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versión impresa ISSN 1012-1587

Revista de Ciencias Humanas y Sociales v.21 n.47 Maracaibo ago. 2005

 

¿Ciudadanía postpolítica? El legado liberal y la despolitización

Claudia Yarza

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina E-mail: nautilus@supernet.com.ar

Resumen

El trabajo toma como punto de partida la despolitización y asfixia de la vida cívica en las sociedades occidentales contemporáneas, y sugiere que para su análisis no alcanza con remitir toda la capacidad explicativa al complejo que introducen, en las últimas décadas, la posmodernidad cultural y el neoliberalismo, sino que debe pasar también por la constitución de la ciudadanía moderna y de su funcionalidad con el capitalismo. En este sentido, la elucidación de las nociones de sociedad civil y de consenso individual permite comprender que la abstracción en que se delinea el ciudadano se solventa en un modelo de subjetivación utilitarista e individualista, muy poco proclive a la recreación de virtudes cívicas, y que se institucionaliza dentro de un formato de prescindencia de la política a favor de procesos de concentración de unos poderes estrictamente “para-políticos”.

Palabras clave: Postpolítica, despolitización, liberalismo, apatía cívica.

Postpolitical Citizenship? The Liberal Legacy and Depoliticization

Abstract

This article begins with an analysis of the de-politization and asphyxiation of civic life in western contemporary societies, and suggests that in order to analyse it, references to the complexity of both the postmodern and neoliberal cultures are not enough to explain such phenomena. Instead, the analysis has to take into account the constitution of  modern citizenship and its functionality within capitalism. In this respect, the elucidation of the notions of civic society and of individual consensus allows us to understand that the abstraction in which  citizenship is delineated is found in the model of utilitarian and individualistic subjectivism, which is not at all similar to the re-creation of civic virtues, and that it becomes institutionalized within a format that sacrifices what is political in favor of processes that focus on a few strictly “para-political” powers.

Key words: Postpolitics, depoliticization, liberalism, civic apathy.

Recibido: 02 de marzo de 2005 • Aceptado: 07 de julio de 2005

INTRODUCCIÓN

Fenómenos actuales como la despolitización de la vida cívica en las sociedades occidentales contemporáneas, e incluso el muy mentado “fin de la política”, suelen explicarse a partir de los enormes cambios provocados por la denominada globalización capitalista: una nueva totalidad constituida por las redes tecnológicas, mediáticas y financieras y su impacto en un tipo de socialidad que se dirime entre la contracción privatista de la vida pública y la repolitización autoritaria que inducen las grandes corporaciones. Abordajes tales como los que refieren a la crisis de la representación, el impacto de los medios masivos y del marketing, la proliferación del “giro cultural”, articulan -acertadamente, las más de las veces- el problema de la deflación de la política a una condición, un humus societal, derivado del emergente contexto donde se conjugaron la posmodernidad cultural y neoliberalismo político-económico. Y sin embargo, a nuestro juicio tales expedientes no abarcan todo el entramado disponible para iluminar los contornos de la despolitización contemporánea. Corresponde, a nuestro juicio, retrotraer tales análisis a una escena previa, la de la constitución misma de la ciudadanía moderna y de su funcionalidad capitalista, para acceder a otra instancia explicativa. Sobre esa senda nos internaremos en lo que sigue.

1. DEL CIUDADANO AL “INDIVIDUO COMÚN”

Una primera aproximación al tema que deseamos analizar concierne a la expansión de las lógicas privatistas en el mundo occidental, a la forma en que se extiende un tipo de subjetividad crecientemente individualista como terreno de la política moderna (y posmoderna). Contrariamente a lo que se espera, los cientistas políticos no poseen un corpus ni descriptivo ni explicativo acerca de este factum, del hecho de que el mundo de la pluralidad esté tornándose un “territorio baldío -abandonado, o cedido al experto- que no convoca a la voluntad de los individuos comunes”; ¿acaso éstos han perdido esa ‘vocación por el ágora’ alguna vez mentada en la literatura política? (Carozzi, 2001).

La pregunta nos lleva a pensar la materia de que están hechos tales individuos comunes, asunto que no es ninguna obviedad ni en la filosofía ni en la ciencia política. De las tradiciones que nos hablan del ciudadano -tradiciones políticas occidentales-, la que tiene más larga historia (desde Sócrates hasta el republicanismo cívico actual) ha hecho especial hincapié en que el bien de la comunidad depende del compromiso que con él contraigan ciudadanos informados por virtudes cívicas, y que éstas dependen a su vez del fomento que reciban por parte de las propias instituciones y las prácticas políticas. Sin la atención que despertaba la necesidad del desarrollo de las virtudes ciudadanas por encima del interés egoísta no se entiende la “Oración fúnebre” de Pericles ni la Politeia de Platón, ni la vinculación sociológico-política que desde entonces se establece entre la democracia y la paideia ciudadana. Tradiciones recogidas por Maquiavelo en sus Discorsi, cuando alega que sólo la búsqueda del bien común -y no del “bien particular”- engrandece a los pueblos, y que a éste sólo atienden las repúblicas que entrenan a sus pueblos en la libertad (Maquiavelo, 1965). En esta constelación, la ciudadanía era entendida no como “portación de derechos” sino como la capacidad de entrar a decidir en los asuntos públicos por parte de hombres libres e iguales -en palabras de Aristóteles, se trataba sin más de “la participación en la judicatura y en el poder” (La Política, Libro III, I).

