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Revista Venezolana de Estudios de la Mujer

versión impresa ISSN 1316-3701

Revista Venezolana de Estudios de la Mujer v.12 n.28 Caracas jun. 2007

 

Epistemología feminista: La subversión semiótica de las mujeres en la ciencia.

Diana Maffia

Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género Universidad de Buenos Aires

RESUMEN

La expulsión de las mujeres en la ciencia (como en las otras construcciones culturales humanas) tiene un doble resultado: impedir nuestra participación en las comunidades epistémicas que construyen y legitiman el conocimiento, y expulsar las cualidades consideradas "femeninas" de tal construcción y legitimación, e incluso considerarlas como obstáculos. Quizás uno de los motivos que explican que a casi veinte años del desarrollo de la epistemología feminista, sus críticas no hayan penetrado suficientemente las comunidades científicas, sea que es vista como una ideología o una crítica social por fuera de los métodos legitimados por la ciencia misma para evaluar conocimientos. Hay un sexismo, que ha sido brillantemente señalado por muchas epistemólogas, en las teorías científicas (producto); hay otro en la composición y exigencias de pertenencia y méritos, en las comunidades científicas (proceso). El desafío del feminismo consiste en mostrar el vínculo entre ambos. Recibir el aporte de las mujeres (de las diversas mujeres) a la ciencia no sólo es justo para las mujeres, así como eliminar lo femenino del ámbito de conocimiento científico no sólo es una pérdida para ellas. Es una pérdida para la ciencia y para el avance del conocimiento humano, porque se estrechan los horizontes de búsqueda de la ciencia misma. Y es también una pérdida para la democracia, porque todo intento hegemónico (también el del conocimiento) es ética y políticamente opresivo.

Palabras clave: género y ciencia, epistemología feminista, feminismo, postmodernismo, postcolonialismo.

ABSTRACT

Expelling women from science (like in the other human cultural constructions) brings a double effect: To avoid our emancipation into the epistemic communities which build and legitímate knowledge, and repel the qualities viewed as «female» from such construction and legitimaron, furthermore considering them as obstacles. Perhaps one of the reasons to explain why since almost twenty years ago in the development of feminist epistemology the critics hitherto have not penetrated enough into the scientific communities, for these ideas are viewed as either an ideology or a social criticism from outside the methods legitimated by science to evalúate its knowledge. There is a real sexism in the scientific theories (outcome), which has been cleverly showed by many female epistemologists; another one is present along the composition and claims about pertaining and merits, within the scientific communities (process). The challenge of feminism is based on the demonstration of the link between those kinds of sexism. To receive the support of women (the different women) to science is not only fair to women, as well as the elimination of female from the field of scientific knowledge is not only a loss to them. It is a loss for science and the advancement of human knowledge, because the searching horizons of the same science are narrowed too. And it is also a loss to democracy, due to the fact that all hegemonic intent (even that of knowledge) is ethically and politically oppressive in the same way.

Key words: Gender and science, Feminist epistemology, Feminism, Postmodernísm, Postcoloníalísm.

Introducción

Aunque la ciencia -tanto en su acepción antigua de conocimiento racional teórico, como en la moderna ilustrada basada en la confrontación experimental de los datos- ha sido una empresa casi exclusivamente masculina, siempre se ha ocupado de las mujeres como objeto de sus investigaciones. Y el resultado ha sido invariablemente una justificación para negar nuestra capacidad de pensar, y con ello de participar en los aspectos más valorados de la vida pública (la ética, la política, el conocimiento, la justicia).

La expulsión de las mujeres en la ciencia (como en las otras construcciones culturales humanas) tiene un doble resultado: impedir nuestra participación en las comunidades epistémicas que construyen y legitiman el conocimiento, y expulsar las cualidades consideradas "femeninas" de tal construcción y legitimación, e incluso considerarlas como obstáculos. No sólo las mujeres, por cierto, han quedado fuera de estas comunidades. Muchas masculinidades subalternizadas por una subjetividad hegemónica también fueron expulsadas (no hay más que pensar en varones indígenas y afrodescendientes para comprobarlo) (MAFFÍA, 2005 a).

Así, el conocimiento que se erige como principal logro humano y como visión universal y objetiva del mundo, expresa el punto de vista que las feministas llamamos "androcéntrico": el del varón adulto, blanco, propietario, capaz. Las propias instituciones que estos varones crean, legitiman y justifican la falta de condiciones indispensables del resto de los sujetos para participar en ellas: nos niegan racionalidad, capacidad lógica, abstracción, universalización, objetividad, y nos atribuyen condiciones a las que les restan cualquier valor epistémico: subjetividad, sensibilidad, singularidad, narratividad (MAFFÍA, 2005 c).

Así, es difícil ver la relación entre las mujeres y la ciencia de otro modo que como una conjunción forzada de dos categorías definidas históricamente (por el pensamiento patriarcal) para no unirse. La construcción cultural de la ciencia hace de ella una empresa con ciertas características determinadas, que superpuestas a la construcción social de los géneros dan el resultado bastante obvio de que se trata de una empresa masculina.

Quizás uno de los motivos que explican que a casi veinte años del desarrollo de la epistemología feminista, sus críticas no hayan penetrado suficientemente las comunidades científicas, sea que es vista como una ideología o una crítica social por fuera de los métodos legitimados por la ciencia misma para evaluar conocimientos. En lo personal, creo que la ciencia debe considerarse en su doble aspecto de proceso y producto, y que ambos son sexistas. Hay un sexismo, que ha sido brillantemente señalado por muchas epistemólogas, en las teorías científicas (producto); hay otro en la composición y exigencias de pertenencia y méritos, en las comunidades científicas (proceso). El desafío del feminismo consiste en mostrar el vínculo entre ambos, y señalar que una mayor apertura en las comunidades conducirá, si no a un cambio radical en el conocimiento, al menos a una ciencia menos sesgada (y por lo tanto, si se desea, más genuinamente "universal" si apelamos a los propios objetivos de la ciencia misma). Este vínculo respaldaría las exigencias políticas del feminismo, más allá de la cuestión jurídica de la igualdad de oportunidades y de trato.

Sin embargo y a pesar de tantos obstáculos, debe admitirse que desde sus inicios la ciencia ha hablado de las mujeres, y que algunas (escasas) mujeres han participado de las actividades científicas. Estos dos modos de inclusión de las mujeres en la ciencia (como objeto y como sujeto de la misma) deben ser explicados en los estudios de género. Comenzaremos por el papel de las mujeres como sujeto de conocimiento, tomando la ciencia como paradigma.

1. Las mujeres como sujeto de la ciencia

El ideal moderno de desarrollo científico ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX duros embates por parte de la sociología y la historia de la ciencia. Particularmente a partir de los años '70, la supuesta neutralidad de los saberes fue puesta en duda a la luz de una lectura política del cientificismo, releído como una actitud conservadora de defensa de los privilegios del statu quo. La sociología del conocimiento sacó a la luz la clase social, color y raza -con sus correspondientes intereses ideológicos- de los científicos, y la historia de la ciencia hizo porosa la evolución de las teorías, poniendo el acento en la ciencia como proceso y actividad más que en el producto de tal actividad. Sacar el quehacer científico de la abstracción y encarnarlo en tiempo y espacio, situó tal saber en coordenadas de convivencia con múltiples valores que lo influían y se dejaban influir por la ciencia.

Pero aún los más agudos análisis del sesgo ideológico o valo-rativo que el investigador imprime a su producto, en los comienzos de la sociología del conocimiento ni siquiera rozan la cuestión del sexismo en la ciencia. Inexorablemente, sin embargo, el avance del movimiento feminista, el creciente (aunque insuficiente) número de mujeres científicas y la crítica filosófica a la ciencia han confluido con el desarrollo de la historia de la ciencia hecha por mujeres. Hay que pensar que la década del '70 también es la del feminismo político, el afianzamiento de las mujeres en las universidades (a la que sólo se les permitió el acceso a fines del siglo XIX), y a los programas de doctorado (a partir de los '60). Es desde estas posiciones de autoridad discursiva que las mujeres han empezado a construir su propia historia, también como científicas (SCHIEBINGER, 1987).

La historia (y la filosofía) de mujeres en ciencia es una disciplina relativamente reciente, pero podemos ya distinguir diversos abordajes conceptuales: el primero procura echar luz sobre aquellas mujeres cuyas contribuciones científicas han sido negadas por las corrientes dominantes de historia de la ciencia. El segundo complementa el anterior, analizando la historia de la participación de las mujeres en las instituciones de la ciencia, especialmente enfocando el limitado acceso de las mujeres a los medios de producción científica y el status dentro de las profesiones. El tercero se interesa por el modo en que las ciencias (sobre todo médicas y biológicas) han definido la naturaleza de las mujeres. El cuarto analiza la naturaleza masculina de la ciencia misma, y procura develar las distorsiones en las mismas normas y métodos de la ciencia que han producido la ausencia histórica de mujeres de cualquier rol significativo en la construcción de la ciencia moderna.

