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Cuadernos del Cendes
versión impresa ISSN 1012-2508versión On-line ISSN 2443-468X
CDC v.25 n.68 Caracas ago. 2008
Hacia una filosofía política del socialismo del siglo XXI. Notas desde el caso venezolano
Juan Carlos Monedero*
* Profesor Titular de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Madrid. España.
Correo-e: juancarlos.monedero@gmail.com
Nota del autor: Parte de estas reflexiones pude discutirlas en agosto de 2007 en Quito, en un seminario internacional sobre el socialismo del siglo XXI (presidido por una simbólica imagen irreverente de Marx escuchando un ipod). Agradezco los comentarios allí realizados, entre otros, por José Miguel Sánchez, Juan Sebastián Roldán, Fernando Lugo, Pedro Santana, Raúl Ponte y José Luis Coraggio. Igualmente, algunas de estas ideas pude presentarlas y discutirlas en El Escorial (España), en un curso sobre democracia local dirigido por Pedro Chaves y organizado por la Fundación Europa de los Ciudadanos en julio de 2007. También me he beneficiado de muchas charlas y debates en el Centro Internacional Miranda de Caracas, presidido por Luis Bonilla. Una estrecha colaboración con Haiman El Troudi está igualmente presente en estas reflexiones sobre el socialismo. Por último, Boaventura de Sousa Santos, como siempre, planea con su enseñanza permanente por todo el texto. Agradezco igualmente a los evaluadores anónimos por sus acertados comentarios y sugerencias, máximo ejemplo del quehacer universitario (generoso, esforzado y silencioso).
Resumen
El socialismo en el siglo XXI necesita articular bases compartidas que permitan ir construyendo referentes teóricos. Nada aporta construir un marco teórico autoalimentado. El error del materialismo histórico es que terminó siendo un idealismo ahistórico que dio por hecho un futuro que aún no había pasado. Para cimentar referentes científicos acerca del socialismo hace falta precisar algunos lugares compartidos, si bien, al configurar el socialismo una propuesta normativa, esta tarea se torna ciertamente complicada. Intentando superar las dificultades, hace falta una definición de lo que sea el socialismo. Está pendiente establecer cuáles son los valores que hay detrás de lo que vaya a ser el socialismo en el siglo XXI. Un ejercicio clarificador es comparar los valores del socialismo en el siglo XXI con las otras grandes concepciones del siglo pasado: el liberalismo, el socialismo del siglo XX y el neoliberalismo. El socialismo no puede entenderse al margen de las realidades históricas que lo hicieron surgir ni de los actuales procesos que lo confrontan.
Palabras clave:
Filosofía política / Neoliberalismo / Socialismo del siglo XXIAbstract
In the 21st century, socialism needs to articulate common bases that allow for building theoretical referents. To construct a self-powered theoretical frame is not a contribution. It was the error of historical materialism that it ended up being an ahistorical idealism that assumed a future yet to come. To lay the foundations of scientific referents on socialism we need to define some common ground, although, socialism being a normative proposal, the task certainly becomes a difficult one. Trying to overcome the obstacles, we need a definition of whatever socialism is. To establish the values underlying what socialism in the 21st century will be is a pending issue. A clarifying exercise is to compare those values with the other great trends of the past century: liberalism, 20th century socialism, and neoliberalism. Socialism cannot be understood outside the historical circumstances that originated it, or outside the current processes that constitute it.
Key words:
Political philosophy / Neoliberalism / Socialism in the 21st centuryRECIBIDO: JULIO 2008
ACEPTADO: AGOSTO 2008
El desafío intelectual de pensar el «socialismo» luego del derrumbe de la modernidad, después de la implosión de la Unión Soviética y sus satélites, en un tránsito cultural que ha puesto patas arriba todas las convenciones que sirvieron para pensar y hacer durante este largo trayecto, no es cosa de juegos. Tamaño reto en una coyuntura caracterizada por la crisis de paradigmas, por la deriva de la voluntad y la difuminación de la ética. ¿Cuál es esa teoría política que puede fundar otra idea de «socialismo»? ¿Cuál Estado es ése? ¿Cuál sujeto? ¿Cuál progreso? ¿Cuál Historia? ¿Qué idea de nación habrá detrás de esta metáfora del «socialismo»? ¿Qué idea de lo político?
Rigoberto Lanz,
Debate sobre los socialismosIntroducción
El socialismo en el siglo XXI necesita articular bases compartidas que permitan ir construyendo referentes teóricos. Para cimentar referentes científicos acerca del socialismo hace falta precisar algunos lugares compartidos, si bien, al configurar el socialismo una propuesta normativa, esta tarea se torna ciertamente complicada. Intentando superar las dificultades, hace falta, en primer lugar, una definición de lo que sea el socialismo. Buscando su esencia, su principal rasgo puede encontrarse en el amor, en una empatía radical (que coincide con la parte positiva del par schmittiano «amigo-enemigo»). La posibilidad de pensar el socialismo pasa por una reconsideración de la naturaleza humana y por una construcción de un lenguaje diferente sostenido en prácticas diferentes. En tercer lugar, hay que detenerse en el papel del Estado, lugar esencial, junto a la participación, del impulso de la sociedad socialista. En cuarto lugar, hay que precisar cuáles son los elementos que debieran articular ese socialismo y en qué se diferencia de las prácticas del socialismo en el siglo XX (con una enunciación de sus aciertos y errores, del papel del nuevo sujeto plural y de los problemas que implica un supuesto «socialismo científico»). Por último, está pendiente establecer cuáles son los valores que hay detrás de lo que vaya a ser el socialismo en el siglo XXI. Un ejercicio clarificador es comparar los valores del socialismo en el siglo XXI con las otras grandes concepciones del siglo pasado: el liberalismo, el socialismo del siglo XX y el neoliberalismo.
Nada aporta construir un marco teórico autoalimentado. El error del materialismo histórico es que terminó siendo un idealismo ahistórico que dio por hecho un futuro que aún no había pasado. El socialismo no puede entenderse al margen de las realidades históricas que lo hicieron surgir, de los desarrollos tecnológicos, políticos, culturales en marcha ni de los actuales procesos que lo confrontan. Aún más, esas confrontaciones que llegan incluso al golpe de Estado tienen muchas probabilidades de ser las que determinen los contornos de los socialismos, en ausencia de modelos cerrados. Eso hace aún más urgente el esfuerzo teórico.
El socialismo como empatía radical
Si no fuera porque apenas sería entendido, y aun cayendo en la cursilería sobre la que advirtió Ernesto Guevara, podríamos resumir la esencia de la organización política deseable diciendo que socialismo no significa otra cosa que vida social basada en el amor. Aun siendo cierto que le corresponderá a cada época y lugar establecer su propio diálogo acerca de qué es el amor, podemos buscar un mínimo común que nos permita entendernos. Con esta intención, decir amor o decir aquí socialismo es mencionar una empatía social absoluta y desinteresada, la radicalización de la regla de oro donde cada cual, sin ninguna funcionalidad escondida, deja de alguna forma de ser, obteniendo al tiempo el increíble resultado final de ser más. (Le corresponde a Hegel la brillante afirmación de que amar es dejar de ser para ser más). Quien ama, vive en los demás y así conjura simbólicamente la muerte. Un amor infinito implica, como bien vieron las religiones del Libro, una vida inmortal, algo de gran interés para ese homo sapiens cuya única certeza es que sabe que va a morir. El amor es la forma más evidente de trascendencia de «ir más allá», dotando de sentido al finito ser humano.
Sin embargo, la racionalidad moderna, atenta a sólo lo cuantificable y guiada por una lógica lineal que condenaba al limbo todo lo que quedase fuera de su definición de ciencia, fue poco a poco reduciendo el asunto de la emancipación a los medios e instrumentos, a números, procedimientos y planes quinquenales. Del mismo modo, en términos de discurso cayó en ejercicios ingenuos cargados de utopía negativa no realizable que ahorraba discutir los perfiles del futuro, al atribuirle al mañana tan altas cualidades que empequeñecía el problema de definir cómo se alcanzaba ese fin; igualmente, se ahorraba complejizar el asunto de la naturaleza humana, evitando enturbiar ese futuro luminoso. Cuando Lenin, siempre en lucha entre la reflexión y la práctica, afirmó que socialismo no era soviets más electrificación, sino soviets más cultura ya era demasiado tarde.1
Que socialismo es amor es una idea que encuentra acomodo en el Sermón de la Montaña y su prédica de amar al prójimo por encima de todas las cosas. Es lo que recogió San Agustín cuando afirmó «ama y haz lo que quieras», queriendo dar a entender que quien ama realmente no hace daño a los demás. El socialismo, al igual que ocurre con la regla de oro de todas las religiones no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti es amor porque es la afirmación de la empatía como el criterio central de la organización social. Tampoco andaba lejos Marx, siguiendo a Rousseau o interpretando a Aristóteles, cuando pensaba que la política desaparecería cuando desaparecieran las clases sociales, esto es, cuando se acabaran las diferencias sociales basadas en el diferente lugar que se ocupa en la escala de producción. En ese momento histórico, la posición de clase determinaba buena parte de la existencia social y particular.
A día de hoy podemos afirmar que si no hubiera tensiones sociales basadas en cualquier tipo de desigualdad y no solamente de clase la sociedad viviría una suerte de estabilidad permanente, de manera que esa idea que vincula política con poder, con coacción, desaparecería. Sin conflicto no hay política. Politizar es conflictuar, de la misma manera que despolitizar es ahuyentar el conflicto.2 Pero decir que socialismo es amor es un presupuesto normativo. El interrogante que quiera ayudar a la transformación se aleja de lo que significa el socialismo para preguntarse cómo se llega a él sin traicionar los principios que contendrá ese futuro. Es más fácil llegar a un acuerdo acerca de esos perfiles ideales que en torno a las formas de alcanzarlo. Porque, en realidad, decir que el socialismo advendrá como en Marx cuando se dé un alto desarrollo de las fuerzas productivas y un alto desarrollo de la conciencia no deja de ser una tautología. Traducido querría decir: cuando estén cubiertas todas las necesidades y los seres humanos sean ángeles, desaparecerá la política. Por eso, la única pregunta realmente controvertida no es tanto qué sea el socialismo, sino cómo es la transición al socialismo.
El capitalismo ha dedicado bibliotecas enteras a la transición de regímenes autoritarios capitalistas o comunistas a la democracia parlamentaria capitalista. Pero apenas hay teorización de cómo es la transición del capitalismo parlamentario al socialismo, especialmente en el siglo XXI. Convendría entender que el socialismo, como la Itaca del poema de Kavafis, es más una razón para ponerse en marcha, y menos un modelo prefigurable. Al socialismo hay que esperarlo siempre, pero hay que contar igualmente con que nunca va a llegar. Es socialista porque constantemente está abriendo nuevas sendas. El socialismo real sólo puede existir como adjetivo (permite decir de algo que es socialista) pero no como sustantivo. De lo contrario, al socialismo le ocurriría como a Dios: sería una causa demasiado grande para un resultado necesariamente tan mediocre.3
Un nuevo lenguaje para un nuevo socialismo
No era el momento, sabemos hoy, para que los autores clásicos del socialismo pudieran entender que la sociedad no se va a parar nunca. Vista la evolución del ser humano, podemos prever que van a surgir siempre diferencias y, por tanto, disidencias respecto de una realidad que no es absoluta sino representativa, esto es, que no es leída en su estricta materialidad sino que se tamiza a través de marcos heredados de la construcción social. Tanta fuerza tienen esos marcos, especialmente en la era de la comunicación, que cuando un hecho niega el marco, preferimos negar el hecho. Como reto, se trata de reconstruir esos marcos para que dejen más espacio a la libertad de conciencia. Es lo que Gramsci llamó «conquista de la hegemonía» aunque quizá con intenciones no tan libertarias, camino de crear un nuevo sentido común socialista donde la empatía sea algo inmediato. La hegemonía en el siglo, sin embargo, ha sido la contraria.
