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EPISTEME

versión impresa ISSN 0798-4324

EPISTEME vol.34 no.2 caracas dic. 2014

 

Teorías de la democracia y participación política*

Carlos Kohn Wacher1

1 Instituto de Filosofía. Universidad Central de Venezuela

A mi hermana Esther (Dita) Cohén

Estimadas Autoridades de la Universidad LATINA de Panamá, Directora y miembros del Instituto para la Consolidación de la Democracia, Distinguidos invitados que nos acompañan en la celebración del décimo aniversario del Instituto, Colegas profesores, estudiantes, amigos todos.

Es un honor para mí, como profesor jubilado del Instituto de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela, haber sido invitado por vosotros a dictar una Conferencia sobre el escabroso tema de la “Democracia y la Participación Política”. También me complace dedicarle esta disertación a mi hermana: Esther (Dita) Cohén, en el contexto del homenaje que le están realizando, por estos días, en Venezuela, por los 60 años de dedicación a la promoción de la cultura en mi país.

I. Exposición de motivos:

«En las últimas tres décadas han proliferado un sinfín de debates académicos, y de calle, en torno al 'futuro de la democracia'. Esta angustiosa cuestión es fruto, parcialmente, del espinoso problema de la resignificación del vocablo demokratía;1 empero, el auténtico telón de fondo es el 'declive de la concepción liberal de la democracia', ya que, si bien no se puede negar que el liberalismo sigue ejerciendo la supremacía política, en los países del primer mundo: “reina” –a decir de Helena Bejar– “sin sucesor”,2 y expresa la culminación –pronostica Fukuyama– del “fin de la historia”, no obstante, como consecuencia de las profundas y globales transformaciones políticas, sociales, económicas y comunicacionales, que han venido ocurriendo de manera acelerada, se ha tejido alrededor de la democracia liberal una red de cuestionamientos en torno a su criterio de soberanía y a su capacidad para resolver la paradoja 'libertad-igualdad', es decir, la tensión entre la lógica liberal y la democrática (Bobbio). Sus pilares teóricos tradicionales y actuales: tolerancia, libertad negativa, racionalidad universal, imperio de la ley, neutralidad estatal, han quedado expuestos a presiones políticas de legitimidad que configuran una pesada carga de incertidumbre sobre su validez e idoneidad para mantener una participación ciudadana plural y comprometida con el bien común.

Frente a la ‘crisis’ del liberalismo político se han articulado, desde diferentes tradiciones intelectuales, modelos democráticos distintos: hoy se habla de republicanismo cívico (Hannah Arendt), la democracia como dimensión simbólica de lo político (Claude Lefort), las esferas plurales de la democracia (Michael Walzer), las redes sociales como instrumento democrático de la multitud (Hardt-Negri), pluralismo agonístico (Chantal Mouffe) y hasta de “contrademocracia” (Pierre Rosanvallon). Estos teóricos de la política se han propuesto desmontar la archi-aclamada tesis de que la única democracia viable es la del gobierno representativo, tal como la conciben, todavía hoy, los paladines de la democracia liberal, al borde de lo 'político' y de espalda a los fenómenos de la globalización y de la multiculturalidad.»3

El ‘desencanto democrático’ que se manifiesta por doquier en nuestras sociedades desde finales del siglo XX es asumido por estas nuevas perspectivas como un resultado del abandono por parte del liberalismo político (i.e., la democracia representativa) del principio básico de la legitimidad democrática: el gobierno debe ser del pueblo, por y para el pueblo, por medio de la deliberación y decisión colectiva de todos los ciudadanos. Para la corriente liberal, alegan los ‘demócratas radicales’ contemporáneos, el pueblo como principio y el pueblo como sujeto activo concreto habían sido limitados o sustituidos por un raudal de controles constitucionales y de mediadores burocráticos, que controlan y asfixian el ejercicio del autogobierno.4

