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Educere
versión impresa ISSN 1316-4910
Educere v.12 n.40 Meridad mar. 2008
Autonomía universitaria y reforma constitucional.
University autonomy and constitutional reform.
Fuenmayor Toro, Luis*
Universidad Central de Venezuela Caracas - Venezuela lft3003@yahoo.com
* Médico-cirujano, UCV, 1968. Doctor of Philosophy, Universidad de Cambridge, 1979. Profesor Titular, UCV, 1983. Investigador nivel III, PPI, 2006. Director de la Escuela de Medicina J. M. Vargas, UCV, 1981-1984. Presidente de la Asociación de Profesores, UCV, 1986-1988. Presidente del Instituto de Previsión del Profesorado, UCV, 1986-1988. Rector de la Universidad Central de Venezuela, 1988-1992. Delegado profesoral ante el Consejo Universitario, UCV, 1987, 1996, 1999, 2002. Director de la Oficina de Planificación del Sector Universitario, 1999-2004.
La autonomía universitaria, tal y como la conocemos en Venezuela y en otros países de Latinoamérica, no existe en el resto del mundo. En los países sajones, incluyendo por supuesto a Estados Unidos, las autoridades universitarias son designadas, no existe el cogobierno estudiantil, la estabilidad profesoral está restringida al máximo nivel jerárquico y las líneas de producción de conocimientos se deciden por la vía de lo que financian las grandes empresas y los fondos gubernamentales, según las necesidades de los Estados de competir favorablemente en la producción de bienes y servicios y en el mantenimiento de sus posiciones de poder en el mundo. Con pequeñas variaciones, la situación es similar en el resto de Europa, en Asia y en Australia, regiones donde se les presta una atención particular a estas instituciones y a otras que producen conocimientos, pues tienen clara la estrecha y directa relación entre la investigación científica y tecnológica, y el desarrollo social y económico de las naciones.
Parecería entonces que, si bien la autonomía es un atributo esencial de nuestras instituciones universitarias, la universidad existe mundialmente sin la presencia concomitante de ese atributo, por lo menos en la forma y con las expresiones que en Latinoamérica se le conoce. El drama de la universidad venezolana, y quizás también de las universidades del resto de la América ibérica, es que declarativamente han estado más preocupadas en ser autónomas que en ser universidades. Es el drama de quienes pierden completamente la noción de qué es lo substantivo y cuáles son sus atributos ideales o las cualidades necesarias para su existencia plena. La confusión entre lo substantivo: la universidad y una de sus cualidades: la autonomía. Ésta, por más importante que sea, es sólo una de las cualidades de la universidad, mientras que lo fundamental lo constituye la institución universitaria.
Otro tanto ocurre con la democracia, otra cualidad que debe tener la universidad pero adaptada a su ser como una institución de conocimientos, nunca colocada como más importante que la esencia institucional. El drama hoy de muchos revolucionarios, desconocedores de lo que es una universidad, pero en posiciones decisorias en relación con ésta, es que declarativamente están mucho más preocupados en que la universidad sea democrática a que sea una verdadera universidad. En su afán de hacer valer la democracia en las universidades autónomas, pues no manifiestan el mismo interés en las universidades experimentales, terminan por completar la destrucción de la universidad como institución. Para tener una universidad democrática hay que tener primero una universidad; si se la destruye o si no se la construye no tendremos ni universidad ni democracia.
1. Reseña histórica
En Venezuela podemos decir que la autonomía, tal y como la conocemos hoy, tiene mucho que ver con la capacidad del claustro de elegir sus autoridades, por lo que sus inicios se encuentran en la decisión del monarca español Carlos III, quien en 1784 otorgó al claustro de la Real y Pontificia Universidad de Caracas la potestad de elegir el rector de la institución (Leal, 1981). Más adelante, el Libertador profundiza la autonomía universitaria al transformar la universidad colonial en universidad republicana, mediante la promulgación de los Estatutos Republicanos de la Universidad Central de Venezuela en 1827, que mantuvieron la elección del rector en el seno del claustro, ampliaron el procedimiento de la elección rectoral y eliminaron la figura del Cancelario o Canciller (Leal, 1981), quien representaba en la universidad la autoridad del Sumo Pontífice, velaba por la pureza de la doctrina cristiana difundida por la institución y ejercía el poder disciplinario institucional (Parra León, 1930).