Es cierto que la forma más sutil de construir marcos no es la que planteó el ministro de Propaganda, Goebbels, cuando afirmaba que una mentira repetida mil veces fungirá como verdad. Pero el silenciamiento de alternativas, la recurrencia en afirmar que no hay más solución que la que se está aplicando, la conversión de los medios de comunicación en los grandes socializadores o la machacona insistencia en algunas mentiras básicas terminan por construir ese puzzle actual de la hegemonía. Por ejemplo, pese a no tener armas de destrucción masiva, Sadam tenía armas de destrucción masiva (aún en 2008, los porcentajes de norteamericanos que así lo creen son altos); pese a ganar diez elecciones o aceptar el resultado adverso del referéndum constitucional de diciembre de 2006, Chávez es un dictador; pese a sufrir el acoso de los poderosos y la dictadura de unos medios de comunicación al servicio de las élites, Evo Morales es el autoritario por su supuesto indigenismo radical; pese a Abu Graib, Guantánamo o las cien invasiones realizadas por los Estados Unidos en el siglo pasado, la Estatua de la Libertad sigue presentándose como un referente de democracia que no se puede cuestionar sin verse uno a su vez cuestionado; si protesta el pueblo llano, se habla de ingobernabilidad; si protestan las clases medias y altas, estamos ante revoluciones de colores.4
Por todo esto, un paso adelante del socialismo será renunciar a las palabras heredadas y reconstruir en forma de diálogo los nuevos conceptos con los que reorganizar la realidad social y también los referentes simbólicos. No caer en el error de la modernidad de despreciar lo trascendente, ni tampoco abrazar el irracionalismo, como quisiera una posmodernidad reaccionaria. Desmantelar las palabras heredadas, reconstruir la realidad con palabras dialogadas, recuperar el espacio de la plaza pública, vaciándola de tronos, templos y shopping centers, donde una ciudadanía con iguales capacidades reconstruye los contornos de su polis desde la perspectiva de la emancipación (la isonomía que reparte derechos de manera igual, y la isegoría que reparte la posibilidad y la capacidad para que cada cual pueda hacer del ágora el espacio en donde expresar y construir su propio proyecto de vida). El acceso a la palabra es la única manera pacífica que tienen los oprimidos para recordar a los opresores el daño que están haciendo. Lo que no tiene nombre, no existe (en otras palabras, lo que no se expresa, no tiene efectos sociales útiles para su transformación).
El «ni en dioses, reyes ni tribunos/ está el supremo salvador» de La Internacional requerirá alguna nueva reflexión. No hay que confundir la necesidad de recuperar la trascendencia, de darle sentido a la vida propia del homo sapiens el único animal que, como decíamos, tiene la única certeza de que va a morir, con abrazar remedios irracionales que en vez de ayudar a la emancipación la limitan. Insistimos: se trata de despensar para repensar, un ejercicio nada sencillo pues se tocan cosas profundas y comprometidas para los seres humanos, como es la religión, la identidad o el nacionalismo. Es igualmente sensato e insensato poner una estatua nacionalista en Edimburgo con el rostro del actor Mel Gibson quien representó al legendario escocés William Wallace en la película Braveheart, que pensar que alguna frontera y, por tanto, un territorio, está dotado de alguna esencialidad que lleve incluso a matar a quien no la comparta o que permite entender como ilegales o sin papeles a quienes no sean reconocidos como nacionales propios. Es igualmente una forma de monólogo que en nombre de un dios se pretenda eliminar la presunta obra de ese dios, es decir, a otro ser humano. Nos cuesta salirnos de nuestros marcos culturales para entender la sociedad; ¿no es cierto acaso que, llevemos flores o alimentos a una tumba, en ninguno de los dos casos van a salir nuestros deudos a ver y oler las flores o a comer los alimentos?
Mientras exista la posibilidad de reconstruir intelectualmente la diferencia en cualquier ordenamiento social, existirán seres humanos que cuestionarán la existencia de privilegio, sea de clase, género y raza, pero también de edad, ideología, creencia, opción sexual, estatus, primacía de algún aspecto en la organización social, etc. Los seres humanos estamos dotados de neuronas espejo, conocidas como el «ADN del comportamiento». Son las responsables de construir sobre la base de la imitación la posibilidad de adaptación y supervivencia del homo sapiens (Rizzolatti, 2006). Los animales sociales han sobrevivido gracias a la reciprocidad, el principal principio de cohesión del grupo. Ese cumplimiento animal y particular del imperativo kantiano existe incluso entre los chimpancés, lo que abunda en la idea de que es coherente pensar que existe de manera más desarrollada en los seres humanos.5
Como la ley de la entropía no permite vueltas atrás en el tiempo, el socialismo no puede corresponderse con ninguna forma primitiva de organización social. Como en las malas películas sobre regresos al pasado, esos planteamientos prefieren ignorar que cualquier acto del ayer cambiaría el hoy, de la misma manera que el hoy no puede llevarse al ayer sin transformarlo, sin acompañarlo de la evolución ya alcanzada (algo obvio en asuntos tecnológicos). Parece razonable, desde un principio de precaución, no usar semillas transgénicas. No parece razonable, desde un principio de avance, renunciar al arado por tratarse de un instrumento «no natural». El socialismo tiene la tarea de construir una organización social acorde con la condición más evolucionada que significa el ser humano, definiendo la evolución desde indicadores dialogados. Al tiempo, esa organización estará signada, como venimos afirmando, por un profundo sentido de la empatía que habrá de traducirse en un amplio compromiso con lo público y con el establecimiento de un sistema social donde se garanticen las capacidades para participar de todas y cada una de las ventajas de la vida social. En los experimentos de Franz de Waal, el chimpancé maltratado critica el trato desigual, pero eso no hace sin más que el que recibe el privilegio de la uva la comparta. Muy al contrario, acepta gustoso la rodaja de pepino que lanza su congénere indignado. Los chimpancés son brutales con chimpancés de otros grupos y también con los del propio cuando se cruzan intereses de poder. Los bonobos (chimpancés pigmeos, dos millones y medio de años más cerca de nosotros que los chimpancés), al contrario, comparten incluso el alimento con otros grupos y solventan la mayoría de sus problemas a través de contactos de tipo sexual y no con violencia. Cuando el ser humano es destructivo es mucho más destructivo que cualquier otra especie. Pero cuando es generoso, es infinitamente más generoso que cualquier otro animal de la naturaleza. Y, además, escoge serlo. Los pájaros no son libres.
¿Qué es el socialismo?
No es posible seguir hablando de socialismo sin intentar una definición. De lo contrario, se está impidiendo que el corpus doctrinal pueda avanzar y construir en ese entorno algo que se parezca a una comunidad científica ocupada de los desarrollos del ideario socialista. La discusión histórica sobre el socialismo suele referirse a posiciones teóricas muy ligadas a posiciones prácticas (así fue durante buena parte del siglo XIX y del XX con la progresión «Marx y Engels ® Rosa Luxemburgo ® Lenin à Gramsci ® Luckács» (dejando al lado toda la corriente revisionista). Ahora, por el contrario, pesan mucho los aspectos teóricos (aquí surge la referencia a Laclau, Mouffe, el marxismo analítico, Mészáros, Negri, Dieterich, Moulian, etc.). Sin embargo, creemos que eso es un error.
Las bases del socialismo del siglo XXI como movimiento no son teóricas sino, muy al contrario, beben de realidades bien concretas esto siempre es así, pero se pierde de vista en los análisis de grandes plazos y grandes estructuras . E incluso, los referentes teóricos más influyentes han estado mucho más cerca de coyunturas concretas que de discusiones de libros sobre libros. Las bases del socialismo del siglo XXI hay que buscarlas (aun sin ánimo exhaustivo) en los siguientes sucesos y en las reflexiones que abrieron: el derrocamiento de la Primavera de Praga en 1978 por las fuerzas del Pacto de Varsovia; la creación del sindicato polaco disidente Solidaridad en los astilleros de Gdansk, en 1980; las victorias de la derecha en Europa y Estados Unidos (Juan Pablo II-1978; Thatcher-1979, Reagan-1980, Kohl-1981); la caída del Muro de Berlín de 1989; el nombramiento de Carlos Salinas en México en 1988, de Carlos Saúl Menem en Argentina y de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, ambos en 1989; la pérdida del poder de los sandinistas en 1990; la enunciación del Consenso de Washington en 1990; la disolución de la URSS en 1991; el levantamiento zapatista de 1994; la fundación en 1980 de Los Verdes en Alemania (con las banderas del socialismo, el ecologismo, la democracia de base, la no violencia y el antiautoritarismo); el desarrollo de la teología de la liberación, con la fecha emblemática de 1973, cuando el peruano Gustavo Gutiérrez Merino editó el primer libro sobre el tema Historia, política y salvación de una teología de liberación (que obligaría a pluralizar el sujeto); etc.6
Pero a día de hoy, y a diferencia de lo que ocurre con otras ideologías que tienen una referencia mínima compartida, la divergencia dentro del campo socialista es enorme. Es factible que el socialismo implique para unos la existencia de una vanguardia que marque el rumbo social, para otros la reivindicación de la clase obrera como sujeto de la transformación, más allá, la redistribución de la renta y la supresión de la herencia, para otros la abolición de la explotación a través de la propiedad pública de los medios de producción, para aquéllos reformismo, para éstos revolución, para unos austeridad medioambiental, para otros inclusión multicultural, en otra dirección, partido único y retórica obrera y campesina en un contexto económico capitalista, al igual que habrá quien apostará por una mezcla de todos estos elementos, y así hasta el infinito de la indefinición.
Por nuestra parte, entendemos que una sociedad socialista es: un sistema de organización social, política, normativa, económica y cultural que busca la libertad y la justicia, armonizando para ello los recursos materiales, institucionales e intelectuales de la sociedad, con el objeto de conseguir la igualdad de capacidades personales, la libertad de individuos y colectivos, la solidaridad entre los miembros de la comunidad, la defensa de las diferencias, el respeto medioambiental, la paz entre las naciones e iguales condiciones para todos los pueblos del mundo.
Hablamos de «igualdad de capacidades» entendiéndola como una fórmula superior a la igualdad de oportunidades que no garantiza el resultado o la igualdad de resultados que, aún siendo superior, por lo común es una entelequia no realizable o bien supondría una homogeneización que robaría la libertad individual y no contemplaría la necesaria corresponsabilidad de las personas en su destino. La igualdad de capacidades es una fórmula superior al «a cada cual según sus necesidades y de cada quien según sus posibilidades» por, al menos, dos razones. En primer lugar, es menos autoritaria de cada cual según sus posibilidades implica una exigencia, un hecho de fuerza al margen de la voluntad de los individuos; por otro lado, el «a cada cual según sus necesidades» desresponsabiliza y, con ello, roba dignidad a las personas, cayendo en formas de paternalismo que limitan la libertad individual.
Vivimos en una época confusa, propia de momentos de crisis (de peligro y de oportunidad, como rezan los dos ideogramas con que los chinos escriben la palabra), una época de frontera con sombras de lo viejo y apenas albores de lo nuevo. De transición paradigmática (De Sousa Santos, 2005a), con el añadido de que salimos de un paradigma, el conformado por la modernidad, el desarrollo de los Estados y la implantación del capitalismo, pero sabemos que ya no van a existir nuevos paradigmas totales, modelos o esquemas invariables de comportamiento que alimenten la praxis. Al fondo del túnel hay una luz, pero esa luz, como un sensor de movimiento, se enciende cada vez que se actúa. Va a ser el movimiento, además, el que determine si esa luz va a ser onda o partícula, el que marque su posición y su velocidad, el que defina su color y frecuencia. No se trata de enrevesar las cosas con análisis oscuros, sino de no simplificarlas. Si la física de Newton se complejizó con la física de Einstein, nuestras sociedades deben saberse sumergidas en la misma nueva lógica que relativiza todo lo anterior. Gestionar los nuevos modelos de matrimonio genera mayores complicaciones burocráticas al Estado. Pero reducir esa complejidad por culpa de la complicación administrativa que implica supone simplificar la vida social. Calzar a la fuerza zapatillas, como los príncipes caprichosos de los cuentos, hace sangrar los pies de las candidatas y, siguiendo con la metáfora, también al cuerpo social.
