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EPISTEME
versión impresa ISSN 0798-4324
EPISTEME v.27 n.2 caracas dic. 2007
Antropología filosófica y teoría social
Javier B. Seoane C.
Centro de Investigación y Formación Humanística Universidad Católica Andrés Bello jseoanec@cantv.net
Resumen
El trabajo pretende aproximarse al carácter metateórico de la antropología filosófica en la teoría social. Para ilustrar dicho vínculo se procede a presentar sinópticamente algunos supuestos antropológicos en el caso de la sociología de la educación de Émile Durkheim. El trabajo resalta la trascendencia, no sólo teórica sino también práctica, que tienen las antropologías (filosóficas) y criptoantropologías en el campo de la ciencia social.
Palabras clave: teoría social, antropología filosófica, Durkheim.
Philosophical anthropology and Social theory
Summary
This essay attempts to approach the meta-theoretical character of philosophical anthropology in social theory. To illustrate this relation we will summarize some anthropological suppositions in the case of Émile Durkheim's sociology of education. This work highlights the theoretical and practical importance of philosophical anthropologies and cryptoanthropologies in the field of social science.
Keywords: social theory, philosophical anthropology, Durkheim.
Pienso también que la ciencia humana comporta inevitablemente teorías antropológicas; que sólo puede progresar realmente si explicita esas teorías que los investigadores comprometen siempre de manera práctica y que no son, generalmente, otra cosa que la proyección transfigurada de su relación al mundo social.1
La antropología filosófica como disciplina, es decir, como conjunto discursivo con pretensión sistemática de un determinado campo de objetos, resulta quehacer reciente. Los antiguos sistemas filosóficos giraban en torno al cosmos, a Dios o a la naturaleza, y el ser humano, generalmente, sólo se consideraba parte, unas veces más central, otras menos, de alguno de ellos. Con el advenimiento de la modernidad como época, como universo simbólico (cultura) y como episteme,2 la antropología emerge como disciplina con derecho propio y, especialmente, como reflexión fundamental, si bien no siempre consciente y explícita, para la constitución del campo de los saberes de las ciencias sociales y humanas.3 Miguel Morey, calificado estudioso de la materia, señala:
El nacimiento de la antropología filosófica es contemporáneo de la constitución del hombre como objeto de conocimiento es contemporánea del surgimiento de una serie de estrategias de sabiduría que se abren al conocimiento de lo individual y que hoy conocemos con el nombre de ciencias humanas4
Desde finales del siglo XVIII se plantea la necesidad de dar tratamiento científico a la vida humana y social. Paralelamente, Immanuel Kant, ilustrado emblemático, propone la antropología como reflexión sobre la que ha de girar toda la filosofía.5 Y si bien no elaboró una antropología sistemática.6 Se puede decir que dio el empuje para la constitución de la disciplina en la filosofía.
La emergencia histórica de la teoría social marcha estrechamente vinculada con la preocupación antropológica. Así, en Alemania, la antropología se termina de constituir casi al mismo tiempo que este campo. La obra de Ludwig Feuerbach (1804-1872), que da pie a la consolidación de ambas disciplinas, parte de la crítica del sistema hegeliano para denunciar la alienación teológica: en Hegel, tal como en la teología, el resultado de la obra humana se muestra como obra de un sujeto extrahumano. La voluntad humana se vela tras la voluntad de Dios.
Feuerbach demanda, y efectivamente hace, todo un giro copernicano en el cual sujeto y predicado inviertan sus posiciones: no es Dios el creador del hombre, sino el hombre el creador de Dios. Con ello, la filosofía futura que propone se vuelve básicamente antropología. En este sentido, se puede afirmar que el filósofo alemán concluye el movimiento de la filosofía moderna iniciado con Descartes, un movimiento en el que el sujeto humano se vuelve eje de la verdad sólo que en Descartes ese sujeto aparece como sustancia pensante, res cogitans, mientras que en Feuerbach aparece como ser sensible, de carne y hueso, como cuerpo que piensa y se piensa, que siente y se siente.7
Con el giro feuerbachiano, Marx inicia su teoría social. Los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, de París, llevan a cabo la crítica de la filosofía de Hegel por medio de la crítica de Feuerbach, a quien reconoce Marx como el pensador que abrió el auténtico estudio científico del hombre.8 No obstante, la crítica marxiana irá un poco más lejos al darle al humano un carácter sociohistórico que el naturalismo feuerbachiano había abstraído.9
Para Marx, el pensamiento que se pretende científico ha de partir del hombre de carne y hueso, del mismo que partió, aunque bajo un naturalismo abstracto, Feuerbach. Ambos, Feuerbach y Marx, se preocuparon directamente por la alienación humana, sólo que mientras para el primero era cuestión básicamente teológica, para el último, la alienación originaria obedece a la estructura socioeconómica. Ahora bien, lo dicho entabla únicamente una relación entre dos pensadores de dos disciplinas, pero no contribuye a explicar los condicionantes en la emergencia de esa relación. Así que procuremos precisar más.