Desde el punto de vista sociológico, sin embargo, estos ciudadanos no son los “individuos comunes” mentados en la política moderna. Aristóteles en la obra mencionada relega la inclusión de trabajadores y artesanos de los asuntos de la polis ideal, por estar aquellos en contacto con los “trabajos necesarios a la vida”… aún cuando admite que existen otras posibilidades: por ejemplo, la oligarquía los haría ciudadanos “ya que muchos artesanos llegan a ser ricos” y la democracia otro tanto… “en razón de la penuria de los ciudadanos genuinos” (Libro III, III). Si confiamos en las consideraciones más sociológicas de Hannah Arendt, no debe sorprendernos el cambio en la concepción de la ciudadanía, ni el que aquellos relegados del ágora -más cercanos al homo laborans que al zoon politikón- hayan sido encomiados veintitantos siglos después por Marx como la clase realmente revolucionaria que cambió la faz del mundo y del lenguaje, y que fue capaz de acompañar cada momento de su evolución con los progresos políticos concomitantes: la burguesía fue estamento bajo la dominación feudal, y asociación armada y autónoma en las comunas; consagró repúblicas urbanas independientes en unos sitios, y fue tercer estado tributario de la monarquía, en otros; pasó, finalmente, de contrapeso de la nobleza en el absolutismo a portadora de la hegemonía del poder político en el Estado representativo moderno (Marx y Engels, 1974).

De ahí que no sea tan asombrosa, por ende, la inversión de aquella vieja tradición sobre la ciudadanía política efectuada por los escritores políticos ingleses del siglo XVII, con el privilegio acordado a la funcionalidad política del individuo, a su interés personal e “independencia” con respecto a los asuntos públicos. Si ya la “oligarquización de lo público” (Wolin, 1974) en la decadencia de la República Romana (hacia el siglo I a.c.) había hecho plausible la primera versión filosófica del “contrato social” -que, en la pluma de epicúreos y estoicos, contenía una clara advertencia sobre el “desentendimiento” de los sujetos con respecto a la política-, de igual modo en la Inglaterra del 1600 el crecimiento de la propiedad privada en desmedro de la propiedad comunal, clánica o feudal, potenciaron otra vez la admisión de una tesis que ponía al individuo como fundamento del lazo social. Desde la célebre “Fábula de las Abejas, o Vicios privados, virtudes públicas” de Mandeville, hasta On Liberty de John Stuart Mill y todo el liberalismo político posterior, se consiguió instalar perdurablemente un nuevo ethos que dejó, como dice Carlos Strasser, “la marca indeleble de la modernidad burguesa” (Strasser, 2001). No es baladí tener en cuenta que esta otra tradición floreció en una sociedad cuyos caracteres culturales y religiosos ya eran profundamente individualistas, los que pudo imponer luego globalmente hasta convertirse en el “sentido común” de las sociedades occidentales “bárbaras” posteriores, en forma ininterrumpida, masiva y penetrante en los últimos dos siglos. El resultado ha sido el de una concepción de la vida política en la que la libertad personal y el interés individual se transforman en “principios” y punto de partida del orden social, bajo la premisa de que cada cual debe aspirar a ver garantizada su independencia respecto de la “interferencia” de lo político como condición de posibilidad del libre goce de sus derechos personales.

2. LA CONSTRUCCIÓN DE UN MODELO DE CIUDADANÍA

Desde el punto de vista filosófico, dos ideas de la modernidad política son ajenas a las tradiciones clásicas: la de sociedad civil y la del consentimiento individual como fundamento del Estado. Si bien tanto en Aristóteles, en Cicerón y en Maquiavelo se asume la correlación entre gobierno republicano y participación ciudadana, ésta no reviste los caracteres que posee la idea de consenso posterior: será la ilustración europea -con el portentoso puntapié del Leviatán de Hobbes- la que establecerá al consentimiento individual de cada uno como piedra angular de la fundamentación del Estado moderno. El concepto moderno de ciudadanía, entonces, está ligado a la suposición de la voluntad de los individuos de asociarse para lograr su bienestar, siendo tal voluntad el resultado de una operación racional -una forma de cálculo que no depende, necesariamente, de la “buena voluntad”-, artilugio que permitió a las clases medias en ascenso pensar el cuerpo social como un producto “artificial” devenido del consenso entre individuos libres e iguales y así desmontar todo fundamento basado en la autoridad o la tradición.