Durante el resto del siglo XIX y poco más de la mitad del siglo XX, la autonomía universitaria y las instituciones recibieron importantes agresiones de parte de varios gobernantes venezolanos. Allanamientos, expropiaciones, restricciones financieras, detención y persecución de sus estudiantes. Especial mención merecen el despojo de la UCV de todas sus propiedades inmobiliarias instrumentado por Guzmán Blanco, la clausura durante diez años decidida por la dictadura de Juan Vicente Gómez y el cierre a que la sometió el gobierno de Marcos Pérez Jiménez (Leal, 1981). Paradójicamente, este último llevó adelante la mayor parte de la construcción de la Ciudad Universitaria de Caracas y decidió la mudanza de la UCV a estas espléndidas instalaciones, además de otorgarle el Jardín Botánico y la zona rental de la Plaza Venezuela, lo que hace que se haya considerado a este período como muy particular en la historia universitaria nacional (Fuenmayor, 2004).
En 1958 renace la autonomía universitaria y se inicia un período de crecimiento de la educación superior impulsado por la política de substitución de importaciones iniciada durante los años cincuenta (Fuenmayor, 1986, 2002a, 2004). La Ley de Universidades de 1961 incorpora la autonomía de las universidades en una forma amplia y suficiente, reflejo fiel de la correlación de fuerzas de la época en la que predominaban las fuerzas democráticas y del papel de las universidades, tanto de sus estudiantes como de sus profesores, en las luchas y derrocamiento de la dictadura perezjimenista. La universidad venezolana asume un camino académico, que legitima y da primacía a la actividad científica y a la pertinencia social de las instituciones, gracias a la existencia de un grupo de profesionales y docentes democráticos, de gran prestigio humano, batallador por una universidad de calidad y luchador por una sociedad mejor.
Es obligatorio recordar en este momento los nombres de Francisco De Venanzi, líder indiscutible de estos académicos de avanzada, defensor intransigente de la autonomía universitaria y crítico implacable de las prácticas que la pervierten (De Venanzi, 1987); otros nombres importantes son los de Rafael Pizani, Pedro Rincón Gutiérrez, Foción Febres Cordero, Luis Lander, Humberto y Raúl García Arocha, entre varios otros, quienes fueron fundamentales en la elaboración de la Ley de Universidades de entonces y en la conducción de las principales casas de estudios superiores del momento. Junto con la autonomía, dicha Ley establece los concursos de oposición públicos para el ingreso de los docentes, una calificación mínima aprobatoria de 15 puntos para los mismos, el ascenso en el escalafón académico mediante la presentación y defensa pública de trabajo de investigación original ante jurado calificado, el requisito de ser doctor para el ascenso a profesor asociado y para el ejercicio como autoridad universitaria, la creación de los consejos de desarrollo científico y humanístico y el cogobierno universitario.
Es evidente que los líderes académicos de momento tenían muy claro que se trataba de construir una universidad, es decir, una institución académica para la docencia, la investigación y la extensión, que funcionara con calidad y pertinencia social dentro de un régimen autonómico y de cogobierno de su comunidad. No se quería una institución autónoma cualquiera; se quería una universidad autónoma, es decir una institución universitaria que gozara de autonomía para su mejor funcionamiento. No hubo confusiones al respecto, por lo menos en la mayoría de los dirigentes del sector. La autonomía sola no describe a la universidad. Existen muchas instituciones autónomas que no son universidades. La autonomía es una cualidad que se otorga o se adquiere, por lo que no tiene existencia por sí misma, sino a través de la institución que la posee, la ejerce y la disfruta.
Ese amplio régimen autonómico obtenido en 1958 duró muy poco en las universidades venezolanas, pues fue rápidamente secuestrado por la partidización de la vida universitaria, el clientelismo político y el facilismo en todos sus ámbitos y funciones. Ello no ocurrió espontáneamente, sino que fue el resultado de todo un programa de acción gubernamental, puesto en práctica casi al mismo tiempo del nacimiento de la llamada democracia representativa, y que se llevó a cabo siguiendo a la conversión de la burguesía de clase dominante, en 1958, a clase hegemónica ya para finales de los setenta. Tan temprano como en 1967, el gobierno del presidente Leoni promulga el Reglamento de la Ley de Universidades (Presidencia de la República, 1967), el cual en forma ilegal introduce una serie de modificaciones que, independientemente de la argumentación utilizada para respaldar las medidas, operacionalmente tuvieron como consecuencia impedir el desarrollo académico de las universidades y coartar la autonomía universitaria, para facilitar el control del Ejecutivo Nacional sobre las mismas.