Estos abordajes conceptuales, a su vez, pueden encararse desde tres puntos de vista diferentes: uno conservador que afirma que las mujeres simplemente no pueden hacer ciencia tan bien como los hombres, que algo en su naturaleza física, psicológica e intelectual las incapacita para producir ciencia. El segundo, que suele llamarse liberal, ve la ausencia de mujeres en la ciencia como una cuestión de acceso a la educación y el empleo, y propugna la integración de las mujeres a través de medidas de acción afirmativa. El tercero, un punto de vista radical, sostiene que no es suficiente para las mujeres ser científicas si la ciencia va a continuar como hasta el presente: la tarea de abrir la ciencia a las mujeres debe estar acompañada de una disposición al cambio. La pregunta que se hace desde esta postura radical es: ¿deben las mujeres moldear sus valores y métodos para acomodarse a la ciencia, o la ciencia moldeará sus métodos y prácticas para acomodarse a las mujeres? (HARDING, 1986)

El primero de los abordajes señalados, el que consistía en echar luz sobre las contribuciones de las mujeres a la ciencia, es el que tiene más relación con la historia de mujeres. Y aunque la historia de mujeres en ciencia, como disciplina, es un fenómeno de mitad de los '70, la cuestión de la presencia de las mujeres en las diversas disciplinas no es nueva. Hoy se puede observar un avance teórico importante, que se inició con la recolección enciclopédica de figuras del pasado, el análisis sociológico de la situación de las mujeres en el sector científico y tecnológico, la producción de biografías y autobiografías que permitieron evaluaciones cualitativas, sobre todo de las barreras informales para el avance de las mujeres, hasta los estudios mucho más sofisticados producidos por las historiadoras de la ciencia recientemente. Si vamos a reseñar la actividad de las mujeres en ciencia, debemos tener en cuenta que cada una de estas modalidades tiene aportes positivos y riesgos.

Muchos de los trabajos sobre mujeres científicas encajan en el molde de «historia de grandes hombres», sólo sustituyendo mujeres por hombres. Estos estudios biográficos ubican los logros de Marie Curie, por ejemplo, dentro del mundo masculino, demostrando que las mujeres han hecho contribuciones importantes a la corriente principal de la ciencia. Sin embargo el enfoque reposa sobre la mujer como excepcional, la mujer que desafía las convenciones para reclamar una posición prominente en un mundo esencialmente masculino.

Uno de los problemas con este enfoque de la historia es que retiene las normas masculinas como medida de excelencia. Podríamos ubicar estos trabajos dentro de las proclamaciones del «feminismo de la igualdad». Las teóricas de esta corriente del feminismo elaboraron la distinción entre sexo y género (el sexo como lo biológico, el género como la forma cultural de la que se lo reviste en cada momento histórico-social) en un esfuerzo por minimizar la polarización entre masculino y femenino. No hay diferencias biológicas sino culturales, que reducen a la mujer al ámbito de las emociones y dificultan su acceso a la esfera objetiva (y en ella a la ciencia). Las feministas de la igualdad han tenido éxito en hacer retroceder la forma de discriminación explícitamente basada en el género, pero hoy subsiste el control social bajo formas de discriminación más sutiles.

El problema del sexismo en ciencia no ha sido sólo, ni principalmente, el de establecer diferencias entre hombres y mujeres, sino fundamentalmente la jerarquización de esas diferencias, siempre desventajosas para el mismo género y que dio respaldo a una desigual repartición de los roles sociales. Ser feminista, por lo tanto, no implica necesariamente negar la diferencia aceptando la jerarquización, sino que podría denunciarse el sexismo (y esto hace principalmente el feminismo de la diferencia) desde la preocupación por echar luz a las características de la naturaleza femenina, y la atención puesta en una nueva forma de valoración diferente a la que la cultura patriarcal impuso sobre esas características.

Las mujeres no sólo son discriminadas sino también segregadas: marginadas a tareas rutinarias y lejos de la creatividad teórica. Las excepciones funcionan como una advertencia de que no hay barreras si nos esforzamos lo suficiente, y ayudan a preservar la institución científica sin cambios. No basta ser historiadora o escribir sobre mujeres para que nuestros escritos sean feministas. El género biográfico en ciencia puede ser profundamente conservador, y aún reaccionario, si no está alentado por un compromiso para promover los valores de las mujeres como un aspecto esencial de la experiencia humana y para luchar por una nueva visión de la ciencia que pueda incorporar esos valores.

Un ejemplo en esta última dirección lo ofrece Evelyn Fox Keller (FOX KELLER, 1987) en su inteligente y sutil biografía sobre la premio Nobel Bárbara McCIintock, en la que describe la vida de esta científica como una dualidad de éxito y marginalidad. Mientras el éxito afirma su legitimidad como científica, su marginalidad nos da la oportunidad

de examinar el papel y el destino del/la disidente en el desarrollo del conocimiento científico. Fox Keller nos transmite el sentimiento de marginación que la misma McCIintock conserva, aún después de haber sido laureada por su descubrimiento de la trasposición genética (el descubrimiento de que los elementos genéticos pueden moverse de una forma aparentemente coordinada y pasar de un puesto cromosómico a otro). McCIintock se considera marginada del mundo de la biología moderna, no por ser mujer sino por ir contra la corriente, filosófica y metodológicamente.

Fox Keller trata de aislar las concepciones que tenía McCIintock sobre la naturaleza, la ciencia y la relación entre mente y naturaleza. Procura mostrar tal concepción no como una desviación de la concepción convencional, sino en su propia coherencia interna. Y en su núcleo advierte un respeto a la diferencia y a la complejidad que tiene consecuencias para la cognición y la percepción. McCIintock cree que centrarse primordialmente en clases y números anima a quien investiga a pasar por alto la diferencia, a llamarla «una excepción, una aberración, algo que contamina».

Ver algo que aparentemente no se adecúa significa para McCIintock un desafío para encontrar el modelo multidimiensional más amplio en el que sí se adecúe. Los granos anómalos de maíz no evidenciaban el desorden o la ausencia de ley, sino un sistma de orden más amplio, que no se puede reducir a una sola ley. La diferencia invita a una forma de compromiso y entendimiento en que lo individual sea preservado.

Como dice Nelly Schnaith «No se trata de hacer un alegato por lo irracional, de alentar una entronización pseudoreflexiva de la categoría de misterio. Pero tampoco conviene restar importancia al velo que cubre nuestras más avanzadas incógnitas. Por eso /.../ se les hace justicia incluyéndolas en la perspectiva del pensar y del saber no como un límite del pensamiento y del conocimiento sino como una de sus fuentes» (SCHNAITH, 1990)

No se trata de sustituir una estrechez mental por otra, ni de complementar perspectivas masculinas y femeninas, sino más bien de una transformación de las categorías mismas de masculino y femenino, de mente y naturaleza. Buscando así una ciencia que permita la multiplicidad, la supervivencia productiva de diversas concepciones del mundo y sus correspondientes estrategias.

Una variante muy interesante del trabajo de epistemólogas e historiadoras de la ciencia es el estudio de la mujer, ya no como sujeto de la ciencia sino como objeto. El modo en que la ciencia ha descripto a las mujeres, lo femenino y la sexualidad, no tiene desperdicio. Sobre todo las ciencias biomédicas nos han dicho cómo ser, cómo gozar, cómo parir, cómo sentir, cómo (no) pensar, cómo enfermar y cómo morir. Todavía hoy nos cuesta vincularnos con nuestro cuerpo sin su mediación. El trabajo crítico en este terreno ha permitido revisar teorías muy sólidamente establecidas y que influyen en la vida cotidiana de las mujeres tanto como en la determinación de su lugar social, político y jurídico.

Variantes del trabajo histórico y filosófico realizado por feministas, que nos han aportado y nos seguirán aportando datos relevantes para ampliar la posibilidad de las mujeres de elegir la ciencia y el conocimiento como proyecto de vida.

2. Las mujeres como objeto de la ciencia

La ciencia (y también la filosofía) se ha ocupado desde sus orígenes, y de manera consecuente, de proporcionar descripciones de la naturaleza femenina que ubican a la mujer en un lugar diferenciado y jerárquicamente inferior al del hombre. Aunque los argumentos varían, observemos que el método consiste siempre en:

a. señalar diferencias biológicas y psicológicas naturales e inevitables entre los hombres y mujeres.

b. jerarquizar esas diferencias de modo tal que las características femeninas son siempre e inescapablemente inferiores a las masculinas

c. justificar en tal inferioridad biológica el status social de las mujeres.

Desde sus comienzos, y con profundas variaciones en los cambios teóricos pero no en las valoraciones, diversas teorías biológicas y filosóficas han contribuido a cimentar una concepción de la naturaleza femenina: la mujer es un ser biológicamente imperfecto, gobernado por sus pasiones, más cerca de lo instintivo que de lo específicamente humano, incapaz de los rasgos de racionalidad universal y abstracta que le permitirían ser un sujeto ético, y proclive a la enfermedad "por naturaleza".

Por su influencia sobre el nacimiento y la muerte, sobre el dolor y el goce, sobre la locura y la cordura, la medicina es quizás el saber más relevante para la vida de la gente. El documento médico más antiguo que se posee es el papiro Kahun, del 1900 A.C. Allí se describen los desórdenes causados por la matriz. El papiro Ebers, tres siglos posterior, tiene un capítulo sobre las enfermedades de la mujer. Un aspecto curioso en estos dos documentos egipcios es que no se observa progreso en el conocimiento del cuerpo femenino. Por el contrario, puesto que el segundo pertenece a una época de dominio de la casta sacerdotal, se sumerge en la magia y la superstición.

Ambos papiros describen los desórdenes de comportamiento propios de las mujeres y que encuentran su origen en una mala posición de la matriz. Ambos proponen asimismo ciertos medios para hacer retornar el útero a su lugar, para lograr la salud. Se le imputa al estado de la matriz todo tipo de malestares: una mujer que ama la cama, que no se levanta y no quiere abandonar el lecho; mujeres que sufren de los dientes y de las mandíbulas y no pueden abrir la boca; una mujer que sufre dolor en todos los músculos o de un dolor en la órbita de los ojos. En fin, todo malestar donde el daño no está justificado por una lesión visible, si es una mujer quien lo padece, es imputado a un desorden en el útero.

