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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME vol.34 no.2 caracas dic. 2014

 

Democracia ficticia, dictaduras, nuevos totalitarismos: distinciones en el ejercicio ilimitado del poder1

Carolina Guerrero1

1 Departamento de Ciencias Sociales. Universidad Simón Bolívar. E-mail del autor: cguerrero@usb.ve

Resumen: El reduccionismo de la democracia a una forma de gobierno en la que convergen una constitución y elecciones periódicas supone la negación de su esencia. La disposición de una carta magna es inocua en ausencia de estado de derecho, dispersión del poder, instituciones libres y mecanismos de participación y manifestación de la opinión y del descontento por parte de los ciudadanos. Asimismo, la práctica del sufragio constituirá una falsa democracia ante la proscripción de la deliberación ciudadana y del debido control de la sociedad sobre el poder otorgado a sus representantes. Analizo acá los elementos mínimos de una democracia, así como la condición de democracia ficticia en dos formas políticas antirrepublicanas: dictaduras y nuevas expresiones totalitarias.

Palabras claves: no-democracia, democracia republicana, voluntad del pueblo.

Fake democracies, dictatorships, new totalitarianisms: distinctions on exercising unlimited political power

Abstract: Democracy as a form of government only provided with a constitution and the right to vote means an unfulfilled democracy. A free society needs not only a constitution, but also the rule of law, a limited political power, independent institutions, and institutional channels to express the opinions of their citizens. The right to vote is a part of a false democracy in the absence of civic deliberation and civic checks on power. In this paper I analyze the fundamentals of a republican democracy, as well as the condition of a fake democracy which uses the vote and massive demonstrations in order to legitimize dictatorships and totalitarianisms.

Keywords: no-democracy, republican democracy, popular will.

Recibido: 23-01-14. Aceptado: 27-01-14.

En las siguientes líneas planteo el extravío en torno a la noción de democracia que la ha desnaturalizado de su esencia republicana, para asumirla como una práctica constituida por dos elementos: constitución y elecciones recurrentes. Con base en esa descontextualización ha sido posible instrumentalizar el calificativo de democrático para aplicarlo a formas políticas contrarias a la libertad: dictaduras y nuevos totalitarismos. Para abordar este problema, planteo a continuación los siguientes puntos: primero, la condición republicana de la democracia, de lo cual se desprende que en las formas despóticas pueden darse constituciones, leyes y aplicar el sufragio, sin que ello pueda transmutarlas en democráticas; segundo, la especificidad de la dictadura contemporánea y el uso político de la constitución y la ley; tercero, la especificidad de las nuevas expresiones totalitarias y la capitalización de un marco jurídico y de la práctica eleccionaria.

1. El elemento republicano de la democracia

La aproximación clásica a las formas de gobierno estableció, con Aristóteles, la distinción entre puras y degeneradas en función de su orientación, bien hacia el interés común, o bien hacia el interés particular de quienes ejercen el poder, respectivamente.2 A mi entender, a partir de los aportes de Maquiavelo al pensamiento político es posible identificar una consideración adicional para clasificar las formas de gobierno; por tanto, ellas se distinguirían no solamente como buenas (las que buscan el bien común de los gobernados) o malas (las que persiguen el interés faccioso de los gobernantes), sino que además las denominadas formas puras o buenas de gobierno se bifurcan entre aquellas que se dirigen a la mera realización del orden, y aquellas que aspiran a conjugar orden y libertad. Maquiavelo denominó a las primeras principados y repúblicas a las segundas.3

En vertiente contractualista, la derivación del principado sería el pacto hobbesiano, como forma política fundamentada en una concepción del bien común exclusivamente en términos de orden,4 garantizado y realizable a través de la concentración del poder político supremo en manos de un gobernante bueno y prudente, capaz de preservar el Estado y de asegurar la conservación de la vida y los bienes de sus súbditos. De acuerdo con M. M. Goldsmith, en perspectiva hobbesiana la libertad no debe significar participación de los súbditos en las decisiones públicas, sino únicamente independencia del Estado. Agrega Goldsmith que si bien Hobbes contempla la existencia de ciertas libertades naturales a las que nadie ha de renunciar, no plantea que existan derechos que deban ser respetados por el sistema jurídico del Estado; del mismo modo, la aceptación de una esfera de libertad individual protegida de la interferencia del Estado sería inconsistente con la existencia misma de semejante leviatán.5