Así, reduce el ámbito del recinto universitario al espacio preciso donde se realizan las actividades académicas y administrativas de las instituciones, dejando como espacios públicos no sujetos al régimen autonómico a las calles, avenidas, pasillos, caminerías, plazas y jardines, de las ciudades o instalaciones universitarias (Presidencia de la República, 1967). Además, estableció dos medidas completamente ilegales y de carácter letal para la academia universitaria: La eliminación del requisito del doctorado para el ascenso de los docentes al escalafón de profesor asociado y para optar a ser autoridad universitaria (Rector, vicerrector, secretario y decanos).
En 1970, Caldera reforma la Ley de Universidades y establece, ahora sí legalmente, la disposición que permite ser autoridad universitaria sin el requisito de ser doctor, a través de una excepción establecida en el articulado de la Ley (Congreso de la República, 1970). Se restablece legalmente la necesidad de ser doctor para ascender a profesor asociado, pero en la práctica ninguna institución universitaria, ni oficial ni privada, dio cumplimiento a la disposición, amparadas en la complicidad oficial del Consejo Nacional de Universidades y la Oficina de Planificación del Sector Universitario, controlados por el Gobierno. Pero dicha Ley fue mucho más allá en su empeño de limitar el desarrollo académico institucional, pues profundizó un proceso perverso de marginamiento de la academia y de los méritos en la conformación de la jerarquía universitaria, especialmente de sus autoridades y de los organismos del cogobierno.
En 1999, la autonomía vive una etapa estelar desde el punto de vista formal, pues la Asamblea Constituyente (2000) la incorpora en el texto constitucional, que luego es aprobado en referéndum por el pueblo venezolano. Este acierto político es acompañado y seguido de un período de seis años de acciones académicas, administrativas y normativas del Gobierno Nacional (Fuenmayor, 2000, 2002a; OPSU, 1999, 2001a, 2001b, 2001c, 2003, 2004a,2004b), dirigidas a rescatar la calidad de la universidad venezolana, garantizar la equidad en el ingreso y prosecución estudiantil, corregir una serie de ilegalidades, vicios e insuficiencias y garantizar la pertinencia social de las instituciones. Este período, sin embargo, no estuvo exento de contradicciones y luchas entre diferentes concepciones universitarias, sobre todo a partir de la creación del Ministerio de Educación Superior.
Lamentablemente, para finales de 2004 el control gubernamental de la educación superior es asumido por un grupo de gente improvisado, constituido por personas desvinculadas de la academia, sin la formación necesaria y suficiente para la dirección y administración del sector, sin una clara comprensión del importante papel de las universidades en el desarrollo y soberanía del país, con una práctica política voluntarista, agresiva y atropelladora de leyes, reglamentos y disidencias; con una concepción utilitaria, populista y politiquera de las universidades, que son vistas como fuentes de recursos financieros, sitios de acopio de personas asistentes a las concentraciones y manifestaciones gubernamentales y de votos favorables al Gobierno, espacios para el clientelismo político, para escalar hacia posiciones burocráticas superiores o para negociar y enriquecerse ilícitamente.
No se está afirmando que este grupo de ignorantes y negligentes estuvo totalmente ausente de la dirección educativa superior en el lapso 1999-2004. De hecho, estuvo presente, pues supo como introducirse, escalar y mantenerse, mediante la utilización del engaño y aprovechando determinadas debilidades de la alta conducción ministerial, amén de errores cometidos en la selección del talento humano necesario. Su actuación fue responsable de los desaguisados ocurridos en ese lapso y su presencia fuente constante de conflictos, enfrentamientos y luchas, que consumieron tiempo y esfuerzos, pero que era imposible no dar ante las acciones antiacadémicas, ilegales, en muchos casos vandálicas, de estos aventureros disfrazados de funcionarios gubernamentales o de autoridades académicas.
La conducta de estos facinerosos en nada se diferencia del comportamiento de los funcionarios del bipartidismo puntofijista, que garantizó el mantenimiento de las universidades en un estado de subdesarrollo académico, que parecería ser también el objetivo de estos sectores de la revolución bolivariana, la cual mantiene ese mismo estado de deterioro mediante dos estrategias de carácter suicida para con el país y sus posibilidades de desarrollo: una, el mantenimiento de las universidades experimentales en manos de autoridades incapaces y negligentes, que profundizan el deterioro académico e institucional y, en segundo lugar, permitiendo que las mafias constituidas en las universidades autónomas continúen su acción depredadora de estas instituciones.