Al pensar al Estado como dependiente de la voluntad de los individuos para la protección de sus propiedades y derechos, el contractualismo y su correlato jurídico -la doctrina de los derechos naturales individuales-, vinieron a solventar las necesidades de emancipación de la burguesía (Bobbio, 2000). Aún así, el modelo contiene una vocación de universalidad y de realización que las tradiciones de ciudadanía precedentes nunca plasmaron realmente, vocación que manaba de la enorme conflictividad social y política ocasionada por las transformaciones económicas, sociales y culturales que hacia el siglo XVII detonó con las guerras civiles inglesas (1). La subjetividad emergente tenía que recoger la exigencia de libertad igual, voluntad libre, obediencia también libremente consensuada y resistibilidad al poder cuando éste es ilegítimo, demandas que enriquecieron la vertiente democrática de las ideologías políticas posteriores.

Pero el recurso categorial elegido fue, a fin de cuentas, la invención de una subjetividad abstracta e individualista: son los individuos quienes habitan desnudos el estado de naturaleza, allí radica su condición de libres e iguales, y también su extrema insociabilidad. De aquí se siguen amplísimas consecuencias para la concepción moderna de la ciudadanía, que agruparemos en los dos apartados que siguen.

2.1. Del zoon politikón al egoísta racional, y de la civitas a la civilitas

El primer punto concierne a la forma en que se desdibuja la imbricación entre el “animal racional” y el zóon politikón que dominó el entramado conceptual de la teoría política antigua y medieval; para la burguesía en ascenso, predicar la sociabilidad natural del hombre impedía cuestionar las relaciones jerárquicas e inigualitarias ínsitas en la idea de autoridad natural, mientras que, en cambio, el modelo del contrato social -solución racional a la suposición antropológica sobre la “insociabilidad” y el egoísmo naturales- permitía pensar una situación contrafáctica de igualdad y libertad predicable a todos. Suele entenderse esta nueva cimentación como opuesta a la tradición aristotélica acerca del fundamento de la polis (Bobbio, 2000) -en rigor, tal sería la lectura cristiano-medieval del aristotelismo, ya que los antiguos griegos habrían fundado la especificidad de la política en ruptura con el ámbito del hogar, la familia y por ende la naturalidad (2)-; con todo, los filósofos contractualistas forman su credo en la revisión de estas tradiciones, pregonando que el Estado no surge de una génesis natural, sino de una construcción deliberada y consciente por parte de individuos abstractamente puestos en una situación hipotética o ficticia. En efecto, si bien el pacto que da origen a la sociedad funge como el fundamento jurídico-constitutivo del Estado, sin embargo no se le considera como un hecho histórico; basta con pensarlo como una especie de condición, un “como si” sistemático cuya función es la de constituir un principio racional de legitimación del poder (3).

Pero además, al desplazar al zoon politikón también se gana en protección de un espacio de civilidad definida por fuera de los márgenes del Estado: el énfasis en la idea de sociedad civil, y su separabilidad con respecto a lo estatal, no tiene tampoco precedentes en el mundo antiguo. Ya Hegel le da esta connotación de figura histórica en los Principios de la filosofía del derecho (2004), al señalar que los estados de la antigüedad -tanto los despóticos de Oriente como los de las ciudades griegas- no contenían en su seno una sociedad civil y que su descubrimiento pertenece al mundo moderno (§182, 185, 206). Bobbio nos recuerda que la traducción latina del modelo aristotélico basado en la dicotomía entre la esfera doméstica y la política, acuñó la oposición Societas civilis/societas domestica, donde civilis de civitas corresponde a politikós de polis, y cuya expresión en Aristóteles sería la koinonía politiké, noción que presentaba a la polis como una comunidad autosuficiente ordenada en base a una constitución (políteia), motivo por el cual era un equivalente del Estado en el sentido moderno de la palabra (Bobbio, 2001). Lo que introduce en esta línea la tradición iusnaturalista moderna es el carácter instituido o artificial de la sociedad civil (machina machinarum de Hobbes), antítesis (y no continuación) del estado de naturaleza, constituida gracias al acuerdo de los individuos para salir del mismo.

También la tradición escocesa -de Ferguson, Hume y Adam Smith- incorpora con el término una idea de demarcación histórica, pero con la diferencia de que en estos escritores civilis no es el adjetivo de civitas (condición política) sino de civilitas (condición civilizada), con lo que la expresión civil society connota el progreso histórico que representa el paso de las sociedades primitivas al estado civilizado caracterizado por la institución de la propiedad privada, el intercambio y el Estado (Bobbio, 2001). Precisamente tal sentido de mundo “civilizado” es el que discute Rousseau frente a la Academia de Dijón para contradecir esa autoimagen progresista de que se dotaba la lógica de la maximización del beneficio privado en el crucial momento de la ofensiva social contra el Ancien régime (Rousseau, 1961).