El contrato a la manera rousseauniana es evidentemente republicano, al dar origen a una comunidad política constituida para la vigencia tanto del orden como de la libertad,6 entendiéndose por libertad el autogobierno de individuos y ciudadanos en los espacios privado y público, bajo la condición de no ser gobernados sino por leyes aprobadas por tales ciudadanos, y la vigencia del derecho a su participación activa en los asuntos públicos. En ese campo político, el poder tiene doble dimensión:7 el que corresponde al Estado, constitucionalmente definido y limitado tanto por la ley como por la opinión,8 y el que pertenece a la sociedad, ejercido a través de la deliberación pública y manifestación –también en el ámbito de lo público– de la diversidad de pathos y ratio de una ciudadanía plural. Tal plano indica que el sufragio es una de las prácticas políticas propias de la participación cívica en los asuntos del común, mas no la única.

Para Judith Shklar, la participación política a la que se refiere Rousseau es una forma potente de educación cívica, por lo que su importancia no gravita en torno a la contribución del ciudadano a la política, sino en los efectos de aquella sobre él: “la participación política […] es la mejor y más necesaria forma de preservar el espíritu cívico, determinando asimismo su calidad.”9 En perspectiva maquiaveliana, la participación de los ciudadanos en la cosa pública involucra la disposición virtuosa de contribuir con la grandeza de la comunidad, muy específicamente significa también cuidar la libertad común, en tanto dicha participación es consubstancial con la manifestación de los diversos umori10 que integran la república. A partir de esa dinámica, cada grupo intenta evitar ser oprimido por otro y es asimismo limitado en su eventual y faccioso interés de tiranizar al resto. La noción de paideia republicana generada por la participación cívica expuesta por Rousseau tiene un antecedente en Maquiavelo, para quien la práctica de ese modo político de la libertad tiende a ser un obstáculo para la corrupción del ciudadano: no solo evita la indiferencia, indolencia e inacción del individuo respecto a la república, sino que además puede desestimular la priorización de las ambiciones individuales por encima del bien común.11

La relación entre república y democracia no es contingente. Si la república implica el único espacio político donde es posible el despliegue de las libertades todas (individual, civil, política), ella es concebible como comunidad constituida para el vivir en libertad. Su inherencia respecto a la democracia reside no en un supuesto derecho igualitario para ascender a las magistraturas (ya que republicanamente ese derecho debe fundamentarse en el mérito, según lo cual lo único igualitario es la posibilidad de adquirir virtuosamente el mérito para aspirar a tal ascenso e integrar la aristocracia referida, por ejemplo, por Rousseau, como gobierno electivo de los mejores),12 sino en el principio de soberanía popular que la fundamenta.

En esa línea, la potestad política suprema, propiedad de la comunidad política, genera valores políticos sustantivos (la libertad, junto con el derecho igualitario a ejercerla), cuya consagración articula los fines hacia los cuales ha de dirigirse la acción del poder político derivado. En atención a tales fines, el poder político práctico (de los representantes, de los gobernados) es siempre limitado, porque toda acumulación de poder es fuente de opresión.13 Esto es, la soberanía popular dista de traducirse en el poder omnímodo del “pueblo”, no solo por la posibilidad enorme de configurarse en un poder tiránico aplastante de las minorías, sino, en esencia, por ser contrario a la libertad.

