado por esas emociones que son malas (…). Por lo tanto, él posee el poder de arreglar y asociar las modificaciones del cuerpo de acuerdo al orden intelectual (...)” (Ethics, [1883] 2000, 267)9. El que todo se resuelva en Dios significa que la búsqueda del conocimiento puede seguir un camino seguro, sin participación, sin el riesgo de que la mente adquiera exterioridad y afectabilidad, es decir, sin que se dé una re-unión del sujeto del conocimiento con las cosas del mundo que él mismo busca conocer.

Una vez asegurada firmemente en el ámbito de la mente, la cosa pensante autoconciente pareció encontrar en la razón una base confiable de su libertad. En este proceso, la apropiación del cuerpo humano lo ha transformado en una herramienta de la mente que encierra a la espacialidad. La exterioridad y la afectabilidad, características que el cuerpo comparte con otras cosas extensas, espaciales, cierran radicalmente la posibilidad de escribir al homo modernus como una entidad (interior) predeterminada. La posibilidad anunciada en la formulación de Descartes sobre la cosa pensante, la emancipación total de la mente que permite la postulación de la libertad sin la determinación divina, estaba sólo esperando la propuesta de que fuera la razón quien proveyera bases seguras para la certeza.

8 Spinoza plantea que “it is in the nature of reason to regard things not as contingent, but as necessary. Reason perceives this necessity of things truly -that as in intself. But this necessity of things is the very necessity of the eternal nature of God; therefore, it is in the nature of reason to regard things under this form of eternity” (Spinoza, [1883] 2000, 117).

9 Spinoza: “He, who possess a body capable of the greatest number of activities is least agitated by those emotions which are evil (…) therefore, he possess the power of arranging and associating the modifications of the body according to the intellectual order, and consequently, of bringing it about, that all the modifications of the body should be referred to the idea of ‘God’ whence it will come to pass that he will be affected with love towards God, which must occupy or constitute the chief part of the mind; therefore such man will, posse a mind whereof the chief pat is eternal” (Spinoza, [1883] 2000, 267)

A fines del siglo XVII, la delimitación de las bases y del proyecto de la “física clásica” proveyó una nueva senda a seguir. Con la consolidación del imperio de la razón, la entidad pensante arriesgó convertirse en objeto de la ciencia, es decir, en una cosa cuya existencia está también determinada por leyes universales. El camino seguro del conocimiento, el camino de la experiencia, escondía una seria amenaza para la libertad, un atributo que los primeros forjadores de esta nueva figura onto-epistemológica habían asegurado que nunca se perdería. Durante más de 100 años ésta fue una posibilidad fantasmal que rondó al homo modernus sin que él siquiera se diera cuenta. Tampoco se percató de este fantasma en el siglo XIX, con la ciencia del hombre, cuando para ésta, el cuerpo humano se volvió un objeto de la razón y la ciencia tomó para sí la tarea de determinar los universales determinantes de la existencia humana.

Luego de la publicación de los Mathematical Principles of Natural Philosophy de Isaac Newton ([1686] 1995), Dios y la voluntad humana ocuparán aún menos que un lugar secundario en las consideraciones filosóficas sobre el conocimiento y las condiciones humanas. Las formulaciones de Newton promovieron un giro que desplazó a la preocupación por el ser de las cosas -la investigación de la “esencia”- y se centró en la preocupación por las cosas tal como existen - como “fenómenos”- tal como aparecen a la observación humana. La descripción de las leyes del movimiento, principios universales que explicaban tanto las modificaciones como las regularidades de la apariencia de las cosas en la tierra y en los cielos, introdujo una concepción radicalmente distinta del conocimiento. Se abandonó la búsqueda de las primeras causas en favor de un impulso hacia la descripción exhaustiva de los fenómenos. La búsqueda de los principios reguladores de la apariencia de las cosas se dirige ahora hacia los poderes o las fuerzas determinantes el movimiento. El foco se ubica en el cómo las cosas se relacionan unas con otras al mismo tiempo que la preocupación primordial se refiere a las causas del movimiento. Es sólo entonces que para acceder al universal determinante de las cosas tal como existen, la mente racional no necesita de Dios para asegurar la certeza, ni del cuerpo para mediar. Mientras se considera que la experiencia aun empieza en los sentidos, la mente, para conocer, confía primordialmente en mediadores abstractos que ella misma produce. La fuerza ubicua del movimiento, la ley universal de causalidad, es la razón universal. Nada de lo que existe cae fuera de su alcance.