Los desplazamientos internos de la matriz no son modificaciones mecánicas como el prolapso, sino que significan la presencia de un ser misterioso, agazapado dentro del cuerpo de la mujer. De modo que los cuidados no consisten en manipulaciones directas, sino que «se lo incita a volver». Exponiendo las partes sexuales de la paciente a fumigaciones de olor agradable, se lo atrae hacia abajo. O bien se ponen bajo la nariz de la paciente sustancias fétidas para que el disgusto lo repela.

Abundan los ingredientes repugnantes, y algunos combinan la eficacia material con cierto poder simbólico. Se trata de una medicina esencialmente sacerdotal, por lo que las enfermedades femeninas entrañan a veces el recurso a prácticas de orden sobrenatural.

El papiro de Ebers aconseja un brebaje hecho de alquitrán de la madera de un barco y de residuos; o también fumigaciones hechas a la entrada de la vulva, con excrementos de hombre secos y puestos sobre incienso. Para hacer volver la matriz a su lugar, un ave ibis de cera debe estar puesta sobre el carbón de leña, y el humo producido debe entrar en la vulva. El ibis simboliza al dios Thot, un dios guerrero muy poderoso.

Si los egipcios investigaron fórmulas de encantamientos y ruegos para aliviar sus enfermedades, con respecto a las dolencias femeninas mantuvieron una actitud tan constante que puede suponerse que poseían la certidumbre de haber hallado una buena explicación. No se requieren más ensayos: el útero migratorio da cuenta de todo. Y también se cuenta con una excelente terapéutica: fumigaciones y brebajes, bajo la invocación de un dios masculino y poderoso. (EY, 1981)

Esta concepción egipcia de las enfermedades femeninas, que pone el acento en la importancia del útero en la naturaleza de la mujer, sirve como antecedente de la obra fundamental de la medicina occidental: el Corpus Hipocrático ; una colección de tratados médicos escritos en jonio, que en la Edad Media se transmite bajo el nombre de Hipócrates.

Los textos de las Enfermedades de las Mujeres pertenecen al período entre los siglos V y IV A.C., y conservan resabios de la medicina antigua junto a algunas innovaciones teóricas. Es interesante señalar que estos textos ofrecen una «representación» del cuerpo femenino, por cuanto la observación no era directa. Las mujeres hablaban, describían sus síntomas, y luego el médico aconsejaba. La mirada médica estaba impregnada de las representaciones mentales de una época. Sólo en algunas oportunidades las enfermas eran tocadas por otra mujer, la partera, que transmitía sus impresiones al médico. Incluso cierto instrumental (como cañas, o calabazas vacías) que servía para el tratamiento, los médicos lo conocían pero son las mismas mujeres quienes los manipulaban.

Para la medicina hipocrática, la salud depende del equilibrio que reina entre los cuatro humores de los que se compone el cuerpo humano: la sangre, la bilis, el agua y la flema. La salud significa la buena circulación de los cuatro humores, en proporciones que varían en función del temperamento del individuo, su edad y el clima en que vive. Entre el hombre y la mujer, Hipócrates ve no sólo una diferencia de órganos sino de esencia . Para explicarla, recurre a la analogía con un tejido denso (el hombre) y una tela floja (la mujer): en presencia de líquido, ambos se comportan de modo diferente, ya que la tela floja se embebe más rápido. El hombre posee según Hipócrates una naturaleza densa y seca, mientras la mujer posee una naturaleza esponjosa y húmeda. El feto macho y el feto hembra ya están marcados por estas diferencias: el feto hembra se forma después que el feto macho, porque el «semen» femenino es más húmedo y hace que el embrión femenino se solidifique y articule más tarde.

La peor amenaza que pesa sobre la salud es la "plétora", (exceso de sangre u otros humores en el cuerpo) y por la descripción que acabamos de dar, se ciñe especialmente sobre la mujer. De la descripción de la esencia femenina y masculina, y de la descripción de la enfermedad (ambas aparentemente objetivas), se concluye nuevamente que la mujer es enferma "por naturaleza".

Si el diagnóstico es misógino, no lo es menos la terapia. Para evitar la plétora es fundamental mantener el equilibrio de los humores. Dada la naturaleza húmeda de la mujer, su salud depende de la regularidad menstrual y de la frecuencia de las relaciones sexuales (por la eliminación de sangre en una, y la emisión de «semen» en la otra). Las relaciones sexuales son indispensables para la salud, porque si faltan el útero vacío migra por el interior del cuerpo y presiona otros órganos (herencia de la medicina egipcia). Pero no debe haber un exceso de coitos, porque agrandan el orificio uterino dando lugar a anorexia, ansiedad y dolores lumbares. (CNIDE & COS, 1981)

En suma, la mujer es húmeda, productora de fluidos, dependiente del hombre para su salud y maltratada por su matriz. Fundada en la física de los filósofos jónicos, la medicina de los tiempos de Hipócrates posee pocos conocimientos seguros de anatomía. El terapeuta no dispone de un modelo para guiar su examen. Ensaya cuidados frenta a una enfermedad, teniendo en cuenta la combinación única encarnada por cada paciente (esencia, constitución y equilibrio de humores). Es una conducta guiada por la prudencia , que pronto choca con una nueva corriente inspirada por los filósofos sofistas, que introduce el reino de los conceptos.

Toda una corriente de investigaciones sobre la naturaleza del mundo conducen a la construcción platónica del Timeo . Esta interpretación del universo será modelada a su turno por Aristóteles y conocerá la posterioridad por medio de Galeno, rigiendo por largo tiempo las relaciones entre los médicos y las mujeres. Los médicos han visto a las mujeres por los ojos de la teoría, por cierto androcéntrica, y han impuesto esta visión a las mujeres, que ven así obstaculizado el contacto con sus propias experiencias corporales, mediatizado por un saber que refuerza su dependencia.

La cultura occidental, la que aún tiene influencia sobre nuestras sociedades, vio la luz en Grecia, unos cinco siglos antes de Cristo. En ese momento floreciente de la humanidad confluyeron la ciencia, la filosofía, el arte, la política. Los hombres aspiraban a conocer el universo con una herramienta poderosa que los diferenciaba del resto de la naturaleza: la razón. De esta maravillosa gestación quedaban excluidas las mujeres. Sus tareas se consideraban incompatibles con los fines del conocimiento. Ellas debían atender el ámbito doméstico, la casa y los hijos, y quedaban recluidas en el gineceo donde realizaban labores consideradas propias de mujeres. En la cuna de la cultura, eran analfabetas. Pero este destino social no era «natural», estaba fuertemente justificado por la filosofía.

En el Timeo, Platón expone una nueva geografía del cuerpo, que asigna a la mujer un lugar nuevo en la creación. Sus ideas, citadas por Aristóteles, evocadas por Galeno, ejercen una poderosa fascinación sobre el pensamiento de la Antigüedad y la Edad Media hasta bien entrado el siglo XVII, particularmente sobre los pensadores cristianos.

La descripción anatómica sirve a Platón para explicar las diferentes partes del alma, su situación en el cuerpo. El hombre tiene un alma racional, alojada en la cabeza, que es inmortal. Pero también se compone el alma de dos partes mortales: una alojada en el pecho, el alma irascible, la del coraje militar; y otra ubicada en el vientre, la del deseo, el alma concupiscente. Y como en esta alma una porción es "por naturaleza" mejor que la otra, divide en dos alojamientos la cavidad del tórax, disponiendo entre ambos el diafragma como tabique. Así, Platón introduce una nueva jerarquía sobre el cuerpo: lo alto es superior a lo bajo.

También se explica en el Timeo la diferenciación entre los sexos, la creación de seres vivientes distintos al hombre. La mujer es presentada como un varón castigado . En el origen, el demiurgo crea un ser humano, pero aquellos varones que fueron cobardes y vivieron mal, en su segundo nacimiento son transmutados en mujeres. Y hasta el deseo sexual es considerado un premio consuelo para el varón caído: desde entonces los dioses formaron el amor de la conjunción carnal, destinado a la propagación de la especie. La mujer es definida como criatura inferior (aunque aún debajo de ella se encuentran los animales, en los que el hombre puede reencarnar si se porta todavía peor).

Platón se encargó entonces de resaltar, en su anatomía ligada a las partes del alma, que "por naturaleza" una parte es mejor y la otra peor, y también por naturaleza nos tocó a las mujeres la peor parte. El órgano femenino por excelencia, el útero, se encuentra ubicado muy lejos del asiento de los pensamientos nobles. Para Platón, el alma racional, ubicada en la cabeza, debe gobernar la concupiscente Pero eso es difícil en las mujeres, porque ellas están determinadas por su matriz, que es -nos dice en el Timeo- "como un ser viviente poseído del deseo de hacer niños".

Si durante un tiempo, y a pesar de la estación favorable, este "animal dentro de otro animal" permanece estéril, entonces se agitará dentro del cuerpo, obstruirá el paso del aire, impedirá la respiración y ocasionará todo tipo de enfermedades. Y puesto que en esta agitación animal de la matriz está en el fondo la voluntad del creador, debemos aceptar este destino de irracionalidad sin rebelarnos. La anatomía platónica es finalista: una intención divina preside este desorden.

