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Revista de Filosofía

versión impresa ISSN 0798-1171

RF v.23 n.50 Maracaibo mayo 2005

 

IBN WARRAQ. Por qué no soy musulmán. Ediciones del Bronce, Barcelona, 2003, pp. 357.

Varias veces he intentado leer el Corán, pero, acostumbrado a las secuencias narrativas de la literatura occidental, he renunciado demasiado pronto. Condicionado por el mythos occidental, la trama, empiezo leyendo los libros desde la primera página. Así ha sucedido con el Corán, de forma tal que sólo alcanzo a leer los primeros suras. Cada vez que empiezo, me impacta un versículo que aparece en la primera página de la edición que leo, pues es antecedido sólo por ocho versos: “Este libro, no hay duda en él, es una guía para los piadosos” (2: 2, la cursiva es mía).

Por desgracia, no conozco el idioma árabe. Quisiera seguir las recomendaciones de los propios musulmanes de que el Corán se comprende plenamente sólo si es leído en árabe. Quizás la traducción entorpezca mi juicio, pero, leyendo el verso anteriormente citado, siempre he quedado escandalizado ante un libro, seglar o religioso, que se proclame a sí mismo como exento de dudas. Si la modernidad empezó con Descartes, es porque los grandes valores modernos (libertad, racionalidad, etc.) están fundamentados en la duda.

Aquellos que suprimen las dudas terminan suprimiendo a la razón. Y, de ahí al despotismo y al totalitarismo, sólo hay un paso. No es el Islam el único sistema religioso en suprimir dudas; el catolicismo, con sus infalibilidades, también lo ha hecho por siglos. Pero, es evidente que los que vivimos en países católicos hacemos caso omiso a esas infalibilidades. Los musulmanes parecen vivir más genuinamente su religión, de forma tal que hay espacio para sospechar que sus dogmas tienen mayor influencia social. Vale preguntarse, entonces, ¿el fascismo de Bin Laden está verdaderamente fundamentado en el Islam? La respuesta de Ibn Warraq: absolutamente.

Puede considerarse a Ibn Warraq como un campeón de la cruzada que Benedicto XVI ha convocado contra lo que él llama la ‘dictadura del relativismo’: allí donde muchos quieren ver en el Islam a una religión pacífica y tan verdadera como las demás, Ibn Warraq advierte su brutalidad. Pero, los judíos y cristianos que ven con preocupación el crecimiento del Islam, no encontrarán en Ibn Warraq a un grato aliado. Pues Ibn Warraq es algo así como un Voltaire del mundo musulmán: un gran iconoclasta, racionalista en extremo, humanista y ateo. Por desgracia, en ocasiones comparte con Voltaire la intolerancia contra la intolerancia, al punto de exponer puntos de vista que, quizás en plena Ilustración pudieran tener acogida, pero que en el siglo XXI serían desestimados, pues su propia intransigencia racionalista entorpece muchos de sus juicios. Pero, valga recordar que Voltaire escribió en el siglo XVIII de la era cristiana, mientras que Ibn Warraq apenas escribe en el siglo XV de la era islámica.

‘Ibn Warraq’ es un pseudónimo bajo el cual el autor de este libro se esconde, pues conociendo la experiencia de su muy defendido y admirado Salman Rushdie, ha guardado las debidas precauciones. Tomando como modelo al célebre libro de Bertrand Russell Por qué no soy cristiano, Ibn Warraq se propone poner al descubierto los verdaderos principios de la doctrina islámica, los verdaderos hechos históricos que subyacen tras la persona de Mahoma y las circunstancias bajo las cuales surgió el Islam. Siendo un apóstata, el juicio general de Ibn Warraq trata a la religión islámica como un gran sistema totalitario, con un mensaje claramente manipulado para servir a sus fundadores, que suprime a la razón y a la libertad, contrario al espíritu moderno y a la democracia. Sin embargo, está consciente de que es imposible que más de un cuarto de la humanidad abandone esta religión, por muy irracional que sea. Si bien él es un ateo militante, sólo exhorta a los musulmanes a reformar su civilización y a cultivar una actitud crítica, tal como ha sucedido en el seno de la civilización cristiana durante los últimos cuatro siglos.

Es particularmente admirable el espíritu iconoclasta del autor (paradójicamente, nunca se detiene a considerar la correspondencia que existe entre su iconoclasia ilustrada y el monoteísmo trascendente y opuesto a los ídolos). Parto de la idea de que el gran ídolo entre nuestros intelectuales contemporáneos es el ‘relativismo’ y la political correctness. Para no ofender a nadie, muchos académicos prefieren disimular verdades y proclamar que todos tienen la razón. El relativismo muchas veces conduce a atascos lógicos, pues fácilmente puede llegar a violar una regla capital de la lógica: la no-contradicción. ¿Cómo pueden tener todos la razón por igual, si muchas veces se exponen principios contrarios?