2. Deterioro académico y perversión autonómica
Ya la calidad académica comenzó a verse seriamente afectada con la eliminación del requisito del doctorado para el ascenso a profesor asociado, aunque mucho más nociva fue la medida de eliminación de dicho requisito para el ejercicio de la función de autoridad universitaria, pues permitió que docentes sin experiencia y no consubstanciados con las actividades de producción de conocimientos asumieran los cargos de más alta responsabilidad universitaria, lo cual constituyó algo totalmente contradictorio con la esencia o deber ser de una universidad: institución dedicada a la producción de conocimientos, a través de la creación intelectual en todas sus formas y dentro de ella la investigación científica, humanística y tecnológica y la teorización (Fuenmayor, 1993).
Más adelante, a través de un ejercicio perverso del régimen autonómico, hizo su entrada el clientelismo partidista que facilitó e impulsó el ingreso de profesores sin la formación académica ni profesional debida, tanto en las recién fundadas universidades experimentales, como en las instituciones autónomas, exigiéndose como requisito de ingreso la condición de militantes del partido de gobierno, generalmente Acción Democrática.
Se conformó un claustro universitario que dejó de ser precisamente eso: universitario, para comportarse como una asamblea de partidos políticos, que elegía autoridades en función de las directrices externas del partido correspondiente. Quien ingresaba reproducía inmediatamente las condiciones antiacadémicas de su ingreso, por lo que se originó un fuerte círculo vicioso contrario a cualquier cambio que pretendiera modificara el statu quo, pues una modificación positiva del mismo colocaba en peligro a la mayoría de los integrantes del claustro. La mediocridad, la corrupción y el facilismo, terminaron por imponerse en prácticamente todas las instituciones (Fuenmayor, 1986, 2002a y 2004).
Así, estos docentes no preparados, amparados en el facilismo y la partidización, lograron ascender a los grados más elevados del escalafón, para luego transformarse en ocupantes de cargos directivos de gran responsabilidad institucional, entre ellos la representación de los profesores en los consejos de escuelas y facultades, en las jefaturas de cátedras, programas y departamentos; en las direcciones de escuelas y como representantes profesorales en los consejos universitarios, posiciones estas últimas creadas por la reforma de Caldera, bajo la errada premisa de aplicar en las instituciones académicas la representatividad propia de las elecciones de los cuerpos deliberantes de los poderes públicos nacionales (Congreso de la República, 1970).
Luego de 30 años de deterioro tenemos hoy unas instituciones bizarras, con muy pocos académicos verdaderos, héroes sobrevivientes de una masacre contra la intelectualidad, que aún continúa y que amenaza con extenderse y profundizarse. Sólo un 14 por ciento de los profesores de planta tiene el grado de doctor, menos del 15 por ciento están calificados como investigadores por el Programa de Promoción del Investigador y sólo un 8 por ciento realiza investigación consuetudinariamente. Las licenciaturas duran 8 años en cursarse, sólo 20 por ciento de los postgrados están acreditados, la tasa bruta de graduación es de sólo 12 por ciento (Fuenmayor, 2007c), el ingreso estudiantil está plagado de iniquidades por la acción siniestra de los mecanismos institucionales de ingreso (Fuenmayor y Vidal, 2000, 2001; Fuenmayor, 2002b), hay exclusión, la relación empleado/profesor es cuatro veces la recomendada, expresión de una burocracia exagerada, incompetente y que medra de los presupuestos universitarios.
El movimiento estudiantil se ha pervertido en el transcurso del tiempo. Es común la compra de votos y muchos de los líderes estudiantiles son vulgares mercenarios de mafias, generalmente dirigidas por alguna autoridad o profesor candidato a alguna posición. Se impone de esa manera la elección de autoridades universitarias sin credenciales académicas de ningún tipo, algunas veces verdaderos delincuentes que pervierten la autonomía al administrar los inmensos recursos que reciben a su libre albedrío, sin rendir cuentas, con absoluta impunidad dada la negligencia del Poder Moral Republicano y de los tribunales de justicia (Fuenmayor, 2007c) y la inacción del Ejecutivo Nacional. Adicionalmente, utilizan las instituciones universitarias en proyectos político-personales y en actividades de respaldo al golpismo nacional. La universidad pasa de estar en lo político, lo cual es parte de su deber ser, a estar en la política, lo que constituye una práctica equivocada e inadecuada (Lombardi, 2007).