Aprendiendo de los errores del pasado
El socialismo del siglo XXI no es una mera referencia cronológica vacía (en el siglo XXI, es obvio que el socialismo que se construya habrá de pertenecer a esa época), sino una metáfora que recuerda que lo sustantivo permanece (el socialismo como organización que supere el capitalismo) y lo adjetivo cambia (lo que quiere significar que el contorno que adquiera en el siglo XXI va a ser diferente del socialismo del siglo anterior). Esto es, va a hacerse al andar, como el camino machadiano, y la única carta de navegación que ha legado el socialismo anterior es la que recoge la esperanza de transformación que acumula, su compromiso inicial con la democracia y, principalmente, los errores que no deben volverse a cometer. Esto no constituye ningún problema epistemológico. Muy al contrario. Saber lo que no debe hacerse marca un programa de actuación política superior teóricamente a un programa que quisiera decir a priori lo que debe hacerse.7
Cuando el joven Gramsci publicó «La revolución contra El capital» (apenas un mes después de la revolución de octubre de 1917) sentaba las bases para afirmar que las revoluciones, como procesos violentos que tumban las estructuras de un país, no esperan a los teóricos. Pero bien sabía también el que fue secretario general del Partido Comunista de Italia que la teoría era bien relevante para orientar la praxis posterior. En esa dirección, podemos afirmar que en los procesos de implosión del antiguo régimen, las explicaciones sobre las base de la voluntad de los actores son muy relevantes, mientras que en la fase de construcción del nuevo modelo, cuando los cambios permiten empezar a hablar de transformaciones reales, las variables explicativas y orientadoras de estos momentos son las variables estructurales, las condiciones materiales, el grado de desarrollo, el nivel de la consciencia de lo colectivo, entre otros aspectos profundos y que reclaman procesos lentos.
Es cierto que las transformaciones profundas pueden darse en países donde no hay madurez del capitalismo ni del Estado ni de la modernidad (dejemos como hipótesis que es precisamente en esa debilidad en donde están las explicaciones de por qué surge ahí el cambio brusco). Se trata de una reedición de la teoría del eslabón más débil. Ahora bien, igualmente sabemos que si los marcos teóricos marxistas especialmente los del siglo XIX no explicaron las revoluciones en el siglo XX, hubieran sido de extrema utilidad para orientar la fase de consolidación. Sabemos que Lenin reelaboró ad hoc y de manera interesada el marxismo para adaptarlo a su análisis/deseo vanguardista de acelerar la revolución (historicismo estructuralista lo ha llamado Tomás Moulián [2001]). Esa renuncia a la teoría y la elaboración de análisis que reinterpreten la teoría para ajustarla al momento histórico preparó el camino a Stalin (por ejemplo, para justificar el socialismo en un solo país, la colectivización forzosa, el Gulag, la eliminación de los disidentes). Sabemos que el Che Guevara creyó, con mucho heroísmo, que la falta de subjetivismo en países atrasados podía compensarse con lucha armada. Dejó su cuerpo en la escuelita de la Higuera y los mil Vietnam anunciados no consiguieron los resultados esperados. Sabemos que los movimientos guerrilleros confiaron en que el ejemplo de abnegación iba a bastar para llenar sus filas de voluntarios. El resultado fue, en no pocos casos, repetir comportamientos de aquellos contra los que se peleaba.
Hoy sabemos que hay una gran verdad en la consideración de que hace falta una cierta madurez para que los cambios cuajen. Una madurez que no se mide en desarrollo económico, sino en consciencia de lo colectivo, de lo público. El Estado social ha sido un gran educador de comportamientos ciudadanos. Una estructura fiscal permite una redistribución socialista. Pero en ausencia de esa conciencia de lo público, el Estado puede convertirse, aun en manos de quienes pretender crear el socialismo, en un Dorado sometido a la rapiña de los que nunca pudieron aprender que lo que es público es de todos y no de nadie. El mercado educa en la lucha de todos contra todos. Las colas y la atención por orden de llegada en los servicios públicos, por el contrario, educan en ciudadanía. Ese tránsito reclama instituciones eficaces y valores compartidos. Y los valores nunca se consolidan antes de que pase, al menos, una generación.
¿Cómo empoderar al pueblo? Cambiar la sociedad transformando el Estado
Los bolcheviques en 1917, sobre la base de una interpretación del planteamiento marxista extraído de la Comuna de París, decidieron que era necesaria una fase de dictadura del proletariado para, desde un nuevo Estado al servicio del pueblo, empoderar a una población mayoritariamente campesina y socializada en el capitalismo depredador, egoísta y fragmentador (aunque es importante entender que el concepto de dictadura, en ese momento, no significaba lo que hoy entendemos al respecto). Casi un siglo después, la pregunta sigue abierta pese a que aquella respuesta difícilmente puede ser de nuevo asumida. ¿Es posible una transformación democrática por la vía electoral en países sin sociedades civiles fuertes? ¿Es justo aplicar un Estado temporal de excepción con el fin de reforzar esa sociedad debilitada? ¿Es posible sin una voluntad determinada romper las estructuras creadoras de exclusión vigentes durante siglos? En sociedades desestructuradas, es decir, sociedades por las que ha pasado el vendaval neoliberal sin haber pasado antes con fuerza la lluvia del Estado social y democrático de derecho, el riesgo de pretender sustituir esa falta de instituciones y valores colectivos con comportamientos despóticos ilustrados (la dictadura del proletariado o, en el caso de hoy, una dictadura del «pobretariado» o, incluso, una dictadura de la ciudadanía o de las multitudes) es muy alto.
Se ha repetido que en unas elecciones se toma el Estado pero no se toma el poder; es decir, por un lado, los espacios de poder real van más allá del aparato del Estado; por otro, el Estado, como esa institución que reclama el monopolio de la violencia física legítima, no responde igual a Gobiernos afines, a lo que Bop Jessop (2003) llama «selectividad estructural» del Estado (comportamientos no determinados pero que son los que tradicionalmente han puesto en marcha), que a aquellos que cambian formas, actores o receptores de las políticas públicas.8 En el caso reciente de América Latina, todos los nuevos Presidentes han expresado su queja ante la imposibilidad de manejar el aparato estatal heredado para ponerlo al servicio de los nuevos Gobiernos, las nuevas Constituciones o las nuevas políticas. Una vez constatado esto, la tentación es reforzar la capacidad de acción para poder cumplir los objetivos que, con ingenuidad, se pensaba que podrían alcanzarse desde el aparato estatal. Una vez más aparece la dicotomía entre eficacia y democracia. Tomarse mayores atribuciones que las que se corresponden con un Estado de derecho con el fin de enrumbar el país hacia la democracia. Es la idea de la dictadura del proletariado como refuerzo del poder con el fin de debilitar el poder.9
Pero ya sabemos que la respuesta dada en forma de dictadura del proletariado trajo más problemas que soluciones ¿Cómo empoderar al pueblo que tiene que hacerse cargo de sus propios destinos si no tiene ni la capacidad ni, quizá, el interés de organizar su propia vida? ¿Cómo contrarrestar la presión de las oligarquías, la financiación de la desestabilización incluida la cooptación de militares venales, la tarea permanente durante decenios de las empresas de medios de comunicación y de la jerarquía eclesiástica? No es sólo un problema teórico. También es un problema empírico.
En términos históricos está también el ejemplo del neoliberalismo, que primero se hizo con el control del Estado para después obrar una mutación del mismo desde su sala de mando (es así como se inició el ataque al Estado social y democrático de derecho). Optar por la deriva «despótico ilustrada» desde posiciones socialistas puede ganar el favor de los pobres siguen dominados pero ahora ven esperanza, pero generaría paternalismo y, además, alejaría a las clases medias, muy necesarias en la tarea de consolidación socialista (les corresponde a ellas una parte relevante de la gestión administrativa y económica que ayude a salir de la escasez y los cuellos de botella). Además, cuando se habla de valores, están las consideraciones morales. El fin no justifica los medios. No puede construirse el socialismo sin socialistas o, como se suele recordar, el socialismo no se decreta.10
Atendiendo de nuevo a la historia, hemos aprendido que pequeños pasos en una dirección consolidan en el medio y largo plazo esa dirección. En sociedades desestructuradas, la tarea esencial en la construcción del socialismo no está en crear formas autoritarias previas que faculten para empoderar al pueblo, sino que consiste en dar de inmediato instrumentos conceptuales que obliguen obliguen a la corresponsabilización popular en las transformaciones. La tarea de un fuerte liderazgo es, sin duda, esencial en esta fase. Sólo un referente carismático incuestionado puede aunar las fuerzas de cambio en esta fase de transición. Pero ese liderazgo tiene que tener legitimación legal-racional y no legitimación carismática (en términos weberianos). Igualmente, una buena teoría al respecto no puede caer en generalizaciones que ignoren las diferencias entre democracias parlamentarias consolidadas y democracias en construcción que, además, pretenden una nueva institucionalidad. El papel de los liderazgos carismáticos Chávez, Lula, Morales, Correa se corresponde con fases diferentes de procesos políticos a veces similares, pero otras no conmensurables. De lo contrario, se volvería a caer en las tesis de la modernización o del take-off (el despegue) que establecían una senda única y necesaria para la construcción de la democracia. No se trata de ir desde la teoría a la realidad, sino de armar desde la realidad una nueva teoría.
Es cierto que en momentos de «acumulación política originaria» (encargada de construir una nueva institucionalidad inclusiva), las reglas no están cerradas. De ahí que los «padres fundadores» de prácticamente cualquier nación fueron inicialmente acusados de terroristas. Pero esto no puede llevar a una asunción acrítica del liderazgo, pues sería recuperar por la puerta de servicio el papel de las vanguardias arrojado por la ventana tras la experiencia del siglo XX. La solución pasa por un pueblo movilizado capaz de poner diques al torrente del liderazgo y de crear una nueva institucionalidad. En vez de la dictadura del proletariado estaríamos ante una suerte de legislatura del pobretariado o de las multitudes: un momento audaz y determinado de superación del viejo modelo en busca de la inclusión de los tradicionalmente excluidos, pero que opta por legislar en vez de dictar.11
En la fase actual de construcción de la emancipación en América Latina es tan necesaria la figura del liderazgo fuerte como inexplicable debiera serlo en la fase de consolidación. Esto no significa, insistimos, asumir de ninguna manera cheques en blanco para el liderazgo estamos refiriéndonos a un líder fuerte, no a un dictador, ni siquiera amable, algo por otro lado impensable en términos reales gracias a las actuales Constituciones vigentes y la falta de apoyo popular que tendrían esas pretensiones. Por otro lado, ese liderazgo debe tener como principal tarea crear todo un plantel de personas capacitadas para el relevo. Toda la discusión acerca del cesarismo democrático de corte gramsciano es pertinente aquí. Y una vez más, explota el dilema entre la deliberación y la decisión.12
Salvados los momentos de convulsión correspondientes a la fase de cambio, el liderazgo sólo podrá ejercerse cuando realmente esté en sintonía con el pueblo, correspondiéndole la obligación de entregar instrumentos al pueblo para su autodeterminación y obrar con estricta transparencia (mandar obedeciendo). Por el contrario, cuanto más insistan las oposiciones en los intentos extraconstitucionales de derribar a los Gobiernos del cambio, más se reforzarán los liderazgos como forma necesaria de resistir los embates del antiguo régimen. La teoría del Estado ha demostrado que el nacimiento de los Estados está muy vinculado a la competencia entre señores feudales con similares pretensiones. ¿Puede la teoría política ignorar el hecho de que los «enemigos» forman parte esencial de la construcción de un movimiento? ¿Acaso puede pensarse el socialismo en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia sin entender y analizar el papel de las oposiciones en esos países? El enquistamiento social en un tablero de empate técnico configura un escenario muy desafortunado para el desarrollo democrático. La mejor forma de superarlo es con educación, de manera que una mayor conciencia determine amplias victorias electorales que dirijan el Gobierno y puedan usar el Estado, que entiendan la importancia de la movilización popular y contrapongan ideas a las hegemónicas del monopolio mediático mundial del que ya se quejaba la Unesco hace más de treinta años. El gasto público educativo en un país pequeño como Venezuela en torno al 5 por ciento del PIB muestra la dirección correcta y correctora en el medio plazo de un liderazgo que no necesita repetir en el siglo XXI las gerontocracias soviéticas o la peculiaridad histórica cubana. Como hemos dicho, la apuesta de Chávez por el socialismo y no por el «chavismo» es una señal de coherencia ideológica que igualmente invita al optimismo, ya que esa decisión sitúa a Chávez lejos de, por ejemplo, el cinismo de Perón, que permitía en sus filas personas de extrema izquierda y de extrema derecha, anarquistas o fascistas siempre y cuando fueran «peronistas». Sin embargo, el surgimiento en Venezuela de un sector cortesano que juega al autoritarismo mientras se enriquece con prácticas corruptas da una señal de la necesidad permanente de controles sociales y tribunales independientes y con coraje, incluso en el caso de un liderazgo democráticamente productivo como el de Hugo Chávez.13
Errores y aciertos del socialismo del siglo XX14
El socialismo del siglo XX ha brindado un mapa de navegación al socialismo del siglo XXI. Según esta bitácora, el socialismo del siglo pasado tuvo cuatro rasgos: eficiencia, heroísmo, atrocidad e ingenuidad. La eficiencia tiene que ver con su capacidad para incorporar una parte considerable de la humanidad a la modernidad (la Rusia feudal, la China imperial, zonas deprimidas de Centroeuropa, África o Asia). Su atrocidad, la que configura el libro negro del llamado con abuso «socialismo realmente existente», y que tiene que ver con el Gulag, los Muros, las purgas, los presos políticos, la falta de democracia representativa, la creación de enemigos del pueblo, la eliminación de la disidencia, etc. Valga recordar, sin embargo, que los más ortodoxos, como bien recuerda la historia de la Inquisición, siempre son los más exagerados en sus comportamientos.15
Pero el socialismo del siglo XX también reclama recordar su heroísmo, callado con intención culposa, y que tiene como gesta para la humanidad el haber frenado al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial de los 50 millones de muertos de la contienda, 20 millones fueron ciudadanos soviéticos; igualmente el haber puesto con frecuencia los muertos, los presos, los torturados en las luchas contra las dictaduras y en las peleas por la democratización.