Ciertamente, aunque las otras concepciones políticas como el marxismo ortodoxo y sus desviaciones estalinista, gevarista, castro-chavista, etc., hayan fracasado (desde el punto de vista de una progresiva democratización de la sociedad, se entiende) y aun cuando el cambio hacia un rumbo alternativo al modelo liberal no se avizore como perspectiva en el horizonte, sigue afianzándose el clamor por un viraje que abra la sociedad hacia múltiples vías de participación política, que permitan enmarcar, dentro de un panorama de mayor legitimidad, inclusión y pluralismo, una mediación histórico-política que se asuma como indispensable para el reposicionamiento de la democracia, dadas las marchas y contramarchas políticas observadas en el mundo (incluyendo la así mal-llamada “primavera árabe”), desde las postrimerías del pasado siglo.

Sin embargo, a pesar de que hemos dicho que la crítica a la visión liberal de la democracia es asaz reciente, en el apartado que sigue intentaré mostrar que, “vanidad de vanidades, no hay nada nuevo bajo el sol”, los argumentos del debate se remontan a la antigua Grecia, incluso a un período que antecede a la “era de Pericles”.

II. La dicotomía Oikos/polis:

Comienzo con el siguiente dato que me ha parecido curiosísimo y totalmente vigente en nuestros días: hacia el año 530 antes de la era cristiana, el tirano Pisístrato –por cierto, con mucho apoyo popular– emplazó a los ciudadanos atenienses con la subsecuente exhortación: “Vosotros ocupaos de vuestros ídia (los asuntos privados de cada quien) que yo me ocuparé de la koiné (lo común que nos reúne a todos)”. De este modo, ordenaba a los individuos a que sólo se dedicaran a sus ocupaciones particulares, es decir, que se sometieran a la condición de IDIÓTAI, con la idea de que él se adueñaría del KOINON (el ámbito de lo público). De ello se desprende el significado etimológico de IDIOTA, como aquel individuo que sólo se interesa en deleitarse de sus negocios personales. ¿No es ésta también la definición de alienación de Marcuse, en su libro: Un hombre unidimensional?

No muy distinta fue la apreciación del propio Pericles, casi un siglo después: “los atenienses somos los únicos que consideramos que quien no participa en los asuntos públicos, no sólo no se compromete por mera despreocupación, sino porque es un inútil.”5 De este menosprecio a la capacidad de la mayoría del pueblo para participar en la polis, cuyos adalides epocales fueron Platón y Aristóteles, surgió la justificación de un “gobierno de los mejores”, es decir, una aristocracia capaz de gerenciar los asuntos del Estado, De allí, a la concepción liberal de la democracia, no había más que un paso.

Mor de brevedad, me interesa señalar que incluso en el pensamiento republicano antiguo y moderno, muchos de sus portavoces (Cicerón, Guicciardini, Los federalistas, especialmente, Hamilton), consideraron la selección de “los más virtuosos”, como el mejor sistema de gobierno, para prescindir de la participación de las mayorías, “ignorantes” y “desinteresadas”, en la lucha por el bien común.6 A los ciudadanos ordinarios se los consideró como un conjunto escasamente instruido, incapaz de reflexionar y discernir acerca de los medios necesarios para ejercer el poder con prudencia y con eficacia. Se los estimó como un menor de edad al que había que proteger de sus propias inclinaciones. Tanto gnoseológica como éticamente sólo los pocos, según los Founding Fathers, estaban en condiciones de conocer y gestionar el bien común de la sociedad, porque sólo ellos eran “an aristocracy of virtue and wisdom governing for the good of the whole nation.”7

Para los Federalistas, como también para los teóricos políticos del Iusnaturalismo, la generalidad de los individuos sólo les interesa ocuparse de su privacidad, y, por ello, se han convertido en meros agentes de la producción económica, y, lo que es más importante, no les importa dejar la gobernación de lo público en manos de una élite de políticos y burócratas auto-legitimados por su alegada condición de expertos.

Pues bien, como veremos a continuación, esta visión despreciativa de la democracia fue uno de los fundamentos básicos para el desarrollo de una teoría liberal de la política, a partir de la modernidad.