Estudiantes y profesores honestos son acallados a través de amenazas, persecuciones y agresiones. El Gobierno Nacional se ha desentendido de estas perversidades, por lo que las universidades han terminado por caer en las manos de estas mafias. La mediocridad de los claustros hace recaer la elección de autoridades en docentes sin credenciales, ni obra realizada, ni propuestas, como no sea la del mantenimiento de la descomposición, situación que imposibilita la superación de esta lamentable situación a través de las fuerzas propias de la institución, pues los círculos viciosos se han hecho imposibles de romper sólo desde adentro. Esta descripción se aplica, con muy pocas variaciones, a la mayoría de las universidades bajo control gubernamental, que en 9 años de gobierno han retrocedido en relación con sus funciones esenciales (Fuenmayor, 2007c).
La pérdida de la autonomía, el tratamiento de las universidades como pequeñas repúblicas, donde la democracia es más importante que y contraria a la excelencia académica, y el deterioro académico institucional con la consecuente pérdida de pertinencia social, son un único y mismo proceso iniciado normativamente con el Reglamento Leoni (Presidencia de la República, 1967), perfeccionado con la Reforma de la Ley de Universidades (Congreso Nacional, 1970) y continuado con la fundación de universidades experimentales partidizadas de carácter tecnocrático (Fuenmayor, 1986) y la toma de las universidades autónomas por grupos profesorales y estudiantiles de carácter mafioso (Fuenmayor, 2007b).
Para completar la obra desnaturalizadora de las universidades e instituciones similares, y terminar por hacerlas inservibles a la nación venezolana, para así condenar definitivamente al país al subdesarrollo y la dependencia, faltaban solamente dos medidas adicionales, que harían prácticamente irreversible la situación descrita: la paridad del voto estudiantil, que colocará el mismo al servicio de los grupos estudiantiles depravados de derecha y de izquierda, y la extensión del voto a los trabajadores, sector de apoyo no involucrado en las actividades esenciales de las universidades y, por lo tanto, no perteneciente a la comunidad universitaria, pero que desde hace ya cierto tiempo participa corporativamente de las decisiones electorales en estas instituciones, siempre en función de los intereses del cogollo dirigente y nunca de la universidad.
La Asamblea Nacional, supuestamente revolucionaria y enfrentada al pasado, ha demostrado su total acuerdo en finalizar el trabajo iniciado por Caldera y de esa manera cumplir su histórica misión al servicio de la dependencia, el subdesarrollo y el sometimiento ante los países poseedores del conocimiento científico y tecnológico. No otra explicación tiene la proposición modificatoria del artículo 109 de la Constitución, que incorpora las medidas señaladas anteriormente. Más que a la autonomía, la reforma afecta negativamente a la universidad, al considerarla como una república y no como una institución de conocimientos, donde las jerarquías se establecen en función de la posesión y dominio del conocimiento y de la experiencia que se hayan adquirido a través del estudio, la investigación y el trabajo.
Mientras en relación con el país, las posiciones de los gobiernos puntofijistas y las de la Asamblea Nacional son políticamente contrarias y enfrentadas nacionalmente, en el tratamiento que le dan a la educación superior oficial y, más concretamente, a las universidades, son operacionalmente similares con una consecuencia idéntica y muy grave para el país: no disponer de un pueblo instruido, preparado técnica y profesionalmente, con la capacidad de pensar con cabeza propia y competente en la toma de decisiones autónomas, ni llegar a tener un desarrollo científico y tecnológico que le garantice a Venezuela la independencia económica, el ejercicio pleno de la soberanía y el despegue del subdesarrollo, todo ello en función de erradicar la miseria y mejorar en forma importante la calidad de vida de la población.
A mediados de 1959, durante el transcurso del primer año de la recién nacida Cuba revolucionaria, el Che Guevara, refiriéndose a las relaciones entre el proceso revolucionario y la universidad señaló, en una conferencia sobre reforma universitaria dictada en una universidad a estudiantes y profesores, lo siguiente: Un gobierno revolucionario no trata de ocupar o de vencer a una institución que no es su enemiga, sino que debe ser su aliada y su más íntima y eficaz colaboradora (Guevara, 1968).