Pero de lo que se habla menos es de la ingenuidad del socialismo durante el siglo pasado (ingenuidad entendida como una solución simple aunque bien intencionada a problemas complejos que no se solventan cambiando el análisis sobre la naturaleza humana). El socialismo del siglo XX fue ingenuo por cinco grandes razones:
1. Por creer que bastaba asaltar el aparato del Estado para, desde ahí, cambiar el régimen social. Esa ingenuidad está en el propio Marx pues, tan convencido estaba que después de derribado el capitalismo vendría un reino de armonía, que no se detuvo a desarrollar ni una teoría de la transición ni de la justicia ni del Estado a la altura de los retos que vendrían. Una vez alcanzado el poder en la estela de su pensamiento, todo fue improvisación, y de ahí que Lenin decidiera interpretar en cada momento el rumbo del proceso, mientras que otros marxistas le reprochaban las prisas y el no adecuarse a los ritmos marcados por Marx, convertido en oráculo.
2. Por creer que bastaba con la creación de un partido único, regido por el centralismo democrático (la información circula de abajo arriba y las órdenes de arriba abajo), para regular la sociedad y dar respuesta a sus evoluciones o aunar sus diferentes voluntades. Sólo pensándose que hay una sola verdad y que se está en posesión de la misma puede postularse la existencia de un partido único.
3. Por creer que nacionalizando los medios de producción y controlándolos desde el Estado se podrían satisfacer las necesidades sociales de manera más eficaz y abundante que en el capitalismo (en este caso, leyendo mal a Marx, el trovador más apasionado del desarrollo capitalista de las fuerzas productivas). Nacionalizar los medios de producción no significa socializarlos.
4. Por creer que lo que servía para Rusia podía trasladarse a otros países con trayectorias diferentes, historias diferentes, cosmovisiones diferentes (es la amargura de un Mariátegui alertando a los ortodoxos de la necesidad de un marxismo latinoamericano que no fuera «ni calco ni copia» del soviético).
5. Por creer que un crecimiento ininterrumpido traería un reino de la abundancia que terminaría con todos los problemas humanos y sociales, ignorando la necesidad humana de trascendencia, el agotamiento del planeta y los problemas del productivismo heredado por la modernidad. En la misma dirección, por incorporar la idea del fin de la historia y no entender que el socialismo también es histórico y que, por tanto, cambia con las sociedades, debiendo estar abierto para incorporar nuevas necesidades (por ejemplo, la sensibilidad ecológica.
En conclusión, el socialismo del siglo XXI debe enmendar todos esos errores complejizando los simples análisis que en el siglo pasado llevaron a cometer acciones políticas que hoy podemos leer como contrarias a un sentido común emancipador. O expresado de manera más clara: el socialismo no puede construirse solamente desde el Estado, y mucho menos desde el Estado burgués; la instauración de un sistema de partido único es una simplificación de la organización humana que asombra por su grosería; la estatalización de todos los medios de producción, incluso los más básicos, es igualmente, tras cinco siglos de capitalismo, una simpleza que condena al estrangulamiento económico (nunca, insistimos, se logró crear formas de propiedad social no estatal). Por último, la separación entre socialismo científico y socialismo utópico hurtó a la izquierda aquellos aspectos de la vida humana (curiosamente los más gratificantes) que, por no ser materiales (amor, amistad, armonía, empatía, etc.) quedaron fuera de foco y fueron tirados por la borda con el rechazo al autoritarismo y la manipulación histórica realizada por las religiones.
De cualquier forma, el socialismo del siglo XXI mantiene el sustantivo. Es socialista porque se sitúa de manera clara y definida contra el capitalismo y la explotación que conlleva, incorporando a la transformación cualquier tipo de dominación (además de la de clase, de género y de raza, la medioambiental, la sexual, la generacional, etc.). En este sentido, el socialismo mantiene su condición de aguafiestas de la orgía prometida por el capital, ese populismo del libre mercado según la feliz expresión de David Harvey. El capitalismo promete a la humanidad una vida de reyes, garantizándolo solamente a unas minorías pero consiguiendo la aceptación del sistema gracias a esa simple promesa incumplida durante siglos (injusto sería no decir que allí donde la promesa deja de ser eficaz, el monopolio de la violencia física, legítima o ilegítima, pasa a ocupar el lugar de los argumentos). La condición de aguafiestas se radicaliza con el agotamiento del planeta. Allí donde ayer el socialismo prometió una sociedad de abundancia que el capitalismo era incapaz de proveer, hoy se ve en la obligación de exigir la austeridad como propuesta de organización social, una vez constatado que ya hemos devorado medio planeta Tierra que no es recuperable. Es en esa condición de aguafiestas en donde el socialismo debe encontrar la razón más simple de la necesidad de la alegría, pues un socialismo que recuerda el dolor no puede ser causante de dolor, además de que un socialismo triste es un triste socialismo.16
Hacia una teoría de la justicia socialista: clarificar el liberalismo
Un aspecto desconsiderado por el socialismo del siglo XX, pero que se convierte en una exigencia en el siglo que comienza, es establecer la superioridad del socialismo con los presupuestos filosóficos del liberalismo (el debate no puede permanecer más tiempo en el estricto espacio economicista sin riesgo de caer en un reduccionismo estéril y desalentador). Para la construcción del socialismo es necesario previamente establecer en qué medida el socialismo puede competir con la teoría liberal, yendo más allá del debate en la arena económica respecto a su capacidad de satisfacer las necesidades sociales. Si bien es verdad que no hay un único liberalismo, los rasgos que se suelen presentar para ponerlo a competir con el socialismo serían los que se corresponden con su tradición emancipadora. Esos rasgos serían:17
1. Todas las personas nacen libres e iguales.
2. Respeto a las elecciones autónomas de las personas.
3. Defensa de una noción fuerte de derechos individuales.
4. Consideración de la democracia representativa como límite del poder (de un monarca pero también de las mayorías organizadas sobre bases corporatistas o sobre la definición universal de la clase obrera).
5. Comprensión del Estado como árbitro neutral.
6. Postura «antiperfeccionista», es decir, rechazo a esa idea según la cual lo que es bueno para uno se define independientemente de lo que el mismo individuo opine al respecto (un planteamiento que afecta tanto a la izquierda como a una idea de dios omnisciente y omnipotente).
7. También tiene una vis antiautoritaria, ligada desde sus orígenes a la lucha contra el despotismo.
Pero lo cierto es que hay un liberalismo conservador, que ha sido muy relevante a la hora de prestar argumentos a la hegemonía política actual y que aparece recurrentemente cuando los excluidos de la promesa liberal reclaman un sitio en la mesa. Los rasgos de ese liberalismo conservador serían los siguientes:
1. Elitismo: pocos derechos, escasa participación popular y un Estado mínimo y represivo que garantice la propiedad privada y el orden existente.
2. No consideran un problema el monopolio y mucho menos la empresa que decide sobre la vida de los ciudadanos sujetos a su lógica.
3. Su comprensión de los derechos, utilizando la expresión de Isaiah Berlin, es como derechos negativos (derechos de no interferencia, no derechos que capaciten y que impliquen redistribución del Estado, sino que no impidan la libertad de los individuos).18 Naturalizan los azares sociales o naturales y los convierten en injusticias sociales legítimas. Su crítica al Estado se dirige sólo a cuando éste palia esos problemas (cuando es un Estado intervencionista redistribuidor). Para esta concepción, que el Estado mantenga las cárceles o mantenga el aparato de justicia no es intervencionismo estatal.
Pero la riqueza del pensamiento liberal permite que exista otro liberalismo, en este caso igualitario. Sin embargo, como insiste Roberto Gargarella, el igualitarismo termina siendo adjetivo y no sustantivo incluso en este liberalismo:
1. Es difícil encontrar a un liberal preguntándose quién va a cargar con el peso de un plan de ajuste o abriendo un debate sobre de qué van a tener que prescindir los que menos tienen.
2. En cualquier caso, un liberal le da prioridad a los derechos civiles sobre los sociales, de manera que la participación popular le molesta, pues puede devenir en «interferencia de las mayorías».
3. No repara en que hay aspectos que se repiten socialmente, no porque sean deseados realmente, sino porque se analizan individualmente (el ejemplo claro es que la gente ve telebasura al tiempo que la critica invariablemente).
4. No existe en el liberalismo un entramado que conecte al constituyente con sus representantes. Esto es así por su epistemología elitista, donde la libertad está en lo privado y los representantes saben mejor que los representados lo que conviene al cuerpo de la nación. Según este planteamiento, las decisiones las toman mejor unos pocos que las masas. El poder constituyente se congela como poder constituido y se desactiva.
5. Por eso el liberalismo, en su vertiente igualitaria, confía en los checks and balances, los pesos y contrapesos. Sin embargo, estos equilibrios no son neutrales, de manera que la condición de clase que suele representar la judicatura o el vaciamiento de ideologías críticas de los legislativos terminan por frenar la voluntad mayoritaria.
6. Igualmente, separan representantes y representados, priman el Poder Judicial, evitan la discusión pública participada y rechazan una «excesiva» participación.
7. Por último, tienen dificultades para asumir que la desigualdad social real implica la necesidad de operar desigualmente para compensar esa situación desequilibrada. No saca las conclusiones correctas del hecho de que el Estado ha sido históricamente un aparato de clase y, por tanto, también el Poder Judicial, los parlamentos, los Ejecutivos, así como los aparatos ideológicos y militares que los alimentan o defienden.
Socialismos del siglo XXI
Desde esta perspectiva, una filosofía política para el socialismo del siglo XXI debiera incorporar una serie de presupuestos capaces de competir con la hegemonía liberal (que no con la neoliberal, un ejercicio quizá excesivamente sencillo19). El socialismo del siglo XXI, desde la filosofía política, debiera establecer los siguientes aspectos:
1. Insistir en la condición dual del ser humano, con su gen egoísta y su gen solidario, siendo este último una garantía biológica de supervivencia para ese mamífero desvalido que es el ser humano, y un elemento de consciencia que permita otorgar sentido a la vida. La búsqueda de la inclusión y del autogobierno no pueden, por tanto, entenderse al margen de la inclusión y el autogobierno universales.