De manera que el surgimiento de la sociedad civil viene junto a un conjunto de ideas que acompañan el nacimiento del mundo burgués: la afirmación de derechos naturales que pertenecen al individuo y que como tales restringen la esfera del poder político; el descubrimiento de un campo propicio para el desarrollo de las relaciones interindividuales, como las relaciones económicas, que se autorregulan sin necesidad de intervención estatal; la dilatación del derecho privado mediante el cual los individuos ajustan sus acciones de acuerdo con sus intereses particulares; todos ellos sumados a un ethos que suponía que el crecimiento urbano y comercial no sólo conllevarían prosperidad material sino también impondrían la nueva civilización a nivel planetario, pacificado en adelante por un nuevo sentido común político y comercial.

En el suelo discursivo del antagonismo a las monarquías absolutistas, dicha matriz permitió la articulación de categorías, como dijimos, con una fuerte impronta democrática; sin embargo, la escisión individuo/ciudadano, imposible de cancelar, exhibió también los límites ideológicos de las clases sociales en ascenso: ¿cuánto contenido social consiente esta noción de ciudadanía? ¿Y cuánto de civil, de derecho privado? Si la antropología atomística en la que acabó por configurarse el discurso liberal nacido de la ilustración fue, finalmente, el dispositivo “ideal” que necesitaba el nuevo orden burgués, sin embargo tal borramiento de lo social no era un simple dato en el entramado discursivo del siglo XVIII; por el contrario, las figuras de Rousseau o de Kant contrastan con una ética anti-utilitarista las posibilidades de fundamentación de la esfera de lo público y de los derechos ciudadanos, con lo que recogían -presumiblemente- una arena discursiva preconstituida con trazas libertarias ciertas. Será por eso que Hegel, pasada ya la convulsión revolucionaria, sintió la necesidad de “cubrir” la hiancia entre ambos encuadres, al postular para el Estado unas funciones ético-políticas que superasen a la mera regulación de las relaciones sociales e interindividuales en el seno de la sociedad civil. Como dice Atilio Boron, si bien la agenda política de los estados capitalistas priorizaba la separación de poderes, el estado mínimo, o una democratización sin peligros para las clases dominantes, funciones todas que sin dudas las filosofías del liberalismo político cubrían normativamente, sin embargo éstas dejaban vacante la importante función ideológica de consagrar el “todo social” resultante como una expresión de universalidad. En este sentido, Hegel puede ser visto como la síntesis entre las perspectivas que hemos presentado, al haber logrado solventar una imagen del Estado burgués por encima de los antagonismos de clase y neutral respecto de los sórdidos intereses materiales; una construcción más esbelta, capaz de diluir el carácter clasista presente en la sociedad civil con un manto de fines trascendentales (Boron, 2001).

Semejantes fines no pasaron por alto para Marx cuando emprendió el estudio de la Filosofía del Derecho de Hegel; incluso puede afirmarse que ese estudio tenía por santo y seña la convicción de que -si no en la política- era en el campo de la teoría que los alemanes estaban a la altura del presente moderno (Abensour, 1998). Criticando la teoría hegeliana, Marx ataca en un mismo movimiento la abstracción de la concepción burguesa del Estado y el fenómeno socio-histórico de lo que denominará la “alienación política”, como si la imposibilidad histórica de la emancipación política en Alemania le hubiera revelado al mismo tiempo la incompletud intrínseca de ese proyecto. En efecto, si en la Crítica del Derecho del Estado de Hegel (1843) se analiza cómo la esfera política se desarrolla en un “más allᔠde las otras esferas materiales, esto es, en la enajenación y la abstracción de la contradicción real, ya en Sobre la cuestión judía Marx considera que el acontecimiento revolucionario de 1789 y su producto, la emancipación política, aunque represente un gran progreso “dentro del orden del mundo actual”, no es sin embargo una emancipación del hombre real sino la emancipación que la clase burguesa, en tanto clase revolucionaria, ha legado al mundo: una liberación, por ende, limitada y contradictoria (Marx, 1982). Porque la emancipación política, y la propia existencia del Estado político que surgen de esa revolución, han neutralizado “políticamente” las desigualdades y diferencias que antes eran abiertamente políticas. Ahora, convertidas en diferencias no-políticas, actúan sin embargo a su modo:

Pero el Estado anula políticamente, a su modo, las diferencias de nacimiento, de nivel social, de cultura y de ocupación, al declarar el nacimiento, el nivel social, la cultura y la ocupación del hombre diferencias no políticas, al proclamar que todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, participa por igual de la soberanía popular, al tratar a cuantos intervienen en la vida real del pueblo desde el punto de vista propio del Estado. Pero ello no obsta para que el Estado deje que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como tales propiedades privadas, cultura y ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado descansa sobre estas premisas (Marx, 1982).

En adelante, como afirma el autor, el Estado descansa sobre estas diferencias de hecho de clase, de nacimiento, de cultura, de ocupación; el “idealismo del Estado político” y de la ciudadanía política es posible porque el “materialismo de la sociedad civil” ya ha hecho su trabajo. Ese es el contenido estrecho de la emancipación política, su específica abstracción: los derechos proclamados en la revolución (libertad, igualdad, propiedad privada, seguridad) son los derechos no del hombre real sino del individuo aislado, de la mónada disociada de la sociedad y replegada en sí misma que hace las veces de fundamento de la sociedad burguesa, mientras que a la condición ciudadana -formalmente predicable de todos los miembros de la comunidad- le queda una soberanía imaginaria; así, en tanto el hombre es despojado de su vida real como individuo, es dotado de una “generalidad irreal” como ciudadano.