Tal es el caso, por ejemplo, de Tomás Hobbes, quien paradójicamente habló de los derechos naturales a la libertad y al disfrute de los bienes particulares, por lo que, con mucha razón C. B. MacPherson8 lo etiquetó como el promotor del “individualismo posesivo”, y, sin embargo, justamente para salvaguardar esos derechos pertenecientes a la «esfera privada» de los individuos, ideó el artificio del «pacto de unión» entre ellos con el fin de crear un Estado absoluto, al que llamó, sintomáticamente: «Commonwealth», es decir, “bien común”, cuyo telos habría de ser: proteger los derechos naturales ahora convertidos en leyes, las cuales suprimirían todos los conflictos entre los hombres. La nueva «esfera pública», cuyo representante, sea este un monarca o una asamblea (muchos se olvidan de que Hobbes ofrece también esta última opción), habría de usufructuar la soberanía, que durante la Era de Pericles, era potestad de los ciudadanos, miembros de los demoi.

Con ciertas variantes, este modelo dicotómico, continuó siendo el paradigma de todos los iusnaturalistas modernos, herederos de Hobbes hasta Kant. Incluso Rousseau consideraba que al «buen salvaje» no le basta el “amor de si” para protegerse del proceso civilizatorio y debe ceder su libertad a la «voluntad general». No muy lejanos de esta tesis estaban Hegel (“los individuos sólo logran su libertad en el Estado”) y el joven Marx (“el hombre alienado sólo se emancipa en la sociedad comunista”).

Tal vez, el más claro y tajante enunciado del siglo XIX a favor de la democracia representativa y en detrimento de la democracia directa fue el de Benjamín Constant. Su tesis a favor del elitismo radica en el hecho de que las consecuencias socio-culturales y políticas de la acción individual se han vuelto, en las mega-sociedades, “imperceptibles” para sus sujetos, de lo que se deduce que los ciudadanos no participan en las decisiones políticas: “el individuo – afirma– casi no advierte la influencia que ejerce, jamás conoce el influjo que tiene su voluntad sobre el todo.”9 [Es decir, es “un idiota”].

Por otro lado, la persistencia del discurso sobre la indolencia del ciudadano moderno refleja también el impacto del cambio que ha experimentado la valoración misma de la política como actividad. Como bien nos lo recuerda Daniel Innerarity, la política no solamente ha dejado de ser la palanca de un soñado cambio social radical, sino que también ha tenido que renunciar a su pretensión de ser la forma predominante de experimentar individualmente lo público o lo social, y, mucho menos, ha mostrado ser capaz de garantizar la libertad plena y su buen uso.10 Por ello, los defensores de la democracia liberal diseñaron sendos mecanismos y promulgaron leyes que pusieran en manos de una élite de expertos las riendas de la gobernanza, sometida sólo al control formal y periódico de unas elecciones cuyos criterios procedimentales podían perpetuarles en el poder. Las reglas del sistema (selección de los candidatos por cada uno de los partidos que compiten, diseño a conveniencia de las circunscripciones, campañas electorales costosas, amañadas hacia el favoritismo para los empresarios donantes, restricciones presupuestarias a las autoridades regionales, etc., como es el caso de la mayoría de los países latinoamericanos) se introdujeron para arrebatarle el poder a los ciudadanos y para consolidarlo en manos de sus representantes. Por esta razón, la representación política así concebida es esencialmente elitista, y, por ende, tal como lo pregonan los detractores de la teoría demo-liberal, es antidemocrática.

