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Cuadernos del Cendes

versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X

CDC v.21 n.56 Caracas ago. 2004

 

El ALCA: más allá de la economía Un ensayo*

ATILIO A. BORÓN

Resumen

Desde los años ochenta, cuando irrumpe la reacción neoconservadora, el predominio de las ideas del libre mercado y la aspiración de crear un solo mercado capitalista mundial fueron reforzadas por el debilitamiento de la URSS y su posterior implosión. Con el triunfo neoconservador en Estados Unidos se reactualiza el viejo proyecto del monroismo, ahora bajo el manto del ALCA. Éste no puede ser visto sólo como un esquema de integración económica y comercial. Su diseño y sus consecuencias van mucho más allá, y afectan la libertad, la justicia, la democracia, la igualdad, los derechos humanos, la sustentabilidad ecológica, la autodeterminación nacional y el bienestar de los pueblos. Los movimientos contra el ALCA no pueden seguir centrados sólo en la crítica a sus consecuencias económicas: deben tomar en cuenta todos los aspectos del proyecto.

Palabras clave: ALCA / Integración / Autodeterminación

Abstract

Ever since the eighties, when the neoconservative reaction arises, the predominance of the free-market ideas and the goal of creating a single world capitalist market were reinforced by the weakening of the USSR and its posterior collapse. With the rise of neo-conservatism in the U.S. the old Monroe project is once again operative, now under the guise of the FTAA. This cannot be regarded as a simple scheme of economic and commercial integration. Its design and consequences go well beyond that to affect liberty, justice, democracy, equality, human rights, ecological sustainability, national self-determination and general well-being. The anti-FTAA movements should not be only centered in the economic consequences of the FTAA but should take into consideration the totality of components of the project.

Key words: FTAA / Integration / Self-determination

RECIBIDO: JUNIO 2004

ACEPTADO: AGOSTO 2004

Introducción

El propósito de este artículo es examinar algunos aspectos poco tenidos en cuenta en las actuales discusiones sobre el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Basta echar una ojeada a los documentos en circulación para comprobar que tanto los gobiernos de la región como las organizaciones populares que bregan por evitar la firma de dicho tratado concentran sus argumentaciones casi exclusivamente en las consideraciones económicas.

Donde unos ven inéditas oportunidades de acceso al tan apetecido (como protegido) mercado norteamericano, otros avisoran la institucionalización del imperialismo. Nuestra identificación con los segundos no nos inhibe de ver, sin embargo, que en la propuesta del ALCA hay muchas cosas que se juegan más allá de la economía y que son tan importantes como ésta. No obstante, pese a su indudable gravitación, su lugar en la agenda de discusiones es completamente marginal. Se comprenden las razones por las cuales los abogados de la lisa y llana anexión a los Estados Unidos restringen sus planteamientos al terreno puramente económico. Lo que resulta menos comprensible es que los movimientos sociales y las fuerzas políticas que luchan contra el ALCA acepten esos términos de referencia y no introduzcan en la agenda pública lo que brevemente podríamos denominar como sus dimensiones militares, ideológicas y políticas. Este es, al final de cuentas, un proyecto imperial en el cual este tipo de consideraciones tiene una importancia decisiva.

Reducir el ALCA a una cuestión meramente comercial, o si se quiere, económica, podría tener como consecuencia perder de vista aspectos cruciales que hacen a la relación de nuestros países con EE UU. No es por casualidad que los negociadores norteamericanos limitan cuidadosamente sus argumentaciones a los asuntos económicos.

Pero Washington no está librando un combate de esta naturaleza tan sólo para garantizar mayores ganancias a sus empresas. Pensar que el ALCA se promueve tan sólo para mejorar los balances de IBM, Microsoft o Chiquita Banana es un grave error de perspectiva que subestima los reales alcances del proyecto. Es nuestra obligación, en consecuencia, explorar los temas ocultos de la agenda y discutir lo que no quieren que se discuta. Este trabajo tiene por objetivo realizar un pequeño aporte en esta dirección.

El nuevo contexto internacional

El sistema internacional está transitando por una fase extraordinariamente peligrosa, producto de la implosión del orden mundial de la posguerra y la demencial militarización promovida por la Casa Blanca como única respuesta a los desafíos de la época.

A raíz de esto, EE UU se enfrenta a una desquiciante paradoja: es la única superpotencia militar del planeta, con una superioridad aplastante en ese terreno. Sin embargo, puede arrasar países enteros (ahí están los dolorosos ejemplos de Afganistán e Irak) pero no puede ganar una guerra. En las recientes semanas las noticias procedentes de Irak no podían ser más desalentadoras. La «victoria» triunfalmente proclamada por George Bush Jr., descendiendo de un avión de combate disfrazado de piloto de la Fuerza Aérea frente a las costas de San Diego –precisamente, él que había utilizado sus influencias familiares para eludir sus obligaciones militares durante la guerra de Vietnam– esa victoria, decíamos, se ha convertido en una humillante derrota.

La ficción hollywoodesca que había convencido a Donald Rumsfeld y a otros diletantes como él de que para ganar una guerra bastaba con arrasar desde el aire e impunemente a una población indefensa tropezó de súbito con la clásica leyenda que pone fin a todas las ensoñaciones fílmicas de Hollywood: the end. La «hora de la verdad» era la de la ocupación y control efectivo del territorio, y llegado ese momento los invasores demostraron que no habían ganado nada, que el pueblo iraquí detestaba tanto a Saddam Hussein como a quienes hace poco más de 20 años lo habían impuesto para combatir a la naciente revolución iraní y que pretendían aparecer ante sus ojos como sus «liberadores». Tal como lo establecen los grandes teóricos del tema, desde Tzung-Tsu hasta Clausewitz, pasando por Maquiavelo, ganar una guerra significa ocupar un territorio, someter a la población derrotada y establecer un cierto ordenamiento elemental de la vida económica y social. Pese a su inmenso poderío militar, la evidencia contemporánea indica que EE UU no ha podido hacer eso.