Michel Foucault trató de responder a la cuestión ¿por qué se hizo necesario el discurso antropológico?10 Con gran influencia de la teoría weberiana de la racionalización de la vida moderna, aprecia que en los últimos siglos se ha dado un cambio de episteme, de régimen de verdad estructurador de los discursos del saber. Foucault estudia los cambios realizados a través del estudio histórico de importantes instituciones sociales como psiquiátricos o cárceles. El nacimiento de estas instituciones bajo una óptica moderna, dice, marcha paralelo con la emergencia de las ciencias humanas.11 Algo aproximado a ello encontramos en Horkheimer, aunque desde la perspectiva de la teoría crítica frankfurtiana de los años treinta.12 Horkheimer aprecia la emergencia de la antropología filosófica como subproducto ideológico del ascenso de la burguesía a clase dominante. Se trata de una disciplina que busca dar un nuevo sentido a la sociedad y vida burguesas en un orden que ha roto radicalmente con la tradición.13
Las tesis foucaultiana y horkheimeriana se complementan con la agudeza de Touraine al considerar la transida contradicción existente en la categoría epistémica moderna de sujeto (humano). En efecto, el sociólogo francés señala que no se puede entender el sujeto de la episteme moderna como si fuese una categoría monolítica. Antes, los discursos emergentes desde esta episteme han oscilado entre un humano condicionado por diversos factores (biológicos, sociales, culturales, etc.) y una naturaleza humana determinada que no da cabida a la noción de libertad de la voluntad.14 Ya Kant comprendía el asunto en una de sus conocidas antinomias, la tercera de la razón pura.15 Allí no parece haber resolución, sino necesidad de apostar por determinismo o libertad si se quiere salir de la perplejidad aporética. Laplace, con su demonio, y Kant con su deber ser de un sujeto autónomo, pueden concebirse, respectivamente, como representaciones acabadas de determinismo y antideterminismo.
Las discrepancias antropológicas se reflejaron igualmente en el campo de la teoría social. El discurso epistemológico de la física newtoniana fue trasladado a las nacientes ciencias sociales por el positivismo. Conjuntamente con el mismo se introdujo la ontología dura de la naturaleza que resultaba ajena a tal física.16 Con ese compromiso ontológico, las ciencias sociales se abocaron a la búsqueda del cuerpo de leyes que establecerían el conocimiento efectivo y la intervención práctica en la turbulenta realidad social decimonónica. No obstante, pronto y bajo la égida del Methodenstreit (disputa del método), emerge la reacción hermenéutica que marcó otra forma de comprender la realidad social basada en la libertad de acción del espíritu y en la rotunda negación de la causalidad dura y los meros criterios epistemológicos de reducción a la exterioridad del objeto del saber. Para la hermenéutica resultará con más valor cognoscitivo para el saber de lo social la comprensión de la causa final que la explicación de la causa eficiente valga el lenguaje aristotélico.
El debate sobre el método de las ciencias sociales y humanas estaba y está cruzado por consideraciones antropológicas.Wilhelm Dilthey y los defensores de la concepción hermenéutica impugnaron las pretensiones positivistas de una ciencia unificada por un solo método positivo. En su crítica cuestionaron los supuestos antropológicos subyacentes a ese método: el hombre máquina, reducible a biología y, luego, sucesivamente, reducible a química y física. Frente a ello, Dilthey destacó el espíritu, noción emparentada con el romanticismo que acentúa el carácter simbólico y creativo, sui generis, de lo humano.
Tratar teorías sociales supone tratar lo humano. Para estas teorías las concepciones sobre la condición humana constituyen un marco metateórico ineludible. No puede haber reflexión sobre nuestra vida social sin una representación de lo humano. No obstante, estas representaciones, en tanto que construcciones socioculturales, varían considerablemente de teoría en teoría, e incluso, en algunas de ellas no se presentan de modo reflexivo. Muchas son inconscientes para los propios teóricos y se vuelven, incluso, criptoantropologías (antropologías ocultas). Es menester para la objetividad científica concienciar estas metateorías y volverlas reflexivas, pues las mismas proporcionan criterios de selección teorética.17 Los temas sociales (morales, políticos, económicos, culturales) serán puestos sobre relieve o bajo relieve precisamente desde esos criterios condicionados metateóricamente.
II
La representación antropológica no deja de tener consecuencias en otras dimensiones teoréticas como la política; pero, sobre todo, siempre tiene un impacto social e individual al aplicarse teorías en la conformación de las instituciones. Conforme consideremos al ser humano como máquina para la autosatisfacción (como puede desprenderse de la teoría científica de la administración del trabajo de un F. W. Taylor, o de las posiciones más utilitaristas de sociologías como la de G. Homans, o de las más recientes sociobiologías y teorías de juegos) o como un ser que sólo se realiza a sí mismo en relación con otros hombres (como parece en las teorías de K. Marx o G. H. Mead, entre otros), se considerará el ser y el deber ser de las relaciones económicas, políticas, afectivas, eróticas, etc. En tal sentido, el taylorismo no se debe considerar simplemente una concepción entre otras; es, especialmente, concepto encarnado en la empresa, un modo de concebirla y de concebir la vida y el trato humanos. Como teorías muertas, sin aplicación, su interés puede resultar estético o histórico, pero el interés principal lo tienen como teorías vivas, incorporadas en instituciones, vueltas acción.
La discusión antropológica se vuelve relevante en la teoría de las ciencias sociales por las consecuencias prácticas que estas disciplinas tienen, bien sea directa o indirectamente. Directa, en la aplicación de programas económicos o en la formulación de políticas públicas, por nombrar sólo dos aspectos. Indirecta, en la medida en que la teoría social sirve de metateoría o subsidia otros saberes con consecuencias prácticas como la medicina o la arquitectura.
De esta manera, si bien la teoría social trata con conceptos y no con gente de modo inmediato, cabe decir que los conceptos no pertenecen a un universo eidético platónico desconectado del mundo. Contrariamente, los conceptos se incorporan en instituciones y personas, volviéndose acción. De hecho, poco interesa a las teorías sociales los conceptos muertos, inertes, aquellos desincorporados del actuar social en el mundo. Los conceptos se vuelven políticas públicas, programas económicos, terapias psicológicas, etc. En pocas palabras, los conceptos antropológicos en teoría social resultan altamente constituyentes de los discursos científicosociales y sus aplicaciones.
Seguidamente, ensayamos ilustrar lo señalado sobre la relación entre teoría social y antropología, y entre las antropologías o criptoantropologías en las ciencias sociales y sus consecuencias prácticas, con un caso que, a nuestro entender, bien puede juzgarse como paradigmático por la relevancia del autor en cuestión: el sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917). Se trata de mostrar sucintamente la relación que en este clásico hay entre teoría social, antropología filosófica, sociología e, incluso, el campo de la pedagogía.