III. Las inconsistencias de la concepción liberal de la democracia

La premisa básica, que los comunitaristas y los radicales asumen como punto de partida, es que el liberalismo político, en su apuesta por el elitismo, se equivoca porque no tomó en cuenta que la práctica de la democracia no puede quedar reducida a una simple competición por afán de prestigio, de dinero o de poder; y porque no acertaron a desprenderse de la idea de ciudadano como un ser egoísta y apático. Erró también al sostener que las preferencias políticas eran el resultado del carisma, –al que califican, eufemísticamente, de ‘preparación’– de los respectivos dirigentes políticos; y del poder de persuasión de la propaganda y de las arengas de los líderes partidistas en las campañas electorales, vacíos de cualquier motivación añadida que no sea el afán de poder para sí mismos. De modo que, quienes adoptan el gesto moralizante del vocero que se auto-designa representante popular o vicario de los héroes de la patria, tienden a olvidar que la democracia de los modernos no funciona sobre la base de acuerdos prudenciales que persiguen el “bien común’ (la eudaimonía, como la describiría Aristóteles), sino principalmente de instituciones y procedimientos, que, al menos en teoría, deben garantizar el derecho a la participación política de todos los ciudadanos, lo que, en realidad, no se ha alcanzado en la práctica.

En efecto, los críticos aducen, que en la segunda mitad del siglo XX, se ha abierto una brecha, en el marco del discurso demo-liberal, entre expectativas y resultados, y argumentan, que esa brecha se va haciendo cada vez más profunda. Ralph Dahrendorf lo sintetiza de la siguiente manera:

la democracia había quedado apresada por la necesidad de encontrar algún punto de equilibrio entre tres exigencias contrapuestas, a las que en ningún caso se puede ya sustraer: 1) el crecimiento económico o, si se prefiere, el logro de cuotas siempre mayores de bienestar; 2) la estabilidad y la cohesión social en el marco de sociedades complejas (yo prefiero el término: “multiculturales”) y 3) la garantía de derechos individuales (yo agregaría también de las minorías).11

Este diagnóstico es atractivo, pero, a todas luces, insuficiente. Por mi parte, sostengo que, la ‘facticidad y validez’ de la democracia depende de que sea capaz de proveer vías para intentar resolver asuntos tan profundos y dispares como los siguientes:

1) La condición de ciudadanía participativa y las transformaciones de la sociedad civil, que exigen la reestructuración de las formas de intersubjetividad en sociedades multiculturales, tanto en los países del primer mundo, como en nuestras sociedades latinoamericanas. (Abismo político).

2) Las presiones migratorias y los conflictos identitarios (lo estamos viendo en Panamá, con todos esos debates acerca del así mal llamado “crisol de razas”), que generan reelaboraciones teóricas y nuevas medidas constitucionales, de conformidad con las normas, aun inexistentes, que reclama la justicia en un mundo globalizado. (Abismo jurídico).

3) ¿Cómo establecer control sobre las nuevas formas de ‘imperialismo’, no sólo político, sino también, económico y cultural; en situaciones de dependencia tecno-científica, y de informática digitalizada?, en el marco de una sociedad del conocimiento. (Abismo educativo).

Probablemente me he quedado corto. Estoy seguro que se le pueden agregar un sinfín de: “promesas incumplidas de la democracia”, como las denomina Norberto Bobbio.12 Estos déficits no son fáciles de solventar, pero hay que encauzarlos hacia la dirección adecuada. También aquí me permito enunciar algunos tips:

·        En el contexto de sociedades plurales complejas y globalizadas es imprescindible buscar formas de equilibrio entre: universalidad de las leyes y diversidad. No basta con la mera tolerancia a la expresión cultural de las minorías. Los valores que dignifican el reconocimiento mutuo son: la responsabilidad y la reciprocidad.

·        No podemos seguir creyendo en una “mano invisible” que guía la convergencia del interés particular al interés general. El poder social no se ha transferido al mercado, como aspiraba el discurso neo-liberal, sino que ha quedado en manos de organizaciones rígidamente jerárquicas, típicamente burocráticas, grandes empresas y compañías de servicios, así como diversas organizaciones cuasi-gubernamentales: Agentes, todos ellos, que se caracterizan no sólo por el hecho de situarse en la oscura frontera de impunidad que se extiende entre lo público y lo privado, sino sobre todo por la ausencia de control democrático, disfrazada a menudo con el lenguaje de la eficiencia en la gestión.