Un filósofo tan relevante como Aristóteles, quizás el más influyente en toda la historia de la filosofía, también se ocupa del problema del origen de la vida. En la Historia de los Animales, sostiene tesis similares a las de Hipócrates: hombres y mujeres colaboran en la generación, emitiendo dos clases de esperma. Para que haya fecundación, ambos deben emitirse al mismo tiempo; cosa que los hombres deben tener en cuenta pues las mujeres son lentas en muchos dominios. Estas ideas se modifican en De la generación de los animales , donde el varón encarna el principio motor y generador de la concepción, y la mujer el principio material. Ella ha perdido su esperma creador, y ahora no es más que un vaso. Su "esperma" son las menstruaciones, destinadas a nutrir el feto cuando no evacúan humores superfluos.

Aristóteles refuta la idea del corpus hipocrático, que viene de Empédocles, de que el esperma proviene de todas las partes del cuerpo. Para él el esperma es un residuo; lo que no resulta «cocido» por el calor natural del hombre. La mujer no puede tener un residuo tan elaborado porque carece de calor (se sostiene aquí una «naturaleza» caliente para el varón y una fría para la mujer). Ella produce un residuo más abundante pero menos elaborado (que son las reglas); y así puede explicarse que su talla sea más pequeña.

La mujer es quien, de todos los animales, evacúa una secreción más abundante. He aquí por qué podemos constatar que siempre es pálida y no se le ven las venas, y que su inferioridad física por comparación al hombre es manifiesta. «Es evidente» que la mujer no contribuye a la emisión de esperma en la generación: pues si ella emitiera esperma, no tendría menstruación. (Para ser el autor de los primeros y segundos analíticos, la «evidencia» aludida -en rigor, una petición de principio-resulta poco menos que sorprendente).

La secreción de líquido que las mujeres emiten en el coito no es espermática. Es sólo una secreción local propia de cada mujer y que de hecho algunas no emiten -por ejemplo, las morenas de apariencia masculina- mientras por el contrario se encuentra en abundancia en otras -las mujeres de tez pálida de apariencia estrictamente femenina-. Para que las latinas no desesperemos, existe un aliciente: podemos aumentarla consumiendo alimentos picantes.

Aristóteles subraya más aún la importancia del útero para la definición de la feminidad: un aminal no es masculino o femenino por todo su cuerpo, sino por cierta función de cierto órgano, en la mujer el útero, en el varón los testículos y el órgano genital. Establece entre eslos una simetría: el útero es siempre doble, lo mismo que en los varones los testículos son siempre dos.

Sobre este destino anatómico, se funda un destino social. Aristóteles sostenía en su Política que hay entre las personas un orden jerárquico que es «natural»: el macho es superior a la hembra, el amo al esclavo, el adulto al niño. Como naturalmente lo superior debe dominar lo inferior, de esa «naturaleza» se desprende una relación política: el superior gobierna y el otro es gobernado. Los esclavos por no tener facultades deliberativas, las mujeres porque en ellas predominan las emociones, los niños porque aún no poseen una razón madura, deben obedecer al único ser con racionalidad plena: el hombre libre adulto. Según Aristóteles esto beneficia a ambos, pues un ser tan inferior no podría gobernarse a sí mismo. Como vemos, para Aristóteles el hombre es un ser racional pero la mujer no llega a serlo.

Este pensamiento no es arcaico. Se expresa en la ciencia moderna (veremos en el próximo capítulo el ejemplo de la taxonomía de Linneo, y el lugar del «homo sapiens» en ella) y en la religión, incluso hasta nuestros días. Esto es lo que las feministas llaman un pensamiento «androcéntrico», es decir que hace eje en el adulto varón. Su pretendida universalidad se traduce políticamente en hegemonía.

Resumiendo entonces, para Platón la mujer no posee alma racional y queda ubicada en la mera concupiscencia (puesto que su esencia es el útero), es un hombre castigado, defectuoso, en falta; y la anatomía es un destino divino e inapelable. Para Aristóteles el goce femenino en el acto sexual deviene superfluo, la mujer es sólo un recipiente del semen masculino (mujer-vaso), y su diferencia es negada (dos úteros). Estas afirmaciones no se apoyan en el progreso de la anatomía o en el mejor conocimiento del cuerpo humano: su discurso es ideológico.

Este discurso ideológico influye sobre Galeno (130 A.C.), que crea un sistema coherente, síntesis del pensamiento antiguo, el cristianismo, un análisis del cuerpo humano donde puede leerse la voluntad divina, y una adecuación perfecta de los órganos a su función. Este finalismo seduce a sus contemporáneos, hace su obra admirable a los ojos de los sabios árabes que la traducen, y le asegura el reconocimiento del clero que ejercía la medicina en la Edad Media, pues se acomoda a la idea de un Dios todopoderoso, y ratifica el orden de las cosas. La impronta de Galeno sobre la medicina occidental ha sido inmensa, y ha servido para retener una concepción de la mujer como un hombre invertido, como determinada por su útero a la enfermedad (KNIEBIEHLER & FOUQUET, 1983).

Una característica importante del largo período considerado como Edad Media es que la religión, la ciencia y la filosofía estaban profundamente unidas. Especialmente, porque el saber se concentraba casi exclusivamente en los conventos, y también conceptualmente, pues ciertos principios se consideraban comunes a todo conocimiento. La influencia de Aristóteles se extiende por todos estos siglos a través de intérpretes muy importantes, como Santo Tomás y San Agustín, y la misma ciencia no podía contradecir la que el maestro había impuesto. Al dársele a la ciencia un sentido religioso, cualquier opinión contraria en biología o astronomía era juzgada como una falta moral. Era un período muy dogmático, y por eso a veces se lo considera oscuro.

En los conventos, pero sólo allí, las mujeres tenían la oportunidad de estudiar, aunque fueran vistas (incluso hoy) como indignas de ejercer el sacerdocio. Pero fuera del convento el conocimiento era considerado peligroso para las mujeres, y un signo de la presencia del demonio. Y es que la cultura eclesiástica dominante definía a la mujer como una pecadora por esencia. El mito de Adán y Eva era usado como una advertencia de las desgracias que podían sobrevenirles a los varones por escuchar la tentadora voz de las mujeres. El cuerpo de las mujeres era algo pecaminoso, una fuente de perdición que el hombre debía procurar evitar. Las mujeres fueron identificadas con el mal, y en un período oscuro ellas fueron lo más oscuro.

Quedaba el modelo de mujer sumisa y obediente al varón que la religión proponía, pero este modelo no coincidía con el ideal de conocimiento sino que se limitaba a las funciones reproductivas. Algunas, sin embargo, lograron destacarse como filósofas, matemáticas o as-trónomas; pero eran excepciones pues se mantenía a las mujeres en la ignorancia. Un caso muy notable fue el de Hipathia, directora de la Biblioteca de Alejandría, que tuvo varios discípulos en su escuela de filosofía y escribió tratados de astronomía y matemáticas. Pero lejos de ser premiada por ello, tuvo un final trágico: murió en el año 415 lapidada por una multitud cristiana, acusada de conspirar contra un obispo.

Con el Renacimiento, cuando la cultura y la educación abandonó los monasterios para establecerse en las escuelas y en las universidades, el acceso a ellas quedó prohibido a las muchachas. Mujeres de todas las categorías sociales perdieron así una parte de sus antiguos papeles, pues esta brecha educativa fue invocada para eliminarlas de las profesiones que habían logrado ejercer. Las reinas, princesas y mujeres nobles, sin embargo, encontraban refugio en las cortes, y en ciertas instituciones como el beguinaje (unos lugares de oración sólo para mujeres, que rechazaban a la vez el dominio de los hombres y el de la iglesia).

En 1258, una bula papal sobre hechicería da comienzo a la Inquisición. Con el pretexto de hechicería o de juicios de herejía, se persigue y se elimina de manera muy cruel a miles mujeres. Las hechiceras eran acusadas de atacar la potencia sexual de los hombres, el poder reproductor de las mujeres, y de trabajar por la exterminación de la fe. Como no contaban con la protección que aseguraba a las reinas y a las mujeres nobles o ricas su estatuto social o económico, esas mujeres en rebelión terminaron en la hoguera.

En lo que hace a la naturaleza de las mujeres, la influencia de la ciencia de la antigüedad persistió hasta muy avanzado el siglo XVII; por eso es especialmente interesante observar la continuidad valo-rativa de la discriminación en épocas de florecimiento de ideales igualitarios, con la modernidad. Claro que el presente es siempre una posición ventajosa desde la cual las teorías científicas de las generaciones previas a menudo parecen ridiculas. Y es bastante obvio que lo que conocemos en un momento dado tiene límites conceptuales y tecnológicos que luego son superados. Pero la verdadera grieta son las ideas sociales subyacentes.

Aceptemos que las observaciones de la estructura celular hechas hace cien años con un microscopio óptico han sido sencillamente desalojadas por las observaciones que hizo posible el microscopio electrónico. Pero no fue el aumento del microscopio el factor que limitó las observaciones del científicos del siglo XVII y XVIII, como el consumado micros-copista Van Leeuwenhoek, que afirmó que había visto «formas extremadamente diminutas de hombres con brazos, cabezas y piernas completos dentro del semen» bajo el microscopio. Antes bien, pesaron más de veinte siglos de tradición aristotélica que concibe a la mujer como un ser totalmente pasivo, que no contribuye en nada sino como una incubadora al desarrollo del feto, que brota íntegro de la cabeza del esperma. (FOX KELLER, 1985)

El pensamiento tradicional afirmaba que hay una naturaleza femenina, lo cual lógicamente significa que debe haber también una naturaleza masculina , a menos que se suponga (como generalmente parece ser el caso) que la naturaleza masculina es sinónimo de la naturaleza humana. La naturaleza biológica es invocada como explicación última especialmente para aquellos fenómenos sociales que, por lo inhumano, trascienden la justificación racional: opresión sexual y social, explotación económica y política, esclavitud, racismo, guerra. Al confundir naturaleza con historia, y biología con política, la ideología ejerce su poder de desnudar al oprimido de la esperanza de verse liberado, y de darle una dimensión individual y subjetiva a la degradación, la subordinación y la inferioridad asignada por decreto.