III
Émile Durkheim, fundador de la sociología académica francesa, influido por Saint-Simon y Comte, procuró enmarcar la naciente sociología en el método positivo. Sin embargo, su obra, vista in toto, resulta tensa en este respecto. En su etapa temprana, define los hechos sociales a partir de criterios epistemológicos positivistas: nos dice que tales hechos son exteriores, observables y coercitivos. Una vez definidos en esos términos, en su primera regla metodológica demanda tratar los hechos sociales como si fuesen cosas, lo que implica que no son tales, sino que se requiere simular su coseidad con fines heurísticos y de control metodológico. Esto es, se precisa que el sujeto siga esa regla basada en la simulación para no contaminar el objeto con sus prenociones y prejuicios. Pero la ambigüedad, iniciada en este como sí, que no nos deja de recordar a Hans Vaihinger (1852-1933), se agudiza en su obra cuando, ya en su etapa tardía, se inclina por una perspectiva más bien hermenéutica.18 Este carácter tenso, y hasta ambiguo, tiene como correlato, a nuestro juicio, una antropología dual.
Para mostrar ese carácter dual hemos formulado tres propuestas que explicaremos seguidamente ilustrándolas con pasajes de la obra del francés, especialmente con sus referencias a la educación:
A.- Durkheim afirma que el ser humano está compuesto de dos seres, uno individual y otro social. El individual está integrado por sensaciones, reflejos e instintos. El social lo está por contenidos sentimentales, morales y del pensamiento, de modo tal que este último modela al primero.
B.- Durkheim define el ser individual de la persona como egoísta y asocial, pero en tanto que la carga instintiva del homo sapiens no resulta determinante, su ser social lo contrarresta configurando la condición moral. Adicionalmente, el ser social emerge como una necesidad del ser individual, a pesar del carácter asocial de este último.
C.- En consecuencia con la tesis anterior, más que hablar de una naturaleza humana, término que guarda reminiscencias de inmutabilidad, resultaría preferible hablar, aunque no lo haga Durkheim, de una condición humana, histórica, cambiante, pero siempre amenazada por las fuerzas disociadoras del ser individual.
Al igual que antes hiciera Comte con su idea del ser egoísta y el ser altruista del hombre, Durkheim parte de una antropología dual.19
Para nuestro autor (Durkheim), el hombre es un ser compuesto que está constituido tanto por sensaciones, tendencias y apetitos sensibles, como por el pensamiento conceptual y la actividad moral (ambos últimos responden a normas intersubjetivas). Las sensaciones y apetitos por un lado, como la razón y la moralidad por el otro, configuran polos distintos y opuestos. En la medida que los primeros responden a mi ser individual y los segundos a mi ser social, que tiende a fines susceptibles de alcanzar un carácter universal (recordemos que la parte culminante de la ética se refiere a las relaciones entre los hombres en general), se encuentran en constante conflicto dos polos o límites ideales: egoísmo-altruismo.20
La noción de compuesto remite a la descomposición en partes o sustancias simples, lo que lleva al mismo problema dualista que hay cuando se considera al hombre como compuesto de cuerpo y espíritu: ningún aspecto se reduce al otro pero tampoco se puede explicar adecuadamente la integración de ambos.
En la idea de este compuesto, de esta dualidad, se vislumbra una de las raíces del conflicto social y moral: la contradicción entre las demandas socioculturales y las demandas de la naturaleza humana primigenia. Mas, en cuanto a lo que interesa aquí, cabe decir que la concepción durkheimiana dualista y siempre tensa de la naturaleza humana, y su preeminencia en esa dualidad del ser social,21 manifiesta diáfanamente sus consecuencias teóricas y prácticas en muchos aspectos, uno de ellos su concepción de la educación. Así, en cuanto a la acción pedagógica afirma Durkheim:
Para dar una idea de lo que constituye la acción educacional y mostrar su fuerza, un psicólogo contemporáneo, Guyau, la ha comparado con la sugestión hipnótica; y no va desencaminado en su comparación. En efecto, la sugestión hipnótica supone las dos condiciones siguientes: 1. El estado en el cual se encuentra el sujeto hipnotizado se caracteriza por su pasividad excepcional. (...) Por consiguiente, la idea sugerida, al no tener que enfrentarse con ninguna idea opuesta, puede instalarse con un mínimo de resistencia. 2. Sin embargo, como el vacío no es nunca total, es menester, además, que la idea se beneficie a través de la sugestión propiamente dicha de una fuerza de acción especial. Para ello, hace falta que el magnetizador hable con tono de mando, con autoridad. Debe decir: Quiero; dar a entender que la negativa a obedecer no es ni siquiera concebible, que el acto debe ser cumplido, que la cosa debe ser considerada tal como él la muestra, que no puede suceder de otra manera. (...) Y ambas condiciones se ven, precisamente, realizadas en las relaciones que sostiene el educador con el educando sometido a su acción: 1. El niño se halla naturalmente en un estado de pasividad en todo punto comparable a aquél en que se halla artificialmente sumido el hipnotizado. Su conciencia no encierra todavía más que un reducido número de representaciones capaces de luchar contra las que le son sugeridas; su voluntad es aún rudimentaria y, por tanto, resulta fácilmente sugestionable. (...) 2. El ascendiente que el maestro tiene naturalmente sobre su alumno, debido a la superioridad de su experiencia y de su saber, prestará naturalmente a su acción la fuerza eficiente que le es necesaria.22
Al retomar la analogía entre hipnotizador y educador e hipnotizado y educando de Guyau, Durkheim manifiesta su visión pasiva y maleable del ser individual con referencia al ser social, el cual, en principio exterior al individuo,23 posteriormente se le entroniza. Según el sociólogo, la fuerza de lo social no carece de resistencias interiores, pero éstas resultan reducidas si lo social se impone por medio de la autoridad legítima. Al humano, concebido como campo de fuerzas en pugna, o se le impone lo externo (social) o emerge la destrucción (anomia). No de otro modo comprende Durkheim este último concepto suyo en El suicidio, una de sus grandes obras.24 Al vislumbrar así a la persona, la acción pedagógica se concibe como un verter contenidos sobre un sujeto con cierta renuencia innata a admitirlos. Y como la sociedad constituye fundamentalmente un orden moral, los contenidos han de resultar morales en primera instancia. Otra vez en sus palabras:
Para aprenderle a constreñir su egoísmo natural, a subordinarse a fines más elevados, a someter sus deseos al dominio de su voluntad, a circunscribirlos dentro de límites lícitos, es menester que el niño ejerza sobre sí mismo una fuerte contención. Ahora bien, no nos constreñimos, no nos dominamos más que en aras de una u otra de las dos razones siguientes: bien sea por obligación de orden físico, bien sea por obligación de orden moral.25
La autoridad que se impone moralmente se vuelve autoridad legítima, mas no lo es la que se impone por la fuerza de la restricción física.