Bajo esta perspectiva, las formulaciones sobre las condiciones humanas no escapan a los efectos de la ley del movimiento. En la intervención de Locke en su Ensayo sobre el conocimiento humano ([1690] 1980), el ser racional aparece nuevamente como una entidad segura de su autoconciencia. Justamente por su libertad, la mente es activa, posee voluntad y entendimiento, es la entidad capacitada para lograr la certeza. Sin embargo, esta mente está conciente que, como el conocimiento, el ser racional también depende de lo que yace fuera de la mente. Aquí aparece la primera dimensión del hombre moderno: la figura del individuo, el sujeto liberal, la primigenia entidad moderna política. En esta formulación, a efectos de poder transformar las impresiones -que los sentidos se ocupan de integrar y transformar en experiencia- en verdades universales, el conocimiento se vuelve dependiente de determinantes subjetivas (particulares), de la experiencia y de los poderes de la mente humana. Durante el siglo siguiente, David Hume (An Enquiry concerning Human Understanding, [1777] 1977) tiene en cuenta estas consideraciones para llevar a cabo su reto a la posibilidad de conocer con certeza. En respuesta a esta dependencia, Kant en su texto Crítica de la razón pura ([1764] 1978) afirma aún más el poder de la razón. Con la noción de “lo trascendental,” Kant transformó a la razón universal en la razón trascendental. No sólo nada podía escapar a sus poderes, también la transformó en la única determinante del conocimiento. Todo lo que pudiera ser conocido sería siempre mediado por sus herramientas -la intuición pura del tiempo y del espacio, y las categorías del conocimiento-. Con esto, Dios perdió definitivamente el privilegio de determinar las condiciones humanas y del mundo. Los sentidos, la única parte del cuerpo participante en el conocer, podrían percibir sólo aquello que ya era producto de la razón.

La senda ascendente de la razón no fue fácil. En su trayectoria, debió hacer algunas concesiones cruciales. Abandonó la búsqueda de la esencia, y más importante aún, se constituyó en una seria amenaza para la libertad humana. No fue sino hasta el siglo XIX que el espíritu de Hegel (Fenomenología del Espíritu, [1807] 1972) intentaría recapturar las bases perdidas para reconciliar a la razón todo poderosa y a la libertad humana, en la figura del sujeto trascendental, quien completa el proceso de doscientos años que duró la manufactura del homo modernus.

Los poderes de la razón

Mediante el uso de sus instrumentos artificiales (mecánicos y abstractos), la razón científica fue capaz de descubrir la regla fundamental de las relaciones entre las cosas y sus fuerzas intrínsecas. Con tales poderosos instrumentos, la razón libera completamente al sujeto cognoscente. Separado del mundo de las cosas, el hombre se interesa ahora en lo que le pasa a las cosas y en aquello que las hace suceder. Los cuerpos de Newton no son meramente cosas extensas sino que tienen fuerzas innatas (o poderes) que determinan cómo afectan y a su vez cómo son afectadas por otros cuerpos. No todo lo que le pasa a las cosas es de interés aquí, pero sí lo es lo que se deriva de cómo las cosas se afectan unas a otras. En sus Mathematical Principles of Natural Philosophy, Newton ([1686] 1995) plantea que está preocupado por las causas y los efectos. Al dirigir su atención a asuntos movibles (afectables), el sujeto cognoscente busca descifrar las regularidades -las expresiones particulares, los efectos de los actos del nomos universal- pero no está determinado por, ni determina lo que busca conocer. El conocimiento permanece siendo el resultado de las herramientas abstractas (formales) que la mente produce para descubrir cómo una fuerza exterior (universal), controla y regula los movimientos (lo que ha sido afectado) de las cosas del mundo. La exterioridad gobierna ahora la significación científica.

Newton traduce los movimientos del universo al lenguaje abstracto del conocimiento, las matemáticas, que se convierten en el instrumento crucial de la física. La Física, o la “filosofía experimental”, plantea Newton, se vincula a causas y efectos; se mueve de lo particular a lo universal planteando que la naturaleza puede mantener misterios más grandes que las propias leyes del movimiento. El filósofo nota, asimismo, que esos misterios están más allá del alcance de la filosofía experimental. “En esta filosofía”, escribe Newton, “se infiere proposiciones particulares a partir de lo fenómenos y, éstas se vuelven luego generales por inducción general. De esta forma fue que se descubrió la impenetrabilidad, la movilidad, la fuerza impulsiva de los cuerpos y las leyes de gravitación. Es suficiente que la gravedad exista realmente, que actúe de acuerdo a las leyes que hemos explicado y que sirva plenamente para dar cuenta de todos los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestro mar” ([1686] 1995, 3). Las operaciones de estas leyes que guían a las relaciones entre las cosas tanto en la tierra, como en los cielos y en los mares, es decir, las leyes universales del movimiento, sólo son accesibles a los instrumentos de la razón científica.