En retórica rousseauniana, la mayoría no está autorizada para desobedecer el mandato de la voluntad general, el cual consiste en preservar un modo común de vida libre bajo leyes justas.14 La garantía de la libertad reside en la vigencia de una constitución republicana, por lo que un gobierno libre es un gobierno de leyes justas y no de hombres (sean uno, pocos o muchos), aun cuando, refiere Isaiah Berlin, todos acepten someterse a ellos.15 En palabras de Juan Germán Roscio: “Es un tirano cualquiera que haga pasar por ley irresistible e inviolable su voluntad y palabra,”16 aún tratándose de la mayoría o de un demagogo apoyado por ella.

Dado que en la república la ley es un elemento de libertad, no de coacción, la soberanía popular encarna en la constitución, a partir de lo cual, es obvio, solo la constitución es soberana.17 Aunque de ello se deriva que el poder constituyente debe necesariamente agotarse ante el establecimiento prudente de un poder constituido, ello no se traduce en la supresión de la participación de la sociedad diversa en el campo de lo político, sino en su despliegue al amparo (y bajo los límites) de leyes e instituciones libres. Por tanto, la participación cívica no implica la refundación perpetua de la república, sino una práctica política que puede y debe darse en el marco de la institucionalidad republicana constituida. En esa línea, la democracia es consubstancial a la república, conjugando tanto la representación como la necesaria y responsable participación deliberativa por parte de los ciudadanos. Del mismo modo, constitución, leyes e instituciones independientes conforman el estado de derecho sin el cual no habría democracia ni tampoco república.

Para Philip Pettit, la república requiere de la benéfica acción constrictiva del constitucionalismo, a la vez que los representantes encargados de la toma de decisiones deben ser controlados democráticamente. Esto último exige su sometimiento a la limitación constitucional del poder político y a la vigilancia de la ciudadanía, la cual debe disponer de canales para cuestionar la autoridad pública, espacios para dirimir las disputas, y seguridad para el ejercicio de la crítica sobre las decisiones del gobierno. La necesaria limitación y dispersión del poder político demanda la extensión de un diseño institucional complejo que impida manipular los mecanismos del Estado, y minimice en éste la presencia de una voluntad arbitraria.18

La democracia en la república responde a dos preguntas. La primera, quién debe ejercer el poder público, cuya respuesta, nos recuerda Ortega y Gasset, es que tal ejercicio corresponde a la colectividad de los ciudadanos. La segunda, sobre cuál debe ser la extensión del poder, a mi juicio se ha asumido erróneamente como materia del liberalismo y no de la democracia, aun cuando la democracia republicana es liberal, en atención a su énfasis en el imperio de la ley y los límites del poder.19

Sumarizando, la democracia, como espacio para el derecho de individuos libres a participar en los asuntos de su comunidad política, solo puede darse en un orden político republicano, así como la república solo acepta una forma democrática de gobierno, compatible, como se ha señalado supra, con una conveniente (que no forzosa) aristocracia electiva, cónsona con la aspiración a articular un gobierno de los mejores. Esta máxima se sustenta sobre la concepción en torno a un modo libre de vida bajo leyes justas que limitan el poder, protegen la participación deliberativa de los ciudadanos en el espacio público, aseguran un máximo grado de no-interferencia sobre los ciudadanos junto con demandas mínimas de vida comunitaria,20 y consagran el reconocimiento de las diferencias en una sociedad plural, por lo que esta tradición política nunca determina ni uniforma los fines que han de ser realizados por una compleja diversidad de individuos.21 La esencia democrática del orden republicano consiste en la libre participación deliberativa ciudadana y la limitación del poder, solo posibles bajo la vigencia del estado de derecho, bajo leyes justas favorecedoras de la libertad.