De ahí que la única alternativa que tienen los talibanes de Washington es diseñar una huida lo menos indecorosa posible, antes de que la lúgubre caravana de soldados estadounidenses muertos en combate (más de 500 a mediados de enero de 2004) amén de los centenares de heridos y mutilados –acerca de los cuales la prensa poco o nada informa– terminen por convencer a los electores de que el majestuoso vengador de la Casa Blanca no es sino un pequeño personaje del folklore tejano, a quien su cargo y la historia le quedan demasiado grandes.

Pero hay otro componente de la actual paradoja militar que atribula a EE UU, y es su extraordinaria vulnerabilidad ante los eventuales ataques de sus enemigos. En efecto, pese al crecimiento desorbitado de su gasto militar, que en la actualidad equivale aproximadamente a la mitad de todos los gastos militares del planeta, el país es más vulnerable que nunca, como lo demuestran los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las reiteradas denuncias gubernamentales de inminentes ataques terroristas a la población. Una población que, en función de esto, vive en perpetua zozobra y propensa, por lo tanto, a cerrar filas en torno a su gobierno, quienquiera que esté al frente del mismo.

Son estas poco auspiciosas condiciones las que determinan las urgencias de Washington por lanzar el ALCA cuanto antes. Éste le aseguraría el control absoluto –económico, político y militar– del vasto espacio geográfico que se extiende desde Alaska hasta Tierra del Fuego, construyendo un imprescindible anillo protector del ahora vulnerable y amenazado territorio norteamericano. Recientes documentos de trabajo del Pentágono, entre ellos uno del coronel Joseph Núñez, insisten precisamente en eso: que la nueva doctrina estratégica norteamericana debe abandonar la presunción de que EE UU es una isla y que el diseño de una nueva arquitectura de seguridad construida con base en nuevas premisas es un imperativo categórico de la hora actual (Núñez, 2002). Esta nueva doctrina debe ser congruente, se nos dice en dicho documento, con el desarrollo del ALCA, lo cual justifica de por sí sobradamente el examen del tema. Cabría preguntarse, además, si la relación no podría ser exactamente al revés de lo que se postula: ¿por qué no pensar al ALCA como la faceta económica de una concepción militar-estratégica? Si, como lo aseguran muchos expertos, la lógica militar subordina por completo algo tan delicado como el presupuesto federal de EE UU, ¿por qué no pensar que dicha lógica impera también en el plano de las relaciones hemisféricas?

No decimos que esto sea estrictamente así, pero conviene pensarlo. Sobre todo cuando en el documento de marras se sostiene enfáticamente que tanto el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (Río, 1947) como la Organización de Estados Americanos son «reliquias de la Guerra Fría insuficientes para atender a los desafíos y amenazas de hoy» (Núñez, 2002: VII) En todo caso, no es una cuestión menor, sobre todo si se recuerdan las palabras del Representante Comercial de EE UU y principal negociador del ALCA, Robert Zoellick, cuando dice que hay una tríada inseparable integrada por el libre comercio, la democracia y la seguridad (todos términos que, por supuesto, son definidos en función del interés nacional norteamericano). No parece conveniente que los movimientos sociales que se oponen al ALCA se desentiendan de estas consideraciones.

¿Un esquema de integración económica mutuamente beneficioso?

A pesar de la palabrería neoliberal que lo presenta como un virtuoso esquema de integración comercial, el ALCA es mucho más que eso. Es la culminación de un secular proyecto de dominación continental, la realización práctica de las ideas forjadas en 1823 (¡un año antes de la batalla de Ayacucho, que puso fin al proceso emancipador en Sudamérica!) por quien fuera el quinto Presidente de EE UU, James Monroe, y sintetizadas en la doctrina que lleva su nombre. El ALCA es el postrero triunfo del monroísmo, disimulado bajo los mantos engañosos de una simple integración comercial.

Debemos a Simón Bolívar y a José Martí la precoz identificación de los peligros que entrañaba nuestra vecindad con lo que el cubano llamaba «la Roma americana». El Libertador ya había denunciado, contemporáneamente a la formulación de la doctrina Monroe y con palabras que conservan una rigurosa actualidad, que «los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a sembrar de miserias a las Américas en nombre de la libertad».

Martí, sin duda el latinoamericano que mejor conoció a EE UU, nos advertía de los riesgos derivados de un rasgo cultural muy arraigado en las clases dominantes norteamericanas, su creencia en el derecho bárbaro como único derecho posible: «esto es nuestro porque lo necesitamos.» No hace falta esforzarse demasiado para ver cómo esta observación prefigura con un siglo de anticipación la más reciente innovación doctrinaria norteamericana en materia de seguridad, que viene a justificar las «guerras preventivas» contra todo aquel que, en un futuro incierto, pudiera llegar a ser una amenaza para la seguridad norteamericana. Quien se oponga a las pretensiones de la gran potencia y a su «derecho» a apropiarse de lo que se le venga en gana se convierte en un enemigo.