Cuatro años después de la publicación de los Mathematical Principles of Natural Philosophy de Newton, John Locke en su Ensayo sobre el conocimiento humano ([1690] 1980, 139) lleva a cabo dos grandes obras: primero, desplaza totalmente a Dios del conocimiento, y segundo, hace hincapié en que el cuerpo humano no juega rol importante alguno en el conocer o en la determinación de los conocimientos humanos. Liberado de pesos metafísicos, el conocimiento se vuelve ahora el resultado de la actividad productiva de la mente racional. Esta última, sin las verdades dadas por Dios -las “ideas innatas”- produce complejas formulaciones, “verdades abstractas”, por fuera de aquello que los sentidos se ocupan de articular bajo la experiencia.

El conocimiento, para Locke, necesita “ideas simples” recogidas por los sentidos. Requiere la experiencia. Sin embargo, esta premisa no quiere decir que para Locke el conocimiento comience por los sentidos. El ente que ofrece a la mente todo lo necesario para pensar es el cuerpo y la experiencia, a través de la mediación del cuerpo, es crucial para el conocimiento. Aquello que yacía fuera de la mente (incluyendo al cuerpo humano) ya había sido apropiado.

En las formulaciones de Locke ([1690] 1980) se hace un planteamiento sobre la relación entre la mente y las condiciones humanas que es crucial para la ontología liberal. Bajo la guía de la razón científica, hay dos nociones, “poder” y “acción”, que son centrales para la formulación liberal del homo modernus. De acuerdo a Locke, la idea de “el poder activo” es proporcionada por la “reflexión de las operaciones de nuestras mentes” porque “todos los poderes [están] relacionados con la acción, y existen dos tipos de acción de las cuales tenemos idea, el pensar y el pensamiento” (122). Podemos conocer ambos tipos de acciones al observar lo que sucede en nuestras mentes, no en el cuerpo, porque éste no posee ni pensamientos ni movimientos independientes. La voluntad y el entendimiento son los poderes específicos (fuerzas activas) de la mente. El “poder de entendimiento” se ejercita cuando la mente transforma las ideas recibidas a través de los sentidos. “La fuerza de voluntad”, a su vez, es determinante de la acción humana, tiene implicaciones morales y políticas, y está relacionada fundamentalmente a la cuestión de la libertad. “[E]n tanto que un hombre”, plantea Locke, “tiene poder para pensar o para no pensar, para moverse o para no moverse, de acuerdo a su preferencia o a la dirección de su propia mente, es así que es un hombre libre. Siempre que cualquier acción o inacción no estén equitativamente situadas en el poder del hombre, siempre que el hacer o el no hacer no se deriven equitativamente de la mente del hombre dirigiendo esta elección, en estos casos, nunca será libre, si bien puede suceder que la propia acción pueda ser voluntaria” (1980, 124, cursivas en el original). La libertad y la voluntad, de todas maneras, son dos tipos diferentes de poderes. La primera está relacionada a la habilidad de dirigir el movimiento y el pensamiento, mientras que la última a la habilidad de preferir o escoger.

Con esta distinción, Locke desplaza a Dios de las consideraciones sobre la libertad y la voluntad, y más importante aún, ubica a los determinantes de la acción humana en la mente. La forma en que organiza las relaciones entre la libertad y la voluntad dio lugar a una filosofía moral basada primariamente en la acción. La acción, según Locke, depende de la voluntad, la cual, a su vez, está determinada por “una intraquilidad de la mente por el deseo de algo bueno” (1980, 139). Ahora bien, la elección de querer o no querer algo es el resultado del juzgar. Aquí aparece la figura del individuo, la cosa activa autoconsciente, la cual rinde cuentas al pensamiento y a la voluntad determinante de sus acciones. Pero este individuo puede o no puede ser libre para actuar de acuerdo a las determinaciones de su juicio. Esta entidad es el sujeto moral y legal, la base de relaciones naturales (de sangre) y voluntarias (reglas morales y leyes).