Distinta visión de la acción pedagógica tendríamos desde una antropología romántico naturalista como la de El Emilio de Rousseau, o la de Simón Rodríguez, o más contemporáneamente Summerhill. Para ellos, el educador poco hace al imponer su autoridad, por muy legítima que sea, y verter contenidos morales en el niño. El maestro se concibe más bien como facilitador que, con métodos adecuados para impulsar la espontaneidad de los sujetos, logra que el educando extraiga de sí la moralidad. Durkheim, al contrario, parece más próximo a Freud; sin embargo, éste último sostiene una antropología biologicista pesimista, por lo que la acción educativa se piensa en términos mucho más represivos que en el sociólogo francés.26
Durkheim resulta más optimista que el psicoanalista. Afirma el sociólogo que, en alguna medida, la propia naturaleza innata del humano reclama, para su conservación, la constitución del ser social.27 Freud diría que la formación del yo es también una exigencia que el ello no puede evitar so pena de su misma aniquilación. Ambos piensan, entonces, que a la individualidad innata debe imponerse lo social para garantizar la conservación. La diferencia estriba en que para Freud esa imposición, esa renuncia instintiva, genera un inevitable sufrimiento, mientras que para Durkheim el individuo puede llegar a identificarse felizmente con su sociedad, puede adoptar la imposición con gusto, como suya.
Ad C.) La vida es devenir. La vida social no se mantiene estática. Las relaciones sociales impulsan el cambio social al fusionar perspectivas y credos, y, sobre todo y primariamente, al crear nuevas demandas societales producto de la presión demográfica y la concentración espacial.28 Por ello las sociedades humanas son históricas. En consecuencia, también el componente social del ser humano es histórico y variable. Con ello, nos viene casi dada la conclusión de que más que una naturaleza fija hay una condición humana variable. Durkheim se aproximaría así a una visión antropológica constructivista:
No nos representamos al hombre, la naturaleza, las causas, el mismo espacio, tal como se los representaban en la Edad Media; esto es debido a que nuestros conocimientos y nuestros métodos científicos ya no son los mismos.29
También en su concepción pedagógica se trasluce su concepción antropológico-histórica:
La educación ha variado muchísimo a través de los tiempos y según los países. En las ciudades griegas y latinas, la educación enseñaba al individuo a subordinarse ciegamente a la colectividad, a convertirse en esclavo de la sociedad. Hoy en día, se esfuerza en hacer del individuo una personalidad autónoma. (...) En el Medioevo, la educación era ante todo cristiana; en el transcurso del Renacimiento, adopta un carácter más laico y más literario; hoy en día, la ciencia tiene tendencia a ocupar en la educación el puesto que el arte tenía antaño.30
El ser humano, fundamentalmente social e histórico, adecua sus modelos educacionales según sus condiciones de vida. No hay ni habrá un modelo educativo adecuado a la esencia humana. La educación resulta tan variable como la persona humana.
Se puede apreciar, entonces, el impacto de la antropología filosófica durkheimiana en su teoría pedagógica, así como se vislumbra en su teoría de la sociedad, cuyo núcleo teorético lo constituye la dimensión moral de las instituciones.
IV
Toda esta articulación de teoría social y antropología filosófica en Durkheim puede hacerse con otros científicos sociales. Por ejemplo, Max Weber (1864-1920) se distancia de Karl Marx (1818-1883) otorgándole mayor peso a la variable religiosa en su relación con la variable económica. Y ello no escapa a su concepción antropológica. Weber afirma que el capitalismo no puede definirse a partir del afán de lucro, pues éste lo entiende como consustancial al humano: ha estado, está y estará siempre, se trata de un afán antropológico.31 Por consiguiente, definir al capitalismo por este afán (como hizo W. Sombart) equivale a no definir nada: sería como decir que el capitalismo ha existido y existirá siempre. Así, Weber pone el énfasis en cómo el capitalismo occidental moderno y racional canaliza el lucro a partir de una conjetural relación con la ética protestante, especialmente la calvinista. Aprecia Weber que dicha ética resulta afín con la de la empresa moderna en el sentido del valor del tiempo, el trabajo, el ahorro y la inversión. La antropología weberiana visualiza, en suma, que sólo el elemento religioso y moral cultural a fin de cuentas puede canalizar los instintos por rutas sociales.
También la tesis política weberiana de la legitimación carismática descansa en su antropología. Según Weber, la legitimación de esta autoridad se basa en la apelación a emociones y sentimientos que se atribuyen a una persona considerada excepcional, y que por tal motivo puede romper con las órdenes tradicional o racional. La tesis weberiana, al estar basada en un ser humano originariamente pasional, da papel central a emociones y afectos (y entre ellas a las atribuciones carismáticas) en los cambios sustantivos de orden sociocultural y político.