En conclusión, podríamos decir que no se trata de impugnar simplemente las declaraciones modernas de los derechos individuales ni las revoluciones burguesas en cuanto tales, sino de señalar su lugar, su espacio de eficacia empírico-social. La enseñanza que tomamos de Marx es la que nos permite decir -como lo hizo Gandhi alguna vez en referencia al aspecto positivo y progresista de la civilización occidental- que “sería una buena idea”, aunque por desdicha tengamos que atenernos a una comprobación menos celebratoria del inventario de sus logros reales. Porque al percibir la hiancia entre el horizonte de fundamentación de la revolución política burguesa contra el Ancien régime, por un lado, y la institucionalización moderna de una ciudadanía cortada al talle del Estado capitalista, por el otro, se ilumina el estatuto ambiguo del rol de esa ciudadanía.

En esta senda, el propio derecho -como lo han analizado Enrique Marí y Carlos María Cárcova- es una “ficción fundante”: consagra la ficción de lo colectivo en el contrato social, y la ficción del hombre libre e igual (Marí, 1991; Cárcova, 1998). Con ello “se realiza” en términos de dos operaciones de eficacia práctica: por un lado -como lo enfatizó la tradición althusseriana- está la dimensión ideológica por la cual el derecho produce una representación imaginaria de los hombres respecto de sí mismos y de sus relaciones con los demás, los estatuye como sujetos libres e iguales ocultando el código de sus efectivas diferencias; esta dimensión del derecho promueve así específicos efectos de realidad y verdad en el todo social, ya que oculta el sentido de las relaciones estructurales entre los sujetos, con la finalidad de reproducir los mecanismos de las hegemonías sociales. Pero por otro lado -y en esto los autores recogen una indicación inequívocamente foucaultiana- la misma ficción del derecho no sólo reproduce sino que produce un orden simbólico con sus sujetos y sus formas de resistencia, proveyendo así el espacio necesario para inscribir nuevos compromisos materiales. En otras palabras, la productividad misma del mecanismo de la libertad y la igualdad asienta sobre la ficción del sujeto (“persona” en el código civil), ilusión de autonomía que es sin embargo un efecto de las relaciones de poder.

Desde ese mismo marco teórico, se invalida la concepción teleologista del desarrollo de la ciudadanía moderna que -como en la obra de T.H. Marshall (1998)- dibujaba una serie evolutiva según la cual los derechos sociales suceden a los derechos civiles y a los derechos políticos (Marshall y Bottomore, 1998). Un enfoque más contingente del cambio social halla en cambio una paradójica reciprocidad entre la expansión del poder de vigilancia y control por parte de los aparatos de gobierno, y la formación de identidades sociales “sujetas” a formas de ciudadanía. Al permitir una visión anti-evolucionista, esta visión logra inteligir que si bien el decurso de los derechos señala importantes cambios y conquistas históricas, nada inherente a ellos hay que impida su erosión (lo que se aprecia con creciente fuerza en la “posmodernización” actual de los derechos, donde la idea de exclusión pervierte los términos de la consideración de la ciudadanía).

En síntesis, el modelo moderno de la ciudadanía aúna, por una parte, la capacidad de fundamentar la emergencia de un discurso de los derechos, y por otra parte, instala normativamente un dispositivo político exitoso que fue capaz de solventar el desarrollo capitalista. Aún cuando para el gran crítico de este dispositivo, como fue Karl Marx, era menester “correr el velo” a este ciudadano “celestial” y abstracto que consagran política y jurídicamente las revoluciones burguesas, sin embargo también es cierto que el fundamento teórico desplegado no deja de presentar un exceso, un plus de fundamentación que abre la dimensión emancipatoria (4).

2.2. La ciudadanía “capacitaria” y sus instituciones

Nuestro segundo punto concierne a la forma en que la ficción del ciudadano, y la distinción categorial entre Estado y sociedad civil, consagran una nueva escisión en la ciudadanía moderna: se trata de la partición entre el ejercicio privado de los derechos civiles y el ejercicio cuasi-profesional de la decisión política. Esta dualidad enlaza con otras dicotomías que le son solidarias, porque hay, en efecto, como dos modelos de racionalidad que están en juego: si por una parte, Rousseau y Kant sostienen el principio ilustrado de libertad como autonomía, y una concepción no instrumental-individualista de la vida social, por otra parte, en la tradición anglosajona de Hobbes a Bentham el énfasis en las libertades negativas era solidario con una ética y una racionalidad utilitaria. El afán sistemático de Kant intentó, incluso, recoger ambos filos de la cuestión al proponer, como forma de ejercicio de la libertad positiva, el uso público de la razón, por el cual el hombre se eleva por encima de todo particularismo, representa los intereses del género humano y expande las luces de la razón (Kant, 1987). Mientras el Estado se obliga a dar a publicidad los actos de gobierno, para el ciudadano el cuestionamiento de la ley no sólo es un derecho sino también una obligación: del ejercicio de la crítica -que no dispensa de la obligación de obedecer- se seguirá la necesaria reforma de las instituciones del Estado y el progreso constante hacia el mejoramiento y la emancipación de la humanidad (5).