Esta primera versión del homo modernus, el sujeto liberal, es una entidad racional activa libre. Pero a diferencia de la cosa solitaria dudante y de la esencia modificada de Dios, el sujeto liberal es una entidad política moral. La libertad humana no es ya considerada en relación a Dios. Lo que se privilegia ahora son otros determinantes exteriores, principalmente otras entidades libres, es decir, aquellas que poseen voluntad y entendimiento.

El descubrimiento de la universalidad de la afectabilidad, estipulada en las formulaciones de Newton, determinó ajustes en las consideraciones sobre las condiciones así como también influyó en la emergencia del tratamiento sobre el tema de la “naturaleza humana”, los atributos universales que Dios ha brindado a los seres humanos. Locke, en su Ensayo sobre el gobierno civil, ([1690] 1980), provee una concepción de la “ley de la sociedad” que asume la coexistencia entre la universalidad de las leyes y la universalidad de la libertad. Dibuja al “estado de naturaleza” como si correspondiera a entidades libres en movimiento o en no-movimiento andando por la vida según leyes naturales. El cuerpo artificial, la sociedad política, formula y administra las reglas que unen a cada una de las libertades de los miembros que conforman a la sociedad por fuera de la necesidad para su protección frente a otras entidades mayores en movimiento. Ahora, la libertad y la igualdad preceden al “estado en sociedad”; son atributos (naturales) universales que ubican a los seres humanos aparte de las otras criaturas. La “ley de la sociedad” es una institución, una mediación artificial, creada por seres racionales (y ya “civilizados”). Es decir que al pasar del “estado de naturaleza” al “estado en sociedad”, Locke circunscribe la zona de operación de la ley a los seres racionales: el momento jurídico-político de la ley no es universal, deja “a los príncipes absolutos” de Europa y a los “salvajes americanos” en el “estado de naturaleza”.

Durante el siglo siguiente, las formulaciones de Locke y de Newton celebraron a la razón y al progreso frente a las limitaciones que la religión había impuesto a la libertad humana, pero no impidieron, sin embargo, el retorno de la cuestión de la (in)certidumbre. El texto de Hume Tratado sobre la naturaleza humana ([1739] 1977) eleva preguntas que más tarde retoma Kant. Con el desplazamiento de Dios y de las cuestiones del ser, el problema regresó y la pregunta del momento fue ¿Cómo estar seguros de que las ideas de la mente correspondían al proceso que se observaba? Como lo hizo Locke, Hume también estableció que la mente produce “sus ideas complejas” a partir de materiales provistos por los sentidos. Pero lo que la mente conoce, argumenta Hume, son “asuntos de hechos”, es decir, relaciones de causaefecto que son primeramente objeto de la razón científica- la cual, a diferencia de las ideas (por ejemplo, las formulaciones matemáticas) están preñadas de contradicciones. Del problema de la certeza se pasa a la posición que sostiene que la mente no sabe nada que no haya sido previamente provisto por la experiencia. El conocimiento de las relaciones causa-efecto “no se obtiene del razonamiento a priori, sino que surge de la experiencia, donde encontramos que todos los objetos particulares están constantemente relacionados unos con otros” (Hume, 17) Dado que la mente sólo tiene acceso a los efectos, que nada revelan de sus causas, el único fundamento seguro del conocimiento de las “leyes de la naturaleza” se deriva de la observación de patrones repetidos entre objetos que llevan a los mismos resultados. A partir de esto, Hume concluye que los fundamentos del conocimiento son más bien subjetivos: costumbre, hábitos y creencias. Como se verá en breve, retomando el reto de Hume, Kant lleva a cabo lo que él llama “una revolución copernicana.” La formulación de las condiciones del conocimiento a priori desplazó las investigaciones metafísicas y las incertidumbres del empirismo para establecer firmemente a la razón universal como el fundamento del conocimiento y de la libertad.

La trayectoria de la razón universal que siguió a las formulaciones de Newton y de Locke también es bien conocida. Al combinar la fe en el conocimiento científico, como medio de progreso intelectual, con la aceptación del individuo de Locke, como el paradigma del sujeto económico-político, la confianza principal de La Ilustración se centra  en la razón (Cassirer, 1972). La Ilustración Francesa rechazó la cosa pensante cartesiana por estar ésta fundada en la seguridad de que Dios tenía en sus manos la cuestión de la certeza. El “hombre (moderno) civilizado” es simultáneamente “el producto y el agente de la razón universal.” Liberada de consideraciones metafísicas y religiosas, la razón universal ahora está sola para guiar la mente humana en la búsqueda por perfeccionar la existencia humana, el camino del “progreso” y la “felicidad.” Al final del siglo XVIII, la razón ya se había completamente vuelto una cosa de este mundo. Ya no era meramente una relevante facultad de la mente humana. Se había transformado en la fuerza productiva más celebrada. A lo largo de esta transformación, el cuerpo humano perdió su rol como mediador privilegiado y comenzó una nueva trayectoria que amenazó la libertad de los filósofos de La Ilustración, su don más preciado.