Como quiera que se vea la cuestión, la antropología filosófica resulta una importante clave hermenéutica en la configuración e interpretación de la teoría social y las producciones de las ciencias sociales, clave de la que muchas veces no están conscientes los propios científicos. Desentrañar de los discursos teóricos que orientan las prácticas de las ciencias sociales las antropologías y criptoantropologías presentes constituye, como se puede apreciar por lo dicho en este trabajo, una tarea de ilustración epistemológica, ética y política a la que no cabe renunciar, a menos, por supuesto, que haya una muy cuestionable voluntad de ocultamiento y olvido (Nietzsche) por parte del científico social. Develar las antropologías constituye, finalmente, una labor ética y política, toda vez que las concepciones sobre lo humano tienen consecuencias tanto para las personas de carne y hueso como para las instituciones sociales, económicas, culturales y políticas. Este develar pone en marcha una ética de la responsabilidad del científico social (Weber) en contra de la ciega convicción que desconoce los efectos de su acción. En este sentido, la teoría es ya práctica.
Bibliografias
1. Durkheim, E., Lecciones de sociología, Buenos Aires, La Pléyade, 1974, p. 106. [ Links ]
2. Heller, A. y F. Fehér, Políticas de la postmodernidad, Barcelona, Península, 1994, pp. 79-80. [ Links ]
3. Morey, M., El hombre como argumento, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 66. [ Links ]
4. Pérez, M., Moral, normas y simbolización en la sociología de Émile Durkheim, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2001, pp. 64-66. [ Links ]
Notas
1. Bourdieu, P., Cuestiones de sociología, Madrid, Istmo, 2000, p. 37.
2. La noción de epistema o episteme debe mucho a la obra de Michel Foucault (1926-1984). Emplearemos aquí el término episteme por resultar de uso más frecuente en traducciones y ensayos. Según Ferrater Mora, episteme remite en su significado, (...) a la estructura subyacente y, con ello, inconsciente, que delimita el campo del conocimiento, los modos como los objetos son percibidos, agrupados, definidos. La episteme no es una creación humana; es más bien el «lugar» en el cual el hombre queda instalado y desde el cual conoce y actúa de acuerdo con las resultantes reglas estructurales de la episteme. (...) No puede hablarse de continuidad entre diversas epistemes y por ello no puede hablarse tampoco de una historia de epistemes. De hecho, no hay tampoco continuidad o, en todo caso, progreso histórico dentro de una episteme. (Ferrater, J., Diccionario de Filosofía, Barcelona, Ariel, 2001, p. 1039). Otro autor señala, Todo cuerpo de saber se desarrolla sobre un «espacio de orden», contra un fondo de un a priori histórico o campo epistemológico (episteme) que es el cimiento de su posibilidad: aquello a partir de lo cual conocimientos y teorías fueron posibles en una época dada. (Corvez, M., Los estructuralistas. Foucault, Levi-Strauss, Lacan, Althusser y otros, Buenos Aires, Amorrortu, 1972, p. 26). Y, apenas líneas después: La episteme moderna, experiencia desnuda de las estructuras ocultas de las cosas y de las palabras, sucede en toda la cultura occidental a las del Renacimiento y del período clásico. (Ibid., p. 27). Foucault explica, en Las palabras y las cosas, que la emergencia de las ciencias humanas modernas, entre las que cabe mencionar la sociología, se posibilita desde la estructuración de la episteme moderna y su concepción del sujeto humano, el cual deviene objeto de estudio. Se trata de una concepción del ser humano como el demiurgo de su historia, pero, más allá de que esto sea una realidad, es en todo caso una forma, entre muchas otras, de estructuración de la episteme moderna. En otro texto el francés nos dice: El análisis de las formaciones discursivas, de las positividades y del saber en sus relaciones con las figuras epistemológicas y las ciencias, es lo que se ha llamado, para distinguirlo de las demás formas posibles de historia de las ciencias, el análisis de la episteme. Quizá se sospeche que esta episteme es algo como una visión del mundo, una tajada de historia común a todos los conocimientos, y que impusiera a cada uno las mismas normas y los mismos postulados, un estadio general de la razón, una determinada estructura de pensamiento de la cual no podrían librarse los hombres de una época, gran legislación escrita de una vez para siempre por una mano anónima. Por episteme se entiende, de hecho, el conjunto de las relaciones que pueden unir, en una época determinada, las prácticas discursivas que dan lugar a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente a unos sistemas formalizados; el modo según el cual en cada una de esas formaciones discursivas se sitúan y se operan los pasos a la epistemologización, a la cientificidad, a la formalización; la repartición de esos umbrales, que pueden entrar en coincidencia, estar subordinados los unos a los otros, o estar desfasados en el tiempo; las relaciones laterales que pueden existir entre unas figuras epistemológicas o unas ciencias en la medida en que dependen en prácticas discursivas contiguas pero distintas. La episteme no es una forma de conocimiento o un tipo de racionalidad que, atravesando las ciencias más diversas, manifestara la unidad soberana de un sujeto, de un espíritu o de una época; es el conjunto de las relaciones que se pueden descubrir, para una época dada, entre las ciencias cuando se las analiza al nivel de las regularidades discursivas. (Foucault, M., La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1995, pp. 322-23). Foucault continúa afirmando que la episteme se caracteriza por apertura, por no poderse cerrar, por resultar discontinua (Ibid., p. 324), por posibilitar la aprehensión de las limitaciones que se imponen al discurso en un momento determinado y por remitirnos a procesos de una práctica histórica. Esta falta de centro, esta discontinuidad en la propia episteme, es posiblemente lo que lleva a Foucault a plantear parte de sus análisis como arqueología y no como historia. Si tomamos la metáfora de la arqueología, el estudio de la episteme es siempre un estudio de series y de discontinuidades. Tiempo después afirma Foucault: En una cultura y en un momento dados, sólo hay siempre una episteme, que define las condiciones de posibilidad de todo saber, sea que se manifieste en una teoría o que quede silenciosamente investida en una práctica. (Foucault, M., Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Madrid, Siglo XXI, 1998, p. 166). Con lo cual la episteme delimita las condiciones de posibilidad de los saberes de una época. Pensamos que la episteme moderna, en este sentido último, se consolida definitivamente entre los siglos XVIII y XIX.