2. Ficción de democracia en las dictaduras electivas

En la siguiente aproximación, el uso que daré a la voz “dictadura” es el correspondiente a su resemantización dieciochesca, cuando el término se separó de su sentido clásico romano y comenzó a emplearse para designar un régimen despótico y tiránico, un poder político arbitrario y abusivo.22 Como forma de gobierno, la dictadura puede consistir propiamente en una tiranía, en la que el poder político absoluto se instrumentaliza para realizar los intereses facciosos de quien gobierna, o puede consistir en lo que Maquiavelo denominaría un principado, entendido como el ejercicio de la potestad política suprema con miras al bien común. Una forma política análoga a este segundo sentido del término sería el despotismo ilustrado, que, a pesar de sus buenas intenciones, para un liberal como Constant continúa siendo una tiranía, ya que el poder supremo, aún empleado con templanza, se da a sí mismo el derecho de usarlo de otro modo, “luego la tiranía no está en ejercicio, pero sí el derecho que se arroga.”23

En visión republicana, igual de perniciosa es una dictadura que se pretende benéfica por apuntar al bien común como aquella dirigida al interés particular del gobernante en contra de la comunidad política. El problema de la dictadura “benéfica” radica en la ilimitación del poder político, aun cuando apele a la expresión “libre” de la voluntad de los gobernados para mantenerse, como se da en el cesarismo democrático y el bonapartismo.24 La premisa de una dictadura supuestamente orientada al bien común sería garantizar el orden suprimiendo la libertad política de los gobernados. Mas la constitución de un poder político absoluto es por definición contrario al orden, en tanto el interés de la república demanda garantías para la preservación del orden “tanto en contra del poder como contra las facciones, porque también el poder, cuando excede sus límites de legalidad, altera el orden.”25

Desde la compleja y diversa experiencia política del siglo XX, en especial a partir de la postguerra (1945 en adelante), toda forma política antirrepublicana busca crearse una legitimidad a partir del empleo de una noción reduccionista de la democracia, entendida mínimamente como “mandato del pueblo” o “voluntad del pueblo”. Ello desconoce arteramente las máximas republicanas que le dan sentido genuino a la democracia, en su consubstancialidad con la libertad y su amparo a la luz del estado de derecho que regula y limita el poder.

En tal sentido, la apelación a la voluntad del pueblo como modo de autorizar un poder político absoluto es de por sí antidemocrática, porque la mayoría en realidad está obligada a obedecer la voluntad general (esto es, el vivir bajo una libertad republicana), y se convierte en usurpadora al pretender hacer uso de una potestad que no le pertenece, la de contradecir los fines de la sociedad política que dictan el interés y la razón.26

Resulta escandaloso que se asuma como legítima una dictadura (aun cuando se pretenda benéfica) solo porque la representación se origina con base en el sufragio. En esos términos, el poder conferido será anticonstitucional, aun cuando esté prescrito por una constitución, que, al contradecir el imperativo de limitar el poder y favorecer la libertad, se evidencia espuria por antirrepublicana.27 Siguiendo a Berlin, la voluntad de la mayoría está impedida de ignorar el problema de la república sobre cuánta autoridad reposa en determinadas manos. En tal sentido, a partir del sufragio es imposible legitimar la opresión, generable en la acumulación del poder, dado que la libertad no consiste en el consentimiento universal de renunciar a ella.28

Como expresión “democrática”, la dictadura electiva se presenta como ejecución de los deseos del pueblo, mas, como observa Baehr, el César moderno es simplemente un amo (padrone) electo, bajo la trágica paradoja de que si en el absolutismo el pueblo había sido políticamente asesinado, en el cesarismo el pueblo había consentido en cometer colectivamente su suicidio político.29

En suma, la dictadura electiva es una ficción democrática que instrumentaliza un único y descontextualizado elemento de ella, el sufragio, para establecer una forma de dominación arbitraria, contraria a la libertad y a lo que se espera de un estado de derecho republicano. Por demás, la especificidad de la dictadura electiva también reside en la supresión de la libertad política en la vida social: a la manera de Hobbes, el poder político ilimitado se ejecuta autárquicamente, sin participación política de los gobernados excepto por su concurrencia ante la convocatoria al ejercicio del voto. En ese plano, el espacio de lo público es un espacio despolitizado.