·        Tampoco, que la satisfacción de las demandas de «igualdad» traerá automáticamente mayores niveles de democracia. Los así llamados “socialismos reales”, del pasado siglo, parecen demostrar lo contrario.

·        Empero, insisto en que el mayor riesgo para la democracia de nuestros días es dejar que ésta sea sustituida por formas arcaicas de ‘democracia plebiscitaria’, que socave el legítimo gobierno representativo, con sus procedimientos legales y sus mediaciones con las demás instituciones, quedando en pie el autoritarismo de un gobierno sin reglas.

Hay muchos otros temas que avasallan el pensamiento político contemporáneo sobre la democracia. Algunos de ellos son de larga data, otros más actuales, pero todos han generado diferentes propuestas y perspectivas, en cuanto, por ejemplo, a la relación entre democracia, igualdad y diferencia; entre democracia y derechos; entre democracia y ciudadanía; entre democracia e identidades culturales. Cada una encierra además una multiplicidad de problemas, que inciden de manera decisiva sobre la conceptualización y la valoración del ideal democrático. Por el poco tiempo que me queda, sólo me referiré a dos cuestiones que, a mi modo de ver, tienen gran relevancia.

IV. La crisis de la representación vis á vis la participación política

La primera cuestión tiene que ver con la deslegitimación de las formas de representación y los espacios públicos de participación política. Representación y participación se hayan necesariamente vinculadas, pero entre ellas no se da una articulación unívoca. Más participación no significa automáticamente menos representación, entre otras cosas porque sin participación, esto es, sin mecanismos confiables y viables que permitan sopesar la voluntad popular y la exigencia de responsabilidades, no es posible hablar de representación. Por otra parte, ya hoy no nos engañan con aquello que un gobierno legítimo es aquel que cada 4/5 o 6 años gana la elección con ‘una participación mayoritaria’ del voto [i.e., la “democracia del minuto”]. Sabemos que son muy pocos los sufragios que no están amañados por la intimidación, la corrupción, la oferta de prebendas, etc. Ante esta degradación de los procedimientos democráticos, cabe debatir (y la jornada que nos trae hoy a la Universidad Latina de Panamá, es un escenario excelente para ello) si la solución es más participación o mejor representación.

El otro gran problema, que conviene resaltar, es el de la ingobernabilidad de las democracias reinantes. El mayor escollo que encuentra hoy la puesta en práctica de la participación política no reside en el exceso de poder de las oligarquías, sino, como ya advertí antes, en la apatía, la manipulación y la corrupción a las que están sometidas la mayoría de los ciudadanos, y al miedo o terror de las minorías que desconfían de sus derechos constitucionales a las libertades básicas y a la equidad. La tradicional contraposición entre democracia y autocracia está siendo desplazada por otra, a saber: ¿Quién gobierna?/¿alguien gobierna? No sé si estarán de acuerdo con el siguiente argumento de Andrea Greppi: “La agonía de la democracia en tiempos de globalización y de constantes revoluciones tecnológicas no depende tanto de la maldad de los gobernantes, de la voracidad del mercado, de la ignorancia o estupidez de los súbditos, como de que ya no hay nadie que esté en condiciones de gobernar” [se me ocurre, nada más y nada menos, el ejemplo de Obama, incluso con mayoría en el Congreso] –y, concluye, unas líneas más adelante, el teórico italiano–: “Sin gobierno no puede haber democracia. Se abre así una nueva vía hacia el estado de naturaleza, hacia el totalitarismo, identificada ahora con una nueva forma de negación de la política.”13

En todo caso, el éxito o el fracaso de la democracia no puede, ya más, estar cifrado exclusivamente en la democratización de las instancias de formulación de normativas, vale decir, reformas constitucionales, así como del sistema parlamentario y de los partidos. Necesitamos avanzar hacia la descentralización de los procesos administrativos, introduciendo formas de autogobierno en otras sedes públicas –instituciones educativas, movimientos sociales, asociaciones culturales, organizaciones ambientalistas, empresas, aunque sean privadas, medios de comunicación, etc.; en síntesis, en aquellos espacios en los que se toman decisiones que afectan, de manera substantiva, a los intereses fundamentales de los ciudadanos.