2. Entender que el «hombre nuevo» es el hombre viejo en nuevas circunstancias. De ahí que una diferencia esencial con el liberalismo esté en un diseño institucional al que se le da mucha relevancia y que no puede ser replicado a partir de modelos eurocéntricos. Para el socialismo, las instituciones tienen valores (no son neutrales). Y dentro de las instituciones, son de gran relevancia aquellas que permiten la libre comunicación (principalmente, los medios alternativos y las formas deliberativas de democracia).
3. El autogobierno individual está vinculado a la autodeterminación social (si no hay condiciones básicas, ¿cómo va una persona a autogobernarse?). De ahí que haya que rechazarse el «vota y no te metas en política». Para el socialismo, lo político no se puede reducir a los «grandes momentos», sino que la ciudadanía debe estar constantemente activando su condición de «poder constituyente».
4. No se basa en comportamientos virtuosos individuales (por ejemplo, que un empresario con conciencia social pague un salario digno a sus empleados). En la sociedad hay costos muy altos por expresar opiniones discordantes, de manera que es necesario un diseño institucional para evitar situaciones de castigo (como recuerda Gargarella, los que abren camino con opiniones novedosas o con comportamientos nuevos o que reclaman un nuevo orden de cosas suelen pagar un precio alto por sus iniciativas). Para ello deben abrirse mecanismos de deliberación y decisión colectivas, ya que así, aireando los problemas en la opinión pública, resulta más difícil que los individuos persigan su mero interés. Las contralorías sociales crean límites sociales que son como fronteras, aduanas donde se paga un alto peaje por la búsqueda de cualquier privilegio.
5. La igualdad debe considerarse como de influencia y capacidades. Deben brindarse las bases de sanidad, educación, libertad y justicia que permitan que la ciudadanía se corresponsabilice de sus decisiones pero que, al tiempo, tenga una verdadera opción material para poder planteárselas.
6. El socialismo da un paso más allá del igualitarismo de un Rawls, que soporta la diferencia ética porque beneficia a terceros. Eso significaría que se está pagando «un precio» (asumiéndose una contradicción) por la igualdad. Pese a que pueda favorecer a otros, esa diferencia significa que habría gente con más capacidad que otros de marcar los asuntos colectivos. Y eso es contrario al socialismo.20
7. La propiedad privada no tiene la misma fascinación para un socialista que para un liberal. Por el contrario, en el siglo XXI ha entendido finalmente que hay derechos individuales de gran valor que la izquierda no entendió durante el siglo pasado, despreciándolos al catalogarlos como «derechos burgueses» o «individuales» (habeas corpus, libertad de expresión, de residencia, de movimiento, inviolabilidad de la correspondencia, del domicilio, etc.). De ahí que el socialismo del siglo XXI tenga mucho de «republicanismo de izquierdas», donde la libertad no es un pago a considerar a cambio de mayores cotas de igualdad.
8. Como gran diferencia con el liberalismo, desde posturas socialistas se asume la existencia de derechos colectivos y de grupos desaventajados, lo que implica asumir que hay una desigualdad de partida. En la misma dirección, el socialismo no puede aceptar el principio liberal de compartimentar o dividir y jerarquizar los derechos, con el fin de separar los civiles y políticos de los sociales y quitarle a estos últimos relevancia o postergarlos. El liberalismo, como filosofía política del capitalismo, tiene claro que sin explotación no hay beneficio y que, por tanto, cualquier forma de redistribución va al corazón del sistema.
9. Por último, hay un posicionamiento respecto de la política real. El socialismo entiende los cambios sociales en su complejidad, prestando atención a la praxis, en este caso a la necesidad de crear las condiciones para que pueda operar el modelo que defiende. El socialismo no puede quedarse al margen del establecimiento de situaciones en donde el objetivo socialista sólo es posible limitando de manera radical las posibilidades que tienen los privilegiados de impedir cualquier cambio social. Esto, como hemos planteado anteriormente, no es un certificado para saltarse la legalidad en nombre de la legitimidad uno de los principales errores del socialismo del siglo XX, sino de entregar de manera real y efectiva el poder constituyente a su depositario, esto es, al pueblo consciente y organizado.
Desbordar el Estado, desbordar el capitalismo, desbordar la modernidad: una estrategia diferente para un socialismo diferente
Si las tres grandes autopistas que nos traen a la actualidad son el desarrollo de los Estados nacionales, el pensamiento moderno y el desarrollo capitalista, en la superación de estos tres procesos está una parte sustancial de la construcción del socialismo. Nótese que el socialismo del siglo XX, muy al contrario, fue profundamente estatista (el Estado total que permite hablar de totalitarismo), fue capitalista en cuanto a la explotación y alienación de los trabajadores (todo lo relacionado con el capitalismo de Estado) y eminentemente moderno (lineal, productivista, machista, colonial, depredador de la naturaleza, basado en una idea simple de progreso, etc.). Superar estos tres caminos crea un programa aproximado para empezar a trazar las políticas del socialismo del siglo XXI.
El Estado fue la palanca esencial tanto del reformismo socialdemócrata como de la revolución comunista. Como plantea Boaventura de Sousa Santos, el reformismo fue posible mientras el Estado era el sujeto y la sociedad el objeto. Con el neoliberalismo, el Estado se convierte también en objeto de la reforma, de manera que el reformismo se convierte en algo imposible pues, en verdad, ya no existe la palanca tradicional que lo impulsó. De la misma manera, la revolución pierde sustento al faltarle el horizonte hacia donde encaminar esa transformación radical. Una cirugía masiva sin conocer el postoperatorio no parece muy prudente. Estas transformaciones llevan a una reflexión similar a la que obliga el paso de sociedades de pleno empleo a sociedades con un alto nivel de paro. Si desde la izquierda se estigmatizó el trabajo como fuente de explotación y pérdida de humanidad, el paso a sociedades de workfare, donde se pierde el derecho al trabajo, alumbra una nueva categoría que descoloca ese análisis. Es mejor estar explotado que no tener siquiera explotador. De la misma forma, el desahucio del Estado como palanca reformista o revolucionaria aleja la crítica al Estado en el siglo XX, con su sinfín de errores y actuaciones contrarias a la emancipación. Una vez más, está el peligro de caer en la nostalgia, de «añorar» (ignorar) lo perdido al negarnos a conocerlo como en verdad era y acomodarlo a nuestro deseo imaginado. Sólo así «cualquier tiempo pasado fue mejor». Pero como la marcha atrás es una imposibilidad material por la ley de la entropía (el ayer nunca puede regresar pues el tiempo no se puede deshacer), está vigente el hecho de que hay que superar las fórmulas estatistas del siglo XX para construir un socialismo acorde con las nuevas realidades, con la experiencia acumulada y con los nuevos valores que se extraen de ese análisis (De Sousa Santos, 2005b).
Ni el Estado moderno ni el capitalismo ni la modernidad deben tener en el socialismo del siglo XXI la hegemonía que disfrutaron en la centuria anterior (obviamente, es una propuesta normativa). Y una vez más hay que ser muy cuidadosos con comparaciones que dejan fuera de foco demasiados aspectos. Si la socialdemocracia fue menos estatista y permitió más libertad también fue porque logró mucha menos igualdad (pensemos que sólo Rusia, como hemos señalado, debió igualar a 160 millones de seres humanos). Pero lo que en un sitio lo hacía un partido único, en el otro lo hacía un cártel de partidos (que es una variante sofisticada de partido único) que compartían las mismas reglas del juego y pequeñas variaciones en el porcentaje del gasto social, según hubiera gobiernos liberales y democristianos o socialdemócratas, marcadas en todo caso por el límite estructural de la reproducción capitalista y el mantenimiento de la tasa de ganancia.21
La superación del Estado forma parte del reto del socialismo del siglo XXI. Esto no significa que deba renunciarse a la tarea estatal para el empoderamiento de la ciudadanía, o para recuperar las riquezas nacionales, o para frenar los intentos internos o externos que buscan regresar a situaciones de privilegio. Pero un socialismo estatista caería en las garras de la burocracia, de la desidia ciudadana, de la pérdida de iniciativa que aquejó a los sistemas socialistas en el siglo XX. Como plantear Moulian (2001:111), «Una política socialista debe recuperar de forma nueva el ideal originario de la desestatización. El mejor Estado es aquel desde donde se puede combatir contra el propio Estado, desarrollando la asociatividad de ciudadanos, trabajadores y productores». Como lo expone una vez más Boaventura de Sousa Santos, un Estado experimental que permita a la ciudadanía intentar formas alternativas de organización política. Un Estado maternal, que contraste con el Estado paternal y que deje a las personas crecer, pero que también esté atento a cualquier interrupción en ese camino de crecimiento personal.
De cualquier forma, nótese que no se trata de abolir el Estado (ni el capitalismo ni la modernidad), sino de desbordarlos, esto es, sustituirlos por equivalentes funcionalmente superiores y valorativamente acordes con la moral de justicia y libertad socialistas, tendentes al autogobierno. Hay que desarrollar nuevos indicadores sociales que midan, con la misma fuerza que se mide el PNB o la cuenta de resultados de una empresa, los siguientes asuntos:
la explotación, la redistribución universal de la renta, la seguridad en el trabajo (indicadores rojos);
la sustentabilidad o la recuperación medioambiental (indicadores verdes);
la igualdad de género o la autonomía de las mujeres (indicadores violetas);
la contribución a la paz (indicadores blancos);
la reducción urbana de la violencia (indicadores azules);
el respeto al patrimonio cultural (indicadores amarillos);
el trabajo doméstico, voluntario o comunitario (indicadores granates);
la felicidad o infelicidad social escondida tras las cifras del PIB y que reclaman otras miradas para identificarse (indicadores multicolores).22
¿Y qué fue del sujeto universal?
La clase obrera no existe. Existe el discurso sobre la clase obrera. Esto no quiere decir, como leería una posmodernidad torpe, que sólo existen los discursos. Ni mucho menos. Cientos de millones de seres humanos se levantan con el alba y regresan por la noche a sus hogares para poder entrar un sueldo cada mes. Lo que quiere decir esa afirmación es que la identidad de lo que sea la clase obrera no es sino un discurso, por lo general bastante simplificador. Cuando se pretende que la clase obrera sea el sujeto universal que dirija la revolución socialista se está trabajando con ese tipo ideal cercano, por cierto, al protagonista de la novela de Ostrowski de 1930 Así se templó el acero. Cuando se pretende construir un sujeto universal sobre la base de una supuesta subjetividad asalariada, se están poniendo cosas ahí que no necesariamente existen por el hecho de la mercantilización de la vida que implica vender la fuerza de trabajo en el mercado. Pero hay otros elementos objetivables que explican la fuerza de la clase obrera como sujeto universal.
Los obreros, como conjunto de personas separadas de los medios de producción dentro de un sistema con pretensiones de universalidad (el capitalismo necesita llevar la ley del valor a todo el planeta), fueron los primeros en la historia en condición de formar un nosotros político comunicable (sólo comparable a los nosotros construidos religiosamente). El trabajo asalariado construye un nosotros político, abstracto, pensable y otorgador de una subjetividad sencilla armada sobre el hecho generalizado de dedicar el grueso de la vida a trabajar para otros y de apenas tener nada para sobrevivir (subjetividad entendida como ese pensarnos reflejados en el espejo de las ideas que tenemos de nosotros mismos y de los demás). Esto, insistimos, sólo es pensable por la generalización de la proletarización y por el proceso de secularización que debilita la identidad religiosa. Hubo antecedentes políticos con los esclavos (rápidamente sofocado) y luego con los campesinos (que no podía tener el grado de extensión al no abolirse nunca la pequeña propiedad campesina y permanecer intacto el aparato ideológico de la Iglesia). Y como posibilidad, pudo haberse desarrollado también un movimiento de mujeres, si bien la opresión aquí era principalmente doméstica, de manera que su articulación como grupo abstracto hubiera generado un conflicto de lealtades o intereses (el del grupo ampliado como mujeres o el de la propia familia). La desigualdad con la que quería acabar el socialismo, ya desde los utópicos, era la desigualdad de clase. Este conflicto de clase se construyó como la variable independiente al impedir, por la dureza de las condiciones del proletariado, construir un proyecto de vida mínimamente autónomo. De ahí que las condiciones objetivas que poseía la clase obrera para erigirse como subjetividad universal, como conciencia desdichada, difícilmente podían haber surgido antes en la historia.