3. Ficción de democracia en los totalitarismos

La aproximación teórica que desarrollaré sucintamente en los siguientes párrafos busca precisar la distinción de los movimientos totalitaristas y su apropiación política de elementos muy puntuales y muy potentes de la democracia. Lo contrapongo a la dictadura electiva, la cual funda su apariencia de legitimidad en la realización de elecciones periódicas y la presencia de una constitución (sea antirrepublicana o no, sujeta a la manipulación jurídico-política y a una interpretación interesadamente perversa y facciosa), pero que se demarca dentro de un ejercicio voluntarista e ilimitado del poder político, vaciando de política el espacio de lo público, en tanto la única participación permitida a los gobernados es el sufragio.

En radical contraste, el movimiento totalitario rebasa aún más la potestad suprema, configurándose en una peculiar concentración del poder político en la cual el Estado extiende no solo su dominación sino también su espíritu a todas las esferas de la vida humana, emanando exclusivamente de él todo valor y sentido para concebir y potenciar la existencia de cada individuo en la sociedad.30 Mientras en la dictadura electiva el espacio público es esterilizado políticamente, el totalitarismo vuelca sobre dicho espacio constante y frenéticamente a los individuos transmutados en masa, dando latitud creciente a un movimiento con vocación de abarcarlo todo.

En ese plano, encuentro que los proyectos políticos totalitarios refundan la idea de legitimidad no solo como justificación de su peculiar ejercicio del poder total, sino como pretensión de activar una experiencia histórica novedosa en la que la democracia se realiza por vez primera. Además de apelar al sufragio y a la consulta plebiscitaria, con lo cual toda decisión derivará en “mandato del pueblo”, se recurre a la manifestación ostensible e ininterrumpida del fervor de la masa en el espacio público, traduciéndola interesadamente en participación popular “verdadera”, en “poder del pueblo”. Por ello, los totalitarismos son un movimiento perpetuo, sostenido y animado por una masa que cree protagonizar la potestad política suprema que le es propia solo en una democracia “real”.

Copar el espacio público de modo furibundo, en ánimo de integrar un todo moralmente superior a la existencia individual, constituye un modo de participación política no solo espuria (en tanto suprime la libertad de expresar –incluso albergar– opiniones y pasiones diversas, en una pluralidad consubstancial con la condición humana) sino completamente falsa, al provenir de la verticalidad del poder, desde donde es dirigida y dotada de contenido. Significa además asumir que el sentido de lo universalmente humano es fatuo, debiendo ser desplazado por la tiranía desbordada de una comunidad que no solo aplasta al individuo con una única concepción de lo político, sino que también asigna a lo humano una única dimensión: la de la política, violentamente impuesta.

Como refiere Claude Lefort, todo Estado totalitario no solo se ocupa de adormecer a los ciudadanos (en términos de impedir que el pensamiento se mantenga alerta, sacudido por la capacidad y disposición autónoma de interrogar la realidad), sino que busca “movilizarlos y disciplinarlos al servicio de la construcción de un nuevo orden social.”31 La participación popular que se activa para realizar lo contrario a los fines sublimes de toda asociación humana no transmuta en democrática solo porque convoque al mayor número. El sentido de lo democrático solo es reconocible en un espacio político donde el poder está debidamente limitado tanto por la ley como por la opinión, y donde la participación es necesariamente libre, plural, deliberativa, orientada a una noción de bien común que, por diversa, no ha de ser preestablecida por el Estado, el líder ni la propia “comunidad”.

Lefort observa en el totalitarismo el “enigma de un poder que logra aparecer como una emanación del pueblo y el agente de su depuración, el creador de un cuerpo social sano, liberado de sus parásitos”, donde, prosigue el autor, se da origen a un nuevo sistema de dominación que convoca con éxito “la sumisión a la omnipotencia de un dirigente supremo y, al mismo tiempo, la participación activa de una gran parte de la población en la realización de objetivos homicidas.”32