Ibn Warraq tumba el ídolo del relativismo occidental. Denuncia que, desde el encuentro de Occidente con otras civilizaciones, ha florecido el mito del buen salvaje, y se ha romantizado todo aquello que no es occidental. Como es bien sabido, el concepto del buen salvaje fue empleado como un tropo de autocrítica, en unos tiempos durante los cuales la libertad de expresión no estaba garantizada. Pero, hoy en día, el tropo se ha desvirtuado, pues romantiza a culturas que, conociéndolas ahora mejor que hace tres siglos, tienen vicios mucho peores que los que denunciamos en nuestra civilización.

Desde la Ilustración, considera Ibn Warraq, el Islam ha sido romantizado, y la indulgencia occidental ha sido catastrófica. El autor denuncia cómo grandes filósofos y eruditos, han contribuido a esa imagen romántica del Islam. A decir verdad, los alegatos de Ibn Warraq son extremos, al punto de ser parcialmente falsos. Si bien es cierto que Occidente ha romantizado al buen salvaje y a lo no occidental, también es cierto que el Islam no ha sido precisamente la civilización que más ha sido romantizada. Un libro como Orientalismo, de Said, es un estudio competente sobre cómo Occidente, lejos de romantizar al Oriente islámico, lo ha envilecido. Más aún, ilustrados como Voltaire, citado por el propio Ibn Warraq como ejemplo de esta actitud romántica, fue célebre por su sospecha del Islam como una religión fanática e intolerante.

Presentando su programa iconoclasta, Ibn Warraq inicia su empresa, proponiéndose poner al descubierto la verdadera personalidad de Mahoma. Con bastante certeza y seriedad historiográfica, Ibn Warraq describe la crueldad y la manipulación que constituyeron una parte importante de la personalidad de Mahoma. Describe el infame tratamiento que otorgó a los judíos de Banu Qurayza, exhortando a no caer en el chantaje relativista de justificar esas acciones en referencia a la época: “si es imposible establecer comparaciones entre nuestra época y cualquier período remoto del pasado, no sólo debemos abstenernos de hacer juicios morales adversos, sino también de todo juicio favorable. No podemos alabar a una sociedad pasada, o a uno de sus individuos, desde una perspectiva del siglo XX. Y, sin embargo, los relativistas cometen la inconsecuencia de emplear constantemente adjetivos cargados de valor para describir a Mahoma, como por ejemplo, ‘compasivo’” (p. 99).

También Ibn Warraq dedica atención a otra infamia de Mahoma: la apropiación de Zaynab, su propia nuera, como nueva esposa. Considera el autor que Mahoma manipuló descaradamente su supuesta inspiración divina para incorporar una mujer más a su harén, quedando justificadas sus acciones en el Corán. Ibn Warraq está en contra de cualquier forma de religión, pero es destacable que, si comparamos esta historia con el tratamiento que la Biblia ofrece del episodio de David y Betsabé, la escritura judeo-cristiana es mucho más iconoclasta y sincera: por más que sea una de las máximas figuras de la tradición judía, reprocha el pecado de David.

Siguiendo algunas viejas teorías orientalistas, Ibn Warraq considera la posibilidad de que Mahoma era, o bien un farsante que tenía un inmenso poder de sugestión sobre las masas, apelando al nombre divino para acomodar sus propios fines, o bien un epiléptico mentalmente perturbado que, por más que él mismo creyese en su ‘inspiración’, no era más que un autoengaño, o el producto de una enfermedad mental. Ibn Warraq lleva su racionalismo a extremos como éste: “Es casi seguro que hoy se consideraría mentalmente enfermo a cualquiera que pretendiera haber tenido acceso directo a Dios” (p. 127). Según esta línea de argumento, entonces, todos los profetas bíblicos, Jesús, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y muchos otros, son meros enfermos mentales, cuyas enseñanzas y creaciones poéticas deben ser desestimadas. En todo caso, vale preguntarse, ¿qué es Dios? Un orgasmo puede ser una experiencia mística: ¿acaso todos los que hemos sentido orgasmos estamos locos? Durkheim enseñó que Dios es virtualmente idéntico a la efervescencia colectiva: ¿acaso todos los que hemos gritado ‘gol’ en un juego de fútbol deberíamos estar en un manicomio? La idea es ridícula.