La Declaración Universal del Hombre y el Ciudadano de 1948, como correlato de las victorias de la clase obrera organizada, dinamitó la fuerza de ese sujeto revolucionario. El Artículo 23.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos («Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social»), junto al Artículo 25.1 («Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad»), el Artículo 26.1 («Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos») y el Artículo 27.1 («Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten») tenían que necesariamente llevar a repensar el sujeto del cambio.
Los obreros perdieron consciencia de clase durante el fordismo, cuando recibieron a cambio de su trabajo una remuneración que les permitía, a ellos o a sus hijos, acercarse al modelo de vida de sus explotadores. Otro caso, quizá de mayor actualidad, es el de los depauperados, el lumpen proletariat, los andrajosos despreciados por Marx por ser susceptibles, por su escasa instrucción, de apoyar al Bonaparte de turno. En el modelo marxista, la sociedad capitalista devenía en proletarización. No en depauperización, pues el advenimiento de la pobreza hubiera significado romper con la idea de progreso y perder la posibilidad de tener un sujeto para el cambio revolucionario. Las limitaciones modernas de Marx su pensamiento lineal podían en ocasiones más que su genio (Mires, 1992:21). Esto nos sitúa ante lo que Frei Betto ha llamado «el pobretariado» y que Negri y Hardt han rescatado en Imperio definiéndolo como sujeto mundial, indisciplinado, libre; esos «andrajosos» que no pueden ser representados pues ellos mismos son lo real, y que portan, por ello, enormes capacidades revolucionarias (con una clara recuperación de un discurso franciscano).
Esto abre un problema que se está viviendo en la América Latina en transición. Como no hay ninguna sociedad homogénea, conviven los que tienen mucho, los que tienen algo y los que no tienen nada. La estrategia de estos últimos es desesperada y es en su nombre que los cambios tienen lugar. Pero pretender articular en una misma dirección a diferentes grupos es arriesgado. Mientras que las clases medias o bajas tienen algo más que perder que sus cadenas, los pobres están situados en el momento original de la creación del Estado. Un momento que, como han demostrado Mann (1991), Tilly (1992) o Giddens (1985), está atravesado de pura violencia. Llama poderosamente la atención que en los procesos de cambio en América Latina, articulados, como decimos, en nombre de las mayorías pobres, la violencia haya quedado fuera del marco (violencia quizá evitada y sustituida por liderazgos muy fuertes que devienen en formas de cesarismo y que por eso mismo frenan la explosión de ira política popular). La violencia es, al contrario, la de los grupos tradicionales de poder que pretender revertir los cambios, o la que se infligen a sí mismos los pobres en las refriegas de bandas en los barrios marginales de las grandes ciudades, esas zonas marrones donde el Estado aún no se ha hecho presente más que como violencia. La relación «pobretariado»-liderazgo marcó un lugar histórico en el devenir de América Latina al conseguir, contra todo pronóstico, el regreso del depuesto presidente Chávez tras los luctuosos días de abril de 2002. Los cambios sociales radicales nunca esperan a los teóricos para realizarse.
El socialismo del siglo XXI ha pluralizado el sujeto social de la emancipación. Es de interés detenernos un instante en la siguiente paradoja: no existe capitalismo sin explotación, es decir, sin trabajadores que reciban menos de lo que producen (descontada la reposición de materiales y máquinas). Sin embargo, los trabajadores no encarnan hoy los intereses generales de la humanidad, que son más amplios que los que implica la explotación (mujeres, ecologistas, ancianos, indígenas, pacifistas, etc.). Los trabajadores son, indudablemente, los que hacen funcionar el capitalismo. Son, de hecho, la base de su existencia e, insistimos, desapareciendo los trabajadores no podría existir el capitalismo. Pero en nuestras sociedades complejas, aún más que en los siglos XIX y XX, no construyen una universalidad, una voluntad colectiva que pueda representar a todo el mundo. Las necesidades objetivas de los trabajadores recibir el producto de su trabajo no pueden coincidir con las necesidades subjetivas de una población que no encuentra su identidad en el ámbito laboral como ya hemos dicho, mujeres, indígenas, ancianos, minorías sexuales, ecologistas, etc.. El mundo del trabajo, por tanto, aparece como la contradicción principal del capitalismo, pero eso no implica que se puedan extraer conclusiones para la transformación que ignoren la imposibilidad de la clase obrera para representar a todo el género humano (como decía la letra de La Internacional). Detrás está también la fugacidad de los tiempos, esta modernidad líquida (Baumann), que hace que el futuro sea incierto, fragmenta el presente, le roba la homogeneidad al tiempo como en una metáfora donde la fábrica estuviera cada día en un sitio y cambiaran a cada rato los compañeros y las máquinas e impide hacer de la actividad un referente claro y seguro que pueda interpretar por sí mismo el mundo y plantear pautas de acción.
Al igual que el capitalismo es histórico y no necesario las sociedades occidentales pudieron, como China, haber tomado otro rumbo, el socialismo que se le opuso no es menos histórico y contingente. La generalización de la explotación a través de un contrato de trabajo en sociedades con propiedad privada de los medios de producción es un «accidente histórico». Si los obreros son una realidad histórica, la teoría de la emancipación tiene que apuntar más lejos. La idea de opresión cualquier tipo de ejercicio del podertiene rasgos más universales. De ahí que otra de las tareas del socialismo del siglo XXI sea encontrar el mínimo común denominador de la pluralidad de luchas y de la pluralidad de dominaciones (Mouffe). Ya hemos visto que el liderazgo cesarista es una forma de superar esa fragmentación. Una virtud que también puede convertirse en un vicio. El remedio: mandar obedeciendo.
Del socialismo científico al socialismo humanista
En el mundo líquido de la fugacidad y la confusión, allá donde los libros de autoayuda y la oferta de espiritualidad más o menos mercantilizada están ocupando el interés de una amplia parte de la ciudadanía fragmentada, el socialismo del siglo XXI tiene que hacer una «síntesis de memoria y proyecto» (Tapia, 2006) que reconstruya un sentido orientador de la vida perdido cuando se entregó toda la trascendencia a la Iglesia y ésta la sacrificó en aras de su propio interés y el de las élites para las que construyó el entramado institucional regido principalmente desde el Vaticano. El socialismo del siglo XXI necesita una trascendencia sin dios, una espiritualidad laica que se ocupe de dar un sentido a la vida humana sobre bases filosóficas y vitales (no meramente funcionales o utilitaristas, pues para eso bastaría un buen código de derecho civil).
La tentación de hacer del socialismo una ciencia, es decir, de dotar de un rumbo necesario y, por tanto, predecible a la emancipación (no confundir con el intento de hacer un análisis con base científica del capitalismo) fue un defecto humano, demasiado humano que cometió Marx y profundizaron algunos marxistas. Como en otros aspectos, culminó en el delirio estalinista. Esto es, fue inicialmente una ingenuidad que, guiada por buenas intenciones, terminó formando parte esencial de ese empedrado del infierno que construyen los deseos mal reflexionados y, finalmente, impuestos a los demás. La contraposición entre socialismo científico y socialismo utópico simplificó a este último para reforzar, con en el movimiento del péndulo, la necesidad de extraer del análisis objetivo de las contradicciones del capitalismo las bases para superarlo. Se mantuvieron los ideales, pero uno se arrumbó al armario de los sueños mientras el otro, supuestamente, obraba con la misma fuerza científica que impulsaba la realidad industrial (Fernández Buey, 2008:164). Ese socialismo científico se entiende dentro de los parámetros de la ciencia «moderna», esto es, de una ciencia que extrae leyes después de observar regularidades, creando un patrón de comportamiento lineal que permite hacer predicciones y que tiene validez hasta que un nuevo paradigma explicativo viene a sustituir el anterior.
La ciencia moderna ha sido profundamente arrogante, de manera que todo lo que no encajaba dentro de su concepción científica era descalificado como «no ciencia», esto es, como superchería, magia, prejuicios, etc. Una ciencia tan arrogante que al tiempo que nos ha llevado a la luna ha acabado con la biodiversidad allí donde ha sentado su hegemonía (De Sousa Santos). Una ciencia que crea medicinas para curar enfermedades que ella misma ha creado. Una ciencia basada en la cuantificación y las ecuaciones que fue expulsando de la humanidad lo único que entrega a la humanidad serenidad, paz y alegría: todo aquello que no puede medirse.
Sin embargo, una nueva ciencia, que bebe de los avances en física y en biología, pone en cuestión esa interpretación tan lineal de lo que es la ciencia. Einstein, Böhr, Heisenberg, Prigogyne han sentado las bases para entender que la ciencia no es una explicación lineal, una recta inflexible que puede permitirse despreciar lo que ignora. El «pienso luego existo» de Descartes ha sido demasiado limitador. «Pienso luego existo» rompió demasiadas cosas. El pensamiento se convirtió en un constructor de jerarquías. Un pensamiento más humanista sería «existimos luego pienso», ya que el pensamiento que no está conectado al resto de la existencia es un pensamiento fragmentado, roto, peligroso para la convivencia. En otras palabras, pensemos lo que pensemos, somos, y si el pensamiento no nos ayuda a esto, estamos «pensando mal». No se trata de reclamar el irracionalismo. Se trata de entender que el pensamiento moderno y Marx era un pensador moderno fue profundamente arrogante y a menudo torpe. ¿No fue acaso el que nos llevó a dos guerras mundiales con setenta millones de muertos, a la devastación de la naturaleza, al sometimiento de la mujer, al desarrollo del capitalismo?23
Esta búsqueda de un socialismo científico es lo que llevó a Althusser responsable de darle un nuevo impulso al marxismo pero también de sembrar una línea mecanicista que empobreció muchísimo al socialismo a diferenciar entre el Marx humanista y el Marx científico. Los tiempos, por el contrario, reclaman una flexibilidad que Oriente siempre cultivó con más inteligencia que Occidente.24
Entre los marxistas actuales, la línea mecanicista es marginal, y su empeño en repetir que hay unas leyes inexorables, su insistencia en que se pueden cuantificar los deseos y esfuerzos humanos ahora con ayuda de los ordenadores vuelve a suponer un reduccionismo que, desde las buenas intenciones (pero no exento de soberbia y arrogancia), regresa una vez más a los errores del socialismo del siglo XX.25 Por eso hay que hablar de socialismos y no de socialismo, pues cada país, cada grupo, va a conferirle un rasgo particular a la construcción de su emancipación. Si nos empeñamos en que el socialismo es científico ¿qué hacemos con los indígenas a los que no les gusta hablar de socialismo sino que prefieren hablar de dignidad? Si el socialismo es científico ¿de nada sirven entonces las experiencias particulares de los grupos, las diferentes historias, las distintas suertes? Si el socialismo científico nace con la clase obrera ¿no hay salvación en los modelos previos al desarrollo capitalista? Si cada vez hay menos leyes en las ciencias duras, qué no ocurrirá con las ciencias sociales, cuyo objeto de conocimiento es un sujeto que tiene voluntad. Un sujeto que está hecho, como decía Aristóteles, de lo que come, pero también, como decía Shakespeare, de la misma materia de los sueños.
El valor del socialismo y los valores del socialismo
Hablar de socialismo científico, repitiendo el mecanicismo marxista-leninista es decir, la interpretación del marxismo que hizo la escuela estalinista es devolver la propuesta del socialismo en el siglo XXI al siglo XX e, incluso, al siglo XIX. ¿Alguien puede definir de una vez el amor, la paz interior, la solidaridad, la belleza, la amistad, los anhelos, la dicha, el futuro? El socialismo del siglo XX, después de la experiencia del Gulag soviético, tiene la obligación de ser más amable. Ir diciéndole a todos esos pueblos que están intentando formas de emancipación que su esfuerzo no es científico aunque estén construyendo modelos reales que los que hablan de ciencia han sido incapaces de construir en sus países es arrogante, eurocéntrico y colonialista. Hay muchas cosas que, por nuestra formación generacional no vamos a poder cumplir. Tendremos que convivir con ellas como contradicciones. Pero debemos tener claro en el discurso lo que emancipa y lo que repite la falta de libertad de la que nosotros somos víctimas y verdugos. Socialismo es amor, alegría, paz. Todo lo demás son instrumentos para lograrlo.