La pasión política inherente al totalitarismo no es el fervor frente al proyecto aparentemente comunitario, como se desprende de la excitación de los individuos-masa en el espacio de lo público, sino el terror. Si el proyecto totalitario requiere esbozar una ideología única (aunque confusamente difusa), convertirla en dogma y sostenerla con base en la organización de un partido único que emplea todos los mecanismos de violencia del Estado a favor de garantizar la cohesión e impedir la disidencia y el pensamiento autónomo, la participación política no solo no es democrática (al no estar dirigida a la realización de las libertades republicanas), sino que tampoco es una emanación espontánea de la voluntad de los individuos, por extraviada que ella sea. Por ende, no constituye poder popular. Nuestra tradición republicana funda la concepción de libertad en la necesidad de que ningún grupo tiranice a otro. Por ello la diversidad y el pluralismo son parte de su esencia. En ese campo, la participación política solo merece denominarse democrática si procede de la autonomía de individuos y ciudadanos libres, en ejercicio de su derecho a la deliberación y el disenso, dispuestos a reconocer la validez de un estado de derecho republicano que limita el poder y garantiza las libertades. Sustraer de la democracia estos elementos y valores republicanos, para articular una ficción de legitimidad fundada en el ejercicio de alguna práctica política aislada, es vaciar completamente la democracia. El sufragio por sí solo o la eufórica movilización masiva de tenor totalitario son solo eso: expresiones de la voluntad política de sujetos movidos por el interés faccioso –aun cuando sea mayoritario– de tiranizar al resto y suprimir la república.

Notas

1. Este trabajo es producto de una investigación realizada con apoyo del CELARG.

2. Cf. Aristóteles, Política, Madrid, Alianza Editorial, 1998.

3. Cf. Maquiavelo, N., El príncipe, Madrid, Aguilar, 1951. También Cf. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza Editorial, 2000.

4. Cf. Hobbes, T., Leviatán, México, FCE, 1992.

5. Goldsmitt, M. M., "Liberty, virtue, and the rule of law, 1689-1770" en Wooton, D. (Ed.), Republicanism, liberty and commercial society, 1649-1776, Stanford, Stanford University Press, 1994, pp. 197-199.

6. Cf. Rousseau, J-J., Du contrat social, Paris, Éditions Gallimard, 1964.

7. Cf. Guerrero, C., De la sociedad, del Estado: latitudes del poder en la insurgencia democrática, Documentos de Trabajo N°1, Caracas, Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 2014.

8. Cf. Yanes, F. J., Manual político del venezolano, capítulo 1, Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1959.

9. Shklar, J., Men and citizens. A study of Rousseau´s social theory, Cambridge, CUP, 1969, p. 17.

10. En visión de Shklar, y en contraste con lo expuesto la noción de umori inserta en la argumentación de Maquiavelo, para Rousseau la participación política no es materia de auto-expresión de los individuos, ya que no se supone que ellos deban llevar sus intereses, aspiraciones ni opiniones privadas a la arena de los asuntos públicos. Ibid., p. 18.

11. Cf. Skinner, Q., Visions of politics. Renaissance virtues, Cambridge, CUP, 2002, p. 150 y ss.

12. Rousseau, Du contrat social, cit., pp. 228 y ss.

13. Cf. Constant, B., Cours de politique constitutionnelle, Paris, Librairie de Guillaumin et C., t. I, 1872.

14. Cf. Viroli, M., «The concept of ordre and the language of classical republicanism in Jean-Jacques Rousseau», en Pagden, A. (Ed.), The languages of the political theory in early modern Europe, Cambridge, CUP, 1990.

15. Cf. Berlin, I., “Two concepts of liberty”, en (Id.), Four essays on liberty, Oxford, OUP, 1969.

16. Roscio, J. G., El triunfo de la libertad sobre el despotismo, Caracas, Monte Ávila, 1983, p. 64.

17. Cf. García-Pelayo, M., Derecho constitucional comparado, Caracas, Fundación Manuel García-Pelayo, 2002.

18. Cf. Pettit, P., Republicanism, Oxford, OUP, 1999, pp. 171 y ss.

19. Cf. Ortega y Gasset, J., “Ideas de los castillos”, en (Id.), OO. CC., Revista de Occidente, v. II, 1954.

20. Sobre la no-interferencia, Cf. Berlin, "Two concepts of…", cit.

21. Cf. Skinner, Q., “The republican ideal of political liberty”, en Bock, G., (Id.), y Viroli, M., Machiavelli and republicanism, Cambridge, CUP, 1993.