Ibn Warraq continúa exponiendo las absurdidades del Corán. Parte de la hipótesis de que la forma actual del Corán fue compilada dos o tres siglos después de Mahoma. Reseña sus contradicciones, el problema de la derogación de versos, y su incompatibilidad con el pensamiento científico. En ocasiones, el racionalismo de Ibn Warraq se torna intransigente y, paradójicamente, irracional. Desestima cualquier texto religioso como superstición: ninguna fábula debe ser tomada en serio. Para Ibn Warraq, un texto que narra eventos que nunca sucedieron históricamente hablando (como el Corán y la Biblia hacen con la Creación, la Caída, el Diluvio, y posiblemente Abraham y los patriarcas), deben ser desestimados enteramente.

Llevado a su extremo lógico, Ibn Warraq terminaría por censurar a los poetas y escritores de ficción, tal como lo hicieran Platón, o ¡el mismísimo Corán (26:224)! Por el simple hecho de que nunca hubo un Hijo Pródigo histórico, ¿significa que ésta y todas las parábolas de Jesús no tienen nada que enseñarnos? De nuevo, Ibn Warraq llega a extremos como éste: “Los musulmanes creen fervientemente que Abraham construyó la Caaba; pero si se conoce la verdad histórica- es decir, que Abraham nunca puso un pie en Arabia y que quizá ni siquiera existió-, el peregrinaje a La Meca deja de tener sentido” (p. 151). Si Ibn Warraq se tomase la molestia de leer a algún etnólogo como Victor Turner, descubriría que los peregrinajes tienen muchísimos sentidos, independientemente de la objetividad histórica de sus orígenes. Ibn Warraq es ciego a la fenomenología y, sobre todo, al poder del símbolo. Si bien nunca lo menciona explícitamente, se desprende que, para una mente en ocasiones tan obtusa como la suya, los tropos vienen a constituir casi unas perversiones del lenguaje.

Más aún, Ibn Warraq, estancado en la iconoclasia y el racionalismo dieciochesco, ignora las pertinentes discusiones que el estructuralismo del siglo XX ha traído a la palestra: ¿sólo hay una forma de racionalidad? La monumental obra de Claude Levi-Strauss es un coherente esfuerzo por demostrar que no. Si bien es irracional pensar que el mundo pudo haber sido creado en seis días, que millones de especies pudieron entrar en un arca, eso no significa que en esos textos no haya otras formas de racionalidad.

Creyendo atacar al Islam, Ibn Warraq extiende sus críticas racionalistas a la Biblia (pues, evidentemente, muchas historias coránicas son de Origen bíblico), llegando a extremos ridículos como sospechar de la existencia histórica de Jesús, y reseñando hechos más plausibles, como la muy posterior redacción, edición y reedición de los evangelios.

Ibn Warraq no parece considerar que esta crítica bíblica, lejos de constituir un ataque al Islam, es más bien un argumento favorable al Islam en su competencia proselitista contra el cristianismo: ratifica la convicción musulmana de que, los evangelios contemporáneos han sido manipulados por los hombres, y por ende, no son de total inspiración divina.

Ibn Warraq es más sólido y coherente en su tratamiento sociológico y político del Islam. Pone al descubierto la ideología totalitaria que, inevitablemente, yace tras un sistema político no separado de la religión. Asimismo, con bastante claridad, advierte sobre los peligros de la implementación de la ley islámica, y la forma en que ésta suprime las libertades individuales, los derechos humanos, y tantas otras instituciones tan preciadas al Occidente moderno. No son compatibles, advierte insistentemente Ibn Warraq, la democracia liberal y el islamismo. Haciéndose eco de Tocqueville, sin citarlo explícitamente, Ibn Warraq nos advierte que mientras Iglesia y Estado no estén separados, el despotismo continuará. El punto de partida para la reforma de la civilización islámica es la laicización; si no se cumple eso primero, todo lo demás será en vano.