Martí también anotaba los peligros derivados a una intensa relación económica, algo que adquiere especial importancia en estos momentos. Contrariamente a las visiones tan difundidas en estos días, que ven al comercio como un intercambio neutro y mutuamente beneficioso entre las naciones, Martí decía que: «quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve. El influjo excesivo de un país en el comercio de otro, se convierte en influjo político» (Martí, 2001:53-54).

Siendo esto así, pocas dudas caben acerca de lo que realmente es el ALCA. Pero nuestro juicio negativo sobre esta propuesta no sólo se asienta en un análisis crítico del imperialismo y del capitalismo en su fase actual, o en las fundadas denuncias de los movimientos y organizaciones que en toda América Latina resisten a la prepotencia de Washington. Sus verdaderas intenciones han sido también expresadas por importantes funcionarios y dirigentes norteamericanos. En su oportunidad Henry Kissinger sostuvo que las relaciones México-EE UU, plasmadas en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan), son las que deben servir de modelo para las negociaciones con otros países latinoamericanos. En otras palabras, el ALCA significa la extensión para toda la América Latina del tipo de relacionamiento económico establecido entre EE UU, Canadá y México. Los negativos resultados que, según todos los observadores, ha traído el Tlcan para la gran mayoría de la población mexicana nos eximen de mayores comentarios. Para los escépticos bastaría con recordar que el flujo de migrantes desde México hacia EE UU lejos de detenerse, no hizo sino acentuarse desde la entrada en vigor del Tratado, indicador más que elocuente de los ingentes costos sociales que produjo el proceso de integración, y de la persistencia de la pobreza al Sur del Río Bravo, 10 años después de la pomposa inauguración del Tlcan. Recordemos también la gravísima crisis del sector agrario desatada por la desleal competencia entre la agricultura subsidiada de EE UU y la producción del campesinado y los pequeños productores mexicanos, que ha arruinado a estos últimos y cuyas protestas han dado lugar a la gestación de un formidable movimiento de masas como «El campo no aguanta más».

Poco después de la Cumbre de Québec el secretario de Estado del actual gobierno norteamericano, Colin Powell, decía que: «nuestro objetivo es garantizar para las empresas norteamericanas el control de un territorio que se extiende desde el Ártico hasta la Antártica y el libre acceso sin ninguna clase de obstáculo de nuestros productos, servicios, tecnologías y capitales a un mercado único de más de 800 millones de personas, con una renta total superior a los 11 billones de dólares». Y poco tiempo atrás Robert Zoellick, Representante de Comercio de EE UU, decía en un mensaje al Congreso, que «vamos a forzar y monitorear este proceso en todo lo que esté a nuestro alcance. Y utilizaremos todos los medios legales y necesarios [¡lo cual quiere decir que algunos de ellos no necesariamente serán legales!] para conquistar el máximo de ventajas para los norteamericanos». Sus palabras eran un eco de las que pocos años antes pronunciara su predecesor Mickey Kantor, al decir que «nada podría ser más importante para apoyar a las economías del hemisferio que construir el Área de Libre Comercio de las Américas. ... Si ésta llegara a concretarse, para el año 2010 el valor de las exportaciones de EE UU a América Latina y el Caribe superaría el valor de los bienes exportados a los mercados de Europa y Japón combinados. ... Tan sólo en el período comprendido entre 1985 y 1994 las exportaciones norteamericanas a la región aumentaron en 30.000 millones de dólares, y generaron 800.000 nuevos empleos para los trabajadores norteamericanos» (Latin America Institute, 1995).

Por último, en una audiencia ante el Subcomité de Comercio del Congreso estadounidense el economista Jeffrey J. Schott, del Institute for International Economics, declaraba ante los congresistas que América Latina ya es un importante mercado para las compañías norteamericanas; que el comercio con la región arroja un saldo favorable para EE UU; que las negociaciones del ALCA no requieren un cambio sustancial en las leyes o prácticas comerciales norteamericanas, mientras que los nuevos socios tendrán que ajustar las suyas liberalizando y desregulando sus economías. En su presentación, el economista decía que los latinoamericanos no tenían más alternativas que admitir esta «liberalización asimétrica» porque de lo contrario no podrían competir en los mercados mundiales. A cambio, el ingreso al ALCA les aseguraría el acceso al mercado estadounidense y los pondría a resguardo de los nuevos impulsos proteccionistas que prosperan en EE UU y en los mercados del mundo desarrollado. Pero, al mismo tiempo, para Washington la puesta en marcha del ALCA sería una manera efectiva de coagular las reformas económicas que se produjeron en la región en los años noventa a través de renovadas obligaciones internacionales que incrementarían enormemente los costos de cualquier tentativa de revisar lo actuado y desandar el camino de las reformas neoliberales (Schott, 1997).

Dicho sin eufemismos diplomáticos y para resumir, el ALCA equivale a la legalización e institucionalización del pillaje colonial vehiculizado por las políticas del Consenso de Washington y que los pueblos de la región han padecido por décadas.

De todo lo anterior se desprende que es necesario y urgente impedir la creación del ALCA. Los borradores del proyecto, discutido al margen de toda clase de escrutinio público, cual si fuera una conspiración de malhechores, incluyen entre sus puntos más sobresalientes los siguientes:

-    La completa liberalización del comercio y los servicios, incluyendo la educación, la salud y la previsión social, que sufrirían un proceso de total mercantilización. De esta manera todas estas actividades caerían en poco tiempo en manos de las gigantescas firmas norteamericanas y los gobiernos de la región carecerían de instrumentos de política pública para incidir sobre estas áreas.