3. Hacemos aquí una distinción entre ciencias sociales y ciencias humanas según se ponga el énfasis en la persona humana como sujeto central de la vida social y humana (ciencias humanas) o según se acentúe lo sistémico (Niklas Luhmann), lo estructural (Karl Marx, C. Lévi-Strauss, etc.) o lo relacional (George H. Mead, Herbert Blumer, Peter Berger, etc.); a estas últimas cabe mejor el calificativo de sociales.
4. Morey, M., El hombre como argumento, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 66.
5. Suele decirse que corresponde a Kant el haber formulado, por vez primera, la necesidad de responder a la pregunta por el ser del hombre como central para todo filosofar. Que el modo como la modernidad va a considerar fundamental el conocimiento del hombre se establece entonces. La formulación es sobradamente conocida (Logik A 26): Las cuestiones centrales de la teoría del conocimiento, la ética y la teología, nos dice Kant, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar?, se resumen en una sola: ¿qué es el hombre? Las tres preguntas que guían los intereses de mi razón, las tres preguntas en las que se articula todo proyecto de filosofía en sentido cosmopolita apelan pues, en definitiva, a una sola: la pregunta por el Ser del hombre ¾la filosofía sólo halla(ría) resolución como antropología. (Ibid., p. 24).
6. Cf. Ibid., pp. 25-26; 28.
7. Afirma Feuerbach en el &16 de sus Tesis provisorias para la reforma de la filosofía (1842): El espíritu absoluto de Hegel es nada más que el espíritu abstracto, separado de sí mismo, el sediciente espíritu finito, así como el ser (Wesen) infinito de la teología es nada que el ser (Wesen) finito abstracto. (Feuerbach, L., Textos escogidos, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1964, p. 51). Sobre el hombre en el &64: El nombre hombre significa comúnmente sólo el hombre con sus necesidades, sensaciones y convicciones... (Ibid., p. 67). Sobre el fundamento de los saberes en el & 66: Todas las ciencias tienen que fundarse en la naturaleza. (Ibid., p. 68). Y, finalmente, en el primer parágrafo de los Principios de la filosofía del futuro (1843): La misión de los tiempos modernos fue la realización y humanización de Dios: la transformación y disolución de la teología en antropología. (Ibid., 73).
8. Dice Marx, a propósito de Feuerbach: La gran hazaña de Feuerbach consiste: 1) en haber demostrado que la filosofía no es otra cosa que la religión plasmada en el pensamiento y desarrollada de un modo discursivo; en haber probado que también ella debe, por tanto, ser condenada como otra forma y modalidad de la enajenación de la esencia humana; 2) en haber fundado el verdadero materialismo y la ciencia real, por cuanto que Feuerbach erige, asimismo, en principio fundamental de la teoría la relación social «entre el hombre y el hombre»; 3) en haber opuesto a la negación de la negación, que se afirma como lo absolutamente positivo, lo positivo que descansa sobre sí mismo y tiene en sí mismo su fundamento. (Marx, K. y F. Engels., Obras fundamentales, México, Fondo de Cultura Económica, t. 1, 1987, p. 646).
9. El carácter social es, por tanto, el carácter general de todo el movimiento; así como la sociedad produce ella misma al hombre, es producida por él. ( ) La esencia humana de la naturaleza existe únicamente para el hombre social, ya que sólo existe para él como nexo con el hombre, como existencia suya para el otro y del otro para él, al igual que como elemento de su vida de la realidad humana solamente así aparece aquí como fundamento de su propia existencia humana. (Ibid., pp. 618-619). Y, un año después (1845), en su séptima Tesis sobre Feuerbach: Feuerbach no ve, por tanto, que el «sentimiento religioso» es, a su vez, un producto social y que el individualismo abstracto que él analiza pertenece a una determinada forma de sociedad.
10. En su análisis de las preguntas kantianas, y más genéricamente de la orientación antropológica del saber moderno, M. Foucault (1968) desplaza el modo heideggeriano de abordar la cuestión, con un giro de cuño netamente nietscheano. (...) La pregunta que Foucault dirige a los discursos antropológicos se plantea desde la misma malevolencia: no se interroga cómo o si tales discursos son posibles sino por qué son necesarios: ¿por qué es necesario un discurso acerca del ser del hombre?. (Morey, Ibid., p. 51).
11. Para Foucault, la necesidad de la pregunta por el ser del hombre surge cuando, con el hundimiento de la episteme clásica, el hombre y su finitud quedan señalados como el lugar del fundamento ―y los objetos, «vida», «trabajo» y «lenguaje», que establecen los límites de esta finitud, son puestos como semitrascendentales. (Ibid., p. 53).
12. La moderna antropología filosófica brota de aquella misma necesidad que la filosofía de la época burguesa busca satisfacer desde el principio: tras el colapso de los ordenamientos medievales, ante todo de la tradición como autoridad incondicionada, establecer nuevos principios absolutos a partir de los cuales la acción obtenga su justificativo. (Horkheimer, M., Teoría crítica, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, p. 53).
13. La moderna antropología filosófica forma parte de los últimos intentos de encontrar una norma que otorgue sentido a la vida del individuo en el mundo, tal como ella es ahora. (Ibid., pp. 54-55).