Es por lo menos curioso observar la convivencia de algunos escritos americanos y europeos de 1860 en adelante, coincidentes con los movimientos por los derechos de la mujer y antiesclavistas. Un craneólogo francés, F. Pruner, escribió en 1866 la siguiente ecuación: «Un hombre negro es al hombre blanco, como la mujer es al hombre en general». James Hunt, presidente de la London Anthroplogical Society, afirma en 1863: «No hay duda de que el cerebro del negro tiene una gan semejanza con el de la mujer europea o con el cerebro infantil, y así se aproxima más al simio que al europeo». En 1869, el médico William Holcombe escribe: «La mujer debe ocuparse de cuestiones domésticas y no de ciencia y filosofía. Ella es sacerdote, no rey. La casa, la alcoba y el closet son los centros de su vida social y de su poder, tan seguramente como el sol es el centro del sistema solar». (FOX KELLER 1985)

Podría acusarse a las feministas de suspicacia y de ceguera. Después de todo, tal vez la coincidencia entre los científicos acerca de la inferioridad femenina se debe a que el mundo es realmente así. Pero veamos: la explicación última de las diferencias naturales de temperamento e intelecto, según los científicos de la época que estamos analizando, reside en la diferente estructura del cerebro femenino. Durante la última mitad del siglo XIX, los neuroanatomistas creían que el lóbulo frontal del cerebro humano explicaba las más elevadas funciones humanas mentales e intelectuales. Los científicos entonces encontraron que los lóbulos frontales de los hombres eran más desarrollados que los de las mujeres, mientras ellas tenían lóbulos parietales más grandes.

Cerca de fin de siglo, nuevos cálculos de los neuroanatomistas ubican en los lóbulos parietales, antes que en el lóbulo frontal, el sitio del intelecto. ¿Concluyeron entonces que las mujeres eran más inteligentes? Pues no. En poco tiempo los principales anatomistas del período «descubrieron « que los lóbulos parietales de las mujeres no eran realmente mayores y su lóbulo frontal menor que el del hombre como se había pensado (y observado ), sino justo a la inversa. Y acumularon nueva evidencia empírica para sostener ahora lo contrario.

Es por eso que creemos que la historia de la ciencia ejemplifica el sesgo sexista, más que la prescindencia valorativa y la objetividad del conocimiento. El ejemplo que acabamos de dar no es un caso aislado. Aún hoy se nos hace sentir que el esfuerzo de las mujeres por hacer cosas diferentes de aquellas para las que estamos destinadas (por biología y evolución, por naturaleza y temperamento) amenaza la salud y supervivencia de la raza humana. Un tema enunciado explícitamente por los médicos del siglo XIX es hoy sugerido oscuramente por los modernos deterministas biológicos, que predicen daños incalculables por desafiar la naturaleza (daños de los que nosotras somos responsables).

La última mitad del siglo XIX vio un encumbramiento del darwinis-mo social que concebía al cuerpo político (el orden político y social), junto con el lugar de cada persona dentro de él, como habiendo evolucionado de acuerdo con las leyes de selección natural de Darwin. En este medio, la visión del «temperamento innato» de la mujer (maternal, puro, piadoso, compasivo) subyace el debate de los médicos y educadores, científicos naturales y sociales, sobre el tamaño y funcionamiento del cerebro femenino y la deseabilidad de que las mujeres aspiren a la educación formal: el ejercicio del cerebro femenino podría drenar la muy limitada energía que posee de sus verdaderos roles de reproducción y maternidad. En 1873, con esta indudable inspiración, el educador Edward Clarke afirmaba: «El desarrollo intelectual de las mujeres se logra sólo a un alto costo de su desarrollo reproductivo: en la medida en que el cerebro se desarrolla y se accede a la lógica, los ovarios encogen». (CLARKE 1873)

Mientras avanzan las sufragistas y los movimientos antiesclavistas, los cerebros humanos son medidos, pesados y vueltos a medir, en un esfuerzo por encontrar algún índice de inferioridad cuantitativa en el cerebro de mujeres, esclavos y negros. La craneología desaparece, pero muchos otros médicos y científicos, desde entonces y hasta el presente, continúan dedicados a la tarea de explicar por qué las mujeres y los negros están naturalmente fijados, biológicamente determinados, a los roles sociales que aún desempeñan.

En décadas recientes muchas áreas importantes de la biología han producido explicaciones y teorías de las diferencias sexuales. La sociobiología, por ejemplo, considera todas las conductas, características, relaciones sociales y formas de organización social humanas como determinadas biológicamente, genéticamente y evolutivamente. Nuestras características son adaptaciones para la supervivencia, y el hecho mismo de que existan prueba que deben existir, o de otra manera no se habría evolucionado en ese sentido.

Se establece así el carácter innato del racismo y las guerras, y aún de las diferencias sexuales en los roles y la ubicación social. Los sociobiólogos se ocupan del movimiento de mujeres y sus objetivos, pero para rechazarlos con afirmaciones como: «Irónicamente, la madre naturaleza parece ser sexista». El discurso de la sociobiología define la agresividad masculina, la pasividad femenina, las jerarquías de dominación, los roles sexuales, la territorialidad, el racismo, la xenofobia, como tendencias biológicas naturales; y no cuesta demasiado imaginar cómo ésto podría conformar la base ideológica de programas políticos conservadores o reaccionarios. (SCHIEBINGER, 1987)

Entre las diversas formas contemporáneas de determinismo biológico que excluyen a las mujeres del dominio pleno de las facultades racionales, se encuentra la investigación sobre las hormonas sexuales y sus efectos sobre el desarrollo del cerebro y sobre la subsecuente conducta adulta. También la investigación de las diferenciaciones sexuales morfológico-funcionales del cerebro ha tomado la forma de investigación sobre las diferencias en la lateralización de las funciones entre los dos hemisferios cerebrales. Se cree generalmente que ciertas funciones cognitivas están asimétricamente representadas en el córtex de los dos hemisferios, y se han hecho esfuerzos por encontrar diferencias sexuales en el grado de lateralización o especialización de uno u otro hemisferio. (BLEIER, 1984)

Pero el amplio espectro de pensamiento que naturaliza los rasgos de lo femenino, y usa a la sociobiología como teoría subyacente, no se limita a la justificación del poder masculino: abarca también al feminismo. Las separatistas lesbianas o las reformistas liberales en Estados Unidos, los esencialismos psicoanalíticos y marxistas en Francia y algunas académicas ocupadas en la reinterpretación crítica de las ciencias sociales, incluyen la posición de que las diferencias de género son profundas e irreconciliables, y que las características y temperamento de las mujeres son superiores y deben ser exaltadas.

El pensamiento esencialista (es decir, la creencia en la existencia de una esencia última dentro de cada uno/a de nosotros/as, que no puede cambiar) ha funcionado siempre como un rasgo central de ideologías de opresión. La voz de lo natural ha sido siempre la voz del statuquo, de la perspectiva limitante con respecto a la naturaleza y potencialidades humanas. Las feministas pueden valorar las características que en nuestras sociedades occidentales están asociadas con la femineidad y aún celebrarlas como una fuerza que preserva a la sociedad de la destrucción, y no por eso debemos justificarlas como naturales, biológicas o innatas.

3. Género y Ciencia

Las contribuciones del feminismo a la epistemología son del último cuarto del siglo XX, relativamente escasas en comparación con otros temas, y hay entre las pensadoras feministas puntos de vista divergentes y hasta contradictorios sobre problemas centrales. Debemos considerar por lo tanto dos tipos de diferencias: la diferencia de la perspectiva feminista en relación al conocimiento tradicional, y la diferencia entre diversas posiciones feministas. Con influencias de corrientes tradicionales de la filosofía, tanto analítica como continental, diversos grados de sensibilidad a la crítica posmoderna y diversas posturas políticas (elementos no siempre congruentes entre sí y con el feminismo) se abordan problemas tradicionales como la objetividad y la justificación del conocimiento, poniendo atención en el sujeto que lo produce.

Los hallazgos epistemológicos más fuertes del feminismo reposan en la conexión que se ha hecho entre 'conocimiento' y 'poder'. No simplemente en el sentido obvio de que el acceso al conocimiento entraña aumento de poder, sino de modo más controvertido a través del reconocimiento de que la legitimación de las pretensiones de conocimiento está íntimamente ligada con redes de dominación y de exclusión.

Evelyn Fox Keller y Helen Longino (KELLER & LONGINO, 1996) señalan que hasta los '60 el punto de vista dominante de las ciencias era que el conocimiento científico consistía en razonamiento lógico aplicado a datos observacionales y experimentales adquiridos por métodos valorativamente neutros e independientes del contexto. Se creía también que la aplicación de métodos científicos en el desarrollo del conocimiento de la naturaleza resultaría en una explicación simple, unificada, de un mundo objetivo y determinado. En los '60, sin embargo, el trabajo de muchos historiadores de la ciencia y filósofos de la ciencia de mentalidad histórica (como Kuhn (KUHN, 1962-1970), Feyerabend y Hanson) cambió decisivamente esa visión. La observación científica, argumentaban, nunca es inocente, sino que está siempre e inevitablemente influida por compromisos teóricos. Más aún, el desarrollo del conocimiento científico no puede entenderse como una cuestión de acumulación, como la adición de más detalles o más sofisticación teórica a una base estable. La estabilidad misma es temporaria, está sujeta a periódicas rupturas en el curso de lo que Kuhn llama 'revoluciones científicas'.