V. Desiderata

La consecución de nuevos espacios de participación democrática, en cualquiera de los países del así llamado Tercer Mundo y, por ende, también en Panamá y en Venezuela, depende, no sólo, de las condiciones económicas, de las políticas sociales y de los “gendarmes” externos, sino igualmente, que se establezcan y compartan un conjunto de valores y principios que los fundamenten y legitimen. Esa fibra moral que subyace a la democracia es, sin embargo, de lo más precaria en las sociedades latinoamericanas. Nuestra cultura política al ser, en buena medida, resultado de una larga cadena de dictaduras y de haber vivenciado la política como forma abusiva de ejercicio del poder –incluso en aquellos cortos períodos en los cuales el régimen imperante podría arrogarse la etiqueta de ‘gobierno formalmente democrático’– se caracteriza por una gran desconfianza en las instituciones del Estado, una baja estima de los servicios públicos y por la gravísima situación de corrupción que experimentan nuestros países.

Diversos desafíos encaran el Estado y la sociedad civil para llevar a cabo la necesaria reforma política, intelectual y moral con el fin de garantizar la diversidad cultural y el pluralismo de las ideas. Además de los ya señalados, el de mayor urgencia tiene que ver con la creación de una Res publica que desarrolle y difunda los valores de la democracia, las prácticas y las relaciones de la convivencia civilizada, de la comunicación, del respeto a la diferencia, de la necesidad de participar en la toma de decisiones y ejecución de tareas. En otras palabras, la reforma de las instituciones políticas sería per se insuficiente, si no se la acompaña con una verdadera reforma de la política, es decir, de la ética; de las razones y las maneras a las que son afectos los ciudadanos cuando ejercitan su libertad en la esfera pública. Las creencias ingenuas que sostenían que la democracia estaba representada en y por un Estado, no tienen ya asidero posible.

Un proyecto de democracia participativa debe tener en cuenta lo político, incluso, en cuanto es: “esfera natural del disenso y del conflicto” y debe determinar y absorber las consecuencias de la irreductible pluralidad de valores. Al igual que los defensores del liberalismo político, también quisiera ser testigo de la creación de amplios acuerdos en torno a los principios de la democracia pluralista; empero, no creo que tal consenso deba imperativamente estar basado en una racionalidad dada o en una unanimidad circunstancial, por más que pareciese evidenciar (en el momento en que es logrado) la voluntad de la mayoría. La verdadera tarea, a mi entender, es promover la solidaridad crítica con nuestras instituciones democráticas y el mejor modo de hacerlo no es demostrando que ellas serían elegidas por actores racionales bajo “el velo de la ignorancia” (Rawls) o como resultado de un “diálogo neutral” (Larmore) sino estableciendo un compromiso moral (de deberes y de derechos) respecto de ellas. ¿De qué manera?: Desarrollando y multiplicando los discursos, promoviendo que, durante el ejercicio de la participación política, se lleven a cabo aquellos “juegos de lenguaje” (Wittgenstein) que constituyen perspectivas intersubjetivas en defensa de la libertad, en tantos ámbitos públicos como sea posible, con el fin de poner en práctica aquellos valores ciudadanos indispensables para que los seres humanos logren alcanzar su verdadera condición, a saber, la libertad para desarrollar plenamente sus potencialidades.

Finalmente, en esta conferencia he querido proferir que no sólo es necesario, sino también posible, la reconceptualización de la democracia. Para lograr este cometido, debemos intentar apropiarnos de los razonamientos y de las experiencias que, a nuestro juicio, constituyen las bases para la construcción de una nueva teoría política que sea capaz de emprender, con alto grado de plausibilidad, una auténtica renovación del ethos social y, con ello, colocar los cimientos de una vida plenamente humana; es decir, de una ciudadanía políticamente participativa.