14. La modernidad es la permanente creación del mundo por obra de un ser humano que goza de su poderío y de su aptitud para crear informaciones y lenguajes al tiempo que se defiende contra sus propias creaciones desde el momento en que éstas se vuelven contra él. Por eso la modernidad, que destruye las religiones, libera la imagen del sujeto, vuelve a apropiarse de ella, pues hasta entonces era prisionera de las objetivaciones religiosas, de la confusión del sujeto y de la naturaleza, y transfiere el sujeto de Dios al hombre. La secularización no es la destrucción del sujeto, es su humanización. No es tan sólo desencanto del mundo, es también reencantamiento del hombre y crea una creciente distancia entre las diversas caras del hombre, su individualidad, su capacidad de ser sujeto, su ego y el sí mismo que construyen desde afuera los roles sociales. (Touraine, A., Crítica de la modernidad, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 228). Pero, además, El triunfo de la modernidad supone la supresión de los principios eternos, la eliminación de todas las esencias y de esas entidades artificiales que son el yo y las culturas en beneficio de un conocimiento científico de los mecanismos biopsicológicos y de las reglas impersonales no escritas de los intercambios de bienes, de palabras y de mujeres. El pensamiento estructuralista hará radical este funcionalismo y llevará al extremo la eliminación del sujeto. El modernismo es un antihumanismo pues sabe muy bien que la idea de hombre ha estado vinculada con la de alma, la cual impone la idea de Dios. (Ibid., pp. 36-37). Entre lo que la modernidad suele decir de sí y lo que postula su modernismo se aprecia la contradicción a la que queremos hacer referencia.
15. Esboza Kant el Tercer conflicto de las ideas trascendentales en las siguientes tesis y antítesis: Tesis: La causalidad según leyes naturales no es la única de la que pueden derivarse todos los fenómenos del mundo; para explicarlos es preciso suponer, además, una causalidad por libertad. Antítesis: No hay libertad, sino que todo cuanto sucede en el mundo obedece a leyes naturales. (Kant, I., Crítica de la razón pura, Barcelona, Orbis, 1984, p. 332).
16. Sobre dicha traslación epistemológica, metodológica y ontológica, encontramos, por ejemplo, y sólo a título de pequeña muestra, los siguientes pasajes: Una vez que la fisiología avance, dice Saint-Simon, «la política se convertirá en una ciencia de observación y las cuestiones políticas serán tratadas por quienes hayan estudiado la ciencia positiva del hombre, con el mismo método y de la misma manera que se tratan hoy las relativas a los otros fenómenos». (Ciencia del hombre, XI, 187, Cf. Obras, II, 189-190. Ciencia del hombre, 17-19 y 29 y ss.). (Cita extraída de Durkheim, E., El socialismo, Madrid, Akal, 1987, p. 130). Además, señala Durkheim, en su magistral trabajo de interpretación de la obra de Saint-Simon: Las ciencias humanas deben construirse a imitación de las otras ciencias naturales, pues el hombre no es sino una parte de la naturaleza. No hay dos mundos en el mundo, uno que depende de la observación científica y otro que escapa a ésta. El universo es uno y el mismo método ha de servir para explorarlo en todas sus partes. (Ibid., p. 128). Mientras tanto, en el mundo anglosajón, John Stuart Mill, siguiendo la idea de causalidad de David Hume, parte de la premisa de que (...) puede haber ciencia dondequiera que existan uniformidades, y pueden existir uniformidades aunque todavía no las hayamos descubierto y no seamos capaces de descubrirlas y formularlas mediante generalizaciones. Mill cita, a título de ejemplo, el estado contemporáneo de la meteorología: todo el mundo sabe que los cambios atmosféricos están sujetos a regularidades, y por lo tanto constituyen un tema adecuado para el estudio científico. (Winch, P., Filosofía y ciencia social, Buenos Aires, Amorrortu, 1990, p. 66). Y, poco más adelante en este ya clásico texto de Winch: Mill considera que todas las explicaciones tienen fundamentalmente la misma estructura lógica, y en este criterio se basa su creencia de que no existe ninguna diferencia lógica de importancia entre los principios que utilizamos para explicar los cambios naturales y aquellos otros según los cuales explicamos los cambios sociales. (Ibid., p. 69). Volviendo a Francia, y a un amigo del propio John Stuart Mill y discípulo de Saint-Simon: (...) por Filosofía Positiva y en relación a las ciencias positivas, únicamente se entiende el estudio propio de las generalidades de las diferentes ciencias, y éstas como sometidas a un método único y como formando las diversas partes de un plan general de investigación. (Comte, A., Curso de filosofía positiva. Discurso sobre el espíritu positivo, Barcelona, Orbis, 1984, p. 23). Y, páginas más adelante: ...pocas mentes quedan hoy que no estén convencidas de que los fenómenos sociales hay que estudiarlos según el método positivo. (Ibid., p. 74).
17. Cf. Heller, A. y F. Fehér, Políticas de la postmodernidad, Barcelona, Península, 1994, pp. 79-80.
18. Cuando una ley científica tiene a su favor la autoridad de numerosas y variadas experiencias, es contrario a todo método renunciar a ella con demasiada facilidad porque se haya descubierto un hecho que parezca desmentirla. Antes, hay que asegurarse de que ese hecho sólo puede ser interpretado de una manera y de que no es posible explicarlo sin abandonar por ello la proposición que parece refutar. Lo mismo hace el australiano cuando atribuye la falta de éxito de un intichiuma místico celebrado en el más allá. ( ) Como los ritos, sobre todo los periódicos, no le piden otra cosa a la naturaleza sino que siga su curso regular, no es sorprendente que casi siempre parezca obedecerlos. Así que si el creyente no acepta dócilmente algunas lecciones de la experiencia, es porque se funda en otras experiencias que le parecen más demostrativas. Y eso es exactamente lo que hace el científico, aunque lo haga con más método. (Durkheim, E., Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Alianza, 1993, pp. 570-571).