Helen Longino (LONGINO, 1993) nota los paralelos entre los argumentos feministas y las tendencias recientes en la filosofía crítica de la ciencia. Ambas convergen en la conclusión de que no hay posición de sujeto pura o incondicionada. Longino argumenta que tal reconocimiento requiere reconcebir el conocimiento como social, esto es, como el producto de interacciones sociales entre miembros de una comunidad y de interacciones entre ellos y los objetos de conocimiento implicados, antes que una cuestión de interacciones sólo entre un sujeto individual y los objetos a conocer. La objetividad revisada debe involucrar no sólo reconcebir las relaciones de los individuos con el mundo que buscan conocer, sino articular apropiadas estructuras y relaciones sociales para los contextos de investigación dentro de los cuales se persigue el conocimiento.

Cuando vinculamos género y ciencia, nos interesa discutir en especial las estrategias metodológicas que permitan una reconstrucción feminista de la ciencia, no sólo del papel de las mujeres como sujetos de producción de conocimientos, sino de los sesgos que el género imprime al producto, a la teoría científica. Desocultar -sería la tarea-, quitar el velo que esconde el sexo (masculino) de la ciencia. Precisamente este es el mérito principal de Londa Schiebinger (1993): describir cómo los padres de la ciencia moderna incorporaron sus prejuicios (no sólo de género, sino también de clase y raza) en sus investigaciones sobre la ciencia y la historia natural; explorar el modo en que la raza, el género y la clase han dado forma a las clasificaciones y descripciones científicas no sólo acerca de humanos sino también de plantas y animales; mostrar cómo los científicos, como miembros privilegiados de la sociedad, construyen imágenes y explicaciones de la naturaleza que refuerzan sus propios lugares y valores culturales.

Hablar de una reconstrucción feminista de los saberes científicos es hablar de una reinterpretación desde la perspectiva de género, y del aporte que desde ella pueda hacerse para la emancipación de las mujeres. Para ello concebiremos la ciencia como una construcción por parte de una comunidad, en la que influyen otras variables sociales además de los parámetros disciplinarios, y cuyo producto no debe ser confinado para su estudio al desarrollo dentro de la comunidad científica. Deben analizarse motivaciones y consecuencias del ejercicio de la ciencia, la intervención de intereses no reducidos al impulso epistémico, los sesgos no visibles por formar parte de los valores compartidos por la comunidad científica.

El científico (o la científica) son sujetos atravesados por determinaciones de las que no es posible desprenderse, que es necesario reconocer, y que se vinculan a un sistema social más amplio. Entre estas determinaciones, dirán las feministas, se encuentra el 'género' (es decir, la interpretación que cada grupo social hace de las diferencias sexuales, los roles sociales atribuidos en razón de este género, y las relaciones establecidas culturalmente entre ellos). Y el desafío es demostrar de qué modo en el producto del trabajo de esta comunidad, producto que ha pasado los controles intersubjetivos que asegurarían su neutralidad, se instala el sexismo como un sesgo fortísimo.

Una historia internalista que meramente señale el progreso de una disciplina desde su constitución hasta su expresión más refinada, difícilmente recoja los criterios que influyen para integrar o modificar los contenidos de una teoría científica. Analizar la ciencia como un producto humano, ponerla en su contexto social de producción, parece un camino obligado para una historia de la ciencia que se proponga develar los modos sutiles en que los sesgos de género han desviado a las mujeres de sus propósitos de conocimiento.

Es indiscutible, entonces, que tal reconstrucción debe ser exter-nalista. La ciencia como objeto de conocimiento y su reconstrucción se transforman en una tarea que necesariamente resquebraja los límites académicos de la disciplina histórica. Tarea transdisciplinaria y extremadamente compleja, plena de presupuestos filosóficos que deben ser discutidos, complicada por cuestiones de psicología y sociología del conocimiento, encuentra sin embargo en el feminismo expositoras notables entre las teóricas recientes.

El sesgo sexista de la ciencia no sólo proviene de que aún hoy las mujeres están bastante ausentes de su construcción teórica y de que sus productos han generado una imagen de la naturaleza femenina que contribuyó a su confinamiento social. También influye el papel significativo que las políticas de género han jugado y juegan en la construcción de conocimientos supuestamente neutrales y que el modelo de sujeto que la ciencia prescribe contribuye a ocultar.

Una de las estrategias de la epistemología feminista para desarticular la aparente neutralidad del investigador y develar el modo en que los intereses se filtran en la construcción de teorías científicas, es el análisis del lenguaje de la ciencia. Se discute entonces su transparencia, su aparente referencialidad directa, para mostrar en especial el uso de metáforas. Al desarticular las metáforas usadas por científicos, quedan de manifiesto las analogías que revelan no sólo la asunción acrítica sino incluso el refuerzo de ciertos valores sociales predominantes. Cuando esos valores implican relaciones opresivas entre los géneros, la ciencia se pone al servicio del control social.

Las metáforas sexuales no son ajenas a la ciencia. Es más, son propias del surgimiento de la ciencia moderna, y de la meta-ciencia, ya que definen también la relación de la mente con el mundo, de la ciencia con la naturaleza, y del dominio del conocimiento científico. Aveces de maneras sutiles, como cuando se llama «duras» a las ciencias más objetivas por oposición a las «blandas» más subjetivas, en que implícitamente estamos invocando una metáfora sexual en la que «dura» es masculino y «blanda» es femenino.

El lenguaje de la ciencia no es neutral. Se filtran en él valores y no es meramente descriptivo. Por otro lado, tampoco es literal. Las metáforas rompen la ilusión de la mente científica como espejo de la naturaleza. Cuando las metáforas tienen connotaciones sexuales, se filtra en la aparente neutralidad de la ciencia, a través de diversos períodos, una persistente ideología patriarcal.

En los años '70, las feministas introducen el concepto de «género» como una categoría analítica, diferente del sexo biológico, que alude a las normas culturales y expectativas sociales por las que machos y hembras biológicos se transforman en varones y mujeres. Aunque a veces se omite (Simone de Beauvoir decía que «una no nace mujer, sino que llega a serlo») conviene recordar que tampoco se nace varón. La ideología de género afecta a ambos, pero influye de modo diferente, creando en los varones la convicción de que sus experiencias expresan la humanidad (el «hombre» en sentido universal), mientras las de las mujeres aparecen, incluso para sí mismas, como lo otro o lo diverso, la «diferencia».

La ideología de género no sólo genera estereotipos que afectan a varones y mujeres individuales, también organiza nuestro mundo natural, social y cultural, generando estructuras de interpretación incluso en ámbitos donde varones y mujeres no están presentes. A este rasgo producido por las creencias culturales y no por los genes, lo llama Evelyn Fox Keller (KELLER, 1991) «trabajo simbólico del género». En la epistemología feminista comienza a usarse el concepto de género a fin de los "70, cuando el acceso (bien que tardío) de las mujeres a los ámbitos de educación superior permitió analizar los efectos de esta incorporación, y mostró que no alcanzaba con tomar esferas tradicional-mente masculinas, «añadir mujeres y batir» (KELLER, 1996).

Las imágenes tradicionales de género modelan el conocimiento científico de tal manera que ciertos recursos cognitivos, emocionales y humanos que se han tildado de «femeninos» se han perdido para la ciencia, o han sido excluidos. La ideología de género, así, no sólo debilita y constriñe a las mujeres sino que también debilita y constriñe a la ciencia. Si analizamos con esta óptica la historia de la ciencia, veremos que desde la modernidad se establecen categorías que funcionan como definiciones muy básicas y son a la vez definidoras del género (mente/naturaleza, racional/intuitivo, objetivo/subjetivo, etc). Y se observa el uso de metáforas de género para definir una postura adecuadamente científica o para distinguir la buena ciencia de la mala.

«Está suficientemente claro -dice KELLER, 1996- que la consideración de la mente como activa y masculina, y de la naturaleza como pasiva y femenina, o de la objetividad y la razón como rasgos masculinos, y de la subjetividad y el sentimiento (o intuición) como rasgos femeninos, favorecen la exclusión de las mujeres de la ciencia, pero -y esta es la pregunta importante desde la perspectiva de la ciencia- ¿qué efecto, si lo hay, tiene sobre la práctica científica?» Esto significa preguntar qué efecto tiene la ideología de género que se desprende del uso de las metáforas de género, sobre la ciencia misma. La pregunta encierra un presupuesto, y es que el lenguaje utilizado influye en la representación cognitiva, y no sólo la expresa.

Muchos filósofos y científicos no aceptan esta posición, al menos no para el lenguaje científico (aunque podrían presentarse influencias de este tipo en discusiones meta-científicas). El lenguaje de la ciencia representaría para ellos literalmente la realidad de la naturaleza. Es precisamente esta literalidad la que diferencia el lenguaje de la ciencia del de la literatura, y la que lo defiende de vaguedades e imprecisiones del lenguaje ordinario.