-    Garantizar la más irrestricta libertad para los inversionistas externos, cuidándose los gobiernos anfitriones de interponer limitaciones de cualquier tipo a sus actividades, a sus estrategias de inversión y a sus decisiones en materia de remesas de utilidades a sus casas matrices.

-   Abrir por completo el mercado de los contratos gubernamentales, sea en el nivel nacional, provincial o municipal, a los efectos de facilitar la participación de cualquier empresa nacional o extranjera. De este modo se destruye una importantísima arma de la política económica, cual es la utilización del poder de compra del Estado.

-   Eliminación unilateral y completa de todas las restricciones al comercio, poniendo fin a las prácticas proteccionistas de carácter arancelarias o no arancelaria por igual, como, por ejemplo, normas relativas a la salud pública o de preservación del medio ambiente.

-    Supresión de los subsidios a la exportación de productos agropecuarios así como de cualquier requisito susceptible de ser utilizado para entorpecer el flujo comercial en este terreno.

-    Garantizar el más estricto respeto a los derechos de propiedad intelectual, lo que en la práctica significa aceptar la apropiación de los bienes de la naturaleza por empresas oligopólicas dotadas de enormes recursos tecnológicos que les permitirán patentar plantas, animales y semillas.

-    Asegurar que los gobiernos firmantes del acuerdo se abstendrán de promover prácticas comerciales anti-competitivas como, por ejemplo, la preservación de empresas estatales.

-    Al igual que se estipula en el por ahora abortado Acuerdo Multilateral de Inversiones, cualquier disputa entre los países del ALCA o entre éstos y las empresas transnacionales deberá ser dirimido ante tribunales especiales de mediación, poniendo fin de este modo a cualquier arresto de soberanía nacional en cuestiones centrales de la vida económica y social de nuestros países.

En suma, el ALCA es un proyecto que pretende institucionalizar nuestra subordinación al imperialismo forzando la capitulación de los intereses de los pueblos latinoamericanos ante la potencia hegemónica. Se trata de lograr la silenciosa anexión de nuestros países a EE UU, liquidando definitivamente cualquier pretensión de soberanía y autonomía nacionales.

Es por eso que los borradores del proyecto han sido discutidos entre «expertos», al margen de toda clase de escrutinio público. La razón es muy simple: los verdaderos objetivos del ALCA son inconfesables: legalizar la rapiña imperialista, que sólo favorece a las grandes empresas norteamericanas y a sus aliados y representantes locales. Es por eso que los voceros de la derecha, que a diario nos aturden con sus graznidos en favor de la democracia liberal, la rendición de cuentas, la transparencia administrativa y el «empoderamiento» de la sociedad civil, incurren alegremente en la flagrante violación de todos estos principios a la hora de imponer el ALCA, chantajeando gobiernos y marginando a los pueblos de toda discusión. En este caso, la rendición de cuentas y la transparencia en la gestión de la cosa pública se convierten en molestos obstáculos que es preciso sortear a cualquier precio, y la sociedad civil es mejor que permanezca sumida en el sopor narcotizante a que la inducen, no por casualidad, los medios de comunicación de masas controlados por los grandes monopolios. La insolente idea de convocar a un referéndum popular sobre un tema tan crucial como éste despierta la santa indignación de nuestros sedicentes demócratas latinoamericanos. La inmoralidad de su doble discurso sólo puede igualarse con la alevosía de su conducta.

La involución democrática de los Estados Unidos

De todo lo anterior se desprende muy claramente que el ALCA es un proyecto que trasciende lo meramente comercial. Quisiéramos en esta sección plantear unas breves reflexiones sobre estas cuestiones, que van más allá de lo estrictamente económico y que todos quienes nos oponemos al ALCA no podemos dejar de considerar muy seriamente.

Esta iniciativa anexionista de la clase dominante norteamericana se inscribe en el contexto de una verdadera contrarrevolución que tuvo lugar desde comienzos de los años ochenta del siglo pasado. En palabras de Gore Vidal, uno de los críticos más acerbos del gobierno norteamericano, en los últimos años del siglo XX cristalizaron una serie de cambios involutivos que erosionaron gravemente la democracia norteamericana, produciendo un tránsito desde lo que Vidal denomina la «vieja república» al «Estado de seguridad nacional». Esto es, a una forma estatal cuyo único propósito es librar permanentemente guerras. De ahí el título tan sugerente de su libro, Guerras perpetuas para una paz perpetua, inspirado, como el mismo autor lo reconoce, en la obra del gran historiador socialista norteamericano Charles A. Beard (Vidal, 2002).

El itinerario de este tránsito reconoce tres etapas principales. La primera tiene una fecha muy precisa: el 27 de febrero de 1947, cuando Harry Truman da por concluida la alianza con la Unión Soviética, declara el comienzo de la Guerra Fría y se propone militarizar la economía para hacer frente a la así llamada «amenaza soviética». Años más tarde las consecuencias de esta decisión serían lamentadas por Dwight Eisenhower en su discurso de despedida presidencial de enero de 1961, al denunciar el nefasto papel desempeñado por el «complejo militar-industrial». Según Vidal, el senador republicano Arthur Vandenberg le advirtió a Truman que para lograr este objetivo tendría que aterrorizar a la población con la amenaza de que «los rusos están viniendo.» Y Truman lo hizo (Vidal, 2002:158). Conviene recordar que los principales análisis actuales de la política norteamericana, entre ellos los realizados por Noam Chomsky, insisten en señalar el carácter crucial del miedo y la intimidación públicos como mecanismos de dominación política. De ahí la incesante búsqueda de nuevos enemigos susceptibles de ser agitados para aterrorizar a la población.