Esto nos lleva a entender que la reinvención del socialismo en el siglo XXI sólo puede hacerse desde instancias deliberativas que hayan encontrado una buena parte de sus argumentos en desarrollos prácticos de acción colectiva.26 Un error repetido que fue estrangulando la orientación teórica del socialismo del siglo XX fue mezclar las críticas desde la izquierda con las críticas revisionistas o, aún más allá, con las críticas desde posiciones contrarrevolucionarias o de derecha cristiana. De esta forma, se perdió la posibilidad de un ajuste teórico constante. Al final, Otto Bauer, Kautsky, Kerenski, Rosa Luxemburgo o Preobrajenski eran presentados como parte de un mismo argumento. Después, en un bucle intolerable, fueron empatados con Hitler o Mussolini. El socialismo que renunció a la disidencia interna perdió toda posibilidad de ajustarse y por la simple ley de la entropía llegó a ese equilibrio estable que se llama muerte. «Cuando se patina por hielo fino decía Ralph Waldo Emerson la salvación es la velocidad». Cualquier cambio social que afecta a los privilegiados de ese orden con el que se quiere poner fin es una invitación constante a huir hacia delante. En la vertiginosidad, se cava una trinchera donde sólo hay dos bandos: el del pasado y el del presente. Esa carrera desbocada hacia el por venir aglutina a los propios, pero dificulta los análisis. El hielo fino se rompe y se traga a los patinadores.
El socialismo del siglo XXI debe completar la casilla de los valores que le son propios y que, a día de hoy, está vacía. Tenemos bien definida la casilla de los valores del capitalismo liberal (que hoy identificaríamos con el conservadurismo); tenemos la casilla de los valores socialistas definidos a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX y que se articularon frente a los valores del capitalismo liberal. Tenemos una tercera casilla, la hoy hegemónica, propia de los valores neoliberales y neoconservadores (como vimos, en una confusa mezcolanza). Queda por definir y completar, como hemos afirmado, cuáles son los valores del socialismo del siglo XXI. Valores que han aprendido de los errores colectivistas del socialismo anterior y que también han interiorizado como valor la responsabilidad individual y la afirmación de cada persona. Valores que se construyen en relación dialéctica con otros valores. Hay que constatar que buena parte de los nuevos valores de la izquierda son reelaboraciones de los valores iniciales del primer capitalismo, al menos en lo nominal (son formas que insisten en lo comunitario). Respecto de la incorporación a lo que Marx llamaba «la libertad de cada uno como condición de la libertad de todos» (Manifiesto comunista), es una vez más Moulián quien afirma que:
La individuación es un proceso positivo de distanciamiento frente a la moralidad y normatividad impuesta por los poderes. Mientras que el individualismo es exactamente lo contrario. Es un proceso de posicionamiento estratégico en el marco del sistema. Es la renuncia a la crítica para profitar del conformismo, en función de conseguir una autovaloración del Yo contra los Otros, involucrándose en la dinámica mortífera de la competencia. (Moulian, 2001:160. Las cursivas son nuestras).
Si se insiste en que el socialismo del siglo XXI no intercambia justicia por libertad, no está dirigido por vanguardias, no es estatista ni capitalista ni se queda detenido en la modernidad, si es ecologista y feminista, si renuncia al eurocentrismo, al colonialismo y al epistemicidio occidentalista, si apuesta por la igualdad de capacidades, si recupera la planificación, ahora de forma participativa, si refuerza los ámbitos del mundo de la vida (afectos, empatía, solidaridad y alegría), en definitiva, si cree en una renovación de la emancipación, es relevante sacar las conclusiones valorativas al respecto. El siguiente cuadro, en una exposición de urgencia, muestra una comparativa de los valores de los cuatro grandes presupuestos políticos que enfrentamos:
A modo de conclusión
El socialismo del siglo XXI debe encontrar la necesaria síntesis entre la voluntad y la necesidad, entre la relevancia de actores que quieren romper con un estado de cosas y las obligaciones objetivas que marca un determinado desarrollo social, unas posibilidades materiales, una correlación de fuerzas. De ahí que la pelea simbólica sea esencial y de mucha mayor plausibilidad que un cambio en las condiciones estructurales. El optimismo que habita a los seres humanos no tiene que ver con lo material, sino con lo intelectual. Es en el ámbito cultural donde el ser humano despliega su máxima humanidad. De ahí que sea necesario romper con la cadena de amortiguamiento del dolor propia de la sociedad del espectáculo. La ecuación «doler-saber-querer-poder-hacer» debe transitarse para que exista transformación. Sin dolor ante el hecho social ¿qué razones habría para el cambio? Por el contrario, cuando el dolor se conceptualiza, se convierte en saber y deja de entenderse como algo natural y necesario. El dolor se hace conocimiento, saber, y se percibe como algo ajeno enemigo de la vida digna. Una vez pensado el dolor y convertido en conocimiento, nace la voluntad, un querer acabar con el dolor, identificado en su fuente. Pero no basta desearlo. Surge así el momento político: el del poder. El individuo que ha identificado la fuente del dolor ha entendido que su sufrimiento no se debe a una personalización, sino a una lógica repetida y enraizada en las instituciones sociales. Para cambiarlas hace falta poder cambiarlas. Una vez que se tiene ese poder, viene finalmente la transformación. Además, el dolor es acumulativo, de manera que un dolor superado no se quiere repetir. El umbral del dolor cada vez es más bajo. Por eso hay lugares donde la muerte violenta es una compañía cotidiana mientras que en otros esos comportamientos se ven como algo traumático que la sociedad, el Estado y los valores evitan a toda costa. El ciclo repetido de «doler-saber-querer-poder-hacer» construye sociedades virtuosas donde la dignidad humana se respeta profundamente. La forma menos traumática de construir una nueva sociedad del trabajo pasa porque cada persona deje clara en su relación social todas sus exigencias construidas desde un dolor siempre alerta. La opresión es más difícil cuando el oprimido recuerda al opresor que le está haciendo daño.
Hay que recuperar la memoria. Sin memoria, todo se repite, por lo general como tragicomedia. De ahí que la reflexión teórica sobre el socialismo en el siglo XXI debe nutrirse de la lectura dialogada del pasado y de la construcción igualmente debatida de la realidad en curso. No son intelectuales astutos, sino el pueblo, el que ha mandado un nuevo telegrama a aquellos voceros del fin de la historia que, como sugiere Rigoberto Lanz, bien podrían haber escrito: «Suspendido, nuevo aviso, intentos infructuosos cambio sociedad. Ruégole mantenerse expectativa. Favor abstenerse toda provocación».
La nueva misiva, que sin saber que era imposible, fue y lo hizo, dice: «Retomado, sin previo aviso, intentos fructíferos cambio sociedad. Rogamos intelectuales dejar expectativas y salir a la calle. Favor abstenerse toda justificación».
Referencias bibliográficas
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Notas
1 Para la idea de «utopía negativa» entendida como una «palabra deshonrada», como mero sueño irrealizable, cargo adjudicado después de las revoluciones de 1848, véase Fernández Buey, 2008:168-73.
2 La esencia de la política, como bien entendió Carl Schmitt, es el conflicto. Al igual que si desaparece la escasez desaparece la economía, si desaparece el conflicto desaparece la necesidad del poder y, por tanto, la política. Schmitt era un nazi justificó en Nüremberg su colaboración con Hitler, pero en la reedición de 1963 de su libro de 1932 El concepto de lo político (Madrid, Alianza Editorial, 1991) aun seguía sin considerar necesario disculpar el holocausto o cuestionar el régimen, pero eso no invalida su mirada implacable sobre la política en la estela de los más lúcidos teóricos del poder.
3 El poema de Kavafis (traducción de Pedro Bádenas de la Peña) termina:
Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.
4 El tema de la alienación está presente de manera esencial en Marx. La idea de hegemonía y la necesidad de construir nuevos sentidos comunes fue parte central de la reflexión de Gramsci. Toda la escuela de Frankfurt prestó atención a la construcción de una mentalidad autoritaria. Recientemente, y desde tradiciones que no cuestionan el capitalismo, se recupera esta idea, aunque sin citar estas corrientes de pensamiento y, por tanto, privando a la reflexión de su contenido emancipador, y convirtiéndose en una forma de moda intelectual válida tan sólo para diferenciar entre demócratas y republicanos en Estados Unidos. Es el caso de George Lakoff, No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político (2007). Sin embargo, este estudio de psicología cognitiva aplicado a la derecha norteamericana demuestra que los marcos con los que se apresa el conocimiento tienen más fuerza que los hechos tozudos de la realidad. Tiene aquí pleno sentido la frase de Einstein «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
5 Son conocidos experimentos en donde un chimpancé renuncia a accionar una palanca que le gratifica con un plátano porque al tiempo otro chimpancé en una jaula colindante recibe una descarga eléctrica. Más recientemente, otros experimentos muestran como un mono contento y ufano por haber recibido como alimento una rodaja de pepino, monta posteriormente en cólera y termina tirando una nueva raja de pepino cuando el chimpancé de la jaula de al lado recibe una uva cada vez que él recibe el hasta hacía un momento delicioso vegetal. Véase De Waal, 2007.
6 Cuando se habla de socialismo del siglo XXI se pretende a veces una novedad teórica que en verdad no se sostiene (v. Fernández Suey, 2008), dejándose de lado la verdadera novedad, que es de prácticas. La discusión teórica del eurocomunismo; los programas políticos de la izquierda no socialdemócrata desde mediados de los ochenta; la concreción movimentista y partidista del mayo del 68, además de todos los sucesos reseñados, fueron creando un socialismo anticapitalista y antiautoritario que era el único pensable en el entrante siglo que rechazaba de manera amplia el totalitarismo soviético. Algunos autores como Anthony Giddens (1999), Norberto Bobbio (1994), o Jorge Castañeda (1993) dan señales de la rearticulación teórica de la izquierda a mediados de los noventa (si bien Castañeda deja en el aire, desde su participación en el Gobierno derechista de Fox, otras motivaciones más particulares que las teóricas). Javier Biardeau hace un recorrido muy útil para ubicar la discusión en Venezuela, si bien, creemos, insiste demasiado en la supuesta influencia de determinados autores, disminuyendo relativamente la relevancia de los hechos históricos. Véase Biardeau, 2008:145-179.
7 Dice Rigoberto Lanz: «La revolución es precisamente contra la lógica de la dominación. He allí la primera regla de una sensibilidad efectivamente transformadora. Sensibilidad sin la cual ocurre lo que ya conocemos en la tragedia de los «socialismos» burocráticos: las mismas relaciones de dominación recubiertas con la coartada de la revolución. Que esta desgracia haya ocurrido de esta manera no se debe a la «traición» de un espíritu maquiavélico que se infiltró en la fila de los buenos. Ello es sencillamente el testimonio de la enorme dificultad de desinstalar mentalidades, pulverizar sistemas de valores, abolir representaciones (cognitivas, éticas, afectivas, estéticas). El cambio cultural que supone la irrupción de un proceso civilizatorio de nuevo tipo son palabras mayores. Esto queda muy lejos todavía de planes de gobierno, de estrategias de gestión y esquemas de transición, que siendo insoslayables en el terreno práctico de los procesos políticos de cambio, son al mismo tiempo el gran distractor para que las transformaciones verdaderas nunca lleguen». Véase «Socialismo en clave posmoderna», disponible en www.debatecultural.net/Observatorio/RigobertoLanz16.htm (bajado el 3 de septiembre de 2008).
8 Los Estados modernos ni tienen autonomía respecto de las clases sociales (tesis institucionalista) ni responden sin más al interés de clase (tesis de El manifiesto comunista). Los Estados modernos son relaciones sociales que reflejan la forma en que se han solventado los conflictos sociales, si bien poseen «memoria», una selectividad estratégica («estructural» la llama Claus Offe), que descansa en su trayectoria histórica, en sus comportamientos reiterados a favor de las clases privilegiada. Sin embargo, y como demuestran los casos recientes de América Latina, eso está cambiando, de manera que un nuevo resultado social se expresa en nuevas formas de estatalidad.