Quine, por ejemplo, sostiene que la metáfora es un requisito para la adquisición y el aprendizaje del lenguaje, y que es un error pensar que el uso lingüístico común tiene un carácter literal en su cuerpo principal y un carácter metafórico en sus adornos, pero preserva sin embargo la literalidad de la ciencia: «El discurso congnoscitivo en su más cruda literalidad es más bien, en gran medida, un refinamiento característico de los limpiamente cultivados recintos de la ciencia. Es un espacio abierto en la jungla tropical, creado desembarazándolo de tropos». Un ejemplo dado por el propio Quine: «La teoría molecular de los gases surgió como una ingeniosa metáfora: la comparación de un gas con un vasto hormigueo de cuerpos absurdamente pequeños. La metáfora resultó ser tan justa que fue declarada literalmente verdadera, y se convirtió de inmediato en una metáfora muerta; los minúsculos cuerpos fantaseados fueron declarados reales, y el término 'cuerpo' se extendió para abarcarlos» (QUINE, 1978, subrayado mío). Sólo que Quine reserva el uso de metáforas para la frontera filosófica de la ciencia, en épocas de cambios o crisis. Una vez aceptado el nuevo orden, se abandonan las viejas metáforas y las nuevas «se declaran» literales.

Cuando las metáforas usadas en ciencia tienen connotaciones sexuales (y hay muchas metáforas de este tipo), se filtra en la aparente neutralidad de la ciencia una persistente ideología patriarcal. Pero si no vamos a rechazar el uso metafórico en ciencia, con los presupuestos que arrastre, sino que sólo vamos a evaluarlo por su valor heurístico, lo que debemos discutir es que este punto de vista androcéntrico -amén de perjudicar a las mujeres- perjudica y empobrece a la ciencia misma.

Gemma Corradi Fiumara (FIUMARA, 1994) parece ir más allá, y señalar un estereotipo de género en la misma aceptación o no de metáforas en ciencia. Por ejemplo, todavía no sabemos cómo la metaforicidad se ha vuelto una 'metáfora' para toda dinámica no-literal de lenguaje que se desarrolla fuera del vocabulario homogéneo de cualquier disciplina normal (en el sentido kuhniano de 'ciencia normal'). Etimológicamente, el significado de 'metáfora' es quizás más cercano al aspecto meta-bólico de nuestra vida orgánica. 'Metaforizar' significa llevar un término más allá del lugar al que pertenece y así ligarlo con un contexto de otro modo ajeno a él. A modo de una primera aproximación se podría sugerir que el lenguaje literal puede referirse a algún vocabulario intra-epistémico mientras los usos no-literales del lenguaje refieren a usos hermenéuticos inter-epistémicos.

Aceptar el uso metafórico, entonces -dice Fiumara-, supondría abandonar una relación sujeto-objeto de separación por una de interrela-ción. Y en la teoría feminista esto está asociado con la influencia de la psicogénesis masculina y femenina, y su influencia en los modos de conocimiento canónicos en ciencia. Pero hay en los últimos años varios cambios en nuestro discurso filosófico, ya no empezamos desde el lenguaje teórico como si las condiciones de vida antecedentes fueran irrelevantes para su desarrollo.

Else Barth apunta críticamente que mucha de nuestra filosofía opera cognitivamente en un estilo social-solipsístico 'en el cual los objetos físicos parecen ser de importancia como tales pero donde no ocurre, o no es tomado en consideración, ningún contacto verbal u otro signo de contacto entre humanos'.(BARTH, 1991)

Conversamente, la investigación de Corradi Fiumara fue inspirada por una perspectiva sobre la vida y el lenguaje que supone su recíproca interacción. «Cualquier concepto de la vida o del lenguaje que no de cuenta de su interconexión -dice- probablemente no producirá más que artefactos superfluos; éstos tienen poco que ofrecer a una cultura filosófica incipiente que persigue la búsqueda de un lenguaje capaz de comunicación inter-epistémica. De hecho, si pudiéramos no confiar más en la ubicación de un punto de partida arquimediano, entonces podríamos optar más humildemente por una lógica de interdependencias».

Si nos resultara exagerada la afirmación de Fiumara, para quien la idea misma de literalidad se corresponde con la psicogénesis masculina, siendo la metáfora una invitación a la vinculación, propia de la psicogénesis femenina, podríamos revisar una expresión que parece apoyar la idea de que el miedo a la metáfora y la retórica en la tradición empírica es un miedo al subjetivismo -un miedo a la emoción y la imaginación, tradicionalmente asociadas a lo femenino por oposición a la razón masculina. En 1666 afirma Samuel Parker «Todas aquellas Teorías Filosóficas que son expresadas sólo en Términos metafóricos, no son Verdades reales, sino meros productos de la Imaginación, vestidos ... con unas pocas palabras huecas llenas de lentejuelas... Cuando sus disfraces extravagantes y lujuriosos entran en la Cama de la Razón, ... la profanan con Abrazos impúdicos e ilegítimos» (Censura Libre e Imparcial de la Filosofía Platónica, citado por LAKOFF & JOHNSON, 1980)

El uso de metáforas prefigura dos modos diferentes de concebir la relación de conocimiento: como amor y como poder. Modos de hablar que a la vez expresan y refuerzan dos modelos de construcción de la ciencia diferentes. Porque como dicen Lakoff y Johnson, la metáfora es primariamente una cuestión de pensamiento y acción, y sólo derivadamente una cuestión de lenguaje. Afirman que la verdad siempre es relativa a un sistema conceptual, y que cualquier sistema conceptual humano es en muy gran medida de naturaleza metafórica.

Se oponen así a lo que llaman «el mito del objetivismo», al que consideran particularmente pernicioso porque no sólo da a entender que no es un mito, sino que hace tanto de los mitos como de las metáforas objetos de desprecio y desdén. Esta oposición, por si hiciera falta aclararlo, no supone la aceptación de un subjetivismo radical, sino lo que estos autores llaman la «alternativa experiencialista». Que la verdad es relativa a un sistema conceptual significa que se basa en nuestras experiencias y las de otros miembros de nuestra cultura y está siendo constantemente puesta a prueba por ellas en nuestras interacciones diarias con otras personas y nuestro ambiente físico y cultural.

Para Lakoff y Johnson, el poder de la metáfora es que pueden crear realidades, especialmente realidades sociales. Una metáfora puede así convertirse en guía para la acción futura. Estas acciones luego se ajustarán a la metáfora. Esto reforzará a su vez la capacidad de la metáfora de hacer coherente la experiencia. En este sentido, las metáforas pueden ser prefecías que se cumplen.

Un ejemplo paradigmático del funcionamiento de las metáforas en ciencia, que tiene relación directa con el género, se refiere al modo en que los biólogos estudiaron el proceso de fertilización (lo analiza KELLER, 1996). Hasta épocas muy recientes, la célula masculina se describía como «activa», «fuerte» y «autopropulsada», capaz de «penetrar» al óvulo, al cual entrega sus genes y así «activa el programa de desarrollo». Por el contrario, la célula femenina es «transportada», y «arrastrada» pasivamente a lo largo de la trompa de Falopio hasta que es «atacada», «penetrada» y fertilizada por el esperma.

En un artículo de divulgación, destinado a discutir la relación entre lo real y lo imaginable, se describía así el origen de nuestras vidas: «cualquiera de nosotros procede de un espermatozoide victorioso de una loca carrera contra centenares de miles de competidores. Por ello, cada uno de nosotros, improbabilísimo habitante de la realidad, tiene, en el mundo de lo verosímil, una colosal multitud, no se sabe si envidiosa o compasiva, de fraternales probabilidades frustradas» (WAGENSBERG, 1998). ¿Cuál es la meta de esa loca carrera? En este discurso épico masculino, una meta que no permaneciera quieta en su lugar esperando al victorioso, o que seleccionara por sí misma a los competidores, sería considerada indecorosa.

Se puede objetar que por chocante que nos parezca a las feministas este lenguaje pasivo para referirse al óvulo, o incluso su desaparición del discurso relevante, si la confrontación con los datos empíricos corrobora estas descripciones, merecerán seguir perteneciendo al cuerpo de la biología. Y así fue durante muchos años. Precisamente es algo desta-cable la consistencia de los detalles técnicos que confirman esta descripción: el trabajo experimental proporciona unos razonamientos químicos y mecánicos acerca de la movilidad del esperma, de su adhesión a la membrana celular y de su capacidad para llevar a cabo la fusión de la membrana. La actividad del óvulo, en cambio, considerada inexistente, no requiere mecanismo alguno y por lo tanto se presume que no se produce.

Actividad y pasividad son estereotipos tomados de los modelos culturales de género, que obstaculizan nuevas hipótesis en ciencia, y refuerzan las barreras para la participación creativa de otras miradas sobre el saber androcéntrico. No se trata solamente de permitir el ingreso de mujeres a la ciencia, si ellas serán luego obligadas a no apartarse de las líneas de investigación dictadas por los estereotipos de pasividad y actividad.

4. Feminismo, postmodernismo y postcolonialismo

Varios eran los problemas filosóficos centrales en el pasaje de la modernidad a la postmodernidad: el debate sobre la condición universal del sujeto, sobre la posibilidad de la objetividad, sobre el valor de la ciencia como descripción y explicación genuina del mundo (lo que implica una revisión sobre la verdad), sobre el lenguaje como forma de representación. Estas discusiones no eran sólo por el valor epistémico, sino fundamentalmente por el valor ético y político del discurso.

Ya en la década del '60, en el ámbito de la hoy tan denostada filosofía analítica (a la que tanto le debo), John Austin (AUSTIN, 1971) discutía la naturaleza del lenguaje y pasaba a caracterizarlo como una acción. Al hablar, decía, no sólo llevamos a cabo un acto locucio-nario (por ejemplo, decir "estúpido"), sino que también realizamos un acto ilocucionario (insultar) que debemos distinguir del efecto que en el oyente produce la locución, que es a su vez un acto perlocucio-nario (ofender). El mismo hecho, si queremos verlo así, puede ser descripto como tres acciones diferentes. A Austin le interesaba el lenguaje del derecho, sobre todo del derecho penal, donde describir una acción de un modo u otro podía ser la diferencia entre la culpabilidad y la inocencia. Pero entonces ¿dónde queda la verdad?