La segunda etapa la inaugura Bill Clinton, un año después del atentado contra el edificio federal de la ciudad de Oklahoma. En abril de 1996 promulga una legislación, fuertemente promovida y respaldada por la derecha republicana, la «Ley Anti-terrorista y de Pena de Muerte Efectiva». Esta nueva pieza legal permite la intervención de las Fuerzas Armadas estadounidenses en funciones represivas en contra de la propia población civil, lo que significó el acta de defunción para una ley progresista vigente desde 1878 (la Posse Comitatus Act). La ley promulgada por Clinton también suspende selectivamente el habeas corpus a los sospechosos de actividades terroristas y legaliza el accionar de los grupos SWAT del FBI para actuar dentro de EE UU, como lo hicieron en 1993 en Waco, Texas, contra una secta milenarista y pacifista, los Branch Davidians, ocasionando la masacre de 128 ciudadanos norteamericanos. Es interesante destacar además que en la prolija estipulación de la ley promulgada por el presidente norteamericano queda sin definición legal alguna el significado de la palabra «terrorista». Obviamente, bajo estas condiciones cualquier puede ser acusado de ello.

La tercera etapa, la más reciente y conocida, es la que inaugura Bush Jr. luego del 11 de Septiembre de 2001: guerra preventiva, guerra infinita, monitoreo y control de la población, escalada desorbitada en el presupuesto militar, agresión a Afganistán e Irak, «eje del mal», «Estados canallas», etc. No nos detendremos en este tema porque la nueva doctrina de seguridad norteamericana, anunciada un año después de los atentados arriba mencionados, ha sido ampliamente discutida y cuestionada por un enorme abanico de organizaciones y fuerzas sociales anti-imperialistas del mundo entero.

Según Vidal, al final de esta trayectoria la mera idea de «gobierno representativo» se desvanece en la memoria del pueblo norteamericano. Tal como lo señala este autor, sólo la plutocracia corporativa está representada en el Congreso y en la Presidencia. La razón es muy clara: «hacer política» en EE UU es una actividad sumamente onerosa. La construcción del espectáculo mediático gracias al cual se confunde y desorienta a la población requiere mucho dinero, y son las grandes empresas quienes financian las actividades tanto de los miembros del Congreso como la de los ocupantes de la Casa Blanca. Sus carreras políticas están totalmente sometidas a la calculada benevolencia de los capitalistas. Y este verdadero secuestro de la clase política norteamericana a manos de la burguesía es posible por la creciente indiferencia, cuando no desprecio, de la población por la suerte de la cosa pública (una actitud cuidadosamente cultivada en la masa de la población por los agentes ideológicos del neoliberalismo) y por la sistemática desinformación con que se alimenta al público norteamericano, como lo ha demostrado de manera irrebatible Chomsky en Manufacturando el consenso y Cartas de Lexington, entre otros tantos brillantes análisis. Ocurre además que la misma América corporativa que compra al gobierno es casualmente la dueña de los principales medios de comunicación. Desde hace más de medio siglo los ocupantes de la Casa Blanca se las han ingeniado para que esa «prensa libre» nunca diga la verdad de lo que los sucesivos gobiernos norteamericanos han hecho a otros pueblos, ni que decir al propio pueblo norteamericano. Aunque se pregona que el pueblo estadounidense es la única fuente de legitimidad política del gobierno, ese pueblo ya no está más representado en el Congreso. Fue secuestrado por la América corporativa y su instrumento armado, la maquinaria militar imperial (Vidal, 2002:X).

El reverso de la medalla de la decadencia de las instituciones democráticas norteamericanas es el creciente ascendiente del Pentágono. De ahí que algunos críticos sostengan que la principal tarea de un nuevo presidente estadounidense debería ser controlar el papel de los señores de la guerra del Pentágono y sus compañeros de conspiración en el Congreso y las salas de juntas de las grandes corporaciones. El resultado de este ascenso en la gravitación de las FF AA ha sido la búsqueda incesante, afanosa, de nuevos enemigos útiles en la permanente empresa de aterrorizar a la población y para sostener la creciente demanda del gasto militar, fuente inagotable de ganancias del complejo industrial vinculado a la «defensa» y la seguridad nacional. Luego de la desaparición del mortal enemigo de la Guerra Fría, la URSS, se inventaron muchos otros: la guerra contra las drogas y el narcotráfico, contra los «estados canallas», ahora contra «el terrorismo» refugiado, según estima la Casa Blanca, en más de 60 países de todo el mundo, y contra los países que forman el así llamado «eje del mal», al cual se puede sumar rápidamente cualquier otro que tenga la osadía de desobedecer los mandatos de Washington.

El impacto de esta militarización sobre la economía norteamericana ha sido devastador. El gasto militar estadounidense, eufemísticamente denominado «gasto en defensa», en el período 1949-1999 ascendió según cifras oficiales a 7,1 billones de dólares, es decir, 7,1 millones de millones de dólares (o trillions en inglés). Esto se ha traducido en una deuda nacional que a finales del siglo pasado ascendía a los 5,6 billones de dólares, de los cuales 3,6 billones se les debe al público y 2 billones a los fondos fiduciarios de la seguridad social y medicare. Esta deuda es consecuencia del gasto militar y los intereses contraídos a causa de él. Tales magnitudes ilustran ejemplarmente la magnitud del extraordinario fracaso de la política exterior norteamericana: luego de un despilfarro tan grande de recursos, y de los centenares de miles de víctimas que ocasionó esa política en todo el mundo, EE UU acumula una larga sucesión de derrotas militares y políticas en los más diversos rincones del globo, y con más enemigos que nunca (Vidal, 2002:152).