El problema es que, más allá de los esfuerzos de estos grandes teóricos para cimentar una noción positiva de libertad como autonomía, la oculta tensión entre el ciudadano abstracto y el burgués portador de intereses particulares instituyó la nueva legitimidad sobre un fundamento más bien precario e inestable, ya que el ejercicio de la ciudadanía queda circunscrito a su participación en la “esfera pública”, esto es, la instancia de apelación al consenso racional, público -por libremente expuesto a la crítica y la revisión-, supuesto espacio ideal donde se borran las diferencias sociales bajo la forma pura de la ciudadanía. El trabajo dicotómico que se articula en este dispositivo (crítica y obediencia, libertad positiva y libertad negativa, espacio público y espacio privado), va dibujando asimismo un mecanismo político-institucional, que segrega hacia un extremo lo que para los antiguos era el núcleo de la definición de ciudadanía: el derecho de acceso a la decisión política. Representación mediante, la teoría política posterior a las revoluciones burguesas delinea esta problemática -paradigmáticamente presente en Weber, Sieyès, Madison, Hegel- en torno a lo que algunos denominan ciudadanía capacitaria, esto es, la profesionalización o reclutamiento de las élites -republicanas o no- encargadas de la gestión del sistema (Vermeren, 2001).

Como ha establecido Bernard Manin, el gobierno representativo no sólo no estaba destinado a avanzar a una mayor identidad o identificación entre gobernantes y gobernados, sino que incluso fue formulado explícitamente como opuesto y superador de la democracia tout court. La superioridad de la representación política, por ejemplo para quienes -como Madison o Sieyès o Alberdi- han reflejado sus preocupaciones en las constituciones de nuestros estados modernos, consiste justamente en que abre una separación entre la voluntad (o decisión) pública y la voluntad popular. Contrariamente a los conceptos con que se lo suele explicar en los manuales de historia de las ideas, semejante juicio no concierne al tamaño o a la complejidad de las naciones modernas en relación con las ciudades-estado de la antigüedad; el argumento atañe, en cambio, a la oposición entre las “pasiones desordenadas” o las “ilusiones efímeras” de que es presa el pueblo, y la sabiduría, madurez, patriotismo y justicia de que pueden ser capaces un cuerpo selecto de ciudadanos. Además, el gobierno representativo debía colocar a las sociedades modernas en condiciones de liberar al “ciudadano común” de las preocupaciones de lo público gracias a la existencia de un cuerpo de personas esclarecidas y dedicadas por completo a la política. El mismo argumento, en la pluma de Benjamin Constant, haría famosa la fórmula de la “libertad de los modernos” por contraposición a los antiguos: son las sociedades comerciantes de la modernidad las que han abierto una separación en la noción de ciudadanía, separación que es vista como auspiciosa para el mejor desarrollo de los asuntos privados y, utilitarismo mediante, para el conjunto social.

Decíamos que el complemento de la representación sería la existencia de una esfera pública política, que como advertimos en Kant, implica el acceso a la información y la libertad de expresión como garantía del “uso público de la razón” en una esfera libre de limitaciones o prerrogativas. La libertad de opinión no es vista como una libertad “negativa”, sino radicalmente política, porque consagra la posibilidad de acción de los ciudadanos sobre los gobernantes: en su dimensión política, es la contrapartida de la “opacidad” de la representación tal como ésta se ha dado en los sistemas políticos modernos, o sea del hecho de que no exista mandato imperativo, revocabilidad del representante o derecho de instrucción (Manin, 1995).

La actual teoría de la democracia, en el afán de superar el reduccionismo procedimental ínsito en las formulaciones de la ciencia política positivista, ha retomado abundantemente el asunto sobre el significado de la esfera pública como núcleo dramático de una definición de la democracia, y en ello, probablemente, consista lo intempestivo del legado de Hannah Arendt. Sin embargo, aún cuando en este marco se enfatice el análisis de la democracia como espacio de indeterminación, tal como lo analiza Claude Lefort -un dominio simbólico sin fronteras definidas y sustraído a toda autoridad que imponga lo decible o lo pensable (6)-, ello no cancela la partición, la división del trabajo entre gobernantes y gobernados que trae consigo el formato moderno de ciudadanía. Si llevamos esta distancia a su expresión más alta, precisamente los análisis de Hannah Arendt invitan a no ponderar ligeramente las virtudes de la esfera pública tal como ésta aparece en nuestras sociedades contemporáneas: su significado por momentos se sustrae de lo político para convertirse en un espejo de conductas privadas llevadas al gran terreno de lo social (Arendt, 1998). Por ello habrá que recelar de esta figura de un “ajuste” del poder político gracias a la constitución de una esfera pública, y sobre todo, de su manifestación a través de los medios masivos de comunicación, que colabora menos al triunfo de la opinión pública que al “triunfo político de la opinión”, esto es, a la organización de un dispositivo por el cual la manifestación del demos no acaece, y su lugar es ocupado por una saturación de mensajes que forcluyen, exitosamente, el mundo social (7).