El Imperio de la Razón Productiva

En las formulaciones de Locke, el desplazamiento de Dios y la consecuente liberación de la razón se basan en la idea de que la mente puede conocer las cosas del mundo a través de la experiencia (observación y experimentación). El descubrimiento de las “leyes de la naturaleza” desplaza las consideraciones metafísicas al mismo tiempo que introduce otro tipo de mediadores. Estos no sólo no reconocen la función mediadora del cuerpo humano, sino que tampoco reconocen participación alguna o punto alguno de identificación entre la mente y las cosas a ser conocidas. Las cosas tal como existen pueden entonces ser capturadas con constructos matemáticos que no requieren planteamientos metafísicos en relación a la certeza de su conexión. Los procesos descubiertos por Newton, si bien universales, son también físicos, observables. El conocimiento se concibe entonces como infinito no por participar la mente y las cosas como “ideas” -como lo postulaba Spinoza- en la infinidad de Dios. Es infinito porque la razón universal y sus mediadores poseen todo lo necesario para investigar. El conocimiento humano y sus mediadores (los instrumentos artificiales) ahora creen firmemente que el campo de los fenómenos es accesible a la experiencia al mismo tiempo que también creen que tienen todo a su alcance para que el campo ilimitado de la experiencia sea explorado. Lo trascendental une al sujeto cognoscente y a las cosas del mundo al determinar que éstas sólo se pueden conocer como apariencias (fenómenos), un modo de existencia siempre determinado por la razón universal. Rechazando al empirismo -que sujetaba el conocimiento a la experiencia- y a la metafísica -que nunca investigaba sobre la condiciones de posibilidad del conocimiento- Kant introduce “lo trascendental” (“la esfera supra-sensible”) para nombrar todo conocimiento a priori, es decir, aquél que precede y es independiente de la experiencia. Con este planteamiento, Kant identifica las herramientas y mapea el territorio propio de la razón universal, que ahora progresa independientemente de las preocupaciones subjetivas (psicológicas) o empíricas.

Con la idea de “lo trascendental,” Kant establece que el campo del conocimiento es ilimitado, abierto. El conocimiento se puede expandir, y tal expansión es posible porque la razón brinda al conocimiento humano la posibilidad de producir planteamientos ciertos y seguros sobre los objetos. Estos conocimientos producidos por la razón agregan a lo que ya se sabe sobre los objetos sin necesidad de recurrir a la experiencia. El cuerpo humano, que ya había perdido mucho de su rol en el conocimiento en la medida en que los instrumentos mecánicos y matemáticos se habían vuelto los principales mediadores en la experiencia, no tiene ya lugar alguno en relación a las operaciones a priori de la razón productiva. Es decir que Kant introduce un modo de representación que consolida la actividad reguladora de la razón (científica) productiva.

Con la formulación de lo trascendental, el texto de Kant, Crítica a la razón pura ([1764] 1978) borra definitivamente a Dios y al cuerpo humano de las consideraciones sobre la posibilidad de conocer con certeza. Los poderes de la razón pura, esa dimensión de la mente humana que permite el conocimiento a priori, es decir, el conocimiento anterior, detrás de toda experiencia, instituye un dominio de producción de planteamientos sobre las cosas del mundo. Ni la semejanza ni un determinante supremo aseguran la certeza. Ahora la razón es la única garante del conocimiento que depende de sus productivos mediadores.