En la actualidad las estimaciones más conservadoras ubican al gasto militar norteamericano por encima de la mitad de la totalidad de los gastos militares de todos los países. Sin reales enemigos a la vista, las FF AA estadounidenses gastan 22 veces más en armas que la suma de los siete potenciales enemigos denunciados por los halcones de Washington: Corea del Norte, Cuba, Irak, Irán, Libia, Sudán y Siria. La irracionalidad de todo este despilfarro, en un mundo en el cual más de la mitad de la población pasa hambre, habla elocuentemente de la intolerable inmoralidad del imperialismo.

El marco ideológico del neoconservadurismo

Unas palabras finales para referirnos al marco ideológico global en el cual es preciso inscribir la propuesta del ALCA. Desde los años ochenta, cuando explota la reacción neoconservadora, el predominio indiscutido de las ideas libremercadistas y la aspiración de crear un solo mercado capitalista mundial fueron reforzadas primero por el debilitamiento económico y político de la URSS y, pocos años después, por la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS.

El derrumbe del así llamado «socialismo real» en Europa Oriental puso fin al pesimismo imperial y las tesis «declinistas» que se habían popularizado en los años setenta tras la humillante derrota experimentada por EE UU en Vietnam. Dichas tesis planteaban que el poder y la prosperidad estadounidenses estaban desvaneciéndose irremisiblemente y que EE UU debía prepararse para un nuevo y más modesto papel en la escena internacional. En el nuevo contexto internacional lo que prima, en cambio, es una visión que se sitúa exactamente en las antípodas del «declinacionismo» y que plantea la necesidad de que EE UU se asuman como una gran potencia imperial.

En un trabajo aparecido en 2002, Robert Kagan –de la Hoover Institution y uno de los más influyentes asesores de Bush Jr.– sostenía que EE UU, a diferencia de Europa, estaba obligado a ejercer su poder «en un mundo anárquico y hobbesiano, en el cual las leyes y normativas internacionales son inseguras e inciertas, y la verdadera seguridad, defensa y promoción de un orden liberal todavía dependen de la posesión y uso de la fuerza militar». Es por eso que con frecuencia debe actuar como un verdadero «sheriff internacional», y que pese a su autodesignación este papel es ampliamente bienvenido en el ámbito internacional porque procura imponer la paz y la justicia en un mundo sin leyes. En tal escenario, los que están fuera de la ley deben ser neutralizados o destruidos.

Siguiendo con esta alegoría del lejano Oeste, Kagan sostiene que Europa, especialmente la llamada «vieja Europa», en cambio, no desempeña el papel del sheriff sino el del inescrupuloso cantinero a quien sólo le importa que los bandidos –léase Saddam, Khadaffi, o cualquier otro enemigo de Washington– compren sus licores y gasten el dinero obtenido con sus fechorías en su establecimiento (Kagan, 2002:10-11). Nuestro autor remata su argumentación apelando a un trabajo de un experto británico, Robert Cooper, quien alega que al tratar con el mundo exterior Europa «debe regresar a los métodos más brutales de antaño –la fuerza, el ataque preventivo, el engaño y cualquier cosa que sea necesaria. ... Entre nosotros mantenemos la ley, pero cuando operamos en la jungla debemos también utilizar las leyes de la jungla». La jungla es, obviamente, todo el resto del planeta que se encuentra fuera del Atlántico Norte.

El proyecto de la derecha no es, pues, volver a un pasado liberal que nunca existió, habida cuenta del persistente intervencionismo estatal en la vida económica y social norteamericana desde la llamada «conquista del Oeste», la prohibición del consumo de alcohol y la larga tradición de subsidios y proteccionismo que caracteriza a las políticas económicas de Washington. Se trata, por el contrario, de un proyecto fundacional y reaccionario que, según John Gray, supone lo siguiente:

-    Usar los poderes del gobierno federal y las corporaciones para imponer niveles de desigualdad desconocidos desde la década de los veinte, muy superior a la desigualdad que existe en otros países capitalistas hoy.

-    Llevar adelante un proyecto de encarcelamiento masivo de la población como estrategia fundamental de control social.

-    Preservar a la elite en comunidades valladas y vigiladas, dividiendo a la sociedad más profundamente de lo que se observa en países subdesarrollados e instituyendo un verdadero apartheid social.

-    Coagular la existencia de una «subclase» condenada definitivamente a la exclusión y la opresión, y a vivir en la indigencia (Gray, 1998:103 y ss).

Se trata, en suma, de un plan de acción para librar una verdadera guerra civil cultural exaltando la tecnología (sus productos, como la internet, y sus agentes e íconos corporativos, como Bill Gates), satanizando al Estado, sostén imprescindible del orden democrático, y reafirmando, con el fanatismo de los conversos, que las fuerzas del mercado solucionarán todos los males sociales.

En resumen, no hay nada de nuevo en este supuesto «neoliberalismo». Se trata de la grotesca resurrección de una filosofía difunta desde comienzos del siglo XIX que vuelve a la vida al concluir el siglo XX. Su nombre más apropiado no es neoliberalismo sino «paleoliberalismo».