22. Cf. Nicolet, C., “Introduzione”, en Meloni, G. (Ed.), Dittatura degli antichi e dittatura dei moderni, Roma, Riuniti, (1983). En el sentido clásico del término, Carl Schmitt explica que, como invención romana, la dictadura fue una magistratura extraordinaria contemplada en el derecho para enfrentar una emergencia que amenazase la permanencia de la república, articulando un poder ilimitado contingente por 6 meses para enfrentar esa crisis. No siendo tiranía ni dominación absoluta, fue un medio para preservar la libertad republicana. Cf. Schmitt, C., La dictadura, Madrid, Revista de Occidente, 1968.

23. Constant, B., citado por Filippi, A., “Legitimidad, instituciones jurídico-políticas y formas de gobierno en la polémica entre monárquicos y republicanos de Gran Colombia y de Francia (1828-1831)”, en (Id.) (Ed.), Bolívar y Europa en las crónicas, el pensamiento político y la historiografía, v. I, Caracas, Presidencia de la República, 1986, p. 333.

24. Cf. Baehr, P., Cæsar and the fading of the Roman world, New Brunswick, Transaction Publishers, 1998.

25. Constant, citado por Filippi, “Legitimidad, instituciones jurídico-políticas…”, cit., p. 310.

26. Cf. Rousseau, Du contrat social, cit.

27. Discrepo del argumento de Levitsky y Way sobre el autoritarismo competitivo, en tanto a mi juicio en tales regímenes, al no haber una democracia republicana, no hay ninguna democracia. Estos autores conceden la coexistencia en esos sistemas de la no-democracia con espacios para el ejercicio de ciertas prácticas democráticas, además de un sufragio ya de por sí imperfecto, sujeto al ventajismo de ser administrado por un poder sin límites. Cf. Levitsky, S. y Way, L. A., Elecciones sin democracia. El surgimiento del autoritarismo competitivo, Estudios Políticos, N° 24, (enero-junio 2004).

28. Cf. Berlin, "Two concepts of…", cit.

29. Cf. Baehr, Cæsar and the…, cit., pp. 102 y ss.

30. Cf. Gleason, A., Totalitarianism: The inner history of the Cold War, Oxford, OUP, 1995.

31. Lefort, C., ”Negarse a pensar el totalitarismo”, Estudios Sociológicos, Vol. XXV, 2007, p. 300.

32. Lefort, “Negarse a pensar...", cit., pp. 302-303.

Referencias bibliográficas

1. Cf. Aristóteles, Política, Madrid, Alianza Editorial, 1998.        [ Links ]

2. Lefort, C., ”Negarse a pensar el totalitarismo”, Estudios Sociológicos, Vol. XXV, 2007, p. 300.        [ Links ]

3. Cf. Hobbes, T., Leviatán, México, FCE, 1992.        [ Links ]

4. Goldsmitt, M. M., "Liberty, virtue, and the rule of law, 1689-1770" en Wooton, D. (Ed.), Republicanism, liberty and commercial society, 1649-1776, Stanford, Stanford University Press, 1994.        [ Links ]

5. Rousseau, J-J., Du contrat social, Paris, Éditions Gallimard, 1964.        [ Links ]

6. Guerrero, C., De la sociedad, del Estado: latitudes del poder en la insurgencia democrática, Documentos de Trabajo N°1, Caracas, Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 2014.        [ Links ]

7. Cf. Yanes, F. J., Manual político del venezolano, capítulo 1, Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1959.        [ Links ]

8. Shklar, J., Men and citizens. A study of Rousseau´s social theory, Cambridge, CUP, 1969.        [ Links ]