Pero esta ascensión de la razón exigió la renuncia a un querido y viejo deseo. Fue necesario olvidar el impulso por capturar la esencia de las cosas. De acuerdo a Kant, el conocimiento a priori de los objetos resulta del hecho de que la mente humana no representa a las cosas como son en sí mismas sino como aparecen a los sentidos. El conocimiento a priori es posible, dice Kant, porque la mente contiene “formas de sensibilidad”, “intuiciones puras”, que preceden “a todas las impresiones actuales a través de las cuales yo soy afectado por los objetos” ([1764] 1978, 30). Las cosas a ser conocidas ya están modificadas por las intuiciones puras del tiempo y del espacio que existen en la mente. Al establecer que la sensación ya es de por sí un efecto en la mente, un tipo de intuición, una “intuición empírica,” Kant vuelve irrelevante al cuerpo y a la cosa-en-sí-misma para el conocimiento. Lo que afecta a los sentidos es el fenómeno: la “sustancia”, que es dada a través de la experiencia, y la “forma” que ya existe en la mente. El hecho de que lo que es dado a los sentidos no sea la cosa tal como es no significa que las cosas no existan fuera de la representación. Significa que el conocimiento no puede tener acceso a ellas como tales. Ni el empirismo ingenuo ni el subjetivismo escéptico tienen ahora nada que decir con respecto a la posibilidad de conocer con certeza. La razón, más exactamente la razón pura, tiene el privilegio de establecer la validez objetiva, la universalidad y la necesidad de los juicios del entendimiento. La verdad no es ahora una cuestión de correspondencia entre los juicios y las cosas, como lo creía Hume, sino que los juicios verdaderos son los que siguen las “reglas que determinan la coherencia de la representación del concepto de un objeto, y la afirmación sobre si [un objeto y su correspondiente representación] pueden existir juntos en la representación o no” ([1764] 1978, 38). Más importante aún, la razón ya no es más una función de la mente sino que ahora es la condición de posibilidad de existencia de las cosas tal cual ellas aparecen al sujeto cognoscente. La mente se dirige a la naturaleza. La naturaleza abarca entonces solo aquello que ya está modificado por la “intuición pura” del tiempo y del espacio. Ésta es la razón por la cual la experiencia “nunca puede enseñarnos la naturaleza de las cosas en sí” ([1764] 1978, 42) y se dirige a las cosas como “objetos potenciales de experiencia” ([1764] 1978, 44), como naturaleza. Ahora, tanto la naturaleza como la experiencia están mediadas por los poderes productivos de la razón.

¿Cuáles son las consecuencias del planteamiento kantiano que dice que “las leyes de la naturaleza” y “las condiciones de posibilidad de la experiencia sensorial” existen primeramente en el conocimiento? El abandono del deseo de capturar la “esencia,” el ser-en-sí de las cosas, no es su emancipación. El hecho que la mente humana no puede tener acceso a la cosa-en-sí no implica que las cosas del mundo no puedan ahora afectar libremente a los seres humanos fuera del dominio de operación de la razón. Recuérdese que la posibilidad que la mente sea afectada por aquello que se encuentra en el exterior -la afectibilidad- reside en el hecho de que el cuerpo humano es también una entidad extensa, espacial. Antes, en la conversación filosófica aquí narrada, la cancelación de la espacialidad fue el resultado de la apropiación del cuerpo humano como un instrumento no confiable. En la formulación de Kant, el cuerpo pierde hasta este pequeño rol. Más aún, Kant desplaza la posibilidad de afectabilidad mediante el enclaustramiento del propio espacio. Su movida crucial es el haber rechazado la concepción previa del espacio como una propiedad de las cosas (Taylor, 1975, 355).

Al no ser más una propiedad de la cosa en sí, el espacio se transforma en una propiedad de la mente, la “intuición pura” que permite concebir al “objeto como sin nosotros”, permite tener un sentido de exterioridad entendida ésta como una condición de posibilidad de los fenómenos. Lo que este cambio sugiere, en contra de toda insistencia de Kant en decir que no está negando la existencia de las cosas en-sí, es que todo lo que se encuentra fuera de la representación humana no es más que un asunto sin forma, un contenido indiferenciado que no puede tener afectabilidad alguna en la entidad cognoscente. “Si”, dice Kant “partimos de condiciones subjetivas, sobre las cuales sólo podemos obtener la intuición externa, o, en otras palabras, por medio de las cuales nosotros somos afectados por los objetos, la representación del espacio no tiene sentido alguno” ([1764] 1978, 26).