Lo que podríamos laxamente denominar como la «era liberal» de los gobiernos norteamericanos llegó a su fin en agosto de 1996, cuando Clinton promulgó la Welfare Reform Act mediante la cual el gobierno federal abdicaba de gran parte de sus responsabilidades en la provisión de beneficios sociales, revirtiendo un logro consagrado desde mediados de la década de los treinta por la administración de Franklin D. Roosevelt. El supuesto de esta reforma legal era que el reforzamiento de la «ley y el orden» sería un buen sucedáneo de las instituciones sociales que el mercado libre había liquidado.

Esta fenomenal regresión social, una verdadera «desciudadanización» de la mayoría de la población norteamericana, se produce en un tipo de sociedad que, como bien anota Gray, está dominada por profundos sentimientos de ansiedad e inseguridad. Desde mediados de los ochenta la economía ha crecido, igual que la productividad y la riqueza. Sin embargo, los ingresos de la mayoría de los norteamericanos se ha estancado. Aún para los que prosperaron, los riesgos futuros se acentuaron considerablemente. Muchos temen un fatal despido a la mitad de sus vidas y del cual difícilmente podrían recuperarse. Otros, un desfalco tipo Enron, que les esfume de la noche a la mañana los ahorros de toda su vida, algo que puede hacerse sin grandes problemas gracias al perverso vínculo establecido entre la clase política y la oligarquía financiera.

Es por eso que EE UU es hoy una sociedad dividida, en la cual una mayoría ansiosa y temerosa está flanqueada por una subclase sin esperanzas y una «superclase» que se enriquece sin medida y a la que poco le importa el caos que siembra a medida que sus finanzas se fortalecen. De este modo, las capas medias están redescubriendo la condición de inseguridad económica propia de los desposeídos que afligió a los proletarios europeos del siglo XIX. Pese a sus mayores ingresos y a su mejor posición social, su inseguridad económica es muy grande, producto de su dependencia ocupacional y de sus trabajos crecientemente inciertos e inestables (Gray 1998:111).

Esta incertidumbre se acrecienta cuando se toma en cuenta que en el país hay una crisis profunda de una institución tan central como la familia. La penetración de la lógica mercantil en todas las esferas de la vida social afectó a esta institución nuclear de la sociedad. En 1987 la duración media de los matrimonios norteamericanos era de siete años, según el Censo oficial. Un norteamericano desempleado no puede pues esperar ayuda de la familia extendida, como en algunos países de Europa o América Latina. La razón de esta crisis es la extraordinaria movilidad requerida a los trabajadores norteamericanos, acentuada por las tendencias desregulatorias recientes que afectaron profundamente la estabilidad laboral y el mercado de trabajo. Para calibrar los alcances de esta movilidad digamos que en el Reino Unido la probabilidad de que un trabajador se mude a otra región del país es 25 veces menor que en EE UU. Esto tiene serias implicaciones no sólo para la estabilidad de los lazos familiares sino también para la integración de los vecindarios y las comunidades residenciales. Cuando los hombres se convierten en simples mercancías la familia y la comunidad se convierten en objetos en desuso y disfuncionales para el sistema. Eso fue lo que ocurrió en EE UU.

El radical debilitamiento de la familia y la comunidad tiene serias implicaciones desde el punto de vista del control social. No es casual, entonces, la existencia de las muy elevadas tasas de criminalidad que caracterizan a EE UU. Sin embargo, esto no es lo novedoso. Lo nuevo es el recurso al encarcelamiento masivo como estrategia de disciplinamiento social y control de la amenaza planteada por los excluidos del sistema. La cárcel aparece como la institución llamada a reemplazar a la familia y la comunidad.

Claro está que hay un doble encarcelamiento: por un lado, el de la población carcelaria (incluyendo los convictos sirviendo la sentencia, algo más de 1,5 millones de personas, según cifras del Departamento de Justicia) a los que hay que sumar a quienes «están afuera» de las cárceles, en parole o probation, y que suman otros 3,5 millones. En total, más de 5 millones de personas con restricciones serias a su libertad. Un número enorme lo constituye también otro sector, el de los fugitivos y prófugos de la justicia.

Por el otro, también encerrados se encuentran los norteamericanos que dejan de cohabitar con sus conciudadanos y se retiran a comunidades fuertemente amuralladas, vigiladas con guardias privadas y toda la parafernalia que hoy ofrece la moderna tecnología. Hay 28 millones de ellos, un 10 por ciento de la población total, viviendo en tales condiciones.

El resultado de esta política es que la tasa de encarcelamiento de EE UU, a finales de 1994, era 4 veces superior a la de Canadá, 5 veces mayor que la del Reino Unido y 14 veces mayor que la de Japón. Tan sólo en California, en 1998 había 150.000 presos, contra los 18.000 que había en sus cárceles en 1970. La cifra anterior es superior al total de la población carcelaria del Reino Unido y Alemania combinadas. La tasa de encarcelamiento varía, por supuesto, según clase y raza. Tal como era previsible, los negros tienen 7 veces más probabilidades de ir a prisión que los blancos. Las cifras son espeluznantes: 1 de cada 7 negros varones estuvo preso en algún momento de su vida. En 1992, más del 40 por ciento de los negros varones entre 18 y 35 años de edad viviendo en Washington D.C. estaban en prisión, en probation, bajo parole o fugitivos (Gray, 1998:117).

La otra cara del encarcelamiento masivo como técnica de preservación del orden social es la existencia de una desorbitada cultura de la litigación. Estados Unidos tienen la tercera parte de todos los abogados del mundo. Hoy debe haber unos 900.000 en condiciones de litigar ante las cortes. Hay 300 abogados por cada 100.000 norteamericanos, pero sólo 12 en Japón y menos de 100 por 100.000 en Alemania.