En efecto, el concepto semántico de verdad, la relación de adecuación o no adecuación entre el lenguaje y el mundo (lo que digo es verdadero si en el mundo ocurre, y falso si no ocurre), va cediendo terreno -con el "giro lingüístico"- a la postulación de una producción de verdad. El discurso de la ciencia deja de ser el espejo de la naturaleza, y es caracterizado como un discurso de poder. Se produce verdad desde una posición de poder (verdad científica, verdad jurídica, verdad histórica, verdad política, cada una con sus propias reglas y sus propias autoridades).

Es sobre todo Michel Foucault (1970) quien pondrá de manifiesto una conceptualización general y abstracta del funcionamiento del poder, como poder disciplinario, poder afirmativo/productivo, poder panóptico, poder carcelario, y sobre todo el discurso como vía de transmisión del poder. El poder se ejerce mediante la producción de discursos que se autoconstituyen en verdades incuestionables. La verdad existe como forma de poder cuando a partir de ella se crea un determinado "código" mediante el cual se regulan las maneras de actuar o pensar de los individuos.

Lo que se dio en llamar los "grandes relatos" totalizantes de la modernidad son entonces puestos bajo sospecha. Lyotard (LYOTARD, 1987) enumera sus desconfianzas en los grands récits que representaron ideas utópicas como la acumulación de riquezas, la emancipación de los trabajadores y la sociedad sin clases, que como discursos homogeneizantes han excluido las voces contestatarias y han perdido credibilidad. Retomando la idea de Wittgenstein del lenguaje como un juego (en el cual las reglas nos permiten ciertos movimientos y no otros, y donde cambiando las reglas cambiamos el juego) (WITTGENSTEIN, 1953), Lyotard se inclina por un conocimiento en clave de petits récits, pequeñas narrativas que favorecen el surgimiento de una multitud de discursos manfiestando la heterogeneidad cultural, racial, nacional, sexual, y que se resisten a la sistematización. Como la sistematización es considerada un gesto de poder, esta práctica contra las tradiciones y convenciones, esta propuesta de formas híbridas y a veces mutuamente contradictorias, se consideran un modo de resistencia.

Frente al control de las teorías y los cánones literarios dominantes, surgen entonces diversas aproximaciones teóricas y críticas, entre ellas el feminismo y las teorías postcoloniales. El postmodernismo, como marco ideológico, permite al feminismo escapar a la autoridad de los grandes metarrelatos, sobre todo a aquellos que describían la condición femenina, el lugar social de las mujeres, y el gran campo de batalla semiótica que es el cuerpo. Indudablemente la ciencia es uno de estos metarrelatos, de gran influencia sobre el control social. Y no pocas feministas decidieron renunciar del todo a los posibles valores que las teorías científicas (y políticas), siendo productos de la cultura patriarcal, pudieran aportarnos.

Las mujeres reclaman para sí el lugar de sujeto de enunciación, un lugar de autoridad que fundan en la propia experiencia, como legitimación de una visión propia de su condición. El feminismo de la igualdad, que no discutía las jerarquías del patriarcado sino su sexualización, y sólo reclamaba para sí el acceso de las mujeres a los bienes culturales, da paso al feminismo de la diferencia, con una exaltación de lo femenino tal como el patriarcado lo había descripto, pero sublimando su valor moral. La subversión semiótica consistente en dejar de ser objeto para pasar a ser sujeto del discurso, corre entonces el riesgo de asimilarse al discurso totalizador del que se pretendía escapar.

Es en este contexto que se vuelve significativa la pregunta de Gayatri Spivak "¿puede hablar un subalterno?" (SPIVAK,1998) Si el oprimido va a hacer oir su voz al opresor, será en los términos que el opresor comprende, es decir en sus propios términos. La voz de las feministas académicas anglosajonas describiendo de modo esencialista el universal "mujer" recibe la inmediata desmentida de las feministas de las minorías afrodescendientes. El universal estalla en múltiples diversidades, pero ¿pueden ellas hacerse oir?

El postmodernismo y el postcolonialismo entusiasmaron a las feministas latinoamericanas, que encontraron expresadas algunas de las profundas críticas en proceso contra el centralismo de la racionalidad europea. Pero en términos políticos, estas posiciones pueden resultar en una trampa seductora desde el punto de vista intelectual, pero inmovilizadora en una región donde las mujeres apenas pueden percibir la opresión de género entre tantas opresiones superpuestas. La crítica feminista a la ciencia es un problema de académicas cuando los saberes ancestrales (también los de las mujeres, pero no sólo los de las mujeres) son ignorados por una relación entre centro y periferia tan aguda como la dominación patriarcal.

Si la colonización da lugar a una cartografía que incluye los nuevos continentes manteniendo la centralidad de Europa, el pensamiento desde los márgenes muestra las paradojas de esta centralidad. Como provocativamente decía el escritor palestino Edward Said, Oriente es un invento de Occidente (SAID, 1978). Del mismo modo que durante la Colonia se inventó América Latina desde Europa (y así llamamos "occidente" a lo que está en nuestro oriente), así también se inventó la condición de la mujer desde el pensamiento patriarcal. La mujer es un invento del patriarcado, y para inventar desde las mujeres otra dimensión de lo femenino (o de las feminidades) debemos primero descolonizar la mente.

Es relevante preguntarnos si el concepto de "postcolonialismo" es útil para esto. Bajo la inspiración de Spivak las feministas desafían el esencialismo, considerando la teoría como práctica de la producción de sí misma, a través de una constante crítica deconstructiva de lo teórico (pero sin renunciar a ello). Hay un empleo consciente, un uso estratégico de las esencias, "Mujer" se usa así como un slogan o palabra-fetiche para permitir eficacia práctica al discurso. En la era global-poscolonial, las identidades son un arma política.

Sin embargo, la edad de la inocencia ha terminado. No es proyecto viable para el feminismo una "poderosa heteroglosia" (HARAWAY, 1991) que se oponga monoliticamente al discurso patriarcal. Identidades estalladas hacen de lo femenino algo disperso. En este contexto, muchas intelectuales se dedican a recoger testimonios de los márgenes como resistencia a los discursos y teorías dominantes, como abriendo pequeñas grietas de diversidad que debiliten la autolegitimación y el poder subordinante de esas teorías. A su vez, el establishment reacciona.

Un ejemplo de esta reacción es la negativa de Dinesh D'Souza, de la Stanford University, a admitir el texto "Me llamo Rogoberta Menchú y así me nació la conciencia" (Elizabeth Burgos, 1985) en el curriculum sobre Cultura Occidental: "Celebrar los trabajos de los oprimidos, aparte de los méritos standard por los cuales se juzga otro arte, historia y literatura, es hacer romántico su sufrimiento, pretender que es naturalmente creativo, y darle un status estético que no es compartido o apreciado por aquellos que realmente soportan la opresión"'1

Aunque se trata de un intelectual de derecha, la opinión de D'Souza merece pensarse. Esos valores que se otorgan desde el centro al producto de la opresión de la periferia, no son los valores del centro, pero tampoco los de la periferia acerca de sí misma. Son los que intelectuales que resisten la cultura central pero pertenecen a ella, quienes establecen para ingresar aspectos habitualmente no considerados que rompen la hegemonía del discurso.

Lo que quiero decir es que no veo que el postcolonialismo sea la herramienta que aporte lo que el feminismo latinoamericano necesita en su debate entre el discurso y el mundo, entre la verdad y la eficacia política, entre el esencialismo del concepto de mujer, e incluso de mujeres (para reclamar derechos) y el reconocimiento de irreconciliables diversidades. El postcolonialismo es un invento del pensamiento colonial. El testimonio del subalterno debe darse en los términos y categorías del sujeto dominante para ser comprendido y producir efecto político. La selección y traducción del testimonio corresponde al sujeto de enunciación y no al objeto, porque es este sujeto (antropólogos/ as, sociólogos/as, críticos literarios/as) quien determina su pertinencia y garantiza su eficacia.

Para que las mujeres latinoamericanas, además de establecer una crítica feminista de la ciencia, podamos producir saberes que se integren y valoricen en el diálogo con otras culturas, el paisaje debe ser suficientemente exótico para que sea atractivo, suficientemente folcklórico para que nos sea atribuido como identidad, suficientemente comprensible en los propios términos del pensamiento central para ser significativo.

Por el momento, lejos de la epistemología, como sugería Richard Rorty, es el leve tiempo de la conversación y de la escucha, del reconocimiento del otro y de la otra y el esfuerzo por comprender (RORTY, 1989). Un tiempo de hermenéutica. Sobre la eficacia política de la hermenéutica debo decir que tengo confianza, pero no en los tiempos de la eficien-tista producción de la academia tradicional. Tengo confianza en el movimiento de mujeres y el movimiento feminista latinoamericano, en sus propios tiempos de construcción.

Recibir el aporte de las mujeres (de las diversas mujeres) a la ciencia no sólo es justo para las mujeres, así como eliminar lo femenino del ámbito de conocimiento científico no sólo es una pérdida para ellas. Es una pérdida para la ciencia y para el avance del conocimiento humano, porque se estrechan los horizontes de búsqueda de la ciencia misma. Y es también una pérdida para la democracia, porque todo intento hegemónico (también el del conocimiento) es ética y políticamente opresivo. 

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 Notas:

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