En otras palabras, la nueva concepción del Estado y del poder posibilitaba la emergencia de una nueva ciudadanía; ésta debía advenir, era -por otra parte- su condición de posibilidad, su escena… pero lo que sucedió fue, en cambio, el liberalismo individualista, la desestimación -por parte de individuos cada vez más concentrados en su fuero privado- de la praxis política prometida o prevista en el nuevo dispositivo. S. Carozzi lo afirma sin ambages:

Ese personaje teórico que es el individuo autónomo, desencajado de los lugares tradicionales de pertenencia y de los sentidos dados de antemano, habitante desamparado del universo de la libertad, se instala en una identidad en defensa y en negativa. La vida se privatiza y el sujeto es un sujeto retirado. Los territorios de lo colectivo (el Estado, pero no sólo el Estado) le resultan, cada vez, menos interesantes y más ajenos. Así la escena -escena que, en verdad, la economía capitalista no causa pero promueve- es inevitable la “pendiente estructural” que deriva, en el mejor de los casos, en un Estado tutelar… (Carozzi, 2001).

En este punto tampoco hay que ser ingenuos: tal desestimación ¿la realizan los sujetos, o es obra de las instituciones? No es ocioso recordar cómo, tanto en la Constitución norteamericana como en las de las repúblicas de la América del Sur, las burguesías se aseguraron que la forma del Estado no constituyera, precisamente, una invitación a la participación política de las masas… Como sugiere Carlos Strasser, si sumamos la socialización fuertemente individualizante provista por el modelo societal del cosmos mercantil, a la desestimación de la participación política surtida por un modelo institucional dedicado a prevenir el surgimiento de ninguna mayoría estable capaz de afectar el sistema o de cuestionar la libertad o la propiedad en la sociedad civil, no debería extrañarnos el no-advenimiento del ciudadano activo.

En un sentido similar se expresa Roberto Gargarella a propósito de la reaparición -en el marco del debate norteamericano entre liberalismo y comunitarismo- del lamento republicano sobre el decaimiento de las virtudes ciudadanas; el argentino, en cambio, insta a enfocar los mecanismos de institucionalización de la ciudadanía antes que la potencialidad política de los planteos éticos:

Tal vez sea más sencillo y más acertado explicar los males políticos que describe el republicanismo a partir del desplazamiento de este tipo de instituciones, que por el decaimiento de ciertas virtudes cívicas. En este sentido, uno podría tender a ver la decadencia de ciertas virtudes cívicas más como una consecuencia de un radical cambio en los incentivos institucionales existentes, que como una causa motora fundamental de la apatía política (Gargarella, 1999).

En América Latina, como han enfatizado varios autores (Strasser, 2001; Lechner, 1999; Boron, 2000), al formato institucional “heredado” (consistente, como ha mostrado Carlos Strasser, en especies de regímenes mixtos, cuyas modalidades apenas cubiertas por las leyes expresan -o dejan colar- a las oligarquías locales) se ha sumado el ataque neoliberal actual a las ya de por sí débiles instituciones democráticas; el resultado, unas democracias restringidas, en las que al déficit de conducción democrática por parte del parlamento y los partidos políticos se lo compensa con un presidencialismo plebiscitario, mientras se apela retóricamente a la ciudadanización de la política que, las más de las veces, no es sino una sociedad civil que se identifica con la sociedad de mercado. Y todo ello contra el fondo de una desigualdad social en ascenso rampante, que cristaliza en formas de exclusión social de carácter estructural y que ha convertido a la región en la de peor distribución de la riqueza en el mundo.

CONCLUSIONES

Estamos ahora en condiciones de puntualizar algunas conclusiones. En primer lugar, la ciudadanía moderna es más un postulado (un “personaje conceptual” como dice Patrice Vermeren siguiendo a Deleuze) que una identidad política sustantiva: el ciudadano no aparece, o aparece eventualmente -justo lo suficiente como para alimentar los discursos sobre la sociedad civil o las bondades de la esfera pública- como un sujeto vinculado al gobierno de sus asuntos; no es una condición en la que nos instalamos, sino quizás tan sólo acontecimiento, o como diría Rancière, un accidente en la historia de las formas de dominación (Rancière, 1996). Y ello es así porque, como hemos intentado reseñar, la abstracción en la que se instala esta figura del ciudadano en la modernidad, además de solventarse en un modelo de subjetivación individualista y utilitarista -por ende, muy poco funcional a la recreación de virtudes cívicas de compromiso activo-, se institucionaliza ya dentro de un formato de prescindencia de la participación política.