Conclusión: el auge de las doctrinas libre-mercadistas, con su énfasis supersticioso en las virtudes del mercado para promover el bienestar colectivo y resolver los antagonismos sociales destruyó la fibra más profunda de la estructura social norteamericana. Las fenomenales cifras de encarcelamiento, crimen violento y litigaciones retratan a una sociedad en la cual la ley se convirtió en casi la única institución social que funciona, y las prisiones en uno de los poquísimos medios de control social. ¿Es éste el modelo de sociedad libre, democrática, educada, que nos proponen con el ALCA? La sociedad norteamericana hoy constituye, en realidad, una «anti-utopía» que señala precisamente el rumbo que no hay que tomar y las cosas que no hay que hacer si es que queremos construir un mundo mejor.

La reconstrucción ideológica del destino manifiesto

En su célebre libro The Clash of Civilizations, Samuel Huntington afirma que «la responsabilidad principal de los líderes occidentales ... es preservar, proteger y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental». Dado que es el país más poderoso de Occidente, esta responsabilidad recae abrumadoramente sobre EE UU (p. 311). Por eso, según este teórico neoconservador, Washington debe promover una «civilización atlántica» con los países europeos a través de instrumentos tales como el Área Trans-Atlántica de Libre Comercio, y para el sur del Río Bravo debe, en consecuencia, instituir el ALCA tan pronto como sea posible.

¿Qué significa hoy la expresión «Occidente?» Nada. En realidad, cuando en EEE UU dicen Occidente hay que entender «capitalismo neoliberal» o tiranía de los mercados. Y el ALCA es precisamente eso: pingües ganancias para los monopolios norteamericanos empaquetadas en un proyecto ideológico increíblemente reaccionario y que ofende a la conciencia de la humanidad. El ALCA es la expresión internacional de esta involución cultural, política y social experimentada por EE UU con el triunfo de la reacción neoconservadora. Por eso es incompatible con la libertad, la justicia, la democracia, la igualdad, el respeto a los derechos humanos, la sustentabilidad ecológica, la autodeterminación nacional y el bienestar de nuestros pueblos. Por eso tiene que ser negociado en secreto. Conviene recordar una vez más las palabras de Martí: «el pueblo que quiera ser libre, que sea libre en negocios». El ALCA consagra nuestra sujeción económica a EE UU. Con esa sujeción desaparece también nuestra autodeterminación política, y la poca democracia que con grandes sacrificios hemos logrado conseguir en América Latina se vacía de todo contenido, convertida en una mueca carente de significado y eficacia transformadora. Un ritual que se perpetúa cada dos años y que de nada sirve para cambiar la desoladora realidad que prevalece en nuestra región.

El ALCA es el caballo de Troya que introduce en los pueblos latinoamericanos la conciencia resignada de nuestro inexorable destino como colonias de EE UU. Las generaciones venideras jamás nos perdonarían si flaqueásemos en nuestra lucha para impedir tan indigna capitulación. Las propuestas y los planes conjuntos de acción de los movimientos contra el ALCA, tanto a escala latinoamericana y caribeña como de nivel mundial, y contra el imperialismo norteamericano y la militarización del sistema internacional, constituyen formidables aportes a una lucha que no puede conocer desmayos ni desalientos. Condición indispensable de la victoria es la convicción de que el imperialismo no es invencible ni inexpugnable. Sus debilidades son evidentes, tanto en el terreno militar como en el económico y el social. También son igualmente visibles los progresos internacionales de la resistencia contra el ALCA y las pretensiones de dominación mundial de la Casa Blanca. Como lo recordara oportunamente Jean-Jacques Rousseau hace ya más de dos siglos: «Si Roma y Esparta perecieron, ¿qué imperio puede durar para siempre?». El imperialismo no es una maldición bíblica sino un producto histórico y, como tal, puede ser derrotado por la acción de las fuerzas que se le oponen. Hay que proseguir la lucha con más determinación que nunca. Hemos perdido algunas batallas pero ganado algunas otras, bien importantes. Y aún estamos a tiempo de triunfar.

Referencias bibliográficas

1. Gray, John (1998). False Daw, Nueva York, The New Press.        [ Links ]

2. Huntington, Samuel (1998). The Clash of Civilizations and the Remaking of the World Order, Touchstone.        [ Links ]

3. Kagan, Robert (2002). «Power and Weakness», Hoover Institution Papers, Stanford, California.        [ Links ]

4. Latin American Institute (1995). «Latin America Data Base», Chronicle of Latin American Economic Affairs, vol. 10, nº 22, University of New Mexico.        [ Links ]

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7. Schott, Jeffrey J. (1997). «Declaración de Jeffrey J. Schott, Senior Fellow del Institute for International Economics, ante el Subcomité de Comercio, Comité Parlamentario de Medios y Arbitrios, Congreso de los Estados Unidos», 22 de julio.        [ Links ]

8. Vidal, Gore (2002). Perpetual War for Perpetual Peace, Nueva York, Thunder’s Mouth Press / Nation Books.        [ Links ]

Nota

* Agradezco a Andrea Vlahusic por su colaboración en la preparación de este trabajo, y a los jóvenes investigadores del Departamento de Economía y Política Internacional del Centro Cultural de la Cooperación (Buenos Aires) por su constante apoyo en la búsqueda y análisis de datos y bibliografías y en el examen de sus contenidos. Por supuesto, todos están eximidos de cualquier responsabilidad por los errores que puedan encontrarse en este trabajo.