Se trata, en efecto, de una empresa ético-política y, por lo tanto, educativa (interesada en los valores creativos que pueden ser realizados en la esfera pública como fruto de la interacción activa de los miembros de la comunidad), que no desconoce, reiteramos, el rol constitutivo del conflicto y de la diversidad.

En lugar de protegernos de las tensiones inherentes a las relaciones inter-grupales a través de la instauración de Leviatanes, la tarea que tenemos los teóricos de la política, los representantes de los partidos, de las instituciones del Estado y de las organizaciones proactivas de la sociedad civil, es: explorar la manera de crear aquellas condiciones bajo los cuales los antagonismos puedan ser conjugados o, mejor aún, reconducidos positivamente para que una sociedad democrática y pluralista sea posible.

Muchas Gracias.

Notas

 * Conferencia dictada en la Universidad LATINA de Panamá en conmemoración al 10° aniversario de la fundación del Instituto para la Consolidación de la Democracia.

1. Hard y Negri han señalado que la crisis actual de la democracia “tiene que ver no sólo con la corrupción y la insuficiencia de sus instituciones y prácticas, sino también con el concepto mismo… [arguyen que], en parte, esa crisis proviene de que no queda claro lo que significa la democracia en un mundo globalizado” (Negri, A. y Hardt, M., Multitud, Caracas, Edit. Melvin, 2004, p. 268.

2. Bejar, H., El corazón de la república. Avatares de la virtud política, Barcelona, edic. Paidós, 2000, p. 173.

3. Estas disquisiciones son fruto del trabajo conjunto con mi colega Jesús Ojeda quien, con su amable diálogo, nutre las discusiones del Seminario Interno del Instituto de Filosofía de la UCV.

4. Cf. Rosanvallon, P., Democracy: past and Future, New York, Columbia University Press, 2006, p. 192.

5. Cf. Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Edit. Cátedra, 1994, p. 65.

6. Cf. Rivero, Á., “El discurso republicano”, en del Águila, R., Vallespín, F. y otros, La democracia en sus textos, Madrid, Alianza Edit., 2007, pp. 64-69.

7. Pitkin, H. F., The concept of Representation, California, University of California Press, 1967, p. 172. Incluso Montesquieu afirmaba, ya bastante antes que los federalistas, que “la gran ventaja de los representantes es que son los capaces de discutir los asuntos. El pueblo en modo alguno lo es” (El espíritu de las leyes, Libro II, Cap. 3, Madrid, Edit. Tecnos, 1980).

8. Cf. MacPherson, C. B., La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Madrid, Edit. Trotta, 2005, pp. 21-109.

9. Constant, B., Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos, Madrid, Edit. Tecnos, 1988, p. 76.

10. Cf. Innerarity, D., El futuro y sus enemigos, Barcelona, Edit. Paidós, 2009, p 163 y ss.  

11. Dahrendorf, R., La cuadratura del círculo: bienestar económico, cohesión social y libertad política, México, FCE, 1996.

12. Bobbio, N., El futuro de la democracia, México, FCE, 1986.

13. Greppi, A., Concepciones de la democracia en el pensamiento político contemporáneo, Madrid, edit. Trotta, 2006, p. 21.

Referencias bibliográficas

1. Bejar, H., El corazón de la república. Avatares de la virtud política, Barcelona, edic. Paidós, 2000.        [ Links ]

2. Rosanvallon, P., Democracy: past and Future, New York, Columbia University Press, 2006.        [ Links ]

3. Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Edit. Cátedra, 1994.        [ Links ]

4. Rivero, Á., “El discurso republicano”, en del Águila, R., Vallespín, F. y otros, La democracia en sus textos, Madrid, Alianza Edit., 2007.        [ Links ]

5. Pitkin, H. F., The concept of Representation, California, University of California Press, 1967.        [ Links ]