9 La queja ante los Estados heredados ha tenido la respuesta política más contundente en Venezuela, donde en el año 2003 se pusieron en marcha las misiones, políticas públicas participadas popularmente que funcionaron como un Estado paralelo alimentado por la mística de un país que había resistido un golpe de Estado, un paro patronal y un sabotaje petrolero. Las misiones, una sugerencia de Fidel Castro al presidente Chávez, buscaban demostrar a la población efectos concretos de la nueva política redistributiva ante la cercanía del referéndum revocatorio, pero también eran una solución imaginativa y poderosa a la falta de respuesta dada por los funcionarios de la llamada IV República a la deuda social, principalmente en salud, educación, alimentación, vivienda y empleo. Las misiones constituyen una suerte de Estado poscolonial (o posmoderno), experimental, que acompaña las iniciativas populares ejerciendo una tarea de supervisión (curiosamente, la que se reserva al Estado en la estela de Luhmann). Ahora bien, como con astucia vio Albert O. Hirshmann (1986), la participación funciona como un péndulo, de manera que con el reflujo de la mística/participación, o viene la institucionalización o lo logrado puede revertirse. Para la función del Estado en la perspectiva luhmanniana, véase Willke, 1997. Del vicepresidente boliviano, Álvaro García Linera, es muy interesante la entrevista donde explica su «giro hegeliano» en lo que respecta al papel del Estado (García Linera, 2007).
10 El resultado del referéndum constitucional en Venezuela en diciembre de 2007 es un ejemplo de todo esto. Es indudable que la oposición hizo todo lo que estaba a su alcance para que fracasara el «sí» propuesto por el presidente Chávez (se repitió toda la batería de desestabilizacion clásica: desabastecimiento, manipulación mediática, amenazas de guerra civil e intervención norteamericana, intentos de aislamiento internacional, cooptación de personas simbólicas del chavismo, revolución de colores articulada con los estudiantes de las universidades privadas o privatizadas), pero también hubo una profunda responsabilidad gubernamental y una inexplicable torpeza parlamentaria al poner en marcha un cambio que no estaba ni maduro ni había sido suficientemente explicado entre la población. Puede consultarse Juan Carlos Monedero, «La victoria escondida del presidente Chávez», disponible en www.elviejotopo.com/web/archivo_revista.php?arch=973.pdf.
11 Quizá el ejemplo más claro de esta determinación estaría en procesos como la constituyente de 1999, las leyes habilitantes de 2001, la reforma constitucional de 2007 y la nueva habilitante de 2008.
12 Javier Biardeau apunta que en el caso de Venezuela se está ante un cesarismo progresivo (un bonapartismo de izquierda en otras clasificaciones), sometido además a la tensión entre la cadena de mando propia del Ejército y la gramática democrática afín a la deliberación en donde se enmarca la «utopía concreta» que portaría el proyecto chavista. Igualmente apunta al dilema entre la condición redentora de Chávez y el riesgo de repetir la ecuación «caudillo-Ejército-ausencia de pueblo-ausencia de democracia». En nuestra opinión, la politización que ha vivido el pueblo venezolano en los últimos diez años permite inferir una evolución claramente democrática que, además, solvente los problemas de participación de las democracias parlamentarias de baja intensidad. Pese a que lo que Gramsci llamaba «cesarismo progresivo» es una realidad en la Venezuela bolivariana, Chávez ha optado por crear un partido, no un movimiento que responda a su voluntad. Igualmente, Chávez ha apostado por el socialismo, cuando una decisión por el «chavismo» (al estilo de Juan Domingo Perón) le habría brindado más apoyos y un control menos abierto a disidencias. Por último, Chávez utiliza la televisión pública para explicar políticas públicas y también para contrarrestar el ataque de los medios privados, cayendo con frecuencia en la propaganda gubernamental, pero también ha creado una infinidad de medios comunitarios autoorganizados y no controlados jerárquicamente. Una vez más, la realidad es más compleja que la teoría. Para la caracterización cesarista de Chávez, véase Biardeau, 2008: 237-40, y «Los peligros del cesarismo», disponible en http://firmasdefaces.blogia.com/2007/111503-los-peligros-del-cesarismo-javier-biardeau.php (consultado en septiembre de 2008).
13 El papel del liderazgo quizá ocupe el lugar central en las críticas al proceso venezolano, con el exceso repetido y poco académico de comparar al presidente Chávez con Hitler. Fernando Mires, en un libro «deliberadamente político», pretende aplicar las categorías de Hanna Arendt a Chávez. Un análisis más objetivo sobre lo que está pasando en Venezuela habría intentado otro ejercicio al constatar en Venezuela una realidad bien distinta a las de los totalitarismos europeos: 1. en vez de un nacionalismo estrecho y racista, una insistencia en la integración regional, un impulso a la idea de Nuestra América y a la patria grande, compartiendo incluso los recursos del petróleo con los países más pobres (imaginemos un nacionalista vasco, catalán o español hablando constantemente de Europa y del sueño europeo de Altiero Spinelli o gastando parte del presupuesto nacional en ayudar, por ejemplo, a Portugal). 2. En vez de un supuesto partido único como el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) o el Partido Nacional Socialista de Alemania (NSPD), decenas de partidos, pluralidad que penetra incluso las filas del chavismo. 3. En vez de una simplista «personalización extrema de la política en torno a un líder mesiánico», formas de cesarismo progresivo (como explicó Gramsci), o una forma de liderazgo fuerte como modo alternativo de acumulación política originaria en un país desestructurado (sin olvidar que ese «líder mesiánico» pierde elecciones y acepta el resultado). 4. ¿Violencia política en Venezuela? Otro error. Lo que hay es una violencia extrema en los barrios pobres, que al no ser de tipo político ni afectar determinantemente a los sectores acomodados, no forma parte de la queja de estos sectores académicos. 5. ¿Monopolio de las comunicaciones? RCTV, el canal al que no se le renovó la licencia en 2007, y que sería para Mires la clara señal de la instauración de la dictadura, está emitiendo por cable. Además de que el grueso de la audiencia audiovisual en Venezuela está en canales privados, algunos de los cuales estarían cerrados en buena parte de Europa por sus constantes invitaciones al magnicidio, al golpe de Estado y a la desobediencia constitucional. 6. Por último, habla Hanna Arendt de una red institucional paralela al Estado. En Venezuela, esa red sólo puede referirse a las misiones, es decir, a políticas públicas participadas popularmente que ahondan en procesos como el de los presupuestos participativos. ¿Entregar poder a sectores populares organizados es nazismo? Véase Mires, 2007.
14 Hemos adelantado algunas reflexiones en esta dirección en Monedero, 2007a, 2007b.
15 No hay que confundir este recuento de errores y aciertos con los ajustes de cuentas hechos por ex izquierdistas vehementes como una suerte de autocrítica realizada al calor de la crisis de la URSS y su posterior hundimiento. Estos ejercicios cundieron en los años noventa y, casi sin variación, fueron escritos por antiguos extremistas de izquierda, a menudo militantes de grupúsculos radicales, que trasladaban ahora su vehemencia extremista desde posiciones intransigentes socialistas o comunistas a posiciones intransigentes conservadoras o neoliberales.
16 Un ejercicio gráfico de la destrucción medioambiental en www.footprint.org. Igualmente pueden consultarse los datos del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático realizado por Naciones Unidas en 2007, donde se despejaron todas las dudas sobre la responsabilidad humana en el calentamiento global, al tiempo que se pusieron fechas muy cercanas como límite para intentar frenar la irreversibilidad del cambio climático y las catástrofes que lo acompañan. Los acuerdos de Bali en diciembre de 2007, apenas un acuerdo de mínimos sobre reducción de emisiones de CO2, no invitan al optimismo, vista la falta de voluntad, en una dirección u otra, de casi todos los países del mundo. Al final, la fecha acordada por las grandes potencias para una reducción eficaz de CO2 se ha trasladado a 2050.
17 Véase De Francisco, 2007; Gargarella y Ovejero 2001; Ovejero, 2005. Para un clarificador resumen de las relaciones socialismo y liberalismo (cuya ordenación seguimos), Gargarella, 2005.
18 Llevándolo a la caricatura, un derecho negativo, de no interferencia, sería el que no prohibiera a nadie ni a un miembro de la lista de las cien personas más ricas de la lista Forbes ni a un sin techo, dormir debajo de un puente. Un derecho positivo sería el que garantizase una vivienda a todos los ciudadanos, lo que afectaría positivamente al patrimonio del sin techo pero reduciría la renta del millonario de Forbes.
19 El neoliberalismo, como opción económica, se ha cruzado con el neoconservadurismo como opción política. De hecho, no nos equivocamos si los entendemos como dos patas de una misma silla. Ambos mantienen la defensa del privilegio, si bien ahora, como momento histórico, sitúan el eje de su discurso en la oposición al Estado social, al que acusan de generar corrupción moral al fomentar la debilidad en quienes reciben su ayuda (de hecho, los que llaman Estados fallidos suelen intentar vías alternativas a la hegemonía económica). Ambos igualmente no entienden la redistribución social como un derecho, y frente a la obligatoriedad de los derechos sociales defienden el dolor como corrector de comportamientos. A lo sumo, aceptarán unas ayudas asistenciales cercanas a la caridad y que tendrán la funcionalidad de desactivar los conflictos sociales. Sin embargo, la principal característica es su primacía por los resultados respecto de los idearios políticos. Los neoconservadores insisten más en la necesidad de reconstruir la trama moral de la sociedad buscarán culpables en sitios equivocados con tal de no culpar al capitalismo, mientras los neoliberales preferirán solventar los asuntos de droga, relaciones personales, consumo, interrupción del embarazo desde la esfera privada, siempre y cuando esos comportamientos no pongan en peligro su situación de privilegio.
20 Es la clarificadora reflexión de Gerald Cohen (v. Cohen, 1999). Para la reflexión clásica de John Rawls, véase Rawls, 1974, 1996.
21 Para la cartelización del sistema de partidos véase Katz y Mair, 1995.
22 En esta línea ha avanzado Amartya Sen en el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, con el índice de desarrollo humano, y también Max Neef en Desarrollo a escala humana (1994), o más recientemente Fernández Steinko y Köhler, 1995.
23 Escribe el sociólogo alemán Ulrich Beck: «La política no puede ser simplemente racional. Está bien unas soluciones eficaces a los problemas, pero también son importantes las pasiones. La política tiene que versar sobre la vida emocional, es decir, sobre la capacidad de escuchar, sobre la justicia, los intereses, la confianza, las identidades y el conflicto en caso necesario». Véase Beck y Beck-Gensheimr, 2003.
24 Lo vio con claridad Ludovico Silva en su Antimanual para uso marxistas, marxólogos y marcianos (2006) [1976].
25 El ejemplo más conspicuo de esta idea puede verse en Heinz Dieterich, Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI (2006) (en 2007 Monte Ávila Editores sacó una nueva edición, prologada por el general Raúl Baduel). Se trata de un trabajo antiguo que el autor alemán radicado en México reeditó añadiendo un capítulo inicial donde comparaba a Chávez con Bolívar y Jesucristo. Al tiempo, cambiaba el título, reclamando así la paternidad del socialismo del siglo XXI. Valga decir que, más allá de esa recuperación tardía del socialismo científico, el intento de asumir la autoría del socialismo para todo un siglo tiene algo de intempestivo ¡ni Marx se hubiera atrevido a algo parecido con el socialismo del siglo XIX! además de erróneo ignora todos los trabajos previos que apuntaban en esa dirección, e incluso utilizaban el concepto, a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989 o en análisis del futuro de Rusia o Cuba. Puede consultarse Blackburn, 1991; Igualmente, de Alexander V. Buzgalin «El futuro del socialismo», editado en lengua rusa en el año 1996.
26 Es lo que hay detrás del esfuerzo titánico de Boaventura de Sousa Santos en los siete tomos que configuran la obra colectiva Reinventar la emancipación social. Pueden consultarse muchos de esos documentos en www.ces.uc.pt/bss/index.htm (visitado en septiembre de 2008).