19. Cf. Pérez, M., Moral, normas y simbolización en la sociología de Émile Durkheim, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 2001, pp. 64-66.
20. Geneyro, La democracia inquieta: E. Durkheim y J. Dewey, Barcelona, Anthropos, 1991, p. 74; Cf. También, Durkheim, E., Educación y sociología, Barcelona, Península, 1996, pp. 53-54; en donde se encuentran los siguientes pasajes relevantes de su antropología: Se puede decir que en cada uno de nosotros existen dos seres que, aun cuando inseparables a no ser por abstracción, no dejan de ser distintos. El uno, está constituido por todos los estados mentales que no se refieren más que a nosotros mismos y a los acontecimientos de nuestra vida privada: es lo que se podría muy bien denominar el ser individual. El otro, es un sistema de ideas, de sentimientos y de costumbres que expresan en nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos diferentes en los que estamos integrados; tales son las creencias religiosas, las opiniones y las prácticas morales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones colectivas de todo tipo. Su conjunto constituye el ser social. El formar ese ser en cada uno de nosotros, tal es el fin de la educación. E, inmediatamente seguido: Por otra parte, es a través de esto que se manifiesta más claramente la importancia de su papel y la fecundidad de su acción. En efecto, no tan sólo ese ser social no viene dado del todo en la constitución primitiva del hombre, sino que no ha sido el resultado de un desarrollo espontáneo. Espontáneamente, el hombre no era propenso a someterse a una disciplina política, a respetar una regla moral, a entregarse y a sacrificarse. No había nada en nuestra naturaleza congénita que nos predispusiese obligatoriamente a convertirnos en servidores de divinidades, emblemas simbólicos de la sociedad, a rendirles culto, a conocer vicisitudes en honor de ellas. Es la sociedad en sí que, a medida que se ha ido formando y consolidando, ha extraído de su propio ser esas ingentes fuerzas morales ante las cuales el hombre ha experimentado su inferioridad. Ahora bien, si se hace abstracción de las vagas e inciertas tendencias que pueden ser atribuidas a la herencia, el niño, al integrarse a la vida, no aporta a ésta más que naturaleza de individuo. Por consiguiente, a cada generación, la sociedad se encuentra en presencia de un terreno casi virgen sobre el que se ve obligada a edificar partiendo de la nada. Es necesario que, por las vías más rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, superponga ella otro, capaz de llevar una vida moral y social. Ésta es en esencia la labor de la educación, y nos percatamos de inmediato de toda su grandeza. No se limita a desarrollar el organismo individual en el sentido marcado por la naturaleza, a hacer patentes fuerzas recónditas deseosas de salir a la luz. La educación ha creado en el hombre un ser nuevo.
21. Durkheim, E., Lecciones de sociología, Buenos Aires, La Pléyade, 1974, p. 106.
22. Cf. Durkheim, E., Educación y sociología , cit., pp. 67-68.; Buenos Aires, Losada, 1997, pp. 158-159. Expone la misma concepción en La educación moral.
23. Cf. Durkheim, E., La educación moral, Madrid, Ediciones Morata, pp. 39, 80, 160-161; Cf., igualmente, Durkheim, E., La división del trabajo social, Madrid, Akal, 1995, pp. 265, 305.
24. Ibid., pp. 265-278. Cf., también, La educación moral , cit., pp. 57-58.
25. Durkheim, Educación y sociología , cit, p. 69.
26. Dice Freud sobre la acción pedagógica: El hecho de que oculte a los jóvenes el papel que la sexualidad habrá de desempeñar en su vida, no es el único reproche que se puede aducir contra la educación actual. Además, peca por no prepararlos para las agresiones cuyo objeto están destinados a ser. Al entrar la juventud a la vida con tan errónea orientación psicológica, la educación se conduce como si se enviara a una expedición polar a gente vestida con ropa de verano y equipada con mapas de los lagos italianos. En esto se manifiesta claramente cierto abuso de los preceptos éticos, cuya severidad no sufriría gran perjuicio si la educación dijera: «Así tendrían que ser los hombres para ser felices y hacer felices a los demás; pero debemos contar con que no son así.». En cambio, se deja creer al joven que todos los demás cumplen los preceptos éticos, es decir, que todos son virtuosos, justificando así la exigencia de que también él habría de obedecerlos. (Freud, S., El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1994, pp. 237-238 n.)
27. Cf. Durkheim, La educación moral , cit., pp. 82-83; 235; 248.
28. Cf. Durkheim, La división social del trabajo , cit.
29. Durkheim, Educación y sociología cit, p. 59. Al respecto, escribe Juan Carlos Geneyro: El «clima de opinión» («estados de opinión» en Durkheim) sobre la naturaleza humana, en un determinado contexto socio-histórico, deriva generalmente de fuerzas sociales que prevalecen en ese contexto y, complementaria o alternativamente, de movimientos sociales menos poderosos pero que algún grupo particular estima que deberían hacerse dominantes (en el sentido de hegemónicos). Se sigue que el problema de la naturaleza humana es de naturaleza moral, más que estrictamente antropológico. (Geneyro, Ibid., p. 178).
30. Durkheim, Educación y sociología cit, pp. 45-46.
31. El pasaje en cuestión es el siguiente: «Afán de lucro», «tendencia a enriquecerse», sobre todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que nada tienen que ver con el capitalismo. Son tendencias que se encuentran por igual en los camareros, los médicos, los cocheros, los artistas, las cocottes, los funcionarios corruptibles, los jugadores, los mendigos, los soldados, los ladrones, los cruzados: en all sorts and conditions of men, en todas las épocas y en todos los lugares de la tierra, en toda circunstancia que ofrezca una posibilidad objetiva de lograr una finalidad de lucro. (Weber, M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Orbis, 1985, p. 8).