3. Ignorancia, subdesarrollo científico y dependencia
Lamentablemente, la capa dirigente del país en el pasado no tuvo conciencia de la importancia de dominar y utilizar las ciencias y la técnica en gran escala, en relación con la producción de mercancías de alto valor agregado, el ejercicio de la soberanía nacional y el bienestar de la población venezolana. Estos alcances no constituían parte de sus preocupaciones ni programas. Ese convencimiento tampoco parece estar muy presente en nuestros gobernantes de hoy, cuyos pasos en este sentido pueden perfectamente ser calificados de tímidos e insuficientes.
Producto de estos atrasos conceptuales, la situación de las ciencias y la tecnología en Venezuela continúa siendo crítica, con un número de investigadores por mil habitantes muy por debajo de lo recomendado por las organizaciones internacionales especializadas en la materia, así como una productividad científica muy limitada, muy heterogénea en su calidad y de escaso impacto en nuestro desarrollo y en la satisfacción de las necesidades y resolución de los problemas de la población. La Misión Ciencia, como otras misiones, se ha desvirtuado y pasado a ser una estructura burocrática ineficiente, que sólo sirve para emplear gente innecesariamente, para actividades clientelares y de proselitismo político y dilapidar recursos en actividades irracionales y en el enriquecimiento de unos cuantos
Esta realidad implica la necesidad de hacer un esfuerzo gigantesco de superación, que se dificulta por la aparición dentro de la jerarquía gubernamental, de concepciones ideológicas liquidacionistas del conocimiento científico y tecnológico, cimentadas en que el mismo ha sido utilizado para la dominación y no para la liberación de nuestro pueblos o argumentos tan pobres como que dicha actividad es propia de una oligarquía académica o a lo sumo constituye una exquisitez o un capricho de investigadores burgueses, que nada significa para el país y las necesidades de la población. Gente que llama a reemplazar la ciencia actual por los saberes populares, como si los mismos pudieran dar por sí solos a nuestra nación, todo lo que ella necesita para alcanzar el gigantesco desarrollo científico y de todo tipo de los países avanzados.
Contradictoriamente con lo que se considera en el ámbito mundial, donde no existen dudas de la importancia del desarrollo científico y tecnológico, en Venezuela, el conocimiento, la academia, la investigación y las ciencias, serían los responsables, según esta particular forma de cierto pensamiento revolucionario venezolano, de nuestro subdesarrollo, nuestra dependencia y nuestra miseria. Las ciencias, que en el transcurso de la historia humana han sido instrumentos de liberación y de bienestar de la humanidad, han sido condenadas en Venezuela por una intelectualidad que tiene precisamente muy poco intelecto y cuyas ejecutorias revolucionarias han estado siempre signadas por la destrucción de todo lo que sus manos tocan.
Ni siquiera el Japón, herido de muerte por los bombardeos estadounidenses de Hiroshima y Nagasaki, tuvo la insensatez de culpar de su desgracia al desarrollo del conocimiento atómico y no abandonó su decisión de desarrollarse científica y tecnológicamente hasta llegar a ser la potencia industrial y económica que es hoy. Otro ejemplo es el de la China actual, que avanza aceleradamente hacia convertirse en una de las primeras potencias mundiales en todos los órdenes de la vida, lo cual ha sido logrado por el desarrollo científico y tecnológico alcanzado. La misma Cuba ha dado a esta actividad la preeminencia que debe tener con resultados muy importantes en una variedad de campos. De hecho, el propio Ernesto Che Guevara, tan temprano como en 1959, atribuía a la universidad cubana la responsabilidad del triunfo o la derrota del experimento transformador cubano, en lo que se refería a la parte técnica del mismo, dejando muy claro la necesidad del conocimiento científico y de los profesionales producidos en la universidad para, como él afirmaba, “hacer las cosas perfectamente” (Guevara, 1968).
Es en este aspecto donde la autonomía de las universidades venezolanas se ha visto afectada desde siempre, al impedírsele a dichas instituciones la realización en forma adecuada y en toda la extensión y profundidad necesarias de la actividad fundamental que les es propia: la producción de conocimientos, en cuyo desarrollo es donde precisamente se hace efectivo y necesario el ejercicio autonómico. En las universidades, entonces, la autonomía ha estado limitada por políticas gubernamentales contrarias al desarrollo del conocimiento y, no menos importante, por la acción de autoridades universitarias de muy bajo nivel académico, ajenas completamente al desarrollo de actividades científicas y preocupadas únicamente por el poder, el status y los privilegios que dan estas posiciones burocráticas.