En este punto debemos volver al cuadro de situación del momento actual del capitalismo globalizado: si esto que decimos de la ciudadanía estaba ya contenido en las formas de institucionalización del Estado liberal en el siglo XIX, con la sociedad de masas el fenómeno se complejizó, y alcanzó su “paroxismo” cuando la “contrarrevolución” posterior al quiebre del keynesianismo soldó la derrota de toda alternativa política al sistema. En otras palabras, si ya en los albores del capitalismo monopólico se aventuraba que no habría posibilidad de “pasar por encima” a la abstracción burguesa (como quiere aún hoy el republicanismo), basta con mirar el entramado social del occidente contemporáneo para ver cómo se ha realizado ese experimento societal, hasta qué grado se ha cumplido ese proceso de abstracción y reificación: un mundo sin empleo donde todos podemos “sobrar”, un mundo cuyas coordenadas existenciales -trabajo, seguridad social, derechos, redes de contención- han perdido toda previsibilidad, estabilidad y capacidad normativa, y cuya imagen de una “red inmensa”, amenazadora y sólo oscuramente perceptible -que comienza en lo tecnológico y termina en lo militar, pasando por el formato dinero que se extiende a todo- alcanza un grado sumo de fetichización y alienación (y en efecto, no hay que menospreciar los impactos subjetivos de la extraordinaria autonomía alcanzada por el trabajo objetivado frente al trabajo viviente, que lo dota de un poder suficiente para coartar nuestra imaginación utópica y nuestra capacidad de ubicarnos como sujetos individuales y colectivos, de ejercer respuestas políticas frente a estos fenómenos).

Este fin de la política, esta privatización de lo público y su funcionalidad para con la concentración de unos poderes estrictamente “para-políticos” (Beck, 1998), no son en sí mismos explicables desde la política: ella no posee una autonomía tal, como cosa separada capaz de ostentar capacidad explicativa; el fenómeno, además de requerir un esfuerzo teórico suplementario para ser percibido, requiere además toda nuestra capacidad de objetivación del presente y de historización, de captación de la “totalidad orgánica” que se levanta frente a nosotros y explica desde sí los atolladeros de la actual situación.

Notas

1. Al respecto George Sabine dedica un capítulo de su Historia de la teoría política al surgimiento de los levellers y los diggers como antecedentes del liberalismo radical y del comunismo, respectivamente, en el preciso momento de la República de Cromwell y como episodio de agitación concomitante a esa revolución (Sabine, 2000, 369 y ss).

2. Hannah Arendt insiste en el malentendido presente en la traducción latina del zoon politikón aristotélico por el concepto de “ser social”, que no atiende la discontinuidad radical entre la esfera pública y el gobierno del hogar; Aristóteles -recogiendo la acepción común griega- establece con claridad que la fundación de la polis fue precedida de la destrucción de las unidades organizadas que se basaban en el parentesco -la phratria y la phyle. De todas las actividades necesarias y presentes en las comunidades humanas, sólo dos se consideraron políticas y aptas para la bios politikós: la acción (praxis) y el discurso (lexis), de los que surge la esfera de los asuntos humanos, de la que todo lo meramente necesario o útil queda excluido de manera absoluta (Arendt, 1998, 41 y ss).

3. En Kant, el contrato es una “idea a priori”: “[el contrato originario] es una mera idea de la razón, pero que tiene indudablemente realidad (práctica), a saber, la de obligar a cada legislador a hacer leyes como si ellas pudiesen haber nacido de la voluntad reunida de todo un pueblo y para que considere a cada súbdito, en cuanto quiera ser ciudadano, como si hubiera estado de acuerdo con una voluntad tal” (Kant, 1964, p. 167 s).

4. Dimensión dramáticamente presente en el discurso independentista latinoamericano, cuyas matrices ilustradas muestran un despliegue de connotaciones que superaron largamente el corsé clasista de la burguesía criolla, como lo demuestra, para el caso de Francisco de Miranda, Estela Fernández Nadal (2001). Véase asimismo Alcira Argumedo (2001).

5. De donde resulta que los filósofos, con su conciencia “naturalmente” transparente, son los grandes benefactores de la humanidad: a su consejo deberían remitirse los gobernantes (Kant, 1967 y 1964).

6. Las categorías desplegadas por Claude Lefort enfatizan la dimensión simbólica de la política democrática y la esfera de los derechos, contra la impugnación de las mismas como “esfera ilusoria” de acuerdo al tratamiento dado por Marx en Sobre la cuestión judía. A nuestro juicio el expediente se enmarca en una sintomática defensa “post-revolucionaria” de la democracia (con énfasis, en el caso de Lefort, contra los matices decididamente totalitarios de los regímenes comunistas soviético y chino). Véase Lefort (1990 y 1987).

7. El análisis, citado por Patrice Vermeren (2001), es de Dominique Reynié, Le triomphe de l’opinion publique. L’espace public français du XVIº au XXº siècle, Paris, Odile Jacob, abril de 1998, p. 347.

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