Otro gran golpe al relativismo y la political correctness que Ibn Warraq lanza, lo constituye su tratamiento del ‘imperialismo árabe’. Considera que todo imperialismo es dañino, pero el europeo ha sido mucho menos perjudicial que el árabe: el primero exportó valores ilustrados y liberales, y someramente se preocupó por la preservación de las identidades locales; el segundo barrió con todo, y trató a los pueblos conquistados de forma mucho más injusta. Ibn Warraq resalta amargas verdades como ésta: “Sin duda el símbolo definitivo de este imperialismo cultural es la reverencia que cinco veces al día [los musulmanes de tierras conquistadas] realizan hacia Arabia” (p. 205). Con bastantes detalles historiográficos, adelanta la tesis de que, a medida que el imperio árabe crecía, se volvía más intolerante hacia los no musulmanes, imponiéndoles severos impuestos, tratos injustos y discriminaciones. Ataca con especial énfasis el mito de la España islámica tolerante, y cita muchos pasajes del Corán, en los que se avala la violencia contra infieles. También Ibn Warraq cita extensamente al Corán y las tradiciones para demostrar la posición que la mujer ocupa en el Islam. Pone al descubierto el paraíso hedonista para los hombres, la necesidad de que las mujeres se queden en su casa, la indiferencia hacia el placer sexual de las mujeres y su desventaja jurídica.

Estas críticas no vienen de un ignorante occidental como Bush, ni tampoco de un orientalista al servicio del imperialismo. Vienen de un apóstata, un ex-musulmán que conoce bastante bien la religión en la que nació. Si bien varias de sus fuentes se basan en la obra de los orientalistas, también cita extensamente a las propias fuentes musulmanas (Corán, hadith, Ibn Ishaq, etc.) para poner al descubierto lo que realmente constituye la religión islámica. Ha sido el propio Corán y el hadith, los que han hablado por sí solos en buena parte del libro.

Lo que Ibn Warraq rara vez menciona es que, cualquier crítico bíblico podría encontrar versos análogos en la Biblia. Yavé es muchas veces tan violento como Alá. Si los musulmanes creen que Dios los inspiró en la carnicería de Badr, lo mismo hicieron los judíos en la batalla de Jericó. Jesús no viene a traer la paz, sino la espada, y castiga con latigazos a los mercaderes. ¿Por qué, entonces, el actual mundo judeo-cristiano es más tolerante?

Bien podría ser una cuestión de balance numérico. El mismo Ibn Warraq nos advierte que, por cada verso coránico tolerante, amoroso y pacífico, los teólogos citarán docenas para justificar su intransigencia. Pero, a decir verdad, la Biblia también saldría muy mal parada de este balance numérico. De toda la argumentación de Ibn Warraq se desprende que el meollo del asunto no es propiamente el contenido del texto sagrado, o el balance numérico que en él se haga, sino hasta qué punto se toma como la palabra literal de Dios, y por ende, cuál es el alcance de su influencia social.

Para Ibn Warraq, hablar de ‘fundamentalismo islámico’ es tautológico, pues todos los musulmanes son fundamentalistas con respecto al Corán: todos lo toman como la palabra literal de Dios. Siendo esto así, no es difícil ver cómo los musulmanes se inclinarán hacia la violencia y la intolerancia, pues el balance en el Corán es hacia ello. La civilización judeo-cristiana ha alcanzado mayor tolerancia, porque, gradualmente, han dejado de creer que la Biblia sea la palabra literal de Dios. Ibn Warraq cierra el libro con estas palabras: “Tal vez el peor legado de Mahoma haya sido su insistencia en que el Corán es la palabra literal de Dios, y por ende, incuestionablemente verdadera, ya que de ese modo impidió toda la posibilidad de libertad de pensamiento y de nacimiento de nuevas ideas, sin los cuales el mundo islámico es absolutamente incapaz de progresar y entrar en el siglo XXI” (p. 327).

No hay un ‘dar al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios’ en el Corán. Los cristianos lograron separar Iglesia y Estado, de forma tal que, manteniéndose las esferas separadas, no se pudo extender al plano político la violencia e intolerancia religiosa, y gradualmente, abandonar la idea de que la Biblia es la palabra literal de Dios. Mientras que en el Islam no exista tal separación, advierte Ibn Warraq, la violencia del texto religioso, palabra literal de Dios, seguirá siendo trasladada a la esfera política.

Creo que, en general, Ibn Warraq ha escrito con mucha agudeza. Quizás será algo así como un Octavio Paz del mundo musulmán: dice verdades que duelen. Si bien él es ateo, sólo le pide a los musulmanes una reforma laica: pueden seguir orando, ayunando y peregrinando. Pero, que no metan eso en los asuntos políticos. Max Weber fue célebre por sus estudios sobre la forma en que el contenido de la religión judeo-cristiana, y especialmente la Reforma, abrieron paso a la secularización occidental. Queda por surgir un Ibn Weber para que nos aclare si el contenido de la religión islámica puede hacer lo mismo en Oriente. Valga recordar que apenas estamos en el siglo XV.


Gabriel Andrade
Universidad del Zulia
gabrielernesto2000@yahoo.com