Se puede decir, sin temor a equivocarnos, que las autoridades universitarias de hoy, la mayoría sin credenciales para ocupar esos cargos y preocupadas solamente por sus intereses políticos y crematísticos personales, han secuestrado la autonomía universitaria. Esta conclusión abarca tanto a las instituciones autónomas, en las que se eligen las autoridades cada cuatro años, como a las autodenominadas universidades bolivarianas, cuyas autoridades se comportan exactamente igual que las de las universidades autónomas, a pesar de que supuestamente se hayan enfrentadas en relación con el país que desean construir.
La Asociación Venezolana de Rectores Universitarios y la Asociación de Rectores Bolivarianos pueden dejar el enfrentamiento exclusivamente formal que supuestamente tienen, para reunirse conjuntamente y repasar la realidad universitaria de hoy, de manera de evitar que alguna institución se pueda salvar de esa unánime conspiración, que les impide desarrollarse y servir a la nación. Sus reales diferencias no tienen carácter filosófico ni ideológico, ni se refieren a formas distintas de abordar la conducción universitaria, están signadas simplemente por el grupo o mafia a que pertenecen, al cual tienen atados sus destinos.
Sus luchas son similares a la que los grupos sociales entablan en función de sus intereses individuales, sin que tengan diferencias conceptuales en ninguna materia de carácter general. Es como la competencia entre empresarios de un mismo ramo, quienes no tienen entre sí diferencias políticas ni ideológicas, ni cuestionamientos al modo de producción, pero compiten en el terreno concreto por un mercado que los favorezca. Se trata de contradicciones muy terrenales y muy individualistas, aunque a veces con un gran poder destructor.
4. El problema conceptual
La reforma constitucional no corrige las causas de estas perversiones, pues su contenido no fue dirigido hacia ese objetivo, muy por el contrario, completa la distorsión iniciada por Leoni-Caldera en sus instrumentos normativos: hacer funcionar la universidad como una república. Y es que allí está lo macabro de esta trampa de la historia. Las jerarquías universitarias se deben basar en el autoritas académico, por lo que sus relaciones no pueden ser consideradas como verdaderas relaciones de poder. El tutor de un estudiante no es su jefe ni su gobernante; es su guía y consejero, aceptado pacíficamente por el conocimiento que posee y su actitud para compartirlo. Es el mismo caso del profesor en el aula, del docente en los trabajos de campo, del catedrático, el director de escuela, el decano y así hasta llegar al rector, quien sería el máximo guía de la institución (Fuenmayor, 2007c).
Textualmente hemos dicho al referirnos a este caso que “En países donde los rectores universitarios no son la caricatura de la mayoría de los nuestros, se habla del poder de un rector para referirse realmente a la autoridad que este alto cargo significa. Desde ya dejamos claro que son cosas totalmente distintas la autoridad y el poder, aunque por aberraciones y distorsiones funcionales y estructurales, cosas ya no frecuentes sino permanentemente establecidas en nuestras universidades, la autoridad se transforme realmente en poder.
Estamos hablando de autoridad académica, es decir, del respeto que surge hacia aquel miembro de la comunidad universitaria que se destaca en la creación intelectual, es decir, producción de conocimientos, así como en la difusión del mismo dentro de la comunidad cognoscente y en su entrega a la sociedad de manera que ésta actúe en consecuencia. Se trata del liderazgo académico y no del poder del “jefe”, liderazgo que no requiere de aparatos propagandísticos que lo creen o lo refuercen, ni de estructuras jerárquicas permanentes que tengan como función mantenerlo.” (Fuenmayor, 2007a:4).
Debe quedar claro que su autoridad es muy diferente del poder de un alcalde, un gobernador o el Presidente de la República, pues debe residir en su formación, en su experiencia, en su sabiduría. “Las relaciones que establecen los (...) profesores y estudiantes, en la búsqueda o transmisión del conocimiento, (...) son muy distintas a las que se generan en la producción de bienes materiales dentro de la sociedad humana. Sus métodos e instrumentos de trabajo (...) y el producto que se obtiene, no tienen ninguna afinidad con el trabajo creador de riquezas materiales que se da en la sociedad y la divide en clases sociales antagónicas, que requieren de (...) el Estado, con todas las estructuras gubernamentales necesarias al objeto final de su actividad: El dominio de una clase sobre todas las demás.” (Fuenmayor, 2007a:4).