Con esta formulación, Kant cierra la posibilidad de afectabilidad, sugiriendo que la razón ubica a los seres humanos en una dimensión por fuera de toda determinación externa. Las herramientas de la razón trascendental son ahora los únicos mediadores entre la mente humana y las cosas del mundo. El enclaustramiento de la espacialidad es al fin logrado con la formulación trascendental del tiempo. La “intuición pura” del tiempo capacita la mente a concebir la coexistencia, sucesión, cambio y movimiento; pero lo que provee la experiencia de la interioridad, no es sólo una condición del fenómeno, es la condición de posibilidad de representación en general. “Porque,” plantea Kant, “todas las representaciones, sea que tengan o no cosas externas a sus representaciones, aún en sí mismas, como determinaciones de la mente, pertenecen a nuestro estado interno; y por ser un estado interno está sujeto a las condiciones formales de la intuición interna, es decir, al tiempo, -el tiempo es una condición a priori de cada uno y todos de los fenómenos- la condición inmediata de todos los internos y la condición mediada de todos lo fenómenos externos ([1764] 1978, 30, cursivas en el original).” Es decir que no es sólo que el espacio es una propiedad de la mente. La mente es en sí misma temporal -el tiempo, observa Kant, es “el modo mediante el cual la mente es afectada por su propia actividad… el modo mediante el cual la mente es afectada por sí misma ([1764] 1978, 40)”- es decir, que el sujeto del conocimiento, la autoconciencia cognoscente es también un efecto de la “intuición pura” del conocimiento, más precisamente, del tiempo. “Pero la forma de esta intuición” observa Kant, “que está en la constitución original de la mente, determina, en las representaciones del tiempo, la manera en la cual las múltiples representaciones se combinan en la mente; dado que el sujeto se intuye a sí mismo inmediata y espontáneamente, pero [lo hace] de acuerdo a la manera en la cual la mente es afectada internamente, consecuentemente, [lo hace] tal como aparece, y no como es ([1764] 1978, 41, cursivas de la autora).”10

Con esto, Kant establece que tanto la auto-conciencia como las cosas fuera de ésta son, ante todo, productos del tiempo y del espacio. En consecuencia, junto a la posibilidad de conocer a las cosas en sí mismas, Kant cierra la posibilidad de conocer al ser del hombre por fuera de la mediación de los instrumentos de la razón trascendental. Aquí emerge nuevamente el problema que encontramos por primera vez con la formulación de Locke sobre “el estado en sociedad,” que es la amenza de que las leyes universales de la (ahora pura) razón puedan regular la libertad humana. En la Crítica a la Razón Práctica ([1788] 1993), Kant aborda este problema distinguiendo entre la “ley empírica” y la “ley moral”. La primera, la ley de los fenómenos, determina lo que ocurre en la naturaleza, se aplica sólo contenidos, a aquello que existe, a lo “empírico”. La segunda, por otro lado, precede toda determinación “empírica” y desatiende toda consecuencia ulterior de la voluntad. “Al no poderse utilizar como base determinante de la voluntad [cosa] alguna excepto la forma legislativa universal” plantea Kant, “debe concebirse tal voluntad como totalmente independiente de la ley natural de las apariencias en sus relaciones mutuas, como por ejemplo en el caso de la ley de la causalidad. Tal independencia es llamada libertad en el más estricto, es decir, en el más trascendental de los sentidos. Por lo tanto, es una voluntad libre una voluntad a la cual sólo puede servir una ley que da forma a la máxima universal (28)”. Al operar con tal grado de formalización, la razón no sólo regula sino que realmente produce la libertad. Desde el punto de vista de la trayectoria de la razón, éste es un planteamiento victorioso que parece unir el hombre a las cosas del mundo de forma tal que no reta a la libertad. El fundamento de todo ‘juicio verdadero’ sobre todo lo que existe reside ahora totalmente en la mente humana. Para el ser libre, racional, no podía haberse conseguido una victoria más dulce que la introducción del sujeto liberal hecha por Locke.

10 Delezue (1984) escribió quizás las palabras más afiladas sobre la fenomenología inaugurada por la formulación hecha por Kant: “Para Kant, es cuestión de la forma del tiempo en general lo que distingue entre el acto del yo y el ego al cual se atribuye este acto… el tiempo se mueve dentro del sujeto con el fin de distinguir entre el ego [Moi] y el yo [Je] dentro del mismo. Es la forma bajo la cual el yo afecta al ego, la forma mediante la cual la mente se afecta a sí misma. Es en este sentido que el tiempo es una forma immutable, que no puede seguir siendo definido como una simple sucesión, aparecida como una forma de interioridad (sentido profundo), mientras que el espacio, que ya no puede seguir siendo definiendo como coexistencia, apareció como parte de la forma de exterioridad. ‘Forma de interioridad significa no sólo que el tiempo es interno a nosotros, sino que nuestra interioridad nos separa constantemente de nosotros mismos, nos divide en dos: una división en dos que nunca culmina, dado que el tiempo no tiene fin. Un vertigo, una oscilación que constituye el tiempo. (1984, ix)