La universidad no genera la aparición de clases sociales, ni la explotación del hombre por el hombre. “No existen en ella, a menos que se pervierta y se distorsione tanto y en tal forma que deje de ser universidad, relaciones de carácter antagónico. Las luchas habidas, (...) que han enfrentado a estudiantes con autoridades (...) se han dado o bien porque se ha trasladado mecánicamente la lucha política de la sociedad al interior de las casas de estudio o bien porque las autoridades han dejado de tener autoridad académica, para transformarse en agentes que detentan el poder, lo que ha pervertido la esencia misma de la institución y la está haciendo de hecho desaparecer.” (Fuenmayor, 2007a:4).
El poder es inherente al Estado, por lo que su naturaleza es la dominación. La autoridad académica es inherente a la universidad, por lo que su naturaleza es contradictoria con la del Estado y debe responder al conocimiento, la preparación, el trabajo creador y la experiencia. Esto dejó de ser así en la universidad venezolana o, a lo mejor, nunca lo fue y sólo los ilusos o románticos pensábamos que lo era o que lo podía ser. La reforma propuesta del artículo 109 sepultaba para siempre esta posibilidad, completando la labor de los sepultureros que comenzaron el trabajo hace 40 años. Los diputados de la Asamblea Nacional, particularmente los universitarios, deberían estar eternamente agradecidos al pueblo venezolano que, al votar negativamente las propuestas de reforma constitucional, impidió que se convirtieran en sepultureros de la Alma Mater.
El problema de la pertinencia social de las universidades o de la calidad universitaria o de la ideología que circunstancialmente tenga la mayoría de la comunidad universitaria o sus autoridades, al igual que los diversos problemas que pudieran existir en las escuelas militares o en los hospitales, no son problemas de democracia, ni electorales, ni de igualdad de derechos como se ha tratado simplistamente de presentar, pues ninguna de ellas está llamada a funcionar como la democracia civil de una república. Estamos hablando de establecimientos donde la tenencia del conocimiento debe determinar el orden jerárquico de los miembros de la comunidad (Fuenmayor, 2007c).
Durante décadas, las fuerzas progresistas y revolucionarias de la universidad venezolana se enfrentaron a la reacción y el atraso, para que se cumpliera con la exigencia del grado de doctor, como lo ordena la academia más elemental, en las elecciones de rectores, vicerrectores, secretarios y decanos. Hemos exigido que se cumpla la disposición legal que obliga a ser doctor para poder ser profesor asociado. ¿Por qué? Porque la universidad es una institución académica y no funciona en términos de la democracia política. Todos sus miembros son iguales ante la Ley en la República Bolivariana de Venezuela, pero no son iguales ni pueden serlo ante la universidad (Fuenmayor, 2007b).
Los profesores son diferentes entre sí, pues poseen distintas jerarquías producto de su conocimiento, preparación y formación académica. Tampoco son iguales los estudiantes, ya que se encuentran ubicados en diferentes niveles de formación (Fuenmayor, 2007b). No es igual un profesor titular que un profesor asistente, como no es igual un general de división que un capitán o un obispo y un sacerdote de parroquia. No es igual un estudiante a punto de graduarse que quien recién ingresa, como tampoco lo son el cadete ya casi subteniente que el recién aceptado en la Academia Militar o el médico adjunto de un hospital y el residente de su mismo servicio. No se entiende por qué no se comprenden argumentos tan sencillos y fáciles de entender.
La reforma ha debido apuntar en otras direcciones, hacia aspectos mucho más relacionados con las causas de las perversiones universitarias o con las deficiencias y limitaciones de las instituciones o con el reforzamiento de sus reservas internas, para así corregir los verdaderos entuertos, sanear a la universidad venezolana y mejorarla hasta hacerla una verdadera universidad. La disminución del valor del voto de los profesores jubilados, actualmente mayoritario y por lo tanto decisorio en la elección de autoridades; el establecimiento de la carrera académica, la instalación de un sistema de evaluación y acreditación, la eliminación de las iniquidades en el ingreso y prosecución estudiantiles, el restablecimiento del requisito del doctorado para el ascenso en el escalafón académico y para optar a ser autoridad universitaria, la eliminación del cargo de Vicerrector Administrativo, la no reelección de los decanos y la distribución de las funciones universitarias entre distintos organismos de la institución (Fuenmayor, 2001) hubieran sido de mucha mayor pertinencia, que el lamentable texto presentado por la Asamblea Nacional, para substituir el contenido del artículo 109 de la Constitución vigente.
Bibliografía
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