A modo de conclusión

En las páginas precedentes se trazó la trayectoria de la entidad auto-segura. Se comenzó desde el momento primigenio a partir del cual la entidad, al tener la razón acceso directo a Dios, estuvo cierta de la interioridad de la libertad. En este momento inicial, el ente no estaba seguro de sí mismo. No estaba seguro de poder acceder a la “verdad” de las cosas sin la asunción de una identidad inmanente. Más adelante, a lo largo de este camino, el “descubrimiento de las leyes de la razón universal” aseguró poderes superiores a la mente racional. La ubicuidad de la razón garantizó un acceso inmediato a las cosas de la única forma en que podía aprehenderlas, como fenómenos. En esta coyuntura, la entidad auto-consciente no sólo se convirtió en una cosa con razón sino que se volvió adicionalmente una cosa de razón, el fundamento de la libertad, el otro atributo distintivo del sujeto. Sin una entidad infinita, no-extensa, suprema y eterna (Dios), en la cual la “esencia” de las cosas y la “esencia” de los seres humanos se resolvieran, la libertad se basó, a partir de ese punto de la trayectoria, en una limitación aún más poderosa. Las pasiones del cuerpo, las emociones de la mente débil no habían sido nunca tan peligrosas como lo llegaron a ser los poderes productivos de la razón universal. El escribir a la razón humana como el lugar de la auto-determinación amenazó con hacer olvidar aquello que había permitido su ascenso a un primer lugar. No es sorprendente que esta amenaza a la razón pudiera ser sólo calmada por la formulación de una mente superior, una conciencia trascendental que recuperaría a la razón. Esta entidad y su lugar de emergencia constituye la presunta entidad empírica, la que se comparará con todos los otros modos de existencia humana, la que finalmente cayó presa de la razón universal, sin nunca perder, sin embargo, su atributo exclusivo, la libertad.

En otras palabras, en este artículo se ha mostrado cómo, a través de una sucesión de apropiaciones -del cuerpo humano, de los sentidos, de las cosas del mundo y del propio sujeto- llevadas a cabo por los filósofos europeos al final del siglo XVIII, la razón universal emergió como la condición de posibilidad del conocimiento en la medida en que la razón conectó aquello que permite al sujeto saber con aquello que se desea conocer. Sin embargo, algo se perdió a medida que la experiencia y la naturaleza fueron re-significados como dominios distintos de la operación de las herramientas de la razón (pura) productiva. La institución de lo trascendental cierra la posibilidad del conocimiento de las esencias. Las cosas del mundo serán ahora sólo accesibles como fenómenos. Los objetos del conocimiento y el sujeto de conocimiento son apariencias, productos de la razón todopoderosa, y el conocimiento, en lo que se refiere al saber con certeza, como ciencia, como actividad productiva de la mente, está ahora seguro de la objetividad, de la necesaria universalidad de sus productos. Foucault (1994) ubica a la emergencia del episteme moderno en este momento de culminación de la trayectoria de la razón, el momento cuando el ‘ser’ de las cosas del mundo serían capturadas en la temporalidad del sujeto cognoscente, adquiriendo historicidad. ¿Qué pasó entonces? ¿Cuál fue el proceso mediante el cual la consolidación de la razón universal reguladora resultó en que las cosas adquirieran su propia interioridad, una temporalidad subordinada a la del sujeto cognoscente? La condición de posibilidad de este logro reside, tal como lo argumenta Foucault, en el tema de lo trascendental, pero no fue un efecto inmediato de éste. Como se dijo antes, la formulación de Kant rechaza explícitamente la posibilidad de capturar a la “esencia” de las cosas, de cualquier planteamiento “verdadero” sobre lo que ellas son fuera del conocimiento. Para Kant no se puede conocer a las cosas antes de haber sido modificadas por el tiempo y el espacio como las “categorías del entendimiento”, los dos criterios a través de los cuales los juicios de percepción pueden alcanzar validez universal, objetiva. ¿Cómo fue entonces posible que la razón pudiera pedir para sí misma la tarea de determinar al “ser” de las cosas? Este logro requirió a la razón que reuniera al conocimiento y al ‘ser’ sin recurrir a fundamentos ni psicológicos ni religiosos. Es sobre estas bases que encontramos que la reconciliación (fenomenológica) del sujeto cognoscente y las cosas del mundo llevada a cabo por Hegel completará el proceso de enclaustramiento de la espacialidad sin dejar de lado la posibilidad de que la mente humana tenga acceso no-mediado a las cosas en sí, síntesis que es el punto de partida a analizar en artículo suplementario al aquí desarrollado.  

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